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1 La escuela sola no puede

En los orígenes de nuestro sistema educativo, la promesa de la escuela como generadora


de igualdad de oportunidades y de crecimiento económico nos hizo construir una ilusión
que luego no logró cumplir. Y a ese desencanto le siguió una despiadada crítica a la
escuela en tanto agente de producción y reproducción de las desigualdades sociales
existentes. Al optimismo pedagógico que confiaba en que la escuela lo podía todo, le
siguió el pesimismo pedagógico que denunciaba que la escuela no solo no podía nada sino
que, además, contribuía a generar injusticia social.

Las posiciones más críticas sobre el lugar de la escuela pueden agruparse en lo que
denominamos “corrientes pesimistas” acerca del poder de la educación. Su principal
argumento consiste en afirmar que la escuela puede poco y nada frente a otras variables
mucho más determinantes, como ser el origen socio económico de los alumnos, sus
capital cultural, etc. A modo de ejemplo, podemos reconocer dentro de esta línea
teórica, al conocido informe Coleman y a las denominadas corriente reproductivistas.

El Informe Coleman, realizado en 1966 en estados Unidos, es un famoso estudio sobre la


desigualdad educativa que demuestra a partir de pruebas estandarizadas, la escasa
influencia de la escuela sobre los resultados de los alumnos. Utilizando dichas pruebas
como metodología de abordaje, el informe demuestra que, una vez controlado el status
socio económico, los factores internos de la institución educativa (gasto por alumno,
experiencia de los profesores, cantidad de libros, recursos en laboratorio de ciencias,
etc.) poseen escasa influencia sobre el rendimiento de los alumnos. El informe concluye
en que la escuela tiene poco margen de acción e influencia en los alumnos que provienen
de sectores desfavorecidos. El alumno que llega en peores condiciones de entrada, sale
de la escuela casi en las mismas condiciones. El alumno que llega a la escuela en mejores
condiciones, egresa con mayores herramientas pero esto no tiene que ver con la escuela
sino con aquello con lo que el alumno ya contaba desde el momento de su ingreso.

En la misma línea, las corrientes reproductivistas (Bourdieu y Passeron; Althusser),


denuncian en la década del 70 que la escuela no solo tiene escasa influencia sino que
además, con su accionar discriminatorio contribuye a agudizar las desigualdades de
origen. Desde estas posturas, la escuela produce y reproduce desigualdad, es decir,
refuerza las diferencias que los alumnos traen al ingresar a la escuela.

Estas perspectivas las denominamos “pesimismo pedagógico” ya que dejan a las escuelas
muy poco margen de acción. Reconocemos sin embargo, el enorme potencial de estas
corrientes teóricas para hacernos reflexionar sobre los circuitos paralelos que
encontramos dentro de los sistemas educativos (diferente calidad de escuelas según los
sectores sociales de los que provienen los alumnos) y para denunciar la discriminación
interna del sistema, que, una vez masificado el acceso de los alumnos, se ocupa de
realizar la segmentación “desde adentro”.

Frente a estas posturas pesimistas, surgen diferentes respuestas defendiendo el lugar de


la escuela y su margen de acción. Surgen así los primeros cuestionamientos al informe
Coleman argumentando que las pruebas estandarizadas no representan la complejidad de
todo lo que sucede dentro del aula. Se le cuestiona además que el informe sobreestima
las variables estructurales (presupuesto, condiciones edilicias, inversión, etc.) y que
descuida las variables de proceso (liderazgo, clima, vinculo docente-alumno, nivel de
consenso).

Si polarizamos las posiciones, encontramos entonces desde posturas que confían


ciegamente en el poder de la escuela, llegando incluso a culpabilizarla si no se logran los
objetivos buscados, hasta posturas que desconfían y hasta niegan sus posibilidades de
revertir las desigualdades de origen.

Creemos que es hora de situarnos en un punto intermedio; lo que nosotros llamamos un


“optimismo pedagógico sin ingenuidad”, que sigue valorando a la escuela como agente de
cambio, pero sin dejar de reconocer las condiciones necesarias para la mejora y sin
cargar a la escuela con toda la responsabilidad de construir una sociedad mejor. Las
condiciones a las que nos referimos tienen que ver con las políticas públicas con las que
necesitamos contar para que nuestras escuelas trabajen en condiciones dignas:
infraestructura, recursos y materiales didácticos, libros de texto, un mínimo de días de
clase y salarios docentes dignos. Pero alertar sobre las necesidades de dichas políticas no
implica, desde nuestra perspectiva, sentarnos a esperar sino asumir una posición
proactiva que, al mismo tiempo que reclame sin resignarse, asuma la responsabilidad de
sus funciones a cargo. Esto implica que cada actor se haga cargo de su capacidad de
influencia y asuma la responsabilidad por esa parte de la mejora que a cada uno le
corresponde. ¿Qué puedo yo como educador? ¿Qué puedo yo como director? ¿Qué puedo
yo como docente? ¿Qué puedo yo como padre o madre?

Esta actitud implica reconocer que hay cosas que podemos desde nuestro rol y otras que
no. Hay aspectos sobre los que podemos influir y es nuestra responsabilidad hacerlo y
otros que, aún cuando somos permeables a ellos, trascienden nuestro rol. Delimitar las
atribuciones de cada rol ayuda a construir las responsabilidades compartidas. En este
sentido, Blejmar (2005) señala “El grado de autonomía hace a la discrecionalidad del rol
que le es otorgado en la estructura para desarrollar su tarea. El maestro debe calificar a
sus alumnos. Esto no lo decide él sino el sistema. Pero cómo aplicará su juicio en esa
evaluación, cómo organizará la tarea, está bajo su autoridad” (Blejmar, 2005: 82).
Diferenciamos así las cosas sobre las que tenemos control y aquellas sobre las que no
podemos operar.

¿Y cómo se relaciona esto con la gestión?

Como ya dijimos, nos parece importante reflexionar sobre el lugar de la escuela  para
pensar en una gestión “posible”. Una gestión concebida dentro de “escenarios
optimistas, pesimistas y probables”, como afirma Blejmar.

Así como encontramos posturas bien diferentes, hasta antagónicas, respecto al margen
de acción de la escuela, también encontramos concepciones diferentes acerca de la
gestión educativa.

Una primera aproximación concibe a la gestión como un hecho meramente técnico y


neutral. Concepción heredada de la mirada empresarial, la gestión así entendida busca
racionalizar las tareas o administrar eficientemente.

Algunas definiciones de gestión que podemos agrupar en esta primera postura: “la
gestiónbusca previsibilidad en los resultados” “la gestión esel medio para buscar el
control mediante indicadores formales”. Si bien algunas cuestiones podemos reconocer
como válidas, esta concepción de la gestión parece al menos insuficiente para pensarla
en términos educativos.

Una segunda concepción de la gestión agrega un componente interesante  a ese primer


grupo de definiciones: el componente político. Esta mirada sobre la gestión reconoce que
las organizaciones están atravesadas por conflictos, intereses, resistencias,
negociaciones  y que todo eso es parte inherente de toda institución. Supera así la
mirada neutral de la gestión e incluye la dimensión política de la misma. Frigerio (2004)
realiza una definición de gestión que podría representar esta postura“la gestión es un
instrumento de gobierno y como tal conlleva un carácter político que en algunos casos se
fue estrechando, neutralizando, tecnocratizando, burocratizando...nosotros podemos
reconquistar este carácter político que significa ser director de escuela o ser maestro”.

Si bien esa segunda postura marca un valioso avance respecto de la primera, la


consideramos aún insuficiente para pensar la gestión educativa. Falta, desde nuestra
perspectiva, el componente clave de la gestión escolar: la dimensión pedagógica. Les
ofrecemos algunas definiciones dentro de esta mirada más amplia y abarcativa de la
gestión:

Gestionar es hacer que las cosas sucedan. Gestionar es, más que hacer, crear las
condiciones para el mejor hacer de un colectivo institucional, y eso a veces se “hace” 
no haciendo. Gestionar es escuchar más allá de oír y comprender y decir más allá de
hablar (Blejmar, 2005)

La gestión escolar es el gobierno y la toma de decisiones a nivel micro. Se refiere a


proceso de toma de decisiones, participación, tiempos, espacios, agrupamientos, etc. Y
tiene como finalidad centrar los objetivos de la institución educativa alrededor de la
búsqueda de aprendizajes de calidad. (Aguerrondo, 2001)

Proponemos entonces, una concepción de gestión que recupere el componente técnico,


le agregue el componente político pero que no pierda de vista la dimensión pedagógica.

Romero (2009) define de este modo las tres perspectivas recién analizadas:

“Gestionar es controlar y administrar: En esta perspectiva se pone el énfasis en lo que


hay que conservar, en el control de la aplicación de la norma, en garantizar la
transmisión desde los actores centrales o que toman decisiones hacia los actores
periféricos o “ejecutores”. En la década de los 90, comienzan a incorporarse al mundo
educativo conceptos y herramientas del ámbito de la Administración y de la empresa, del
“management”, con el fin de aumentar la “eficacia” y la “eficiencia” del sistema
educativo. Si bien es interesante abrir el campo educativo al diálogo fecundo con otros
campos, resulta de suma importancia no trasvasar acríticamente modelos concebidos
para otros fines que podrían poner en riesgo el sentido pedagógico y las metas de calidad
y equidad educativas (…)

Gestionar es gobernar: Gestionar implica vérselas con el poder, el conflicto,la


complejidad,las resistencias,las negociaciones y la incertidumbre (...) La búsqueda de
consensos, la participación de los distintos actores, las dinámicas institucionales, el
liderazgo, son los procesos que se privilegian en esta concepción (…)
Gestionar es gestar: Esta concepción nos invita a pensar en la escuela en situación de
cambio y también en la gestión del cambio. En este sentido, mejorar la gestión escolar
significa empezar a pensarla en el contexto de la mejora escolar.  Proponemos entonces
una perspectiva que,  en un juego de palabras, define la gestión como gesta (Romero,
2004b). La gestión preocupada por mejorar la escuela constituye una auténtica “gesta”,
no sólo en el sentido primero de hazaña cultural, sino, además, en el sentido de volver a
“gestar” la escuela, volver a concebirla (…)”

La autora sintetiza: “La gestión escolar, el trabajo de director y también el de


supervisor, que se centra en hacer de la escuela un proyecto y gestar su mejora, es un
asunto complejo y multidimensional.  Se requiere un saber hacer, un poder hacer y un
querer hacer que no pueden agotarse en una actuación meramente técnica o de
operatividad  básicamente política sino que, incluyendo las dimensiones técnica y
política, se plantea la gestión escolar como una practica crítica y profundamente vital
cuyo sentido ultimo es hacer de una escuela, una buena escuela”

Pero ¿qué es una buena escuela?[1]

Una buena escuela es, básicamente, una escuela que enseña. Nada más y nada menos.
Pero con esa definición no alcanza porque enseñar ha significado diferentes cosas a lo
largo del tiempo: disciplinar, moralizar, formar para el trabajo, instruir, transmitir,
construir, desafiar…

Actualmente los autores  definen a una “buena escuela” como:

Una escuela que ha aprendido cómo aprender y que mejora en forma


permanente

Una escuela que confía en que todos sus alumnos pueden aprender

Una escuela que se responsabiliza por los aprendizajes de sus alumnos


(Stoll y Fink, 2004)

Una buena escuela es una “organización inteligente”, una organización


que aprende y que continuamente expende su capacidad para crear en el
futuro. Organizaciones capaces de sobrevivir a las dificultades, reconocer
las amenazas y enfrentar nuevas oportunidades (Senge, 1992)

Una buena escuela es una organización que facilita el aprendizaje de


todos sus miembros y se transforma a si misma de modo continuo (Pedler
et al, 1992)
[1] Este texto forma parte del libro Construir una buena escuela: el rol del director,
Gvirtz, Zacarias y Abregú (mimeo)

4 La escuela sola no puede (IV)


En la década de los 80, las teorías de la mejora escolar iniciaron un proceso de reflexión
sobre las instituciones educativas y sobre cómo mejorarlas. Mortimore, uno de los
representantes de aquella línea teórica, definió como Buena Escuelaaquella en la que los
alumnos progresan más allá de lo que cabría esperar al considerar aquello que el alumno
trae al momento de entrar (Mortimore, 1991). De esta manera, aparece el concepto de
“valor agregado”, como componente fundamental de la mejora: una buena escuela es
aquella que enseña lo que el alumno no podría aprender por sí mismo. En la década del
90 se incluye a la definición de Buena Escuela el concepto de equidad y se define
como Buena Escuela a aquella en la que todos sus alumnos progresan. Se combina así el
concepto de valor agregado con una concepción de justicia educacional. Surge de este
modo una nueva ola de pensamiento sobre la mejora que agrega características de
buenas escuelas a la corriente de eficacia, característica de los 80.

Situados en esa perspectiva, Stoll y Fink (2004), definen como Buena Escuela aquella


que:

o Promueve el progreso para que todos alumnos más allá de los conocimientos
que poseen y de los factores ambientales.
o Garantiza que cada alumno alcance el máximo nivel posible.
o Aumenta todos los aspectos relativos al conocimiento y desarrollo del alumno
(desarrollo integral más allá de las áreas académicas).
o Sigue mejorando año a año.

Algunos autores inician así investigaciones que buscan


identificar los factores que caracterizan y a las Buenas Escuelas y las diferencian de
aquellas que obtiene bajos resultados o fracasan en forma permanente. Si bien es
necesario ser cautelosos a la hora de enunciar dichas características ya que no es posible
pensarlas como “recetas universales” a ser aplicadas en cualquier escuela, creemos que
sí vale la pena revisarlas, ya no para pensarlas como la “llave hacia el éxito” sino como
aquellos factores que las investigaciones detectaron como elementos recurrentes en
escuelas con buenos resultados. Siguiendo a Sammons (1995), algunos de esos factores
son:

o Liderazgo profesional participativo, distribuido


o Ambiente que estimula el aprendizaje
o Concentración en la enseñanza y el aprendizaje
o Altas expectativas
o Seguimiento del progreso de los alumnos
o Enseñanza con sentido
o Organización que aprende
o Relación familia escuela
En la misma línea de investigación, Rosenholtzn (1989) diferencia las escuelas
“transformadoras” de las “escuelas inmovilistas o con empobrecimiento del aprendizaje”
y señala algunas características encontradas en escuelas con bajo rendimiento:

o Falta de visión
o Liderazgo desenfocado
o Disfunciones en las relaciones de personal (control, culpa, silencio, creación de
mitos, desconfianza)
o Prácticas de aula ineficaces (enfoques meramente transmisivos, escasa
interacción  Docente-Alumno y Alumno-Alumno, practicas rutinarias, escasos
estímulos positivos, etc.)
Reynolds et al (1997), a su vez, agregan los resultados académicos como foco de las
buenas escuelas y enuncian las siguientes características encontradas en las “buenas
escuelas”:

o La clave del éxito son los resultados de los alumnos en el campo académico.
o Necesidad de utilizar datos cuantitativos duros para evaluar los resultados y
generar el compromiso de los participantes (responsabilidades compartidas).
o Orientación centrada en el problema (estrategias apropiadas para problemas
concretos y no objetivos ideales).
o Foco en el aula: el nivel de aprendizaje en el aula probablemente influye dos o
tres veces más en los resultados de los alumnos que el nivel de la escuela
(Creemers, 1994; Reynolds et al).
o Relevancia del papel del distrito escolar en el proceso de mejora.

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