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PALABROSCOPICO Ricardo Lista

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PALABROSCOPICO Ricardo Lista

Algunas palabras:

Este es un libro que llegó a ti de forma gratuita. Fue creado para compartir. No deberían
cobrarte por él.
Estos cuentos tienen una intención, un deseo: el de abrir la puerta a la imaginación.
Si te gusta lo que lees, compártelo con otros. Hazlo circular.
Como autor, lo único que te pido, es que si vas a reproducir alguna parte del mismo,
nombres mi autoría. Por lo demás, el libro tiene alas.
Quiero invitarte a que, cualquier devolución que quieras hacer, te animes a hacerlo. Este es
mi correo electrónico:
lasambayonesatiteres@gmail.com
Espero disfrutes de estas historias.
Un gran abrazo y a andar el camino
Ricardo Lista

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La venta del inodoro

La casa estaba derruida, gastada, ajada, obsoleta. Abandonada.


Él, iba todas las mañanas allí. Pasaba algunas horas, contemplando el pasado. Sólo
recuerdos había.
Que la vendiera, le dijeron. Jamás lo intentó. Era más costoso el proceso de venta que la
casa misma. Además, así estaba bien.

Sólo recuerdos había. Y un inodoro. Una gloria de la familia, traído desde Europa por su
bisabuelo. Permanecía incólume, incorruptible. Sin dudas, un objeto perteneciente a otra
época, cuando las cosas se hacían para durar, con arte y oficio. Y así fue, resistió cuatro
generaciones y todos los embates del siglo XX. Y ahora, rodeado de materia muerta que cae
por propio peso y olvido, permanece allí, puente legítimo a lo que fue y ya no es.
El portón de hierro de la entrada sonó. Un vendedor ambulante -de diversas cosas,
argumentalmente útiles, pero prácticamente inútiles- llamó su atención: “Señor ¿me
compraría? …”. Él se negó. Dijo no a esto y aquello; también a lo otro. Nada. Solo quería
estar en otro tiempo. Y ese hombre, el vendedor, lo traía este.
“Bueno, por lo menos ¿me deja pasar al baño?”- rogó el vendedor. Sus ojos imploraban
piedad. Él fue indulgente y accedió. Caminaron por la galería descascarada; atravesaron los
restos del patio y dieron con el baño, de los de antes, grande, alto, frío y fuera de la casa.
Poco quedaba de lo que fue. Mucho se había roto. Otras cosas, la bañera, por ejemplo, o la
grifería, habían sido rapiñadas por algún familiar; él no lo recordaba. Pero el inodoro … . A
ése no lo tocaron. Es como si el mandato del bisabuelo estuviera grabado en el sanitario.
Sagrado, allí lo dejaron. Y, quizá, su loza blanca, aura impoluta, era el vórtice de atracción
que hacía que Él, cada mañana, fuera a aquél cementerio de recuerdos.
Perdido en algún pensamiento estaba, cuando el vendedor ambulante salió. Se acercaba
limpiándose las manos en el pantalón, con la cara relajada, llena de alivio y agradecimiento.
Es que es muy difícil … “Se lo vendo”-dijo él. “¿Qué cosa?”-preguntó el vendedor. “El
inodoro …”-repuso Él. Y no le dio tiempo al otro para negarse. Lo tomó del brazo y lo llevó
al baño.
Se plantaron delante del artefacto. “Es una gran pieza del arte decorativo y funcional. Este
objeto lo trajo mi bisabuelo de Europa, a fines del siglo XIX. Era otro mundo. Loza francesa.
Por ahí está la firma del fabricante …”. El vendedor se rascó la cabeza. Poco entendía de lo
que Él hablaba y, la verdad, no necesitaba un inodoro. Pero Él continuó: “… estos ya no se
hacen. Se perdió la técnica y el oficio. Diría yo, que es el último, y único, en todo el
mundo…”.

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El vendedor seguía rascándose la cabeza. No lo necesitaba. Pero eso que Él había dicho,
que era el último en el mundo, sin más, eso, le activó su instinto de vendedor callejero,
repleto de pragmatismo y oportunidad. Bajó su mano de la cabeza, enderezó el tronco y
dijo: “Sólo puedo darle cien”. Él se consternó “¿Cien? … Oiga, le acabo de decir que es
único”. “Sí, lo escuché … -dijo el vendedor - … pero, vienen mal las ventas ¿vio? …”.
En verdad, a Él no le importaba el beneficio; quería deshacerse del inodoro, exorcizar esa
maldición, que lo llevaba cada mañana de su vida a ese lugar lleno de fantasmas. Pero,
tampoco quería que se fuera así: debía honrar la memoria del bisabuelo … de alguna forma.
“Mire … - dijo Él- … entiendo lo que me dice; y sí, son tiempos duros. Pero usted tiene
aspecto de ser alguien digno. Y se merece ser dueño de este inodoro … ¡Acepto! … si me da
los cien, ya mismo se lo lleva …”. Los cien pesos salieron del bolsillo del vendedor,
recorrieron el aire entre los dedos de su manos, pasaron a la otra mano, la de Él; y
terminaron su recorrido en el bolsillo de su camisa.
Fueron al otro patio, el del fondo, donde antes hubo una quinta. En un rincón, todavía se
encontraba haciendo equilibrio el pañol de herramientas, un cuartucho de chapa oxidada y
madera podrida. Adentro, además de arañas y ratones, no quedaba casi nada. A pura
patada, para no tocar, corrieron algunos bultos y lograron encontrar una tenaza. No era la
herramienta que necesitaban, pero era mejor que hacerlo con los dedos de la mano.
En el baño, lucharon largo rato. El inodoro se obstinaba en no ser desterrado de su feudo,
a perder su trono, valga la incoherencia. Con honor, resistió cuanto pudo; pero perdió la
batalla.
Por vez primera, después de muchísimos años, mas de un siglo, atravesaría la puerta del
baño y vería la luz del día. Pasaron muchos cumpleaños; muchos casamientos; muchas
navidades; muchos festejos gastronómicos y su consecuente resultado digestivo. Fue
testigo de llantos; fantasías; primeros cigarrillos; odios y risas. Escuchó tangos, boleros y
baladas; también rocanrol … fue cómplice del rato de sosiego en medio de tanta vorágine.
Y, sin más, por segunda vez en su existencia (la primera fue cuando llegó) transpondría la
puerta.
El vendedor colocó dentro del artefacto su bolsa de cosas inútiles, lo cargó al hombro y
marchó rumbo a la calle. Él lo acompañó.
En la vereda, delante del portón, se despidieron. El vendedor caminó hacia la esquina, giró
y desapareció de la vista. Él hizo lo mismo, pero hacia el otro lado.
Segundos después, la casa se derrumbó.

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Hormigas

Todos los días, la humanidad inventa nuevas formas de maldad. Sofisticados sistemas para
lastimar, humillar, vilipendiar, dominar, someter, ningunear, ahorcar, explotar,
menospreciar, discriminar, esclavizar, robar, deshacer, maltratar, imponer, estafar, torturar
y negar a otros. Todos los días, implacablemente.
Mientras tanto, algunos centímetros por debajo de sus pies, separados por una inútil
corteza, en algunos casos, las hormigas van y vienen, horadando y perforando la tierra,
abriéndola, de un lado a otro, dejándola a punto de hundirse, perpetrando desde siempre
y para siempre la especie.

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El artesano de la máscara

La última de sus máscaras sagradas fue la más codiciada. Sus manos aún sentían la dureza
de la herramienta; su nariz, el olor de la madera al abrirse; sus ojos, la transformación
alquímica de una forma pura, bruta, en algo sutil.

Era el último artesano de su gremio. Sabía cuán costoso podría ser su trabajo. Y así lo hacía
saber. Pero estaba cansado. Se lo veía siempre con un cigarro en la boca. No se sabía si lo
fumaba o no: la lumbre siempre estaba en el mismo lugar, allí, inmutable, eterna, como los
rostros de de las máscaras que realizaba.

Recibió un encargo. Decidió que sería su última máscara; pero jamás sería vista por ojos
humanos, más que los de él. Y en eso estaba, encerrado en su choza, gubia en mano,
desnudando la madera.
Cuando terminó, guardó su preciado objeto en una bolsa de viaje y huyó. Atravesó diversas
geografías, en altura y profundidades; secas y húmedas; frías y calientes. Por último, cruzó
el mar en un barco.

En altamar conoció una mujer. Ella se iba; mudaba su mundo a otros mundos. Viajaba detrás
de un universo de rostros inmóviles, fijos, inmutables; pero llenos de vida.
La mujer le contó al artesano que ella era amante de las máscaras; Él no contó nada, calló.
Su romance duró lo que se tarda en cruzar el mar en un barco.

Al llegar a tierra, sin decir nada, el hombre tomó su bolso, lo abrió y mostró el contenido a
la mujer. Ésta gozó: amó, soñó y voló, todo al mismo tiempo. Luego el artesano, con su
cigarrillo en la boca, rígido como siempre, le hizo una sonrisa y partió.

Pasaron los meses y los años. Ella continuó su camino. Nada más supo de él.
Nostálgica y vacía, no aguantó más. Puso un aviso. Pidió por su paradero.

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No hubo respuestas. No las que ella quería. Se resignó.

El reloj siguió su curso cíclico, redondo, de nunca llegar a ninguna parte.


Una mañana, un papel doblado pasó por debajo de la puerta de Ella. Una nota manuscrita,
con letra tambaleante. Le aportaba un dato, una luz, una esperanza. El mensaje era extraño;
pero era una señal:

“El hombre que busca, fue visto en Plaza Irlanda, en la calesita, sobre un caballo. El
calesitero llora, porque este hombre es muy hábil con sus manos y saca siempre la sortija.
El pobre dueño del juego, desesperado repite: “Este me arruina, me arruina ….” -pero es un
hombre noble y no puede echarlo.
Este señor, el que usted busca, sonríe. Lleva un cigarrillo en su boca y nunca cae la ceniza”
La mujer renació. Se arregló y partió. En la cartera llevaba dinero extra, por las dudas que
ella no fuera tan hábil con la sortija.

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Encandilados

La luz del farol atrae a los insectos, en la noche oscura. Estos llegan desesperados, atraídos
por el brillo; se obnubilan. Buscan el sol.

Revolotean y danzan, envueltos de falsa luz.


Bailan sin parar, hasta el cansancio, gozosos de éxtasis ritual, sin darse cuenta que, debajo,
los sapos esperan.

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Los cocos

Allí veníamos en ese bus, recorriendo el camino, medio mojados aún, entre la gente que
volvía de sus visitas de domingo por la tarde, en la Isla de San Andrés.
Quedamos distribuidos en los asientos, según los puestos estaban vacíos: unos por aquí,
otros por allá. Martín quedó cerca nuestro, por delante y en fila cruzada, lo cual nos permitía
ver y escuchar. Estaba sentado en el asiento del pasillo. Junto a él, contra la ventanilla, iba
un señor moreno, mayor ya, mirando hacia afuera.
Del otro lado del vidrio podía verse, por momentos, roca y mar; en otras ocasiones, algunas
casas; tal vez, tramos de mayor urbanización. En fin, que la ruta era un anillo paralelo al mar
y daba la vuelta en redondo a toda la isla. Y, en su gran mayoría, exceptuando aquellos
lugares de playa, había una franja de terreno, donde predominaban los cocoteros. El coco
tiene múltiples usos, desde la gastronomía a las artesanías. Pero, el uso más difundido, es
el del jugo de coco. Por ello, se ven muchos puestos informales, donde se ofrece el coco. El
modo de servirlos es muy sencillo: el vendedor, machete en mano, rebana la parte superior
del fruto, coloca un sorbete y listo, a beber. Por este servicio cobraban dos mil pesos
colombianos.
“¡Dos mil pesos! ... -dijo el hombre, en voz alta, sin esperar que le respondiesen, mirando
hacia afuera. Pero Martín era un adolescente inquieto, sociable y vivaz. Recogió el guante,
y dijo: “Un robo. A nosotros, recién, más arriba, nos cobraron dos mis seiscientos. Se
aprovecharon que es domingo y no hay muchos trabajando …”.
El hombre giró su cabeza hacia Martín. Su rostro se iluminó; ahora tenía interlocutor y
podría contar un pedazo de su historia.
- Yo bajaba cocos de la cocotera … -dijo el moreno, mientras mostraba las palmas de
sus manos, grandes y curtidas- … durante muchos años, ese fue mi trabajo.
- ¿Y cómo lo hacía, preguntó Martín?. ¿Usaba alguna máquina?
- Oh, no … con el método de siempre.
- ¿Cuál?
- Debía trepar hasta lo alto del árbol y sacar de ahí los cocos
- ¿Y cómo subía?
Entonces el hombre supo que su compañero era demasiado joven. Una generación distinta,
por edad y color. Supo el moreno, que Martín desconocía que en la isla, la gente de color
tuvo, desde siempre, el destino marcado: servir. Y eso, en una isla del caribe, representaba
hacer labores manuales, de manera rústica. El turismo y la llegada de visitantes modificó lo
último, pero el rol seguía siendo el mismo, servir. Y en el caso de obtener cocos para la

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venta, la rusticidad no esta exceptuada. “Debía trepar, agarrado al tronco, como si fuera un
mono … -decía el hombre, al tiempo que esbozaba una sonrisa, disipadora de cualquier
conjetura construida a fuerza de burlas y excepciones- … ataba el machete a la cintura y,
con solo las manos y los pies, subía.”.
Martín volvió a observar las manos del moreno. Ahora captaba los detalles, sus palmas
anchas y grandes; los dedos robustos; los nudillos sobresalidos. Los callos. “¿Cómo los
bajaba?. ¿Subía a cada rato? … -preguntó el chico. “No, no. Sería muy cansador …”, reía el
hombre, contento de despertar la curiosidad del muchacho. Al final, a pesar de las épocas,
todos los jóvenes son iguales, tienen interés por el mundo que los rodea. Así que siguió con
más elocuencia: “ … una vez que estaba arriba, con el machete cortaba los cocos de a uno.
Luego los arrojaba. Pero no debían caer al suelo, pues se partían. Si eso pasaba, no me los
pagaban …. A veces, trabajaba mi mujer; otras, alguno de mis hijos, que eran pequeños.
Otras más, cuando había cantidad, todos juntos. A mi me pagaban por coco, nada más …”.
Martín escuchaba. Era joven, pero comprendía. Podía vislumbrar un pensamiento propio,
detrás de las palabras del moreno. “… era duro -continuó- … había que hacer fuerza con
todo el cuerpo, para no resbalar y caer. Solo una mano y los pies me sujetaban; con la otra,
usaba el machete. A veces tenía que cortar debajo de la lluvia … cuando empezó el turismo,
comenzaron a pedir más; y a pagar menos. Así que me pasaba más horas ahí arriba,
subiendo y bajando …”
El hombre iba cosiendo las palabras y las soltaba una por una, siempre acompañado de una
leve sonrisa, con la cabeza un tanto gacha y mostrando las palmas de las manos, como si
estas fueran el sello de legitimidad de su relato. “Una vez me caí. Estuve tres semanas sin
subir. Nos quedamos sin dinero. Cuando volví, los cocoteros a los que yo subía estaban
ocupados por otros, que yo no conocía; eran malos, matones … así que tuve que ira a buscar
cocos del otro lado de la isla. Iba en bicicleta. Volver cargado era costoso, pues usaba la
cleta como carro; yo caminaba junto …”.
El joven sintió que estaba adentro de un libro de historia, entrevistando a uno de esos seres
anónimos que se cuentan en los manuales, a los cuales nadie da voz, nunca. Creía que era
un viaje revolucionario, escuchar de propia voz del oprimido el relato de su opresión. Pero,
al mismo tiempo, se daba cuenta de algo, que iba masticando entre pensamientos.
“Vea usted, dos mil pesos el coco. A mi me pagaban solo quinientos por cada coco …” -dijo
el hombre y amplió la sonrisa. “¿Sigue haciendo eso? -preguntó Martín. “No, ya no -
respondió el moreno- … he vuelto a caer. Me rompí la cadera. Tengo suerte de poder
caminar. Estuve mucho tiempo acostado. Esta vez mis hijos, que son más grandes, me
ayudaron. Ellos trabajan en el hotel grande, ese de adelante. Ahora, a mis años, hago tareas
de limpieza en un restauran …” y la sonrisa se hizo más grande, al tiempo que colocaba las
manos sobre su regazo.
El viaje llegó a su fin para nosotros. Debíamos descender del bus. El hombre seguía.

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Una vez abajo, nos acercamos a Martín. “Qué historia, la de ese hombre” -dijimos.
Entonces, aquello que el muchacho venía masticando, pasándolo de un lado a otro,
regurgitando, una y otra vez, desde que comenzó el hombre con su relato, cobró forma. No
pudo contenerlo mas dentro suyo. Y con toda la irreverencia de la juventud, sin corrección
política alguna, soltó:
“Pero que viejo más estúpido. Se deslomaba por quinientos, para que otro vendiera el coco
a dos mil … ¿Por qué no vendía él mismo los cocos a dos mil? …”.

Nos miramos entre todos. Hicimos un segundo de silencio y empezamos a andar.

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La dentadura

El Señor C. vivía en la casa de la izquierda, junto a la del Señor S., que habitaba la de la
derecha. Eran dos casas iguales, simétricas, hechas de ladrillo a la vista, bajo un mismo gran
techo a dos aguas. Tanto la casa del Señor C., como la del Señor S., formaban parte de un
conjunto de casas idénticas, emplazadas una junto a la otra, que construyeron los ingleses
que administraban el ferrocarril, para alojar a los trabajadores y sus familias. Aquel fue un
pueblo del tren.
Cuando el ramal cerró, muchos trabajadores, los más jóvenes, fueron reubicados cerca de
otras estaciones, movilizando así a muchas familias. En cambio, los trabajadores mas
grandes fueron obligados a jubilarse. Ese fue el caso del Señor C. y del Señor S., que tenían
la misma edad. Ambos habían prestado servicio al tren, en distintos sectores: C. fue
mecánico y S. tornero. En épocas de apogeo, el tren circulaba mucho, sus partes se gastaban
y rompían frecuentemente. Tanto uno como el otro, tenían mucho trabajo. Fue duro
acostumbrarse a la pasividad constante, el ocio eterno e impuesto.
De a poco, mientras las canas ganaban lugar en la cabellera y las arrugas construían un
nuevo rostro, el Señor C. y el Señor S. veían como las casas iban quedando solas; ya no se
veía gente caminando por las arboladas calles; no había reunión en las veredas, con el mate
como excusa; los naipes no golpeaban las mesas del bar, entre vasos de cerveza, papas fritas
o maní; no se oficiaba misa, pues no había a quién darle la bendición.
En poco tiempo, ambos contaron con el infame título de ser los únicos habitantes de ese
pueblo fantasma, al cual era imposible acceder. Solo había dos difíciles formas de hacerlo:
el tren -que ya no pasaba- y un camino de tierra que, muchos kilómetros antes, se
desprendía de otro camino de tierra, y cuando llovía era inutilizable. También lo era los días
de sol: el poco uso permitió que la naturaleza se impusiera. Ningún vehículo podía pasar
por allí. El único que se adentraba a caballo, cada tanto, era el sobrino del señor S.,
apoderado de ambos para el cobro de la jubilación. Su presencia significaba dos cosas:
primero unos pocos pesos (les descontaba la comisión, gasto de transporte, alimentos y
seguro); segundo, algunos artículos de almacén. El resto de las vituallas, las obtenían ambos
de una pequeña quinta en común, que sobrevivía a fuerza de empeño.
Desde que eran los únicos, todo fue comunitario. Lo que a uno se le rompía, el otro lo
arreglaba; lo que a otro faltaba, uno lo prestaba. Así fue el caso de los anteojos. Cuando la
presbicia tardía dominó las formas que se le presentaban a S., C. -que llevaba años portando
lentes- se los prestó, aunque no fueran los recomendados. Organizaban las tareas, acorde
a la posibilidad de uso.

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Ese fue el puntapié. De a poco, los dos funcionaban como uno solo. C. preparaba la ensalada
y S. condimentaba; C. lavaba la ropa, S. enjuagaba, C. sacudía, S. colgaba, C. descolgaba, S.
doblaba, C. guardaba. Todo era pensamiento y acción en conjunto. Sólo se separaban por
la noche, a la hora de dormir, donde no había espacios en común. Cada uno, en su casa, era
dueño exclusivo de sus recuerdos y sus sueños.
Día a día, la actividad se repetía. Hasta las llegadas del sobrino y sus descuentos, que fueron
indexándose, eran repetición. Nada nuevo … a propósito del sobrino. Llegó un día que no
volvió a verse. Desapareció; y, con él, el magro dinero que les dispensaba. Eso no era
problema en un pueblo en donde los billetes no pueden cambiarse. Más les preocupó al
Señor C. y al Señor S. la ausencia de productos que venían del exterior: pilas para la radio
portátil; los carmelos ácidos que le gustaban a S.; los repasadores de cocina; algún pedazo
de carne, para tirar en la parrilla; el vino. Todo desapareció junto al sobrino.
Tantos años de servicio en los talleres del tren, desarrollaron la astucia de ambos. Así que,
lo que faltó se reemplazó. Y así siguieron. Comían de la huerta, reemplazaban y reciclaban.
Resistían, juntos.
Con el correr de los años, a medida que la espada se curvaba y la piel se aflojaba, ambos, C.
y S., se hicieron extremadamente necesarios el uno con el otro. Se necesitaban. Eran
simbióticos. No había manera de llevar el día a día si uno se ausentaba.
Un día de primavera, C. recordó que estaba próximo el cumpleaños de S.. Viendo que la
ocasión lo ameritaba, propuso hacer un asado. “¿Con qué carne?” – preguntó S.. Hacía rato
que vivían de las verduras. Pero C., de espíritu inquieto, propuso ir de cacería. “No tenemos
armas” – dijo S.. Era verdad. Nunca habían ido de cacería; ni pescar, siquiera.
Pasaron las horas. A C. le daba vuelta en la cabeza el cumpleaños de S.; quería festejarlo
con el banquete imaginado. Sí o sí debía asarse algo. Así que hurgó entre sus pensamientos.
Luego de un rato, como llegado de otra dimensión, un pensamiento ocupó la cabeza de C..
Ansioso y sobresaltado, corrió a buscar a S.. Lo tomó del brazo; a paso marcado fueron al
galpón del taller. Hacía años que no entraban allí. Ya no eran bienvenidos: los fantasmas y
las ratas se lo hacían saber. Pero ese día, no importaba. ¡C. había tenido una idea!.
Quedaban pocas cosas allí. Primero el saqueo institucional y luego los ex empleados, que
intentaron llevarse algo más que un telegrama de despido, fueron vaciando lo que antes
fue un rebosante depósito de piezas, repuestos, hierros, herramientas, motores, etc. Pero
C. confiaba en que encontraría lo que necesita. Y así fue. En un rincón, parado, encontró un
caño de tres cuarto de pulgada. Y en un estante, más apartado, encontró las esferas de
metal, las municiones, que se utilizaban para los rodamientos. Entregó todo a S. y lo mandó
para la casa.
Luego, C. rumbeó para la casa de Z., que estaba al límite del pueblo. Z. hacía años que no
vivía allí. Pero supo ser el dueño de la farmacia del pueblo. Y, si bien el local estaba en otra

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parte, lo que C. necesitaba estaba allí. Z. siempre había sido un desconfiado y, por lo tanto,
el depósito de las mercancías estaba en el sótano de la casa.
De una patada, C. abrió la puerta de atrás. Debió esperar unos segundos a reponerse. Ya no
estaba para tanta algarabía junta. Luego entró. Conocía la casa; alguna vez estuvo
enamorado con la hermana Z., hasta que esta se casó con uno de otro pueblo y se fue.
En el depósito no encontró mucho, pues lo que el farmacéutico consideró importante, se lo
llevó. Pero lo que C. buscaba, parece que no le interesaba a nadie. Pero a él sí. Tomó todo
y cuanto pudo. En su propia casa estaba el resto.
Al llegar, S. esperaba sentado en el banco de la puerta, en la pequeña galería de la entrada.
No hubo tiempo de explicaciones. C. pidió a S. que trajera una tabla de picar y una cuchilla.
El mismo fue al baño, abrió el botiquín y tomó la bolsa con las barras de azufre. De regreso
a la sala, entregó las barras y pidió a S. que las moliera con el mango del cortante. Así lo
hizo.
Mientras, C. tomó un mortero y soltó dentro las pastillas de potasio que había obtenido en
la casa de Z.. Luego las machacó.
Cuando ambos tenían el producto de sus labores, C. pidió a S. que se apartara. Luego
comenzó a mezclar, hasta conseguir un polvo homogéneo. S. no entendía muy bien qué era
eso.
“Pólvora …”. Dijo C.; y agregó: “… Mañana, por tu cumpleaños, vamos de cacería”. Y no se
dijo más.
Al otro día, apenas el sol pasó la línea del horizonte, C. golpeó la puerta de S.. En su mano
llevaba una bolsa. Ésta contenía un frasco cerrado, que guardaba el polvo; también
guardaba, aparte, las municiones. S. salió con el caño en la mano. En silencio, marcharon
para el monte.
Estuvieron toda la mañana esperando que apareciera algún animal de cuatro patas. Pero
nada. No hubo caso. Ese día no había ni carpinchos, ni zorros, ni liebres o conejos; no había
mulitas ni comadrejas. Parecía que también marcharon el vagón de carga del último tren.
Pero como era el cumpleaños de S., C. estaba empecinado en el asado. Así que desistió de
los cuadrúpedos y pasó a los alados. Quizá una lechuza, un carancho, un pato … nada. Se
ofuscó y se encerró en sus recuerdos. Así estuvo durante un buen rato. Y, como eran una
simbiosis, S. hizo lo mismo.

Luego de un buen rato, cuando el enojo y la frustración fueron pasando, los oídos de C.
captaron unos chirridos constantes, permanentes, molestos. Buscó con la vista el origen de
los mismos. Segundos después lo vio: siempre estuvieron allí, frente a ellos. Un gran y
poblado nido de cotorras. La cara de C. dibujó una sonrisa.

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PALABROSCOPICO Ricardo Lista

S. adivinó los pensamientos de C.. Después de todo, no estaban en sus casas y no era hora
del sueño. Intentó detenerlo. No valía la pena disparar contra esos animalitos tan pequeños.
Pero C. estaba empecinado en ofrecer el banquete a S.. No hubo forma de detenerlo.
C. tomó el caño. Tapó un extremo con un trapo bien compactado, mojado en alcohol de
quemar, que haría las veces de mecha. Luego, por el otro extremo, soltó buena cantidad de
la mezcla de azufre y potasio. Compactó con una rama. Cuando creyó que el explosivo
estaba a punto, dejó caer varias municiones dentro del caño. Después, con su dispositivo
preparado, hizo un parapeto donde apoyar el caño, tratando de hacer blanco en el
cotorrerio. S. miraba atónito.
Todo estaba preparado. C. pidió a S. que se apartara. Éste se fue a refugiar detrás de un
árbol y esperó. Mientras, C. luchaba con la mecha: no lograba encenderla. Después de
mucho intentar, lo logró. El fuego marchaba por el trapo, rumbo al punto de compresión.
Ya estaba por llegar; pero se apagó. C. maldijo, con una fuerza que le venía desde la planta
de los pies.
Volvió a intentarlo. Quedaba poco recorrido del trapo, antes de transformarse en tapón.
Tan excitado estaba C., que no le importaron los riesgos. Enceguecido como estaba,
encendió un fósforo y lo acercó. Segundos después un estampido se oyó, junto a una densa
nube de humo, tierra y cosas que volaban por el aire. C. cayó de espaldas, con la cara llena
de hollín.
Para cuando se repuso de la conmoción y la nube se disipó, pudo ver una bandada de
cotorras volando para todos lados, chillando sin parar. El nido estaba destruido. El caño fue
a dar cinco metros hacia la derecha. S. estaba aferrado al tronco, asustado y angustiado. Le
parecía un exceso.
C. fue a buscar a S. y caminaron, juntos, hacia el árbol donde estaba el cotorrerio. Había
restos de nido por todos lados. C. sintió desazón. Creía que el esfuerzo fue en vano. Hasta
que unos metros más adelante, tumbadas, vio dos cotorras muertas. Corrió hacia ellas; las
levantó. Giró hacia S. y sonrió.
De vuelta en la casa de S., prepararon el banquete. Como siempre, trabajo mancomunado.
Uno eligió las verduras, otro las corto; uno lavó y aquél cortó; este condimentó y el otro
sirvió …
Era el cumpleaños de S.. Y se festejaría, claro que sí. Aunque fueran dos viejos, únicos
habitantes de un pueblo olvidado, en los confines ubicados entre el tendido férreo de un
tren que ya no rueda. Igual se festejaría. Porque podían hacerlo, pues habían sobrevivido a
fuerza de compartir. Y un cumpleaños, la fiesta, es momento de compartir. Así que C. le
sirvió a S. la cotorra asada, sirvió un destilado de mandarina que tenían y brindó “¡A tu
salud!”. “Salud …” – dijo S. y dio el primer mordisco, con ansia.

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Un ruido ajeno se oyó. Era extraño, pero conocido. El sonido de algo que se rompe. Y
provenía de la boca de S.
En silencio, C. lo observaba. Lentamente S. abrió su boca. De a uno, desde el interior de
aquella, fueron cayendo pedazos de carne masticada. Una munición; y otra. Un pedazo de
dentadura; otro y otro mas … la dentadura postiza de S. estaba destruida. Ya no habría más
ortodoncia para él.
C. y S. se miraron, en silencio. El primero, con el rostro congelado; el segundo con la boca
abierta. Fueron segundos de intriga, ante un futuro incierto, para nada venturoso. Era el fin

Pero ambos eran una simbiosis. Todo lo hacían juntos, colaborando. Y ese día era el
cumpleaños de S.. Por eso había asado y se festejaba. ¡A festejar!.
C. se quitó su dentadura postiza y se la pasó a S.. Desconfiado, éste la tomó. Después de
observarla un instante, muy lentamente, se la colocó. C. le hizo un gesto, un movimiento
imperceptible con el mentón. Aliviado, S. continuó con su comida. C. esperó su turno.

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Titiritero, te cuelgan los hilos

En el camino se encontraron. Andaban casi igual, con sus cosas, sus trapos, sus muñecos.
En fin, para qué más. El mundo había avanzado, pero para qué mas …
- De nuevo en la ruta, compañero? … -preguntó El Barrigón
- Siempre en la ruta. -contestó el largo
- ¡Qué!. A mi, esos, no me agarran. Mi arte no tiene lugar ….
- La mía tampoco. Sentémonos por aquí, descansemos. ¡Bebamos! ¿Tiene vino?.
- Siempre …
- Entonces, sáquelo.
- Si pero es mío.
- Todo suyo. Pero el vino sin amigos ¿sería vino?.
- En eso tiene razón
- Mucha razón …
- Algo de razón …. Está bien, descorcho y brindamos.
- ¡Fuera tapón! ¡Vengan las alegrías!.
- ¿Dijo alergia?. ¿Tiene alergia?. Lo guardo, no vaya a ser cosa que …
- ¡Alegría!. ¡Alegría! …
- ¡Ah!. Está alegre. Se ve que le regalan las cosas. Y yo, con estas suelas gastadas, ni un real
en los bolsillos ….

Con enfado y cierta resistencia, El Barrigón destapó la botella con los dientes. Entre tanto,
El Largo tenía preparado su jarro.

- No se tarde tanto, hombre -dijo El Largo


- Ya, ya. Parece que se le va la vida en este vino
- ¿La vida?. ¡Qué va!
- La vida
- ¿La vida?. ¡Qué va!
- ¡La vida!. Sordo. Tome, beba ….

El barrigón sirvió en el jarro. Luego se dispuso a beber del pico de la botella; pero antes,
dudando, miró a su acompañante:

- Creo que así no es. -dijo El Barrigón- La cosa no es así …


- ¿Qué cosa?
- Esa … - dijo, señalando al jarro.

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PALABROSCOPICO Ricardo Lista

- Sí, lo sé. Es una lata. ¡Pero qué va!. Echemos ese trago …
- ¡No señor!. Si yo doy el vino, lo justo es que yo tome de la lata, digo la copa.
- ¡Qué descortesía!. Yo soy el invitado. ¿Dónde voy a tomar?. ¿Del pico?. Del pico toman
los borrachos …
- Bueno, del pico no.
- Entonces ….- Ya sé….

El Barrigón apoyó la botella en el suelo, flexionó una pierna y se quitó el zapato derecho.
Lo olió y lo entregó a su compañero.

- Acá tiene, beba -propuso El Barrigón.


- ¿Esto? -preguntó perplejo El Largo, al tiempo que revisaba el zapato.
- Eso. Es el derecho ¿qué más quiere?.
- Sí, está bien. Pero tiene un agujero en la suela.
- La suela, la suela. Pero no sea flojo, hombre. Le ponemos el corcho y santo remedio.

El Barrigón arrebató el zapato de la mano del aquél y, enérgicamente, colocó el corcho de


la botella en el agujero del la suela.

- ¡A la perfección!. Y ahora, beba … -decía El Barrigón, mientras que servia vino en el


zapato- … Esto hace linda la vida. ¡Tome!.
- Je, je, qué bueno.

El Largo tomó el zapato derecho con su mano y dudando dijo:


-¡Salud!. Y se lo bebió de un solo trago. El Barrigón hizo lo mismo.

No se sabe si las condiciones del zapato derecho de El Barrigón ayudaron a fermentar el


vino, o este ya estaba rancio; lo cierto es que El Largo dijo algo ininteligible y luego cayó
de espaldas en el piso.

- A lo lejos, lejos, mi luna plomo se come como el queso, eso, eso … -dijo El Largo y se
durmió. Barrigón, solo y sin remedio, se puso a cantar:

- Canto, que canto


ahí viene el Nazareno
quítale esos maderos
¡Déjalo caminar!.

Estuvo un rato así, bebiendo y cantando. Sentía que la nariz le pesaba y tomaba impulso
propio, como si quisiera volar. Si en ese momento se hubiera visto, pensaría que su cara
era un huerto de remolachas.

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PALABROSCOPICO Ricardo Lista

- ¡Déjalo caminar! …

Hizo silencio y se acostó. Le costaba respirar. Reconozcámoslo: El Barrigón no llevaba su


apodo en vano. Su vientre hubiese servido para hacer un paraguas o un techo. Y le
pesaba. Mas ahora, que estaba lleno de vino rancio.

Hubo problemas en la fauna del lugar, cuando emitió un eructo. El sonido y lo inflamable
de los gases que salían de su garganta espantaron a mas de un inocente grillo. Ni hablar
cuando la gravedad hizo el resto, y los gases fueron empujados hacia otros conductos.

En eso estaba El barrigón, tratando de acomodar los cuadrantes. Tantos siglos de


geometría se habían ido al demonio; ya no existía el ángulo o la línea recta. La esencia de
los círculos, su alma, ya no eran los famosos 3,14. Había conseguido su limbo propio.

Pero de repente, de la nada, esa nada etílica, surgió una voz ronca, carrasposa y temerosa.
El Barrigón creyó olerla; luego desistió: falsa alarma. Fue un pedo suyo. Pero la voz, ahí
estaba.

- Pobre hombre hecho con jirones. ¡ja, ja, ja!


- ¡Quién habla! -preguntó temeroso El Barrigón.
- Soy yo. Tu me conoces bien. Siempre has metido tu mano en mi.
- ¿Eres un angelito? -preguntó El Barrigón, que no acertaba entre olores, mareos y
remolachas – ¡Un angelito!. Siempre son angelitos … o diablitos. ¿Eres un diablito?
- No, viejo lamentable. Tu me conoces. Tu me das vida. Te crees Dios cuando me
presentas. Soy tu creación …
- Ya sé, ya sé. Eres mi torpe criatura hecha de cartón y trapo.
- Como tú. Cartón y trapo …
- Pero ¿Dónde estás?. No te veo.
- Estoy muy cerca, tan cerca que no puedes verme. Es que estás tan ocupado contigo, que
ya no puedes verme. Sin embargo, estoy aquí.
- ¡Ah, lo sé!. Es una señal, un mensaje
.- ¿Un mensaje?. ¡No!. Qué ciego eres. No quieres ver. Estoy aquí para mostrarte que tú
también eres una criatura; que en cualquier momento puedes quedar arrumbado en un
baúl.
- Ah, uno de mis muñecos es filósofo. Mire usted, que magnificencia la mía. ¡Bebe
marioneta! –luego dio un gran trago de la botella.
- Que necedad. Tendré que dar por finalizado esto. Pero antes, me llevaré algo que ya no
te sirve.

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PALABROSCOPICO Ricardo Lista

De la nada, saltó al camino un pequeño ser grotesco, que en su mano llevaba un corazón.
El Barrigón tardó en identificarlo. Mientras tanto, el pequeño se alejaba.
El barrigón, al fin, dio con su memoria: aquella criatura fue su primer muñeco. Y aquello
rojo, era su propio corazón.

Excitado, quiso incorporarse; pero sus piernas se doblaron, sus brazos colgaron y su
cabeza pendía inútil del cuello, al tiempo que desde arriba caían los hilos que amarraban
sus extremidades.

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PALABROSCOPICO Ricardo Lista

Orejas Largas

Era un conejo negro. No tenía problemas con ello; lo de la maldición es para los gatos.
Siempre paseaba a los saltos, de un arbusto a otro, buscando hierbas y sombra. O tomaba
sol, en medio del manto verde de la llanura. Y cuando se cansaba de lo uno y lo otro, se
metía en su agujero y se entregaba a profundas siestas.

En definitiva, su vida de conejo no era muy sacrificada. Él estaba feliz. Y lo demostraba


dando largos brincos en sus paseos.
Había algo que lo diferenciaba del resto: sus orejas. Éstas eran ligeramente diferentes;
tenían algo que … como un poco más … ¿cómo explicarlo? … ¡Eran enormes!. Se las veía
desde muy lejos. Todos sabían por dónde estaba: esas dos enormes pantallas, bailando por
los aires, daban seña de su presencia.
- Un día, tus orejas te meterán en problemas … - le dijo el zorro, que conocía muy bien
los problemas.
- Mis orejas me distinguen, me hacen diferente y único. Si son un problema, asumo
el riesgo … -contestó el conejo. Y continuó su vida, ajeno a todo lo que le rodeaba .
¡Ah, qué felicidad aquellos árboles!. ¡Qué alegría el arroyo!. ¡Cuánta emoción la verde
planicie!. ¡Qué horrible ese arbusto! …
Comiendo detrás de un arbusto, con sus orejas libres al viento, sintió un tirón desde arriba,
que lo separó del suelo y, de un sacudón, lo metió dentro de una bolsa. El tiempo que tardó
en acomodarse fue suficiente para ver como la misma se cerraba.
Estaba atrapado. El zorro tenía razón: sus orejas lo habían metido en un problema; uno
llamado “bolsa”.
Se mantuvo quieto, atento a cuanto ocurría. Le resultaba extraño viajar por el aire. El era
conejo; sabía de brincos y saltos hacia adelante. Pero nada sabía de ir colgado, dentro de
una bolsa.
Se concentró en los ruidos y sonidos. Escuchó el crujir de hojas, aplastadas por pisadas. Oyó
una puerta que se abrió y luego cerró; supo de un motor en marcha, que variaba sus rugidos.
Luego se sacudió, con un chirrido seguido de un motor que apagó su marcha. Otra vez la
puerta que se abrió y cerró. Ruido de pasos arrastrados. Otra puerta que abre, pero no
cierra. Conversaciones de pocas palabras entre humanos. Pasos sobre la hierba. Una
pequeña puerta (lo supo porque su sonido fue más tenue), que se abrió. Y, de repente, en
lo alto de la bolsa, pudo ver el cielo nuevamente. - ¡Qué alivio! …. . Duró poco. Pronto, una
mano humana ingresó dentro del saco, tomó al conejo por las orejas y, en un dos por tres,

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PALABROSCOPICO Ricardo Lista

éste se vio dentro de una jaula, cuya puerta era cerrado por un hombre, que sonreía al
tiempo que lo observaba. Luego dio media vuelta y marchó.
La jaula era pequeña. En ella, el conejo no podía moverse. Incluso, sus orejas, estaban
dobladas hacia atrás. Debió permanecer quieto. Lentamente, se relajó y durmió.
El sueño trajo imágenes. Lindas, de pastito tierno y fresco; arbustos para descansar; un
arroyo pequeño, donde el bebía agua. También estaban sus orejas, grandes, libres. Todos
lo reconocían: él se paseaba orgulloso, luciéndolas, de aquí para allá. Y así marchaba; se
sabía bello, único. Avanzaba feliz. De repente, sus orejas no quisieron avanzar; lucharon por
apartarse. Él quería retenerlas, pero fue imposible. Escaparon, dejándolo solo …
La pesadilla lo sobresaltó. Despertó. Seguía allí, en la apretada jaula.
A través de las barras, pudo ver un terreno, con pasto y alguna que otra planta. No era como
su lugar; aquí había paredes.
Vio, también, que la jaula estaba en ese lugar y tenía la puerta abierta.
Temeroso, con paso lento, fue saliendo. Primero, su cabeza. Luego su parte delantera. Y,
por último, el cuarto trasero.
En libertad, sus orejas volvieron a ver el mundo desde lo alto. Esto reconfortó al conejo,
pues ellas seguían junto a él. No lo habían traicionado.
Debajo de sus patas sintió el césped mullido, todo parejo. No era como la hierba silvestre
donde él andaba que, a veces, es larga; otras corta. Por momentos, gruesa. Y, en ocasiones,
no hay. Este manto verde, parejo y constante, le gustó.
De a poco, se fue entregando al nuevo paisaje. El cielo irradiaba azul y el sol brillaba.
Detenido, sintió el calor del astro y el suelo mullido. Se entregó a la sensación; tanto, que
no se dio cuenta que lo observaban.
A metros de él, cargando un plato con vegetales, estaba el Hombre. El mismo que lo tomó
de las orejas, metió en la bolsa, encerró en la jaula y, quizá, abriera la puerta. El conejo no
supo qué hacer ante aquél sujeto que avanzaba decidido hacia él. Se quedó inmóvil; giró
una de sus orejas y eso fue todo.
Con serenidad, el Hombre dejó el plato a unos metros del conejo. Luego recuperó la
postura, dio media vuelta y marchó. Quieto, Conejo evaluó las posibilidades con sus orejas:
las giraba para un lado y otro, captando cada sonido, por mínimo que fuera, tratando de
averiguar si el peligro había pasado. Y así fue. Sus orejas lo confirmaron. Entonces, el cuerpo
se puso en acción. Todo lo vivido le había dado hambre.
Con saltos breves, primero; luego, con más continuidad. Por último, danzando una
coreografía del desplazamiento curvilíneo, nuestro conejo achicó las distancias y llegó a los
vegetales.

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Lo ofrecido parecía bueno: lechuga; zanahorias; tomate. Por las dudas, husmeó con rápidos
movimientos de nariz. Nada: aprobado. Movió su rabo, acomodó sus orejas hacia los lados
y comió. Lo hizo con un apetito voraz. Si el conejo supiera contar las horas, los minutos
empleados en comer no llegaron a cinco. Quedó satisfecho, repleto; pero feliz. En verdad
tenía hambre.
Con la pancita llena, todo cambió: el verde del suelo, era más verde; el trinar del único
pájaro que escuchaba, era agradable; y la pared, bueno, no estaba familiarizado con ellas.
Pero sí, también estaba bien. Respiró hondo y disfrutó; una sensación placentera lo invadió.
Ambrosía y deleite que, poco a poco, cedieron lugar al sueño.
Despertó de noche. La oscuridad era apenas surcada por la luz de la luna. Se reconoció
dentro de la jaula, con la puerta abierta. No sabía cómo llegó allí. Esto lo perturbó.
Confundido e inmóvil, vio pasar la noche. Antes de la madrugada se durmió.
El día lo encontró en el mismo lugar. Despertó. Vio la puerta abierta y, unos pasos más
adelante, otro plato con vegetales. Dudó; pero el instinto pudo más. Comió todo. Luego fue
a dar un paseo; descansó al sol y durmió. Nuevamente, más tarde, comió (en dos ocasiones).
Vio caer la noche. Volvió a la jaula. Así cada día, todos los días.
El Hombre se dejó ver un poco más. Cada vez que retiraba el plato, ambos se miraban. El
sujeto no decía nada. Simplemente observaba. El conejo pensaba que este humano era
bueno, atento, que lo cuidaba. En fin, podía ser un amigo, como el zorro. Pero, a pesar de
todo, algo llamaba la atención de Conejo, que lo hacía dudar: cada vez que el hombre
levantaba el plato vacío, miraba al conejo con unos ojos encendidos y la mueca de una
sonrisa clavada en ambos pómulos. Cuando esto sucedía, las orejas de Conejo se estiraban
alto, hacia el cielo y, al mismo tiempo, como si lo hubieran descubierto, el Hombre
marchaba.
Pero su vientre ejercía más poder sobre Conejo que la intuición de sus orejas. Siguió
comiendo del plato.
El tiempo pasó. Conejo repetía su rutina de comidas y sueño, olvidándose de sus paseos por
el silvestre prado de antaño. Las orejas, aburridas, perdieron su soltura y siempre andaban
encorvadas, tristes.
Le costaba moverse; se sentía pesado. De hecho, había engordado, estaba más relleno. No
le importaba: tan extasiado estaba en su vida de placer, que ni tiempo tenía para pensar.
Pero las ideas tienen vida propia.
Una tarde, mientras dormía una siesta al sol, tuvo un sueño. En verdad, un mal sueño: dos
liebres corrían; lo hacían dentro del ángulo de tiro de un cazador. Se escuchó un estampido;
luego otro. Las liebres cayeron. El cazador avanzó hasta donde las liebres yacían sin vida.
Las observó durante un rato. Pensó, evaluó. Luego tomó la liebre más robusta. La otra
quedó allí, olvidada.

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PALABROSCOPICO Ricardo Lista

Conejo despertó algo confuso, mareado por las imágenes del sueño. Cuando su mente se
aclaró, supo que lo soñado era un recuerdo. Había ocurrido hacía ya mucho tiempo. Él
permanecía escondido en un arbusto. Escuchó los estampidos, uno detrás del otro. Luego,
se hizo el silencio. El cazador avanzó hasta detenerse, muy cerca de Conejo. Él no lo supo
hasta que lo vio: tumbadas en el suelo, quedaron varías perdices. El cazador tomaba de a
una por las patas, las observaba, evaluaba. Algunas iban a la bolsa. Las otras volvían al suelo.
Conejo comprendió que las que quedaban eran pequeñas, o delgadas. Las más grandes eran
llevadas.
Los kilos extra de Conejo se hicieron más pesados. No era ese un paraíso entre paredes; era
un infierno. Esa aventura, tenía un final. Su propio final. Desesperó.
Tuvo deseos de escapar; pero era imposible. Supo que tenía los días contados. Pero
¿cuántos?. Uno; veinte; dos mil. Dependía de él.
Trazó un plan. Dejaría de comer. No engordaría más. Y, en última instancia, si habría de
morir, sería por sus propios medios y no a manos de otro, pensó.
Pasaron los días. La comida se pudría delante de la jaula. Comenzó a perder peso. Con el
correr de las semanas, su cuerpo fue angostándose; tanto, que sus orejas parecían más
grandes que nunca.
Con los kilos se fue la fuerza. Una mañana no pudo levantarse. Estaba débil; respiraba con
dificultad y la angustia se apoderó de su ánimo: entendió que las proezas de fuerza, contra
alguien más fuerte, eran inútiles. El orgullo, el suyo, le había jugado una mala pasada. Su
gesta pasaría de largo, sin pena ni gloria. Sería un conejo muerto, de todas formas.
Se dejó ayudar. Comió.
En adelante, no sería tan impulsivo. Debía tomar decisiones premeditadas, con cierta lógica
y estrategia. Si lo que querían de él era un cuerpo robusto para la cacerola, pues no lo
tendrían. Y tampoco tendrían un conejo escuálido, muerto de inanición. Pero estas
conjeturas no las sabrían jamás. Conejo decidió jugar con el tiempo; doblarlo a su favor.
Era una pulseada; una pelea por rounds: aguantar hasta el último asalto, recibiendo golpes
y, cuando todo está por terminar, dar el golpe final, largamente pensado, planificado,
medido y soñado, que saldrá desde atrás y será preciso y exacto.
Conejo se volvió exquisito; comía algunas cosas y otras no. Recuperó peso, lo necesario para
no desfallecer. Mantuvo la línea: estaba lejos de la muerte y la cacerola.

Pasaron los meses y las estaciones. Conejo se adueño del patio. La buena voluntad del
Hombre ya no era tan buena: le gritaba, insultaba y, a veces, pateaba. Y, aunque le dolía, a
Conejo lo divertía.

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PALABROSCOPICO Ricardo Lista

Cuatro inviernos transcurrieron. El Hombre había resignado su matrimonio y el estofado.


Esto era algo personal. Ese conejo la estaba haciendo difícil. No podía mostrar debilidad
ante un insignificante animal. No podía darse por vencido: muchos kilos de verdura fueron
los que allí se sirvieron. Se impondría, fuera como fuera.
Una mañana fría, oscura y triste, el Hombre tomó al conejo por las orejas y lo puso delate
de sus ojos, cara a cara; sus ojos ya no brillaban y su sonrisa no existía. Intentó decirle algo,
pero la furia lo dominaba tanto, que no pudo emitir palabra alguna. De todas formas, no
hizo falta: su mirada lo dijo todo. Uno de los dos saldría muerto de allí.
El andar del tiempo continuó sus vueltas. Pasaron los años. Conejo estaba viejo. El Hombre
también.
Todas las mañanas, con paso cansado, el dueño de la casa acercaba el plato de vegetales y
se retiraba. Conejo, pausadamente, llegaba hasta él y comía dos o tres cosas; el resto se
echaba a perder. Triste e inútil rutina. Ambos habían pasado gran parte de su vida
repitiendo un acto estéril de resistencia.
Una noche, Conejo sintió los pasos del Hombre. Oyó como llegaban a su jaula. Cuando abrió
los ojos lo vio: el Hombre estaba allí, delante de él. Enérgico, metió su mano y lo tomó del
lomo; lo alzó. Luego, a paso cansado, se lo llevó con él, hacia el interior de la vivienda. Era
la primera vez, en su larga estadía, que Conejo habitaba ese espacio.
Llegaron a la puerta de calle. Una vez allí, el Hombre dejó a Conejo en el suelo y abrió: allí
estaba, el exterior. Con su dedo índice, el Hombre ordenó la salida a Conejo. Luego le dio la
espalda; no quería ver.
Era el fin. Conejo había vencido. No fue sacrificado; tampoco murió en el intento. Su
revolución había triunfado.
Cerró los ojos y pensó en el prado verde; en los arbustos; recordó sus paseos y siestas bajo
el sol. Al abrirlos, nada de esto había. Las tinieblas de la noche se extendían delante de él.
Ya estaba viejo. ¿Qué haría en el prado?. El desgano y la derrota se adueñaron de él. No
pudo hacer ni un gesto. Allí quedó, quieto.
El amanecer los encontró tal como estaban: el Hombre de espaldas a Conejo, que jamás
traspuso el vano de la puerta.
En el instante mismo en que el primer fulgor regaló su resplandor, ambos cruzaron una
mirada silenciosa. El Hombre había llorado. Conejo, quizá, también. Ambos entendían,
sabían …
El Hombre se sentó junto a Conejo, lo colocó sobre sus piernas y apoyó su cabeza contra el
marco de la puerta. Así, juntos, vieron salir el sol.

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