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"¡El arquitecto está en el manicomio!

" La intensa historia de las Torres Colón, un icono de Madrid sin


proteger que va a cambiar por completo

Carlos Lamela, hijo de su arquitecto, anuncia medidas legales contra el Ayuntamiento de Madrid para
que culmine su proceso de protección. Entretanto nos preguntamos, ¿aguantarán las torres el nuevo
peso? ¿Está en riesgo este emblema de la ciudad?

De izquierda a derecha, las Torres Colón como las proyectó Antonio Lamela en los setenta, el aspecto
actual del edificio con el ínclito 'enchufe' atrt déco, y el diseño de Luis Vidal para la ampliación que ya se
está llevando a cabo. | ESTUDIO LAMELA / GETTY / MUTUA MADRILEÑA

IDOIA SOTA EL PAIS 24 DIC 2019 - 07:53 EST

Cuando hace unos años el famoso arquitecto Rem Koolhaas visitó Madrid, no levantó la cabeza para
admirar ningún edificio. Nada parecía digno de su atención hasta que llegó a la plaza de Colón. "¿De
quién es este trabajo?", preguntó desde el taxi, señalando el famoso enchufe art-déco que corona las
dos torres que gobiernan la plaza: un conjunto proyectado por Antonio Lamela, coautor de la T4 de
Barajas, fallecido hace dos años y considerado uno de los arquitectos fundamentales del último siglo.
Pero, ahora, el capuchón va a desaparecer. "El enchufe no nos gustaba a los madrileños", declaró el
alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida, en la rueda de prensa en la que Mutua Madrileña,
empresa propietaria del edificio, presentaba a los medios el proyecto para unas nuevas Torres
Colón firmado por el arquitecto Luis Vidal.

Este cambio, más allá de preferencias estéticas, no es el más drástico que va a sufrir el edificio, cuya
reforma es una de las más comentadas de los últimos años en los mentideros de la arquitectura porque
enfrenta, en pleno 50 aniversario del inicio de su construcción, a dos colegiados de renombre: Vidal,
autor entre otros de la Terminal 2 del aeropuerto londinense de Heathrow, y Carlos Lamela, hijo del
autor de las torres y presidente de Estudio Lamela, responsable hasta ahora de todas las intervenciones
en el conjunto de Colón (el último trabajo del estudio ha sido el de la también controvertida reforma del
Centro Canalejas).

Mientras el primero defiende que su proyecto transformará un icono arquitectónico incuestionable del
siglo XX en uno "para el siglo XXI", el segundo lo considera un "auténtico mazacote" que amenaza la
obra de su padre: un edificio cuya singularidad reside en que, en lugar de apoyarse sobre pilares, las
plantas cuelgan de la parte superior y que, según él, debería estar protegido, igual que otras
construcciones coetáneas, como la vecina sede de Bankinter, de Moneo o Torres Blancas, de Sáenz de
Oiza. Por ello, anuncia un recurso contencioso-administrativo contra el Ayuntamiento de Madrid para
que culmine el proceso de protección que tiene pendiente desde hace dos años.

Un choque de trenes en el que están en juego millones de euros y la posibilidad de dejar un legado en el
centro de Madrid, y en el que pocos se atreven a opinar.

Proyecto para la
sTorres Colón firmado por Luis Vidal para Mutua Madrileña. | MUTUA MADRILEÑA

La obra de la discordia: los cuatro puntos clave

La aseguradora, que es propietaria de la finca, y de un total de 200.000 metros cuadrados distribuidos


en varios edificios en el Paseo de la Castellana, quiere invertir en torno a 65 millones de euros para
"devolver a las torres el caracter innovador con el que nacieron", dice Vidal. Para ello, explica el
arquitecto, "ha proyectado el primer edificio de emisiones casi cero (antes de que sea obligatorio en
2022), que generará además el 10% de la energía que consuma, y en el que el 20% del consumo total
provendrá de fuentes de renovables". Para José María Ezquiaga, exdecano del Colegio Oficial de
Arquitectos de Madrid (COAM), "en tiempos de crisis climática es obligado que la transformación
arquitectónica del edificio incluya una opción radical por el ahorro energético y el reciclaje futuro de
todos los materiales que intervengan en su rehabilitación".

Aspecto de la parte trasera de las torres en el proyecto de Luis Vidal, desde donde se aprecia el tercer
cuerpo que se planea añadir. | MUTUA MADRILEÑA

Aunque las novedades afectan también a su morfología. Eliminarán plantas de los bajos y las trasladarán
a dos nuevos cuerpos de cuatro niveles en la parte superior. Además, quitarán el cristal anaranjado que
las reviste y la escalera de incendios que se encuentra entre ellas (que pasarán a ocupar el núcleo de las
construcciones).

En su lugar, crearán un "tercer cuerpo" que servirá de unión entre las dos torres y que, además de
contener los ascensores, que ahora se encuentran en el núcleo, aumentará la superficie de las plantas
de 300 metros cuadrados en cada torre a una única planta de 800 metros. Todo esto, aseguran, "sin
incrementar ni un metro la edificabilidad" —algo que no estaría permitido— y "sin crecer en altura", que
se mantiene en 117 metros.

Con estos cambios, los responsables de la compañía defienden que se apreciará mejor aquello que hace
que las torres sean tan singulares: su caracter de edificio colgante. Son los mismos cambios que, según
la Asociación para la Protección de las Torres Colón, de la que Lamela es presidente, traicionan el
espíritu del proyecto original por cuatro motivos.
Principales modificaciones de la morfología de las Torres Colón en el nuevo proyecto de reforma.
| MUTUA MADRILEÑA

El primero es que la nueva estructura superior no cuelga sino que apoya su carga sobre el núcleo, con lo
que dejaría de ser un edificio completamente suspendido: la estructura colgante fue un éxito de la
ingeniería de la época, ejecutado por Javier Manterola desde el estudio Fernández Casado. En lugar de
apoyarse sobre unas vigas en el suelo —que habrían reducido la capacidad del parking subterráneo—,
las plantas cuelgan de unas cabezas situadas en la parte superior de las torres, mediante unos tirantes
de acero forrados de hormigón pretensado (las pequeñas columnas que recorren la fachada).

Segundo: con los cambios proyectados las torres quedan unidas, de modo que pasan a ser una sola
construcción y pierden la silueta gemela que definió Lamela, esa "unidad de dos" que ofrece diferentes
perfiles según desde dónde se observe. En tercer lugar, desaparece el hormigón, que es tan
característico de una época (uno de los requisitos que se suelen valorar a la hora de proteger una obra
es que refleje su tiempo).

Y por último: quizá las torres no crezcan en altura, pero sí en volumen.


Las Torres Colón tal y como las ideó Antonio Lamela. | ESTUDIO LAMELA

Conservación versus inversión

"Esto es cargarse las torres", opina Enrique Azpilicueta, profesor del departamento de Construcción y
del máster habilitante de la ETSAM. "Una cosa son las antenas que se pusieron [al añadir la escalera de
incendios: el famoso enchufe] que ahora no son habitables", pero con esta reforma "se transfiere
edificabilidad de los sótanos a las partes altas, lo que está prohibido en todas las ordenanzas de
Madrid". Y lo explica: "Lo de que las torres no crecen en altura es una falacia. En el nuevo proyecto, esas
cuatro plantas de un volumen macizo —de entre 12 y 15 metros— hacen que las torres crezcan casi un
tercio. Todos los edificios tienen antena, lo suyo es medir la altura hasta donde está el techo del último
forjado habitable".

Aspecto actual de las torres, después de añadir en 1992 una escalera de incendios entre ambas que, al
estar también colgada, hubo que rematar con unas antenas. De ahí el capuchón art déco (el enchufe) y
la piel de cristal anaranjado del edificio. Una solución, según Carlos Lamela, "temporal y reversible".
| GETTY

Sobre su morfología, Azpilicueta considera que si bien "se desfiguraron bastante con el añadido de las
escaleras —que era obligatorio—, todavía son identificables las dos torres exentas y la idea de Lamela
de que una pareja es una unidad". Ahora, la obra del también autor del Estadio Santiago Barnabéu y de
la T4 del Aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas "se desfigura del todo".

De todas las cuitas que ha atravesado el edificio en sus 50 años de historia, probablemente la que más
daño le ha hecho es la paradoja que enfrenta su caracter arquitectónico a su valor como bien
inmobiliario. Como dice Ricardo Aroca, "cuando proteges un edificio decides como sociedad que se
encuentra fuera del mercado económico". Pocas veces la explotación empresarial de una finca es
compatible con su conservación como patrimonio artístico. Para Azpilicueta, este proyecto de Luis Vidal,
es "una operación especulativa para ganar edificabilidad".

Mientras no tenga protección administrativa, las Torres Colón siguen siendo un bien inmobiliario del
cual su propietaria puede disponer libremente. Pero entonces, señala Alberto Tellería, vocal técnico
de Madrid Ciudadanía y Patrimonio, la propiedad debería "asumir que las torres no tienen valor
patrimonial y hablar abiertamente de especulación inmobiliaria. Si desvirtúas la obra original no tiene
interés, por más que digas que quieres resaltar su valor arquitectónico".

Un valor que destacaron en la presentación tanto Mutua Madrileña como el alcalde Martínez-Almeida,
quien informó de que las Torres Colón se encuentran en proceso de protección, "como no puede ser de
otro modo".

Protección sí, ¿pero cuál?

Interior del núcleo de una de las torres. El núcleo es como una ménsula hueca por la que actualmente
suben y bajan los ascensores. | ESTUDIO LAMELA

La pregunta entonces es: ¿qué se va a proteger? A finales de 2017, Paloma Sobrini, en aquel tiempo
directora general de patrimonio de la Comunidad de Madrid (ahora forma parte del equipo de Almeida),
instó al Ayuntamiento a preservar la "estructura interna del inmueble".
¿Por qué no se blinda la parte exterior? Las reformas pasadas —el enchufe, o la fachada de cristal
anaranjado, que Lamela defiende que fueron intervenciones temporales y reversibles— modificaron el
aspecto original de las torres, hasta el punto de que su descripción en el católogo del COAM reza: "Con
una interesante estructura colgante, han sido muy alteradas en una reforma de los años noventa que ha
enmascarado toda su silueta". Para Concha Esteban, secretaria de la Asociación para la Protección de las
Torres Colón, que persigue que las construcciones se conserven en su estado original, "la estructura
interna es la estructura total: es un sistema".

Más allá del valor patrimonial por su interés arquitectónico, varios arquitectos señalan su valor urbano y
paisajístico, es decir, su contribución a la caracterización de la ciudad. José María Ezquiaga cuenta que
"la audaz solución estructural, merecedora de protección singular, y el impacto visual en un punto
estratégico de la ciudad, las convirtieron muy pronto en uno de los iconos de Madrid. Las Torres Colón
(como el Edificio España y muchas otras arquitecturas controvertidas), a pesar de la transformación de
la cubierta y fachadas que alteró su imagen original son ya parte del paisaje y de la memoria colectiva de
Madrid". Por eso, apunta, "cualquier transformación deberá tomar en consideración esta percepción
ciudadana, tal y como sugiere la UNESCO. Según Azpilicueta, "cuando se añada este invento [las cuatro
plantas superiores] se perderá la proporción en la silueta de la ciudad".

"El arquitecto está en el manicomio"

Armadura de Torres Colón. En un comienzo se proyectaron como un edificio de apartamentos de lujo,


pero después de la paralización de las obras se negoció con el Ayuntamiento el cambio de uso a edificio
de oficinas. | ESTUDIO LAMELA
Opiniones aparte, quienes deberán resolver estas preguntas son los integrantes de la Comisión para la
Protección del Patrimonio Histórico-Artístico y Natural del Ayuntamiento Madrid (CIPHAN). "Confío en
los técnicos municipales y aceptaremos su dictamen", asegura Lamela, pero espera que no se demore
más pues podría suceder que su resolución llegue una vez que la reforma no tenga vuelta atrás.

El parecer de estos técnicos, como resalta Emilio Colomina, director de Mutua Inmobiliaria, es que el
proyecto es a priori "compatible con la protección solicitada por la Comunidad de Madrid". De
momento, porque se da la circunstancia de que tanto estas obras, que proponen un significativo cambio
de piel para la pieza de Lamela, como el trámite de protección de las torres por el Ayuntamiento, se
iniciaron casi al mismo tiempo el pasado mes de mayo.

Aspecto de las torres durante los dos años en que quedaron paradas las obras en los años setenta.
| ESTUDIO LAMELA

La de las Torres Colón es la historia de un edificio al que nunca le han dejado de pasar cosas. Desde el
primer plano que proyectó Antonio Lamela en los años sesenta.

El arquitecto logró convencer al Ayuntamiento para hacer dos edificios en lugar de uno. Pero en plena
construcción, en 1970, el alcalde franquista Carlos Arias Navarro ordenó su demolición por "sobrepasar
en nueve metros la altura permitida por las ordenanzas municipales", y la obra quedó parada, con la
mitad de la casa construida por el tejado, durante los dos años que duró el litigio en los juzgados.
Cuenta Amador Lamela, codirector de la obra de las Torres Colón y hermano de Antonio Lamela, que
una noche, volviendo del estudio en taxi a casa, preguntó al conductor si sabía qué había pasado con
aquello. "Quite, quite", respondió el taxista, "que es que por lo visto el arquitecto se ha vuelto loco, lo
han encerrado en un manicomio, y no saben cómo terminarlo".

Diseño de 2017 para la ampliación de las torres firmado por Carlos Lamela y aprobado por el
Ayuntamiento. Mutua Madrileña decidió quedarse con la propuesta de Luis Vidal. | ESTUDIO LAMELA

El Estudio Lamela ganó el juicio y la obra se terminó. Después, en 1992, la normativa de seguridad
contra incendios obligó a instalar una escalera de evacuación. Dado que Herón, entonces propietaria del
inmueble, pidió que se hiciera sin interrumpir la actividad de las oficinas, la escalera se colocó fuera,
entre las torres, lo que supuso el añadido de la carcasa naranja de la fachada y del ínclito enchufe, obra
del propio Estudio Lamela.

"Aquello fue muy desafortunado", opina Alberto Tellería, "aunque al menos aún tenía cierto aspecto
brutalista del momento". Otro episodio crítico fue el del proyecto —"consulta, en realidad", matiza
Concha Esteban— del propio Carlos Lamela para dar cabida a un hotel de la cadena Mandarin en las
torres. Aquella propuesta planteaba, al igual que hoy la de Vidal, una ampliación hacia arriba. "Me
arrepiento de haber presentado aquello", reconoce el arquitecto a ICON Design en una entrevista en el
Hotel Fénix, a la sombra de las torres.

"A mi juicio, el de Lamela era más continuista", explica José María Echarte, exvocal del Colegio de
Arquitectos de Almería y profesor de Proyectos y Teoría y Crítica en la Universidad Rey Juan Carlos. "En
la de Vidal, la estructura superior se diferencia del resto más que la de Carlos Lamela (desaparecen, por
ejemplo, los elementos de cuelgue de la fachada), pero no lo suficiente como para ser un elemento
peculiar, como es el caso del enchufe".

¿Aguanta la estructura cuatro plantas más?

La estructura colgante del edificio fue un logro de la ingeniería de la época. | ESTUDIO LAMELA

Javier Manterola, ingeniero de la obra, recuerda en el documental Torres Colón: la arquitectura


suspendida de Antonio Lamela cuando visitaron a unos arquitectos en Londres que habían ejecutado un
edificio suspendido, aunque menos arriesgado. Cuando vieron el proyecto español "se echaron las
manos a la cabeza. '¡Eso no se puede hacer!', decían". Este edificio, contextualiza, "es la antítesis de lo
que debe ser un edificio colgado", que se espera que sea bajo y ancho.

Para conseguir su objetivo, Lamela y Manterola levantaron primero los núcleos de hormigón, que son
unas ménsulas huecas por las que suben y bajan los ascensores; luego colocaron las cabezas y de ahí
fueron colgando una a una las 20 plantas, enganchándolas de los tirantes de hormigón. Hubo varios
problemas: el hormigón se congelaba por el efecto del frío y el viento en altura y no lo podían fraguar,
de modo que optaron por calentarlo en unos hornos que situaron en el sótano.
El que afectaba directamente a Manterola fue hacer los cálculos para asegurarse de que el núcleo y las
uniones de los travesaños verticales y horizontales soportarían la carga del edificio cuando el viento
ejerciera toda su fuerza. Se trata de cálculos delicados, como se puede ver en el ejemplo del rascacielos
de Nueva York que pudo destruir medio Manhattan de no ser por una estudiante.

Esta es una de las razones que motivan que Manterola señale el riesgo de aumentar la altura de las
torres. "No me fío ni pío", dice en el documental. "La reforma de 1992 ya supuso una sobrecarga de
cerca del 8%", responde Emilio Colomina, "y no estuvo supervisada por Manterola". Esto, añade, "ha
tenido consecuencias en el comportamiento de la estructura, porque lleva 27 años con esa sobrecarga
no prevista en el proyecto inicial. Además, hemos constatado que con el paso del tiempo, y debido
también a la existencia de corrientes de agua subterráneas, ha habido una degradación en el hormigón
de la cimentación.

¿Cómo se han asegurado de que va a aguantar? Lo explica Colomina: "Nuestro proyecto de reforma
contempla el refuerzo de la cimentación, los núcleos y los tirantes para resolver, por una parte, las
consecuencias de las sobrecargas, y por otra, el problema de degradación del hormigón. Todo el
elemento superior del edificio se coloca directamente en el centro del núcleo que está preparado para
recibir la carga y no afecta para nada ni a las cabezas ni a los tirantes, que son los característicos de la
estructura suspendida".

Puede que el enchufe enfrentara en gustos a los madrileños, pero queda claro que es solo la cabeza
visible de un proyecto que desde su origen se comenzó a construir por el tejado, y del que aún quedan
algunos cimientos por colocar.

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Reconocible por su silueta nívea en el 'skyline' de Manhattan, el edifcio Citicorp esconde una de las
historias más truculentas del urbanismo norteamericano. | GETTY IMAGES

En la calle 53, entre Lexington y la Tercera Avenida se levanta el rascacielos de la mayor empresa de
servicios financieros del mundo, Citigroup. Se inauguró en 1977 y es uno de los rascacielos más
reconocibles de Manhattan debido a su peculiar cubierta inclinada. Sin embargo, la forma del remate,
planteada así para instalar paneles solares, acabó reducida a una decisión meramente estética. En
realidad, el Citigroup Center es mucho más peculiar, y también mucho más interesante, por su
estructura.

Vista del Citicorp en 1977, por entonces el octavo rascacielos más alto del mundo. | GETTY IMAGES

Visto a la altura de la calle, la torre toma contacto con el suelo a través de un núcleo central de apoyo y
rigidización —una técnica que convierte en rígido un material deformable, interponiendo otro
elemento—, algo habitual, y cuatro enormes soportes situados en el centro de cada una de las caras del
prisma, algo que es notablemente infrecuente.

Lo más lógico y lo más eficaz es que la estructura perimetral de un rascacielos sea eso, perimetral. Es
decir, que reparta la carga y los empujes del viento en toda la envolvente exterior en vez de en cuatro
puntos singulares, que en este caso son mucho más singulares por estar precisamente en los centros de
las caras y no en las esquinas.
Castillos en el aire

¿A qué se debe ese exótico atrevimiento estructural? Pues a que el rascacielos, de 59 plantas y 279
metros de altura vuela, literalmente, por encima de una iglesia.

Donde actualmente se levanta la Iglesia luterana de San Pedro había antes otro templo perteneciente a
la misma congregación. Cuando a principios de los setenta Citicorp (el anterior nombre de Citigroup)
quiso comprar el solar, la orden les dijo que de eso nada, que la iglesia se quedaba ahí por mucho dinero
que les ofrecieran... Lo que pasa es que les ofrecieron muchísimo dinero. Hasta el punto de que, sin
llegar a claudicar del todo, los sacerdotes y la corporación bancaria llegaron a un acuerdo: les venderían
el terreno adyacente y los derechos aéreos de la iglesia.

Los derechos aéreos son un concepto norteamericano muy curioso —básicamente neoyorquino—, que
se traduce en que la congregación les vendía el aire por encima de su iglesia. Aunque no ocupasen el
terreno del templo en planta baja, siempre podrían sobrevolarla y construir a partir de una determinada
altura.

En primer plano, la Iglesia luterana de San Pedro, de los arquitectos Hugh Stubbins y W. Easley Hamner.
Sobre ella, el edificio de Citigroup, apoyado sobre un elemento central y cuatro pilares en el centro de
las caras del prisma.

Para hacer la cimentación de una torre de ese porte resultaba casi imposible no tocar el edificio
preexistente. Así que la congregación de San Pedro finalmente les vendió todo a cambio de que
construyeran una nueva iglesia en el mismo lugar donde se levantaba la antigua. Tanto el rascacielos
como la nueva parroquia fueron obra del arquitecto Hugh Stubbins y, efectivamente, una de las
esquinas de la torre vuela por encima de la cubierta de la iglesia de marras y, claro, a la estructura no
le queda más remedio que colocarse en el centro de las caras.

Lo malo es que el cálculo de esa estructura era realmente complejo. Lo bueno —al menos para el señor
Stubbins— es que en EE UU los arquitectos no calculan las estructuras, lo hacen ingenieros especialistas.
Como la cosa tenía mucha miga, Citicorp contrató a uno de los profesionales más reputados del
país, William J. LeMessurier.

Cuando no sabes por dónde te da el viento

Algo que el público general no suele saber es que el enemigo principal de la estructura de un rascacielos
no es el peso del edificio sino el empuje horizontal del viento. Es decir, que a partir de una cierta
esbeltez, las estructuras portantes se calculan para resistir el viento y, si aguantan el viento, también
aguantan el peso propio.

Boceto de la estructura diseñado por el ingeniero William LeMessurier. Los nervios diagonales de las
fachadas dirigen la carga sobre los cuatro soportes que se sitúan en el centro de las caras del edificio, en
lugar de en las esquinas.

El problema del Citicorp Center era que había que trasladar los esfuerzos horizontales de las fachadas a
los cuatro soportes, sabiendo además que no estaban en el lugar más adecuado, que serían las esquinas,
sino en el centro de cada cara del rascacielos. Según contaría el propio LeMessurier, encontró la
solución para el edificio cuando cenaba en un restaurante griego de Manhattan, donde dibujó el primer
croquis. La solución se basaba en una pantalla reticulada de estructura de acero cuyas diagonales
llevaban la carga horizontal hasta el soporte, que a su vez, la llevaría hasta el suelo (es decir, las paredes
del edificio tenían un diseño interior que permitía trasladar el peso a los cuatro pilares).

Pero había otra dificultad, la estructura de acero era tan ligera que el edificio, aunque resistiese, se
balancearía como un junco ante presiones fuertes de viento. Así que LeMessurier colocó en el centro del
edificio un amortiguador de masas o mass damper, un artilugio tecnológico cuya función es añadir peso
e inercia al edificio compensando de manera automática los empujes horizontales.

Una vez resuelta la estructura, el Citicorp Center se inauguró al público con gran boato en junio de 1977.
LeMessurier lo consideraba su mejor obra. Y seguramente lo era.

"Ha llamado una estudiante que dice..."

En junio de 1978, justo un año después de la inauguración del rascacielos, Diane Hartley, una estudiante
de ingeniería civil de Princeton llamó al estudio de LeMessurier. Estaba haciendo la tesis sobre el
Citicorp y tenía algunas dudas respecto a la estructura. Como LeMessurier no estaba en la oficina, habló
con el ingeniero senior Joel Weinstein.
Diane Hartley en la actualidad, la estudiante que en los setenta salvó a Manhattan de una catástrofe.
| DIANE HARTLEY

La conversación fue escalando hasta convertirse en una discusión, ya que Hartley aseguraba que, según
sus cálculos, la estructura solo estaba preparada para resistir un empuje que viniese perpendicular a las
caras. Al tener en cuenta que los soportes estaban en el centro de dichas caras, debería haberse
calculado para vientos que viniesen desde las esquinas. Es decir, diagonales a 45º de la trama
ortogonal del edificio.

Aunque Weinstein despachó a la mujer, al día siguiente le contó toda la historia a LeMessurier quien,
escamado con la duda, decidió repasar sus propios cálculos. En efecto, Hartley tenía razón: se habían
usado los procedimientos habituales y el Citicorp Center resistiría si tuviese una estructura habitual.
Pero no la tenía.

Cóctel mortal: un error de cálculo y el típico constructor que decide ahorrar

La nueva hipótesis de viento diagonal aumentaba un 40% la cantidad de superficie afectada, por tanto,
aumentaba hasta un 160% los empujes horizontales que debería soportar el edificio. Afortunadamente,
los coeficientes de seguridad empleados en el cálculo permitían a la estructura resistir incluso las cargas
no contempladas. Y LeMessurier habría respirado tranquilo si la estructura se hubiese ejecutado tal y
como él ordenó. El problema es que no se hizo así.

Resulta que, para reducir costes y mano de obra, la constructora había decidido usar roblones en las
juntas de acero (una especie de tornillo con entrada y salida), en lugar de las soldaduras que figuraban
en el proyecto. Para terror de LeMessurier, las uniones roblonadas fallarían ante los empujes no
calculados de viento diagonal.

Si el mass damper funcionaba, el edificio resistiría vientos de hasta 160 km/h, pero si una tormenta
cortaba el suministro eléctrico, inutilizando así el amortiguador de masas, el rascacielos de Citicorp, una
torre de casi 300 metros de altura construida en medio de una de las ciudades más pobladas del
planeta, podría colapsar con vientos de apenas 110 km/h. Algo que, repasando la historia de tormentas
en Nueva York, se producía cada 16 años.

Un plan secreto (en temporada de ciclones) como alternativa al suicidio

LeMessurier se quedó con la información durante un par de días, lejos de todo. Si se hacía público el
fiasco, su reputación estaba acabada. Si el edificio se caía... ni siquiera se atrevía a pensar en eso. La
ansiedad era tal que, según su propio relato, el ingeniero llegó a barajar el suicidio como última salida.
Pero no lo hizo, claro. Le contó todo al arquitecto, Hugh Stubbins, y a Citicorp. Y decidieron arreglarlo;
eso sí, sin que nadie (o casi nadie) se enterase.

Parte superior del rascacielos de Citigroup, vista junto a la sinagoga principal de Nueva York.

Desde mediados de junio hasta finales de agosto de 1978, en plena temporada de huracanes, batallones
de soldadores a los que habían obligado a firmar un acuerdo de confidencialidad se colaron cada tarde y
cada noche y cada madrugada en el Citicorp para soldar todas y cada una de las juntas del edificio.
Trabajaban desde las cinco de la tarde hasta las cinco de la mañana detrás de paneles de cartón-yeso,
ocultos a los ojos y las preguntas del personal de limpieza.

Mientras, Citicorp había contactado con el Ayuntamiento de Nueva York y se había dispuesto
un protocolo de emergencia. Dos mil quinientos voluntarios de Cruz Roja, decenas de estaciones de
bomberos y policía estaban preparadas para acordonar entre siete y 12 manzanas en el caso de que
alguna tormenta especialmente virulenta se acercase a la Gran Manzana.

Entonces, a finales de agosto de 1978, el Servicio Nacional de Meteorología de los EE.UU. envió a los
medios de comunicación un aviso sobre la llegada del huracán Ella a la costa este del país. El fenómeno
venía desde el Caribe con vientos de hasta 150 km/h y se preveía que llegase a la ciudad de Nueva York
el 1 de septiembre. Para LeMessurier la madrugada, del 31 de agosto al 1 de septiembre fue la peor
noche de su vida.
Lo que Ella no se llevó

Por fortuna, el 1 de septiembre de 1978 fue un día limpio, tranquilo y soleado. El Ella había girado a unas
decenas de kilómetros y nunca llegó a tocar Nueva York. A finales de septiembre se terminaron los
trabajos en el refuerzo de la estructura de Citicorp y se desactivaron todos los protocolos. Con la nueva
soldadura, el rascacielos aguantaría vientos hasta cuatro veces superiores a los que jamás se habían
medido en la ciudad.

Nadie supo nada. Todo se hizo en secreto. Nadie se lo contó a nadie. O al menos, nadie se lo contó a
nadie de manera oficial, porque alguien se fue de la lengua y, durante unos años, la historia del Citicorp
fue la comidilla en reuniones y fiestas de la sociedad inmobiliaria neoyorquina. Hasta que el
periodista Joe Morgernstern escuchó la historia en una de esas fiestas y la contó en un artículo para The
New Yorker de mayo de 1995, el cual sirvió a su vez como base para que la BBC grabase un documental
sobre el asunto. En el documental se habla de "una estudiante [que] llamó al despacho de LeMessurier".

A principios del año 2000, BBC América emitió el programa en el territorio estadounidense. Delante del
televisor estaba Diane Hartley. La estudiante. Inmediatamente cogió el teléfono y se puso en contacto
con la BBC. No podía creer que su llamada de hacía 20 años hubiese desencadenado semejante cadena
de acontecimientos.

En la actualidad, Hartley vive y trabaja en Washington DC como agente inmobiliaria y, afortunadamente,


ya no es una estudiante anónima sino que su nombre aparece cada vez que se cuenta esta historia.
Porque, aunque fuese de manera accidental, Diane Hartley es la verdadera heroína de esta historia: la
persona que, inadvertidamente, evitó que el viento tumbase el rascacielos de Citicorp.

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y, por último, servicios de lujo. Estas tres exigencias inmobiliarias del 1% de la población han hecho
posible la aparición de una nueva categoría de edificios nunca antes construidos. Son los rascacielos
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“Dentro de 100 años, se catalogarán como los rascacielos propios del Nueva York de esta época”,
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La llaman la revolución de la delgadez. Es un fenómeno único en el mundo. Estos gigantes estilizados


son los herederos de la dinastía de la altura iniciada en 1913 por el edificio Woolworth y seguida por los
míticos Chrysler (1929) y el Empire State (1931). Este último fue el edificio más alto del mundo hasta la
inauguración de La Torre Norte del World Trade Center en 1972.
1:10. La proporción de un edificio esbelto

En el Edificio One57, proyectado por el premio Pritzker Christian de Portzamparc, se vendió el primer
apartamento por encima de los 100 millones de dólares, lo que dio el pistoletazo de salida a los
constructores. | GETTY IMAGES

Los nuevos edificios que crecen como setas en Manhattan comparten cúspides vertiginosas por encima
de los 300 metros y arquitectos celebrities. Pero cuando se trata del estilo, cada uno va por su lado.
Unos son modernos cubos de vidrio, otros están envueltos en terracota o ladrillo clásico y los hay
también que resplandezcan al atardecer con sus adornos de bronce. Para hacerse una idea visual,
las Torres Gemelas de 441 metros diseñadas por Minoru Yamasaki fueron un ejemplo prematuro de
edificios estilizados.

Su altura que alberga siete veces la longitud de su ancho de base, queda ya muy por debajo de la
proporción mínima de 1:10 que establecen en la actualidad los constructores para considerar un edificio
“esbelto”. “Los ingenieros de estructuras demostraron entonces que ya habían resuelto el problema de
la altura”, explica Willis. No han llegado antes porque los atentados del 11-S y la posterior crisis
económica de 2008 frenaron en seco la financiación de los proyectos más arriesgados.

El punto de inflexión se produjo en 2014 con la inauguración del One57 firmado por el premio Pritzker
francés Christian de Portzamparc. Allí se vendió el primer apartamento por encima de los 100 millones
de dólares (89 millones de euros) de la historia de la ciudad. Esta fue la primera señal para los
constructores de que podría haber gente interesada en pagar esos precios por una vista de 360 grados
sobre Manhattan. Se activó lo que Wills llama la “lógica del lujo”: utilizar la misma superficie disponible
para subir los edificios hasta el cielo.
El diseño de Rafael Viñoly, en el 432 de Park Avenue, está inspirado en la cuadrícula de una papelera de
Josef Hoffmann de 1905. Hasta marzo era la torre residencial más alta de Occidente. | 432 PARK
AVENUE

La consagración de esta tendencia llegó un año después con la inauguración del 432 Park Avenue del
premiado arquitecto uruguayo Rafael Viñoly. Con una altura de 426 metros e inspirado en la cuadrícula
de una papelera diseñada por Josef Hoffmann en 1905, mantuvo el récord de la torre residencial más
alta de Occidente hasta el pasado 26 de marzo. Ese día, los obreros que trabajan en la construcción
de Central Park Tower, en la orilla sur del pulmón de Manhattan, rebasaron esa cima. El pasado martes
17 de septiembre, alcanzó su pináculo de 472 metros y se convirtió en el edificio de apartamentos más
elevado del mundo.

En este caso, se trata de una torre de vidrio y acero inoxidable satinado diseñada por Adrian Smith,
autor del Burj Khalifa (Dubai), la estructura más alta jamás levantada; y su socio Gordon Gill. Los
interiores son del estudio internacional con sede en Houston, Rottet Studio.

El edificio 'pluma' más esbelto de Manhattan

En la misma calle y solo separados por la Séptima Avenida, se levanta el 111 W 57Th que, con una
proporción de 1:23, será, con mucha diferencia, el edificio más estilizado del mundo. Ya se ha ganado el
apodo de “la pluma” por el perfil escalonado de su fachada de reminiscencias art déco repleta de
terracota y detalles de bronce.

La fachada del 111 West 57th Street, repleta de terracota, destaca por las reminiscencias art déco y los
detalles en bronce. | 111W57
Este rascacielos, diseñado por el estudio neoyorquino SHoP Architects y con interiores de Studio
Sofield, esconde un innovador amortiguador de masa de 800 toneladas en la parte superior para dar
mayor estabilidad en caso de fuertes vientos o terremotos. Esta tecnología ya se utilizó en edificios
como el Seagrams de Ludwing Mies van der Rohe, que se completó en 1958. “El viento tiene que
navegar a través del edifico”, explica Silvia Marcus, director de estructuras de WSP y responsable de
más de una decena de los slender de Nueva York.

Para conseguirlo, los ingenieros aplican la aerodinámica de los aviones a las fachadas haciendo uso de
esquinas redondeadas, biseladas o muescas para que fluya el aire. La escasez de planta hace que, en su
mayoría, solo cuenten con una escalera de emergencia y dos ascensores situados en una estructura
central de cemento reforzado. Imposible para albergar oficinas donde entran y salen al día cientos de
personas.

Central Park South, la nueva milla de oro

Cerca de los anteriores, se sitúa el 220 Central Park South, diseñado al completo por el arquitecto y
académico Robert A.M Stern. El edificio cuenta con una fachada tradicionalista moderna recubierta de
caliza, similar a otros de sus edificios slender como el 30 Park Place, inaugurado en 2016 en el distrito
financiero, y el recién estrenado 520 Park Avenue al Este de Central Park y firmado por Robert A.M.
Stern Architects.

El recién estrenado 520 Park Avenue de Central Park apela a la nostalgia de los mejores años de Nueva
York, dicho por sus propios diseñadores, y devuelve al vida a ese romanticismo con las comodidades que
se esperan en el siglo XXI. | CENTRAL PARK TOWER

El inversor norteamericano Ken Griffin pagó por su ático en ese edificio 238 millones de dólares (211
millones de euros) convirtiéndolo en la casa más cara jamás vendida en EE.UU. Tanta concentración de
riqueza en la parte Sur de Central Park ha hecho que la zona haya sido rebautizada como la “fila de los
millonarios”. Es la más viable económicamente. Pero no la única.

El recién estrenado megaproyecto inmobiliario de Hudson Yards, situado en la Avenida 11 al Oeste de la


calle 30, contará con el 35 Hudson Yards, una torre cilíndrica de 70 pisos del arquitecto David
Childs. Por su parte, la reciente revitalización del sur de Manhattan ha hecho llegar allí algunos como
el 50 West Street, diseñado por el alemán Helmut Jahn, con vistas al puerto de Nueva York y a la
Estatua de La Libertad, a través de su fachada curvilínea de vidrio.

¿Una versión 'sostenible' de la ostentación neoyorquina?

Esta tendencia arquitectónica ha cruzado por primera vez al otro lado del East River. El rascacielos 9
Dekalb de estilo gótico futurista revestido en piedra, bronce y acero inoxidable, idea del estudio SHoP,
se convertirá en el edificio más alto de Brooklyn cuando finalicen las obras en 2021.

El edificio 9 Dekalb, de estilo gótico futurista, será el más alto de Brooklyn en 2021, de manera que la
trendencia ha cruza ya East River. | JDS DEVELOPMENT

A pesar de su espectacularidad, estas mansiones en el cielo no se libran de las críticas. “Símbolos de la


desigualdad del siglo XXI”, “excesos elitistas” o “lujo absurdo”, son algunos de los piropos que les
dedican los críticos. Pero los defensores como Willis las consideran una versión mucho “más sostenible”
de los palacios de inspiración francesa que se construyeron las grandes fortunas de los años treinta en la
Quinta Avenida.

Con la vista puesta en las inauguraciones de los próximos dos años, el mercado inmobiliario ya empieza
a dar las primeras señales de saturación con ofertas de apartamentos en las páginas web de alquiler y
venta más frecuentadas. ”Cuando esto suceda y no se construyan más, los millonarios se los subastarán
entre ellos como si fueran Picassos”, pronostica la experta. La lógica del dinero nunca descansa.

Águilas de la construcción: la historia de superación de los indios ‘sin vértigo’ que levantaron los
rascacielos de Nueva York

No aparecieron en la foto, pero asumieron las labores más peligrosas que hicieron posible la creación de
famosos edificios de Manhattan. Manejar fraguas portátiles al rojo vivo a alturas de más de 350 metros
fue una de ellas
En la imagen Roger Horne, un herrero de Mohawk mirando al infinito en una construcción entre Park
Avenue y 53rd Street. 1970-1971. | DAVID GRANT NOBLE. CORTESÍA DEL NATIONAL MUSEUM OF THE
AMERICAN INDIAN

BEGOÑA MARÍN El Pais 17 JUL 2019 - 11:00 EDT

Cuando pasado el horror del 11 de septiembre de 2001 donde se habían elevado las Torres Gemelas en
el World Trade Center quedó un profundo agujero, los indios Mohawk sintieron que parte de su
historia se había destruido con ellas. Sus antepasados habían construido esas torres, y la mayoría de
los rascacielos más icónicos de Nueva York, como el Rockefeller Center o el Chrysler Building.
Manhattan no hubiera sido posible sin ellos, los guerreros del hierro, enormemente codiciados por su
falta de vértigo. O al menos, esa era la fama que les precedía.

Esta leyenda de los mohawks se remonta a 1850 y se sitúa en tierras canadienses. La Dominion Bridge
Company quería construir el Puente Victoria sobre el río San Lorenzo. El tramo sur se situaba dentro de
la reserva Kahnawake, cerca de Montreal, donde vivía esta tribu. Así que para obtener el permiso y
erigir el puente en las tierras de la reserva, la compañía tuvo que contratar a los nativos para que
extrajeran la piedra para los cimientos.

Al finalizar la jornada de trabajo, los hijos de los obreros se infiltraban en la construcción y jugaban al
pillapilla escalando con soltura la estructura inacabada. Se atrevían a subir por una estructura de 45
metros y correr sobre el hierro. Los trabajadores de la compañía trataban de ahuyentarlos del puente
por miedo a que cayeran, pero ellos no hacían caso. Su agilidad pronto atrajo la atención de la empresa,
que vio la forma de aprovechar este don innato.

En 1886, un segundo proyecto canadiense, el Puente Negro, brindó a la compañía la oportunidad de


poner a prueba a los pequeños mohawks. Doce adolescentes fueron entrenados para trabajar como
remachadores, un oficio que era difícil de cubrir por su grado de dificultad. Los muchachos se iniciaron
en esta técnica con facilidad, sobresaliendo en el trabajo más traicionero de la industria, y ganándose el
apodo de las maravillas sin miedo.
El obrero Jay Jacobs guía con destreza una viga de acero en una obra entre Park Avenue y 53rd Street.
| DAVID GRANT NOBLE. CORTESÍA DEL NATIONAL MUSEUM OF THE AMERICAN INDIAN

En 1907 la tragedia les golpeó cuando el tramo sur del puente de Quebec se derrumbó y mató a 96
hombres. 33 de ellos eran mohawks. Al informar sobre el accidente, The New York Times mencionó a
todos los trabajadores estadounidenses y canadienses fallecidos como homenaje. En aquella lista no
apareció ninguno de los 33 indios. Eran los obreros invisibles.

Pero ni las muertes ni el anonimato les alejaron de la construcción. Según un anciano de la tribu citado
en un artículo del New Yorker en 1949, "la fatalidad aumentó su determinación e hizo que esta
profesión cobrara mayor interés para ellos. Se sentían orgullosos de poder desarrollar una tarea tan
peligrosa. Todos querían entrar en el sector".

Ocho años después de aquella tragedia, la Junta Americana de Comisionados Indios informó de que
587 de los 651 hombres en edad de trabajar pertenecían al sindicato de trabajadores del hierro. En el
futuro, los hombres trabajarían en cuadrillas más pequeñas y en diferentes tareas, asegurando que
ningún accidente individual acabaría con la pérdida de tantos miembros de una comunidad.
Los que más se jugaban la vida y los que menos la perdían

Al otro lado de la frontera, en Nueva York, comenzaba el auge de la construcción gracias a las
posibilidades que brindaba el acero. Y se produjo una gran demanda de obreros cualificados. La
distancia entre la reserva de Kahnawake y la Gran Manzana era de 12 horas y media en coche por
tortuosas carreteras. Pero estos indios querían trabajar y sabían que los salarios allí eran altos, así que
no dudaron en ir a la tierra prometida. Algunos se mudaron con sus familias a un barrio cercano a
Downtown que acabó conociéndose como Little Caughnawaga, y que llegó a tener 800 habitantes.

Sufrían vértigo como cualquier mortal pero lo suplían con una inédita destreza de movimiento. En la
imagen, el herrero Walter Jay Goodleaf, apoyado en una viga de acero en Nueva York. | DAVID GRANT
NOBLE. CORTESÍA DEL NATIONAL MUSEUM OF THE AMERICAN INDIAN

A pesar de su destreza, el trabajo resultaba extraordinariamente peligroso. Atravesar vigas de solo 25


centímetros con un cinturón de herramientas de más de 20 kilogramos dejaba poco espacio al error. Si
además corrían vientos fuertes, un paso en falso podía acabar en un salto mortal sin red. Por eso,
los mohawks, que nunca demostraban tener temor a las alturas, siempre trabajaban con alguien de
confianza a su lado.

La construcción de estructuras de acero requería tres tipos de cuadrillas de trabajo: levantamiento,


montaje y remachado. En esta última intervenían los mohawks. Era la que tenía encomendada la tarea
más peligrosa —que todo quedara fijado— y con la que no se atrevían, o para la que no alcanzaban la
destreza necesaria, el resto de trabajadores, en su mayoría inmigrantes irlandeses o polacos. Los
remachadores debían usar fraguas portátiles para quemar carbón hasta que estuviera al rojo vivo a
alturas de más de 350 metros, posando sus pies en andamios de madera.

Debían malear el hierro para encajar los remaches en los agujeros y luego usar martillos neumáticos
para que el remate quedara asegurado. Según los constructores, "manejaban estas herramientas como
si estuvieran pasándose los huevos con jamón del almuerzo". Ellos eran quienes más se jugaban la
vida y, sin embargo, quienes menos la perdían. En la construcción del Rockefeller Center, por ejemplo,
murieron cinco personas, ninguno de la tribu. De lo que no se libraban era de sufrir heridas a diario: piel
quemada, dedos aplastados, brazos rotos, cortes y moratones.
El mito de la falta de vértigo

Pero, ¿de verdad no tenían vértigo? "No es cierto que no temamos caer al vacío", confiesa Kyle
Karonhiaktatie Beauvais, un descendiente de los artífices de las Torres Gemelas, "pero contamos con la
experiencia de los veteranos y la responsabilidad de mantener una tradición que tanto orgullo nos ha
proporcionado". Tienen miedo a las alturas, como cualquier humano, pero aseguran que lo gestionan
mejor.

Los Mohawk eran capaces de atravesar vigas de tan solo 25 centímetros a toda velocidad con un
cinturón de herramientas de más de 20 kilogramos. | DAVID GRANT NOBLE. CORTESÍA DEL NATIONAL
MUSEUM OF THE AMERICAN INDIAN

Ahora, la sexta generación de los indios del hierro no tiene fácil seguir los pasos de sus antepasados.
Más de 2.000 aspirantes se presentan todos los años para ingresar en la mejor escuela de capacitación
de aprendices en EE UU, de los que solo logran acceder entre 80 y 100. Local 40, institución asociada
con el sindicato de trabajadores del acero, ofrece tres años de formación en soldadura, manejo de grúas
y otras habilidades necesarias para la profesión. Y a los mohawks no les sirven las credenciales
históricas. Randy Jacobs, uno de los instructores, admite entre bromas que la prueba de admisión es
propia de un programa espacial. Entre otras demostraciones les exigen escalar una viga de hierro de
nueve metros y levantar pesas de 11 kilogramos a una plataforma elevada tan rápido como puedan.
Solo la superan unos pocos.

Los ancianos de aquella tribu nunca imaginaron que sus descendientes tuvieran que pelear entre miles
de personas para hacerse un hueco en las alturas. Tampoco imaginaron que sus tataranietos verían
cómo se desplomaban aquellas dos torres de Manhattan que ellos elevaron. 200 mohawks trabajaron
en el World Trade Center, pero ellos nunca aparecieron en la foto. Ni siquiera en la mítica instantánea
de Almuerzo en el rascacielos que inmortalizó a un grupo de obreros sentados en un andamio
sobrevolando el cielo de Nuevo York. Ellos fueron un mito invisible, una leyenda, las águilas de la
construcción.

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