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DOCTRINA SOCIAL

Pregunta: 1. Leyes de tráfico


¿Obligan en conciencia las leyes de transito? ¿Qué pecado se comete?
¿Puede haber pecado grave es esta materia?
Respuesta:
1. Planteamiento y argumentos
Entendemos por este tipo de leyes, las regulaciones de velocidad, de mano
de calles, semáforos, cruces peatonales. Las mismas legislan no sólo sobre
los conductores, sino también sobre los peatones (cuando cruzar las calles
y por dónde).
1) Argumentos a favor de una amplitud de conciencia en este tema. El
argumento a favor de considerar con largueza este tipo de disposiciones,
puede resumirse en uno sólo, a saber: constituyen leyes meramente
penales. Se define como leyes meramente penales, aquellas que no obligan
en conciencia a su cumplimiento exacto, sino tan solo a cumplir la pena si
uno es sancionado. Según los defensores de esta teoría la expresión del
legislador al promulgarla sería: ‘Si haces esto no pecas, pero tendrás
obligación de pagar la multa’; o bien: ‘haz esto o paga la multa: elige
libremente’.
2) En contra están los que dicen que no son leyes meramente penales; ergo,
obligan en conciencia.
2. Solución
1) Prenotandos. La discusión en última instancia radica en qué tipo de leyes
son. A decir verdad, las leyes meramente penales no existen. Toda ley, en
cuanto ley (justa) obliga, por naturaleza, en conciencia. Porque la ley
humana no es otra cosa que una especificación o reflejo de la ley natural
(en última instancia, de la ley eterna) en aquello en lo que ésta no es
totalmente particular. Es, por tanto, un reflejo de la naturaleza o esencia de
las cosas; y establece, así, un vínculo moral de respeto por tales esencias.
Existen, en cambio, ciertas normas directivas que no alcanzan la categoría
de leyes; tales normas pueden ser meramente penales, porque no son
leyes en el sentido estricto.
2) Las leyes de transito. En este caso el legislador dispone ciertas normas
para evitar riesgos, accidentes, conflictos; es decir, ordena el cumplimiento
de una norma encaminada a procurar el bien común de los ciudadanos.
Ahora bien, el bien común de la sociedad, es la causa final de la sociedad,
por ley natural. Por tanto, esta legislación es una concreción de tal ley y de

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ella recibe el carácter obligante. Esto significa que son verdaderas leyes y
obligación en conciencia.
3) Qué tipo de obligación. La obligación está en dependencia de la
necesidad de tal cumplimiento para la consecución del bien común, y de la
magnitud del perjuicio al bien común que su transgresión implique.
Tenemos así, desde imperfecciones mínimas a pecados graves. Cruzar a pie
una calle más o menos desierta prohibiéndolo el semáforo, implica tan solo
mal ejemplo, inducir a otros a hacer lo mismo, poner en peligro el orden de
la circulación; esto no es más que una imperfección. Hacerlo, sin necesidad,
en la autopista, arriesgando la vida y poniendo en peligro la de otros, es
más grave. Con más razón, todo aquello que signifique poner en peligro la
vida propia o del prójimo (exceso de velocidad, semáforos, negligencia en
prestar atención, conducir hasta la extenuación bajando así la capacidad de
reacción ante un imprevisto; no tener -por negligencia- los elementos
mínimos de seguridad -luces, frenos…-).
Al respecto, afirma Mons. Sgreccia: ‘Por lo que respecta a la responsabilidad
moral de cada ciudadano emerge evidente la obligatoriedad moral del
respeto al código de tránsito y de todas las normas que tienen como
finalidad la defensa de la vida propia y de la ajena, la integridad física y del
patrimonio. No se trata de sacralizar las leyes civiles que, como sabemos,
no siempre y no en todo coinciden con las leyes morales, pero en este caso,
donde está en juego el bien común fundamental de la vida y de los grandes
valores inherentes a ella (integridad física, salud, respeto por los bienes
materiales) la obligatoriedad emerge por fuerza intrínseca: es deber
grave per se de los ciudadanos observar las normas en su conducta
propia… No es el caso de elucubrar sobre el problema de cuales artículos
del código de tránsito puedan ser transgredidos sin cometer pecado grave y
si las infracciones son todas suficientes para ‘pecado mortal’… (sino que) no
se insiste suficientemente en la formación de una conciencia que sea
consciente de la gravedad del deber de respetar las normas y el espíritu
que las anima. Podemos a propósito recordar las palabras de Pío XII: ‘Las
consecuencias tan a menudo dramáticas de las infracciones del Código de
transito le confieren un caracter de obligatoriedad extrínseca más grave de
cuanto generalmente se piensa. Los automovilistas no pueden contar
solamente con su vigilancia y habilidad para evitar accidentes, sino que
deben además mantener un justo margen de seguridad, si quieren estar en
grado de ahorrar los actos imprudentes y hacer frente a las dificultades
imprevisibles’.
El Catecismo dice, sobre dos temas que están relacionados con el nuestro:

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-‘El homicidio involuntario no es moralmente imputable. Pero no se está
libre de falta grave cuando, sin razones proporcionadas, se ha obrado de
manera que se ha seguido la muerte, incluso sin intención de causarla’ (nº
2269).
-‘Quienes en estado de embriaguez, o por afición inmoderada de velocidad,
ponen en peligro la seguridad de los demás y la suya propia en las
carreteras, en el mar o en el aire, se hacen gravemente culpables’ (nº 2290).
P. Miguel A. Fuentes, IVE

Pregunta: 2. Deber de veracidad del periodista


¿Cuáles son los derechos y los límites del periodismo moderno? ¿Qué
responsabilidad les compete cuando tergiversan la verdad o divulgan
verdades ocultas? ¿Es pecado el ‘sensacionalismo’ periodístico?
¿Cómo deben reparar el mal realizado?
 
Respuesta:
La misión informativa, para poder cumplir su importante tarea, debe
responder a las exigencias propias de su naturaleza. Se trata de exigencias
de veracidad, prudencia y caridad. Cuando falta el respeto a alguna de éstas
virtudes el periodismo atenta contra el bien común, además de lesionar el
bien privado de aquellos directamente damnificados.
La veracidad ante todo, puesto que se trata de un servicio a la verdad. El
periodismo peca contra la veracidad cuando presenta noticias falsas,
cuando exagera la magnitud de los hechos o cuando, por el contrario, los
presenta parcializados, recortados (manifestándolos, pues, sin rigor de
verdad). Cuando la información contiene datos falsos o inducen a error
sobre la fama u honestidad de alguna persona, se torna calumniosa, y es
un pecado gravísimo por la magnitud y extensión que alcanza la
información en nuestros días. Pecan contra el octavo mandamiento que
dice: ‘no levantarás falso testimonio contra tu prójimo’ (Ex 20,16). El libro de
los Proverbios menciona entre ‘las seis cosas que odia Yavé’: ‘…la lengua
mentirosa,… el testigo falso que profiere mentira,… y quien siembra
discordias entre hermanos’ (Prov 6,16). Y el Eclesiástico afirma: ‘maldito el
charlatán y de doble lengua, pues ha perdido a muchos que vivían en paz…
Muchos han caído a filo de espada, mas no tantos como cayeron por la
lengua’ (Eclo 28,13.18). Jesucristo afirmó que la mentira es una obra
diabólica: ‘Vuestro padre es el diablo… porque no hay verdad en él; cuando
dice mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de
la mentira’ (Jn 8,44).

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Se torna, así, en un poder destructivo, sembrador de discordias, un poder
que socava la confianza entre los hombres y rompe el tejido de las
relaciones sociales y es, muchas veces, causa de desesperación por parte
de los inocentes que no pueden defenderse con la misma eficacia con que
son atacados. El periodista es responsable de sus actos tanto si divulga
falsa información conociendo su falsedad, cuanto si divulga información
injuriosa sin la certeza de su veracidad. No puede, para ello, justificarse
diciendo que simplemente ‘recoge el testimonio de fuentes autorizadas (?)’,
o ‘se hace eco de opiniones difundidas’, o remitiendo la responsabilidad ‘al
autor de las declaraciones’. La divulgación (es decir, el hecho de que tal
noticia se divulgue) es obra y responsabilidad del que la transmite; un viejo
dicho dice: ‘es ladrón no sólo el que roba sino también el que le tiene la
bolsa para que eche en ella las cosas robadas’. Las obligaciones que recaen
sobre quien obra de dicho modo son las propias de toda reparación en
justicia, y tal reparación no se limita a la difusión de la verdad contraria a la
calumnia sino a la reparación de los daños causados por ella aunque sólo
hayan sido previstos (no intentados directamente) o previsibles (no
previstos de hecho pero de tal naturaleza que toda persona del oficio
debería haberlos previsto); y estos, generalmente, no se limitan a la pérdida
de la fama, sino que pueden ir más lejos afectando a una persona en sus
relaciones laborales, en su posición económica, etc. A veces, la
responsabilidad pueden alcanzar dimensiones terribles; baste recordar el
clamoroso caso del ministro de trabajo del Gobierno francés, Robert Boulin,
quien se quitó la vida el 29 de noviembre de 1979, al no poder soportar las
difamaciones sobre su persona divulgadas despiadadamente por la prensa
francesa.
¿Qué decir cuando la noticia divulgada es verdadera pero perjudicial para la
reputación de alguna persona? Es cierto que no se trata de una calumnia.
De todos modos, se han de distinguir dos casos diversos:
a) Cuando la persona es pública (político, ecónomo, profesor, artista, etc.) y
las faltas en cuestión pueden tener incidencia en su función pública, puede
ser lícito el descubrimiento de las mismas, si se trata de evitar a otros un
daño relativamente importante. Es condición necesaria para esto que falte
el animus damnificandi, es decir, que no se haga con intención de perjudicar
a la persona comprometida por la información sino que, por el contrario, la
intención se ordene a procurar el bien común, y la pérdida de la falsa fama
sea tan sólo tolerada. Tal es el caso de la divulgación de faltas públicas o
que afecten al orden público en aquellos personajes que pondrían en
peligro el bien común (un profesor que profesase ideas corruptoras, un
político con una vida escandalosa o con intenciones que afecten a los
intereses de la patria, etc.). El hombre público (quien elige libremente tal

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función con las responsabilidades anejas) no se pertenece tan sólo a sí
mismo, sino a la comunidad ante la cual decide asumir responsabilidades y,
muchas veces, sobre la cual refulge como modelo. Es esta actuación,
líbremente asumida o aceptada, la que impone sobre él graves deberes que
no puede eludir. En cambio, cuando se trata simplemente de poner en
relieve la vida escandalosa de personajes famosos sin ningún juicio crítico
o, peor aún, presentándolos paradigmáticamente (como se suele hacer con
actores y actríces, cuando se muestra con bombos y platillos sus vidas y
costumbres licenciosas), el daño causado a la sociedad es gravísimo: es
ocasión de escándalo (es decir, de que muchos se aparten del buen obrar
para seguir el ejemplo de los ‘arquetipos’ fabricados por este tipo de
prensa).
b) Cuando la persona es privada o se trata de faltas privadas de una
persona pública (que, por tanto, no afectan ni podrían afectar al bien
común), si bien no se trataría de una calumnia, sería
una detracción, difamación o maledicencia, y atentaría, de todos modos,
contra la justicia porque sigue en pie aquello de que el derecho al buen
nombre no se elimina aunque esté fundado sobre una falsa fama, por lo
menos mientras esto no redunde en perjuicio para otros. Por tanto, como
ya hemos dicho, cuando la fama de la que goza alguien no es verdadera,
sólo puede ser quitada por una causa importante, justa y proporcionada.
Otra razón se deriva del hecho que la información es, teóricamente, un
servicio público y por tanto sólo debe afectar a cuestiones públicas. Cuando
se ha privado a una persona de su buena fama sin que se den tales
condiciones, sólo cabe reparar los daños causados.
Hasta aquí hemos hablado del respeto por la veracidad. Deben tenerse en
cuenta también las razones de prudencia y caridad que deben guiar la
divulgación de las noticias verdaderas. Lo cortés no quita lo valiente. Aún
poniendo de manifiesto verdades dolorosas y necesarias deben guardarse
las normas de caridad que demuestren que divulgando faltas ajenas no se
ataca las personas sino el daño que ellas pueden ocasionar al bien común
por la función que ocupan en la sociedad; y asimismo, los dictámenes de la
prudencia a quien toca prever el momento y el modo adecuado para que el
‘remedio no sea peor que la enfermedad’.
Sería bueno recordar a todos los periodistas aquellas palabras de Juan XXIII:
‘Trabajando por la verdad, trabajaréis también por la fraternidad humana.
Porque el error y la mentira es lo que divide a los hombres; la verdad los
aproxima. Así, pues, escogiendo prudentemente y presentando
objetivamente las noticias, cuidando de evitar lo más posible todo lo que
alimenta las pasiones o la polémica agria y malévola, exaltando con
preferencia los valores positivos, lo que es vida, generoso esfuerzo, deseo

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de perfeccionamiento, convergencias de esfuerzos hacia el bien común, es
como se favorece la unión, la concordia, la verdadera paz'[2].
 P. Miguel A. Fuentes, IVE

Pregunta: 4. Obligación de pagar impuestos


Quisiera que me iluminasen en este tema delicado de la obligación
que tenemos de pagar nuestros impuestos. ¿Cuáles son los límites? Si
una persona no pagó pudiendo hacerlo, ¿tiene que hacer alguna
restitución? Desde ya muchas gracias.
Respuesta:
El contribuir con el pago de los impuestos se ubica entre los deberes de
promoción del bien común. Explicar bien el fundamento de la obligación y
los límites me obliga a hacer un desarrollo un poco largo[1].
1. Noción.
Se entiende por ‘impuesto’ o ‘tributo’ aquel ingreso coactivo exigido por el
poder fiscal (fisco, viene del latín fiscus, cesto mimbre, también cesto para
guardar dinero, de aquí se derivó a tesoro público) sin contraprestación, es
decir, que no guarda relación alguna con los beneficios recibidos por los
ciudadanos como consecuencia de la actividad estatal. En cambio ‘tasas’
son las exigidas por el poder fiscal en contraprestación y pago de un
servicio público o a cambio de las actividades que afectan y benefician al
sujeto que debe satisfacer por la tasa.
Los impuestos se dividen en directos e indirectos.
1) El impuesto directo es que afecta inmediatamente a una persona
determinada y se paga por algo perteneciente exclusivamente a ella, ya sea
por sus rentas, por su patrimonio, por sus gastos.
2) El impuesto indirecto grava los gastos de las personas. Es el que se liga
inmediatamente con una cosa o servicio general y lo paga sólo aquella
persona que adquiere la cosa o usa el servicio: por ejemplo, el impuesto al
tabaco, al combustible. Una forma particular son las tarifas aduaneras.
2. Los impuestos en la Escritura.
En la Revelación se enseña claramente la obligación de cumplir con las leyes
del Estado sobre los impuestos:
-Jesús paga el tributo debido al templo instituído por Nehemías (cf. Mt
17,24-27)

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-‘Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios’ (Mt 22,21)
-‘Es preciso someterse [a las autoridades] no sólo por temor del castigo sino
por conciencia. Por tanto, pagadles los tributos ya que son ministros de
Dios ocupados de eso. Pagad a todos lo que debáis, a quien tributo, tributo;
a quien impuesto, impuesto…’ (Rom 13,5-7).
3. En la tradición.
Tertuliano reconoce como praxis común y cierta que los cristianos no
satisfacen los impuestos destinados al sostenimiento de los templos y
cultos paganos, pero sí cumplen con los demás tributos y
escrupulosamente (cf. Apología 42,9); lo mismo se lee en San Ambrosio, san
Juan Crisóstomo y San Agustín. El magisterio se ha mantenido también
unánime en el tema como puede verse en diversos documentos que luego
mencionaremos.
4. Las fluctuaciones de los moralistas.
La moral fiscal ha conocido ciertas fluctuaciones históricas. Hasta el siglo
XIII se sostuvo la obligatoriedad en conciencia; luego hasta fines del siglo XV
se sostuvo la obligatoriedad penal; en los siglos XVI y XVII se volvió a la
obligación en conciencia; en los siglos XVIII y XIX se tornó al penalismo; en
nuestros días los moralistas se dividen en dos grupos. Los que defienden
que las leyes tributarias son meramente penales y los que sostienen que
entrañan una obligación directa en conciencia.
5. Derecho del Estado a recaudar impuestos.
El derecho del Estado se basa en tres principios de ética social:
1) El bien común. Para que el Estado pueda cumplir su misión de procurar
el bien común son necesarios ciertos recursos económicos que faciliten las
condiciones sociales que hagan posible a las asociaciones y a cada uno de
sus miembros el logro más pleno y más accesible de su propia perfección
(cf. GS 20). Esto es un deber de todo miembro de la sociedad[2]. Por eso
afirma Pío XII: ‘No existe duda alguna sobre el deber de cada ciudadano de
soportar una parte de los gastos públicos'[3].
2) La solidaridad humana. Los impuestos no son el única ni necesariamente
el mejor medio para concurrir a la solidaridad, pero -bien administrados- es
un medio idóneo. Juan Pablo II, los define, por eso como ‘una forma de
equitativa solidaridad hacia los otros miembros de la comunidad nacional o
internacional o hacia las otras generaciones'[4]. Teniendo en cuenta esta
finalidad concreta (la solidaridad) cuando la misma se realiza por propia
iniciativa al margen de los cauces del Estado, es éticamente exigible cierta
desgravación fiscal.

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3) El acceso universal al uso común de los bienes. La tierra y cuanto
contiene ha sido destinada por Dios para el uso de todos los hombres y
pueblos; además se dan de hecho excesivas desigualdades económicas y
sociales por lo cual es necesario que de alguna manera se de una
redistribución más justa. Los impuestos correctamente aplicados,
posibilitan la solución de estas exigencias éticas, pues mediante
contribuciones adecuadas a la capacidad de cada ciudadano, el Estado
promueve servicios para todos, subvenciona iniciativas sociales e impulsa el
desarrollo nacional e internacional.
6. Impuestos justos e impuestos injustos.
Los impuestos son leyes (leyes fiscales) y por tanto su justicia o injusticia se
considera según los mismos criterios de la justicia de las leyes. Un impuesto
puede considerarse injusto ya sea por defecto de su causa eficiente, o de
causa final, o de su causa material o de su causa formal.
1) La causa eficiente eficiente. El impuesto justo es el que emana la
autoridad legítima. Los moralistas consideran que un tributo es justo si está
dado por un poder político justificable ‘de facto’, aunque no lo fuera ‘de iure’
con tal que el tributo resista las demás condiciones.
2) La causa final. El fin de la recaudación debe ser el bien común; deben ser
necesarios para la utilidad común y la redistribución de la riqueza. Pío XII: ‘El
sistema financiero del Estado debe orientarse a reorganizar la situación
económica de manera que asegure al pueblo las condiciones materiales de
vida indispensables para alcanzar el fin supremo señalado por el Creador:
el desenvolvimiento de la vida intelectual, espiritual y religiosa'[5].
Puede ser una causa de injusticia el mal empleo de los impuestos, ya sea
que se utilicen para acciones intrínsecamente inmorales (subvencionar
abortos…) o bien por la deshonestidad o negligencia en la administración
de dichos fondos.
3) La causa material. Hay que ver qué es lo que se grava impositivamente.
Siempre lo que se gravan son las cosas y no las personas; los impuestos
que parecen recaer sobre las personas lo son en función de las cosas que
poseen. Respecto de las cosas hay que decir que:
-los artículos de primera necesidad exigen, en circunstancias económicas y
políticas normales, estar lo más libres de cargas tributarias e, idealmente,
hasta totalmente exentos;
-los artículos de lujo pueden, en cambio, ser susceptibles de impuestos más
elevados;

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-no puede ser objeto de impuesto el patrimonio o renta ni las actividades
que se estimen como el mínimo relativo en cada comunidad política.
En este sentido no es justo gravar con impuestos altos medicinas
especialmente cuando sólo son usadas en enfermedades graves, o
establecimientos y servicios de salud, de enseñanza, ya que el fin de los
mismos es el bien común.
4) La causa formal. La carga tributaria debe respetar la justicia distributiva,
es decir, debe guardar la debida proporción con la capacidad económica de
cada ciudadano. Juan XXIII: ‘La exigencia fundamental de todo sistema
tributario justo y equitativo es que las cargas se adapten a la capacidad
económica de los ciudadanos'[6].
Para mantener la justicia desde el punto de vista de la causa formal el
Estado debe garantizar lo que Juan Pablo II llama el ‘clima de libertad’, es
decir, la posibilidad de que cuando un impuesto no cumple la condición de
ser equitativo, el ciudadano pueda de modo expeditivo, justo y real,
defender sus derechos: ‘la libertad, en este campo, consiste en que los
individuos y las compañías intermediarias tengan la posibilidad de hacer
valer sus derechos y defenderlos frente a otras administraciones, y sobre
todo, frente a las del Estado, según procedimientos que permitan un
arbitraje o un juicio pronunciado en conciencia, conforme a las leyes
establecidas y, por tanto, con toda independencia del poder. Este es un
ideal que hay que desear para todos los países'[7].
7. Impuesto objetiva y subjetivamente injusto.
Teniendo en cuenta las cuatro causas que hemos señalado ya se puede
establecer el criterio para juzgar la justicia o injusticia objetiva de un
impuesto. Sin embargo, puede ocurrir aquí como respecto de muchas leyes
humanas: un impuesto justísimo en sí, dado para todos los ciudadanos de
una gran comunidad, puede resultar injusto para una persona en
particular. En estos casos cabe aplicar la epiqueya que es la interpretación
benigna, pero justa, de la ley.
8. Obligación de pagar los impuestos justos.
La obligación de pagar los impuestos justos es una obligación en
conciencia. La teoría de las leyes meramente penales (que no obligan en
conciencia sino sólo a la pena en caso de que lo sancionen a uno) ya no es
sostenida por ningún moralista serio. Pero además ni siquiera los dos más
grandes sistematizadores de la leyes penales (Suárez y Castro) no las
aplicaron al pago de los impuestos, que para ellos obligan en conciencia.
Ya vimos los textos bíblicos y la tradición patrística. A esto se suma el
Magisterio que ha abogado siempre por una obligación en conciencia:

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-Pío XII: ‘No existe duda alguna sobre el deber de cada ciudadano de
soportar una parte de los gastos públicos'[8].
-Juan XXIII: ‘Todos los hombre y todas las entidades intermedias tienen
obligación de aportar su contribución específica a la prosecución del bien
común. Esto comporta el que persigan sus propios intereses en armonía
con las exigencias de aquél y contribuyan al mismo objeto con las
prestaciones -en bienes y servicios- que las legítimas autoridades
establecen'[9].
-Concilio Vaticano II: ‘Entre estos últimos (deberes cívicos) es necesario
mencionar el deber de aportar a la vida pública el concurso material y
personal requerido por el bien común'[10].
-Juan Pablo II: ‘Los ciudadanos, que deben ser defendidos en sus derechos,
deben ser al mismo tiempo educados para participar justamente en las
cargas públicas, bajo forma de tasas o impuestos, porque es también una
forma de justicia, cuando se obtienen beneficios de los servicios públicos y
de las múltiples condiciones de una vida apacible en común…'[11]
-Catecismo de la Iglesia Católica: ‘La sumisión a la autoridad y la
corresponsabilidad en el bien común exigen moralmente el pago de los
impuestos…'[12].
9. Causas que eximen del pago de los impuestos.
1) Las causas eximentes del pago de los impuestos son las siguientes:
a) Leyes fiscales formalmente injustas. Cuando son injustas las leyes dejan
de ser leyes y, por tanto, dejan de obligar en conciencia. Son injustas las
leyes cuando fallan en algunas de las cuatro causas que hemos indicado
más arriba, así, por ejemplo:
-cuando van en contra de la ley natural (impuesto para beneficiar el aborto,
la regulación artificial de la natalidad), o de la ley divina;
-cuando se dan con criterios sectarios (discriminación religiosa);
-cuando los impuestos exceden excesivamente las exigencias del bien
común;
-cuando no son proporcionadas a las capacidades de cada contribuyente, o
no son repartidos equitativamente;
-cuando se destina a fines ilícitos (cuando del conjunto de los fondos
recaudados se destina una parte para fines inmorales, sería lícito dejar de
pagar impuestos en la proporción correspondiente a la cantidad que se
destina a estos fines inmorales).

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b) Por el despifarro administrativo de los fondos tributarios. Dice Pío XII: ‘el
impuesto no puede jamás convertirse para los poderes públicos en cómodo
medio de enjugar el déficit provocado por una administración
imprudente'[13].
c) Por ser subjetivamente injustos.
d) Por la imposibilidad de pagar. Una ley humana deja de ser obligatoria
cuando su cumplimiento, al menos en circunstancias normales, implica una
grave dificultad (se considera así imposible física o moralmente), es decir,
cuando se seguiría para el contribuyente un grave perjuicio (como, por
ejemplo, el padre de familia que para pagar todos los impuestos tuviera
que prescindir de derechos fundamentales para él o para su familia, como
la subsistencia, la conservación de la salud, la preparación de los hijos para
le porvenir o la indispensable dignidad personal).
e) Por prescripción de buena fe. Puede ser también que se produzca la
prescripción en materia de impuesto por simple transcurso del plazo
previsto por la ley. Si se obra de buena fe, la prescripción excusa del pago;
pero no si se obró de mala fe[14].
f) Justa compensación. Cabría también la justa compensación ante daños
causados por el Estado si no hay forma de indemnizarse de otro modo.
2) ¿Qué es lícito hacer cuando se dan algunas de las causas que eximen
del pago de los impuestos?
a) cuando se trata de imposibilidad física o moral en caso de impuestos
justos es lícito dejar de pagarlos en todo o en parte, según sea la
imposibilidad;
b) cuando se trata de impuestos formalmente injustos (por ejemplo, los
destinados a fines inmorales): no pagar los mismos;
c) cuando se trata de impuestos en parte injustos (por excesivos): dejar de
pagar la parte que se hace perjudicial.
Cuando se trata de evadir los impuestos injustos nunca es lícito hacerlo por
medios ilícitos (no hay que hacer el mal para que sobrevenga un bien) como
el mentir, el sobornar a los funcionarios (lo que aumentaría la malicia por
suponer un pecado de colaboración en el pecado que comete el
funcionario) y (menos aún) el falsificar documentos. Lo único que cabe es
ocultar parte de lo declarable porque cuando se trata de un impuesto
injusto no hay obligación moral de declarar. Solozábal Barrena habla del
‘desgraciado círculo vicioso que, en algunos países, atenaza las relaciones
entre el fisco y los contribuyentes. La Hacienda, si quiere cubrir su
presupuesto de gastos no tiene más remedio -en previsión del fraude fiscal-

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que exigir tasas superiores a las justas. Entonces habrá que decir que esas
tasas son parcialmente injustas y la evasión de ese exceso sobre lo justo
será moralmente permisible, no basándonos en el carácter meramente
penal de la ley, sino en la injusticia parcial de la cantidad exigida. De todas
formas es ésta una situación anómala y que produce consecuencias
desagradables, por lo que todos los esfuerzos que se hagan en superarla
estarán justificados'[15]. Lo mismo dice Royo Marín: ‘Puede invocarse, sin
embargo, el argumento, tan repetido por los moralistas, de que el Estado,
perfectamente consciente de que le defraudarán una buena parte de lo que
pida, se excede en su petición más allá de lo que estrictamente necesita
para atender suficientemente al bien común, teniendo en cuenta la
categoría de la nación y su nivel medio de vida. En este sentido, no hay
inconveniente en admitir que la defraudación de esa parte excedente de lo
que en realidad exige el bien común no supone injusticia alguna ni lleva
consigo, por lo mismo, la obligación de restituir, ya que el gobernante, en
realidad, no tiene derecho a pedirla. Añádese a esto que a todo el mundo
asiste el derecho de legítima defensa contra la injuria de los demás; por lo
que, siendo numerosísimas las defraudaciones al Estado por parte de la
gente desaprensiva y sin conciencia, los ciudadanos buenos y honrados
sería de peor condición que los deshonestos si tuviera que pagar
íntegramente y sin descuento alguno los tributos del Estado. A cuanto
ascienda en la práctica esa cantidad excendente que puede defraudarse sin
injusticia, es difícil determinarlo con exactitud. La mayoría de los autores
admiten hasta la cuarta parte del impuesto, y no faltan quienes se arriesgan
hasta la tercera parte. Pero ya se comprende que habrá que tener en
cuenta, en cada caso, las especiales circunstancias (cantidad de impuestos,
pobreza o riqueza, etc.) que harán oscilar el cálculo de probabilidades,
dentro, sin embargo, de ciertos límites que nadie podría quebrantar sin
injusticia manifiesta'[16].
10. ¿Queda obligado a restituir aquél que dejó de pagar los impuestos
sin tener causas para hacerlo?
El quebrantamiento de las leyes impositivas justas y no hecho por causas
eximentes impone, para los moralistas antiguos (San Alfonso[17], el
Catecismo Romano[18], San Antonino, Suárez, Lessio, Billuart) y para
muchos modernos (Royo Marín, , Merkelbach, Tanquerey), la restitución.
Es verdad que ésta es acto de la justicia conmutativa, pero precisamente el
fraude tributario de los impuestos justos no sólo transgrede la justicia legal
sino también la conmutativa, y esto por dos razones[19]:
1) Porque por la naturaleza misma de la sociedad humana existe una
especie de cuasi-contrato, o sea, un pacto implícito entre el gobernante y
los súbditos obligándose éste a promover el bien común y aquéllos a

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proporcionarle los medios necesarios para ello. Ahora bien, todo contrato
explícito o implícito estable una relación de justicia conmutativa.
2) Porque el Estado posee, en orden al bien común, un alto dominio sobre
los bienes particulares de todos los ciudadanos. Por tanto, tiene el derecho
de reclamar de los mismos, lo que necesite estrictamente para el bien
común, y a este derecho corresponde en los súbitos el deber de aportar lo
que justamente se les pide.
P. Miguel A. Fuentes, IVE

Pregunta: 4. ¿Es el catolicismo incompatible con la libertad


económica (el liberalismo económico)?
Quisiera someter a su criterio el siguiente grupo de cuestiones. Es un
hecho que las modernas sociedades industriales han permitido a sus
miembros acceder a condiciones de vida sin paralelo en el resto de la
historia humana (esperanza de vida, consumo de calorías, mortandad
infantil, etc.). A pesar de esto la Iglesia ha criticado reiteradamente la
libertad económica, reivindicando todo tipo de tesis que ya han sido
incorporadas a la legislación de los países medianamente
desarrollados (derecho de asociación sindical, jornada máxima
laboral, etc.). Se tiene la impresión de que el catolicismo abomina la
libertad económica y la ambición individual que le sirve de motor. ¿Es
el catolicismo incompatible con la libertad económica (el liberalismo
económico)? ¿Es la ambición individual, ejercida dentro de las leyes
vigentes, pecaminosa en sí misma? ¿Es la desigualdad social
pecaminosa en sí misma, así ella tenga algún soporte en la
desigualdad de talentos o la desigualdad de éticas laborales? ¿Es en sí
mismo malo que los cristianos traten de enriquecerse por su propio
trabajo y dentro de la ley?
 
Respuesta:
Por la diversidad y amplitud de sus preguntas me veo obligado a
responderle con una serie de principios que espero iluminen sus
inquietudes.
1) Es totalmente lícito para todo hombre tratar de crecer económicamente
dentro de las normas de la justicia social. El trabajo es un don de Dios;
también lo es el deseo de prosperar respetando la justicia y la caridad.
Puede Usted leer al respecto el Catecismo de la Iglesia Católica, nnº 2426-
2436.

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2) El liberalismo económico que se basa en la primacía absoluta de la ley de
mercado sobre el trabajo humano es inmoral e inhumano porque rebaja la
persona, la sumerge en una cosmovisión materialista, consumista y porque
atenta contra la justicia y contra la caridad hacia los más desvalidos. La
Iglesia enseña que ‘es preciso promover una regulación razonable del
mercado y de las iniciativas económicas según una justa jerarquía de
valores y con vistas al bien común’ (Catecismo, 2425).
3) Todo sistema según el cual las relaciones sociales deben estar
determinadas enteramente por los factores económicos, resulta contrario a
la naturaleza de la persona humana y de sus actos (Catecismo, 2423).
4) Una teoría que hace del lucro la norma exclusiva y el fin último de la
actividad económica es moralmente inaceptable (Catecismo, 2424).
Puede Usted leer al respecto las Encíclicas del Papa Juan Pablo II:
Centessimus annus, Sollicitudo rei socialis, Laborem exercens. También
Gaudium et spes, del Concilio Vaticano II.
P. Miguel A. Fuentes, IVE

Pregunta: 5. Préstamos y usura.


Me dirijo a Usted con el objeto de solicitarle el esclarecimiento sobre
la doctrina de la Iglesia en cuanto al tema de la usura y del interés en
la economía actual. ¿Se comete o no pecado al realizar esta actividad?
 
Respuesta:
Estimado:
Es éste un tema muy delicado al que debe responder quien domine tanto el
campo de la moral cuanto las complicadas teorías económicas reinantes.
Pero pienso que, siguiendo algunos moralistas clásicos, puedo exponer
algunos principios orientados a encuadrar el problema.
1. Principios fundamentales[1]
Ante todo, es una cosa clara que la ‘usura’ en sentido estricto (cobro
exagerado en el tipo de interés en el contrato de préstamo) es un pecado
prohibido por el derecho natural y por la Sagrada Escritura que exige que el
préstamo sea gratuito (cf. Lc 6,35; Mt 5,42). A lo largo de la historia
eclesiástica el Magisterio de la Iglesia fue condenando con creciente
severidad la usura; en tiempos del imperio romano se prohibía ésta sólo a
los clérigos (mientras que en los demás era tolerada), pero en tiempos de
Graciano se prohibió totalmente. Santo Tomás sostuvo que el préstamo es

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esencialmente gratuito y toda usura injusta; y así fue adoptado el juicio en
los Concilios medievales; incluso el Concilio de Vienne (año 1315) declaró
que debía ser castigado como hereje quien afirmase que la usura no es
pecado (pues va contra algo revelado en la Escritura)[2].
Por tanto, la doctrina tradicional es que es un abuso exigir interés por algo
que es esencialmente gratuito: el contrato de mutuo o préstamo.
Esta doctrina queda invariable en su sustancia, pero habiendo cambiado las
circunstancias históricas y socioeconómicas, ya desde hace tiempo los
moralistas y teólogos afirman la licitud de exigir un módico interés por
razones extrínsecas al contrato, que se dan siempre en las circunstancias
actuales en que el dinero tiene aplicaciones muy diversas de las que tenía
en épocas pasadas.
De aquí que el principio admitido sea el siguiente: es lícito exigir un interés
prudencial en el préstamo comercial o simple de dinero o de cualquier otro bien
fungible, no por razón del mismo contrato, sino por títulos extrínsecos a él.
2. Títulos extrínsecos para el justo rédito
¿Cuáles son esos motivos o títulos extrínsecos al contrato que hacen
admisible exigir cierto interés? Son aquellos que no están contenidos en el
contrato de préstamo en cuanto tal, sino que se derivan de circunstancias
extrínsecas al mismo. Los principales son los siguientes:
1) Daño que emerge. Se entiende por tal el perjuicio que el prestamista
sufre a causa del préstamo hecho al otro. Las condiciones requeridas para
que sea título legítimo son: 1ª que el préstamo sea la causa del daño; 2ª que
no se exija más que la compensación del daño; 3ª que la compensación o
aumento se pacte desde el principio.
2) Lucro que cesa, o sea, lo que habría ganado el prestamista guardando su
cosa o dinero para emplearlo en otro contrato lícito. Además de las
condiciones del título anterior, se requiere que el prestamista
tenga certeza o, al menos, gran probabilidad de obtener aquella otra
ganancia que pierde a causa del préstamo. De lo contrario, vendería lo que
todavía no posee y cuya adquisición puede ser impedida de mil modos; lo
que es injusto[3].
3) Peligro del capital, o sea, el temor prudente de no poder recuperarlo, o
con mucha dificultad (por ejemplo, porque el prestatario va a emprender
un negocio arriesgado que puede salirle mal). Si el prestatario asegura la
devolución por medio de prendas suficientes, no es lícito exigir lucro por el
peligro que corre el capital. Si el peligro obedeceúnicamente a la pobreza del
prestatario, se puede pecar contra la caridad exigiéndole sobre sus fuerzas
un lucro proporcionado al peligro del capital.

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4) Pena convencional. Llámase así la cantidad o multa que deberá pagar el
prestatario, además del capital, si no devuelve éste a su debido tiempo.
Para que sea título legítimo se requiere: a) que la morosidad del deudor
sea culpable y bastante notable, y b) que la pena sea moderada y
proporcionada a la culpa.
5) La ley civil, o sea, el simple hecho de que la ley civil autorice a percibir
intereses anuales por el préstamo de cosas fungibles. El interés
expresamente señalado por la ley recibe el nombre de interés legal. Lo
autoriza la práctica admitida hoy por todos los moralistas. La razón es
porque la ley, al estimular el préstamo en atención al interés, fomenta el
comercio y el bien común, aparte de que casi siempre existe hoy, en todo
préstamo, alguno de los títulos anteriormente mencionados para percibir
legítimamente algún interés[4].
3. Corolarios morales
1º ¿Cuál es la tasa de interés que se mantiene en los límites de la justicia?
No es posible determinarla a priori. Se pueden dar dos criterios de juicio[5]:
a) En la práctica es lícito acomodarse en esto al uso recibido entre personas
honorables, de reconocida seriedad profesional y de intachable moralidad.
b) Como principio especulativo puede sentarse lo siguiente: es justo interés
o ganancia moderada y lícita aquella que responde a lo que se pudiera
esperar de la cosa o del dinero prestado, descontando el valor del trabajo o
de la industria.
2º El que sin ningún título extrínseco al contrato percibe interés por el simple
préstamo en cuanto tal, comete el pecado de usura y está obligado a restituir
por justicia conmutativa.
3º El que por algún título extrínseco al contrato percibe los intereses legales o
libremente convenidos dentro de los justos límites, no comete pecado
alguno y puede quedarse con los intereses.
4º No es lícito jamás percibir intereses mayores por la mayor necesidad que
tenga el prestatario de recibir el préstamo o por el mayor provecho que le
reportará el mismo. Lo primero sería abusar de la desgracia ajena, y lo
segundo, vender como propio lo ajeno.
5º El pecado de usura se equipara al hurto y por tanto quien ha cometido
este pecado está obligado en justicia a restituir las ganancias habidas en la
usura a los deudores o sino a sus herederos; y si estos son desconocidos, a
los pobres u obras de piedad.
P. Miguel A. Fuentes, IVE

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