Documente Academic
Documente Profesional
Documente Cultură
1. GENERALIDADES
Un primer acceso al contenido de la palabra santo nos revela su alcance ontológico, más que
moral. El término hebreo “( קָ ד ֹשׁkadosh”) significa sagrado (ceremonial o moralmente); (como
sustantivo) Dios (por eminencia), un ángel, un santo, un santuario. Así, pues, se refiere a la
santidad como realidad física, ritual, moral y espiritual.
La idea de santidad está presente en todas las religiones, aunque con acentos y perspectivas
diversos. En el mundo semítico la santidad expresa fundamentalmente la noción de una misteriosa
potencia que está relacionada con el mundo divino y que es también inherente a personas,
instituciones y objetos particulares. De esta potencia brota, como segundo elemento
caracterizador, el concepto de separación: lo que es santo debe estar separado de lo profano para
que pueda conservar su carácter específico, y a la vez para que lo profano no se vea afectado por
la peligrosa energía de lo santo. Así, pues, la santidad aparece como un valor sumamente
complejo, que implica las nociones de sagrado y de pureza y que se encuentra relacionado
especialmente con el mundo del culto.
El pueblo de Dios, aunque tomó la terminología cananea relativa a la santidad, reinterpretó esta
concepción y convirtió el termino santo y sus derivados (santidad, santificar) en uno de los
conceptos más característicos y significativos de la revelación bíblica. De manera que la santidad
es: a) Una cualidad fundamental de Dios y de Su Espíritu; b) una virtud indispensable de todo
verdadero creyente; y, c) un atributo de ciertas personas, lugares, objetos, días, fechas, acciones,
etc.
En todo el AT, “santo” es un término que únicamente puede aplicarse de modo absoluto y total al
Señor (Yhwh), Dios del éxodo y de la alianza, pues designa la dimensión inefable de su misterio.
La extensión del término a Israel, al templo, a Sión y a los objetos cultuales, comprendida a la luz
del dato fundamental de la fe de Israel, de que solo el Señor es Santo, permite entender el
misterio de Dios como amor que se comunica haciéndose continuamente “presencia” de salvación
en la historia de su pueblo.
2.1.1. ¡Santo, Santo, Santo es el Señor!: El significado específico del término santo en la
revelación bíblica del AT aparece de modo característico en Os 11,9: “No actuaré según el
ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraím, porque yo soy Dios, y no hombre; en
medio de vosotros yo soy el Santo, y no me dejo llevar por la ira”.
“Santo” indica aquí al Señor en cuanto Dios, en el misterio más íntimo de su esencia (Abd 3,3; Am
4,2). Para Oseas, la santidad de Dios consiste en su mismo amor: amor de Padre que libra a su
hijo de Egipto y le enseña a andar (Os 11,1-4); amor de esposo que perdona y renueva a su
esposa para que pueda vivir en la experiencia de la salvación y en la comunión de su alianza (Os
2,16.21-25). En este contexto la santidad divina aparece como la fuente de la misericordia
perenne que renueva y transforma la vida de Israel como pueblo del éxodo y de la alianza.
2.1.2. El pueblo santo del Señor: El hecho de que el término santo, sea aplicado a Israel en
cuanto pueblo del Señor constituye el testimonio más sugestivo de la grandeza alcanzada
por la fe en el AT. Esto ocurre en la reflexión teológico-espiritual de la escuela
deuteronomista: “Tú eres un pueblo santo para el Señor tu Dios” (Dt 7,6; 14,2.21; 26,19;
28,9).
La santidad de Israel únicamente se puede entender como participación de la santidad de Dios, y
por tanto de su ser, de su vida y de su amor. Pues la santidad del pueblo es vista como fruto de la
elección divina, que miraba a hacer a Israel propiedad personal del Señor, y, como tal,
íntimamente unido y vitalmente orientado a su persona. De manera pues que nuestra santidad
está estrechamente relacionada con la de santidad de Dios: “Sed para mí santos, porque yo, el
Señor, soy santo, y os he separado de los demás pueblos para que seáis míos” (Lv 20,26). La
santidad de Dios es Su cualidad absoluta y fundamental. La santidad de Dios se manifiesta a la
vez en Su justicia y en Su amor. Su justicia lo obliga a castigar al pecador; pero es inseparable de
Su amor, que desea salvarlo. “No actuaré según el ardor de mi cólera, no volveré a destruir a
Efraím, porque yo soy Dios, y no hombre; en medio de vosotros yo soy el Santo, y no me dejo
llevar por la ira” (Os 11,9). Una justicia sin amor no sería santa; no lo es la justicia implacable de
un tribunal. Pero un amor sin justicia tampoco es santo; no lo es el amor sin severidad de una
madre débil. Son numerosos los pasajes bíblicos que asocian estrechamente la justicia y el amor
de Dios, estando siempre sobreentendida la noción de la santidad. Los términos utilizados son, en
ocasiones, “fidelidad y bondad”, “ira y misericordia”, “castigo y gracia”. El Decálogo afirma que
Dios castiga la iniquidad, pero también que muestra misericordia (Ex 20,5-6; Sal 78,38; 98,1-3; Is
54,5-8; 57,15-18; 60,9-10).
También, la santidad de Israel está íntimamente relacionada con el hecho de que él es pueblo del
Señor; así la teología del Deuteronomio, con la fórmula de la alianza, expresa en toda su riqueza
la realidad de la comunión de vida que une a Israel con su Dios. Este dato, que se remonta a la
misma tradición patriarcal, y que, por lo mismo, debe ser tenido como centro de toda la revelación,
está relacionado con la imagen filial y la imagen esponsal (Os 2,1.21-25). En Dt 14,2 la afirmación
de que Israel es pueblo santo para el Señor va precedida de la solemne declaración de que todos
los israelitas son hijos del Señor, su Dios (Dt 14,1).
En esta perspectiva, después del anuncio de que el Dios santo pondrá su espíritu en lo íntimo de
su pueblo (Ez 36,27), el pecado aparecerá como una rebelión que entristece al santo espíritu del
Señor (Is 63,10). Análogamente, la experiencia del perdón se configurará como encuentro con el
amor fiel y misericordioso del Señor, el cual, en su ternura, no priva al pecador arrepentido de su
espíritu de santidad (Sal 51,13).
El retorno a las fuentes bíblica y patrísticas, respaldado por el Concilio Vaticano II, con el
redescubrimiento del Dios revelado en Jesús, nos condujo a una renovada comprensión de la
santidad cristiana. Antes del Vaticano II la perfección cristiana era considerada un patrimonio casi
exclusivo para unos pocos elegidos y aguerridos atletas, que escogieron un camino de excepción,
intransitable y vedado a la mayoría.
La eclesiología de Vaticano II, que presenta a la Iglesia como pueblo y familia de Dios, le ha
recuperado al cristiano su verdadera identidad, dignidad y vocación a la perfección. “La condición
de este pueblo es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el
Espíritu Santo como en un templo. Tiene por ley el nuevo mandato de amar como Cristo amo a
sus discípulos” (Jn 13,43). Este parentesco del hombre con Dios lo constituye en una condición
radicalmente santa. Así, pues, queda completamente claro que “todos los fieles, de cualquier
estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad”
(LG 40).
El Señor Jesús, como divino Maestro y Modelo de toda perfección, predicó a todos y a cada uno
de sus discípulos, cualquiera que fuera su condición, la santidad de vida: “sean perfectos, como su
Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48), y envió el Espíritu Santo para moverlos interiormente a amar
a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas (cf Mt
12,30), y a amarse mutuamente como Cristo les amó (cf Jn 13,43; 15,12). Por todo lo anterior, la
santidad no es una acción moral del hombre, sino un modo de ser actuado por Dios mismo. La
concreción como Iglesia del proyecto del Padre y la extensión en el tiempo del mismo ser trinitario
de Dios.