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Identidades, normalidad y jerarquización*

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Este documento es un fragmento de la Guía para Jóvenes de Prevención de Prácticas Discriminatorias “Somos
Iguales y Diferentes”, INADI, 2014. La publicación completa se puede descargar en
http://201.216.243.171/biblioteca/wp-content/uploads/2016/03/somos-iguales-y-diferentes-guia-para-jovenes.pdf

“Lo normal” en sí, no existe; es una construcción hecha en base a creencias


que luchan entre sí, en cada sociedad, en cada momento histórico, que se constituye
como hegemónica. Incluso cuando la palabra “normal” se la utiliza para referirse a lo
más habitual, lo convencional, el promedio o la mayoría, su aplicación está marcada
más por el poder que por el número. Porque esa “normalidad” a la que deberíamos
asimilarnos, por más que responde a ciertos intereses políticos, económicos y sociales,
no se muestra como parcial sino como una generalidad que no sólo esconde su origen
sino también su finalidad. Es una manera particular de ver al mundo que se presenta
como el mundo en sí, una mirada que organiza cómo vivimos, y valoramos nuestros
vínculos y relaciones sociales.

El paradigma de “normalidad” es ese modelo en el que lo más legitimado es


ser varón, blanco, adulto, con educación formal y recursos económicos, católico,
heterosexual y sin discapacidad visible. Quienes no entran dentro de ese ajustado
esquema, son vistos como lxs “diferentes”, lxs “anormales”, lxs “inferiores”, lxs
“peligrosos”.
Lo más notorio es que ese conjunto de creencias (o paradigma) de “lo normal”
aún sin ser “real” produce efectos reales de discriminación y desigualdad en la
sociedad. Es decir, al producir esas fronteras entre lo que está bien y lo que está mal,
lo que debe ser y lo que no, termina construyendo una escala de jerarquías entre
diferentes tipos de identidades. Es por esta razón que para comprender el
funcionamiento del paradigma de normalidad en la vida cotidiana y a lo largo de la
historia, es importante comprender el proceso de construcción de identidades y cómo
algunas de ellas van transformándose en lo que es “diferente”.

Cuando hablamos de identidades no nos referimos a una esencia interior, a


algo que no cambia, ni que depende sólo de nosotros y nosotras; sino de las muchas
formas en las que nos relacionamos con otras personas y con el mundo en general.
Identidades que van a remitirse a procesos educativos, culturales y a vínculos afectivos
con los cuales vamos conformando “quiénes somos”.

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En este sentido, la identidad es algo plural, ya que no somos una cosa o la otra
y sólo eso. Somos a partir de múltiples características, si tomamos una sola de ellas,
por más que sea la que consideramos más importante, o la que más resalta para
otros/as, nunca va a ser una definición de quiénes somos ni de quiénes queremos ser.
Es tarea de cada uno/a de nosotros/nosotras elegir, amar, reformular, reforzar y
volver a modificar

nuestra identidad, a partir del lugar donde nacemos o vivimos, con quiénes
nos vinculamos, es decir, a medida que crecemos y con nuestras variadas
experiencias.

En suma, las identidades son el producto de nuestras relaciones sociales en un


momento histórico y cultural determinado. Tanto la nacionalidad de la que nos sentimos
parte como la comida que nos gusta, la música que escuchamos o la ropa que
usamos, y también cómo definimos nuestro género y nuestra sexualidad, son resultado
de procesos complejos de construcción relacional. Esto es así, independientemente de
alguna característica de la personalidad que puede no cambiar nunca, aún en los más
diferentes contextos.

A pesar de que las identidades no son nunca estáticas, en nuestras


sociedades existen identidades que se instituyen como fijas que son más valoradas
que otras. Pero esto no tiene que ver con características propias de cada de una de
ellas, sino con el funcionamiento específico del paradigma de la normalidad. Es la
noción de normalidad y sus efectos de poder lo que produce jerarquías entre las
diferentes personas o grupos identitarios, haciendo que algunas valgan socialmente
más que otras. En este sentido, el problema con las identidades no son las diferencias
que se establecen entre ellas sino que en un mundo que pretende mostrarse uniforme,
ciertas “diferencias” son mostradas como defectos, justificando la desigualdad y
excluyendo a ciertos seres humanos.

La identidad además de ser relación, es histórica y contextual, por lo que


su valoración tendrá que ver con el momento histórico determinado en el que nos
situemos. Aunque, ciertos grupos han sido considerados como los anormales desde
hace mucho tiempo. Sería interesante hacer una historia de los llamados “bárbaros” y
“salvajes” en la conformación de América Latina. Si nos detenemos a analizar los
discursos y accionares de las élites locales a través del tiempo, o si buscamos en los
medios de comunicación de las distintas épocas, podremos encontrar que a lo largo de
la historia siempre hubo identidades a las que se las vinculó con la barbarie, el
salvajismo y la animalidad: identidades que muchas veces fueron presentadas
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como peligrosas para la nación. La pregunta que hay que hacerse aquí es: ¿en
relación con qué nación, ideas y formas de vida estas identidades constituían un
peligro? Veamos el siguiente párrafo del Dr. Raúl Zaffaroni acerca de la construcción
de “peligrosos” y “criminales” en Argentina:

“Nuestra oligarquía de fines del siglo XIX condenó como inferior biológico al gaucho e
idealizó al inmigrante europeo, pero sólo hasta que este llegó al país. Cuando llegaron
los europeos, fueron sometidos a un programa de homogenización mediante la
escolaridad y el servicio militar obligatorio para sus hijos, condicionantes de ruptura
con todos los vínculos originarios de pertenencia cultural de los padres. Pero el
socialismo, el anarquismo y el sindicalismo debían ser combatidos y, por ello, la
llamada ley de residencia –proyectada por Miguel Cané– permitía su expulsión o su
prohibición de ingreso sin recurso judicial. Los gringos degenerados debían ser
eliminados”.

A partir de estas ejemplificaciones, podemos vislumbrar cómo se producen


identidades marcadas e identidades naturalizadas (estas últimas, asociadas
generalmente al paradigma de la normalidad). Las identidades marcadas son aquellas
que están estigmatizadas y se las piensa como “anormales”. Un ejemplo de ello podría
ser cómo nos llama mucho más la atención ver a una pareja homosexual besándose
en la calle que a una pareja heterosexual. A la heterosexual ni siquiera la vemos,
forma parte “natural” del paisaje de una ciudad. La heterosexualidad como imperativo
funciona como una identidad neutral. Es decir, está invisibilizada, no se la ve porque
no está marcada, es la que se presenta a sí misma como “forma natural de ser”. Esta
forma de funcionamiento de las jerarquizaciones y las marcas no sólo nos sirve para
ver el modo en que funciona la heterosexualidad como obligatoria en una sociedad
sino que es el mismo mecanismo que opera en otro tipos de temáticas (étnicas,
religiosas, aspecto físico).

En la historia de nuestro país tenemos muchos ejemplos de cómo algunas


identidades se fueron marcando y cómo otras fueron presentadas como la normalidad.
Una de ellas es la aparición de la formula estigmatizante “cabecita negra” en el
lenguaje cotidiano de los habitantes de las clases medias y altas de la Ciudad de
Buenos Aires en Argentina. Esta fórmula nombraba en ese momento a las personas
que, producto de la industrialización, habían migrado desde las diferentes provincias
hacia Buenos Aires.

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Así los llamaban y no existía lo opuesto, cabecitas blancas. Quienes utilizaban
ese rótulo para designar a los/as otros/as pretendían jerarquizarse, desde una
supuesta “identidad blanca” se señalaba a quienes eran “no blancos/as” y se los
ponían en un lugar de inferioridad o de peligrosidad respecto de las “buenas
costumbres” de esa ciudad. Si pensamos en la actualidad argentina, se sigue utilizando
cabecita como un adjetivo estigmatizante para nombrar a los/as pobres y a los/as que
se considera que tienen conductas indeseables.

¿Pero respecto a qué? ¿Desde dónde hablamos cuando decimos negro de


mierda? ¿Somos todos/as blancos/as? ¿Qué es esa identidad blanca que no vemos
nunca y, sin embargo, no dejamos de pararnos sobre ella para mirar a los/as otros/as,
los/as que consideramos diferentes? En ese sentido decimos que está marcada. Esa
“identidad blanca” funciona, al igual que la heterosexualidad, como una identidad
naturalizada e invisible. De este modo, “lo negro” va a aparecer como la diferencia, la
marca y lo blanco aparece desde un lugar de neutralidad, el grado cero de la cultura, el
modo natural y correcto de ser. Pensemos por ejemplo cuando se les dice a las
personas afro que son personas de color. ¿Qué significa esta frase? ¿Los/as que se
llaman “los blancos” no tendrían color?

Por tanto, la normalidad tiene la pretensión de neutralidad y es allí donde se


juega su principal poder, en no mostrarse como una marca más, como una diferencia
entre otras. De esta forma se plantea que hay una identidad –“normal” y “neutral”–
desde la cual hablamos, sentimos y pensamos, y están las otras identidades, las que
son diferentes y están marcadas. Muchas veces la identidad desde la cual hablamos
se nos va a aparecer como una identidad sin marcas.

Es necesario remarcar que todos/as somos diferentes. Cada una de nuestras


experiencias, características, deseos, formas de hablar o el lugar donde nacimos nos
hace diferentes a otras personas. Por ello, es importante reconocer ese “nosotros” -
desde el cual hablamos muchas veces - como una diferencia más. Cuando pensamos
a quiénes discriminamos, la respuesta más inmediata es “a quienes no son como
nosotros/as”; sin reflexionar quién es ese “nosotros” y sin reconocerlo como una
diferencia más. ¿Quiénes son los/as otros/as?; ¿por qué muy pocas veces nos
asumimos como partes de esos otros/as?; ¿podría ser el “nosotros/as” un otro más?

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