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De profundis – Oscar Wilde

Cristo, como todas las personalidades fascinantes, tenía la facultad no ya de decir él


cosas hermosas, sino de hacer que otras personas le dijeran cosas hermosas a él; y a mí
me encanta la historia que nos cuenta San Marcos de aquella mujer griega (…)que,
cuando queriendo probar su fe él le dijo que no le podía dar el pan de los hijos de Israel,
le contestó que los perrillos que están debajo de la mesa comen de las migas que los
hijos dejan caer. (…)

El amor es un sacramento que habría que recibir de rodillas, y el Domine, non sum
dignus tendría que estar en los labios y en los corazones de quienes lo reciben. Desearía
que a veces pensaras en eso. Te hace mucha falta. Si alguna vez vuelvo a escribir, en el
sentido de hacer obra artística, hay sólo dos temas sobre los cuales y mediante los cuales
deseo expresarme: uno es «Cristo, como precursor del movimiento romántico en la
vida»; el otro es «la vida artística considerada en su relación con la conducta».

El primero es, sobra decirlo, de una fascinación intensa, pues en Cristo no veo sólo los
elementos esenciales del tipo romántico supremo, sino también todos los accidentes, las
obstinaciones incluso, del temperamento romántico. Fue la primera persona que dijo a
los hombres que debían vivir como las flores. Él fijó la frase. Tomó a los niños como
tipo de lo que los hombres debían intentar ser. Los puso como ejemplos a sus mayores,
cosa que yo siempre he pensado que es la principal utilidad de los niños, si es que lo
perfecto ha de tener alguna utilidad. (…) Sentía que la vida era cambiante, fluida,
activa, y que dejar que se estereotipase en una u otra forma era la muerte. Dijo que no
había que tomar demasiado en serio los intereses materiales, comunes; que ser
impráctico era una gran cosa; que no había que afanarse demasiado en los negocios.
«Los pájaros no lo hacen, ¿por qué ha de hacerlo el hombre?» Es maravilloso cuando
dice: «No penséis en el mañana. ¿No es el alma más que la comida? ¿No es el cuerpo
más que el vestido?». Un griego podría haber dicho la segunda frase. Está llena de
sentimiento griego. Pero sólo Cristo pudo decir las dos, y así darnos la vida tan
perfectamente compendiada. Su moral es toda ella simpatía, como debería ser la moral.
Aunque lo único que hubiera dicho fuera: «Sus pecados le son perdonados porque
mucho amó», habría valido la pena morir por haber dicho eso. Su justicia es toda ella
justicia poética, exactamente lo que debería ser la justicia. El mendigo va al cielo
porque ha sido infeliz. No concibo mejor razón para que se le envíe allí. Los que
trabajan una hora en la viña, al frescor de la tarde, reciben la misma recompensa que los
que llevaban todo el día sudando a pleno sol. ¿Y por qué no? Probablemente nadie
merecía nada. O acaso fueran personas de otro tipo. Cristo no tenía paciencia con los
sistemas obtusos, mecánicos, maquinales, que tratan a las personas como si fueran
cosas, y por lo tanto tratan igual a todas: como si hubiera en el mundo una persona, o
una cosa si vamos a eso, igual que otra. Para él no había leyes; sólo había excepciones.

Eso que es la tónica misma del arte romántico era para él la base propia de la vida real.
No veía otra base. Y cuando le llevaron a una mujer sorprendida en acto de pecado y le
mostraron su sentencia escrita en la ley y le preguntaron qué había que hacer, él escribió
con un dedo en el suelo como si no los oyera, y al cabo, cuando le apremiaron una vez y
otra, alzó la vista y dijo: «Aquel de vosotros que nunca haya pecado, sea el primero que
le tire la piedra». Valía la pena vivir para decir eso. Como todas las naturalezas poéticas,
amaba a los ignorantes. Sabía que en el alma de un ignorante siempre hay sitio para una
gran idea. Pero no soportaba a los estúpidos, sobre todo a los estúpidos por educación: a
los que están llenos de opiniones sin comprender ni una sola de ellas, que es un tipo
peculiarmente moderno, y resumido por Cristo cuando lo describe como el tipo del que
tiene la llave del conocimiento, no sabe usarla él y no deja que otros la usen, aunque con
ella se pueda abrir la puerta del Reino de Dios.

Su mayor guerra fue contra los filisteos. Ésa es la guerra que tiene que librar todo hijo
de la luz. El filisteísmo era la marca de la época y la comunidad en que vivió. Por su
lerda cerrazón a las ideas, su respetabilidad obtusa, su ortodoxia tediosa, su adoración
del éxito vulgar, su total absorción en el lado materialista y grosero de la vida y su
estimación ridícula de sí mismos y de su importancia, los judíos de Jerusalén en tiempos
de Cristo eran la exacta réplica de los filisteos británicos en los nuestros. Cristo se burló
de los «sepulcros blanqueados» de la respetabilidad, y fijó esa frase para siempre. Trató
el éxito mundano como cosa absolutamente despreciable. No veía en él absolutamente
nada. Miraba las riquezas como un estorbo para el hombre. No quería ni oír de lo que
fuera sacrificar la vida a un sistema de pensamiento o de conducta. Señalaba que las
formas y ceremonias se habían hecho para el hombre, no el hombre para las formas y
ceremonias. Tomó la observancia del sábado como tipo de las cosas por las que no hay
que dar un centavo. Las filantropías frías, las caridades públicas ostentosas, los pesados
formalismos tan queridos para la mentalidad de clase media, los denunció con desdén
total e implacable. Para nosotros lo que se llama Ortodoxia es sólo una aquiescencia
ininteligente y barata, pero para ellos, y en sus manos, era una tiranía terrible y
paralizante. Cristo se la llevó por delante. Mostró que sólo el espíritu tenía valor. Le
placía especialmente señalarles que a pesar de estar siempre leyendo la Ley y los
Profetas no tenían realmente la menor idea de lo que quería decir ni lo uno ni lo otro.
Frente a su afán de partir cada día en su rutina fija de deberes prescritos, lo mismo que
hacían partes de la menta y la ruda, él predicó la enorme importancia de vivir
completamente para el momento. Aquellos a quienes salvó de sus pecados se salvan
simplemente para momentos bellos de sus vidas. María Magdalena, cuando ve a Cristo,
rompe el rico vaso de alabastro que le diera uno de sus siete amantes y derrama las
especias aromáticas sobre sus pies polvorientos y cansados, y por ese solo momento
estará sentada para siempre con Ruth y Beatriz en las frondas de la nívea Rosa del
Paraíso. Lo único que Cristo nos dice a modo de pequeña advertencia es que todo
momento debe ser hermoso, que el alma debe estar siempre dispuesta para la venida del
Novio, siempre esperando la voz del Amante.

Pero es al tratar con el Pecador cuando es más romántico, en el sentido de más real. El
mundo siempre había amado al Santo como lo más cercano posible a la perfección de
Dios. Cristo, por un divino instinto que había en él, parece haber amado siempre al
pecador como lo más cercano posible a la perfección del hombre. Su deseo primordial
no era el de reformar a las personas, como no era su deseo primordial el de aliviar el
sufrimiento. Convertir a un ladrón interesante en tedioso hombre probo no era su
objetivo. Habría tenido poca estima por la Sociedad de Ayuda a los Presos y otros
movimientos modernos de esa índole. La conversión de un publicano en fariseo no le
habría parecido ninguna gran cosa. Pero de una manera aún no comprendida por el
mundo él veía el pecado y el sufrimiento como en sí mismos cosas hermosas, santas, y
modos de perfección. Parece una idea muy peligrosa. Lo es. Todas las grandes ideas son
peligrosas. Que era el credo de Cristo no admite duda. Que sea el credo verdadero yo no
lo dudo. Claro está que el pecador ha de arrepentirse. Pero ¿por qué? Sencillamente
porque de otro modo no podría comprender lo que ha hecho. El momento del
arrepentimiento es el momento de la iniciación. Más que eso. Es el medio por el que
uno altera su pasado. Los griegos lo tuvieron por imposible. A menudo dicen en sus
aforismos: «Ni los Dioses pueden alterar el pasado». Cristo mostró que el pecador más
vulgar podía hacerlo. Que era justo lo que podía hacer. Cristo, si le hubieran
preguntado, habría dicho -tengo la certeza absoluta- que en el momento en que el hijo
pródigo se hincó de rodillas y lloró, realmente transformó el haber dilapidado su caudal
con rameras, y luego guardado cerdos y hambreado por las algarrobas que comían, en
episodios hermosos y santos de su vida. A la mayoría de la gente le cuesta trabajo captar
la idea. Me atrevería a decir que hay que ir a la cárcel para entenderla. Si es así, quizá
merezca la pena ir a la cárcel.

¡Hay algo tan único en Cristo! Claro está que, así como hay falsos amaneceres antes del
amanecer, (…)así también hubo cristianos antes de Cristo. Eso lo deberíamos agradecer.
Lo desdichado es que no haya habido ninguno desde entonces. Hago una excepción,
San Francisco de Asís. Pero es que Dios le había dado de nacimiento un alma de poeta,
y él mismo de muy joven había tomado por esposa en bodas místicas a la Pobreza; y
con alma de poeta y cuerpo de mendigo el camino de la perfección no le fue difícil.
Comprendió a Cristo, y por eso vino a ser como él. La vida de San Francisco fue la
verdadera Imitatio Christi: un poema comparado con el cual el libro que lleva ese
nombre no es más que prosa. De hecho ahí está el encanto de Cristo, a fin de cuentas. Él
es justamente como una obra de arte. No es que realmente enseñe nada, sino que por
entrar en su presencia uno llega a ser algo. Y todos estamos predestinados a su
presencia. Por lo menos una vez en su vida, todo hombre camina con Cristo a Emaús

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