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Borges y la huella de Bergson

Raphaël Estève
Univ. Bordeaux Montaigne EA 3656 Ameriber

Hasta la primera mitad de los años 20, o sea durante los años de formación del
joven Borges, Bergson es una de las figuras intelectuales con mayor prestigio en el
mundo occidental, y consigue incluso el Premio Nobel de Literatura en 1927.
Rescatado a finales de los años sesenta en Francia por el ensayo que le dedicó Gilles
Deleuze, Bergson fue durante mucho tiempo únicamente considerado por su pequeño
ensayo sobre la risa, cuyo tema contribuyó con toda seguridad a su marginación
teórica. Su propuesta filosófica es, sin embargo, mucho más ambiciosa y se
caracteriza por su absoluta coherencia: por lo menos hasta su última obra, Les deux
sources de la morale et de la religion, Bergson es el hombre de una única idea, que
determina sus conceptos de duración, de conciencia, de memoria, etc.
El primer propósito del siguiente trabajo es mostrar cómo el propio Borges
declara, principalmente en sus ensayos, una forma de antagonismo respecto de las
propuestas doctrinarias de Bergson. A raíz de este antagonismo, podremos entonces
cotejar esta postura borgeana con las implicaciones conceptuales de su poética tanto
en sus obras de ficción como en sus poemas, y establecer afinidades entre los dos
pensamientos, más allá de lo que afirma explícitamente Borges.
Lo que domina cuando Borges aparece como el “interlocutor” directo de Borges
es un desacuerdo sobre un concepto fundamental para ambos pensadores: el concepto
del tiempo. En la conferencia publicada en Borges oral e intitulada, precisamente,
“El tiempo”, el autor atribuye a Bergson el mérito de haber presentado el tiempo
como “el problema capital de la metafísica” (Borges, 1979: 93). Sin embargo, parece
dirigir casi integralmente su reflexión en contra del filósofo francés, inconfundible
detrás de las repetidas alusiones a “los datos inmediatos de la conciencia”. El
presente “no es un dato inmediato de la conciencia”, nos dice Borges (1979: 99).
Para Bergson – y es su primer postulado – el presente tiene, al contrario, una
existencia porque tiene un espesor: una duración. Y lo inmediato es precisamente el
fluir del tiempo en su continuidad, que nuestra inteligencia interrumpe artificialmente
por una reconstrucción analítica de esta continuidad que nos impide verla en su
auténtico dinamismo. La inteligencia se impone como intermediario entre nosotros y
la realidad, porque es nuestro instrumento de conocimiento y sólo puede
fundamentarse en la permanencia y la estabilidad. Por eso, nuestra inteligencia tiende
a inmovilizar este dinamismo, a operar cortes en su fluir, que nos impiden pensar
correctamente el cambio.
Como lo recuerda Borges en “La perpetua carrera de Aquiles y la tortuga”, el
cambio es precisamente lo que las paradojas de Zenón pretenden negar. El discípulo
de Parménides sólo niega el movimiento para refutar “que pudiera suceder algo en el
universo” (Borges, 1932: 244). El cambio declara la inestabilidad del mundo que
percibimos, el mundo sensible: nos prohíbe, según Parménides, el acceso al saber
entendido como reconocimiento. Zenón aparece así como un destructor lógico de la
realidad sensible. Las paradojas de Zenón quieren demostrar por su carácter
aporético que la realidad sensible, lo que percibimos (aquí, concretamente, el hecho
de que Aquiles alcance efectivamente la tortuga), no es inteligible. No lo podemos
comprender. Esta imposibilidad pretende legitimar a contrario las abstracciones que
la inteligencia y el pensamiento operan sobre la realidad. Según Bergson, los
Antiguos: “Plutôt que de donner tort à l'altitude que prennent, devant le cours des
choses, la pensée et le langage, […] aimèrent mieux donner tort au cours des choses”
(Bergson, 1907: 313).
En “La perpetua carrera de Aquiles y la tortuga” Borges descarta en unas pocas
líneas casi paródicas la refutación bergsoniana de las paradojas de Zenón, piedra de
toque de todo el edificio teórico de Bergson. Borges la cita muy extensivamente,
pretendiendo incluso corregir la traducción al castellano por Barnés de Les données
immédiates de la conscience. Se confirma el desaliño con el cual Borges trata a
Bergson cuando se refiere el año de 1910 para evocar Les données immédiates: no
corresponde con la fecha de publicación original en Francia (1889), ni tampoco con
la fecha de la traducción de Barnés (1925). Este descuido se compagina con la escasa
intención concedida a la propuesta conceptual del francés, que ya subrayó Ventura
Doreste. Borges no repara en lo que Bergson expresa acerca del movimiento: cada
uno de los movimientos de Aquiles está implicado por el anterior e implica el
siguiente. Si se interrumpe en medio de un salto, se cae. Su movimiento es un
“indivisible”: no se puede aislar de lo que le precede ya que sólo se concibe en una
continuidad que implica una perpetua heterogeneidad de los momentos.
Al desencuentro conceptual y al descuido en la fecha de publicación del ensayo
de 1932 podemos asociar la conferencia “El tiempo”, publicada unos decenios más
tarde: se trata de otra vejación mediante el muy visible recurso de escamotear al
pensador francés en favor del oscuro Hyppolite Bernheim. Escribe así Borges:
“Bernheim dijo que las paradojas de Zenón se basaban en un concepto espacial del
tiempo. Que en la realidad lo que existe es el ímpetu vital y que no podemos
subdividirlo” (Borges, 1979: 101). Evidentemente, lo que se enuncia aquí es el
fundamento mismo de la filosofía de Bergson. Y la única justificación posible para
esta sustitución onomástica nos remite a una acusación implícita: Bergson no sería el
creador original de su teoría. La acusación no sólo es pérfida porque se disimula;
también lo es porque si, como veremos, Borges siempre reivindica su
“segundariedad” y la inoperatividad a su modo de ver del concepto de plagio,
Bergson se presenta, en cambio, como el filósofo de la novedad y del impulso
creador: y en realidad, según lo que sobrentiende Borges, no haría sino repetir lo que
ya había sido formulado.
Pero más allá de la desenvoltura manifestada por el argentino, parecen existir
incompatibilidades filosóficas en el sentido menos técnico de la palabra. Se expresa
así en la obra borgeana una innegable preocupación soteriológica, es decir vinculada
a la superación de la tragedia de nuestra mortalidad. Para Borges, la destrucción
intelectual de la realidad prosigue la utopía de una destrucción o “refutación” del
tiempo, el tiempo que nos arrastra y nos lleva ineluctablemente a la muerte. El
devenir y el cambio rescatados por Bergson son indisociables de la sucesión del
tiempo lineal: para Borges, esta “realidad” sólo evidencia el envejecimiento y la
degradación de las cosas y de los hombres. La utopía de Borges es entonces ucronía:
su deseo es un deseo de eternidad. Y es una forma de eternidad lo que establece
Zenón al negar el movimiento y el cambio. Es la conquista lógica de la permanencia
y de la propia identidad. Para Bergson, que quiere rescatar el tiempo de nuestros
reflejos intelectuales, la eternidad no es la forma de absoluto más deseable: sólo nos
remite a una forma de transcendencia. Para él, al revés, “l’Absolu se révèle très près
de nous et, dans une certaine mesure, en nous. Il est d'essence psychologique, et non
pas logique” (Bergson, 1907: 298).
Vemos pues que la relación teórica “oficial” que mantiene Borges con Bergson
oscila entre una indiferencia algo afectada y un antagonismo metafísico acerca del
tiempo sucesivo. Es por lo tanto bastante unívoca en cuanto al distanciamiento del
autor de Ficciones respecto del filósofo francés. Pero vamos a comprobar que cuando
Borges se libra del marco ensayístico y de sus supuestas exigencias doctrinarias, el
legado teórico de Bergson es susceptible, más clandestinamente, de aclarar algunos
postulados fundamentales de la poética borgeana.
El nombre de “Bergson” aparece alrededor de quince veces en la obra de Borges.
Pero sólo se menciona una vez en sus cuentos, en “El Zahir”. Su evocación, como
era de esperar, está vinculada a una expresión de la temporalidad: el narrador habla
del “tiempo imprevisible, tiempo de Bergson” (Borges, 1949: 123). A mi juicio, la
figura del francés ya está presente en el mismo argumento del cuento. Este tiene que
ver, lo sabemos, con la imposibilidad de olvidar esta moneda extraordinaria, el Zahir.
Está imposibilidad del olvido nos remite al autor de Matière et mémoire en el sentido
en que Bergson tuvo constancia de disociar los recuerdos veleidosos (aprender una
lección “de memoria”) que nos forjamos voluntariamente, y que no son memoria
sino “costumbre”, de la auténtica memoria que se impone en su integralidad. Así que
en “El Zahir” tenemos por un lado el recuerdo escogido, el de la última imagen de
Teodelina Villar que el narrador quiere conservar en su mente: “ninguna versión de
esa cara que tanto me inquietó será tan memorable como ésta; conviene que sea la
última” (Borges, 1949: 121). 1 Este recuerdo es, por supuesto, contrastivo con
respecto al recuerdo indeseable de la moneda, un recuerdo que se impone por sí
mismo, que no se escoge. Y no es, por lo tanto, casualidad que la palabra “oxímoron”
se repita para oponer el almacén grosero en que el narrador recibe el Zahir al espacio
de Teodelina Villar. En la parte del texto en que se menciona a Bergson, éste se
opone a los deterministas. El texto reproduce en esta oposición la misma sucesión
oximórica que entre la evocación de Teodelina Villar y la del Zahir. Esta mujer
parece ser en muchos aspectos bergsoniana y puede ayudarnos a entender lo que
significa para Borges ser francés. Se nos dice primero que Teodelina Villar “Buscaba
lo absoluto, como Flaubert, pero lo absoluto en lo momentáneo” (Borges, 1949:
120). Francia empieza así a aparecer en su caracterización, no sólo a través de
Flaubert, sino también en la asociación típicamente bergsoniana de lo absoluto y de
lo fugitivo. Para Bergson “nous revenons à l'immédiat et nous touchons un absolu”
(Bergson, 1934: 21) sólo al desprendernos de todo lo que se fija de modo eterno para
reconstruir la realidad. Cuando el narrador abandona definitivamente a la difunta y su
espacio, las calles tienen un “aire abstracto” (Borges, 1949: 121) y él mismo se
siente “Ebrio de una piedad casi impersonal” (Borges, 1949: 121). A la inversa de
estos dos atributos borgeanos clásicos de la eternidad que anuncian la permanencia
del Zahir, Teodelina Villar, sólo es cambio o, para decirlo de modo bergsoniano, sólo
es duración: “Ensayaba continuas metamorfosis” (Borges, 1949: 120); “las formas de
su peinado eran famosamente inestables” (Borges, 1949: 120). “También cambiaban
la sonrisa, la tez” (Borges, 1949: 120). La repetida evocación de París en la
descripción del personaje lo confirma: es afrancesada. Borges describe a menudo a
Francia como el país de las escuelas literarias, y por lo tanto caracterizado por una
mundanidad que interfiere con la estricta práctica literaria. En el mismo sentido,
París es para Teodelina Villar capital de la moda, es decir de lo que caduca. Y al
decretarlo el narrador subraya la liviana inconsecuencia de la mujer: “La guerra le
dio mucho que pensar. Ocupado París por los alemanes ¿cómo seguir la moda?”

1
Todos los subrayados son míos.
(Borges, 1949: 120). Al revés, el Zahir es lo que persiste en la memoria del narrador:
dura, pero no se trata de la duración bergsoniana, acarreadora de cambio. Puede
aparecer entonces como la sanción infligida al narrador por haber desconocido la
auténtica duración que expresaba la vida de de Teodolina Villar. La trató con
condescendencia en su descripción y del mismo modo quiso instaurar una eternidad
de su recuerdo, con esta “ultima” imagen veleidosa que pretendía emancipar de la
imprevisibilidad del presente que determina las actualizaciones de la memoria. Como
sucede a menudo en la obra de Borges, la eternidad que cosecha es una auténtica
maldición.
El cuento “Funes el memorioso” tiene muchos puntos comunes con “El Zahir”
en cuanto a la imposibilidad de olvidar. Tomaremos aquí en cuenta una dimensión
suplementaria: la relación entre sueño y vigilia, también presente – aunque de modo
más discreto – en “El Zahir”, que incluye dos referencias al “insomnio”, además, por
supuesto, de la presentación del propio Borges en el prólogo a Artificios, que se
refiere a “Funes el memorioso” como “una metáfora del insomnio” (Borges, 1944a:
483). Si queremos interpretar en clave bergsoniana el cuento de Borges, vemos que
es en ciertos aspectos una rigurosa inversión de los términos doctrinarios del francés.
Para Bergson, en efecto, “un être humain qui rêverait son existence au lieu de la
vivre tiendrait sans doute ainsi sous son regard, à tout moment, la multitude infinie
des détails de son histoire passée” (Bergson, 1896: 172). Un ser de este tipo “ne
sortirait jamais du particulier, et même de l'individuel” (Bergson, 1896: 173). Estas
descripciones corresponden exactamente a las caracterizaciones de Funes, que está
íntegramente en el tiempo y, por lo tanto, en lo particular: “Pensar es olvidar
diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino
detalles, casi inmediatos” (Borges, 1944a: 490). El uso del adjetivo “inmediato”
puede remitirnos una vez más a Bergson, así como el curioso hecho de lamentar que
“En aquel tiempo no había cinematógrafos” (Borges, 1944a: 489), sea para
inmortalizar aquella hipermnesia (como también lo podría hacer el fonógrafo con el
cual está asociado), sea para realizar un experimento con Funes. Ahora bien, lo que
para Bergson nos aparta de la realidad auténtica de la duración es, precisamente, “le
mécanisme cinématographique de la pensée” (Bergson, 1907: 272), que reconstruye
el movimiento auténtico a partir de imágenes fijas que se abstraen de este
movimiento. Funes es incapaz de abstraer: sólo se sitúa al nivel de su percepción. Y
lo que percibe es un cambio continuo. Volvemos a encontrar en las palabras del
narrador la crítica formulada hacia Bergson y la sucesión del tiempo: lo que Funes
percibe es efectivamente la realidad temporal del cambio, pero en cuanto este implica
nuestra degradación: “Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la
corrupción” (Borges, 1944a: 490); “Notaba los progresos de la muerte” (Borges,
1944a: 490). Pero no deja de ser “el solitario y lúcido espectador de un mundo
multiforme, instantáneo” (Borges, 1944a: 490). Y esta “lucidez” del que ve puede
inscibirse en una dialéctica muy bergsoniana que opone “une mémoire toute
contemplative qui n'appréhende que le singulier dans sa vision” (Bergson, 1896: 173)
a “une mémoire toute motrice qui imprime la marque de la généralité à son action”
(Bergson, 1896: 173). En efecto, la acción como meta – y en esto radica su
racionalidad – es precisamente lo que nos hace filtrar “au seuil de la conscience, les
souvenirs inútiles” (Bergson, 1896: 170). Funes, el contemplativo se caracteriza por
“el inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo” (Borges, 1944a: 489),
que se equipara con sus proyectos “insensatos”. No se trata pues de una casualidad
que el narrador decida explicarle nuestro sistema de numeración: la matemática es la
matriz y el modelo de la racionalidad y de la vigencia general. Es la enseñanza
fundamental que Platón hereda de Pitágoras: nadie “que no sepa geometría” entra en
la Academia. Esta irracionalidad paraliza pues lógicamente a Funes, tullido e inmóvil
en su cama: no puede actuar. Lo que el narrador intenta enseñar a Funes es pues la
rentabilidad cognitiva, la eficacia del sistema numérico, en el sentido en que la
ciencia está ante todo orientada hacia un campo de aplicación. Este intento, por
supuesto absurdo, de Funes para asignar un nombre propio a cada número tiene eco
en la voluntad del personaje de crear un lenguaje algo nominalista en el cual cada
cosa individual del mundo tendría su nombre propio. Funes renuncia finalmente a
este proyecto por ser demasiado sensible al cambio, es decir, al fluir de la duración.
Aunque de modo más moderado, Borges se expresa a menudo en el mismo
sentido de una crítica del lenguaje, al hacer de nuestro uso de los sustantivos el
correlato del realismo platónico, realismo que reduce la diversidad al clasificarla en
categorías. Y entendemos, por ejemplo al leer el ensayo de Otras inquisiciones “El
idioma analítico de John Wilkins”, que el problema para Borges en estos intentos de
racionalizar totalmente el lenguaje es precisamente la arbitrariedad de las
clasificaciones. Ahora bien, la empresa de Wilkins sólo consiste en una reducción
sistémica de la diversidad de la realidad: matematiza el lenguaje. Esta reducción es
simétricamente inversa al proyecto de Funes, que nominalizaba la numeración. Entre
estas dos tendencias, extremas en el caso de Wilkins y de Funes, Borges puede a
veces vacilar, a pesar de que en la oposición entre Platón y Aristóteles – que expone
varias veces – siempre parece decantarse a favor del segundo, precursor del
temperamento inglés, y de su promoción de la individualidad, tan valorada por el
autor de Ficciones. Idénticamente, la inmovilización de la realidad en calidades,
formas o esencias que denuncia Bergson es para él el estricto correlato del lenguaje:
“Telle est l’opération essentielle du langage […] Les formes sont tout ce qu'il est
capable d'exprimer” (Bergson, 1919: 326).
La ambigüedad borgeana también hace eco a la univocidad bergsoniana en
cuanto a la noción de posible. Parece a primera vista seducir al autor de Ficciones,
por ejemplo en “El jardín de senderos que se bifurcan”. Pero en realidad, si desde un
punto de vista teórico se debate mucho entre los dos protagonistas de este cuento
acerca de lo posible, o sea del carácter abierto y de la multiplicidad de las
posibilidades que parecen ofrecerse al espía Yu Tsun, en cambio, desde un punto de
vista práctico, éste no hace sino matar al sinólogo Albert para conformarse
estrictamente a su proyecto inicial, a su premeditación: proporcionar la información
que requerían los alemanes mediante el nombre del difunto. De este modo, acata las
determinaciones “ferreas” que lo llevaron a operar de esta forma y únicamente de
esta forma. Recordamos que en “El Zahir”, el tiempo imprevisible de Bergson se
opone al de los deterministas ya que éstos niegan lo posible. Ahora bien: Bergson,
promovedor de la libertad, es sin embargo un ensañado adversario de lo posible, que
implica para él una forma de trascendencia o de proyección fantasmal paralela o por
encima de la realidad. Equivale a decir que las cosas podían haber sido distintas, lo
que nunca deja de ser para Bergson una consideración retrospectiva. La noción de
posible implica una preexistencia: prevemos de antemano lo que puede ser la
realidad mientras que para Bergson las cosas sólo son lo que son al hacerse y no
puede anticiparse ni predeterminarse su configuración. Lo posible es pues según el
filósofo francés, y al contrario de lo que afirma el narrador de “El Zahir”, sinónimo
de previsibilidad. Plantea entonces un problema respecto de las ideas de creación y
de novedad. Borges convoca a menudo a Leibniz, cuya teoría de la armonía
preestablecida ilustra perfectamente lo que critica Bergson al cuestionar la noción de
posible. Otra vez, desde el punto de vista teórico que expone en sus ensayos, Borges
asume de manera perfectamente coherente las consecuencias subrayadas por Bergson
respecto de la relación entre lo posible y lo nuevo. El autor de Ficciones no deja así
de presentarse como el escritor de la segundariedad. Siempre postula que no existe la
novedad y que algunos años de olvido bastan para crear la ilusión de que algo es
nuevo: para Borges, las cosas no hacen sino repetirse, no existen creaciones
originales sino reescrituras, resúmenes, traducciones, etc.
Otra vez, este problema de la novedad se plantea de forma mucho más ambigua
en las ficciones del autor, y en particular en “La biblioteca de Babel” y en “Pierre
Menard, autor del Quijote”. Éste empieza con el recuento de las obras “oficiales” de
Menard entre las cuales destacamos “Les problèmes d'un problème” que discute las
soluciones del “problema de Aquiles y la tortuga” (Borges, 1944c: 445). Dado el
credo metodológico de Bergson (la “position de problème”), la alusión a las
paradojas de Zenón no puede sino remitirnos al filósofo francés, que prologó en 1922
La fierté de vivre, obra póstuma de un tal Pierre Ménard, médico francés muerto en
la primera guerra mundial. La ambición secreta y técnicamente improbable del
personaje borgeano es reescribir el Quijote o, para emplear los términos muy
bergsonianos del narrador, reconstruir la “obra espontánea” (Borges, 1944c: 448) de
Cervantes. Ésta se caracteriza por el “azar” y la “invención”. Al contrario, el
reescritor ensaya “variantes de tipo formal” (Borges, 1944c: 448) e insiste sobre el
hecho de que tenga que sacrificarlas a una meta, el texto original, y “razonar de un
modo irrefutable esa aniquilación” (Borges, 1944c: 448). Si sólo nos atenemos a la
descripción que propone el personaje, Menard se sitúa del lado del sistematismo y
del finalismo: sabe exactamente lo que va a producir. No queda ningún sitio para lo
imprevisible en su empresa elaborada en torno a las formas y las metas que Bergson
presenta como opuestas a la espontaneidad creadora. Este “racionalismo”, por
supuesto aniquilado empíricamente por lo absurdo y lo insensato del proyecto – que
no hace a mi juicio sino declarar que es exceso de racionalidad – está confirmado por
la bibliografía oficial de Menard: su “monografía sobre el Ars magna generalis de
Ramón Lull” (Borges, 1944c: 445) nos remite así al arte combinatorio, lo que
confirma su “monografía sobre la lógica simbólica de George Boole” (Borges,
1944c: 445) de la que procede el actual lenguaje informático. Podríamos añadir la
alusión a las “leyes métricas esenciales” (Borges, 1944c: 445): nos remiten a la
geometría que sólo funciona a raíz de modelos ideales destinados a ser reproducidos.
Así que desde un punto de vista auctorial, la frase del prefacio de Bergson a La fierté
de vivre, muy poco bergsoniana, “il disait ce qui est de tous les temps, ce à quoi l’on
devrait penser toujours” no está infirmada por el cuento, sino todo lo contrario. Si la
eternidad es repetición de lo mismo, ausencia de novedad, entonces el proyecto de
Menard es muy coherente con este “de tous les temps”. La novedad, como no dejó de
subrayarlo la crítica, sólo está en la actualización del texto del Quijote por el lector,
en cuanto es individuo inscrito en un determinado contexto. Y no necesita la
mediación de un Menard autor salvo si reducimos esta auctorialidad a ser el espejo
del lector. Pero eso sería descuidar que la relación de Menard a la preexistencia está
vinculada con un quehacer combinatorio que expresa de modo todavía más evidente
el cuento “La biblioteca de Babel”. De esta biblioteca se nos dice que, al agotar todas
las combinaciones entre los signos lingüísticos, agota matemáticamente todas las
posibilidades del lenguaje. Si contiene todo lo que es posible decir, podemos
confirmar que lo posible encierra en sí su propio agotamiento, precisamente porque
es calculable y por lo tanto previsible. Y sólo se necesita hoy en día un ordenador
para agotar todas las combinaciones de cualquier sistema. Lo posible, que presenta la
realidad como un sistema lógico, impide de antemano toda forma de novedad, al
preverla: así entendemos mejor por qué “hablar es incurrir en tautología” (Borges,
1944b: 470), es decir, repetir lo que ya ha sido dicho.
Sin embargo, Borges no siempre mantiene esta postura. Y tal vez sea en sus
poemas donde encontramos la afirmación más directa de sus convicciones, libres de
las interferencias en las que radica el éxito de sus cuentos y ensayos. En el poema “El
Golem”, la postura inicial es la del cratilismo, la idea de que “el nombre es arquetipo
de la cosa” (Borges, 1964: 885) y que por lo tanto desde un punto de vista platónico
el nombre es la realidad de la cosa. El poeta llega a la conclusión de que existe
obligatoriamente un nombre “que la esencia cifre de Dios” (Borges, 1964: 885). Es
pues posible conseguir matemáticamente este nombre. Y de hecho, para crear el
Golem el rabino del poema “se dio a permutaciones de letras y a complejas
variaciones” (Borges, 1964: 885). El Golem es entonces una criatura a la que el
logro combinatorio del nombre de Dios dio existencia. Ahora bien, la creación de
este rabino, conseguida matemáticamente, y por lo tanto producto de un formalismo,
es una total desilusión. El cratilismo es inoperante porque el arquetipo no basta. Le
falta el aliento, tal vez el ímpetu vital, que caracteriza a nuestra humanidad. El
Golem tiene así “menos de hombre que de perro y harto menos de perro que de cosa”
(Borges, 1964: 886). Sólo tiene que ver si adoptamos la terminología bergsoniana,
con la materia: “si notre science était complète et notre puissance de calculer infinie,
nous saurions par avance tout ce qui se passera. Bref, la matière est inertie,
géométrie, nécessité. Mais avec la vie apparaît le mouvement imprévisible et libre”
(Bergson, 1919: 13). Es esta imprevisibilidad la que los formalismos matematizados
aniquilan. Sólo están pensados para funcionar a priori: su propósito, el de la ciencia
en general, es prever, anticipar, cualquier forma de novedad al remitirla a lo que ya
existe. Para Bergson, la vida y su libertad creadora nunca preexisten y por lo tanto no
se pueden anticipar ni calcular.
Para concluir, aludiremos al ensayo de Otras inquisiciones “Nota sobre (hacia)
Bernard Shaw”. Borges expresa sin ambigüedad su escepticismo en cuanto a la idea
de “hacer de la metafísica, y de las artes, una suerte de juego combinatorio” (Borges,
1952b: 747). Y podemos encontrar la confirmación de lo que expresaba “El Golem”:
nos dice el autor que “un libro es más que una estructura verbal” (Borges, 1952b:
747). En La pensée mouvant, Bergson toma precisamente el ejemplo de la
composición literaria para llegar a la misma conclusión: “lorsque le sujet a été
longuement étudié, tous les documents recueillis, toutes les notes prises, il faut, pour
aborder le travail de composition lui-même, quelque chose de plus” (Bergson, 1934:
225). Si la literatura se redujera en efecto a “una álgebra verbal” (Borges, 1952b:
748) escribe Borges en su ensayo sobre Shaw , “cualquiera podría producir cualquier
libro” (Borges, 1952b: 748). La estigmatización de este “cualquiera” parece en
muchos aspectos contrariar la idea del palimpsesto, del autor que se disuelve en el
continuum panteísta de las obras literarias. Parece, al contrario, coincidir con la
promoción bergsoniana de la individualidad. Efectivamente, el carácter, el genio del
autor es, en tanto que insustituible, lo que le da su aliento vital a la obra.
Si Borges y Bergson no son doctrinalmente intercambiables, tan sólo porque
Borges no tiene por qué atenerse a cualquier doctrina, la poética del autor de
Ficciones no es del todo impermeable a las aportaciones del filósofo francés.
Comprobando la relación casi anagramática que mantienen sus respectivos nombres
patronímicos, podríamos así confirmar la idea propuesta por Michel Lafon en su
Borges et la réecriture de ver en Bergson uno de los avatares textuales del autor.
Hay, a mi juicio, un Borges bergsoniano, o que por lo menos piensa en cierta medida
respecto a Bergson, hasta en sus cuentos más conocidos. Pero el francés no está
reivindicado. Pasado de moda, encarnando tal vez a ojos del autor de Ficciones un
tipo francés incompatible con su voluntad de privilegiar la parte anglo-sajona del
legado paterno, Bergson también es víctima de una caracterización “psicológica” de
la que Borges siempre quiso desmarcarse. Tal vez encontró en Bergson el medio de
matar como mejor le convenía – a medias, discretamente – la figura de otro profesor
de psicología, más allegado a él y para quien Bergson era uno de sus dos pensadores
preferidos: la figura del padre. 2

BIBLIOGRAFÍA

Bergson, Henri, 1896, Matière et mémoire, Paris, Quadrige/PUF, 2004.


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, 1979, "El tiempo", Borges oral, Conferencias, Buenos Aires, Emecé, 1979.
, 1980, “La ceguera”, Siete noches, Obras completas II: 1975-1985, Buenos Aires,
Emecé, 1989.

2
“Mi padre, que era profesor de psicología, pedía algún libro de Bergson o de William James, que
eran sus autores preferidos” (Borges, 1980: 277).

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