Me llamo Asklepios, y de tarde en tarde tomo la pluma
para confesarme, lo cual hago por cumplir la necesidad de experimentarme verdadero, como ordenó Demócrito.
Amo la comparecencia de todas las cosas, grandes y
pequeñas, en la Tierra, entre la Tierra y el Sol, y más allá del Sol, existentes. Busco lo originario, y detesto indagar el fin de cuanto está ahí y permanece, bastando a mi razón el postulado que muestra el hecho.
Me enternecen los niños y las mujeres, cuya dócil
presencia se revela compañía. El Poder no tienta mi voluntad, pero siento inclinación a teorizar sobre este suceso. Denomino teorizar a enjuiciar desde principios y concluir implacablemente.
Repudio las ficciones y sus consecuencias, siéndome
ajena, por consiguiente, la conciencia de casta o superioridad. No puedo admitir que se disfrace cuanto el juicio correcto ofrece como verdadero. Odio los reverenciosos, me repugnan los mágicos y aborrezco toda doctrina irracional. Me avergüenzan las retahílas de vocablos carentes de significado; no puedo soportar, por ejemplo, que alguien diga: “mi hermano espiritual”, “nuestro destino manifiesto”. Me burlo de toda grandeza, porque pienso que cualquier grandeza es falsa. Entre vanidosos, soy el demiurgo que los hincha; entre hipócritas, el demiurgo que los escandaliza; y entre neutrales, el demiurgo que los implica. Como todo proscrito, padezco nostalgias, y éstas son las nostalgias que yo, un griego, vivo: nostalgia de la Verdad, de la Belleza y de la Bondad.
Rehúso la tristeza, pero valoro la melancolía. De vez en
vez, mi naturaleza se torna melancólica, y halla su gozo en los dulces brazos del desencanto. También la acedia es pasión digna de un griego, aunque combatida por Epicuro.
No sigo camino ni ando por senda de maestro conocido;
me río de todos los maestros, como adicto que soy a la capacidad de enjuiciar desde postulados y concluir implacablemente, también llamada libertad de reflexión o de ciencia, que hace posible la vida racional entre los griegos y no griegos.
De los escritores, admiro la voluntad del concepto, la
voluntad de estilo y la voluntad de síntesis o facultad de acuñar expresiones. Por eso releo a Platón.
Amo a los débiles; pienso que la heroicidad aparece
forzosamente en ciertos individuos, verbi gratia, en quienes trabajan y no ganan para el desayuno. Entre tales, me siento como entre los míos, y también entre quienes muerden su hogaza de salazón y contemplan sencillamente el espectáculo del sábado. Por las buenas familias, los poderosos, los exquisitos, los calologistas y los adoctrinados no siento simpatía.
Defino el Arte como la objetivización del sentir estético a
través de la materia; la libertad, como posibilidad de realizar lo indeterminado; y la justicia, como un punto de vista sobre el Mundo. Amo el Arte, la libertad, la justicia y el ser-bueno. Sin embargo, nada espero de los dioses ni de los hombres. Por eso soy hombre.
Considero el Estado como organización metódica de
Poder, y el Derecho, como método del Estado. Los principios del llamado Derecho Romano me parecen una antigualla, construida para asegurar a ciertos palurdos la explotación del mundo entonces conocido. Valoro lamentable que tal Derecho haya servido de ciencia asnal a centenares de generaciones aficionadas a la sopa estatal y boba.
Gusto de sacar la lengua a los fariseos, filisteos y demás
etcéteras, haciéndoles comprender que nada saben, y esto juicio a juicio, sistemáticamente, sin claudicaciones. Al enfrentarme con ellos, confieso: "Nada concederé si no lo prueban signo a signo". Y jamás me he hallado en la necesidad de admitirles una verdad evidenciada según la razón por la que somos hombres.
Me llamo Asklepios, y desde Megara, cuando niño, mis
padres a esta Ciudad me trajeron de la mano. CAPÍTULO XVII. AVIDEZ
Quiero tratar de algo muy difícil: el ser ensimismado en sí
y ávido del mundo a un tiempo. No me contradigo. Hablo del hombre que, absorto en su mesmedad, goza disposición de ánimo hacia los sucesos posibles, y, sin abandonar a quien es, tiende a ver y conocer, aprehender y sumir en el yo cuanto constituye la Presencia, la Manifestación y la Revelación de las cosas, o sea, la realidad como física, como vida y como historia.
El saber y sus opiniones son obra de nuestro demiurgo o
interioridad, que ve o sueña el universo; a una viva interioridad corresponde un profundo ensimismamiento, y, al mismo tiempo, una honda vocación de opinar, en suma, una insaciable avidez. El que no tiene interioridad, no siente avidez, y viceversa; quien no vive el ensimismamiento, no goza del conocimiento; aunque parezca contradicción, el absorto es un constante investigador.
La avidez emana del ensimismado a la manera de una
especie de libido; entiendo por librido una tendencia insaciable y gozosa, tanto en su origen como en su desenvolvimiento, que nos ensancha el mundo, al desarrollarse y buscar su objeto. ¡Libido de formas!, ¡libido de acaecimiento!, ¡libido de momentos!, ¡libido de conocimientos!, ¡libido de palabras! ¡Avidez de figuras!, ¡avidez de experiencias!, ¡avidez de sentires!, ¡avidez de hallazgos!, ¡avidez de reflexiones!, ¡avidez de teorías!, ¡avidez de significados! He aquí el hombre en disposición.
La avidez nace con la plenitud de la adolescencia,
después de surgir la interioridad, y sólo cuando el ser tiende a la incorporación metódica de las creaturas. Tener opiniones aparece entonces como irreductible vocación y alta necesidad; conocer y saber resultan ser; aprehender es gozar. "Llamo avidez al deseo constante e inextinguible del mundo, tal como surge en la adolescencia y se prolonga dignamente en el hombre. Perder la avidez es morir" -decía el famoso Heraclides Póntico. Después, añadía: "¡Destino!, no me arrebates la alegría de captar y descubrir el universo; no inhabilites mi olfato para sus olores; mi tacto, para su tacto; mis oídos, para sus sonidos; mi vista, para sus colores; mi corazón, para sus valores, ni mi razón para sus leyes en sistema. Déjame desear el cosmos como a la mujer; consiente que siempre espere y descubra, pues en la conciencia ávida habita el gozo".
- ¡Qué ávidos son los griegos! -exclamaron los egipcios
cuando conocieron a Platón y sus acompañantes. Y hablaban con razón, pues el sobrino de Critias hurgó hasta en los catálogos de los colegios médicos, sin olvidar interrogar a los sacerdotes, a quienes ingenuamente tenía por filósofos. Platón vivía ensimismado en sí y ansioso del mundo, siempre indagando, y, no obstante, siendo él mismo. El ávido pretende incorporarse el universo y deglutirlo a su modo, sin salir por ello de su yo. Obra a la manera del organismo autónomo, que transforma en propia sustancia cuanto ingiere; por comer vaca durante una larga vida, el hombre no adquiere carne de vaca.
Un cierto Dión, que después de la paz de Nicias escribió
un libro de viajes, manifestaba así: "En el valle del Nilo, junto a los grandes templos, vi a las mujeres egipcias andar casi desnudas, mostrando el soma de su enigmática raza. Jamás contemplé algo más inexpresable. Emanan origen; poseen carne tan terrena como el barro; se consumen de avidez dirigida hacia el interior; viven tranquilas y ansiosas a un tiempo. ¿No es esto maravilla para contar entre griegos?". Sospecho que la avidez y la ansiedad residían en Dión, más que en las egipcias. De todas formas, los griegos supieron valorar a Egipto. Yo mismo no puedo dejar de sentir indecible emoción ante su arte, que, como las mujeres de Dión, emana origen y enigma indescifrado.
"Huyendo de Jerjes hemos venido a las montañas. Esta
mañana me levanté muy temprano, para conocer el lugar; subí a las cimas y esperé que apareciera el sol. Luego que llegó la luz, los pájaros dieron en cantar; después, la Naturaleza entera empezó a animarse, como resucitado a la vida. ¡Qué armonía y concordia tan maravillosa! Los insectos que se arrastran, pululaban calientes; los que vuelan, iban y venían; las arañas estaban a punto sobre sus telas; gusanos, orugas, lombrices y otros animálculos, comparecían ante el Sol; las aves trinaban; camaleones lagartos y demás sabandijas impávidas mostraban sus estáticas figuras en espera del suceso. ¡Cuánto susurro y afán bajo el calor de Febo! Esto es lo que tú llamas la gran simpatía de la Naturaleza, que realiza su futuro a cada instante, porque la biología y la piedra sólo tienen presente. ¡Qué avidez he sentido! ¡Qué avidez!, Asklepios. Nunca como ahora he querido ser criatura, estar en simpatía y tenerte en el lecho!" -me escribía la pecosa Iobe, hija de un calderero de las costas que miran al Asia, poco antes de la defensa de las Termópilas.
La perenne avidez de los griegos fue resultado de
conservar, convenientemente acrecidas y rectificadas, ciertas energías nacidas en la adolescencia. He aquí el milagro. Y aunque nosotros, en cuanto no ávidos, seamos capaces de describir y catalogar al ávido, en cuanto hombres honrados estamos obligados a admirar aquel suceso. Los modernos nada tienen de ávidos; observan, piensan y dominan el mundo, pero no lo comparten, carecen de asombro. Solamente algunos estudiosos de la Naturaleza, movidos por tranquilo entusiasmo hacia las experiencias, parecen obrar como si conocieran esta inédita frase: "Atenea, da a mi avidez larga paciencia".
Nada hay tan implacable como la avidez del ser
ensimismado; nunca ceja, siempre actúa, señorea sin la impaciencia del mal aprendiza, jamás improvisa. No se puede poseer verdadera paz sin avidez, que sería muerte, ni avidez sin paz, que sería dispersión y locura.