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Boris Groys
http://e-flux.com/journal/view/31
El campo del arte es, hoy en día, con frecuencia, equiparado con el
mercado del arte, y la obra de arte es, principalmente, identificada
como una mercancía. De que el arte funciona en el contexto del
mercado del arte y que toda obra de arte es una mercancía, no hay
ninguna duda. Sin embargo, el arte también se hace y se expone
para los que no quieren ser coleccionistas de arte y son estas
personas, de hecho, las que constituyen la mayoría del público. El
típico visitante de exposiciones rara vez ve el trabajo exhibido como
una mercancía. Al mismo tiempo, el número de exposiciones a gran
escala -bienales, trienales, Documentas, Manifestas– está en
constante crecimiento. A pesar de la enorme cantidad de dinero y de
energía invertida en estas exposiciones, éstas no existen
primeramente para los compradores de arte, sino para el público y
para un visitante anónimo que tal vez nunca va comprar una
obra. Del mismo modo, las ferias de arte, mientras que
ostensiblemente existen para servirles a los compradores de arte, se
han transformado cada vez más en actos públicos, atrayendo a una
población con poco interés en la compra, o sin la capacidad
financiera para hacerlo. El sistema del arte está, pues, en camino de
convertirse en parte de la misma cultura de masas que ha buscado
durante tanto tiempo, y que ha observado y analizado desde la
distancia. El arte se está convirtiendo en una parte de la cultura de
masas, no como una fuente de las obras individuales que se negocian
en el mercado, sino como una práctica de exposición, combinada con
la arquitectura, el diseño y la moda, tal como fue previsto por las
mentes de los pioneros de vanguardia, por los artistas de la Bauhaus,
los Vkhutemas y otros en la década de 1920. Así, el arte
contemporáneo puede ser entendido principalmente como una
práctica de exhibición. Esto significa, entre otras cosas, que cada
vez es más difícil hoy diferenciar entre las dos principales figuras del
mundo del arte contemporáneo: el artista y el curador.
La tradicional división del trabajo dentro del sistema del arte era
clara. Las obras de arte iban a ser producidas por artistas, y luego
seleccionadas y exhibidas por los curadores. Pero, al menos desde
Duchamp, esta división del trabajo se ha derrumbado. Hoy en día, ya
no hay ninguna diferencia “ontológica” entre hacer arte y mostrar
arte. En el contexto del arte contemporáneo, hacer arte es mostrar
las cosas como arte. Entonces surge la pregunta: ¿es posible, y, en
caso afirmativo, cómo es posible diferenciar entre el papel del artista
y el del curador cuando no hay diferencia entre la producción y la
exhibición del arte? Ahora, yo diría que esta distinción es aún
posible. Y me gustaría hacerlo mediante el análisis de la diferencia
entre la muestra estándar y la instalación artística. Una exposición
convencional se concibe como una acumulación de objetos de arte
colocados uno junto al otro en un espacio expositivo para ser visto en
sucesión. En este caso, el espacio expositivo funciona como una
extensión del espacio público urbano, neutro -como algo parecido a
una calle lateral en la que el transeúnte puede saltarse el pago de la
cuota de admisión. El movimiento de un visitante a través del
espacio expositivo sigue siendo similar al de alguien que camina por
una calle y observa la arquitectura de las casas a la izquierda y a la
derecha. No es en absoluto casualidad que Walter Benjamin
construyera su Proyecto de las Arcadas en torno a esta analogía entre
un carruaje y un visitante de la exposición. El cuerpo del espectador
en este contexto queda fuera del arte: el arte se ubica delante de los
ojos del espectador como un objeto, un performance o una película.
En consecuencia, el espacio expositivo se entiende aquí como un
espacio público, vacío, neutro -una propiedad simbólica del
público. La única función de este espacio es hacer que los objetos
artísticos que están ubicados en él fácilmente accesibles a la
mirada de los visitantes.
El curador administra este espacio expositivo en el nombre del
público -como representante del público. En consecuencia, el papel
del curador es salvaguardar su carácter público, al mismo tiempo que
lleva obras de arte específicas a este espacio público, haciéndolas
accesibles al público, dándolas a conocer. Es obvio que una obra de
arte individual no puede afirmar su presencia por sí misma; obliga al
espectador a observarla. Carece de la vitalidad, energía y salud para
hacerlo. En su origen, al parecer, la obra de arte parece enferma e
indefensa; para verla, los espectadores deben acercarse a ella de la
misma manera en la que el personal del hospital lleva a los visitantes
a ver a un paciente postrado en cama. No es casual que la palabra
“curador” esté etimológicamente relacionado con “curar”: la
curaduría es curar[cure]. La curaduría cura [cure] la impotencia de
la imagen, su incapacidad de mostrarse por sí misma. La práctica
exhibitiva es, pues, el remedio que cura la imagen original en crisis,
que le da presencia, visibilidad, también la lleva ante la vista del
público y la convierte en el objeto de su sentencia. Sin embargo, se
puede decir que la curaduría funciona como un suplemento, como
el pharmakon en el sentido derrideano: cura a la imagen y al mismo
tiempo contribuye a su enfermedad1. El potencial iconoclasta de la
curación se aplicó inicialmente a los objetos sacros del pasado,
presentando como simples objetos de arte en los espacios de
exposición neutrales, vacios del museo moderno o Kunsthalle. Se
trata de curadores, de hecho, incluso curadores de museos, quienes
originalmente produjeron el arte en el sentido moderno de la
palabra. Los primeros museos de arte, fundados a finales del siglo
XVIII y a principios del XIX, fueron ampliados durante el siglo XIX
debido a las conquistas imperiales y al saqueo de las culturas no
europeas -que recogieron todo tipo de objetos funcionales “bellos”
que eran usados anteriormente para ritos religiosos, decoración de
interiores o manifestaciones de riqueza personal, y se expusieron
como obras de arte, es decir, como objetos autónomos
desfuncionalizados, creados con el simple fin de ser vistos. Todo
arte se origina como diseño, ya sea diseño religioso o diseño del
poder. En la época moderna, así, el diseño precede al arte. Al buscar
arte moderno en los museos de hoy, uno debe darse cuenta que lo
que se ve como arte son, sobre todo, fragmentos de diseño
disfuncionales, ya sea diseño de cultura de masas, desde el orinal de
Duchamp hasta las Cajas Brillo de Warhol, o el diseño utópico que
-desde el Jugendstil hasta la Bauhaus, de la vanguardia rusa a
Donald Judd- trató de dar forma a la “nueva vida” del futuro. El arte
es el diseño que se ha vuelto disfuncional porque la sociedad que le
sirvió de base sufrió un colapso histórico, como el Imperio Inca o la
Rusia soviética.
En el curso de la era moderna, sin embargo, los artistas comenzaron
a afirmar la autonomía de su arte -entendida como autonomía de la
opinión pública y del gusto del público. Los artistas han pedido el
derecho de tomar decisiones soberanas sobre el contenido y la forma
de su trabajo más allá de cualquier explicación o justificación vis-à-
vis con el público. Y se les dio este derecho, pero sólo hasta cierto
punto. La libertad de crear obras de arte de acuerdo a su propia
voluntad soberana no garantiza que el trabajo de un artista también
sea exhibido en el espacio público. La inclusión de cualquier obra de
arte en una exposición pública debe ser -al menos potencialmente-
explicada y justificada públicamente. A pesar de que el artista, el
curador y el crítico de arte son libres para argumentar a favor o en
contra de la inclusión de algunas obras, todas las explicaciones y
justificaciones socavan el carácter autónomo, soberano, de libertad
artística que el arte modernista aspiraba a ganar; todo discurso
legitimador una obra de arte, su inclusión en una exposición pública
como sólo una entre muchas en el mismo espacio público, puede ser
visto como un insulto a la obra de arte. Por ello, el curador es
considerado como alguien que va entre la obra y el espectador,
desempoderando al artista y al espectador. Por lo tanto, el mercado
del arte parece ser más favorable que el museo o la Kunsthalle para
el arte autónomo y moderno. En el mercado del arte, las obras
circulan singularizadas, descontextualizadas, sin curaduría, lo que al
parecer les ofrece la oportunidad de demostrar su origen soberano
sin mediación. El mercado del arte funciona de acuerdo con las
reglas del Potlatch como lo describieron Marcel Mauss y Georges
Bataille. La decisión soberana del artista de hacer una obra de arte
más allá de cualquier justificación, la supera la decisión soberana
de un comprador privado de pagar por esta obra una cantidad de
dinero más allá de toda comprensión.
Ahora, la instalación artística no circula. Más bien, instala todo lo
que normalmente circula en nuestra civilización: objetos, textos,
películas, etc. Al mismo tiempo, cambia de manera radical el papel y
la función del espacio expositivo. La instalación funciona por medio
de una privatización simbólica del espacio público de una
exposición. Puede parecer una exposición estándar, curada, pero su
espacio está diseñado de acuerdo a la voluntad soberana de un
artista de quien se supone que no debe justificar públicamente la
selección de los objetos incluidos o la organización del espacio de la
instalación en su conjunto. A la instalación se le niega
frecuentemente el estatus de una forma de arte específica, porque no
es obvio cuál es en realidad el medio de una instalación. Los medios
tradicionales del arte son definidos por un soporte material
específico: lienzo, piedra, o película. El soporte material del
medio instalación es el espacio en sí mismo. Eso no significa, sin
embargo, que la instalación es algo “inmaterial”. Por el contrario, la
instalación es material par excellence, ya que es espacial -y estar en
el espacio es la definición más general de lo material. La instalación
transforma el vacío, el espacio neutral, público en una obra de arte
individual, e invita al visitante a experimentar este espacio como el
espacio holístico, totalizante de una obra de arte. Todo lo que se
incluye en este espacio se convierte en una parte de la obra,
simplemente porque se dispone dentro de este espacio. La distinción
entre objeto artístico y objeto no-artístico se hace insignificante. En
su lugar, lo que es crucial es la distinción entre el espacio marcado
de la instalación y el espacio no marcado, el espacio
público. Cuando Marcel Broodthaers presentó su instalación Musée
d’Art Moderne, Département des Aigles en la Kunsthalle de Düsseldorf
en 1970, puso un letrero junto a cada objeto que decía: “Esto no es
una obra de arte”. En su conjunto, sin embargo, su instalación ha
sido considerada como una obra de arte, y no sin razón. La
instalación demuestra una selección, una cadena de opciones, una
lógica de inclusiones y exclusiones. Aquí uno puede ver una analogía
a una exposición curada. Pero ese es precisamente el punto: aquí, la
selección y el modo de representación es la prerrogativa soberana
del artista. Se basa exclusivamente en decisiones personales
soberanas que no necesitan de ninguna explicación o justificación
adicional. La instalación artística es una forma de ampliar el ámbito
de los derechos soberanos del artista desde el objeto de arte
individual hasta el espacio expositivo.
Esto significa que la instalación artística es un espacio en el que la
diferencia entre la libertad soberana del artista y la libertad
institucional del curador se hace visible inmediatamente. El régimen
bajo el cual opera el arte en nuestra cultura occidental
contemporánea es generalmente entendido como uno que le otorga
libertad al arte. Pero la libertad del arte significa cosas distintas
para un curador y para un artista. Como he mencionado, el curador
-incluyendo el llamado curador independiente- últimamente
selecciona en nombre del público democrático. En realidad, para ser
responsable de cara al público, un curador no necesita ser parte de
una institución fija: él o ella son ya, por definición, una
institución. En consecuencia, el curador tiene la obligación de
justificar públicamente sus decisiones -y puede suceder que el
curador falle al hacerlo. Por supuesto, el curador, se supone, debe
tener la libertad para presentar sus argumentos al público -pero esta
libertad de la discusión pública no tiene nada que ver con la libertad
del arte, entendida como la libertad de tomar decisiones artísticas
privadas, individuales, subjetivas, soberanas, más allá de cualquier
argumentación, explicación o justificación. Bajo el régimen de la
libertad artística, todo artista tiene el derecho soberano de hacer
arte exclusivamente en función de la imaginación privada. La
decisión soberana de hacer arte de una u otra manera, o que es
generalmente aceptada por la sociedad liberal occidental como una
razón suficiente para suponer que la práctica de un artista es
legítima. Por supuesto, una obra de arte también puede ser criticada
y rechazada -pero sólo puede ser rechazada como un todo. No tiene
sentido criticar cualquier opción particular, inclusiones o exclusiones
hechas por un artista. En este sentido, el espacio total de una
instalación artística, sólo puede rechazarse como un todo. Para
volver al ejemplo de Broodthaers: nadie podría criticar al artista por
pasar por alto tal o cual imagen particular de tal o cual águila
particular en su instalación.