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JOSÉ MARÍA RODRÍGUEZ OLAIZOLA, SJ

El corazón
del árbol solitario

SAL T2ERRAE
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realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro
Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede contactar con
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La editorial y el autor han decidido


destinar los derechos generados por este libro
a financiar los proyectos de Kike Figaredo
en la prefectura apostólica de Battambang.

© Editorial Sal Terrae, 2016


Grupo de Comunicación Loyola
Polígono de Raos, Parcela 14-I
39600 Maliaño (Cantabria) – España
Tfno.: +34 94 236 9198 / Fax: +34 94 236 9201
salterrae@salterrae.es / www.salterrae.es

Imprimatur:
† Manuel Sánchez Monge
Obispo de Santander
26-01-2016

Diseño de cubierta:
Felix Cuadrado Basas

Fotos de contracubierta:
Kike Figaredo y Nica Figaredo

Edición Digital
ISBN: 978-84-293-2558-4

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Índice

Portada
Créditos
Prólogo
El árbol solitario
Carretera de Siem Reap a Battambang, 2015. 1995
Camboya, tan lejana
Salamanca, 1984
Taizé, 1974
Roma, 1980
Madrid, 1985
«Y ahora ¿qué?»: la eterna pregunta
Camboya, 1970-1984
La vida en la frontera
Roma, junio de 1985
Los campos, 1985-1988
«Nosotros te diremos lo que necesitamos»
Volver a la escuela
La vida en los campos
La misión en el campo
Héroes de carne y hueso
Soldar mundos y tender puentes. La fuerza del cariño
Encrucijadas, 1987-1988
El otro lado de la frontera, 1988
Cuando tu casa ha cambiado de sitio
Llegar de la mano de los más pequeños
¿Qué hacer cuando la realidad es ambigua?
La jirafa y el chacal
El milagro de las sillas de ruedas
Banteay Prieb
Darse. El único camino
Fotos
Historias de «Outreach»
Minas
Sé dónde está mi corazón
Inventario interior

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A veces hay que frenar
Tres intuiciones para poner la vida en perspectiva
El Cristo mutilado
Cuando la vida da un giro radical
Una noticia inesperada
Conversaciones con el general
Promesas y hechos
La prefectura apostólica de Battambang
El obispo de las sillas de ruedas
¿En qué creemos?
Un fuego que enciende otros fuegos
Cosas de niños
Un lugar vivo
Querer es poder
La soledad en medio de la muchedumbre
Se puede bailar con las alas rotas
Quince años de prefectura
Examen ignaciano
Epílogo: El canto del árbol solitario
Agradecimientos
Notas

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Prólogo

«El viaje más largo comienza con el primer paso»


– LAO TZU

Siendo un joven estudiante jesuita en España, Enrique Figaredo había escuchado y visto
imágenes dramáticas sobre los miles de refugiados; sobre los estragos del régimen de los
Jemeres Rojos de Pol Pot; sobre las agotadoras huidas a través de selvas y campos
minados hacia un lugar seguro; sobre la angustia, la privación y la soledad de los campos
de refugiados. Y, sin embargo, Kike, conocido así en Camboya y en todo el mundo, se
encontraba totalmente falto de preparación a su llegada a Site 2, el campo de refugiados
situado en la provincia tailandesa de Prachinburi, donde le esperaba su primer encuentro
con el pueblo camboyano. En ese preciso momento empezaba un viaje, que duraría toda
su vida, hacia los corazones y las vidas del pueblo de Camboya.

Tuve el privilegio de acompañar a Kike en sus primeros pasos en Asia. El día después de
que llegara de Europa al ruidoso aeropuerto de Don Muang en Bangkok, a finales de
1985, Kike recibe instrucciones y unos documentos de identidad que le autorizan a
acceder a la zona militar situada en la frontera entre Tailandia y Camboya. Apabullado
por un mundo totalmente nuevo, exótico y también amenazante, no es capaz de absorber
tanta información y tantos consejos que le han sido dados en un principio. El cambio de
horario, la ráfaga de calor tropical, un lenguaje y una grafía nuevos, las calles llenas de
ruido y de gente, las maneras delicadamente reservadas de comunicación de los
tailandeses a través de gestos y sonrisas... Todo ello presenta un confuso caleidoscopio a
la vista, al olfato y al oído.
Al caer de la tarde, nos dirigimos hacia la hostil frontera, por el este de Bangkok, a
través de los arrozales, absorbiendo de tanto en tanto el rancio olor de la mandioca.
Oímos historias de cómo los recientes ataques por parte del ejército vietnamita han
forzado a cientos de miles de exhaustos refugiados camboyanos a cruzar la frontera hacia
Tailandia. Al acercarnos a la zona de seguridad, encontramos varios puestos de control
con unos soldados armados que ciegan nuestros ojos con potentes luces. Ciertamente,
nos estamos adentrando en un territorio peligroso. Al anochecer, tras haber pasado la
noche en una oscura ciudad fronteriza llena de perros salvajes vagando por calles

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polvorientas, hacemos fila para obtener nuevos documentos por parte de las autoridades
que controlan el acceso a los campos. La tensión aumenta para Kike en cada nuevo
puesto de control tomado por Task Force 80, la milicia tailandesa formada por
delincuentes de uniforme negro. Armados con largos cuchillos y conocidos por su
crueldad, estos milicianos han aceptado puestos menos importantes como guardianes de
los campos fronterizos a cambio de penas de prisión o condenas en instituciones
reformatorias. Por fin, tras pasar todos los controles, Kike llega al final de su viaje a
Asia. Es un momento de epifanía. Un nuevo viaje está a punto de empezar.
Entramos en un campamento inmenso, lleno de gente y sin árboles; unos caminos
polvorientos de gravilla roja nos conducen a filas y filas de cabañas de bambú y hojas de
palma. Muchas mujeres y niñas camboyanas, decorosamente vestidas y rodeadas de
niñitos desnudos, esperan en largas filas para recoger agua o sacos de comida. Vemos
también personas con miembros amputados, que caminan apoyándose en rudas muletas
y muñones. Algunas pocas casas tienen un pequeño huerto.
Consciente de que viene de otro mundo para ofrecer su ayuda, de que estas son las
personas que necesitan dicha ayuda, para y por las cuales ha rezado, de que es de él de
quien se espera que pueda ofrecer algo, Kike está deseoso, preparado, inseguro y, sin
embargo, abierto a servir. En ese momento de bienvenida todo se invierte. Sus
anfitriones solo quieren saber de él, de su familia, de su viaje, si está cansado o no, si ha
comido, si quiere descansar... En un instante deja de ser un extraño. Le ofrecen agua,
comida, simpatía y cariño. Cuidan de él.
En ese momento, Kike llega al final de un camino. Pero un nuevo viaje hacia los
corazones del pueblo camboyano, y de ese pueblo al corazón de Kike, comienza con ese
primer encuentro. Creo profundamente que ese golpe de cariño, en ese preciso momento,
ha servido de inspiración a Kike hasta hoy. La esperanza y la resiliencia de un pueblo
que ha sufrido tanto y que, sin embargo, cuida y se ocupa de los demás fue algo
contagioso entonces y lo sigue siendo hoy.

***

Siendo un joven jesuita, la llamada de Pedro Arrupe ante el drama de los refugiados
impactó tanto a Kike que, cuando acabó sus estudios universitarios en economía y
filosofía, pidió a sus superiores unirse al Servicio Jesuita a Refugiados. Una vez
aceptado, había varias opciones posibles. ¿Le enviarían a África, a América Central o al
Sudeste Asiático? Cuando Asia fue el destino elegido, se abrían más opciones. En el
Sudeste Asiático, Kike podría unirse al servicio trabajando entre los boat people
vietnamitas, los hmong –un pueblo perteneciente a una tribu de las montañas de Laos– o
los refugiados camboyanos. En ese momento surgió la oportunidad de ayudar en un

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proyecto de formación profesional para heridos de guerra camboyanos, en su mayoría
personas discapacitadas de por vida por causa de las minas antipersona. Incluso durante
las negociaciones de paz, el primer campo de refugiados había sido bombardeado, y los
refugiados conducidos por la fuerza a través de la frontera con Tailandia. Al abrirse el
nuevo campamento, este proyecto dio comienzo a una herrería alrededor de una sencilla
fundición en Site 2, con las herramientas más simples que uno pudiera imaginar.
El viaje de Kike, y ciertamente la misión de los jesuitas en Camboya, se desarrolló
a partir de ese pequeño proyecto, iniciado con un puñado de combatientes de guerra,
heridos, dañados para siempre por las brutales minas antipersona, indiscriminadamente
desperdigadas hasta hoy por el bello territorio camboyano.
Al igual que en todas las guerras, son los pobres quienes se ven empujados a luchar
por causas que tienen poco sentido para ellos. Casi todos los miembros de ese grupo eran
analfabetos. La autocompasión o la venganza no podían devolver una mano destrozada,
una pierna amputada o la vista o el oído dañados. Habían luchado en bandos opuestos,
pero ahora, al compartir un destino similar, no había espacio para la enemistad, sino tan
solo la necesidad de encontrar una actividad que les pudiera capacitar para contribuir al
bienestar de su comunidad y ganarse el pan para sus familias.

Kike había llegado a los confines de la tierra. Había sido enviado a los menos
favorecidos, a la gente realmente más pobre. ¡Qué comienzo tan poco prometedor! Pero
Jesús había empezado su misión en Galilea con un puñado de pescadores analfabetos y
desencantados.
Durante esos años de trabajo, y antes de volver a España para estudiar teología,
Kike visitó Camboya invitado por los cuáqueros, quienes habían trabajado también con
personas con discapacidad, heridas por la guerra. Ahora podía hablar desde la
experiencia. El dominio que tenía del idioma jemer había crecido considerablemente.
Hizo amistad con miembros del Ministerio de Asuntos Sociales, que le invitaron a
regresar otra vez a Camboya. Estas amistades abrieron el camino para que los jesuitas y
otros compañeros pudieran comenzar un servicio enraizado entre los más pobres y
afligidos del pueblo camboyano. Ese servicio continúa todavía hoy.
Camboya, entonces una nación de aproximadamente ocho millones de habitantes,
había sido completamente destruida por décadas de gobierno colonial, una generación
entera de injerencias y de bombardeos sistemáticos durante las guerras de Indochina,
cuatro años de régimen genocida de Pol Pot, un rescate indiferente y controlado por el
vecino Vietnam..., todo ello seguido por años de manipulación y guerra fría. Los
refugiados eran la recompensa, el peón, el arma. Aunque el conflicto habría de durar una
década más, había ya señales de que la paz podría por fin llegar a Camboya y, en
consecuencia, muchos refugiados empezaron a volver. Pero en Camboya las familias, las

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instituciones religiosas e incluso la propia cultura habían sido arrasadas. Estaba claro que
los refugiados, desarraigados por años de exilio, no se adaptarían fácilmente al regresar a
su país.
Se pensaba que todas estas catástrofes habían arrasado la cultura camboyana, su
identidad y su confianza en sí misma. Y, sin embargo, en la psique de Camboya uno
encuentra grabados profundamente los mismos valores que un milenio antes fueron
tallados en los cuatro rostros del Prasat Bayon por el rey discapacitado Jayavarman VII,
y enseñados durante siglos por maestros del budismo teravada. Esos valores son: bondad
amorosa (metta), compasión (karuna), alegría (mudita) y ecuanimidad (upekkha). Ya
entonces, Kike comprendió que tenía muy poco que enseñar al pueblo camboyano. Ha
tratado, sencillamente, de poner en práctica la propia profunda sabiduría de ese pueblo, e
integrarla viviendo la alegría del evangelio, partiendo y compartiendo el pan.

Al regresar a Camboya, ya como sacerdote, Kike se comprometió intensamente con el


servicio a las personas discapacitadas en el centro Banteay Prieb, a las afueras de Phnom
Penh. Desde allí, y llevando sillas de ruedas, llegó a los confines más pobres del país,
incluyendo territorios ocupados por los Jemeres Rojos, y a las personas más dañadas por
la guerra. Allí no solo encontró a supervivientes de minas, sino también a muchas
personas discapacitadas a causa de la poliomielitis, cuya vacuna no había podido llegar
durante décadas.
Más adelante, se le pediría asumir la responsabilidad de la Iglesia en la prefectura o
diócesis de Battambang, un territorio geográfico que cubre más de un tercio de Camboya
y comprende el noroeste del país, y cuyo prefecto anterior, monseñor Tep Im, había sido
asesinado por los Jemeres Rojos. En un principio, no era un honor demasiado atractivo.
Justo cuando iba a hacer sus últimos votos, es decir, su total incorporación a la orden de
los jesuitas, a Kike se le pedía separarse de sus hermanos para encargarse de una
responsabilidad nueva, exigente y aislada. Kike aceptó la solicitud y se entregó
totalmente y con gran alegría a las demandas de su cargo, tal y como relatan las historias
de este libro. Su misión actual es construir comunidades que se apoyen mutuamente y
lleguen a los más débiles. Las personas que sufren pobreza o discapacidad encuentran
alegría cuando son incorporadas a una comunidad y pueden ofrecer un servicio a los
demás. Hay alegría en la promesa ofrecida a los niños a través de la educación. La
persona encuentra alegría y energía al expresarse en el arte de la danza. Los sufrimientos
de la vida encuentran equilibrio en el amor. Camboya perdió al menos una generación.
Sin olvidar a aquellos dañados por la guerra, su futuro depende de los jóvenes, que ya
están contribuyendo inmensamente a su desarrollo.
Kike sonríe siempre, como si la sonrisa serena de ese rostro tallado se hubiera
grabado en él como el mejor regalo de su misión. En su oficina de la Prefectura

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Apostólica de Battambang siempre hay una fila de gente esperándole. Parecería que el
tiempo se hubiera detenido ante quien sufre y necesita ayuda.
Quienes le hemos acompañado por los largos y polvorientos caminos de Camboya –
muchos ahora de asfalto– hemos sido testigos de que el viaje se triplicaba en el tiempo
por las paradas, las charlas, las visitas a tantos amigos que durante años Kike ha ido
guardando en su corazón. Kike escucha sin prisa, y en ese tiempo regala dignidad,
alegría y confianza. Ante el sufrimiento, mantiene una empatía llena de serenidad.
La forma de un árbol tratando de abrirse a la luz por encima de la tierra se refleja,
en simetría, en las raíces enterradas a nuestra vista. Hay fuerzas escondidas que dan vida,
estabilidad y forma a lo que se alza desde debajo de la tierra. José María Rodríguez
Olaizola pudo visitar recientemente a Kike en Battambang. Allí vio el árbol que ha
crecido desde aquella primera semilla plantada años atrás en el corazón de Kike. Este
precioso libro revela algo de esa profundidad escondida, de esas fuentes de alegría y
esperanza.
Que estas semillas de amor compasivo se enraícen en los corazones de los lectores
y se conviertan en nuevos y maravillosos árboles.
MARK RAPER, SJ
Septiembre de 2015

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El árbol solitario

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Carretera de Siem Reap a Battambang, 2015. 1995

En el camino entre Siem Reap y Battambang, y después en el que sigue de Battambang a


Phnom Penh, la vida fluye a borbotones por una lengua de asfalto. Hasta hace muy poco,
era tan solo una pista de tierra, pero ya entonces era la espina dorsal, el hilo que unía el
norte y el sur de Camboya.
Quien circule ahora por esa carretera se sorprenderá ante la variedad de vehículos
que transitan por ella. Automóviles destartalados se mezclan con coches de alta gama
que se empiezan a ver ahora por la tierra jemer. Es la convivencia de progreso y pobreza,
tradición y novedad, desarrollo incipiente y atraso que caracteriza a tantos rincones de
nuestro mundo global.
Pequeños camiones cargados con todo tipo de productos y ocupantes circulan
también por esa calzada de largas rectas: mercancía y personas conviven en la caja de los
viejos furgones, que parecen a punto de desplomarse por el peso de lo que contienen.
Pero no ha de engañarnos su traqueteo, pues tras su apariencia frágil esconden una
fortaleza invisible, y aún resistirán unos cuantos años y muchos arreglos, desafiando, con
su permanencia, a este mundo que no se fía de lo gastado. También avanzan por el
camino camiones que son más altos que anchos. En ellos se amontonan, en equilibrio
milagroso, bicicletas, pilas de paja o sacos de arroz, el alimento básico de la mayoría de
la población. Si hay alguna fábrica por el camino dedicada a la producción de prendas
para las grandes compañías textiles, a las horas de salida abarrotan la calzada camionetas
en las que decenas de personas se apelotonan en la parte trasera, a pie, llenando todo el
espacio disponible y charlando animadamente tras acabar la jornada mientras se dirigen
a los pueblos cercanos.
La mayoría de personas que se desplazan por la carretera lo hacen sobre dos ruedas,
en moto o en bicicleta. Motos que llevan a dos, tres o cuatro personas. Familias
completas, en las que los progenitores van al principio y al final y abrazan, entre ellos, a
uno o dos niños, que viajan de ese modo sin sentir ningún temor. También hay quien
hace equilibrios sobre la motocicleta sosteniendo en los brazos enormes cestos, racimos
de gallinas atadas por las patas, herramientas de trabajo o maderas que se usarán para
reforzar las paredes de sus viviendas. En la mayoría de las casas aún no se utilizan los
ladrillos –pese a que en el país se producen muchos, destinados sobre todo a la capital y
a las vecinas Tailandia y Vietnam–. A nadie sorprende, tampoco, ver que el que viaja
detrás en la moto sostiene con su brazo en alto una bolsa de suero que va inyectada en el
brazo de quien conduce, tal vez tras pasar por el hospital de la ciudad más cercana. Casi
todo es posible en esta caravana vital y efervescente.

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Las bicicletas son el modo de desplazamiento más habitual para quienes no tienen
que recorrer largas distancias. Trabajadores que van o vuelven del arrozal o de la
construcción, que se desarrolla a velocidad de vértigo en las ciudades de mayor tamaño.
Jóvenes que se dirigen a alguna de las tiendas que copan las cunetas de los caminos; y,
sobre todo, niños. Críos y crías de camisa blanca y pantalón o falda azul que van al
colegio o que han terminado ya la jornada escolar y enfilan, en grupo, hacia sus aldeas,
donde aún les tocará ayudar en la tarea de la familia. De vez en cuando, cae una tromba
de agua que dificulta el tránsito, pero es lo normal durante buena parte del año, y nadie
detiene su marcha por ello. Con el agua viene un frescor que se agradece, y la ropa se
secará en cuanto amaine la tormenta y vuelva el calor sofocante, habitual en estas
latitudes.
No hay mucho orden en el tráfico, al menos no lo hay a la manera en que muchos
estamos acostumbrados en algunas de nuestras ciudades. Que la carretera sea un camino
con un carril de ida y otro de vuelta no implica necesariamente que solo quepan dos
vehículos en ella, y con frecuencia pasan a la vez tres automóviles, además de una moto
y una bicicleta. Todos saben que las normas son tan solo un recordatorio de que algo de
orden conviene tener, pero también saben que en la carretera lo más práctico es estar
atentos a lo que los otros –vehículos, personas y animales– hacen, y facilitarse unos a
otros el tránsito. Las bocinas suenan constantemente, alertando con su pitido de la
proximidad de los vehículos, pidiendo paso o llamando la atención.
Los arcenes son avenidas llenas de vida. Es lo que ha ocurrido a lo largo de la
historia en muchos países y pueblos que crecían en torno a las calzadas. En el mundo
desarrollado, las grandes autovías han venido a sustituir a los caminos que cruzaban
pueblos y ciudades y han alejado el tráfico de los centros rurales, dejándolos casi vacíos.
Cuando esto ocurre, tras la marcha de los coches, llega la hora del éxodo de la gente, que
tiene que ir migrando a las ciudades. Y así, quedan las casas deshabitadas y unos pocos
aldeanos, en su mayoría ya ancianos, como testigos de otra época, nostálgicos del
bullicio y la algarabía de otros tiempos. Pero no aquí, en esta Camboya agreste y
vitalista, cuyo desarrollo aún comienza, y cuya población es en su mayoría joven y rural.
Aquí esos otros tiempos son aún el presente. Aquí los pueblos y la carretera siguen
siendo lugar de vida y encuentro, de familia y trabajo, de esperanzas y golpes.
Alrededor del camino se multiplican puestos en los que se venden frutas, barquillos,
ropa, gasolina embotellada, pescado ahumado, verduras, repuestos de piezas para
bicicletas o motos, aceite, carne, productos de droguería o cualquier otra cosa que se
pueda necesitar en la vida cotidiana. Hay estructuras estables, construidas con tablas o
con chapa; hay tenderetes de lona que se montan y se desmontan con facilidad; y hasta
hay puntos de venta que no son más que la prolongación de una motocicleta.
No es extraño ver delante de cualquiera de esos puestos, a primeras horas de la
mañana, a uno o dos monjes budistas rapados al cero, descalzos, con su familiar vestido

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rojo teja, y llevando un paraguas naranja que les defenderá tanto del sol como de la
lluvia. Piden una ayuda para mantenerse. Luego, con lo obtenido, volverán antes del
mediodía a la pagoda, y eso servirá para la manutención de los monjes y de los pobres a
quienes se ayuda. Esas pagodas, generalmente unidas a una escuela y una residencia para
los monjes, también jalonan el camino y llaman la atención con sus techos puntiagudos y
sus colores brillantes.
De vez en cuando, un arco de piedra señala el comienzo de una senda polvorienta
más estrecha, pero transitable para los vehículos, que conduce a una aldea más alejada de
la carretera.
Aunque hay alguna ciudad jalonando la ruta, la mayoría de los pueblos son
pequeños. Alrededor del camino se extienden enormes arrozales. Campos de un color
verde furioso, llamativo, que, sobre todo en la temporada de lluvias, no tiene parangón.
Campos donde se afanan hombres y mujeres, a menudo con formas de sembrar y
recolectar idénticas a las que han utilizado muchas generaciones antes que ellos, aunque
también la modernización se va notando en la entrada de maquinaria agrícola, producida
sobre todo en los países vecinos. Ancianos agachados plantando a mano; hombres que
cultivan, con sus pies metidos en el agua, que es bendición cuando encharca el arrozal;
niños que acompañan a sus mayores, familiarizándose desde muy pequeños con las
formas de sembrar. En todos esos campos se ven también pastores y vacas. Unas vacas
blancas, gibosas, que son fuente de sustento para muchas familias. Es muy familiar la
estampa del pastor caminando con cuatro o cinco de estos animales por los campos o por
la misma carretera. A menudo, el pastor es un niño pequeño que avanza montado en el
lomo de una res enorme, ofreciendo un curioso contraste de tamaños. Hoy ya no se ven
tanto como antaño, pero, hasta hace poco, los búfalos de agua eran habituales en los
arrozales.

En el trayecto desde Siem Reap a Battambang, en una de esas inmensas rectas, si uno se
fija bien, mirando a la izquierda, hay un árbol especial. Para muchos pasará
desapercibido, como uno más. Esa especie recibe el nombre de árbol de Buda (árbol
Bodhi): un árbol frondoso, de tronco robusto, que crece tanto a lo alto como a lo ancho, y
con muchas ramas que abrazan el cielo, pero también apuntan al horizonte y a la tierra.
Según los relatos budistas, sentado bajo uno de esos árboles Sidharta Gautama alcanzó la
iluminación espiritual, y de ahí el que muchos lo conozcan hoy como árbol de la vida.
En Camboya se pueden ver muchos árboles de la misma especie.
Lo que hace singular este árbol en concreto, este preciso árbol, a mitad de camino
entre Siem Reap y Battambang, es su soledad tan llamativa. En esta tierra de vegetación
abundante, en la que los arrozales se ven salpicados de palmeras y otras plantas,
sorprende ver, desde lejos, que este árbol parece tan abandonado. No hay bosque ni

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vegetación frondosa que lo envuelva. No hay siquiera un retoño o un hermano menor
que le tome el relevo, ahora que sus hojas empiezan a mostrar debilidad y su frondosidad
se va debilitando con el paso de los años.
Ahí está. Solitario, pero sólido. Fatigado, pero resistente. Mudo, pero testigo de la
vida de muchas generaciones. Él ha visto, desde su distancia discreta, transformarse el
paisaje y crecer la vida de la carretera. Mucho de lo que es ahora este camino de Siem
Reap a Battambang es nuevo. La carretera se asfaltó hace pocos años, ya en el siglo XXI,
y gran parte del tráfico y de la vida que ahora bulle ha aparecido desde entonces. Solo
ahora Siem Reap, con las ruinas de Angkor Wat, se ha convertido en destino turístico
recomendado por las agencias de viajes como paraje exótico. Y solo ahora Battambang
ve crecer sus hoteles y desarrollarse una incipiente industria, y se descubre como punto
de interés para inversores que buscan lugares donde instalarse.
Mucho antes ya estaba allí el árbol. Acogiendo bajo sus ramas la vida de los
pájaros. Viendo crecer el arroz y pastar el ganado. Viendo sucederse las estaciones y las
cosechas. Hace unas décadas, el sendero era, tan solo, un camino polvoriento. No
estaban los cables eléctricos que ahora vuelan junto a la carretera. Tampoco pasaban
apenas vehículos, en un país que todavía se recuperaba, agotado, de las heridas de una
guerra civil y una sucesión de episodios violentos que lo dejó doblado, pero no vencido.
El árbol, hoy, callado, recuerda, a la manera en que recuerdan los árboles. Tiene
muchas memorias y algunos amigos. Aún hoy, duerme a sus pies un pastor anciano que,
ya cuando era niño, venía a lomos de las reses para dejarlas vagar por allí cuando no era
época de arroz. Recuerda también, y aún se estremece, la época de la violencia, cuando
veía a unos hombres golpear a otros hombres, y quería gritarles que la vida no puede ser
eso. Pero casi nadie escucha a los árboles. Sacude sus ramas, con la ayuda del viento,
para disipar esas memorias tristes. Y en su lugar aparece un recuerdo más amable. Evoca
cómo comenzó la más curiosa historia de amistad entre un árbol y un hombre. Recuerda
que fue hace ya veinte años cuando lo vio por primera vez, y que desde entonces nunca
han dejado de cruzarse. Tal vez, fruto de ese encuentro, sea hoy uno de los árboles más
fotografiados de Camboya, pero eso a él no le preocupa ni le envanece. Nunca ha
necesitado posar para mostrarse espléndido. Pero le ilusiona seguir viendo a su amigo
hombre, que, desde aquella vez primera, quiere reflejar y compartir con otros su imagen,
su memoria, su belleza.

Era 1995. Entonces, el árbol podía contar los vehículos que pasaban por el camino de
tierra, a lo lejos. Alguna otra vez había visto pasar aquella furgoneta que llevaba
dibujada una paloma en la puerta. Pero esta vez no fue como las demás. Esta vez se
cruzaron la mirada del árbol, como quiera que miren los árboles, y la mirada del hombre.
Y el hombre no pudo apartar sus ojos.

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Aunque sabía que en aldeas lejanas del norte alguien le esperaba con ilusión y
necesidad, se sintió cautivado y se detuvo. Bajó del vehículo. Se adentró en el arrozal y
se puso en cuclillas, mirándolo desde lejos. Fue como si escuchase la canción profunda
que el árbol cantaba desde mucho tiempo atrás. Escuchó su música silenciosa, que
hablaba de vida, de naturaleza, de tiempo, de raíz y de hogar. Escuchó su relato de
soledades y encuentros. Aún no podía ponerle nombre, pero reconocía el dolor de quien
ha sido testigo de mucho malo, pero también la alegría de quien ha visto mucha belleza.
Oyó el sonido de la risa sincera. Y se reconoció en el espejo de aquel gigante que
transmitía solidez, paz y firmeza, pero también cierto desvalimiento.
El hombre se llamaba Enrique, aunque todos lo conocían como Kike. El árbol aún
no había encontrado su nombre. Y solo un tiempo después, cuando el hombre vino con
otro amigo, lo bautizaron como el árbol solitario. Solo entonces, al ponerle nombre,
caería en la cuenta de que se reconocía en esa soledad fecunda y poblada; en ese echar
raíz en una tierra profunda y alzar los brazos hacia el cielo y hacia el mundo; en ese ser
testigo y refugio, morada y albergue, presencia muda y canción vital.
Aquel primer día, tras un rato mirándose a lo lejos, Kike no podía aún poner
palabras a todo eso. Solo sabía que había encontrado un amigo. Y se sintió extrañamente
reconfortado. Aquel primer día volvió a su furgoneta. Miró con ternura las sillas de
ruedas que llevaba en la parte de atrás y se vio confirmado en su misión cotidiana.
Cuando se alejaba, no imaginaba aún que llegaría a contar la historia de este encuentro a
otros muchos que compartían con él ilusiones, anhelos y proyectos.
Todo esto, que él aún no sabía, lo supo el árbol desde el primer momento en que se
vieron. Porque existe una sabiduría distinta, gestada en la contemplación y el tiempo, en
la espera y la calma, en la naturaleza y la entraña de la tierra; una voz anterior a las
palabras, a los libros y a las canciones, que a todos nos vincula con la vida; una lucidez
que a muchos les parecerá necedad. Es esa la historia que canta, para quien sepa
escucharlo, el árbol solitario.

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Camboya, tan lejana

Salamanca, 1984

En Salamanca la tradición universitaria viene de antiguo. Desde que, en 1218, fundara la


Universidad el rey Alfonso IX de León, por sus corredores han pasado ilustres
personajes. Algunos muy conocidos; pero también otros muchos cuyas historias quizá no
poblarán las páginas de libros, pero que han contribuido a fraguar el pensamiento y el
desarrollo de las humanidades hispanas durante casi un milenio. Por sus aulas pasaron,
como estudiantes o profesores, personajes de la talla de fray Luis de León, Francisco de
Vitoria, san Juan de la Cruz o Miguel de Unamuno. Allí intentó estudiar, por el siglo
XVI, un vasco que buscaba encontrar a Dios y su propio lugar en el mundo. Se llamaba
Íñigo de Loyola, y aún le faltaban unos años para, definitivamente asentado en París,
cambiar su nombre por el de Ignacio y juntar a su alrededor a un grupo de compañeros.
Más tarde, este grupo se ofrecería al papa para servir a la Iglesia en aquellas misiones
que les encomendase, y en esa amistad y ese compromiso común se gestaría la
Compañía de Jesús.
La ciudad del Tormes no fue benévola con el vástago de la casa de Loyola. Él
llegaba con la intención de formarse para ayudar a las personas en cosas del espíritu.
Pero en aquella época, en que muchos eran sospechosos de «alumbradismo» y de
inclinación a la heterodoxia religiosa, también Íñigo fue acusado –como lo había sido en
Alcalá de Henares unos meses antes– de una predicación sospechosa y de estar hablando
sin fundamento. Fue encarcelado y tuvo que pasar varios exámenes eclesiásticos hasta
ser declarado libre de toda sospecha, pero, pese al indulto, se le prohibió hablar en
público de cosas de fe mientras no terminase su formación. Harto de trabas, y rebelde en
el fondo, Íñigo decidió marchar a París para probar suerte allí. Y así terminó su periplo
salmantino.
Sin embargo, los jesuitas sí que se establecerían, tiempo después, en Salamanca.
Aún forma parte del perfil de la ciudad el orgulloso alzado de las torres de la Clerecía,
que se erigió entre 1617 y 1755 como centro apostólico de la orden, en la parte más alta
de la ciudad, rivalizando en monumentalidad con el convento dominico de San Esteban y
queriendo hacerle sombra a la mismísima catedral. Fue una época de esplendor y poder,
de fortaleza de la Compañía de Jesús en la Iglesia, que acabó cuando los gobiernos
ilustrados forzaron la supresión de la orden. Después de la restauración –en 1814– la

17
Clerecía volvería a ser encomendada a los jesuitas, aunque en 1940 la mayor parte de la
instalación pasaría a la Universidad Pontificia de Salamanca, mientras los herederos de
san Ignacio trasladaban su actividad a un nuevo caserón de piedra, fuera de la parte
histórica de la ciudad. El nuevo edificio se conoce aún hoy como «la casona», una
manera de utilizar el aumentativo muy propia de los asturianos, habitantes de una
preciosa región del norte de España.

Heredero de san Ignacio, asturiano, viviendo en «la casona» y estudiando en la


Universidad Pontificia. Así encontramos a Kike Figaredo cuando concluye sus estudios
de filosofía en Salamanca a mediados de los años 80. Mientras, España entra a pasos
acelerados en la posmodernidad, la transición acelera su ritmo, y la democracia va
consolidándose. Recién obtenida la primera mayoría absoluta del Partido Socialista, la
legalización del divorcio (1981) o la despenalización del aborto en varios supuestos
(1985) copan titulares y debates, lo mismo que las reformas educativas. España pelea por
entrar en las instituciones internacionales de las que ha estado excluida durante los años
de la dictadura. La reconversión industrial y la implantación del Estado de bienestar
parecen requisitos para conseguir la estabilidad, y la crisis económica golpea con dureza
a demasiadas personas. Pero, pese a ello, hay un clima de celebración, de novedad y
euforia. En Madrid en mayor medida, y en las ciudades de provincias algo menos, se
consolida la movida, una invitación a la fiesta, la libertad, la creatividad y la celebración,
que a unos entusiasma y a otros horroriza. Uno de sus grandes promotores es otro
antiguo alumno de la Universidad de Salamanca, el alcalde Enrique Tierno Galván.
Suenan en las radios nacionales «Mecano» o «Radio Futura». «Alaska y Dinarama»
pronto convertirán ¿A quién le importa? en el grito de rebeldía de una generación.
Mientras, el mundo baila con «Duran Duran» o «Queen», a la vez que «Abba» se separa
y vienen pisando fuerte nuevos grupos ingleses como «Pet Shop Boys». Michael
Jackson, rodeado de los ídolos del momento, lanza con enorme éxito su campaña USA
for Africa al ritmo de «We are the world». Indiferentes a esa efervescencia cultural,
Ronald Reagan y Margaret Thatcher gobiernan con mano firme dos de las economías
más poderosas del mundo, defendiendo una vuelta al conservadurismo y al liberalismo
más radical.
Es un mundo acelerado y sorpresivo, de muchas novedades y vida vertiginosa. Una
década de entusiasmos y excesos, en la que la heroína causa estragos entre algunos
sectores de la población. Pero, por mucho que conozcamos una época, no podemos
etiquetar demasiado pronto ni caricaturizar a quienes la viven. Por debajo de las historias
genéricas, de los titulares, de la crónica de cualquier periodo y del contexto en el que a
cada uno nos toca vivir, está la otra historia, la historia cotidiana, personal y diferente.
Esas vivencias únicas que pueden ser reflejo, pero también contrapunto, de tendencias y
modas.

18
No es una decisión frecuente la de hacerse jesuita en esos años. La Iglesia española
atraviesa una época compleja. Las tensiones generadas por el Concilio Vaticano II y las
transformaciones de los años siguientes están generando infinidad de heridas y fracturas.
El mundo parece apostar por otro tipo de valores muy distintos de los que vertebran la
vida religiosa. Y dentro de la misma Iglesia, la Compañía de Jesús atraviesa una etapa
turbulenta. El generalato del padre Arrupe –que se extendió de 1965 a 1983– no estuvo
exento de polémicas al intentar adaptar la orden a los tiempos y a las urgencias
contemporáneas. Pero, pese a dichas polémicas, Arrupe consiguió preparar la orden para
el siglo XXI.
En esos primeros años 80 tienen especial resonancia en muchos de los hombres y
mujeres de Iglesia voces como la de monseñor Romero, cuyas homilías salvadoreñas se
convirtieron en voz de los silenciados por la violencia, y que tras su asesinato se
convierte en icono y bandera de muchos, que ven en ese profetismo el lugar que la
Iglesia debe reivindicar. Otras voces llegan también de América Latina, se debate sobre
la teología de la liberación, y la propia Compañía de Jesús repite, allá donde desempeña
su labor, el eslogan que ha convertido en síntesis de su misión: el servicio de la fe y la
promoción de la justicia que la fe conlleva.

La formación de los jesuitas siempre ha sido larga y minuciosa. Ya san Ignacio, el


fundador, sabía que, para poder desempeñar una misión exigente y compleja y llevar el
evangelio por bandera, la preparación de los jesuitas debía ser sólida. De ahí que
estableciera un largo proceso formativo. Comienza con dos años de noviciado, en los
que quien ingresa en la orden religiosa se zambulle en la espiritualidad ignaciana;
conoce sus documentos, su historia; se va probando en el encuentro con realidades
distintas y en la experiencia de servicio; y, sobre todo, hace el mes de ejercicios
espirituales, verdadera piedra angular de la mirada ignaciana al evangelio y al mundo. Es
un tiempo de prueba y de formación que termina cuando, al acabar el segundo año, el
novicio hace los votos religiosos de pobreza, castidad y obediencia. Entonces comienza
una etapa de estudios, en la que ha de formarse al menos en filosofía y, si es posible, en
alguna otra disciplina. Terminada esa etapa, y antes de pasar al estudio de la teología –
necesario para la ordenación de aquellos que van a ser sacerdotes– hay una etapa de
trabajo en algún proyecto de la Compañía, que dura alrededor de dos años. Es lo que los
jesuitas llaman «magisterio». «Maestrillo» es el jesuita en formación que está en ese
tiempo de trabajo, normalmente en alguna institución de la orden. Después vendrán otros
años de estudio de teología, al final de los cuales el jesuita es ordenado sacerdote. Una
vez completada su formación, será destinado a trabajar durante varios años, antes de
pasar una última etapa –la «tercera probación»– tratando de consolidar todo lo
aprendido. Solo después de esto hará sus últimos votos –entre ellos, el famoso voto de
obediencia al papa– y se incorporará del todo a la Compañía de Jesús.

19
En 1984, Kike está en Salamanca terminando la primera parte de sus estudios
después del noviciado. Entró en la orden en 1979, al cumplir veinte años, y el noviciado
lo hizo en Valladolid. Solo después, en 1981, fue destinado a Salamanca, para continuar
allí su formación. En la ciudad del Tormes estudia, en la Universidad Pontificia, la
filosofía que necesita como parte de su formación eclesiástica, y retomará los estudios de
economía que dejó a medias cuando decidió entrar en la Compañía de Jesús.
A medida que se acerca el final de esta etapa, una pregunta empieza a martillear en
su corazón y su cabeza: «Y ahora ¿qué?». Lo habitual, en ese momento, es que los
jesuitas jóvenes sean destinados a realizar su etapa de magisterio en alguno de los
muchos colegios que la Compañía tiene por la geografía española. El magisterio es una
oportunidad para tener contacto con alumnos, para ver cómo se desenvuelve uno en la
actividad y la responsabilidad diaria, para afrontar una carga grande de trabajo y para
integrarse en una comunidad de gente ya formada, con todas las luces y sombras, con
toda la carga de concreción, realismo y plenitud de la vida adulta. Sin embargo, Kike
siente que necesita algo diferente, algo más.
Bastantes de los que comenzaban la formación en la Compañía de Jesús no llegaban
a esta etapa. Durante los años de noviciado, y también en esa etapa de estudios, había
bastantes compañeros que, por distintos motivos, decidían abandonar la vida religiosa y
probar suerte en otros caminos. Crisis de fe, inseguridad sobre si esa era su vocación,
enamoramientos, o la propia decisión de los formadores, que veían que la persona no iba
a terminar de encajar como jesuita. También Kike ha visto a algunos de sus compañeros
pasar por esas tormentas y reencauzar sus pasos. Pero no es su caso. Sus años de
Valladolid y Salamanca son años serenos, de amistad, de fe, de pelea cotidiana, de
aprender y profundizar; con las zozobras normales en alguien que, entrando en la
veintena, tiene que ir peleando por encajar en la vida. Es un tiempo para ir sintiendo
confirmada la vocación primera, esa llamada que había sentido años atrás. Pero ahora,
cuando llega el momento de dar el paso a ese mundo más abierto, laboral, menos
protegido, quiere pedirle algo más a la vida religiosa. Se dice que hay algo más, algo que
él todavía no ha descubierto. Y al tratar de descubrir qué es ese «más», empiezan a
resonar en su interior dos voces que le despiertan una inquietud que no es nueva, pero
que encuentra una concreción en la que nunca había pensado antes.

20
Taizé, 1974

La primera voz es antigua en su vida. Le acompaña desde hace años, aunque no siempre
supo oírla. Kike nació y pasó su infancia y adolescencia en Gijón. Cuando era más joven
y estaba en el colegio, siempre le había conmovido la fe que veía en su familia. Su padre,
Alberto, es un hombre de creencias profundas y cotidianas que había sabido transmitir a
los suyos. Durante su infancia, Kike veía con una mezcla de respeto y sorpresa cómo
vivía la fe ese padre de vida seria y misa diaria, y en diferente medida algunos de sus
hermanos. Cuando llegaban por las mañanas al colegio de la Inmaculada, veía cómo
Carlos, algo mayor que él, entraba un momento en la capilla y se recogía en una breve
oración antes de entrar en clase. Kike seguía a su hermano. Pero, al tiempo que sentía
respeto y admiración, notaba también una punzada de insatisfacción, convertida en
pregunta. Él intuía en padre y hermanos algo así como una relación con Dios. Envidiaba
esos momentos de silencio, de intimidad, y anhelaba escuchar algo semejante. En su
oración muda le pedía a Dios que le hablase, pero no oía nada. Una plegaria se alzaba
una y otra vez hacia el silencio: «¿Quién eres?». Pero no había respuesta, y la sensación
de inseguridad y pequeñez crecía.

Kike tenía 15 años cuando uno de los responsables de las actividades pastorales del
colegio le invitó a sumarse a un grupo que marchaba por unos días a Taizé. El grupo era
de alumnos de un curso anterior, pero una baja de última hora hizo que le pudieran
ofrecer la plaza que había quedado libre, y no lo dudó ni un instante. El monasterio de
Taizé, en Francia, se había ido convirtiendo en esos años en un centro de peregrinación y
espiritualidad para jóvenes de distintas sensibilidades y credos. Bajo el carisma del
hermano Roger, se fue desarrollando allí una liturgia serena y una forma de orar en la
que la luz cálida de las velas, los juegos de iconos y telas y los cantos que se repetían
como plegaria atraían y llenaban el corazón de muchas personas. Para alguien con
sensibilidad estética, como era Kike, que descubría un gusto por los detalles que en el
futuro se plasmaría en infinidad de creaciones, Taizé era un lugar inmenso y lleno de
posibilidades.
Pero al principio siguió el desvelo, la desazón, la inquietud, porque tampoco allí
parecía hablar Dios. Hasta que, en uno de esos momentos de tranquila quietud, volvió a
sus labios la pregunta constante: «¿Quién eres?». Una interrogación teñida de ansiedad,
de necesidad, de urgencia y también, ¿por qué no decirlo?, del fracaso de otras muchas
veces. En esa pregunta se expresaba su necesidad de algo más. Latía también ahí el
deseo de comprender esa relación con Dios que tantas veces había intuido en su padre.
Rezaba con intensidad, con apremio, quizá también con el miedo a toparse de nuevo con

21
el silencio. Pero esta vez fue diferente. Allí tuvo su momento de revelación, su
Cardoner1. En ese momento sintió muy dentro esa certeza que le venía a decir: «Kike, no
te vuelvas loco. Si me quieres buscar, mi presencia y mi rostro para ti son las personas.
Búscame en la gente y en las relaciones». A partir de ese momento, todo cambió. Se
sosegó su fe. Empezó a ver a los otros de modo distinto. Empezó a interesarse por la
Biblia, a disfrutar de la oración –que hasta entonces había sido solo una gran pregunta–.
Incluso en los estudios, notó en los siguientes años que mejoraba su disposición y sus
resultados. Esa centralidad de las personas como lugar de revelación y de encuentro con
Dios se convertiría en una constante en su vida. Cuando, unos años después, ya en medio
de sus estudios de economía, sintiese que su vocación había de plasmarse en la
Compañía de Jesús, no sería sino una prolongación de esta llamada primera, que tomaba
forma en el compromiso con un grupo y una misión.
Es esa misma voz la que ahora, ya siendo jesuita, vuelve a resonarle. Cuando
empieza a pensar en el futuro, en ese tiempo de magisterio, recuerda la llamada al
encuentro con la gente y siente que son las personas más frágiles, más débiles, más
vulnerables, las que pueden convertirse en rostro de Dios para él y para el mundo.

22
Roma, 1980

La segunda voz es diferente. Más directa. Más colectiva. Con muchos portavoces. Pero
si tuviera que materializarla en alguna voz concreta, sería la de Pedro Arrupe. En 1984,
el superior general de los jesuitas está apartado del gobierno y convalece tras una
embolia que le ha dejado casi paralizado. El gobierno de la Compañía, mientras se
convoca una congregación general que tendrá que elegir a su sucesor, está en manos de
dos jesuitas, Pittau y Dezza, nombrados por Juan Pablo II en un momento de bastante
tensión entre la Santa Sede y la Compañía de Jesús. Pero la voz de Arrupe sigue
resonando con fuerza –y seguirá marcando intuiciones y caminos para los jesuitas
durante las siguientes décadas–.
Entre las muchas homilías, discursos y cartas de Arrupe, hay una llamada que lanzó
a la Compañía de Jesús en 1980. Conmovido por el drama de los refugiados, que se
contaban por millones en un mundo atravesado por conflictos armados, convocó a
jesuitas y colaboradores a comprometerse. Les urgía a pensar en el drama de tantos
millones de personas desplazadas, alejadas de sus hogares, a menudo encerradas en
parcelas fronterizas sin más atención que un deficiente acceso al agua y a la
alimentación, en una situación que se prolongaba a lo largo de años y décadas. Víctimas
civiles, condenadas por los politiqueos, por guerras ajenas y hasta utilizadas por los
soldados de sus propios grupos como cobertura en las situaciones más violentas.
De aquel grito, surgido en el corazón de una habitación romana, pero lanzado a los
cuatro vientos, nació el Servicio Jesuita para los Refugiados. Diez años después, el
sucesor de Arrupe, el padre Kolvenbach, urgirá a los jesuitas a seguir comprometiéndose
con los refugiados, como prioridad apostólica de la orden. Y en la siguiente década
tomará cuerpo la formulación que aún hoy define esta misión: defender, acompañar y
servir a todos aquellos que han sido apartados de sus hogares por conflictos, desastres o
violaciones de derechos humanos.
En 1984, es una voz que aún está empezando a resonar, pero que encuentra eco y
adhesiones a lo largo y ancho del mundo. La llamada a comprometerse con los
refugiados se expresa y se difunde en forma de cartas y peticiones a toda la Compañía.
Cuando una de esas cartas cae en manos de Kike, tras leer las palabras de Arrupe le brota
con espontaneidad una única pregunta: «¿Qué hay que hacer para ir?». No es curiosidad,
sino decisión. No es para él una alternativa entre muchas, sino el camino que ve con
absoluta certidumbre. Tan sencillo, tan claro, tan concreto.
Quienes tienen que ayudar a Kike a definir su destino de magisterio acogen ese
anhelo. No es, en esos tiempos, lo habitual ni lo convencional. Desde mucho tiempo
atrás, cualquier maestrillo lo ha sido en un colegio. Un destino a trabajar con los

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refugiados es, de algún modo, inesperado. Un viejo sofá rojo de muelles chirriantes es
escenario y mudo testigo de largas conversaciones entre Kike e Isidro González
Modroño, compañero jesuita que le acompañaba en aquella etapa y le anima a seguir esa
intuición. Después el provincial, Avelino Fernández, y los responsables de la formación
en Roma muestran una inmediata convicción de que es la decisión correcta. La
búsqueda, el diálogo y la obediencia confluyen para preparar el destino.

24
Madrid, 1985

Kike es destinado a Madrid para hacer un último año de sus estudios, antes del
magisterio. Le queda un curso para completar su licenciatura en económicas, y será en la
Universidad Complutense, en la que había cursado los primeros años de la carrera antes
de hacerse jesuita, donde la acabe. En su comunidad convive con Goyo Ruiz, su superior
y experto biblista, con el que conversará en muchas ocasiones sobre el futuro que
imagina y anhela. También conoce aquí a Moncho Écija, un jesuita destinado en
Andahuaylillas, en Perú, que está pasando un año sabático en Madrid. Sus relatos sobre
la tarea en las misiones le fascinan.
Al final, la decisión es firme. Sus superiores acuerdan enviarle a trabajar en el
Servicio Jesuita de Refugiados (JRS) por dos años.
El encargado de concretar su lugar será Mark Raper, un jesuita australiano que en
ese momento comienza a coordinar la labor del JRS en Asia. Le propone dedicar el
tiempo de que dispone al trabajo con los refugiados camboyanos, en los campos de la
frontera tailandesa. Aún es más explícito, indicándole que su prioridad serán las personas
con discapacidad, la mayoría de ellas mutiladas por las minas antipersona que, en ese
momento, causan daños constantes en una población que aún sufre los efectos de una
interminable guerra civil. «La única condición para esto es que aprendas el idioma.
¿Estarás dispuesto?», lee Kike con avidez desde su habitación en el madrileño barrio del
Pilar, en la carta que el australiano le envía y que repasa hasta casi saberla de memoria.
Por supuesto que está dispuesto. No imagina aún que los camboyanos más vulnerables
terminarán convirtiéndose en la gente a la que consagre no solo unos años, sino su vida.
Kike es destinado a los campos de refugiados camboyanos en la frontera de
Tailandia. Allí hará su etapa de magisterio, a partir de septiembre de 1985, con otro
grupo de hombres y mujeres de distintos orígenes y sensibilidades, pero con idéntica
pasión por cambiar la realidad para hacerla más evangélica. A trabajar con los
camboyanos, especialmente con las víctimas de las minas antipersona, mutilados que se
cuentan por miles.
Poco sabe Kike sobre Camboya en el momento de recibir la carta en la que Mark le
explica su nuevo destino. Tal vez ha escuchado, como tantos otros, las noticias que
durante los años anteriores narraban la tragedia de un pueblo sumido en una guerra civil
devastadora. El nombre de Pol Pot resuena en los oídos occidentales provocando un
estremecimiento. Solo unos meses antes, un director de cine desconocido ha estrenado su
primera película, «Los Gritos del Silencio», relatando el sufrimiento de los camboyanos
durante los cuatro años de la Kampuchea Democrática, en que los Jemeres Rojos
gobernaron el país, y ya el mundo relata, con perplejidad, la locura de un régimen que ha

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acabado con la cuarta parte de la población. El director de cine se llama Roland Joffé, y
su siguiente película será «La Misión», donde narrará el conflicto de los jesuitas por su
defensa de los guaraníes en las reducciones de América Latina. Leídas con tiempo y
distancia, esas coincidencias domésticas son piezas en las que parece que la vida le hace
un guiño a cada historia, pero que en el inicio de 1985 aún no han encajado.

26
«Y ahora ¿qué?»: la eterna pregunta

¿Quién no ha pasado por encrucijadas en la vida? ¿Quién no se ha encontrado en algunos


momentos inseguro acerca del futuro? Incluso cuando parece que ya tienes la vida
encauzada, siguen brotando preguntas y posibilidades. Quieres acertar, y en tu horizonte
se mezclan caminos que te atraen, nubarrones que te vuelven inseguro, oportunidades y
problemas. A veces querrías pelear todas las batallas, pero las fuerzas no siempre
acompañan. En ocasiones te gustaría tener clarividencia para saber qué debes hacer. Y,
sin embargo, no hallas las respuestas que buscas. Desde la fe le preguntas a Dios, como
quiera que Dios responda. Desde la confianza, hablas con otros. En la soledad, piensas
en todo lo que ocurre.
Hay tres obstáculos que son igualmente perjudiciales a la hora de afrontar estas
situaciones: uno de ellos es el del miedo a lo definitivo. Hoy en día, las decisiones que
tienen una carga de salto al vacío, aquellas en las que sientes que no hay vuelta atrás, que
te atan –o te comprometen– de una manera estable y lo cambian todo para siempre, esas
decisiones asustan. Asustan porque vivimos en un mundo en el que todo evoluciona
rápidamente. En el que, independientemente de lo sólidos que creamos ser, lo que nos
rodea es tan frágil y a menudo tan efímero que resulta arriesgado afirmar que algo es
«para siempre». Y por eso, uno se puede ver paralizado ante la trascendencia de algunas
decisiones vitales: consagrar la vida, casarse, marchar a vivir y trabajar a otro país, tener
un hijo... Y por eso hay quien no es capaz de dar esos pasos, o al menos deja que pase el
tiempo y, cuando termina decidiendo, es más por la urgencia de ver que se te hace tarde
en la vida que por la tranquila convicción de lo que estás haciendo. Es lo que ocurre
cuando lo queremos todo en la vida. Quieres ser abanderado de todas las causas,
luchador en todas las guerras, perejil en todas las salsas y enamorado en todas las
novelas. Quieres divertirte mucho, pero también quieres ser serio en lo que haces.
Quieres ser especialista en todos los campos. Quieres disfrutar la vida del soltero, la del
casado, la del padre de familia y la de quien no tiene ataduras. Y necesitas escuchar,
alguna vez, esa voz que te recuerde que solo tenemos una vida y que es mejor
aprovecharla y vivir que perderla por miedo a renunciar a algo.
El segundo obstáculo que encontramos en ese camino es el mito de la certeza. A
menudo nos hacemos la pregunta: «¿Cómo puedo estar seguro de que esta es la decisión
correcta?». Es una cuestión legítima, pero también engañosa. Si suponemos que esa
seguridad es una certidumbre tan inquebrantable, tan fundamentada y tan incuestionable
que se convierte en una especie de seguro o salvoconducto frente al error o el fracaso,
estaremos exigiendo demasiado. No existe esa seguridad a priori. Las decisiones que
tomamos no nos protegen contra la incertidumbre o los problemas. Habrá que luchar
después por consolidar aquello por lo que hemos apostado. Y en esa batalla pasaremos

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días gozosos y llenos de entusiasmo; pero también nos encontraremos con jornadas de
aridez y sombra, en las que no tendremos claro ni el porqué ni el hacia dónde.
En muchos contextos religiosos hablamos de discernir y de buscar la voluntad de
Dios. Y podría pensarse que, si damos con la fórmula mágica, eso nos garantiza el éxito.
Pero la realidad es que las preguntas primeras –«¿Qué debo hacer?», «Ahora ¿qué?»,
«¿Qué quieres de mí?»– son precisamente eso: preguntas primeras. Solo nos preparan
para empezar el camino, quizá con intención, con determinación y convencidos de lo que
hacemos. Pero después tocará luchar cada día para comprender dónde nos metemos, y
pelear por ello. Cualquiera que espere a estar seguro al cien por ciento de las cosas, es
posible que esté huyendo, en realidad, del riesgo y del compromiso, amparándose en una
certeza futura que tal vez no llegue nunca.
El tercer obstáculo es más sutil. Parece que las grandes decisiones son esas que se
toman una vez –o muy pocas– en la vida. Casarse, hacerse religioso, tener hijos... Pero la
realidad es que, elijamos el camino que elijamos, sigue habiendo, después, muchas
alternativas, muchos momentos en los que no es indiferente tirar en una dirección u otra.
La gran tentación, entonces, es la inercia. En cada vida, la inercia tiene unos
componentes; pero es, en todo caso, dejarse llevar por lo que se supone, se espera o se
repite en toda la gente que está en circunstancias parecidas a la tuya. Por inercia puede
uno acomodarse en una vida religiosa convencional e instalada. Por inercia puedes
convertir la progresión profesional –salario y puesto– en la meta de toda tu vida laboral.
Por inercia dejas de tomar algunas decisiones con respecto al tipo de educación que
quieres dar a tus hijos, y más bien dejas que todo eso llegue de una manera determinada,
«porque es lo que todo el mundo hace». Hasta que, tal vez, llega el día en que te das
cuenta de que hace demasiado tiempo que no has decidido nada.

Cuando Kike ve que se le abre la puerta hacia Camboya, aún no sabe si esto es temporal
o si alguna vez será definitivo. Sí sabe que al abrir esa puerta se cierran otras, pero no es
algo que le paralice ni le frene. Le mueven, al tiempo, la ilusión y el deseo de hacer
concreto el evangelio en un contexto muy diferente del que ha conocido hasta ahora. Ha
intentado responder, de la mejor manera que sabe, a esa pregunta eterna, universal, que
tantos hombres y mujeres tenemos que afrontar en algunos momentos de nuestras vidas:
«Y ahora ¿qué?».

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Camboya, 1970-1984

Hoy en día, Camboya es un país pobre, pero que lentamente va avanzando. Su capital,
Phnom Penh, crece a un ritmo vertiginoso, como queriendo subirse al tren de sus vecinos
en esta marcha hacia el desarrollo de las economías del Sudeste Asiático. Altísimos
edificios van cambiando la silueta de la capital. Muchas empresas han instalado en las
carreteras camboyanas sus fábricas, aprovechando la abundancia de mano de obra joven
y barata. El país crece, vibra, sonríe con la tranquila belleza de sus gentes, que tras una
fachada amable guardan para su mundo privado el dolor o el júbilo, las historias y las
memorias aún recientes de tiempos conflictivos. Muchos llevan visibles las huellas de
una guerra que devastó el país durante dos décadas.
En 1984, Camboya distaba mucho de esta imagen. Era un lugar destruido,
empobrecido y sumido en una guerra civil que seguía causando víctimas a lo largo y
ancho de todo el país.
Aunque su etapa más identificable sean los cuatro años de dictadura de los Jemeres
Rojos, desde que tomaron Phnom Penh el 17 de abril de 1975 hasta que fueron
expulsados del poder por los vietnamitas el 7 de enero de 1979, la guerra duró mucho
más –desde 1970 hasta que se firman los acuerdos de paz en 1990– y en realidad se
mantuvo hasta el abandono definitivo de la lucha por parte de los Jemeres Rojos, que
solo dejaron las armas a la muerte de Pol Pot, en 1998.
La guerra empezó en 1970, cuando el general Lon Nol dio un golpe de Estado
contra el príncipe Norodom Sihanouk. De por medio estaba la neutralidad que el
príncipe quería en la vecina guerra de Vietnam. Frente a ello, Lon Nol defendía la
alianza con Estados Unidos y Vietnam del Sur. Por su parte, los Jemeres Rojos, de
ideología comunista, abominaban de esta alianza con Occidente y empezaron a cobrar
relevancia durante años de guerrilla. Esos cinco años dejaron a la población exhausta y
víctima de los tres bandos: monárquicos, republicanos y Jemeres.
Cuando Estados Unidos reconoció su derrota y se retiró del Sudeste Asiático, los
Jemeres Rojos encontraron el apoyo de una población agotada que creía que, con su
llegada al poder, que se produjo tras la conquista de Phnom Penh, llegarían la paz y el
final de las muertes infligidas por todas las facciones enfrentadas.

Estos precedentes nos tienen que ayudar a evitar hablar de una manera plana y unívoca
de buenos y malos, verdugos y víctimas, violentos y pacíficos, por más atroz que
resultara la violencia del régimen de Pol Pot. Monárquicos y republicanos, partidarios de
los Jemeres Rojos y furibundos anticomunistas pelearon durante años en sus calles, en

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algunos casos con el apoyo logístico y militar de algunas potencias occidentales, dejando
que el peso de la violencia cayera sobre la parte más vulnerable de la población civil,
como siempre ocurre en las guerras.
Lo cierto es que, una vez en el poder, los Jemeres Rojos establecieron un demencial
sistema para imponer un régimen comunista agrario. Evacuaron las ciudades, forzaron el
régimen de trabajo en los campos que después se conocerían como «campos de la
muerte»; ejercieron una violencia terrible contra buena parte de la población y
eliminaron sistemáticamente a todo aquel que fuera sospechoso de tener formación, de
pertenecer a las élites o de tener cualquier vínculo con el extranjero, siendo la CIA el
sinónimo del enemigo radical. Durante esos años, casi dos millones de personas
perecieron por las enfermedades, el hambre y la violencia. Mucho tiempo después, los
camboyanos seguirán recordando esta época y los campos de la muerte como el tiempo
de la cárcel sin muros. Todo el país era una enorme prisión, una celda a la intemperie,
donde nadie sabía quién sobreviviría y quién no.
Cuando las tropas vietnamitas ocuparon Camboya y expulsaron a los Jemeres hacia
el norte, la guerra continuó como guerra de guerrillas durante años. Fue precisamente en
ese año 1979, el primero tras el régimen de Pol Pot, cuando, ante la inestabilidad, el
cambio de gobierno, las persecuciones y una cosecha terrible, muchas personas
decidieron huir a la frontera. Era como un río de refugiados que se veían incapaces de
seguir aguantando la violencia, los enfrentamientos y una guerra que en una década
había masacrado a la población.

Entonces se establecieron los campos de refugiados en Tailandia. Campos que estaban


controlados por las distintas facciones que se oponían al régimen, ya fueran los Jemeres
Rojos, los monárquicos o los republicanos. La opinión pública internacional,
avergonzada por lo que se iba descubriendo de los años anteriores en Camboya y por no
haber querido verlo antes, se volcó en los proyectos de ayuda. La ONU concedió a los
refugiados el estatus de refugiados políticos. El mundo de la ayuda humanitaria se volcó
para aliviar el drama de tantas vidas rotas, aun siendo conscientes del extraño juego de
poder, violencia y guerra que, también desde los campos, se seguía jugando.
Kike aún no conocía mucho de eso cuando le destinaron a la frontera de Tailandia y
Camboya, y le llevaría tiempo ir comprendiendo la complejidad del contexto, la
urdimbre de intereses y situaciones que se combinaban en un difícil equilibrio. Pero esa
comprensión es imprescindible. En los protagonistas y en los testigos. En quienes viven
las historias y en quienes nos asomamos a ellas tratando de interpretarlas o de contarlas.
Para no caer en una visión demasiado plana de la realidad.
Sería una tentación inmediata asociar los campos de refugiados a las víctimas de los
Jemeres Rojos y convertirlos, en nuestra imaginación, en lugar de exilio forzado de los

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más golpeados y un lugar de compasión pura. Eso haría más inmediata, más fácil, más
inexcusable la ayuda humanitaria. Nos cuesta más justificar la relación con los culpables.
Pensemos, por ejemplo, en la opinión pública internacional tras el genocidio de Ruanda.
Cuando los tutsis volvieron al poder tras el terrible genocidio de 1994, que acabó con
800.000 tutsis (el 75% de la etnia), y comenzó el éxodo de los hutus, muchos de quienes
veían por la televisión el forzado exilio de estos eran incapaces de comprender ese giro
de perseguidores y perseguidos. Parece que siempre hay que dividir el mundo en buenos
y malos, verdugos y víctimas, sin darnos cuenta de que el poder –y la violencia– se
mueven por ciclos. Que en todos los bandos hay locura y sensatez. Que todos los grupos
tienen sus mártires y sus dementes. Que, al final, los pacíficos se llevan la peor parte,
sean del grupo que sean.
En los campos de refugiados de todas las latitudes puede ocurrir que convivan, en
inevitable baile, soldados y civiles, gente que huye y gente que se prepara para volver a
la batalla, defensores de todos los partidos, de todas las batallas, de todos los frentes. No
son el lugar idílico de una cooperación tranquila tras el fragor de la tormenta. Siguen
siendo espacios de conflicto, donde el dolor y la esperanza pelean a brazo partido. Y son,
en ocasiones, el lugar al que han llegado los más afortunados, los que han conseguido
salir del infierno.
Muchos de los camboyanos, por quienes el corazón de Kike empieza a latir, aun sin
conocerlos todavía, viven en los campos. Otros muchos no están en la frontera, sino en la
misma Camboya, y en situaciones aún más penosas que la de los campos. Algún día
tendrá que salir a su encuentro. Pero eso aún tardará en llegar, y nada intuye Kike la
primera vez que se sube al avión con destino a Bangkok.

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La vida en la frontera

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Roma, junio de 1985

La primera escala del vuelo de Kike es Roma. Allí le han pedido que pase unos días
antes de seguir hacia Asia. Entre las visitas de esas jornadas, una tendrá especial
importancia para él. En la enfermería de la curia, en el Borgo Santo Spirito, tiene la
ocasión de saludar a Pedro Arrupe. Aunque está enfermo, el anciano general todavía
puede recibir visitas y disfruta de las noticias del amplio mundo que tanto ha querido. Y
allá se encuentran el anciano y el joven; el viejo árbol ya doblado, que poco a poco se va
encogiendo, y el árbol joven que comienza a desplegar sus brazos al cielo y al mundo.
El apóstol que toda la vida ha sido Arrupe encara ahora el final de su recorrido,
viviendo la disminución y la enfermedad con la misma pasión con que viviera la
grandeza y el empuje de sus años más activos. Kike aún tiene aspecto de crío, con un
rostro juvenil al que ni siquiera un bigote tupido consigue añadir años, y todo lo que
lleva en el equipaje es la ilusión y la convicción profunda de quien tiene todo el camino
por delante.
Arrupe está en su silla de ruedas y alza la vista para tratar de reconocer a quien se
aproxima. Kike se le acerca, inseguro sobre cómo debe dirigirse a él. Al final opta por la
naturalidad.
– Padre, soy Kike, un maestrillo español. Vengo a verle porque me voy a Tailandia,
a trabajar con los refugiados.
Los ojos de Arrupe se encienden con el fulgor de un fuego que se resiste a dejarse
apagar.
– ¡Ah!, ahí es donde desearía estar yo –murmura, dejando entrever la nostalgia, la
emoción de los sueños que se niegan a morir. Después, tras una leve vacilación,
prosigue, con voz más pausada–, pero el Señor ha querido que esté aquí.
– Pues nada, yo voy a aprender y a ver en qué puedo ayudar –dice Kike.
Le han pedido que no alargue mucho el encuentro para no fatigar demasiado a
Arrupe, y hace ademán de levantarse. Entonces Arrupe sonríe con esa sonrisa afable que
tan bien conocen quienes le tratan a diario.
– Sustitúyame a mí allí –dice–, que yo rezaré por usted.
– ¿Me dará usted su bendición, padre?
Lo hace.
Kike sale ligero de esa entrevista. Reforzado en su misión. Sintiéndose portador de
un relevo que, en cierto modo, le ha entregado el mismo Arrupe. «Sustitúyame»,

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recordará desde entonces en muchos momentos de calma y en otros de desvelos.

34
Los campos, 1985-1988

Al llegar a Bangkok, Kike se siente un poco perdido. Como le ocurre a todo aquel que
tiene poca experiencia de viajar por primera vez a algún lugar desconocido y diferente.
Le han dicho que Mark Raper irá a buscarle y que es un hombre muy alto. Se aferra a esa
descripción y, al salir de la zona de llegadas del aeropuerto, busca con obstinación a un
hombre con aspecto de australiano –sea lo que sea lo que él imagine que debe parecer un
australiano– y que al menos tiene que medir un metro noventa. En vano. No hay nadie
que encaje en esa descripción. Espera, camina arriba y abajo, mira con expresión
esperanzada a cualquier hombre alto que entra por las puertas del aeropuerto. Hasta que
se rinde. Al final tiene que coger un taxi que le lleva a la dirección que tiene anotada en
un papel.
Al llegar a la casa y encontrar al fin a Mark, este le pregunta si no ha visto a Lek en
el aeropuerto. Lek significa algo así como «diminuta», y es el nombre por el que se
conoce a una chica pequeñita que forma parte de la oficina del Servicio Jesuita de
Refugiados, como responsable de los proyectos. Es ella quien ha ido a recibir a Kike.
Pero, por más que la mujer ha hecho esfuerzos para hacerse notar por alguno de los
viajeros que parecían esperar a alguien, ha sido en vano. Kike, obcecado en su búsqueda
del gigante australiano, se volvió ciego a todos los demás. Incluso a esa muchacha
pequeña y sonriente que tenía un cartel con el nombre «KIKE» escrito en visibles
mayúsculas. Poco a poco, tendrá que comprender Kike que en este rincón del mundo hay
que dar mucha más cancha a la improvisación, a los cambios de planes y a las
situaciones imprevistas.

La primera visita de Kike a un campo de refugiados es al norte, acompañando a Mark al


poco tiempo de su llegada, a ver a gente de Laos. Después habrá otras visitas. Como le
ocurre a quien es nuevo en un lugar, le animan a que abra los ojos y trate de hacerse una
idea de lo que va a encontrar. Por eso, durante unas pocas semanas visita varios campos.
En Phanat Nikhom se encuentra al tiempo con refugiados camboyanos, vietnamitas y
laosianos. Son días de mucha novedad. Aún el idioma es un obstáculo, y con los ojos
abiertos intenta absorber todo lo que puede, aun sabiendo que todavía ninguno de estos
lugares es su destino.
Phanat Nikhom está cerca de Bangkok, y la mañana que tiene que volver a la
capital coge un autobús. Le llama la atención que hay mucho menos movimiento que
otros días. La carretera y las calles de Bangkok, habitualmente bulliciosas y llenas de
vida, parecen extrañamente vacías. Al bajar del autobús en la plaza donde está Xavier
Hall, la casa de los jesuitas, y justo cuando está a punto de cruzar la calle, le sobrepasan

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a bastante velocidad seis tanques: otra novedad, en esta Tailandia que sigue siendo
desconocida para él. Aprieta el paso y llega a la casa. En ese momento sus compañeros
están saliendo de misa, y Miguel Garaizábal, otro de los jesuitas destinados en Tailandia,
le mira con incredulidad.
– ¿Cómo has llegado aquí?
– En autobús, desde Phanat Nikhom –responde Kike, con naturalidad.
–¿Y cómo te han dejado salir de allí? –insiste Miguel–. ¿No sabes que acabamos de
tener un golpe de Estado?
La noche anterior –10 de septiembre de 1985– se ha producido un golpe de Estado
en Tailandia. Ahora encaja para Kike el vacío de las calles. También piensa ahora, a
posteriori, en la cantidad de uniformes militares que ha visto en el trayecto a través de
las calles de Bangkok. Pero lo que le había parecido parte de esta cultura desconocida,
en la que los uniformes de todo tipo –de militares, pero también enfermeros, médicos,
profesores, estudiantes– son el pan nuestro de cada día, ahora cobra un poco más de
relevancia.
El golpe no tendrá más trascendencia. De hecho, fracasa en unas pocas horas, y la
vida sigue su curso normal en las calles de Bangkok y el resto del país. Pero el episodio
nos permite hacernos una idea de lo absorbente que va a resultar la vida en los campos
para Kike y para quienes, como él y con él, trabajan allí. Hoy, en este mundo de
comunicación instantánea, de conexiones inalámbricas y de acceso a los datos en todo el
mundo, parece imposible que algo tan importante pase desapercibido. Pero hace treinta
años no era tan inmediato.

Dos días después, vuelve a salir de Bangkok, de nuevo con Mark y con Pierre Ceyrac, un
jesuita francés –llegado a la frontera de Camboya tras años de misión en la India–, esta
vez para ir ya a los campos de refugiados de camboyanos. Ahora sí, este será su destino,
el contexto en el que tiene que trabajar durante los próximos años. La llegada resulta
extraña para Kike. Tras más de un año imaginando este momento, ahora se va a hacer
real. Y le ocurre como a tantos que, en distintas situaciones, nos hemos encontrado con
una mezcla de curiosidad, ganas y temor ante algo que nos atrae, pero también nos
genera incertidumbre. Entonces se multiplican las preguntas: «¿Qué habrá allí?»,
«¿Cómo será?», «¿Estaré yo a la altura? ¿Seré capaz?». Siente el estómago encogido al
acercarse por la carretera polvorienta...
El campo en el que Kike va a trabajar estos años se conoce como «Site 2», en la
frontera de Tailandia por la zona del norte. Todas las mañanas entran en los campos
multitud de vehículos de las distintas organizaciones no gubernamentales que hacen allí
tareas humanitarias, y todas las tardes los cooperantes vuelven a salir para los lugares en

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los que viven, pues no se les permite hacer noche en el recinto del campo de refugiados.
Para entrar hay que franquear hasta cuatro controles donde el ejército tailandés revisa
papeles y permisos. En el primer control los soldados son afables y sonrientes. Pero a
partir del segundo, cuanto más se acercan al campo, tanto más hosco es el semblante de
quienes les van dando paso. Parece como si la proximidad de los refugiados endureciera
a quienes tienen que encargarse de su vigilancia. Sintiendo el estómago como una
piedra, pasa control tras control. Los últimos vigilantes están fuertemente armados,
vestidos de negro, y no pueden resultar menos amistosos. Aunque intenta seguir la
conversación mientras sus compañeros, más familiarizados con la rutina del campo, le
van contando anécdotas, él siente una única pregunta que le muerde por dentro: «¿Qué
voy a hacer yo aquí?». Ahora le parece que ni sus estudios de economía, ni las filosofías,
ni quizá su inmersión en la espiritualidad ignaciana, le garantizan ninguna capacidad. El
miedo a no saber, a no estar a la altura, a no tener nada que aportar, le envuelve y le hace
callar.
Al entrar en el campo y bajar del coche, una multitud de niños sonrientes se lanzan
a darles la bienvenida. Se multiplican los abrazos, las risas y los saludos. Si Kike
esperaba encontrar caras largas y un clima bélico, lo que descubre es un bullicio y una
vitalidad que le sorprenden. Un café, compartido con madame Teresa Long Lieng y
Viseth, dos refugiados camboyanos, sirve para un contacto inicial. Se interesan por lo
que viene a hacer, y es Mark quien dice que Kike trabajará con los mutilados. Entonces
se ofrecen a llevarle al centro de discapacitados. Al llegar ve a un hombre alto, moreno,
apoyado en dos muletas que inmediatamente le llevan a fijarse en que le falta una pierna.
Su rostro está lleno de cicatrices. Su nombre es Heng Meth y, de entrada, Kike se siente
un poco intimidado, sin saber muy bien qué puede hacer o decir ahora. Con ayuda de un
intérprete se presentan y se saludan. Entonces es Heng Meth el que le dice, sin muchos
rodeos:
– He oído que vienes a ayudarnos.
– Sí –contesta Kike, pero vacila, sin saber cómo continuar.
– No te preocupes, nosotros te diremos lo que necesitamos.
Esa afirmación directa y sencilla es como un bálsamo que le tranquiliza. Con
certera intuición, Heng Meth ha sabido ver el conflicto interior del hombre que tiene
delante. A una edad en la que muchos de los camboyanos han luchado en una guerra
devastadora –el propio Heng Meth es militar– y han sufrido privaciones, violencia,
hambre y muerte, alguien como Kike se siente inseguro. Ahora le parece que todo su
aprendizaje anterior no es más que humo, que se disipa al contacto con la realidad. Kike
tiene esa sensación, y probablemente los camboyanos a quienes viene a ayudar, también.
Pero no percibe Kike amenaza ni reproche en la afirmación de Heng Meth.

37
«Nosotros te diremos lo que necesitamos»

He ahí una manera de adentrarse en la realidad. En un mundo como el nuestro, donde


hay muchos que se dedican a dispensar recetas para cualquier problema y profesionales
que parecen saberlo todo; en un mundo donde parece que si tienes un título en
solidaridad, un máster en cooperación o un doctorado en humanidad, ya estás preparado
para salvar al género humano, es importante recordar algo que todos experimentamos
alguna vez: la importancia de llegar a la realidad con ojos abiertos, corazón generoso,
espíritu inquieto y, si acaso, boca cerrada. Es decir, que hace falta un tiempo para
conocer la realidad antes de empezar a definirla o a diagnosticarla. Resulta bastante
pretencioso quien llega a cualquier lugar y lo primero que hace es ponerse a criticar lo
que ve y proponer alternativas, sin siquiera haberse detenido, por un instante, a mirar y
tratar de comprender. Hace falta pasar largos ratos con las personas, escuchar sus
historias y tratar de comprender sus circunstancias, antes de lanzarse a dar diagnósticos.
Sería fácil, en distintos contextos, entrar en una dinámica de propuestas inmediatas.
Fácil, pero equivocado. Es anterior e imprescindible a cualquier propuesta el estar
dispuesto a contemplar al otro y establecer relaciones. Y esto vale igualmente para
hablar de personas enfermas, de refugiados, de gente con alguna discapacidad, de
ancianos abandonados, de adolescentes problemáticos, de matrimonios en crisis, de
niños en un centro de acogida o de mujeres víctimas de malos tratos. Por supuesto que
uno puede suponer, por formación y por experiencia, lo que sea más conveniente. Pero
cada persona, cada historia y cada contexto ha de volvernos aprendices dispuestos a
escuchar antes de seguir proponiendo nada. Eso es lo que Heng Meth le enseña a Kike.
¿Qué podrían pedirle en el campo? –se pregunta Kike–. Las ideas previas se ponen
en juego. Sería fácil imaginar que la vida de la persona con discapacidad gira en torno a
su limitación y sus heridas. Entonces uno, cargado de etiquetas, empieza a anticipar que
lo que se necesitará serán prótesis, medicinas, permisos, papeles... Así que la gran
sorpresa y lección para Kike será cuando lo primero que Heng le pide es que les consiga
guitarras eléctricas. Ahí empieza a comprender en qué consiste estar atento. Lo que Heng
le está haciendo ver es que ahora necesitan algo en lo que ocupar el rato, disfrutar de la
música, celebrar la vida. Cantar y entretenerse. Como tantos otros en tantos contextos.
A partir de ahí, entrará en juego el ingenio. Kike conseguirá dos guitarras y un bajo,
pero tendrá que introducir los instrumentos en el campo pieza por pieza, pues las
autoridades le ponen un montón de trabas. Sin embargo, día a día, va pasando cada
pieza. Después ya Heng y sus amigos se encargan de montarlas. Un generador les
proporcionará la corriente. Y cuando llega la fiesta del año nuevo camboyano, pueden
celebrarlo con la música en vivo que Heng y sus amigos interpretan entusiasmados.

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Oyendo la música y celebrando la fiesta, se da cuenta Kike de que la vida es fascinante
para quien está dispuesto a dejarse sorprender por ella.
Heng es un hombre destrozado, y en muchos momentos lo percibirá Kike como
alguien entristecido –y en ocasiones deprimido– por su historia, pero es un verdadero
líder. Y lejos de encerrarse en sus heridas, ayuda al joven jesuita a encontrar su sitio. Él
le va presentando gente, le va indicando las casas donde sería bueno que pasara un rato,
que hiciera una visita, que tuviera una palabra de ánimo o que intentase atender sus
necesidades. Él le enseña el valor de la acogida.
Así, poco a poco, empieza para Kike la vida en los campos. Va aprendiendo que las
necesidades de las personas van desde lo más material –medicamentos muy básicos,
leche, azúcar o ropa– a lo más intangible, que es escucharles y quererles. A menudo se
da cuenta de que lo más importante de la escucha no es comprenderlo todo, pues muchas
veces ni siquiera es real lo que le cuentan, sino una mezcla de vivencias, esperanzas,
nostalgias de Camboya... Lo más importante es que gente que ha pasado demasiada
soledad sienta que alguien tiene tiempo para compartir con ellos.

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Volver a la escuela

Cuando solo lleva unas semanas en «Site 2», y coincidiendo con una época de
incertidumbre bélica, Mark decide que es bueno que Kike pase una temporada en otro
campo, donde deberá emplear su tiempo y sus mejores esfuerzos en aprender
camboyano. No hay otra forma de que pueda conseguir la autonomía suficiente para
desempeñar la labor que se espera de él.
Es enviado al campo de Morong, en Bataan, Filipinas. Se trata de un campo de
tránsito, donde conviven refugiados vietnamitas, laosianos y camboyanos, esperando
regularizar su situación para continuar el camino hacia otros países, en los que esperan
reconstruir sus vidas. El horizonte esperanzado genera, en ese contexto, un clima de
alegría y optimismo que seduce a Kike.
Durante su estancia en Bataan vive dentro del campo, en los locales de la parroquia.
Tiene que acostumbrarse al clima, a la alimentación, a un mundo que no deja de
sorprenderle. Llegará a perder hasta diez kilos en estos primeros meses de su estancia,
pero no se le hace especialmente difícil esta etapa. Allí conoce a Jean Marie Birsens, un
estudiante jesuita luxemburgués que lleva ya un tiempo en los campos. Verle
perfectamente inculturado, escucharle hablar el camboyano con fluidez y darse cuenta de
lo necesario que es ese aprendizaje se convierte para Kike en estímulo y acicate. Pero al
mismo tiempo es una exigencia. Pasará esos meses sentado en un aula, rodeado de niños,
quizás evocando lo que el mismo san Ignacio contaba en su autobiografía, cuando
hablaba de una época de su vida en que tuvo que sentarse con los colegiales en
Barcelona para aprender latín. Sin embargo, si Kike siente alguna reticencia ante esos
meses de estudio imprescindible pero muy pesado, las vence con el ejemplo de otro
compañero que comparte con él aula y esfuerzos. Se trata de Vincent Dircks. Este jesuita
ha pasado los últimos treinta años en la India, dando clases en la universidad. Y ahora, al
jubilarse, se ofrece para irse a los campos de refugiados. Ver la perseverancia del
veterano, que en ese momento tiene ya 66 años, esforzándose por descifrar un idioma
que le resulta enrevesado, se convierte para Kike en el mejor de los acicates.
Durante cinco meses, desde noviembre de 1985 hasta marzo de 1986, Kike vive en
Filipinas y aprende un rudimentario camboyano que le será imprescindible los siguientes
años. Solo al final de esta etapa vuelve a «Site 2», esta vez sí, a quedarse.

40
La vida en los campos

En los siguientes meses, empezará a descubrir la vida de los camboyanos en la frontera.


A comprender sus problemas y a ir poniendo nombre a eso que puede ser necesario en
otras vidas. Si a muchos nos preguntasen, tal vez simplificaríamos demasiado pronto e
imaginaríamos que la vida de un campo de refugiados es vivir en tiendas de campaña, en
una intemperie y una espera vacía, aguardando la ración de comida diaria y sin nada que
hacer. Tal vez esto ocurra en algún contexto y en alguna situación de emergencia. Pero
identificar los campos de refugiados solo con esa pasividad es no comprender el espíritu
humano.
La vida en el campo es parecida a la vida en una ciudad, al menos en algunos
aspectos. Hay que tener en cuenta que «Site 2» llegará a albergar hasta 180.000
personas. Quizás lo que permite darse cuenta de estar en un lugar especial es el tono
monocolor de todo lo que ve: una enorme extensión de color bambú y tierra. Hay gente
que muere y, sobre todo, gente que nace. La mayoría de los habitantes son mujeres y
niños menores de quince años, y viven hacinados. Hay muchos críos. Los hay por todas
partes, en familias cada vez más numerosas. Los niños van a la escuela; hay hospital,
centro cultural, cines, oficinas donde se gestionan papeles y permisos; hay dispensarios
de medicina y de comida. Hay puntos de información donde se exponen las listas de los
recién llegados y adonde las personas van a ver si encuentran noticias de familiares o
seres queridos de los que no saben nada desde hace tiempo.
Las casas son sencillas. Cabañas alineadas en hileras regulares, de diferentes
tamaños en función del número de miembros de las familias. A medida que pasan los
años y la estancia en el campo se va haciendo más estable, hay mejoras en los edificios.
También en los transportes. Si los primeros años solo se veían bicicletas circulando por
los caminos de tierra, se empezarán a ver algunas motos tirando de carros. Hay tiendas
en las que los mismos habitantes del campo compran y venden cacharros, comida,
bebida, ropa, calzado, madera y, a medida que pasa el tiempo, también televisores o
radios.
El dinero entra en los campos gracias a familiares que, desde el extranjero, envían
recursos a sus parientes; también gracias a lo que los refugiados han traído en su éxodo
desde Camboya y gracias a los cauces de comercio que se van estableciendo con los
tailandeses. Los vendedores locales establecerán un gran mercado en uno de los círculos
alrededor del campo. Pronto, los mismos refugiados empiezan a instalar sus tiendas en
ese espacio, que se convierte en el centro comercial de «Site 2».
Como casi en cualquier lugar, hay diferencias en el poder adquisitivo de la gente.
Hay quien es más acomodado y quien vive apenas del arroz y otros recursos que le

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proporcionan las Naciones Unidas a través de su programa UNBRO2. Uno de los
problemas es que este programa solo da raciones a mujeres y niños, para evitar estar
apoyando a los soldados refugiados en los campamentos. La trampa es que esa falta de
apoyo a los hombres jóvenes empuja hacia el conflicto a los que de verdad tratan de
permanecer ajenos a la violencia.
La creatividad es enorme. Hay emisoras de radio y programas que se hacen desde el
mismo campo. También hay quien vende relatos, manuscritos que pasarán de mano en
mano recreando la vida en la añorada Camboya, la de antes de la guerra, un país verde y
amable que los mayores evocan con nostalgia, y los pequeños, incluso los nacidos en el
campo, aprenden a imaginar. Escuelas de artes, teatro y baile empiezan a surgir en los
diferentes distritos.
Los problemas de relación son los de muchas comunidades que han de hacer frente
a la convivencia cotidiana, pero multiplicados por el hacinamiento, el desarraigo y, en
muchas ocasiones, la inactividad. No es infrecuente escuchar tremendas discusiones de
algún matrimonio tras las paredes de su casa. El alcohol es un problema que afecta a
muchos hombres y, de rebote, a sus familias, que han de pagar los malos humores y la
pérdida de control que acompañan a la borrachera de cada noche. Además, en este
contexto, donde hay escasez de varones adultos, abundan los casos de hombres con más
de una mujer y una familia, y esto también puede ser motivo de bastantes tensiones en
algunos casos.
Multitud de organizaciones no gubernamentales desempeñan su labor humanitaria
en los campos. Cada una de ellas pone unos acentos. Están las que se centran en la
sanidad, en la educación, en la asistencia psicológica, en la provisión de alimentos o
ropas... A ellas pertenece un buen grupo de europeos que, como Kike, llaman la atención
por el tono pálido de su piel. Para los niños, todos son barang, que quiere decir
«francés». Los críos se divierten siguiendo a estos extranjeros y jugando con ellos, que
les prestan más atención de la que están acostumbrados a recibir.
Hay mucha actividad política en «Site 2». En 1985, Camboya está controlada por
los vietnamitas, y la oposición se divide entre los monárquicos, los Jemeres Rojos y los
republicanos. «Site 2» pertenece a este último sector, y desde aquí se organizan acciones
de resistencia. A menudo, el campo se convierte en lugar de refugio de soldados que, tras
atravesar la frontera, se ocultan en la seguridad de los campamentos. Es una ambigüedad
con la que tienen que lidiar a diario los cooperantes internacionales. Es frecuente que a
algunos de los niños –especialmente los que no están protegidos por sus familias y se
encuentran en orfanatos– se los lleven los soldados para incorporarlos al ejército, y
muchas veces la labor de los cooperantes es esconderlos para tratar de protegerlos de ese
reclutamiento forzoso.

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Un día, Kike llega a visitar a madame Long Lieng y la ve inusualmente agitada.
Esta mujer, una de las primeras interlocutoras de Kike en los campos, acoge a chavales
huérfanos. Ella, que tiene diez hijos propios en otros campamentos más seguros en el
interior de Tailandia, sin embargo, ha elegido quedarse en la frontera, como forma de
compromiso con la situación de los más vulnerables. Ese día se dirige con apremio a
Kike y le pregunta: «¿Qué vas a hacer el domingo?». En la pregunta hay un ruego, y
cuando le sonsacan un poco, la mujer dice estar aterrada. Lleva tiempo amenazada de
muerte y, aunque eso no la amedrenta, alguien le ha advertido de que ese próximo
domingo una de las facciones militares que controlan los campos va a llevarse a sus
muchachos para engrosar las filas del ejército. No sabe qué hacer. El domingo, a primera
hora de la mañana, Kike y Jub, otro trabajador del JRS, llegan con dos enormes
furgonetas. Madame Long Lieng tiene ya todo empaquetado. Se van sin mirar atrás. El
JRS ha conseguido que en otro sector del campo, en las oficinas de COERR, la
organización católica más activa de la frontera, habiliten un espacio para todo el grupo.
Al ser en otra zona, no controlada por los militares, consiguen neutralizar la amenaza.
Cuando se ve segura, la mujer se abraza a Kike y Jub y durante minutos los colma de
besos sin dejar de parlotear, algo extrañamente efusivo en medio de la discreción
habitual de los camboyanos. Pero no puede evitar sentirse eufórica, aliviada y
agradecida.

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La misión en el campo

COERR, la Oficina Católica para la Ayuda en Situaciones de Emergencia, coordina la


labor de todas las instituciones vinculadas a la Iglesia católica en los campos. Entre
dichas organizaciones está el Servicio Jesuita para los Refugiados (JRS). Al JRS se le
encomienda encargarse de labores de educación y servicios sociales. Tratarán de
organizar proyectos educativos, no solo de educación primaria, sino también secundaria
e incluso programas a distancia de educación superior. Uno de los programas específicos
del JRS es el del trabajo con quien sufre alguna discapacidad física. Lo coordina un
joven ingeniero mecánico tailandés, llamado Jub Phoktavi. Ese es el equipo al que se
incorpora Kike, que, aunque no tiene formación técnica, aporta toda la parte de
animación cultural, dinamización y motivación.
Juntos pondrán en marcha hasta cinco escuelas de formación técnica para víctimas
de las minas. Las escuelas tienen una sección más técnica, en la que se enseña mecánica,
soldadura, carpintería y otras formas de trabajo con las que Kike no está familiarizado.
Ahí, en todo el aspecto técnico, Jub es más resolutivo. Y cuenta con el apoyo de otros
miembros del equipo, como el irlandés Ashley Evans, también maestrillo, que en las
escuelas dará clase de matemáticas y seguirá siempre vinculado a la misión educativa del
JRS en Camboya. Esa es la riqueza de un proyecto como el que están iniciando: la
capacidad de encontrar el lugar y la tarea que cada cual puede desempeñar en función de
su formación, sus capacidades y su sensibilidad.
En la escuela también se imparten cursos de artes, pintura o escultura. Kike se irá
volcando en la dinamización de esta dimensión más cultural. Y, como parte de dicha
labor, empezará a familiarizarse también con la música y el baile camboyano.
Ahí, en los campos, empieza lo que ya será una constante en la vida y proyecto de
los jesuitas –y aquellos con quienes trabajan–, primero en la frontera y más adelante en
Camboya: ayudar a las víctimas de las minas antipersona, y otras personas con
limitaciones físicas, a no rendirse. Acompañarlas en el camino hasta recuperar la ilusión
–cuando tal vez su mundo se ha derrumbado–. Y prepararlas para vivir una vida plena,
entendiendo las heridas no como un obstáculo insalvable, sino como las circunstancias
concretas que es mejor afrontar y vencer, en vez de dejar que te anulen y te lleven a
encerrarte en una celda de autocompasión y complejos.
Para Kike la jornada cada día empieza en Thapraya, un pueblo que se ubica a unos
25 km del campo. Allá viven, en una casita de madera. La comunidad la forman, junto a
Kike y Jub, dos jesuitas norteamericanos, Bob Maat y John Bingham. Otros miembros se
van a ir incorporando al equipo en pequeñas comunidades durante los siguientes años.
Entre ellos están la australiana Denise Coghlan, de las Hermanas de la Misericordia, que

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en los campos se dedicará a la formación de profesores para las escuelas; o la camboyana
Marie Jeanne Ath, de las Hermanas de la Providencia. Sister Ath, como todos la
conocen, pertenecía a una comunidad en Phnom Penh hasta que la enviaron a estudiar
enfermería a Francia. Fue durante su estancia en el país galo cuando la represión de los
Jemeres Rojos alcanzó el máximo nivel de horror, y toda su comunidad en Camboya
murió víctima de la violencia. Ella decide, con más determinación si cabe, volver, en
cuanto le es posible, a estar con su gente y trabajar para ellos. Pese a su formación como
profesora, enfermera y química, la labor que ejercerá en el campo es de trabajadora
social.

Esta convivencia y misión conjunta de jesuitas y laicos, pronto no solo hombres, sino
también mujeres, y de distintas nacionalidades, resulta sorprendente en algunas
concepciones y contextos donde la vida comunitaria religiosa es más institucional y
quizás un poco más conventual. Sin embargo, será una de las señas de identidad de la
misión en los campos, y después en Camboya. La convivencia entre sensibilidades,
carismas e historias diferentes va a ser fuente de riqueza y caldo de cultivo de una
cooperación plural que termina ayudando a que se gesten caracteres y talentos
extraordinarios3. Es verdad que faltan estructuras, pero eso se convierte en exigencia
para una mayor estructura interior, para vivir algunas dimensiones desde dentro.
A las seis de la mañana celebran la eucaristía y desayunan juntos. Es el momento
del día en el que más pueden poner en común. Hablan de lo ocurrido el día anterior y de
lo que esperan hacer esa jornada. Ese compartir la misa y la mesa a primera hora es algo
que ayuda a Kike a evocar muchas vivencias que ya formaban parte de su rutina desde la
infancia, en una familia extensa en la que por la casa entraban y salían constantemente
amigos, familiares e invitados, y siempre había historias, gente y sitio para alguien más.
Conversan, mientras esperan hasta que los altavoces, a las siete, expliquen la situación
que se espera ese día antes de ir al campo. «Atención a todas las estaciones –suena por la
radio–: la situación hoy es número...». Hay cinco posibilidades. La situación cero
significa que hay normalidad y acceso al campo sin problemas. Situación uno indica que
pueden ir, pero con precauciones, porque ha habido algún percance. Situación dos les
deja en casa, pues solo el personal sanitario tiene permiso para entrar ese día en los
campos. Esta última no solo es un aviso matutino. Puede sonar a cualquier hora del día,
y si se encuentran ya en el campo y se oye por la megafonía en todo el recinto, lo tienen
que abandonar inmediatamente. Lo mismo ocurre con la situación tres, que exige la
evacuación inmediata de todos los cooperantes. Y el caso extremo, situación cuatro, es
un aviso de que allá donde estén deben buscar un refugio, porque se prevé algún
conflicto armado inmediato, y no hay tiempo para evacuar. Kike no llegará a encontrarse
nunca en esta última, aunque la amenaza siempre esté ahí. De hecho, una de las

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peculiaridades de los campos es que la gente vive con el equipaje preparado, sabiendo
que en cualquier momento puede llegar alguna situación que les obligue a abandonarlo.
La mayoría de las veces van a «Site 2», aunque no es el único campo en el que el
JRS desempeña su labor, y en ocasiones van a otros dos campos: «Site B» y «Site 8».
Este último, pegado a la frontera, le llama la atención por estar atravesado por trincheras.
Allá, en el campo, pasan el día entero hasta las cinco de la tarde, en que les
conminan a abandonar el recinto. Cada jornada es diferente. Se multiplican las tareas:
acudir a alguno de los centros, donde tiene que seguir la situación de las personas; ir a
ver a alguien accidentado al hospital; acoger a un nuevo mutilado; saludar a una
familia...
Mucho antes de que el JRS llegue a definir su misión con tres verbos: acompañar,
defender y servir, los hicieron reales tantos hombres y mujeres que en distintos
continentes y contextos trataron de responder a la urgencia de las situaciones de la
población desplazada. Eso es precisamente lo que hacen cada día los cooperantes en los
campos. Acompañar a la gente más vulnerable. Defender a quienes ven sus vidas
amenazadas por distintas dinámicas que, incluso en los campos, resultan problemáticas.
Servir, tratando de ofrecer lo que más pueda ayudar a las personas a retomar las riendas
de su vida, durante su estancia en los campos y después.

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Héroes de carne y hueso

Antes de avanzar más, quizá sea el momento de hacer una reflexión sobre los personajes
que pueblan estas páginas. Toda historia que se precie, al menos en los relatos clásicos,
tiene sus héroes. También esta.
Hay dos tipos de héroes en esta narración. Los más evidentes son las personas que,
en su anonimato, en su dificultad y en su tesón, plantan cara a la adversidad y resisten.
Nos estamos empezando a asomar a las historias de algunos de ellos. Sus vidas se
intuyen tras las paredes de bambú, tras las memorias de una guerra, tras las carencias de
quien ha perdido sus raíces. Son los derrotados que se niegan a sucumbir al desaliento.
Son los golpeados que rechazan la autocompasión y luchan por salir adelante. Son los
mutilados que se saben mucho más que su herida. Los que aceptan el fracaso sabiendo
que no es el final de su proyecto, sino tan solo un revés en el camino. Los que sonríen
más allá de las lágrimas. Los que buscan salida para los callejones tapiados, en lugar de
quedarse plantados ante los muros que podrían acobardarlos. Son los que saben aceptar
la ayuda sin sentirse por ello menos, porque saben que no lo son. Y también saben que
en otras ocasiones serán ellos quienes ayuden a otros. Porque las heridas de ahora les
hacen más sabios para comprender los golpes de otros en el futuro. Son los que deciden
descubrir la belleza donde otros solo verían oscuridad.

También atraviesan estas páginas héroes de otro tipo. Son esos hombres y mujeres que
se entregan a una misión con coraje y perseverancia y dispuestos a poner toda la carne en
el asador. Pueblan estas páginas nombres como los de Denise, Sister Ath, Mark, Vincent,
Jub, Kike y otras muchas personas cuyas vidas se irán cruzando en esta historia. Son
héroes, sí, pero héroes cotidianos. Humanos. Normales. Si no nos fijamos en eso,
corremos el riesgo de exaltar tanto lo virtuoso, lo heroico, lo entregado y radical en sus
vidas que parezcan héroes imposibles. Como en esa apologética de los antiguos libros de
santos, donde todo en su vida parece inmaculado. Eso no es real. Los verdaderos héroes
no son criaturas angélicas sin pecado original. Tienen buena voluntad, y a veces mala
uva. Sonríen cuando pueden, pero en ocasiones también fruncen el ceño y se irritan, con
razón o sin ella. A veces lo mandarían todo al garete. Las relaciones personales son,
como en todos los grupos, complejas. En ocasiones, hay entre ellos suspicacias, celos,
malentendidos e impaciencia. Se quieren. Y se fallan. También comparten momentos de
buen humor, alegría, fe celebrada, amistad y confianza. Tienen pies de barro, pero un
corazón capaz de latir con pasión por una causa. Y en ese equilibrio entre barro y fuego,
debilidad y fortaleza, inseguridad y convicción, soledades y encuentro, consiguen
avanzar.

47
Pueden ser personas brillantes, con carisma, capaces, y su labor seguramente será
fecunda. Pueden acertar en lo que hacen. Y pueden sembrar una semilla que dé frutos
abundantes. Pero no es porque sean criaturas excepcionales que coinciden en un lugar y
un momento determinado, con la rara frecuencia con que se alinean los planetas. Es más
sencillo y más habitual que eso. Lo que les permite construir algo sólido es que
consiguen poner en el centro a los otros. Y, en concreto, a los otros más frágiles, más
vulnerables, más necesitados de pan, de ternura o de palabra. Los otros se convierten en
su puerta hacia Dios, hacia el mundo y hacia sí mismos. Y por eso la última palabra no la
tienen egos insatisfechos, autorrealizaciones ni problemas personales. La última palabra
la tiene siempre un «tú» que les ayuda a enfocar la mirada. Es el otro el que los reubica.
Lo interesante es constatar que hay muchas vidas como esas. Muchas historias así de
fecundas. Muchas fragilidades que se hacen fortaleza en la generosidad.

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Soldar mundos y tender puentes. La fuerza del cariño

Uno de los aprendizajes que hace Kike en los campos es el de la fuerza de la realidad
para unir mundos distintos. Se dará cuenta de ello cuando sus padres vengan a visitarle.
Pese a su fe y su convicción religiosa, Alberto, su padre, no había visto con muy buenos
ojos la entrada de Kike en la Compañía de Jesús. Lo primero que le había incomodado
era que abandonase sus estudios de economía a mitad de carrera, pero tampoco
terminaba de estar seguro de que esa fuera una vida para su hijo. Durante años, una
cierta incomodidad al respecto había enturbiado la relación entre Alberto y el séptimo de
sus ocho hijos. La decisión de ir a los campos le resultó sorprendente, y alguna vez le
había preguntado: «Pero ¿qué se te ha perdido a ti allí?».
Pero como Alberto y Ana son, ante todo, padres, y están dispuestos a apoyar a sus
hijos en todo, no es de extrañar que en mitad de la estancia del jesuita en los campos se
decidan a volar hasta Tailandia para pasar unos días con él, acompañarle y ver lo que
está haciendo.
Esos días que pasan viviendo con él y visitando los campos resultan sorprendentes
y transformadores. Alberto reconoce, en la situación desarraigada de la gente de los
campos, mucho de lo que él recuerda de la Guerra Civil española.
Comparten las condiciones de vida de Kike, en esa casa en la que tan pronto entran
cuatro como diez, y siempre hay alguna esterilla de más para quien necesite dormir, pues
el suelo es el colchón que todos comparten. Al ver la labor de su hijo, se empieza a sentir
orgulloso de una manera que no había comprendido antes. Se descubre identificado con
la labor del JRS en la frontera. Un día, volviendo en el coche desde el campo, le dice:
«Ahora entiendo por qué estás aquí. Lo entiendo todo». Kike siente un profundo alivio al
escuchar esas palabras.

Una mañana en que su madre está comprometida en otros quehaceres, Kike invita a su
padre a acompañarle en una visita.
Un tiempo antes, volviendo a la comunidad desde uno de los campos, había
encontrado en el camino a dos mujeres golpeadas. Se trataba de madre e hija. La niña
tendría unos trece o catorce años. Habían sido víctimas de una mafia que, tras prometer
pasarlas de uno de los campos de refugiados a los campos de tránsito, en los que era más
fácil salir del país, las robaron, las golpearon y abusaron de ellas de todas las maneras.
Después las dejaron casi desnudas y temblando de vergüenza, de miedo y de frustración.
Cuando consiguieron llegar a la carretera, pasaba el coche de Kike.

49
Kike las vio, sin saber qué había ocurrido. Tampoco ellas le quisieron explicar todo,
aunque pudo intuir bastante. Solo muchos años después, la más joven sería capaz de
contarle todo lo sufrido en ese bosque. Pero en ese momento sufrían el dolor, la
vergüenza y la impotencia que se ceba sobre los inocentes. Kike solo vio que
necesitaban ayuda. Se detuvo y las ayudó a subir. Inmediatamente las llevó a su casa.
Allí, junto con el padre Vincent, que en esa época vivía en una comunidad vecina, les
ofrecieron un espacio para lavarse, ropa y cuidados médicos. Pero, sobre todo, les
hablaron con amabilidad, les garantizaron seguridad, las trataron con un cariño que, justo
en ese momento, era lo único que podía empezar a borrar la expresión de horror que se
les había quedado clavada en el rostro. Al final, tras unos días, cuando estuvieron
repuestas, las llevaron de vuelta al campo primero del que habían salido y les buscaron
un nuevo acomodo.
Desde entonces, Kike acude con frecuencia a visitarlas. Ese día invita a su padre a ir
con él. Durante el trayecto le cuenta la historia. Cuando entran en la casa de estas dos
mujeres, observa, sorprendido, cómo Alberto se muestra, con la más joven, natural y
desenfadado. Kike se limita a traducir, mientras su padre, con una dulzura enorme, habla
con ella de la vida, del futuro, de la belleza y de la alegría. Kike ve, sorprendido, un
encuentro que no sabe muy bien cómo explicar. Muchos años después, esta cría, ya
convertida en enfermera y trabajando en Estados Unidos, le contará a Kike que la visita
de Alberto fue para ella como si hubiera venido a verla su propio padre desde el cielo. Y
es que hay un lenguaje que no necesita palabras, sino que a veces habla más con la
limpieza de una mirada, la calidez de un saludo o la sinceridad de una sonrisa. Eso ha
ocurrido en esta ocasión.
Ese encuentro es también para Kike y para Alberto la ocasión de establecer un
vínculo nuevo, diferente. Se han reconocido en la compasión profunda. En la ternura. La
rama ha reconocido el tronco del que viene, si acaso no lo había comprendido antes.

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Encrucijadas, 1987-1988

El destino de Kike a los campos había sido por dos años. Pero cuando se acerca el final
del plazo, se da cuenta de que se le remueven las entrañas ante la perspectiva de
marcharse ahora. Justo ahora es cuando empieza a notar fluidez en el idioma y ha podido
prescindir de los traductores. Y ahora que comienza a entrar en contacto real con las
personas y se siente mucho más útil que al principio, la perspectiva de volver a España
para continuar con los estudios le llena de desazón. Su tarea es más necesaria que antes,
pues desde hace unos meses ha pasado a coordinar el proyecto de atención a las personas
con discapacidad, por lo que una sustitución en este momento plantearía bastantes
problemas.
Además, una idea va tomando cuerpo. Durante estos casi dos años, en su contacto
con la gente, se ha dado cuenta de que una de las experiencias que hacen más
vulnerables a las personas desplazadas es el no tener nada sólido cerca. Su patria está
lejos. Saben que la tierra en la que viven no es para echar raíces. De hecho, rara es la
familia que no pasa por tres o cuatro campos distintos durante su periplo por la frontera.
A menudo, además, las familias terminan dispersándose, y casi todas han perdido de
manera violenta a alguno de sus miembros. En ese contexto, la fugacidad de otras
presencias es una decepción más, otra pérdida. A menudo, los niños con los que
conversa le han preguntado, con expresión de tristeza: «Y tú ¿cuándo te vas a ir?»,
asumiendo que toda la gente a la que valoran y aprecian termina desapareciendo. La
presencia de voluntarios que ofrecen confianza, escucha, algo que les haga sentirse en
casa, es al menos un ancla en medio de ese mundo tormentoso. Kike quisiera poder
ofrecer algo más de estabilidad, extender todo lo posible la duración de su estancia.
Con todo eso en mente, vuelve a España. Es un viaje para hablar de su futuro con el
provincial y, al mismo tiempo, dar algunas charlas en colegios, tratando de compartir la
experiencia que está viviendo, sensibilizar a la gente con la realidad golpeada de las
vidas lejanas y buscar ayuda para los proyectos. Aquí empezará a darse cuenta de que,
aunque él no se considere un hombre de especial habilidad oratoria, las fotografías
hablan por sí mismas, y él solo tiene que ser intermediario, el que lleve esas imágenes de
rostros, sonrisas y escenas de la vida cotidiana. Si ya antes ha hecho fotos en los campos,
se dice que, desde su vuelta, intentará atrapar todo lo que pueda en su cámara para poner
rostro a tantas historias.
Al fin plantea al provincial la posibilidad de estudiar teología en Filipinas,
siguiendo en Asia para poder mantenerse cerca y venir con más frecuencia al campo. La
respuesta de este es una negativa tajante. Lo que sí aceptará el provincial es su segunda
propuesta: alargar un año más el trabajo en los campos antes de volver a España a

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estudiar teología, para así poder ofrecer un poco más de estabilidad. Cuando regresa a
Tailandia, y llega de vuelta al campo, le estremece la acogida de los refugiados al verle
llegar. Un muchacho no le da tiempo ni siquiera a bajar del coche y entra por la ventana
a abrazarlo.

Otra cuestión empieza a preocupar a Kike. Ha comenzado a percibir, y con él otros


miembros del equipo, algo que cada vez les genera más inquietud. La presencia en los
campos no es suficiente. Sabe que hay unos camboyanos a los que no están llegando y
que quizá sean los que en ese momento más ayuda necesitan. Son los que están aún
dentro de Camboya. Saben, porque no dejan de llegar noticias, que la realidad de las
minas antipersona, que trae día sí y día también nuevos mutilados a los campos, es más
destructiva todavía en el interior del país, donde no dejan de sembrarse nuevas bombas.
Camboya sigue sumida en una guerra interminable. Gobernada con mano de hierro por
los vietnamitas, padece la tercera etapa de un conflicto que sigue golpeando a los
mismos de siempre: una población civil agotada y desabastecida. Por otra parte, muchos
de quienes trabajan en los campos empiezan a cuestionar la conveniencia de seguir en
ellos. Por una parte, es cierto que están desempeñando una impresionante labor
humanitaria. Pero también hay que preguntarse si, con su presencia allí, no están
legitimando la parte más ambigua de esos campos, convertidos en retaguardia de las
fuerzas de resistencia, en cantera de nuevos combatientes y en refugio de soldados que
no dejan de alargar la guerra.

52
El otro lado de la frontera, 1988

Durante ese último año que pasa en los campos, entra en contacto con una institución
llamada «American Friends Service Committee». Se trata de una organización apoyada
por los cuáqueros, que trabaja en el interior de Camboya con los mutilados. Kike piensa
que, dado que ambos tratan de acompañar a personas con problemas semejantes,
probablemente sea una buena idea compartir perspectivas y ver si se puede hacer algo
más. Escribe una carta a Karen Downs, la responsable del proyecto. En ella le propone
que se encuentren en Bangkok para poder intercambiar información sobre lo que cada
uno está haciendo, viviendo y peleando, incluso pensando en posibles formas de
coordinación y trabajo en común. «¿Cómo gestionáis vosotros los aspectos sanitarios?
¿Qué tipos de prótesis o sillas de ruedas producís? ¿Qué necesidades se detectan en
Camboya a las que podamos empezar a dar respuesta ya desde los campos? ¿Qué nos
aconsejaríais en la preparación de la gente para cuando llegue el momento de regresar?».
Las preguntas brotan a borbotones.
La respuesta de Karen es inmediata. Por supuesto que irá a Bangkok para hablar
con él, pero le dice a Kike que es él quien tendría que entrar en Camboya. «Este es el
sitio donde podremos construir futuro». En cuanto lee esta frase, reconoce una intuición
que lleva tiempo rondándole. Desde hace meses, siente, cada vez con más incomodidad,
que algo no funciona en la manera en que los campos, con su incapacidad para generar
raíces, mantienen a las personas en una especie de limbo en el que no terminan de crecer.
Su trabajo se convierte, cada vez más, en mantener a la gente ocupada y darle aliento. No
es poco, pero es insuficiente. «Tenemos que ser capaces de ayudarles a crecer hasta ser
autónomos, y esto los campos no lo ofrecen», piensa. Esto viene a sumarse al sentir,
creciente entre varios miembros del equipo, de que, mientras la situación se alarga año
tras año, su permanencia en los campos solo está contribuyendo a justificar, reforzar y
dar oxígeno a la guerra.
Kike habla con Mark y le propone entrar en Camboya. El australiano, que había
visitado el país a comienzos de esa década, al principio no está del todo seguro. Pero,
tras considerarlo un poco, acepta enviarlo. Y así, Kike pasará tres meses en el interior del
país.
Es su primer contacto con una realidad que le fascina. Vive en el Hotel Monorom,
un hotelucho de los pocos que hay en Phnom Penh, donde está bastante solo, sin ninguna
estructura de apoyo. Ni siquiera tiene ocasión de participar en la eucaristía, pues en ese
momento no hay apenas católicos en la ciudad. Durante esos meses vive, además, con
una austeridad radical, que siente como una llamada muy personal. Nunca se volverá a
sentir tan pobre como esas semanas. Se alimenta con poco. Sus pertenencias se abarcan

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de un rápido vistazo y caben en una bolsa de viaje. Y, sin embargo, no necesita más. Es
posible que nunca más en el futuro vuelva a vivir en esa intemperie tan radical, de
medios, de afectos y de vida religiosa. Y, sin embargo, es en ese espacio de tiempo
donde más comprende que los campos le han ayudado a construirse como jesuita desde
dentro. Descubre una fuerza interior que ha crecido durante los últimos años y se siente
muy cerca de la gente, tanto de los camboyanos a quienes ahora encuentra como de los
que esperan en los campos, y de los hombres y mujeres con quienes forma un equipo, a
pesar de la distancia de ahora.
Es verdad que, en esa situación de austeridad vital, todo se vive con mucha más
hondura. En el Monorom conoce a Bernadette Glisse. Con esta mujer belga, miembro de
una asociación laica, comparte algún momento de oración lleno de sentido. Hablar aquí,
en este rincón del mundo, de la manera de trabajar por la fe y la justicia resulta para
ambos un privilegio. Siguen sorprendiendo a Kike la pasión y el compromiso de tantas
personas a las que va encontrando en su recorrido. Bernadette trabajará como avanzadilla
de Caritas en Camboya, y durante las décadas siguientes sus caminos y los de Kike se
cruzarán en repetidas ocasiones, siempre en esa consagración común a las personas más
vulnerables.
Alguna mañana, Kike se acuerda de esos desayunos en la casa de madera y se
pregunta qué estará pasando en los campos. El proyecto del que forma parte no es un
proyecto personal, sino una misión compartida, y así evoca una y otra vez a los amigos
ausentes, mientras piensa en lo bien que encajarían unos u otros en distintas tareas que
pueden comenzar en el país. Se siente avanzadilla de algo que está por llegar.
Hay una sombra que a veces nubla su horizonte. De hecho, intenta no pensar en
ello, pero es cada vez más consciente de que tal vez a él no le toque volver a estas tierras.
Por más que ha insistido, sus superiores, allá en España, no le dan ninguna pista sobre su
futuro, y eso le provoca un enorme desasosiego.
Colabora con los miembros de la organización cuáquera y entra en contacto con los
mutilados aquí. Escucha historias de las minas antipersona que explotan sin cesar en el
interior del país, haciendo que crezca constantemente la cantidad de gente mutilada, con
todos los problemas que dicha situación conlleva. Percibe el drama que está viviendo la
población, aún sumida en una guerra que no termina. Todo está férreamente controlado y
militarizado. La penuria es enorme; la salud, precaria, y no hay acceso a las medicinas.
Al lado de la vida en las calles de Phnom Penh, el campo le parece un lugar amable. Ve
miedo en los ojos de las personas, y una pobreza más hiriente que la de la frontera.
Se dice que hay una misión pendiente, una urgencia distinta, y una necesidad más
acuciante, que los jesuitas y quienes trabajan con ellos tienen que atender. Todo eso le
ronda cuando vuelve a los campos. Pero ya solo le quedan unas semanas allí y, sintiendo
que se le desgarra el corazón, toma el vuelo de vuelta a España. La despedida es triste.

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Él, que se ha acostumbrado a ver y fotografiar rostros risueños que hablan de esperanza,
intenta mantener la sonrisa, sin cargar a los refugiados con más pesar del que ya han
tenido que vivir en sus vidas, pero se siente vacío. No sabe si alguna vez volverá a estas
tierras. Por el momento, otro Enrique, el jesuita burgalés Quique Sanz, vendrá como
maestrillo a trabajar en los campos en su lugar.

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Cuando tu casa ha cambiado de sitio

En septiembre de 1988 Kike, al fin, tiene que volver a Madrid para iniciar sus estudios
de teología. Sabe que le va a costar, pero no imagina cuánto. Cuando, al poco de llegar,
va con sus compañeros a hacer ocho días de ejercicios espirituales, el silencio se le hace
opresivo y se convierte en un espacio habitado por la nostalgia. Nada de lo que dice
quien les da algunas indicaciones para la oración le resulta sugerente. Y no hay ahí
culpa, torpeza ni mala intención. Es tan solo que su memoria, su entendimiento y su
voluntad están muy lejos. No hace más que mirar, una y otra vez, las fotos de los campos
y de Camboya, evocando cada historia, cada rostro, cada sonido y cada aroma. Su mente
y su corazón están a miles de kilómetros de distancia.
Durante todo un año se va a sentir desencajado. Ni los estudios de teología, ni los
acontecimientos en España, ni las historias domésticas le envuelven. Siente el cariño de
los suyos, pero eso nunca le ha faltado, tampoco en la distancia, y en cambio se descubre
ahora recordando con añoranza nombres ausentes, tratando de imaginar lo que estará
ocurriendo en los campos. Cada vez que recibe una carta de alguno de sus amigos
lejanos, leerla provoca en él un torbellino de sentimientos: alegría por las noticias que le
traen; tristeza por no estar allí; e incertidumbre por no saber si volverá. Porque ese es su
verdadero caballo de batalla. En ningún momento le han confirmado sus superiores cuál
puede ser su destino tras acabar la teología. Y para él, pensar ahora en un trabajo distinto
del que hacía con los camboyanos no le genera más que rechazo. Pero, por más que ha
insistido, aún no sabe nada.
El voto de obediencia le pone a prueba. Y aunque siente que debe ser disponible y
fiarse, no puede evitar tener un nudo constante en el estómago, una nostalgia permanente
y un brillo triste en los ojos en muchos momentos en que se queda callado, mirando al
horizonte, anhelando la Camboya lejana. Un día, le hablan de un jesuita que viene desde
Perú con un grupo de música y baile. El jesuita es Moncho Écija, su antiguo compañero
de comunidad en aquel último año madrileño antes de volar hacia Asia. El grupo
musical, «Allpa Kallpa». Contento por la posibilidad del reencuentro, decide asistir al
festival que organizan en Madrid. Pero cuando empieza la música y el movimiento de
los danzarines, Kike recuerda la belleza de los bailes camboyanos que tantas veces ha
visto en los campos. Se le empañan los ojos y se le pone un nudo en la garganta. Sueña
con lo bonito que sería poder traer a aquellos bailarines, que ya siente como suyos, a

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España. No puede dejar de llorar en toda la actuación, abrumado por la belleza, la
nostalgia y el sentimiento de que su casa ha cambiado de sitio.
Solo el apoyo de sus amigos, que le escuchan mientras se desahoga, día sí y día
también, es una muleta en la que puede sostenerse cuando se siente enjaulado. La
convivencia en una pequeña comunidad en el barrio madrileño de San Blas será un
refugio donde vivirá una vida sencilla, aunque los estudios le resultan áridos, y a ratos se
siente como un león enjaulado. Pero siempre ha sido Kike hombre de amistades, de risas
compartidas y de largas conversaciones. También ahora. Afortunadamente, es capaz de
volcar en estos amigos su desasosiego. Antonio González o Toño Allende, amigo desde
la infancia en Gijón y también jesuita, le escuchan una y mil veces, le tienen paciencia,
le dan ánimo y le invitan a reírse un poco de su drama, haciéndole ver que quizás está
siendo demasiado trágico. Pero ¿quién no necesita amigos así, que te conozcan y te dejen
mostrar también tu lado más vulnerable?

La amistad es una constante en la vida de Kike. Lo es en los momentos más tranquilos, y


también en los tormentosos. Desde su infancia en Gijón, forma parte de una familia
enorme. Ya cuando era bien pequeño, se acostumbró al constante ir y venir de gente en
las casas familiares, en las que hermanos y primos compartían juegos, comidas y
excursiones. Sus amigos en el colegio, y después ya en la Compañía de Jesús y en la
misión de Camboya, van a ser un pilar fundamental. Siempre intentará cuidar esas
relaciones, incluso estando lejos. Sabe que la amistad no se mide en función del tiempo
pasado juntos. De hecho, él vive lejos de muchos de sus mejores amigos. Y, sin
embargo, aprecia una llamada, una carta, un gesto de interés o una buena tertulia
alrededor de una mesa. A lo largo de toda su vida va a ir creando una red de afectos y
afinidades con personas que se convierten en refugio allá donde estén.
Y es que los afectos son muy importantes en la vida. Son el pilar que nos sostiene
en las grandes batallas, y la fuente de un bienestar cotidiano. Nuestro hogar lo forman las
paredes, pero mucho más las personas. Hay quien es más sociable y quien es más
reservado, más solitario o menos efusivo. Pero cualquiera, los extrovertidos y los
introvertidos, sabemos que el corazón necesita algún que otro abrazo, y que el silencio, a
veces, ansía palabras que lo envuelvan, lo acunen o lo iluminen.
Esto no implica estar todo el tiempo en contacto. De hecho, por más que se
multipliquen los medios de comunicación y las nuevas tecnologías, a menudo falta
tiempo u oportunidad para el encuentro. Pero los amigos son aquellos con quienes, ya
estés cerca o lejos, ya hables con frecuencia o rara vez, siempre te sientes con la
confianza tan necesaria para compartir la vida.
Es justo eso, confianza, escucha y aliento, lo que aportan sus amigos a Kike en esta
etapa de más tribulación e inseguridad.

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Solo a mitad de ese curso llega una carta diferente, que le va a devolver la alegría.
Es de su provincial actual, el padre Melecio Agúndez. Mark Raper ha solicitado que se
destine a Kike definitivamente al JRS con la idea de entrar en Camboya; y, tras pensarlo
bien, su superior aquí al fin da el visto bueno. Le informa de que, una vez terminada la
carrera de teología, volverá destinado a Camboya para al menos ocho años. Además, le
da permiso para ir durante los veranos de este tiempo de estudios a continuar con su
labor. Cuando lee esto, la piedra de su estómago se deshace. Vuelve la alegría a su
mirada, y por fin encuentra motivos para disfrutar esta etapa de la teología. En cuanto
sabe la fecha de su último examen en junio, saca un billete de avión para el día siguiente.
Y lo mismo hará durante los siguientes años. Esos veranos los pasará entre Tailandia y
Camboya, dependiendo siempre de los visados. Y solo con ese horizonte encuentra
también las intuiciones que le permitirán zambullirse en la teología.

Tal vez cualquiera de nosotros puede reconocer etapas así en su vida. Momentos en los
que vibramos con algo, y todo lo demás nos deja indiferentes. Ocasiones en las que
exultamos, si tenemos al alcance aquello que nos cautiva, pero nos invade el desaliento o
la apatía cuando estamos lejos. Pueden ser personas, lugares, proyectos... Son vivencias
que hacen real esa enseñanza evangélica que nos recuerda que allá donde está nuestro
tesoro, está nuestro corazón. Es cierto. No somos almas tan perfectas, tan indiferentes,
tan desapegadas de todo, que podamos estar hoy aquí y mañana allí, que podamos pasar
por los lugares sin que los lugares nos hagan algunas muescas, y que podamos abrazar y
dejar marchar sin desgarrarnos un poco en el intento. No lo somos, y es mejor así. De lo
contrario, podríamos convertirnos en apóstoles con un corazón de piedra. Enamorados
de ideales, pero no de las personas. Viviendo un evangelio tan espiritual que perdemos la
dimensión de la encarnación, de lo concreto. Tal vez hay un tiempo para sobrevolar la
realidad. Pero en algún momento y en algún lugar hay que plantar las raíces, echar el pie
a tierra y ser como el grano de trigo que se entierra para empezar a morir –que es dar la
vida– y así dar fruto.
Probablemente, en la vida religiosa, muchos de los que participan en proyectos
como este del JRS en Camboya saben que nunca pueden decir: «Esto es así, y aquí estoy
para siempre». Porque su vocación pasa por un proyecto compartido, comunitario, y la
misión no es una propiedad personal, sino un compromiso común. Cada uno aporta lo
mejor que tiene, pero nadie es ni propietario ni eterno en los lugares. Pero eso no
significa que uno tenga que mantener tanta distancia que no te dejes el corazón y las
fuerzas allá donde te toca estar.
Decía el padre Jerónimo Nadal, hablando de los jesuitas del siglo XVI: «Nuestra
casa es el mundo». Es una llamada a sentir que pueden y deben estar en cualquier sitio.
Pero eso no significa que no tengan casa. Al contrario, supone que, allá donde pongas el

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pie, ya sea para largo tiempo o para un paso más fugaz, debes establecer tu hogar,
implicarte con hondura, crear lazos y amar en lo concreto.
Esto es lo que ha supuesto el contacto con los camboyanos para Kike. En ellos ha
encontrado su casa ahora. Y siente que por lealtad, y siendo responsable con el camino
comenzado, debe pelear para continuar su labor. Con otros. Por tantos.

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Llegar de la mano de los más pequeños

¿Qué hacer cuando la realidad es ambigua?

Cuando llega a Tailandia en el verano, tras su primer curso de teología, Kike se


encuentra con que el equipo del JRS está sumido en una situación compleja. La intuición
sobre la ambigüedad de la presencia en los campos –por suponer cierta legitimación de
una situación bélica– se ha convertido en un tema de discusión profunda, y jesuitas,
religiosas y laicos se han embarcado en un serio proceso de discernimiento.
La cuestión, tal y como se ha ido formulando en los meses anteriores, es la
siguiente: ¿debe el JRS seguir en los campos, que para algunos se están convirtiendo en
una estructura de pecado que genera un «efecto llamada», perpetúa la guerra –al
alimentar la resistencia– y no llega a los más golpeados dentro de Camboya?4 ¿No se
están convirtiendo los refugiados en una pieza de un juego mayor, en el que el verdadero
interés es debilitar al gobierno vietnamita? Por eso, algunos se preguntan si no deben
abandonar los campos y entrar en el país para trabajar allí con la población local. Así
formulada, la cuestión puede parecer muy clara, pero en realidad no lo es. Algunos,
como los jesuitas Alfonso de Juan, John Bingham, Pierre Ceyrac o la religiosa Sister
Ath, sostienen que marchar en ese momento de los campos es abandonar a las personas
que se han fiado de ellos. Y por eso consideran un deber quedarse. Otros, en cambio,
como Bob Maat o el también jesuita Noel Olivier, creen que lo verdaderamente
evangélico y justo es marcharse, y además de un modo tajante, dejando claro por qué lo
hacen. Estos últimos son los que apuestan de manera más inmediata por entrar en
Camboya y establecer allí el JRS. Pero esa opción, a los que no están tan seguros, les
parece que peca de la misma ambigüedad de los campos. ¿No será nuestra presencia en
el país –dice alguno– una forma de legitimar el sistema comunista represivo que tiene el
control de Camboya y que ejerce una represión real? Hay verdadera tensión dentro del
equipo.
Esta situación nos permite entender la complejidad del contexto y nos ayuda a
constatar algo que se produce ante muchas encrucijadas: hay una mirada demasiado
maniquea a la realidad, donde sostener que una solución es correcta, y la otra perversa,
es demasiado reduccionista. Todos tienen sus razones y sus argumentos evangélicos. Se
oponen muchos motivos, y todos ellos en nombre de los pobres, las víctimas y la justicia.
¿Acaso unos están ciegos y otros son clarividentes? ¿No será, más bien, que la verdad va

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por barrios y que todos tienen sus motivos? El debate genera dolor, incomprensiones e
incluso enfrentamientos personales.
He ahí una terrible trampa de muchos conflictos, engañosa pero muy humana:
convertir la diferente percepción de la realidad, y la opción en algunas cuestiones, en un
conflicto personal. La mayoría de las veces no debería serlo. Sin embargo, es demasiado
fácil cruzar la línea que separa la disensión en temas concretos de la incomodidad para
relacionarse. El grupo se va a ver sometido a una enorme tensión. Hay un nivel de
violencia verbal fuerte, y se llegan a lanzar acusaciones gruesas entre unos y otros que
dejan heridas que tardarán en curarse.
Este es el estado de la cuestión el primer verano que Kike vuelve a los campos. Tras
meses de deliberaciones, oración y diálogo, Mark Raper, con la ayuda de Howard Gray,
jesuita norteamericano experto en discernimiento, ha propuesto que todo el equipo trate
de llegar a una visión común. Tras varias semanas de reflexión, oración e intercambio de
ideas, ha convocado a todo el equipo para una reunión en la que cada uno deberá
pronunciarse, en conciencia, sobre lo que deben hacer. Aproximadamente la mitad
expresa la voluntad de quedarse en los campos. La otra mitad se inclina por entrar en
Camboya. No obstante, no todos los que son partidarios de entrar en Camboya piensan
que haya que dejar los campos. Sister Denise o el mismo Kike han expresado su
voluntad de entrar en el país, pero manifestando también su comprensión del sentido de
quedarse.
Cabe entonces una tercera opción, y, ante el equilibrio de opiniones, es la que
elegirá Mark tras pensarlo unas semanas más. Sobre él recae en último término la
decisión, y su opción será que el JRS esté a ambos lados de la frontera5. Hay quien se
siente decepcionado por esta opción, al parecerle que no es suficientemente tajante. De
hecho, tras un proceso difícil, en el que este conflicto tiene su parte, Bob decidirá
abandonar la Compañía de Jesús. Sin embargo, la decisión es realmente la única que
puede generar una situación nueva: estar a ambos lados de la alambrada. Mantener la
capacidad crítica, también desde dentro del campo, con la situación de los refugiados,
para no permitirles caer en el conformismo con una situación injusta. Ser los que puedan
construir los puentes. Trabajar a largo plazo, preparando el retorno de los refugiados a
Camboya, y mantener una dimensión crítica en el diálogo constante entre diferentes
perspectivas.
Con el cambio de década, entrando en los años 90, el JRS cruza definitivamente la
frontera. No saben muy bien qué trabajo concreto van a hacer dentro del país. Pero sí
saben que tienen que estar allí. Para colaborar en el regreso de quienes, aún exiliados,
siguen soñando con su patria y su hogar. Y para ayudar a los que nunca se han ido.
Su opción es estar, empezar y, peldaño a peldaño, ir descubriendo el paso siguiente.
Para seguir haciendo real lo que, desde años atrás, cada uno había ido aprendiendo en el

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contacto con la gente de los campos: «Nosotros os diremos lo que necesitamos».

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La jirafa y el chacal

Algunos años después, uno de los jesuitas destinados en Camboya organizará un


seminario sobre comunicación no violenta en la resolución de conflictos. Aún resonará
entre ellos el eco de las palabras difíciles y las incomprensiones de esa última época en
la encrucijada de los campos. Será en ese seminario donde escuchen por primera vez una
metáfora que muchos de ellos seguirán citando durante décadas, aunque con distintas
versiones.
Dice que hay dos animales que no pueden ser más diferentes, como son la jirafa y el
chacal, pero que conviven en nosotros6. La jirafa es un animal muy especial. Tiene un
cuello muy largo, y la cabeza a una altura de varios metros. Pero no es fácil bombear la
sangre hasta esa altura. Por eso ha de tener un corazón enorme. Ese corazón de las jirafas
pesa varios kilos, y late con fuerza para mover la sangre tan lejos. Su altura, que ha ido
ganando en millones de años de evolución para alcanzar las hojas de los árboles, le
permite también mucha más perspectiva para ver, pues mira desde lo alto. Y cuando la
jirafa se desplaza, es un animal que congrega a su alrededor a muchas otras especies, que
se fían de su visión. Pero esas otras especies pueden mantener la cercanía, y de hecho lo
hacen, porque saben que la jirafa no es un enemigo ni un peligro. Es, más bien, un
animal gentil.
En cambio, el chacal es un animal más difícil. Su corazón está demasiado cerca de
su cabeza, y su cabeza demasiado cerca del suelo, y por eso su visión está limitada por
su impulso. Pero su impulso es violento –frente a la gentileza de la jirafa, hablaríamos de
la exigencia–. No es la mirada lo que le conduce lejos. Es, más bien, un olfato
afinadísimo que le permite perseguir el olor de los animales muertos, de cuyos despojos
se alimenta. El chacal, además, es peligroso, pues ataca por la espalda.
Y ahora ¿a qué elegimos dar cancha en nuestra vida y en nuestro corazón? ¿Quién
queremos que hable en nosotros: la jirafa o el chacal? ¿Corazón grande, altura de miras y
conducta gentil? ¿O impulso violento, mirada egoísta y alimentarnos de la muerte?

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El milagro de las sillas de ruedas

Noel y Jub son enviados por el JRS al interior de Camboya. También Sister Denise cruza
la frontera. Y Kike, en esos períodos en medio de sus estudios. Y otros hombres y
mujeres. Los primeros tanteos son para definir qué hacer y dónde.
Hay quien, como Kike, desde su experiencia anterior, piensa que lo que deben hacer
es acompañar a la gente que sufre alguna mutilación o enfermedad, donde quiera que
estén, y ayudarles a establecerse con pequeños negocios, microcréditos, o facilitándoles
alguna forma de movilidad. Cualquier cosa que se les ocurra para integrarse en la
sociedad. Noel, en cambio, defiende un planteamiento un poco más institucional que
garantice estabilidad. Señala que la forma de estar basada en apoyos puntuales es
insuficiente para el largo plazo. Desde su experiencia anterior trabajando en escuelas
técnicas, sostiene que para formar a las personas con discapacidad hace falta generar
alguna institución que se pueda convertir en espacio de formación, pues en ese momento
la tecnología está evolucionando. Noel será en esta ocasión quien marque la línea, y es
su punto de vista el que se consolida en el JRS a la hora de comenzar a echar raíces en
Camboya. Esa intuición está en el origen de Banteay Prieb.

El JRS obtiene, en diálogo con el Ministerio de Asuntos Sociales camboyano, la cesión


de una extensión de cuatro hectáreas en un pueblito llamado Tropeang Veng, cerca de
Phnom Penh. Banteay Prieb había sido en el pasado cuartel de los Jemeres Rojos y, antes
aún, base militar del ejército de Lon Nol. El terreno incluye dos edificios que pueden ser
la base para comenzar a operar, aunque pronto empezarán a añadirse casas y otros
espacios para la actividad creciente que va a desarrollarse. Esta «fortaleza de la paloma»
(Banteay Prieb) recibe su nombre de las palomas mensajeras que sirvieron al ejército
para intercambiar noticias y mensajes, acaso de guerra. Ahora las palomas querrán
evocar la paz. Banteay Prieb se convertirá, desde 1991, en el lugar donde empieza un
proyecto fascinante. Un proyecto que incluye formación, convivencia y la fabricación de
la silla de ruedas Mekong, que dará una dimensión nueva y un alcance insospechado a su
misión.

Hay que dar aquí la voz a otro héroe en esta historia7. Su nombre es David Constantine.
Diez años antes, en febrero de 1982, la vida de este joven, nacido en 1960 en Essex,
había dado un vuelco. En un viaje, de vacaciones en Australia, una mala zambullida en
el mar le llevó a romperse la columna. De la noche a la mañana, se convirtió en
tetrapléjico y tuvo que empezar a reconstruir su vida. Tenía 21 años, y se le planteaba la

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alternativa de una rendición prematura, resignándose a una inmovilidad vital, o encontrar
un camino propio en el que la limitación de movimientos no tuviese la última palabra.
Desde el principio, quienes le rodeaban vieron que no iba a venirse abajo tan
fácilmente. Tras una larga rehabilitación, en la que aprendió a valerse de la poca
movilidad que le quedaba, se matriculó en la Escuela Politécnica de Oxford para obtener
un título en Informática, Contabilidad y Finanzas. En 1986 empezó a trabajar para IBM.
En esta empresa descubrió el diseño industrial. Le fascinó. Lejos de conformarse con lo
que ya había obtenido, decidió estudiar Diseño Industrial en el Royal College of Art.
Consiguió que la propia IBM le financiase los estudios, aunque era bastante probable
que no siguiese trabajando para la compañía. Sin embargo, su motivación y su capacidad
de superación eran contagiosas. Al cabo de dos años, se graduó.
Simon Gue era compañero de estudios de David. Había afinidad entre ellos. Juntos
decidieron participar en el concurso de diseño «Fry Memorial», y lo hicieron creando
una silla de ruedas. Ganaron el primer premio y emplearon el dinero obtenido en viajar
hasta Bangladesh con el fin de ver si el diseño de su silla de ruedas era valioso en otros
contextos. A estas alturas se les había unido quien se convertiría en tercer miembro del
equipo que estaban formando, Richard Frost. El «Centro para la Rehabilitación de
Personas con Parálisis», tras ver el prototipo, decidió financiarles, una vez terminados
sus estudios. Y entonces, con su impulso y el apoyo ajeno, surgió el proyecto
«Motivación». Nacía como una institución sin ánimo de lucro, con un fin humanitario.
Su primer objetivo era el diseño de sillas de ruedas especiales, para contextos y personas
con distintas necesidades. Pero, sobre todo, en países pobres atravesados por la
violencia.

Aquí es donde se cruzan la historia de David Constantine y la de Banteay Prieb. En el


año 1992 acababan de establecer una primera fábrica de sillas en Polonia, y un diseño, la
silla «Mistral», empezaba a producirse.
Sin embargo, esa silla no vale para la orografía de Camboya, para sus caminos de
tierra y barro, para moverse por un contexto eminentemente rural, para los arrozales en
los que la temporada de lluvias dificulta la movilidad. Y es precisamente a Camboya
adonde llega el equipo de «Motivación», que había decidido dedicar su labor a un país
diferente cada año. Oyen hablar del naciente proyecto de Banteay Prieb y de la opción
que subyace de trabajar con víctimas de las minas antipersona, y en menor medida –pero
también– con enfermos de polio o gente con alguna otra limitación física. Se ponen en
contacto, y empieza una labor fascinante de diseño compartido. No solo los miembros
del equipo de «Motivación» participan. También personas de Banteay Prieb, entre ellos
Sovann, un jovencísimo fisioterapeuta formado en los campos de refugiados, que lleva
en las venas la pasión por ayudar. También Sareth, él mismo mutilado y que jugará en el

65
futuro un papel destacado en la campaña contra las minas. Y Hong, un ingeniero técnico
camboyano formado en Alemania del Este y que consagra el resto de su vida al proyecto.
Kike formará parte de este equipo.
Juntos piensan, sondean sobre dificultades y necesidades de las personas con
discapacidad. Piensan también cómo producir sillas de ruedas con materiales que estén
disponibles en Camboya y que sean fáciles de reemplazar o de reparar sin necesidad de
una formación tan específica que resulte imposible para los que utilicen las sillas.
Sovann, familiarizado con las lesiones más habituales, plantea preguntas, señala
objeciones, resalta los puntos débiles y fuertes de los sucesivos modelos. Durante meses
diseñan, planifican y van añadiendo mejoras, y así va tomando forma la silla que
llamarán «Mekong».
Su particularidad es que tiene tres ruedas. Una rueda pequeña delantera le da
estabilidad y permite un apoyo que, en terrenos abruptos e irregulares, es imprescindible.
Además, es una silla casi enteramente de madera. Una madera que se puede encontrar
fácilmente en Camboya8. Las ruedas son de bicicleta, como las que se pueden conseguir
en cualquier puesto en la carretera. Se intenta que otros componentes que se van
añadiendo sean habituales en los mercados camboyanos. La silla no solo servirá para
moverse por terrenos irregulares o trabajar en el campo. También permite otras
actividades, incluso practicar deportes como el baloncesto. Además, se diseñan varios
tamaños. Será la mejor creación de «Motivación», que, con ligeras variaciones, servirá
para otros muchos contextos y países9.
Cuando la organización inglesa da por concluida su participación en el proyecto, en
Banteay Prieb ya está en marcha un taller de sillas de ruedas. Todos los trabajadores son
personas con discapacidad. Y, liderados por Sovann, seguirán encontrando mejoras para
que las sillas se conviertan en el mejor aliado de quienes no pueden mover las piernas. Y
así, a lo largo de los años implantarán la versión miki para niños muy pequeños, harán
adaptaciones para bicis o motocicletas e irán incorporando materiales más ligeros a
medida que la técnica lo permita, manteniendo siempre el criterio de que sea fácil la
reparación doméstica en cualquier lugar.

Es 1993. Kike ya ha vuelto definitivamente a Camboya, una vez terminados sus estudios.
Su misión, a partir de este momento, será recorrer el país detectando dónde están las
personas con más necesidad y llevando las sillas a los lugares más lejanos.
Se ha hablado en algunos contextos del milagro de las sillas de ruedas. Kike, de
hecho, hablará a menudo del «sacramento de la silla de ruedas», encontrando que la silla
es una mediación para hacer visible a Dios. ¿Cómo entender este milagro de las sillas?
En realidad, hay varios milagros en juego. El coraje de un hombre como David
Constantine y su capacidad para luchar. ¿Te imaginas que, de la noche a la mañana, te

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vieras inmóvil, herido por un accidente, con tu mundo y tu horizonte trastocados del
modo menos amable? Sería fácil rendirte, encerrarte en ti mismo, sucumbir al desaliento
o pensar que desde ese momento la vida es menos. Pero hay personas que se niegan a
dejar que la limitación las anule. Hay personas que plantan cara a los golpes de la vida y
deciden responder con un espíritu indómito, con creatividad, ingenio y una fuerza que,
en la debilidad, encuentra su camino para alcanzar la madurez. Ese es el milagro número
uno.
En un mundo donde mucha gente va a lo suyo, vemos en la gestación de la silla
Mekong el encuentro de un grupo de personas movidas por un mismo interés: buscar lo
mejor para las víctimas, que no tienen nada que ofrecer a cambio. La gratuidad se
convierte en el motor, la lógica, la dinámica del equipo. Durante los siguientes años y
décadas, en el taller de Banteay Prieb la producción de sillas irá creciendo, hasta
alcanzar más de mil sillas al año. Sillas que van a parar, en muchos casos, a quien jamás
hubiese soñado con tener una y a quien nunca habría podido pagarla. Buscando
financiación a base de donativos, en fundaciones internacionales o con la ayuda de
cualquiera que pueda y quiera apoyar el proyecto. La gratuidad. Ese es el milagro
número dos.
El milagro número tres será el que pueda contemplar Kike cada vez que lleve una
silla de ruedas a alguno de los que, hasta ese momento, están inmovilizados y a veces
abandonados en sus casas. Culpabilizados, avergonzados o impotentes ante la parálisis,
la silla se va a convertir en aliado y promesa. Y así empieza Kike a contemplar el
milagro cotidiano de la transformación de muchas vidas y a ver la sonrisa radiante que
surge en rostros antes compungidos. Como el de esa muchacha que, en cuanto le ve
aparecer con la silla, atraviesa el chamizo en el que vive y, sirviéndose de sus brazos,
con un salto ágil se sube a la silla mientras exclama con espontánea naturalidad: «¡Adiós
al suelo!».

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Banteay Prieb

Banteay Prieb, «la fortaleza de la paloma», se va a convertir en el centro de la actividad


del JRS en Camboya en estos años iniciales de la misión. El nombre completo que le
darán es Banteay Prieb So, añadiéndole así el color. La casa de la paloma blanca quiere
hablar de paz donde antes se ha hablado de guerra, y de esperanza donde tanta
desesperación han podido ver sus muros.
Durante toda esa década de 1990, va tomando forma un proyecto que surge con la
idea de ayudar. Está el taller de sillas de ruedas, donde prácticamente todos los
trabajadores han sido víctimas de minas o de la polio y, sin embargo, han conseguido
este empleo.
Además, se crea la escuela, una serie de talleres donde se imparten programas de
formación para las personas con discapacidad. Son programas que duran entre uno y dos
años y cubren necesidades reales y prácticas, como carpintería, electrónica, mecánica o
agricultura. Ayudan a los estudiantes a formarse para poder abrir más adelante pequeños
negocios, en una Camboya que está empezando a reconstruirse. Además, está el Servicio
de Desarrollo Rural, que empieza a coordinar Sister Ath en cuanto entra en el país, una
vez terminada la misión en los campos de refugiados10.
La mayor parte de los estudiantes que empiezan en la escuela, en estos años 90, han
pisado una mina. El país está sembrado de minas antipersona, un arma demencial,
pensada para infligir un daño duradero e irreparable, sin llegar a matar. Todos los bandos
las han utilizado en la contienda. Hubo una época en que las minas eran tan
omnipresentes que se podían comprar en los mercados. Se han llegado a utilizar como
recurso para defender por la noche la propia casa, y no es extraño que haya quien pisa
una mina puesta por sus propios familiares, como resultado de una llegada imprevista al
domicilio. Además, muchísimos parajes han quedado sembrados de estas armas
malditas, que hoy permanecen sin que nadie sepa o recuerde que ahí están. Esperando a
explotar llevándose por delante salud y sueños.
Muchos de los más perjudicados son los niños. Durante los años de la guerra, se les
utilizaba para sembrar las minas, por sus manos pequeñas. Y a menudo son también
quienes las pisan ahora, jugando en los prados, recogiendo setas o buscando leña... En
esos años los accidentes de mina son constantes y se cuentan por centenares al mes. El
porcentaje de la población mutilada es creciente. Todos los días se conocen nuevos casos
en Banteay Prieb, que se va convirtiendo en un lugar de sanación para quienes quieren
salir adelante.

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Buena parte de la labor del equipo de Outreach11, que es el que coordina Kike, es
localizar a personas a quienes se pueda ayudar desde Banteay Prieb. Ya sea llevándoles
sillas u otro tipo de ayuda, apoyando a su familia o invitándoles a participar en los
programas formativos.
Cuando un chico se incorpora a la formación, ello implica irse a vivir al centro. La
convivencia será otro pilar de la experiencia. Los hogares compartidos van a convertirse
en el espacio donde aprendan a manejarse lidiando con la discapacidad. Esta convivencia
de uno o dos años ofrece también la ocasión de recuperar algunas habilidades perdidas, o
incluso adquirir las que nunca se tuvieron. La convivencia se organiza en casas de diez
estudiantes. Al principio, todas las casas son masculinas, ya que la mayoría de quienes
viven en el centro son ex combatientes. Más adelante, con el paso de los años, y a
medida que las minas causan más estragos entre la población civil, se verá la necesidad
de habilitar algunas casas para mujeres, y los programas de formación se diversificarán,
incluyendo un taller de escultura y otro de producción textil.

Uno de los objetivos del equipo es conseguir que el vecindario sienta Banteay Prieb
como un lugar propio; quieren que se sientan acogidos y que vivan con orgullo al tener
tan cerca un sitio que habla de reconciliación y esperanza. Por eso procuran conocer los
alrededores, visitar los pueblos cercanos y entrar en contacto con las familias. En una de
esas visitas, Kike descubre, con entusiasmo, que en Prey Somraong, un pueblo no muy
lejos del centro, hay una escuela de baile. Además, reconoce entre las alumnas a algunas
muchachas que había conocido en los campos de refugiados. Allí, en los campos, su
labor de animador cultural le había llevado a menudo a entrar en contacto con los grupos
de baile.
Se siente feliz al reconocer entre las bailarinas a algunas crías a las que había
acompañado en la época de Tailandia. Le sorprende lo que han crecido las más
pequeñas. Cuando él estuvo en los campos, eran apenas bebés, y ahora son un grupo de
niñas risueñas e inteligentes que, en cuanto le ven, le adoptan como su hermano mayor y
amigo. Cuatro de ellas, Bopah, Srey Puth, Phía y Tola, se convierten en «Las Priebs», las
palomas. Siempre juntas y siempre dispuestas a visitar Banteay Prieb, adonde van a
menudo, o a acompañar a Kike en alguna de sus expediciones para llevar sillas de ruedas
o saludar a enfermos.
A menudo hay visitas en Banteay Prieb. Familias, amigos de los países de origen de
los voluntarios y miembros de los equipos, o donantes que vienen a conocer los
proyectos que están apoyando... En esas ocasiones, Kike pedirá al grupo de baile que
actúe para ellos. Para los bailarines es una ocasión de sentir su labor reconocida, a la vez
que consiguen algunas propinas que ayudan a sus familias. Para Kike es la ocasión de
mostrar la belleza que se multiplica cuando brota en los espacios más vulnerables.

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La amistad de Kike y «Las Priebs» se alargará durante décadas. Con su parloteo
constante, le permiten entender mucho del modo de vida camboyano, de los problemas
cotidianos a que han de hacer frente los repatriados y de las pautas de vida en los
pueblos. Ellas, por su parte, se sienten fascinadas con el lopok extranjero, que siempre
sonríe y que las anima a estudiar y prepararse para el futuro12.

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Darse. El único camino

A medida que pasan los años y el proyecto crece, nuevos compañeros se suman al
equipo. Entre los jesuitas empiezan a colaborar por períodos de dos años algunos
maestrillos de distintas procedencias, que se van dando el relevo. Su misión principal es
acompañar a los estudiantes y coordinar y facilitar la convivencia en sus casas. El
español Joaqui Salord será el primero en llegar a Banteay Prieb. Tras él, en 1993, llegará
un filipino, Totet Banaynal, y cuando Totet se vaya, otro compatriota suyo, Richie
Fernando, le sustituirá en la tarea de acompañar y coordinar las casas de estudiantes.
Otro español, Patxi Álvarez de los Mozos, y los coreanos In-Don e In-Gun o el filipino
Chris Dumadag serán los siguientes en esa sucesión de jóvenes jesuitas. Banteay Prieb se
convierte en escuela para jesuitas de distintas procedencias, pero que comparten la
misma pasión. También empiezan a sumarse otros voluntarios, que vienen por
temporadas de distinta duración. Esa convivencia de gente con diferentes carismas y
situación será una de las señas de identidad de Banteay Prieb. En dos grandes casas de
madera convive esta comunidad flexible, mixta, viva y abierta, en la que siempre hay
sitio para alguien más. La acogida, la hospitalidad, la sensación de que cualquiera puede
encajar si tiene voluntad de servir, hacen que sean años de una riqueza humana enorme.
Pero eso no significa que sea fácil para ellos. Sobre todo para los recién llegados,
que tienen que pasar por un tiempo de dificultad y aprendizaje. El idioma es un gran
obstáculo para los extranjeros, que necesitan al menos unos meses para empezar a
balbucear el jemer, y varios años más para hablarlo con soltura. Además, el contexto,
pese a la esperanza del proyecto, es duro. La realidad del dolor, de la mutilación y las
secuelas que deja en las vidas, es exigente. Las cicatrices en el cuerpo de los muchachos
–y sus propios relatos cuando al fin se abren– hablan de historias atravesadas. Y la
realidad es que las historias que cuentan sus palabras o sus mutilaciones son difíciles.
Además, el país sigue sumido en una enorme represión, y las conversaciones de paz, que
desde el comienzo de la década han abierto la puerta a la esperanza, también se viven
con recelo e impaciencia. Phnom Penh, el núcleo urbano de referencia, a unos 20 km, no
es un lugar fácil. Es, a esas alturas, una ciudad sucia, militarizada, donde todos los
comercios cierran muy pronto –salvo algunos lugares muy exclusivos para extranjeros
que se dedican a los negocios–. Hay un punto de soledad y distancia para estos hombres
y mujeres que, lejos de sus países, lejos de las comodidades que en otros contextos se
dan por sentadas, y lejos de sus seres queridos, a veces se preguntan: «¿Qué hago aquí?».
Cada uno de ellos tiene que pasar su propio itinerario interior, su búsqueda de
sentido y de respuestas. Como Totet, el jesuita filipino que, cuando lleva unos meses en
Banteay Prieb, empieza a sentir una oscuridad que le vence. A pesar del apoyo de los
compañeros y de sentir que la convivencia con esa gente es una bendición, va perdiendo

71
pie. Ante tanto dolor, ante lo implacable de las minas antipersona, ante la realidad del
sufrimiento, se pregunta –como tantos hombres y mujeres a lo largo de la historia–:
«¿Dónde está Dios aquí?». Cuando, desde el balcón de una de las casas, mira a los
muchachos arrastrándose para lavarse en la pequeña poza que les sirve para la higiene
personal, verlos así, casi reptando, esforzándose por mantener el equilibrio, le genera
rebeldía. Él, sensible, con un espíritu poético, amante de la música, de la poesía, del
sentido, se encuentra abrumado cuando ve el rostro del horror que ha provocado esas
situaciones. Piensa, al ver cada día repetirse esas escenas, que está mirando al mal –o sus
consecuencias– frente a frente. Y, poco a poco, siente que se apagan en su interior la fe,
la confianza o la esperanza. «No puede haber Dios», es la conclusión que empieza a
echar raíces en su interior.
Durante meses siente ese vacío. Cuando participa en la misa, se encuentra
repitiendo fórmulas hechas y haciendo gestos que para él han perdido su sentido. Llega a
decidir que, cuando termine su plazo de dos años y vuelva a Manila, dejará los jesuitas y
su camino hacia el sacerdocio. No quiere irse ahora, pues se siente comprometido con
aquellos con los que trabaja. Pese a todo, intenta mostrar su mejor semblante y
mantenerse alegre de cara a la gente. Se siente dividido cuando su mejor amigo en
Filipinas, el también estudiante Richie Fernando, le escribe para preguntarle por la vida
en Banteay Prieb y le habla de su intención de pedir ser destinado aquí. Totet calla sobre
su desierto interior para no desanimar al amigo lejano. Pero la constatación de que el mal
es la negación de la existencia de Dios se le ha plantado muy dentro. «Al menos –se
dice–, puedo intentar ser buena persona. No creo que haya más».
Entre sus tareas cotidianas está el ayudar a los estudiantes enfermos en las curas que
ellos mismos no pueden realizar. Uno de esos estudiantes se llama Vanna. El caso de
Vanna no es de los más frecuentes. Su dolencia no tiene que ver con las minas ni con la
polio. Tiene una enfermedad llamada «pierna de elefante». La parte inferior de su pierna
derecha, por debajo de la rodilla, es anormalmente grande. Tiene una inflamación
constante y un depósito permanente de pus que produce un olor desagradable y le genera
terribles dolores. Una de las obligaciones de Totet es, cada dos días, ayudarle a limpiar
esa pierna. Es una tarea difícil. Tiene que apretar la pierna de Vanna, y casi exprimirla,
para ayudar a que salga el pus que no deja de generarse. Después le ayuda a lavar la
pierna y a cubrirla con algún vendaje que pueda protegerle. Totet sabe que tiene que
mostrarse sereno, incluso alegre, a pesar de que la operación le resulta desagradable. Es
consciente de la vergüenza con que el muchacho le llama cada vez que necesita una cura.
Así que se esfuerza por sonreír al atender a Vanna, para evitar que perciba más rechazo
del que ya ha podido experimentar en la vida. Y, aunque está pasando su crisis de fe tan
profunda, al menos se siente bien con la idea de ayudar.
Un día le ocurre algo sorprendente. Mientras está apretando la pierna de Vanna,
nota las manos muy calientes. Conversa con el muchacho, y le está hablando de la

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posibilidad de ir a Bangkok, de buscar un médico, hasta de poder amputar esa pierna.
Hablan. Se da cuenta de que, en ese momento, su única preocupación real, su único
interés, su verdadera intención, es ayudar a Vanna. Que si encontrase una forma concreta
de cuidarle mejor, lo haría. Que si supiese cómo o a quién acudir para darle mejor alivio,
respuesta u horizonte, lo haría.
Cuando, un rato después, está reflexionando en la terraza de la casa, todo encaja
para él. Eso que ha sentido es amor. Ese calor en las manos, al acariciar las heridas, al
intentar aliviar el dolor ajeno, al mancharse en la realidad más dolorida, es amor. Amor
concreto, real, gratuito. Amor que busca el bien del otro. Amor a los más rotos. Y ese
amor, esa preocupación, es Dios. Lo piensa una y otra vez y, sobre todo, lo siente. Si no
hay amor en esas vidas rotas, si no hay esperanza, él intentará ponerlo. Poner amor en
esos corazones que ahora siguen aún habitados por memorias de soledad, de violencia o
de guerra. «Eso que he sentido es amor. Y ese amor es Dios», suena como un mantra en
su interior. Y así, en el contacto con esa herida ajena, Totet recobra su propósito, el
sentido de su vida, y recupera la fuerza y la convicción de su vocación primera con una
hondura que no había sentido nunca antes.
Su idea de abandonar la Compañía de Jesús desaparece, y consagrará su vida a la
misión de Camboya. De una u otra forma, muchos hacen ese mismo camino. Cada uno a
su manera. La fragilidad de la situación y de las personas se convierte en su puerta de
acceso a Dios. En el abrazo a las vidas más rotas, están sintiéndose abrazados y enviados
por el Dios que es amor.

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Fotos

«Nuestra casa es el mundo». Ya hemos citado esta frase que utilizaba el padre Nadal, en
el siglo XVI, para describir a los jesuitas. Y esa va a ser la experiencia de Kike durante
estos años. Tiene la sensación de vivir en camino. Su techo es el cielo; su suelo, los
parajes más recónditos del país. Dentro del equipo de Banteay Prieb, a él le toca la tarea
de salir a los caminos. Con Sovann ha formado un tándem muy bien compenetrado, y
juntos hacen crecer el taller de sillas de ruedas. La labor en el terreno es localizar
familias que puedan necesitar ayuda y ofrecérsela. En un contexto en el que los heridos y
mutilados están a menudo «aparcados» en el interior de las casas, como una maldición
sobrevenida a las familias, no es fácil llegar hasta muchos de ellos. Con frecuencia, ni
los enfermos ni sus familiares, sobre todo en pueblos lejanos, imaginan que pueda existir
algún tipo de ayuda para las personas con más discapacidades.
A veces, Kike viaja solo. En otras ocasiones, Sovann, Sareth o alguno de los
miembros que se van sumando al equipo, como Chhetta y Monny, van con él. Durante
los meses del verano le acompaña también su hermano Nica, que, siempre que puede, se
escapa hasta la tierra camboyana para compartir un poco de su historia y reforzar los
lazos con su familia, que, desde lejos, sigue sus pasos con cariño e interés genuino.
También, si el viaje se prevé corto, las «Priebs», sus niñas amigas de Prey Somraong, se
suben en la camioneta cuando le ven aparecer y pasan el día con él, disfrutando de las
pequeñas excursiones con su amigo lopok.

Salir a la carretera es una aventura. Camboya, en los años 90, apenas tiene carreteras
asfaltadas. La mayoría de los caminos son de tierra, y cuando llega la temporada de
lluvias, el barro dificulta el avance. Los desplazamientos a lugares no muy lejanos llevan
a menudo ocho o diez horas. Muchas veces se quedará Kike varado en mitad del camino
y habrá de confiar en la ayuda de la gente.
En ocasiones va en moto. Es cuando va a visitar a familias, a conocer aldeas y a
informarse sobre personas que puedan necesitar la ayuda del equipo de Outreach. Dicha
ayuda puede consistir en algún tipo de silla o prótesis, en apoyo material o educativo
para las familias y, en algunos casos, en la invitación a las personas heridas para ir a
vivir a Banteay Prieb, formarse durante un tiempo y así poder montar en el futuro su
propio negocio...
Otras veces, cuando ha de repartir sillas, va en una camioneta. Los habitantes de
aldeas y caminos se acostumbran a ver pasar a ese extranjero blanco, delgado y
sonriente, que a menudo trae buenas noticias y que, siempre que puede, les hace
fotografías.

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Las fotos se convierten para Kike en un instrumento utilísimo. Son su forma de contar la
realidad. Ya en los campos era muy frecuente que tratara de fotografiar todo y a todos.
Pero aquí está convencido de que es un deber. Por muchas razones.
Por una parte, él se siente muy privilegiado. Su misión es el sueño de muchos. Para
que él pueda andar por los caminos, llevar buenas noticias, ser percibido en muchos
lugares como el portador del mejor de los regalos en forma de sillas de ruedas, hay otras
muchas personas en la retaguardia, en Phnom Penh y en Banteay Prieb, que se desviven
por acertar. Allá está el equipo del taller pensando mejoras, solucionando problemas,
inventando accesorios para necesidades que se van detectando. También los voluntarios
que acogen a los chicos que van a estudiar. El equipo del JRS, que, liderado por Sister
Denise, trabaja infatigable para conseguir fondos, abrir puertas, gestionar toda la ayuda
que va llegando... Para todos ellos, ver las fotos que trae Kike es una fuente de alegría y
una confirmación del valor de su trabajo. Vincent y la misma Denise son ávidos oyentes
de sus historias y disfrutan sintiendo que, gracias a los relatos y las imágenes, pueden
participar, aun a distancia, de encuentros tan llenos de vida.
Hoy en día, ya avanzando el siglo XXI, cuando todo lo vemos al instante por las
redes sociales, parece que cualquier vivencia está al alcance de todo el mundo. Pero hace
veinte años no era así. No existían las cámaras digitales, ni Facebook, ni los
smartphones, ni la gente estaba conectada desde los parajes más recónditos. Entonces
había que esperar. Y escuchar las narraciones. Y fomentar la imaginación. Las fotos
reveladas de Kike eran historia viva que ayudaba a dar cuerpo a todos esos relatos.
Cuando Kike pasa por las aldeas, visita casas y charla con familias, hace
fotografías. A menudo son las primeras fotografías que va a haber en esa casa. Salvo,
quizás, algunas hechas años atrás para documentos oficiales. Después, en Phnom Penh,
Kike revela carrete tras carrete y hace copias que luego, cuando vuelve a pasar por las
mismas aldeas, lleva a las familias. Y ese gesto sencillo, ese pensar en ellos desde lejos,
ese devolver lo recibido, le granjea confianza, simpatías y facilidad para llegar a las
personas.
No son, las suyas, fotos tristes. Ha decidido fotografiar siempre la belleza. Pero no
hay que entender esto mal. No es que elija hacerse el ciego ante el dolor, la miseria o la
fragilidad. De hecho, no fotografía la belleza de las fotos impostadas, de los escenarios
artificiales o de los parajes bucólicos. Él es consciente de la belleza que hay en todas las
personas. La busca. Y la comparte. En los gestos espontáneos, en las escenas familiares
o en la vida cotidiana del campo. Los niños más pobres sonríen con su cara radiante y
sus enormes ojos negros, aunque sus pies estén descalzos y sus camisas sucias. Y cuando
Kike vuelve a las casas a llevarles una foto tomada en un viaje anterior, es consciente de
que los padres agradecen ver a sus hijos alegres. Porque los pobres también quieren
verse disfrutando, y tienen todo el derecho a ello.

75
Cuando fotografía a las muchachas que charlan y ríen mientras bromean con él, lo
menos importante del conjunto es si la mitad de ellas está en una silla de ruedas. La
historia que hay que contar es la historia de amistad, júbilo y encuentro. Los jóvenes que
juegan a la petanca apoyados en una muleta y celebran con entusiasmo una buena
jugada, ni siquiera son conscientes de que Kike, con su cámara, convierte en eterna su
alegría del momento.
Su manera de apresar la realidad está lejos de otros enfoques, de esas fotos que a
veces resultan difíciles de mirar y que conmueven y remueven conciencias desde su
implacable disección de los infiernos. Por supuesto que dichos enfoques también son
necesarios, y a menudo son un grito imprescindible. Pero, del mismo modo, hace falta
quien decida contar que hay una belleza invencible que se niega a sucumbir al
desaliento. Es la opción de Kike, que durante estos años hará miles de fotografías.
Hay un último destinatario de dichas fotos, y son las personas que, desde lejos,
ignoran todo sobre Camboya. Cada vez con más frecuencia, Kike va a participar en
algunos viajes para sensibilizar a la opinión pública sobre la realidad del país. En
concreto, su implicación en la campaña para la erradicación de las minas antipersona le
llevará a viajar en estos años por distintos lugares tratando de explicar el drama que vive
un país en el que muchos de sus habitantes están expuestos a la amenaza de salir volando
por los aires en cualquier momento. Para contar las historias de superación y triunfo,
explicar las heridas que aún necesitan respuestas y hablar de la realidad del país, las
imágenes siempre serán su mejor aliado.
Muchos hoy hacemos fotos. Lejos de la época en que cada carrete tenía las fotos
contadas, y no había forma de saber si lo que habías sacado estaba bien o mal. Ahora
podemos hacer muchas versiones de la misma escena y elegir la mejor. Existen hasta
redes sociales donde las fotos lo son todo. Imágenes familiares, lúdicas, grotescas,
creativas, simpáticas, más o menos manipuladas. Cientos, miles de imágenes nos llegan
cada día. Y, sin embargo, sigue siendo una evidencia que la cantidad no es garantía de
nada.
Lo bonito es la capacidad para saber en qué fijarse, qué imágenes capturar en el
momento de compartir una historia. Estampas que resultan cotidianas. Encuentros,
rostros, sonrisas, gestos robados en un momento de distracción... Es necesario que haya
gente queriendo contar esas historias. Algunos lo hacemos con la palabra. Otros con la
cámara. Pero, ojalá, siempre, y en todo sea para abrir caminos. Y ayudarnos unos a otros
a descubrir un mundo mucho más amplio que nuestros horizontes. Porque, al narrar las
historias, no somos neutrales. Ponemos acentos, apuntamos en unas direcciones y no en
otras. Mostramos una realidad –y, al hacerlo, y quizá sin quererlo, ocultamos otra–. Por
eso, ojalá la historia que nos atrevamos a contar sea la más cotidiana, la más silenciada,
la más necesitada de voz.

76
Es uno de esos días, en la carretera entre Battambang y Siem Reap, llevando la
furgoneta cargada de sillas de ruedas, cuando Kike ve a lo lejos, en un enorme arrozal,
un árbol que inmediatamente llama su atención. Se baja del coche y se adentra en el
campo, avanzando hacia el majestuoso árbol. Se agacha a lo lejos y lo mira. Algo muy
dentro de él vibra. Se reconoce en el espejo de ese tronco plantado firme en la tierra; y en
sus brazos alzados, que son como la promesa de un abrazo. Uno de tantos abrazos que
Kike da y recibe cada vez que llega a los pueblos y la gente le acoge al grito de «lopok,
lopok». Pero se reconoce también en su desvalimiento, al verlo tan desnudo, entre el
verde brillante de los campos de arroz y el gris azulado del cielo que, tras él, amenaza
tormenta. Porque esa misma soledad la experimenta él a veces, tan nómada entre
historias ajenas.
Antes de irse, le hace una foto. La primera de muchas. Y así empieza la más bella
historia de amistad, entre un árbol solitario y un peregrino que se sabe presente en
muchas vidas, pero que también se siente ave de paso en todas ellas. Y esas dos
soledades se reconocen cantando, a la manera en que cantan los árboles y los peregrinos
solitarios.

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Historias de «Outreach»

Salir a buscar es una buena actitud en la vida. Salir de las propias seguridades, de los
terrenos conocidos. Y, como decía Ignacio de Loyola en los Ejercicios Espirituales, del
propio amor, querer e interés.
Las sillas de ruedas y, de otro modo, las fotos son en realidad un puente. Una forma
de establecer un vínculo. La labor que pretenden hacer es llegar adonde nadie más llega.
Cuando los miembros del equipo de Outreach viajan a las aldeas, en muchas ocasiones
por caminos casi imposibles, van preguntando por las personas heridas. A veces un
vecino les habla de otro, y este de un tercero. Su objetivo primero es llegar a quienes
tienen alguna discapacidad física –en el futuro ampliarán el horizonte para acompañar
también a personas con discapacidad mental, pero eso aún no ha ocurrido en los años
noventa–. Y al llegar hasta ellos, tratan de ofrecerles apoyo y devolverles la confianza –
casi siempre perdida– en que pueden labrarse un futuro distinto, prepararse para ejercer
algún oficio, estudiar... A menudo, la condición para darles la silla es ese compromiso de
ir a la escuela o recibir algún tipo de formación.
Con frecuencia, hay que vencer la inseguridad de las mismas familias, que piensan
que no hay mucho futuro tras la tragedia. Pero la realidad es que la ayuda termina siendo
una bendición para todos. Normalmente, el apoyo no es únicamente al niño o la niña que
se encuentran heridos, sino a quienes los rodean. Se procura asegurar el alimento de la
familia, se estimula a los hermanos para que también estudien, se les facilita el pago de
la educación, libros, uniformes... Al final, la discapacidad es una forma de entrar en
contacto con los más pobres. Siempre en situaciones críticas.
Y así, Kike va conociendo a personas que entrarán en su vida para quedarse. Gente
cuyo camino se ve transformado en el contacto con este proyecto.
Un día de 1994, al llegar a Battambang, se quedan Kike y Sovann en casa de las
Hermanas de la Providencia y, mientras cenan, Sister Emma, una de las religiosas de la
comunidad, le aborda. «Kike», dice, «hay un niño aquí al que le vendría muy bien una de
esas sillas que llevas a los pueblos. Déjame robar una». El tono es de broma. Pero la
realidad es apremiante. En cada viaje la furgoneta puede llevar hasta veinticuatro sillas
desmontadas. Y aunque en algunos casos ya están adjudicadas a personas que han
encontrado en un viaje anterior, también llevan algunas para las situaciones que pueden
ir surgiendo. Guiados por Sister Emma, Kike y Sovann llegan a una casa en la que ven a
un niño muy delgado, con los brazos y las piernas como palillos. Sovann lo examina
para ver si tiene la fuerza suficiente para mover la silla de ruedas. «Podrá, pero con
dificultad», dictamina.

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El muchacho se llama Marin. Al preguntarle si tiene hermanos, responde
afirmativamente. Le piden que los llame, y aparecen tres hermanas pequeñas. La
siguiente en edad a Marin se llama Theara. Al hablar del compromiso de que Marin
estudie, y viendo que no es fácil que él pueda desenvolverse por sí mismo con la silla de
ruedas, acuerdan con sus padres que Theara le acompañe a la escuela. «¿Estarías
dispuesta a llevar cada día a tu hermano al colegio?». La niña, delgada y de rostro dulce,
asiente. Y así, la llegada del equipo de Outreach se convierte en una oportunidad para la
familia, pues desde este encuentro se apoyará a todos los hermanos para estudiar. De
hecho, será Theara la que mejor aproveche los estudios y se convierta en un apoyo
imprescindible para Kike en el futuro. Pero eso él aún no lo sabe cuando vuelve al
camino, dejando a Marin aprendiendo a moverse con la silla.
Otras veces, las familias o los propios enfermos se resisten. Como Vary, una niña
enferma de polio. Al principio, ella misma es reservada, tiene miedo a los extranjeros.
Además, Kike se encuentra con la oposición del padre de la cría, que, la primera vez que
hablan, le dice que no se moleste, que la niña no da más de sí. Es lo que ocurre con
muchos enfermos de polio, doblemente desahuciados por sus familias, que piensan que
su incapacidad no es solo de movimiento. «¿Para qué va a estudiar, si es tonta?», llega a
decirle el padre a Kike. En realidad entiende Kike que se mezclan el prejuicio, la
ignorancia y el hecho de que la familia se conforma si Vary cuida, en casa, de sus
hermanos pequeños. Pero, terco, insiste y convence al padre para que le deje llevar a la
muchacha a estudiar con unas monjas en Phnom Penh. Con el tiempo, una Vary risueña
e independiente terminará la universidad y ayudará a salir adelante al resto de su familia,
animará a sus hermanos a estudiar y conseguirá apoyo para todos ellos. Muchos años
después su padre, una tarde, sentado en el porche de la casa con Kike, le dirá: «Lopok,
qué bien que no me hiciste caso y no me escuchaste... Yo te decía que era tonta, y es la
más lista de la casa».
Una de las paradojas del programa de Outreach es convertir el drama en
oportunidad. Ayudar a que las familias, lejos de convertir la discapacidad de uno de los
suyos en carga añadida a la vida en hogares a menudo ya golpeados, vivan su limitación
como puerta abierta a un futuro mejor. De hecho, para muchísimas familias esa va a ser
la experiencia.

A veces, en muchos contextos, nos encontramos con una paradoja que nace de una
mezcla de inseguridad, inercia y temor: muchos cristianos de buen corazón y con una
disposición evangélica querrían trabajar y ayudar a los más pobres, pero se encuentran –
nos encontramos, en realidad– con que no sabemos muy bien cómo acceder a ellos. Y
vivimos con una mezcla de impotencia y frustración por no llegar. Con miedo –y acaso
cierta culpabilidad– ante la perspectiva de utilizar demasiado el nombre de los pobres,
cuando en realidad vivimos existencias más o menos acomodadas, rodeados de gente

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igualmente instalada. No es mala voluntad ni mala disposición. Si acaso, se mezclan la
vida, la rutina, la prisa de nuestras sociedades y la incapacidad para salir de esquemas e
instituciones que, a veces, son puertas cerradas.
La lección de Outreach para esto es doble. Primero hay que detectar cuál es la
necesidad real. ¿Qué necesitan las personas más heridas? La entrada del JRS en
Camboya, de la mano de las víctimas de minas o de polio, es una intuición que les
facilita saber cómo, por qué y a quién buscar. Los jesuitas –y quienes trabajaban con
ellos– no llegaron a Camboya a fundar una universidad; tampoco de la mano de unas
élites que buscasen una escuela, ni solos; llegaron de la mano de los pobres y, en
concreto, de los pobres con discapacidades. Y esto marcó su posibilidad de entrar en
lugares, vidas y espacios sagrados habitados por los más frágiles. Así, al caminar con
ellos y aprender a conocerlos, descubrieron lo que podían ofrecerles.
La segunda lección es que hay que salir a buscar. Normalmente esto de salir lo
hacemos con cierta prudencia. Con demasiados puentes abiertos a la espalda, o al menos
con un pie aquí y otro allí. O, sencillamente, no salimos, convencidos de que en nuestras
instituciones, en nuestras rutinas y en nuestras tradiciones ya se encuentra la respuesta y
el sentido de lo que hacemos. Si acaso, ponemos un anuncio para que quien nos necesite
venga a buscarnos. Pero nada de eso vale, si de verdad queremos alcanzar a los que están
tirados. Salir es romper muros, es hacer visible lo que, de otro modo, es invisible para
muchos. Es vencer a la inercia. Es el primer paso para transformar, de maneras creativas,
la realidad.

Aún más allá de la misión concreta, están otros aprendizajes, a veces increíbles, sobre la
vida. En el encuentro con las personas descubrirá Kike la grandeza del ser humano, a
veces del modo más inesperado. Un día de 1997, en uno de sus viajes, se halla en Siem
Reap. Un hombre se acerca a pedirle limosna. Se trata de un tipo grande y desgarbado. A
simple vista se advierte que tiene problemas de movilidad, y su habla es casi
indescifrable. Alguna otra vez lo ha visto Kike en las cercanías de uno de los templos de
la ciudad, pero solo en esta ocasión se han cruzado sus caminos. Como hace siempre que
alguien le pide limosna, Kike responde ofreciendo, en lugar de dinero, compartir una
comida. El hombre se llama Nok y acepta encantado. Se sientan en una terraza y piden
unos bocadillos.
Mientras almuerzan, y hablan, tratando de entenderse como buenamente pueden, se
acerca a Kike gente de su equipo. Nok mira, intrigado, a este europeo que habla en jemer
y que trabaja con camboyanos. Ver que son personas con discapacidad quienes
colaboran con Kike le genera aún más curiosidad. Al fin, pregunta y descubre en qué
consiste la labor de Outreach, el reparto de las sillas de ruedas, la búsqueda y el
encuentro de la gente herida para ofrecerle apoyo y alternativas. Durante un rato más,

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conversan. Al fin, cuando se levantan para despedirse, Nok hace un gesto a Kike
indicándole que espere. Entonces, con sus dedos nudosos, rebusca con dificultad entre
los pliegues de su pantalón, hasta que consigue sacar un arrugado billete de cinco
dólares. «Toma», dice, poniendo el billete en sus manos. «Para la gente que lo necesita
más», balbucea, con esa cadencia que ya Kike ha conseguido entender. Kike se queda
conmovido. Al principio hace ademán de negarse, presa de un comprensible pudor. Pero
la determinación que ve en los ojos de Nok le ayuda a comprender que el otro es
plenamente consciente de lo que está haciendo. Y que esa donación es para él parte de la
misma lógica que le lleva a pedir. Que su mente, aunque sea más lenta, sin embargo
acaba de brillar con una lucidez tan necesaria para el mundo. He ahí la generosidad de
los más pobres, la libertad profunda de quien tiene claras las prioridades. Ahí está el
óbolo de la viuda del relato evangélico. Ahí la compasión de quien, experimentando la
limitación y el sufrimiento, lo convierte en escuela de humanidad. Kike acepta el
donativo y lo agradece con una profunda reverencia. Nok resplandece.
Desde ese día, cuando pasa por Siem Reap y tiene ocasión, Kike se acerca al
templo, donde Nok sigue mendigando, para llevarle algún regalo. Y siempre que se ven,
el hombre se pone de pie, con toda su envergadura le da un enorme abrazo y le entrega,
con orgullo, una parte de lo que haya conseguido ese día, «para ayudar a los más
pobres».

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Minas

Una y otra vez se encuentran, al acercarse a las personas mutiladas, con distintas
versiones de la misma historia: Makara, un chico que, recogiendo leña, pisa una mina;
Sokhuem, a quien le estalló bajo los pies al volver de la escuela; Komsot, cuando está
jugando con sus amigos; Mao, trabajando en el arrozal; Tan, mientras coge grillos para
venderlos en el mercado; un soldado al volver a casa; una adolescente camino de la
fábrica... Camboya es, en los años 90, terreno minado. Y por más que se habla de
programas de desactivación, ahí siguen decenas de miles de minas escondidas,
esperando a activar su sentencia. A veces, en el equipo, o en conversaciones personales,
hablan sobre ello. Son esos días en que uno desnuda su corazón o comparte las
reflexiones sobre el contexto y lo absurdo de distintas conductas humanas.
Algunos atardeceres en Banteay Prieb, cuando la luz se va yendo, y antes de que la
oscuridad haga dar por terminada la jornada, no es raro ver, caminando, a alguno de los
que se apoyan en una muleta o avanzan con la silla de ruedas por el camino. Y así,
viendo la estampa a lo lejos, surge la eterna pregunta: «¿Quién puede hacer algo así?».
¿Cómo es posible? ¿Qué lleva a los hombres a sembrar de minas una tierra fértil?
¿El miedo, el odio, el poder...? Una mezcla de todo. Hace años era Camboya. Hoy es
Colombia o el sur de Sudán. Mañana, alguna otra parcela atormentada de este mundo
turbulento. Pese a campañas internacionales, repudio colectivo y un rechazo que brota de
las entrañas, cantidades ingentes de minas están sembradas en distintos lugares del
mundo. Lugares habitados. Terrenos que, aunque puedan ser lugar de paso para el
ejército, más aún son suelo hollado a diario por los pies de campesinos, hombres y
mujeres, ancianos y niños.
¿Por qué? ¿Qué puede llevar a alguien a decretar esa sentencia aplazada? La
amenaza militar se impone a cualquier otra consideración. El afán de conquista o de
defensa; el odio al enemigo; el interés de los fabricantes de armas. Todo eso termina
generando un discurso indiferente, frío, demencial. Una justificación para plantar
semillas de muerte, monstruos dormidos que esperan un paso en falso, una sentencia
para quien tenga la mala suerte de pisarlos. La mina es inhumana, porque es
indiscriminada en sus destinatarios –sin distinguir entre civiles y soldados–; porque no
entiende de pactos de paz ni de tratados, por lo que permanece activa cuando ya la guerra
ha acallado sus tambores; y porque, para mayor aberración, espera, paciente, a que la
propia víctima la active sin saberlo.
Y así, hombres, mujeres o niños son una y otra vez la víctima inesperada de una
explosión. Heridos por armas diseñadas para infligir el daño justo. El que deja a las
personas vivas, pero mutiladas. El que no mata, pero te acerca a otra muerte cotidiana,

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erigida sobre inseguridad, dolor y soledad. Supervivientes que necesitarán ayuda.
Espíritus aturdidos, quebrados por la fatalidad. Ojos tristes. Y la tentación de encerrarse
en una coraza de derrota o de tristeza.

Y, sin embargo, por dolorosa que sea la historia; por muy destructiva que sea la
intención, el espíritu humano, tan capaz de lo peor, es también capaz de lo mejor: capaz
de oponer al odio valentía; de responder a la derrota con una invencible disposición a
levantarse; de poner una sonrisa auténtica en el rostro que se niega a convertirse en
máscara de eterna aflicción; más aún, capaz de perdonar, cuando todo podría conducir a
las víctimas a enrocarse en el odio o en la exigencia de venganza; de seguir caminando
hacia el futuro, pese a la inevitable tentación de quedar derrengado, lamiéndose las
heridas.
Cuando llega a oídos de los responsables del JRS en Camboya que se ha puesto en
marcha una campaña internacional para acabar con las minas antipersona,
inmediatamente se sienten urgidos a participar13. Desde el principio, la campaña busca
sumar a la causa a todos los estamentos que puedan tener alguna perspectiva e influencia
sobre la realidad: gobiernos, empresas, lobbies, activistas de derechos humanos,
organizaciones no gubernamentales.
La Primera Conferencia Internacional es en Londres, en mayo de 1993. Un año
después, el JRS de Camboya será invitado a la Segunda Conferencia Internacional, que
tiene lugar en Ginebra. Su voz es necesaria, por su cercanía con los mutilados. Es una de
las instituciones que pueden dar voz directa a las víctimas, y eso es fundamental. Sister
Denise se convertirá en una de las activistas más destacadas de la campaña y miembro
del Comité Ejecutivo. Muchas organizaciones se implican desde el país jemer. La
Tercera Conferencia Internacional será ya en Camboya, en Phnom Penh, en mayo de
1995. Camboya se convierte en país de referencia de la campaña, por los efectos
devastadores que las minas están teniendo en su población.
En uno de los actos de la conferencia, los delegados internacionales ven
emocionados a un grupo de bailarines camboyanos muy jóvenes que, con exquisita
elegancia, bailan «el baile de la paz», uno de los bailes tradicionales camboyanos. Kike
disfruta viendo, entre las bailarinas, a algunas de sus amigas de Prey Somraong. «Las
Priebs» bailan con seriedad y concentración, pero sin perder la sonrisa. Quizás es en ese
momento cuando se le ocurre la idea de crear un baile propio sobre las minas. Porque los
bailes camboyanos hablan de la vida. Del campo, de la ropa, de los alimentos... Y así,
existe el baile del kromá (el pañuelo que en Camboya sirve para todo tipo de usos) y el
de los cocos, el de la bendición y el de la paz. ¿Por qué no hacer un baile que cuente la
tragedia de las minas? La idea será acogida con entusiasmo en el equipo. Profesores de
baile y bailarines, desde su historia y su experiencia, colaborarán para crear una

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coreografía que hable de dolor y superación, de rechazo a la violencia y opción por la
paz. En unos meses la danza de las minas se convertirá en una realidad y cuando se baile
en diversos foros, suscitará entusiasmo con su mensaje de resistencia.
La campaña vuela. Lo que se pide a todas las instituciones implicadas es que
consigan apoyos, que se muevan para contactar con cualquiera que, desde el mundo de la
política, de la economía o de la cultura, pueda apoyar y difundir la campaña. Es lo que
todos hacen.
Denise, desde Phnom Penh, no para. Ella, siempre eficaz, combativa y discreta,
consigue que Hun Sen y Sihanouk, los hombres fuertes del régimen camboyano,
secunden el movimiento con su firma y apoyen con fuerza la campaña a nivel
internacional.
En Banteay Prieb se organiza un grupo en el que hay miembros de las cuatro
facciones. Heng Phong, profesor de electrónica, había sido miembro de los Jemeres
Rojos. Klieng Vann, director de la escuela, había sido provietnamita. Sareth, que sigue
con su labor en el taller de sillas de ruedas, es antiguo luchador del bando monárquico.
También en el taller trabaja Cherek, que había sido miembro de la resistencia
republicana. Los cuatro, ex combatientes. Los cuatro, mutilados por las minas. Los
cuatro, trabajando en Banteay Prieb, muestran el rostro más inmediato de la
reconciliación. «Es posible pasar página. Es posible seguir caminando juntos, pese al
daño que nos hemos hecho. Pero hemos de acabar con la cultura de la muerte», parece
decir su alianza. La opción del JRS es que los que aparezcan sean las víctimas. Que ellos
sean sus propios portavoces. Kike empieza a acompañarlos para hacer de traductor. En
1996 viajan a Inglaterra, donde hablarán en el Parlamento. En Irlanda les recibe la
presidenta, Mary Robinson. En Roma pueden encontrarse con Juan Pablo II. Y en
Madrid, invitados por Manos Unidas, les recibe la reina Sofía. Todos los contactos,
todos los hilos, todas las teclas que puedan tocar hay que pulsarlas para conseguir que el
mundo renuncie a producir minas. Kike consigue que también la moción entre en el
Parlamento en España.
En octubre de 1996, en Ottawa, Canadá, tras una reunión de gobiernos y
organizaciones internacionales, el ministro de asuntos exteriores canadiense lanza a los
países participantes el reto de elaborar un tratado para la eliminación de las minas, que
en el plazo de un año habría de presentarse para ser suscrito por ellos. La idea es bien
acogida.
La campaña se extiende por el mundo. Las actividades se multiplican. Es una
enorme red de personas, instituciones y organismos internacionales que, desde todos los
puntos del globo, trabajan por una tarea común. La suma de tantos esfuerzos personales,
el compromiso de tantos que se definen como activistas, va generando una ola

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imparable. Lo concreto del compromiso que se exige y lo incontestable de la causa
ganan adhesiones y derriban resistencias.
1997 será el año clave. Con unos días de diferencia tienen lugar dos eventos
definitivos. En septiembre, en Oslo, una conferencia internacional aprueba el Tratado
para la Eliminación de las Minas Antipersona. Tres semanas después se anuncia la
concesión del Premio Nobel de la Paz, compartido entre la campaña y su coordinadora,
Jody Williams. Ambos logros suponen un empujón increíble para la causa.
Paradójicamente, todas esas buenas noticias llegan en un momento de tremenda
inestabilidad en Camboya. Tan solo dos meses antes, el 11 de julio de 1997, Hun Sen,
segundo ministro del país, y Norodom Ranariddh, el primer ministro principal, se han
enzarzado en un conflicto armado que terminará con la victoria de Hun Sen, desde ese
momento hombre fuerte de Camboya. Aún están las calles llenas de tanques esas
semanas, y Kike tiene reciente el susto recibido cuando el 12 de julio, tratando de volver
de Phnom Penh a Banteay Prieb, un disparo de mortero pasa por delante de su coche,
detenido ante una vía de tren, y explota a tan solo unos metros. Al llegar a Banteay
Prieb, aún conmocionado, encontrará restos humanos incrustados en el parachoques. La
guerra, la maldita guerra y la violencia, que siguen dejando víctimas. Si acaso, el susto y
el miedo refuerzan en ellos la convicción de que hay que luchar contra esa muerte
armada que siempre se ensaña con los más inocentes.
El 3 de diciembre, en Ottawa, 122 países firman el Tratado. La guerra no está
ganada, pues aún tardarán un tiempo en conseguir que sean 140 los países firmantes –
requisito para que un tratado internacional tenga valor de ley global–, y no consiguen
que los grandes países productores de armas, entre ellos Rusia, Estados Unidos o la India
la firmen; pero esos dos pasos son un espaldarazo.

Cuando llegue la ceremonia de entrega del Premio Nobel, el 10 de diciembre, será Sareth
quien suba al escenario de Oslo para recibir la medalla como representante de la
campaña. Su foto, sonriente, sentado en silla de ruedas Mekong, alzando al cielo un
brazo vencedor, da la vuelta al mundo y se convierte en un grito reivindicativo. Esa
presencia de las verdaderas víctimas, los golpeados por las minas, es el mayor logro del
equipo camboyano. Sentada en uno de los palcos del teatro, Denise sonríe feliz. A Kike
le toca esta vez vivirlo desde lejos. Está en una reunión de jesuitas del Sudeste Asiático,
de la que no ha podido librarse, aunque de buena gana habría querido asistir a la
ceremonia. Pasa el día con cierta nostalgia por estar lejos, y bastante distraído. Su mente
no consigue concentrarse en los temas que se discuten, y su imaginación vuela a la lejana
Noruega. Al salir de la reunión, un jesuita australiano, Steve Curtin, le guiña un ojo y le
dice: «Vamos a cenar por ahí, que hoy hay mucho que celebrar». Se siente conmovido

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por ese gesto amigo de quien sabe de su decepción por no haber podido estar hoy en
Oslo. Y así, desde lejos, brindan por esa paz trabajada y herida, pero tan necesaria.
El JRS seguirá implicado en la campaña, con el liderazgo infatigable de Sister
Denise, también cuando, años más tarde, se empiece a enfatizar no solo la prohibición de
las minas antipersona, sino también la prohibición de las bombas de racimo. Ella será la
que siga poniendo siempre en el centro la causa: los discapacitados y la labor de equipo.

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Sé dónde está mi corazón

Durante esos años, la vida en Banteay Prieb sigue su curso y su ritmo diario, su sucesión
de historias, de nombres y gentes que van y vienen. En junio de 1995 termina Totet su
período de trabajo en Camboya, y sus superiores le piden que vuelva a casa a estudiar
teología. Es el mismo itinerario de todos los maestrillos que van pasando por este
proyecto. Finalmente, es su amigo Richie, con quien había compartido los primeros años
de formación en la Compañía de Jesús, el que vendrá a ocupar su lugar.
Desde el principio, en el espacio abierto de Banteay Prieb, Richie llama la atención
por su altura. En un país donde la población es más baja que alta, y en un contexto en el
que muchos caminan encorvados o se mueven con la ayuda de muletas y sillas de ruedas,
los casi 1,90 de este joven sonriente y animoso no pasan desapercibidos. Richie lleva
cinco años en la Compañía de Jesús. Allá en Manila siguen sus padres, su hermano y sus
dos hermanas. De su madre ha heredado la sociabilidad. Y de su padre, la sencillez. Le
gusta la música, y es frecuente oírle tararear melodías que él mismo compone.
Como sus compañeros antes que él, será el encargado de atender a los estudiantes,
acompañarlos, detectar sus problemas, pasar con ellos largas horas de conversación y
ayudarles a ir enderezando su camino. Durante meses se va haciendo al lugar. Da clases
en la escuela. Convive con los jóvenes, pasando las tardes entre las distintas casas, donde
los chicos viven en grupos de diez junto con un educador. Y es frecuente verle en la
cancha de baloncesto animando a los chavales para que jueguen y no tengan miedo, por
muy inseguros que se sientan.
Como su amigo Totet antes que él, también Richie tiene que superar sus propias
batallas: su sentimiento, a veces, de soledad en un mundo donde las urgencias hacen que
cada uno esté muy volcado en la tarea cotidiana; o la dificultad para acertar con los
estudiantes, pues hay muchas situaciones problemáticas, y a menudo los jóvenes son
difíciles, y su integración para la convivencia cuesta largos meses. Nombres e historias
como las de Chon, Phal o Bak, entusiastas e ilusionados por salir adelante, le
conmueven. Pero también hay otros chicos más complicados y a veces no tan honestos,
pero que –en sus propias palabras– también se hacen un sitio en su corazón. Entre estos
últimos está Sarom, un chaval, víctima de una mina, que muestra constantemente una
conducta retadora.
Durante ese primer año, Richie se va sintiendo cada vez más libre y desprendido.
Totet vuelve en una ocasión a visitar Banteay Prieb, con motivo de una reunión sobre el
futuro de la misión en Camboya. Se sorprende cuando, al entrar en la habitación de
Richie, ve en el perchero que le sirve de armario tan solo cuatro o cinco camisas y muy
pocas prendas más. «¿Dónde tienes el resto de la ropa?», le pregunta. Richie se ríe. «La

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he repartido con los chicos. Ellos casi no tienen nada». Lo dice como quien tiene que
explicar lo evidente. Totet se empeña en que compre algo más en el mercado de segunda
mano; pero cuando se despide de él, está seguro de que en unos días su habitación
volverá a mostrar la desnudez y la austeridad con las que está aprendiendo a vivir.
Es una enorme libertad para un joven que viene de un hogar acomodado en Manila,
pero que en los últimos años se va sintiendo cada vez más desprendido y más consciente
de que es la generosidad y el amor lo que engendra amor. Así se lo escribirá a Totet en
una carta que le envía en octubre de 1996: «A través de mi experiencia con los
estudiantes, lentamente empiezo a desear ser generoso de verdad. Darlo todo. Para hacer
que ellos crezcan. Que sean verdaderamente felices, que se sientan amados por Dios y
por sus semejantes».
Pero también le toca lidiar con lo más difícil. Con la soledad que de vez en cuando
le asalta, cuando ve que cada uno de ellos tiene tantos frentes abiertos que no siempre
encuentran el momento de sentarse juntos y escucharse unos a otros. A veces, cuando
consigue ir a la oficina del JRS en Phnom Penh y abre el ordenador, consulta con avidez
el correo electrónico y se lleva una profunda decepción cuando alguno de sus amigos
más queridos no ha contestado a sus cartas. También tiene que luchar con la impresión
de que su trabajo en la escuela de Banteay Prieb es más oculto y menos vistoso que otros
proyectos del centro, como las sillas de ruedas, las visitas a la cárcel o la campaña contra
las minas. O con la dificultad que le causan algunos de los estudiantes que, lejos de
reaccionar ante las propuestas y facilidades del centro, se empeñan en encerrarse en
dinámicas que son destructivas para el conjunto. Esas son las batallas cotidianas, los
aprendizajes profundos, la forja en la que el apóstol ha de lidiar con su propia fragilidad.
Y Richie lo va haciendo.
Cada vez ve más claro que el centro de su vida es vivir como Cristo y darse como
él. Así lo expresa en la carta ya citada, cuando señala que «he llegado a darme cuenta de
que haber amado, haberse dado por entero sin tener en cuenta el precio, curar las heridas,
sin descanso, sin pedir recompensa, sabiendo que hacemos la voluntad de Dios, que
seguimos y queremos llegar a ser como Jesucristo, eso es lo que más importa».
Y así va creciendo Richie, entre luces y sombras, entre su vida interior, profunda y
rica, y sus luchas cotidianas. Un problema que le está dando muchos quebraderos de
cabeza es la extensión del juego entre los estudiantes. El juego conlleva apuestas y las
apuestas, más de una vez, han terminado generando conflictos muy profundos. Por eso
desde el principio de la andadura de Banteay Prieb el juego está totalmente prohibido en
las residencias. Sin embargo, cada vez con más frecuencia se empieza a encontrar Richie
alguna timba que tiene que disolver con una severa reprimenda y la exigencia de que no
se repita. Pero se repite.

88
Hay un muchacho que participa por sistema en todas las transgresiones que pueda
haber. Es Sarom, víctima de una mina, que durante todo el tiempo que lleva en Banteay
Prieb ha dado muestras de un comportamiento desequilibrado. Tras intentar tratar con él
de todas las maneras, y viendo que no solo no está aprovechando el tiempo, sino que está
empezando a dificultar el avance de otros estudiantes, el equipo decide enviarlo de
regreso a su casa después de que Richie le vuelva a encontrar organizando una partida de
cartas.
El 17 de octubre de 1996, en la oficina del director de la escuela, se reúnen varias
personas a primera hora de la mañana. Entre ellos están Jub, Richie y Sarom. También
alguno de los educadores que viven en las residencias. Ese día, Kike no puede sumarse,
por estar atendiendo a una visita de la Cruz Roja americana. La reunión es para pedirle a
Sarom que se vaya de Banteay Prieb y que no vuelva mientras no esté dispuesto a
cambiar de actitud.
Cuando están en medio de la entrevista, y de modo imprevisto, Sarom se lleva la
mano a la entrepierna, y de debajo del pantalón saca una granada. Algo que entra dentro
de lo posible en este mundo de ex combatientes, donde no es el primero ni será el último
en guardar armas de los tiempos de la guerra. Pero algo ciertamente inesperado para
todos los que participan en la reunión. «¿Así que me vais a echar?», exclama
enloquecido. Todos se tiran al suelo o se parapetan detrás de los pocos muebles de la
habitación, pero Sarom sale como una exhalación y se detiene en el vestíbulo, fuera del
despacho.
Su mirada se clava en una puerta abierta. Es el taller de electrónica, donde 30
chavales están en clase. Entonces, con la granada entre sus manos, se lanza hacia el aula.
Pero unos brazos se cierran en torno a él. Richie es el único que ha reaccionado, en
cuanto ha visto el peligro para los estudiantes, y con su enorme envergadura envuelve
desde atrás en un abrazo poderoso a Sarom, mientras le sujeta las manos e intenta evitar
que active la granada. Sin embargo, no lo consigue. En el forcejeo, el muchacho,
trastornado, activa y suelta la bomba, que cae al suelo. Rueda hacia atrás, pasando por
debajo de las piernas de los dos hombres, que aún forcejean, quizá porque Richie ni se
ha dado cuenta de que la granada ya no está en las manos de Sarom. Estalla. Toda la
fuerza del impacto descarga contra el joven jesuita. Con su cuerpo protege a Sarom, que
sale ileso.
La explosión resuena en todo Banteay Prieb. Richie está tendido en el suelo, en
medio de un charco de sangre. Su espalda está destrozada. En cuanto se da cuenta de lo
que ha hecho, Sarom sale corriendo, temeroso quizá de la reacción de los otros
estudiantes. Seguirá corriendo hasta llegar al cuartel de la policía, donde solo es capaz de
exclamar: «Protéjame. He matado a mi profesor».

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En Banteay Prieb, Jub corre a buscar a Kike. Colocan a Richie en la parte trasera de
la furgoneta y salen disparados al hospital de Calmette, en Phnom Penh. Al llegar, en la
recepción de las urgencias, quien les recibe lo hace con una frialdad adquirida en años de
ver tragedias y solo les confirma su peor temor: «¿Para qué me traéis aquí un cadáver?».
Kike se queda perdido. No sabe qué hacer. Sister Denise, que ha llegado desde la oficina
de Phnom Penh, le dice, con delicadeza, que lo que queda ya es rezar por Richie, darle
una bendición. Solo hablan ahora el silencio y las lágrimas.

Cuando Totet reciba la larga carta que Richie le escribió el 12 de octubre, cinco días
antes de esa fatídica mañana del 17, ya sabe que ha muerto. Y se encuentra con un
verdadero testamento, un acto de fe, la carta quizá más íntima y más universal del amigo.
No puede evitar las lágrimas al leer algunos fragmentos: «... Yo sé dónde está mi
corazón. Está con Jesucristo, Jesús, que se dio por entero por los pobres, los enfermos,
los huérfanos, etc. Siento como si estuviera empezando a comprender más lo que quiero
decir cuando digo que “quiero ser como Cristo”, que “seguiré a Jesús” o que “soy amigo
y compañero de Jesús”. Soy jesuita. Sé dónde está mi corazón».
Entre lágrimas sigue leyendo Totet, testigo póstumo de los sentimientos y vivencias
de su amigo, esta carta de varias páginas que es una verdadera confesión de fe. «Todo
tiene su tiempo y su lugar. No sé lo que sucederá en el futuro. En la escuela, a nuestros
estudiantes. No sé qué te ocurrirá a ti, mi mejor amigo, Totet, ni a mí mismo... Pero de
una cosa estoy seguro, y es que deseo lo que sea mejor para Banteay Prieb; que nuestros
amigos con discapacidad lleguen a ser más felices; que tú, Totet, seas la mejor persona
que puedas; y que yo continúe amando y siendo generoso, como Jesús hizo y fue».
Hoy en día, en Banteay Prieb, un agujero en el suelo del pasillo recuerda el destrozo
de la bomba. No han querido arreglarlo. Allí sigue, testigo mudo y memoria de una vida
entregada. También, en una pequeña urna, bajo una preciosa estatua, quedó recogida la
sangre derramada en aquel suelo. Y así, aunque el cadáver de Richie se llevó a Filipinas,
una parte de él queda para siempre en Banteay Prieb, como mudo homenaje a aquel
hombre que, al final, sabía dónde estaba su corazón.

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Inventario interior

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A veces hay que frenar

En octubre de 1998 Kike deja Banteay Prieb. Es solo por unos meses. Sus superiores le
han pedido que vuelva a España, a Salamanca, para realizar allí la última etapa de su
formación, la que los jesuitas llaman «tercera probación». Se trata de unos meses en los
que el jesuita vuelve a hacer el mes de ejercicios y trata de releer su propia historia,
buscando en ella lucidez, sabiduría y la huella de Dios en su vida. Con un grupo de
compañeros, entre los que vuelve a encontrar a alguno de sus mejores amigos, como
Toño Allende, Kike siente que la tercera probación le llega en buen momento. Lleva
varios años a un ritmo muy exigente, se encuentra desgastado por la actividad incesante,
y la perspectiva de frenar le resulta atractiva.
Vuelve a Salamanca, a la misma casona que casi quince años antes había sido
testigo de su primera intuición sobre el JRS y sus deliberaciones posteriores. El lugar
donde había leído las palabras de Arrupe, llamando al compromiso con los refugiados.
Donde oyó hablar de Camboya por primera vez y empezó a soñar con una vida lejana.
Vuelve a un país diferente. Lejos quedan las memorias de los años 80. El país ha
cambiado. También las actitudes, las modas y los medios de comunicación. Lejos
quedan aquellos años de la movida y la efervescencia juvenil. Pero Kike no tiene
demasiado interés en zambullirse en la cultura que encuentra. Su estancia en España, lo
sabe, es ahora provisional. Lo que necesita es hacer un poco de balance. Frenar, tras los
años de vértigo que lleva en Banteay Prieb, y tratar de extraer algunas lecciones de todo
lo vivido. Con la experiencia y el equipaje vital acumulado en todo este tiempo, tiene
mucho en lo que pensar.
Disfrutará mucho estos meses. Al principio le ocurre como a los corredores que
llegan a la meta a gran velocidad. No se puede frenar en seco en un instante. Hay que ir
parando progresivamente. Las primeras semanas son intensas. El contraste entre el ritmo
que llevaba hasta tan solo unas semanas atrás y la holgura de tiempos y espacios que
ahora encuentra le exige un poco de reajuste interior. Pero, si en algún momento temía
que le iba a costar, la realidad es que pronto se encuentra tranquilo y asentado en este
nuevo equilibrio. Disfruta con los amigos, hace deporte en el viejo frontón del colegio,
charla con los compañeros y reza mucho más de lo que ha podido rezar en años. Desde
el primer momento encuentra una facilidad para orar que no le es tan asequible en la vida
vertiginosa de Camboya. Como un mantra repite: «Aquí estoy, Señor, para hacer tu
voluntad», y se siente afortunado al poder volver a la fuente primera de su vocación, ese
encuentro con Jesús.
Una de las actividades en las primeras semanas de la tercera probación es contar su
vida. Lo hacen todos. La idea es que así el grupo pueda conocerse. Pero también es, para

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cada uno, la ocasión de hacer memoria, de dejar que se remueva lo que, a veces, está
enterrado en el pasado; prepararse para poner todo eso delante de Dios y del evangelio
en el mes de ejercicios.
El día que le toca a Kike contar su periplo vital, pasa por una montaña rusa de
emociones. Rememora la angustia del joven que no encontraba a Dios y el entusiasmo
de su viaje adolescente a Taizé. Evoca su decisión de entrar en la Compañía de Jesús, y
le escuece un poco el recuerdo de las discusiones que por eso había tenido con su padre.
Recuerda los años de noviciado y las vivencias tranquilas de su etapa de estudios en otro
rincón de esta misma casa. Le brillan los ojos con entusiasmo cuando habla de la
decisión de ir a Camboya, de la vida en los campos, de la frontera... Se le atasca la voz al
pasar por aquel otro tiempo de estudios en Madrid, un tiempo en que la nostalgia y la
inseguridad hacían mella en él. Y después se lanza a compartir nombres e historias de
estos últimos años. Se le enciende la voz al hablar de Banteay Prieb, de las sillas de
ruedas, del baile, de las minas... Cuando cuenta la historia de Richie rompe a llorar,
desconsolado. Se va dando cuenta de que su mochila viene tan cargada de nombres e
historias que es tiempo de hacer un alto en el camino.

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Tres intuiciones para poner la vida en perspectiva

A lo largo de los siguientes meses, Kike encontrará tres ideas que serán esenciales para
él en esta etapa y le ayudarán a intuir en qué punto de su historia se encuentra.
La primera surge una y otra vez en la oración durante el mes de ejercicios. La
primera vez que lo siente es casi como una revelación. Como aquel otro momento, tanto
tiempo atrás, en Taizé. Pero ahora es como si el mensaje fuera justo el opuesto. En aquel
momento juvenil, en Taizé, lo que había sentido era algo así como la voz de Dios
diciéndole «Mi rostro para ti son las personas». Y así ha sido durante todo este tiempo.
Rostros hablándole a través de sonrisas, lágrimas, suciedad y belleza. Rostros heridos e
ilusionados. Rostros que ha besado al abrazar a los niños, al subir a un enfermo por
primera vez a una silla de ruedas, al descubrir la increíble belleza del baile, incluso en
lugares que parecerían abocados a la rendición...
Sin embargo, ahora intuye que, aunque los rostros pueden ser ventana hacia Dios,
también, si se descuida, se pueden convertir en un telón que impida ver lo que hay
detrás. Es importante, comprende, no convertir en absoluto lo que no es absoluto. Querer
a la gente, pero buscar detrás a Dios. Celebrar sus historias, pero sentir que son semilla y
puerta hacia la trascendencia. Amar en lo concreto, para avanzar hacia el amor absoluto,
que es Dios. Encuentra una profunda libertad en esa intuición. Es como si necesitase, por
un momento, abstraerse de lo concreto para recordar lo universal.

La segunda intuición se la debe a Toño García, el jesuita que acompaña a los que hacen
la tercera probación. Este veterano, maestro de muchos, les va dando algunas claves e
ideas que les ayudan a comprender su situación. Les propone un concepto que Teilhard
de Chardin, el jesuita francés, había formulado, mucho tiempo atrás, en «El medio
divino». Ese concepto es el de pasividades físicas de disminución. Kike, en cuanto oye
esa expresión, siente que habla de sí. Ni siquiera sabe si su interpretación es la más
correcta. Pero sí sabe que empieza una etapa distinta. Intuye que los bríos de los años
anteriores no le van a acompañar de la misma manera. Que el entusiasmo no puede
permanecer incombustible. Ni siquiera la fuerza física. De hecho, algo le ayuda a
entender muy bien lo que significa disminuir. En uno de sus partidos de frontón, el
esfuerzo le ha provocado una lesión en los gemelos, y tienen que escayolarle una pierna
por completo. Esta vez es él, tras muchos años de llevar a otros, el que se tiene que dejar
cuidar, acompañar y mover, mientras va adquiriendo soltura. Quizás sea el acercarse a la
cuarentena, ver que media vida ha quedado atrás y empezar a notar los aún mínimos
achaques que empiezan a recordarle que ya no es joven, y que ninguno somos eternos.
En ese escenario, se dice que el apóstol no es un héroe sobrehumano; ni siquiera es un

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luchador infatigable, heroico y poderoso. Es, más bien, alguien que tendrá que aprender
a bailar con el tiempo, a ser apóstol en las distintas circunstancias de la vida, también
cuando el paso de los años empiece a cobrar sus pequeñas facturas, y a dar lo mejor de
sí, también cuando eso «mejor» vaya siendo más frágil.

Es también Toño García el que le ayuda a formular la tercera intuición. En este caso, con
la ayuda de otro filósofo francés, Paul Ricoeur. Este había acuñado el concepto de
segunda ingenuidad. Hay una primera ingenuidad, propia de quienes se asoman por
primera vez a la vida. Es la ingenuidad de los niños, de los románticos, de los
enamorados en el albor de su historia. Es la convicción de que el mundo es bueno, y la
gente es buena, y la buena voluntad basta para conseguir cualquier cosa. Pero la realidad,
en ocasiones, es tozuda y traidora, y nos recuerda que la vida es más complicada, que en
ocasiones los buenos se llevan todos los palos, y que hay quien hace daño, quien elige la
senda del egoísmo, de la crueldad o de la indiferencia hacia el otro. También hay quien
no sabe agradecer, valorar ni aprovechar las oportunidades. Kike ha tenido ocasión de
ver bastante de esto en sus años en Camboya. Dolor, decepción y descubrir, en
ocasiones, que quien se acerca a ti lo hace buscando aprovecharse, y no siempre desde la
verdad. Así que, cuando oye hablar de la segunda ingenuidad, un vivo interés se
despierta en él.
La primera ingenuidad se acaba cuando la realidad, o sus facetas más sombrías,
despiertan la capacidad crítica. Uno abre los ojos, el entendimiento, y hasta el corazón, y
dentro experimenta el coraje, la queja, el deseo de que las cosas cambien. Pues bien, la
crítica puede convertirnos en gente dura, exigente y mordaz. Nos puede hacer luchadores
con un punto de desengaño o decepción. Pero si somos capaces de volver a la
ingenuidad, a la fe en el ser humano a pesar de los pesares; si somos capaces de seguir
apostando por la generosidad, el amor y la gratuidad, incluso en un mundo que ya
sabemos turbulento y raquítico; si somos capaces de continuar defendiendo la inocencia
más allá de los infiernos, esa segunda ingenuidad, mucho más lúcida, es la mayor forma
de libertad.
Tal vez, al escuchar estas palabras, piensa Kike en el padre Arrupe, a quien había
llegado a conocer en su habitación romana. Otro ingenuo que mantuvo la fe en el ser
humano, incluso tras pasar por la devastación de la bomba atómica en Hiroshima. En su
habitación, Kike piensa en las veces en que alguien le ha defraudado, en las ocasiones en
que ha sentido la tentación de tirar la toalla o de refugiarse en la irritación. Y ahora
reconoce la clave para no perder la sonrisa: mantener la esperanza en las personas;
ofrecer el bien, con independencia del bien o mal que recibas. Esa es la segunda
ingenuidad, que espera llevar de vuelta cuando le toque regresar a Banteay Prieb.

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El Cristo mutilado

En esta etapa salmantina, el grupo entero se marcha a Portugal. En la villa de Rodizio,


cerca de la costa, ligeramente al norte de Lisboa, los jesuitas tienen una casa de
ejercicios. Allá van, con la intención de tener tres días de retiro, un tiempo tranquilo
conjugando descanso y oración.
Cuando Kike entra en su habitación, en la vieja casa, su mirada se queda fija en la
pared. Sobre el lecho cuelga, clavado, un Cristo mutilado. Es muy esquemático. Una
línea que va dibujando la cabeza redonda, los brazos y las piernas que son poco más que
palillos... pero una de sus dos piernas está cortada. Al principio, hasta duda de si es algo
intencionado o si será que el crucifijo de su cuarto está roto. Aunque, si es el caso, la
rotura le parece una coincidencia maravillosa. Sale de su habitación y entra en la estancia
contigua. Al Cristo de la pared también le falta el extremo de una pierna.
Kike lleva tiempo buscando un símbolo para la misión de Camboya. Más de una
vez habían pensado en cómo poder plasmar al Cristo de los mutilados, de las minas, del
dolor concreto y atravesado de tantos con los que trabajan. Y ahí tiene la respuesta, un
trazo sencillo, casi esquemático, y una idea poderosísima. El mismo Dios está mutilado
en sus hijos mutilados. El mismo Dios sufre, en Jesús, con cada bomba, con cada mina
que estalla y mutila, con cada lágrima vertida por culpa de la violencia mortífera de las
armas.
Cuando pregunta por el origen de ese crucificado, no consigue encontrar respuesta.
La casa era de una familia que la legó a la Compañía y, limpiando un trastero, habían
encontrado el Cristo. Atraídos por su peculiar herida, los jesuitas portugueses habían
hecho copias para todas las habitaciones de la casa.
Kike fotografía el Cristo. E inmediatamente manda copias a Joaqui Salord,
compañero en Banteay Prieb de gran sensibilidad artística. Desde ese momento, el Cristo
identificará la misión. Lo incorporarán a estolas, colgantes, medallas, esculturas y
camisetas.
Basta mirarlo y comprender su mensaje de amor inclusivo, su proclama del Dios
encarnado en los más débiles y su grito contra la injusticia que sigue crucificando hoy a
los inocentes.

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Cuando la vida da un giro radical

Una noticia inesperada

Parte de la tercera probación consiste, para los jesuitas en esta etapa, en dedicar uno o
dos meses a actividades pastorales. Se intenta que, durante ese tiempo más apostólico, la
gente trabaje en algo diferente de lo que son sus ocupaciones habituales. Por eso tiene
sentido que a Kike lo destinen a Córdoba, a colaborar en la iglesia de los jesuitas. Allí
ayudará a atender el templo y tendrá una tarea pastoral sacramental más explícita que la
que desempeña en su ministerio camboyano.
Allá está cuando, una mañana, recibe una llamada un tanto sorprendente. «Kike, te
llaman de Roma», le dice un compañero de comunidad. «Es Elías Royón». Kike coge el
teléfono, extrañado. Elías es, en ese momento, el responsable de la Compañía de Jesús
para la zona de Europa Sudoccidental, y no es habitual recibir una llamada personal
suya. La cabeza de Kike bulle mientras se pregunta qué ocurre.
Tras un breve saludo, Elías, al otro lado del teléfono, le dice: «Verás, hemos
recibido una carta de la Doctrina de la Fe...». El corazón de Kike se desboca, y la sangre
abandona su cabeza. En esa época hay cierto temor a decir o proponer algo que,
doctrinalmente, sea problemático y genere algún tipo de conflicto. La Congregación para
la Doctrina de la Fe es la encargada de velar por la ortodoxia. Así que, en décimas de
segundo, se le pasan por la mente todas las posibilidades. Piensa si acaso sus palabras
sobre el sacramento de la silla de ruedas pueden haber sido malinterpretadas14. ¿Qué
habré hecho? ¿Qué habré dicho? «¿La Congregación para la Doctrina de la Fe? Pero
¿qué he hecho?», pregunta a bocajarro. Su interlocutor le aclara: «No, no, no. Es de
Propaganda Fide, no de la Doctrina de la Fe». El alivio le inunda. Ni siquiera sabe si
Elías se ha equivocado en el primer momento o si ha sido él quien ha oído mal, pero
suspira aliviado..., aunque inmediatamente vuelve a surgir la duda: «Entonces, ¿qué
ocurre?». «Te voy a mandar la carta», dice Elías, «por fax. Pero quiero que estés atento
para recibirla tú, y léela el primero». Con todo, a instancias de Kike le lee por teléfono el
contenido de la misiva. En resumen, viene a decir que la Iglesia se está
institucionalizando en Camboya. Por eso se ha decidido restablecer la prefectura
apostólica de Battambang, y piden que alguien de la Compañía de Jesús, y en concreto
su superior, el padre Enrique Figaredo, pueda ser nombrado prefecto apostólico. Kike se
queda sin habla.

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Normalmente, la prefectura apostólica es un primer paso hacia el establecimiento de
una vicaría y después una diócesis. Nombrar a alguien prefecto apostólico viene a ser, a
todos los efectos, como nombrarle obispo, aunque no haya ordenación episcopal como
tal, y se le dan casi todas las atribuciones del pastor de la Iglesia local. Battambang es
una ciudad del norte de Camboya. Infinidad de veces ha pasado Kike por allí. El anterior
prefecto, Paul Tep Im, había sido asesinado por los Jemeres Rojos en 1975, y desde
entonces es el obispo de Phnom Penh el administrador apostólico de toda la Iglesia
camboyana. Pero parece que ha llegado el momento de restablecer estructuras.
El número de católicos está creciendo en el país, la libertad religiosa permite un
tipo de actividad distinta, y han pensado en Kike por varios motivos. El primero, y quizá
más importante, su conocimiento de la zona y de la gente. Lleva años viajando por el
país. Ha recorrido todos los caminos, hasta llegar a las aldeas más lejanas, y conoce a los
camboyanos, que le respetan y le aprecian. Conoce bien los lugares en los que le va a
tocar ejercer su misión. Ha pateado muchas veces no solo Battambang, sino también el
resto de localidades que forman parte de la prefectura: Siem Reap, Pursat, Kompong
Chhnang, Kompong Thom, Svay Sisophon, Poipet y Pailin. Además, hay verdadero
interés en que sea la Compañía de Jesús –con un creciente número de jesuitas de origen
asiático destinados en Camboya– la que se haga cargo de la prefectura. Siendo el
superior local, Kike también tiene la autoridad y la capacidad para implicar a los jesuitas
a fondo. El obispo, Ramousse, lo conoce bien y le aprecia por su labor pastoral y su
cercanía a los más vulnerables. Por último, la experiencia del JRS de trabajo en equipo
entre gente muy diferente y su capacidad de cooperación e integración se valoran de
forma muy positiva en ese momento. De hecho, una de las cosas que le van a pedir a
Kike al frente de la prefectura de Battambang será facilitar la llegada de distintos grupos
y movimientos.

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Conversaciones con el general

A partir de ese momento comienzan unos meses extraños para él. Aún le falta un tiempo
para terminar su tercera probación, pero ya el resto de la experiencia queda marcada por
la perspectiva que ha abierto la carta. Todavía no hay nada firme. La carta es en realidad
un sondeo a la Compañía de Jesús sobre si estaría dispuesta a destinar a Kike para dicha
misión. El general de los jesuitas, el holandés Peter-Hans Kolvenbach, le pide que,
cuando termine su tiempo en Salamanca, pase unos días por Roma para poder hablar.
Allí tendrán varias conversaciones sobre si debe aceptar.
Kike se resiste. No se siente preparado ni idóneo. Alguna vez, el obispo de Phnom
Penh y hasta ese momento administrador de Battambang, Yves-George René Ramousse,
le había preguntado a quién vería él como posible candidato para el cargo de prefecto en
Battambang, y Kike le había respondido dando algunos nombres y argumentos, pero sin
imaginar que él pudiera entrar en el horizonte. Ahora, ante la perspectiva, le brotan todas
las resistencias. Solo una parte muy pequeña de su labor en los años anteriores ha sido
una pastoral más explícita y sacramental, pero la realidad es que su fuerte –piensa– ha
sido el encuentro más personal en ese contexto social.

En mayo de 1999 Kike vuelve a Roma. Lejos queda aquella otra visita a Arrupe casi
quince años atrás. Entonces era apenas un muchacho empezando su camino, y la visita al
viejo general, ilusionada, era un saludo casi propio de aquella primera ingenuidad. Ahora
el general es Kolvenbach, y la conversación que tienen pendiente es más complicada. La
petición que se hace a la Compañía para que acepten el nombramiento de Kike parte de
una necesidad eclesial. Aunque los jesuitas hacen voto de no aspirar a este tipo de
cargos, la realidad es que, donde la urgencia apostólica lo pida, terminan aceptando estos
nombramientos.
Tres veces se ven Kike y Kolvenbach.
En la primera conversación, el general recibe a Kike en su despacho. Durante varias
horas hablan. Dan algunas vueltas. El superior le pregunta por la misión de Camboya,
por la experiencia de la tercera probación... Hablan sobre los retos del JRS. Al fin,
aterrizan en la cuestión del nombramiento. Kike reconoce su agradecimiento a la Iglesia
por confiar en la Compañía para algo así, pero objeta alegando que no es el más idóneo.
«No soy experto en catequesis ni experto en derecho canónico; no soy buen predicador,
y nunca he sido párroco... ¡Si lo único que he hecho en mi vida es dar sillas de ruedas y
alentar a los jesuitas...!», dice. «Tranquilo, que todo esto se aprende», responde el
general. «¿Y los pobres?», insiste Kike. «Muchos de los pobres con quienes yo estoy no
pertenecen a la Iglesia. ¿Cómo voy a dejarlos ahora?». «La Iglesia está donde están los

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pobres –señala Kolvenbach–, y lo mejor que puedes hacer es ayudarnos, como Iglesia, a
estar más con ellos». Mientras dice esto, el holandés le va señalando con el dedo las
comunidades que forman parte de la diócesis de Battambang, pueblos pequeños,
perdidos, que de sobra conoce Kike. No puede negar que en esos lugares ha visto más de
una vez la miseria, la necesidad y el hambre. Pero ¿qué podría aportar ahí como pastor
de la Iglesia, en un país donde los católicos son una minoría casi residual? Tras una larga
conversación, donde no consiguen llegar a ninguna conclusión, Kolvenbach le despide y
le pide que lo siga pensando.
Un par de días después, se vuelven a ver. Esta vez el general va al grano. «¿Qué me
dices, Kike?». De nuevo objeta. Alega el miedo a la soledad, el no verse capacitado... y a
todas sus objeciones responde el general con suavidad, pero también con firmeza. Al
final, el holandés clava en él sus ojos azules, penetrantes e incisivos y le dice: «Tenemos
que aceptar». En esa frase hay conciencia de la necesidad, apelación al sentido del deber
y la disposición, tan jesuítica, de ponerse al servicio de la Iglesia en lo que pida.
La tercera vez, unos días más tarde, se ven ya en la puerta del despacho, en una
despedida rápida. Apenas es esta vez una conversación. El general le mira sonriente y le
dice: «Entonces, aceptamos, ¿no?». Ya Kike no puede seguir objetando. Al fin y al cabo,
acaba de terminar la tercera probación y va a hacer en breve sus últimos votos. ¿Qué es
la obediencia, sino esta disposición a aceptar la misión que el papa le encomiende a
través de la Iglesia? Y por más que se sienta inseguro, incapaz o el menos adecuado de
los hombres para el puesto, tiene que confiar.

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Promesas y hechos

Durante unos meses se demorará el nombramiento, pues las gestiones en Roma se


mueven despacio. Pero saben que es cosa hecha. En noviembre de ese año, cerca de la
fiesta de Todos los Santos, celebran en Banteay Prieb la eucaristía con motivo de sus
últimos votos. La gente ya sabe que se va, aunque aún no ha llegado el nombramiento, y
su marcha no es oficial. Pero todo el mundo se quiere hacer presente, pues la ocasión
tiene sabor de despedida. Resulta una celebración vistosa. Allí se encuentran católicos y
no católicos. Muchos discapacitados, de los que están viviendo en Banteay Prieb en ese
momento, y los que han querido acercarse desde Phnom Penh. Están también sus amigos
de las aldeas cercanas. Kike pasea su mirada por tantos rostros conocidos mientras suena
la lectura evangélica del Juicio Final: «...Lo que hicisteis con uno de estos más
pequeños, conmigo lo hicisteis». Deja que resuenen esas palabras, mientras se
superponen rostros de hoy y memorias de muchos años. Las niñas de Prey Somraong
bailan, y Sarith, la hermana mayor de dos de «Las Priebs», le confesará después a Kike
que esta vez le ha sentido un poco lejano. Y es que no puede evitar un poco de nostalgia
e inseguridad por el horizonte que se abre ante él.
Cuando, ante la hostia elevada, dice la fórmula de sus votos, al pronunciar la
palabra «obediencia» tiene en mente que su compromiso es real y se está haciendo vida
antes que palabra. He ahí el verdadero valor de una promesa que ya se está cumpliendo
en el mismo momento de profesarla.

Ojalá fueran así todas nuestras promesas. No tan solo palabras bonitas o buenos deseos
desencarnados de la realidad, sino compromiso auténtico, real y firme. Hoy, cuando las
palabras a menudo enmascaran humo; cuando el lenguaje políticamente correcto hace
que muchas personas midan lo que se puede y no se puede decir; cuando en algunos
ámbitos –pensemos en la política– las promesas tienen más de brindis al sol que de
verdadero contrato y cuando las redes sociales se han convertido en vehículo para una
verborrea que, a menudo, enmascara contradicción o sencillamente vacío, hay que
preguntarse en qué esfera caen estas promesas a Dios. ¿En la de la palabra convencional
o en la de la palabra encarnada? Ahí nos jugamos todo.
El evangelio, que es palabra, no puede ser palabra muerta. Ni tan solo palabra
escrita, predicada o pronunciada. Ha de ser, ante todo y sobre todo, palabra vivida. El
amor, la compasión, la justicia, el perdón, la misericordia o la acogida incondicional no
sirven de nada si se graban con letra dorada en tarjetas o muros, pero no se traducen en
gestos y acciones. La castidad, la obediencia y la pobreza de los religiosos no pueden ser
tan solo declaraciones rutinarias, sino formas concretas de libertad y entrega. O las

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declaraciones de amor en las bodas. ¿De qué sirve engalanar los templos, ensayar los
ritos o ponerle música de fondo a dichas promesas, si después no se lucha cada día por
hacer real lo que se dice? Y tantas otras palabras y fórmulas que forman parte de nuestra
vida. El «sí» de quien recibe el sacramento de la confirmación, ¿es de verdad un «sí»?
¿A qué? ¿Y en qué se nota? Podríamos buscar infinidad de ejemplos.
Hoy necesitamos que lo que digamos sea verdad. Tal vez compartida y celebrada.
Pero, sobre todo, verdad vivida. Eso es lo que da un especial sentido y hondura a la
encrucijada de Kike el día en que hace sus últimos votos. El saber que lo que está
prometiendo supone para él, de hecho, arrancarse de lo que en estos años se ha
convertido en su hogar, su tierra y su vida.

En enero de 2000 va a visitar a Mark Raper a Australia. Su antiguo jefe, y siempre


amigo, sabe que el desafío que tiene por delante es complejo y, de algún modo, lamenta
el cambio. Mark es consciente del reto que ha de afrontar Kike, de la dificultad de
desvincularse de la misión propia, con la que ya está familiarizado, para integrarse en un
proyecto más amplio, y de la enorme soledad con la que su amigo habrá de lidiar desde
ese momento. Sabedor de todo eso, Mark será uno de los que más le apoyen en la nueva
etapa.
En abril está en España, con Sareth, en una visita relacionada con la campaña de las
minas. Le avisan de que tiene una llamada de teléfono. Es Ramousse, el obispo de
Phnom Penh. Al fin ha llegado la carta de Roma. El nombramiento de Kike es oficial. Le
urge a que vuelva, para que decidan la fecha de su toma de posesión. Kike acelera el
regreso. Una vez en Camboya, deciden que el 2 de julio será la fecha en que se convierta
en el nuevo prefecto apostólico en Battambang.
Y así, de manera sorprendente, tras todo un año de idas y venidas, decisión e
indecisiones, resistencia y compromiso, la vida de Kike da un giro radical. Él, que jamás
se había imaginado en un tipo de misión como la que comienza, que intuye compleja,
institucional y muy pastoral, sin embargo habrá de lanzarse para seguir siendo apóstol y
pastor, de una manera nueva.

102
La prefectura apostólica de Battambang

103
El obispo de las sillas de ruedas

Durante esos dos meses de traslado cuenta, para acompañarle y apoyarle, con la ayuda
de su sobrino Álvaro. El joven ha venido a pasar una larga temporada como voluntario
en los proyectos de su tío, y será quien más le ayude en una transición que le resulta
difícil. Otros jóvenes, algunos de ellos miembros de la gran familia de Kike en España, y
otros de distintos orígenes y sensibilidades, irán dándose el relevo en los años sucesivos,
pasando largas temporadas como voluntarios en los proyectos que van a comenzar a dar
forma a la nueva prefectura.
Poco a poco, Kike va familiarizándose con el lugar, al que entre abril y julio viaja,
desde Phnom Penh, constantemente, pese a que son casi diez horas por una mala
carretera. La prefectura ha sido, hasta ese momento, una parroquia. Nada queda de la
antigua iglesia de los tiempos de Tep Im, un templo colonial de corte europeo destruido
por los Jemeres Rojos. La iglesia es ahora una pequeña capilla, larga y estrecha. Apenas
se mantiene en pie la casa donde hasta ahora ha vivido el anterior párroco, una vivienda
que sirve también de seminario de la zona. Hay además en el recinto un centro de una
ONG para atender a niñas. La antigua residencia del prefecto está en estado ruinoso a la
entrada del complejo. Es una casa gris, uno de esos espacios que la humedad devora y
resultan deprimentes. También se conservan en el recinto las naves de una antigua
escuela, y poco más.
El terreno es amplio, pero es un enorme descampado que aparece desangelado y un
tanto desértico. Piensa Kike, al verlo, en el verdor y la efervescencia de Banteay Prieb,
lleno de flores, de gente y de vitalidad. Se dice que tiene por delante una enorme tarea
para convertir esta parcela en un lugar que pueda ser acogedor para cualquiera que llegue
a sus puertas.

El 2 de julio de 2000, la sede de la prefectura de Battambang se engalana. Una tarima de


madera, situada en un extremo de la amplia explanada, se convierte en escenario de la
ceremonia de entronización –así se llama– de Kike como nuevo prefecto apostólico.
Aunque propiamente no es una consagración episcopal, eso no es obstáculo para que su
función, su misión y su proyecto de ese momento sean los de pastorear la prefectura.
Para todos los que le tratan es, desde ese momento, el equivalente al obispo del lugar.
En un panel, detrás del altar, se puede leer: «Que la alegría del Señor sea nuestra
fortaleza». Esta frase del libro de Nehemías la ha escogido Kike como lema de su nueva
misión. Piensa que estas palabras, que el autor sagrado escribe como invitación a la
fiesta en un contexto de nuevo comienzo del pueblo de Israel, hablan también de estos

104
inicios de la Iglesia camboyana. La alegría, también en la tormenta, ha de ser refugio e
impulso –ambos sentidos tiene la palabra fortaleza–.
La celebración es vistosa y colorida. Los católicos de la zona, aunque no son
muchos, se acercan en masa. Quieren participar y ver a Kike –al que muchos ya han
conocido en los años anteriores, en sus rutas por la diócesis–. Allí están sus compañeros
de Banteay Prieb, venidos en bloque para desearle lo mejor. Allí distingue a «Las
Priebs», que una vez más bailarán el Baile de Bendición, deseando que Dios le proteja
en esta nueva etapa. También reconoce los rostros de gente a la que ha ayudado. Allí ve
a Marin y su hermana Theara, y a tantos otros a quienes un día encontró en el Outreach
y con quienes durante estos años ha seguido teniendo una intensa relación. En la primera
fila están sus padres, varios de sus hermanos, una cuñada y algunos sobrinos. Han
atravesado medio mundo para acompañar a Kike en un día que saben muy especial.
Quizás ahora recuerdan Alberto y Ana las batallas internas libradas para comprender la
vocación de su hijo. Les basta mirar alrededor, a esa colorida y fascinante muchedumbre,
para saber que todo, la distancia, la preocupación por el hijo lejano, la incertidumbre
ante lo desconocido..., todo ha merecido la pena. Y junto a ellos, esa otra familia gestada
en los campos: Sister Denise, Sister Ath, John Bingham, Jub, Totet... Y, sobre todo, la
gente herida con la que ha trabajado. Venidos de todas partes. En sus sillas de ruedas,
apoyados en muletas o saludando con sus brazos artificiales. Nunca ha visto la explanada
de Battambang tal concentración de gente herida, pero contenta. Sienten que Kike es su
obispo. Y quieren transmitirle toda su fuerza. Asisten emocionados a la celebración y
guardan un silencio admirado cuando el nuncio Adriano Bernardini le coloca por
primera vez la mitra y lo sienta en su asiento, símbolo del magisterio que se espera que
ejerza a partir de ahora. Los obispos suelen llevar una cruz grande colgada del cuello,
que se llama pectoral. Los amigos mutilados de Kike le sorprenden al regalarle una
versión del Cristo mutilado que, desde muy pronto, utilizará como su pectoral. Kike
nunca se había imaginado así. Pero es lo que le toca, y a ello se dedicará con empeño
desde ese momento.

Será un reportero de Televisión Española, viejo amigo de Kike desde que coincidieran
durante la elaboración de un reportaje y que ha escrito varias veces sobre él en sus libros
de crónicas, quien le dé un nombre que le va a acompañar desde ese momento. El
reportero es Vicente Romero, y cada mañana tiene una crónica en Radio Nacional de
España bajo el título «Palabras que se llevó el viento». El 21 de julio de 2000, apenas
tres semanas después de la celebración, dedica su programa a Kike, con el título «El
obispo de las sillas de ruedas». Su crónica concluye ese día con un fascinante alegato
sobre la fuerza de esa imagen.
«He recordado todo esto [la alusión a las sillas de ruedas como sacramento] cuando he vuelto a Camboya
y me he encontrado a Kike convertido en flamante obispo de Battambang. Su apasionada parábola del

105
sacramento de la silla de ruedas es ahora la tesis de un obispo camboyano. Monseñor Figaredo –que no ha
dejado de ser el cura Kike– es uno de los muchos misioneros que han descubierto nuevos sacramentos en su
lucha contra el sufrimiento y la miseria, en las condiciones más adversas. Unos sacramentos laicos que nos
fascinan a los agnósticos y hasta nos acercan a la Iglesia. Intuyo que con ellos se está empezando a alumbrar
una nueva teología de la ayuda humanitaria, nacida del choque del viejo espíritu misionero con las amargas
realidades políticas del fin de siglo, especialmente desde la tragedia de Ruanda. Ojalá que así fuera, y que
hubiera muchos obispos del auxilio a los refugiados, obispos de la construcción de los pozos, obispos de la
lucha contra el sida... Obispos como monseñor Kike, que ya es el obispo de las sillas de ruedas»15.

El apelativo «obispo de las sillas de ruedas» acompañará desde ese momento a


Kike, en Camboya y en muchos de sus viajes fuera.

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¿En qué creemos?

Cuando empieza a pensar en su labor como pastor, se pregunta qué puede mostrar y qué
debe hacer. ¿Cuál es su tarea en un contexto como el camboyano, donde la inmensa
mayoría de la población es budista, y casi todos los demás musulmanes? Menos del uno
por ciento de la población es católica. Y Kike se pregunta a quién debe atender. Ni se le
pasa por la cabeza que su labor deba quedar restringida tan solo a los católicos, ni
tampoco que su principal tarea deba ser conseguir nuevos bautizados. Él siente que viene
a estar con la gente.
Es importante entender los porqués de lo que hacemos. Es necesario capturar la
mística que late detrás, las convicciones que nos alientan, los motivos profundos que se
convierten al mismo tiempo en estímulo y meta. ¿Cuál es la convicción que alienta la
tarea de Kike en esta nueva etapa?

Si nuestra vida y nuestro testimonio son auténticos, ya vendrá la gente, parece pensar.
Estamos aquí para anunciar a Jesucristo; pero ¿en qué consiste ese anuncio? ¿En
insistirle a la gente en que debe creer en lo mismo que nosotros? ¡No puede ser esa
nuestra única misión! Antes de decirle a la gente que tiene que creer en Jesucristo,
digámosles que Jesús cree en ellos y les ama. Es un punto de partida totalmente
diferente... ¿No es el propio Jesús el que salva, según nuestra fe? ¿No es la fe de
Jesucristo, amando hasta el extremo, dando la vida en una cruz y resucitando, lo que,
para los cristianos, conduce a la plenitud? Entonces, se dice Kike, lo importante es que
nuestra vida comunique esa fe.
Que la gente vea que nuestra manera de actuar, de querer y de amar refleja una
presencia diferente. Que en nuestra forma de abrazar, de cuidar de los más pobres, de
acoger a todos sin exclusión, de ofrecer la reconciliación y de apostar por la paz,
descubran la fe que late en nosotros, la fe que hemos aprendido de Jesucristo, el que amó
sin condiciones y se fio del Padre hasta el extremo.
Tal vez nosotros creeremos mal, incluso a medias. Tal vez convivan en nosotros
convicciones y dudas, grandes sueños y pequeñas entregas; pero podemos comunicar
que Jesús creyó en el ser humano. Que Cristo sigue creyendo en cada persona, aunque
las personas a veces no creamos unas en otras. Eso es lo que podemos compartir. Y si
eso es creíble, entonces tendrá sentido nuestra presencia aquí, como la levadura que
fermenta la masa.

107
Eso explica que la labor de la prefectura se articule siempre sobre dos pilares. Por un
lado, está la parte más institucional. Hay que reconstruir la Iglesia. No el edificio –que
también–, sino, sobre todo, la comunidad. En muchos pueblos donde antes de la guerra
había comunidades, estas se habían mantenido gracias a la perseverancia de algunas
mujeres, portadoras de esa pequeña llama de la fe. Ellas pasarán el testigo, a medida que
empiecen a llegar misioneros y se les vaya nombrando párrocos en los distintos lugares.
Ellas tienen, sin duda, una profunda autoridad moral en esas comunidades.
Cuando Kike envía a alguno de sus curas a trabajar en una parroquia, su misión, les
dice, es mostrar una Iglesia viva y acogedora. Una Iglesia abierta y dispuesta a servir, sin
exclusiones ni barreras. Una Iglesia que se convierta, en la medida de lo posible, en
colaboradora en el desarrollo de los pueblos. Por eso no es extraño encontrar pastores
que en unos momentos organizan catequesis, procesiones o celebraciones, pero en otros
ofrecen talleres de higiene, ayudan a planificar la construcción de letrinas o buscan
financiación para el ensanchamiento de un río. Ayudar a que mejoren las condiciones de
vida de las personas es trabajar por la paz, por la justicia y por la reconciliación. Y eso
también es construir el reino de Dios. Aquí y ahora.
El propio Kike decide que él mismo tiene que ser párroco. No lo ha sido antes. Y si
quiere conocer de primera mano los problemas, los retos y las dificultades que han de
afrontar sus compañeros, debe hacerlo estando él mismo al frente de una comunidad
concreta. Escogerá para ello la parroquia de Tahen. Es un pueblo pequeño, que tiene la
ventaja de estar muy cerca de Battambang, lo que le permite ir a menudo y compaginar
el cuidado de esa comunidad con su labor principal como pastor de la prefectura.
Por otra parte, desde muy pronto verá que la tarea se multiplica. Se abren cada día
nuevos frentes, y eso le lleva a pedir a sus superiores en la Compañía que le envíen
ayuda. En 2002 pide que uno de sus compañeros de los tiempos de Banteay Prieb, Totet,
pueda venir a trabajar en la prefectura. La llegada del jesuita filipino será un balón de
oxígeno para Kike. Le nombra párroco de Battambang y vicario de la prefectura. Juntos
formarán un tándem formidable durante los siguientes trece años.
Además de los voluntarios que van incorporándose al equipo, Kike disfruta cuando
tiene ocasión de acoger en su casa a compañeros jesuitas que vienen a acompañarle, a
conocer de primera mano el proyecto y a zambullirse en la vida camboyana. Mark, el
más leal de los amigos, pasará con él unos meses, a finales de 2001, en la casa recién
rehabilitada.
La casa de Kike va cobrando forma; la ha restaurado, convirtiendo el piso de abajo
en una enorme oficina, siempre abierta, que es lo primero que encuentran los que llegan
a la prefectura. En el piso de arriba, subiendo por una escalera exterior, está la vivienda,
que es muy simple. Una gran sala que es al tiempo cocina, sala de estar y comedor. En
las cuatro esquinas hay cuatro habitaciones muy pequeñas, para Kike y para alguno de

108
sus amigos o de sus familiares, cuando vienen a pasar temporadas con él. Nica sigue
siendo el más asiduo visitante de entre sus hermanos, y su amistad y compañía, valiosa
como pocas. Un pequeño oratorio completa la estancia superior.
También viene a verle en ocasiones Adolfo Nicolás, otro jesuita español que lleva
toda su vida en Asia. Entre 2004 y 2008 es el presidente de la Conferencia de
Provinciales de Asia-Pacífico, y su estancia en Battambang le sirve para conocer el
proyecto, pero también para informarse sobre la misión en Camboya, aprovechando que
Kike es el testigo privilegiado desde sus inicios. Cuando viene Nicolás, Kike aprovecha
para pedirle que hable a los equipos pastorales o a los curas. De los sacramentos, de
evangelización, de Arrupe, san Ignacio, Francisco Javier... El tono cercano y el sentido
del humor del palentino le granjean muchas simpatías. A veces, en esos días de visita,
por las noches, alrededor de una mesa camilla, charlan sobre anécdotas de conocidos
comunes, vivencias del pasado y expectativas del presente. Algunas veces Kike saca la
guitarra, que le acompaña desde los tiempos de los campos, y se lanzan a cantar algunas
viejas canciones de sabor español. Si, además, alguna visita reciente desde España ha
traído un poco de jamón o chorizo, miel o una caja de moscovitas –unas deliciosas
galletas de chocolate que se fabrican en Oviedo y de las que sus amigos quieren tener
bien surtido a Kike–, entonces la conjunción de conversación, música y comida
convierte la velada en fiesta.
No imaginan que solo cuatro años después, en 2008, Adolfo Nicolás será elegido
nuevo superior general de los jesuitas. La congregación que lo elige, en Roma, acuñará
dos frases muy significativas para definir la misión de la Compañía de Jesús: la
importancia de estar en las fronteras y la necesidad de ser como fuegos que encienden
otros fuegos. Esta última –una cita del jesuita chileno san Alberto Hurtado– tal vez le
evoque al nuevo general las luces que ha ido viendo encenderse en vidas e historias
durante sus años de paso por Battambang.

109
Un fuego que enciende otros fuegos

Si el primer pilar de la misión en la prefectura es la tarea explícitamente pastoral, el


segundo será la caridad en acción. Compasión concreta, estructural, que busca ayudar a
las personas a salir adelante por sí mismas. No busca generar dependencias ni un
asistencialismo que mantenga a la gente siempre pendiente de subvenciones y ayudas.
Lo que van a intentar hacer es empujar a las personas para que no se queden estancadas.
Obligarlas, si hace falta, a que no se conformen con menos de lo que pueden aspirar a
alcanzar. Pero darles al mismo tiempo la oportunidad y los recursos sin los que, en
ocasiones, no es posible dar el primer paso.
Un proyecto marcará, desde el principio, esta vocación de servicio concreto. Dos
asociaciones amigas, Emergency y la Cruz Roja, le dicen que sería muy bueno tener
algún centro para niños en la Iglesia. Han visto que los niños mutilados, que vienen a
operarse a la ciudad, a veces no tienen dónde proseguir su rehabilitación o dónde esperar
a que cicatricen las heridas. Y esos meses de lenta cicatrización son cruciales para
después poder instalar prótesis. Por otra parte, otra religiosa, Sister Cécile, de la
Congregación de la Providencia, es la que ha llevado hasta el momento las labores del
JRS con los desplazados en Battambang. Su experiencia de Outreach por los pueblos –
adonde va constantemente– le lleva a insistir en ese mismo sentido, planteándole a Kike
lo importante que sería poder atender en la ciudad a los enfermos y mutilados, la
mayoría de ellos jovencísimos.

En 2001, tan solo unos meses después de llegar, se abre en la prefectura el «Centro
Arrupe». El nombre que le da tiene todo el sentido para Kike. Quiere que los pequeños
se sientan como gente de Arrupe y que, a la manera del propio Arrupe, sean hombres y
mujeres para los demás. Siempre, a lo largo de los años, se lo recordará a los muchachos
cuando hable con ellos y les explique lo que pueden llegar a conseguir si de verdad se
empeñan.
La nueva labor de Álvaro, el sobrino de Kike, y un pequeño equipo será empezar a
trabajar el Outreach y encontrar gente a la que ofrecer un refugio y un lugar donde
acompañarlos, incitarles a estudiar y favorecer su integración plena en la sociedad. Y así,
empezarán a sumarse historias de encuentro, superación y sanación. En unos años, será
Chaom Sor, antiguo militar camboyano, y él mismo sin piernas por la explosión de una
mina, quien coordine el programa. Esa es la lógica del proyecto: poder convertir a quien
alguna vez ha sido ayudado en alguien dispuesto a ayudar y trabajar por otros.

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En cuanto se ha tomado la decisión de crear el centro, Kike empieza a encontrar críos en
todos los pueblos. Hay mil historias y mil formas. Un día, yendo en la furgoneta del
equipo, Kike ve a una niña que renquea, apoyada en una muleta. Baja la ventanilla y la
saluda. La niña se llama Bopha. Kike le pregunta si puede acompañarla hasta su casa.
Ella asiente, y allá se van. Al llegar a la casa, Kike habla con su madre. Le cuenta que en
la ciudad tienen un centro para niños enfermos, para ayudarles a estudiar, para que
puedan tener un seguimiento médico a ver si hay mejoras posibles. La mujer tan solo
pregunta: «¿Cuándo?». Kike le dice: «Si quieres, ahora mismo». «Pues ahora mismo».
Así funcionan las cosas en esta Camboya que aún se recupera de las heridas de dos
décadas brutales. Se mezclan la necesidad y la confianza, la inmediatez y la oportunidad.
Los padres preparan un pequeño equipaje para la cría. Pero Kike, al verlo, tiene que
explicarles que, al menos para los primeros días, para la visita al hospital, debe ir
también uno de ellos. «Tal vez haya decisiones que tomar, y sois vosotros quienes debéis
decir lo que hay que hacer». Dicho y hecho. En la furgoneta vuelven hacia Battambang,
con Kike, Bopha, su madre y otro hermano pequeño. El diagnóstico es bueno. Se le
podrá poner una prótesis. Durante unas semanas, la niña vuelve al pueblo para ir
preparando su ingreso en «Arrupe». La siguiente vez que Kike va a visitarla, se
encuentra que en el camino le está esperando Bopha con otro grupo de niños y los padres
de todos ellos. La niña se lanza a su encuentro y le abraza. «Lopok, lopok, ¿a ellos
también los puedes ayudar como a mí?». Kike se ríe, feliz. Se da cuenta de que ella ya ha
comprendido cómo funciona esa búsqueda. Y su pequeña llama, herida pero sanada,
empieza a hacer arder otras historias y alentar otras esperanzas. También varios de esos
niños encontrarán su camino en «Arrupe».

No siempre es igual de fácil, ni la gente es igual de confiada. A veces no pueden llevar a


los niños al centro, por la negativa de los propios críos o de sus familias. En esos casos,
intentan que, al menos, se comprometan a ir al colegio, y con esa condición les
proporcionan las sillas de ruedas, arroz, medicación o lo que sea más necesario en las
casas. Cualquier cosa con tal de evitar que la superstición, los prejuicios o la ignorancia
condenen a los críos que sufren algún tipo de discapacidad a conformarse con vegetar en
sus casas.
Un día, el equipo de una de las parroquias le avisa de que hay una niña que podría
aprovechar muy bien la oportunidad que ofrece «Arrupe». Es una niña que vive con sus
abuelos, tras la muerte de sus padres por el sida. Cuando llega a la casa, la encuentra
tendida en el suelo. Pronto le proporcionan una silla de ruedas. Pero poco más pueden
hacer al principio. Fong es retraída, tímida, y ni siquiera quiere ir al colegio. Cada vez
que aparece Kike o algún miembro del equipo de Outreach por la casa, se esconde, y
solo la risa y la libertad que le ofrecen cada día va generando familiaridad y confianza.

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Pasarán muchos meses antes de que sea ella la que, un día, le diga a Kike: «Lopok,
¿ahora me llevarás a tu centro?».

Una de las historias más conmovedoras, y quizá la que nos permite entender mejor la
labor de Outreach, es la historia de Wen, a quien un amigo de Kike, el fotógrafo
Gervasio Sánchez, apodará un día como «Pirulo»16. Ese es el nombre que le quedará en
el centro17.
Un día, a finales de 2001, el equipo de Outreach habla a Kike de un niño enfermo
de polio que está en casa de su tía abuela, solo, y que pasa en el suelo buena parte del
tiempo. Cuando Kike se baja de la furgoneta delante de la casa, Wen tiene 8 años y
arrastra una historia de enfermedad, pobreza, mendicidad en Tailandia y soledad. Su
padre se marchó cuando era pequeño, y más tarde fue su madre la que se alejó, para
fundar una nueva familia, dejando atrás a sus dos hijos. Su abuela, que cuidó de él, y su
hermana, pese a no tener nada para vivir, habían tenido que irse con la cría, un tiempo
antes, a buscar trabajo en Poipet, dejándolo en casa de una tía suya.
Cuando Kike se baja del coche, Wen le mira sorprendido. Nunca antes ha visto a un
extranjero blanco como ese. Su sorpresa es mayúscula cuando Kike se agacha, lo agarra
en brazos y lo alza del suelo, mientras se ríe y lo besa con ternura. Jamás antes nadie lo
había tratado así. Mientras Kike habla con su tía, Wen solo puede dejarse acunar por ese
extranjero, que le trata con una dulzura que ni siquiera en su familia había
experimentado. Se pregunta: «¿Cómo puede abrazar mi cuerpo feo?». Tiene tan
interiorizada su enfermedad –la polio se ensañó con él cuando tan solo tenía once
meses– que no se siente merecedor de ninguna ternura. Se sabe sucio, y le sorprende que
este hombre no parezca preocuparse lo más mínimo de esa suciedad mientras lo alza del
suelo. Cuando, tiempo después, recuerde este momento, Wen contará que «desde el
principio me sentí muy cerca de él, como si lo conociera desde mucho tiempo atrás.
Sentí que era cálido, y sentí que ya no estaba solo ni expulsado de la sociedad. Por
primera vez, sentí que alguien, fuera de mi familia, podía quererme». Kike se marcha a
la prefectura a celebrar misa, y promete a su tía que volverá por la noche para llevar a
Wen a Arrupe, para desde allí poder hacerle un examen médico a fondo.
La mujer lo lava y lo viste. Cuando Wen se sube en la furgoneta, va feliz. Kike no
deja de hablar durante el camino, y el crío apenas entiende una palabra de lo que oye,
pero no le importa. Le basta sentirse cuidado por Lopok. El examen médico no les abre
muchas posibilidades. Hay poca mejora en el horizonte. Pero Wen pedirá a Kike que le
acoja en el centro para estudiar. Pocas semanas después, el crío se incorpora
definitivamente a la vida en «Arrupe».
Cuando le proporcionan una silla de ruedas, descubre un nuevo mundo. «Estaba tan
excitado... Era una vida diferente para mí. Por aquel entonces no podía moverme bien

112
con la silla si la gente no me ayudaba. Ir de la cocina al despacho del Centro Arrupe me
llevaba una hora. No tenía fuerza en los brazos, pero intenté ir mejorando, pensando en
lo que sería capaz de conseguir y que podría empezar a hacer cosas yo solo. Antes, mi
mundo era muy pequeño, pero desde que tenía una silla de ruedas el mundo se hacía, de
pronto, más y más grande. Caí al suelo muchas veces desde la silla, era doloroso».
Pero la puerta para el aprendizaje se ha abierto. Y basta darle a alguien una
oportunidad, confiar en él, mostrarle que puede, para que se lance a la lucha. Durante los
siguientes años, Wen irá superando obstáculos y creciendo, por fuera y por dentro. «No
era capaz de escribir; solo escuchaba y pedía que otros escribiesen por mí. No era capaz
de sostener una cuchara, y los miembros del equipo tenían que ayudarme a comer. Era
totalmente discapacitado y no podía hacer nada por mí mismo. Pero después de un
tiempo empecé a pensar que había cosas que podía hacer y otras que no. “Si no intento
comer, no sabré si puedo”, me dije a mí mismo. Traté de usar la cuchara. Costaba
mucho, como si tuviera que cargar con diez cajas pesadas. Acerqué la boca al plato y
bebí de él. Aprender a comer y beber me llevó mucho tiempo, pero quería hacerlo por mí
mismo. Todavía quiero. No era perfecto, pero cada día era mejor que el anterior.
Entonces empecé a pensar en cómo vestirme por mi cuenta. Me llevaba treinta minutos
ponerme una camiseta. Ir al baño también requería mucho tiempo. Lo organizaba todo
pensando en los pasos que tenía que dar para conseguir mi objetivo: de la silla al suelo,
del suelo al retrete... Había muchos pasos cada vez. Aún hoy, pienso en los diferentes
pasos que necesito para lo que hago».
Y así va ganando batalla tras batalla. A medida que sus estudios le exigen más
dedicación, aprende a escribir rápido utilizando el cuerpo entero. Sostiene el lápiz entre
la mano derecha y la mejilla, y es la mejilla la que se mueve trazando las letras. Con
lágrimas y con esfuerzo va superándose. Avanza en los estudios.
Hoy ya sueña con montar una empresa de traducción, pues sabe que con las
palabras tiene facilidad. Su historia es la de tantos otros que solo necesitan quien crea en
ellos. Y eso es lo que encuentra en el Outreach y en Kike. «Querría dar las gracias a
Kike, pero lo que siento no se puede expresar con la palabra “gracias”; es mucho más.
No tengo nada que devolverle, solo tengo diez dedos para agradecerle al modo
camboyano. Nunca lo olvidaré. He aprendido de él cómo ayudar a la gente. Si tengo la
oportunidad de ayudar a otros, usaré su misma forma de comunicar y ayudarles. Kike
ayuda a los pobres y a los discapacitados, pero lo que de verdad he aprendido de él es
cómo alentarlos. Él trabaja desde el corazón. Gracias a él lo tengo todo».

Esa es la experiencia de ser fuego que enciende otros fuegos. Compartir lo bueno
recibido. Mostrar el amor como camino. Llenar de luz el horizonte, confiando en que,
desde ese horizonte, otros llevarán la llama aún más lejos. Dar. Darse. Y creer en las

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personas. Conseguir darle la vuelta a la tragedia y llegar a convertirla, incluso, en
oportunidad para construir la vida sobre un suelo de superación y grandeza.

Con los años, «Arrupe» crecerá. El primer edificio está dentro de la prefectura, justo
enfrente de la casa del obispo. Cuando se quede pequeño, ante la cantidad de niños que
se atienden, se construirá fuera otra casa, La Paloma («Arrupe 2») y, un poco más tarde,
Kalapati («Arrupe 3»), que terminarán sirviendo como viviendas de los chicos y las
chicas, respectivamente, mientras la actividad diaria, refuerzo de estudios, comedor,
talleres, etc. se mantiene en el centro original.

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Cosas de niños

Como este fuego es hoguera, y la hoguera llama a su alrededor a quienes están ateridos,
muy pronto se va a encontrar Kike con que, junto a los muchachos con discapacidades,
se hace evidente la fragilidad de muchos críos y crías que, por distintas circunstancias,
necesitan ayuda. Tal vez no han sido golpeados por la enfermedad o las minas, y
físicamente se encuentran bien. Pero la pobreza, el abandono o los malos tratos hacen
que necesiten apoyo.
En su parroquia de Tahen creará desde muy pronto un centro de acogida para niños
y niñas del ámbito rural. Durante años, será un refugio precario. Los niños duermen en la
iglesia y tienen las actividades al aire libre. Con el tiempo y la ayuda de muchos llegarán
a construir varios edificios para albergar a esa creciente familia.
Pero también se encuentra con que en la propia Battambang y en pueblos de los
alrededores hay infinidad de chiquillos a quienes vendría bien un hogar. Alguien le habla
de Pharrum. Se trata de una mujer camboyana que lleva dos décadas acogiendo a niños.
Pharrum es una luchadora. Otra de esas mujeres a quienes la adversidad, en lugar de
doblarlas y encerrarlas en sí mismas, vuelve más humana, más compasiva, más
acogedora si cabe. Durante el régimen de los Jemeres Rojos sufrió, como todo el pueblo
camboyano, las privaciones y la dureza de la vida en los campos. Aguantó el trabajo
duro, la falta de alimentos y las condiciones extremas de vida. Tristemente, es algo por
lo que pasaba toda la población entonces. Sin embargo, para ella el golpe más duro vino
al final. Solo faltaban dos días para que cayera el régimen de los Jemeres, ante la
invasión del ejército vietnamita. Pero esto nadie lo imaginaba en Tahen –donde entonces
vivían–. Y, como ocurría a menudo, una falta real o imaginaria se convirtió en ofensa
imperdonable para el régimen. El marido de Pharrum fue acusado de liderar una
conspiración de vecinos para robar maíz de los graneros comunales. Fuera verdad –
movido por el hambre– o lo convirtieran en chivo expiatorio para escarmentar y
atemorizar a la población, el caso es que lo fusilaron. Y junto a él, asesinaron a su único
hijo, apenas un bebé.
Pharrum se vio, de golpe, sola. Aunque entonces era joven, no se sentía con fuerza
ni con ánimo para formar otra familia propia. Y, sin embargo, una vez que la población
regresó a las ciudades, empezó a acoger críos de la calle en Battambang. Había muchos
huérfanos en esa Camboya que durante los ochenta y los noventa se recuperaba entre los
estertores de una guerra. La casa de Pharrum se convirtió en refugio.

Cuando Kike comienza su labor en la prefectura, y el equipo de Outreach empieza a


encontrar críos en situaciones muy precarias, alguien le habla de Pharrum. Entonces se

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dirige a ella: «¿Tú podrías acoger más niños?». La mujer, con esa manera camboyana
que oculta la profundidad tras pocas palabras y gestos tranquilos, asiente. Desde
entonces, la prefectura acompaña y apoya económicamente a esa comunidad, que es un
hogar situado a muy pocos metros de los espacios de la Iglesia. La casa crece. Todos la
conocen como la «casa Lidi», en memoria de Sister Lidi, una monja, tía de Pharrum,
desaparecida también, con toda su comunidad religiosa de las Hermanas de la
Providencia, en los campos jemeres de la muerte.
Con los años, la casa crecerá y llegará a tener dos sedes distintas. Siempre bajo el
cuidado de esta mujer que se convierte en matriarca de esta gran familia. Críos que
vienen de la pobreza, cuyos padres han tenido que marcharse a trabajar fuera y cuyos
abuelos no pueden cuidar de tantos nietos –al juntarse todos los nietos de varios hijos–.
Chavales de familias que no pueden mantenerlos y sienten, con alivio, que se les brinda
un espacio para vivir y formarse. La casa Lidi será un hogar por el que pasen muchos
críos para quienes el refugio se convierte en hogar, hoguera y abrazo. Cada uno de ellos
tiene detrás una historia en la que hay necesidad, penuria, y a veces violencia y abusos.

Nadie diría, por ejemplo, viendo a Kroch y Pech corretear y jugar en la casa Lidi, que
acaban de salir de su infierno particular gracias a la tenacidad de Pharrum.
Cuando los padres de esos críos, vecinos de Battambang, se separaron, ocurrió algo
frecuente en Camboya: los niños quedaron bastante desatendidos. Y cuando su padre
decidió llevárselos a Poipet, en la frontera entre Tailandia y Camboya, nadie se lo
impidió, aunque de sobra eran conocidas su adicción a las drogas y sus deudas
crecientes. Luego el hombre volvió a aparecer en Battambang. Venía sin los críos. Tenía
dinero. Nadie sabía qué había sido de Kroch, un chaval de nueve años, y de Pech, dos
años menor que su hermano.
Fue Pharrum quien se empeñó en encontrarlos. Urgía a cualquiera que se fuera a la
frontera a que tratase de localizarlos. Al final, una mujer de la parroquia llegó a la casa
Lidi con unas fotos. «¿Crees que son ellos?». El corazón de Pharrum dio un vuelco al
reconocerlos. El niño cargaba un saco en la cabeza. La foto era de un vertedero, donde
alguien les había visto rebuscando entre montañas de desperdicios para rescatar lo que
pudiera ser útil. «Están en Poipet», dijo la mujer.
Pharrum, tras informarse un poco más, vio confirmadas sus sospechas. El padre de
los críos los había vendido a otra familia camboyana para poder pagar sus deudas y
seguir comprando drogas. Estaban en condiciones poco menos que de esclavitud.
Entonces la mujer se puso manos a la obra. Fue a hablar con las autoridades locales, la
policía y miembros de una ONG. El consejo de todos era siempre el mismo: hay que
intentar arreglar las cosas por las buenas. Así que Pharrum se fue a la frontera. Localizó

116
a los niños y llegó hasta la casa donde estaban. Al final, hubo que pagar para recuperar a
los críos. Trescientos dólares por los dos.
Pharrum los trajo entonces a la casa Lidi. La pequeña, Pech, aún no se daba cuenta
de todo. Pero Kroch sí era muy consciente de lo ocurrido. Los primeros días deambulaba
como perdido. Consciente de que su padre los había vendido. Con ojos tristes y una
expresión de desolación que contrastaba con la sonrisa tan habitual de los camboyanos.
Tardaría un tiempo en recuperar la alegría, empezar a jugar con los otros niños y sentir
que las heridas de dentro empezaban a cicatrizar. Pero al fin lo haría. Esa es la magia de
casa Lidi, cuyas paredes, durante años, irán contemplando historias similares.

Y esto nos permite –y quizá nos exige– compartir una reflexión. Siempre se dice que las
peores víctimas de la pobreza y de la guerra son los más débiles, y se suele hablar de
ancianos, mujeres y niños como los más vulnerables. En el caso de Camboya, los niños
son, sin duda, los más expuestos. En parte, porque son un porcentaje altísimo de la
población. Varias generaciones de adultos quedaron casi aniquiladas durante los años de
la guerra, y ahora, en tiempos de una paz duramente conquistada, la natalidad está
disparada. Pero al mismo tiempo hay mucha fragmentación, rupturas familiares y exilio
de los adultos forzados por la precariedad laboral. La consecuencia es mucha
vulnerabilidad infantil.
Por las calles se ve por todas partes a niños jugando, trabajando, moviéndose de un
lado a otro. Chiquillos que van a la escuela o que venden en los tenderetes de la familia.
Crías de seis o siete años que cuidan de hermanos más pequeños todavía. Y en
demasiadas ocasiones, chavales desprotegidos, víctimas fáciles de todo tipo de abusos.
Como tantos otros críos en tantos otros lugares. A veces uno diría que la sociedad
se va volviendo cada vez más insensible a las tragedias lejanas. Tal vez por saturación de
noticias o por habernos instalado en una impotencia pasiva en la que parece que no
podemos hacer nada. Solo de vez en cuando, un aldabonazo viene a despertarnos. Y
nada hay más poderoso, en la conciencia colectiva, que el sufrimiento de los niños.
Quizás es instintiva la voluntad de protegerlos. O es que reconocemos en ellos a nuestros
propios pequeños, a nuestros hijos y nietos, incluso al crío que un día fuimos.
Algo, muy dentro, nos dice que los niños deberían tener una infancia de escuela y
juegos, de familia y abrazos, estar de algún modo protegidos de la dureza del mundo. Por
eso, cuando nos asalta la realidad de su sufrimiento injusto, cuando tenemos noticia de
críos esclavizados, pasando hambre, golpeados por la guerra o víctimas de abusos
sexuales, nos estremecemos.
Todos reconocemos imágenes que se han convertido en iconos de la infancia
atormentada. Kim Phuc, la niña vietnamita que corre, desnuda y aterrada, tras un
bombardeo con napalm. Omaira Sánchez, atrapada en una tumba de barro, agonizando,

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tras la erupción del Nevado del Ruiz. Kong Nyong, famélico, en Sudán, que se arrastra
mientras, a su lado, un buitre espera –en una estremecedora fotografía de Kevin Carter–.
O el cuerpo sin vida de Aylan Kurdi, ahogado en el intento de su familia de huir de Siria,
que removió conciencias y se convirtió en un grito contra la pasividad de Europa ante la
crisis de los refugiados sirios.
El reto, enorme, que tenemos es ir mucho más allá. No ser tan solo gente que se
conmueve ante una historia que nos lleva casi hasta las lágrimas, porque conjuga al
tiempo dolor e infancia, pero que luego olvidamos. La sensibilidad y la capacidad de
conmovernos ante el dolor de los más pequeños, de los niños, es algo necesario, pero no
es suficiente. Si nuestra mirada se queda tan solo ahí, en el corazón encogido y el
lamento por lo que no debería ocurrir, no basta. Necesitamos que estas historias echen
raíz en nuestra entraña, para generar respuestas. E incluso esto es insuficiente, si solo nos
ponemos en marcha ante las cosas de niños.
Necesitamos romper la burbuja de lo emotivo y lo infantil, para vibrar –y
responder– ante todo sufrimiento injusto, ante toda tragedia ajena, ante todo grito de
auxilio. He ahí el camino de la compasión verdadera.

118
Un lugar vivo

Durante los siguientes diez años, el espacio de la prefectura va cambiando. En la gran


explanada, casi desértica, que se encontrara Kike al llegar en 2001, van apareciendo
nuevos espacios. Se ha vallado el perímetro del centro, pero sus puertas permanecen
abiertas todo el día, para que cualquiera del vecindario pueda disfrutar del lugar. Los
más pequeños juegan en el campo de fútbol que ocupa el centro de la prefectura. Se han
plantado árboles que crecen rápido, en la húmeda Camboya, y ahora el lugar es verde,
ofrece sombras y es un vergel en medio del barrio. A menudo, a la hora de comer, se ven
grupos de vecinos sentados en los bancos del paseo, comiendo algún plato que se
compra en los puestos ambulantes, que también entran y se mueven con libertad por la
prefectura.
En el recinto van colocándose esculturas de piedra llenas de sentido. Un antiguo
profesor de Banteay Prieb, Chhay Saron, convertido en artista reconocido en Camboya,
trabaja para Kike cuando puede. Kike quiere crear imágenes religiosas que sean
camboyanas, que representen a la gente local, de manera que esta se pueda reconocer en
ellas, sintiendo que los relatos que representan hablan de ellos. Y así van apareciendo un
nacimiento, la Virgen del amor inclusivo18 o alguna imagen de los Hechos de los
Apóstoles. Los rasgos de los personajes son camboyanos. Delante de la puerta de la casa
del prefecto se crea un enorme mural de piedra contando la historia de la compasión en
el contexto del conflicto y la violencia de Camboya. Incluso hay un hueco, en un patio,
para una imagen de Ignacio de Loyola, Francisco Javier y Pedro Fabro. Y una pequeña
estatua de la Virgen de Covadonga recuerda las raíces asturianas del prefecto.
Dentro de la prefectura hay una escuela. Y el centro de salud, donde se recibe a la
gente. Allí se asesora a los aldeanos, se les acompaña a los hospitales si no saben
manejarse, y a veces se les acomoda cuando tienen algún tratamiento en la ciudad que
requiere que pasen tiempo lejos de sus pueblos.
La casa que en el pasado ocupara una ONG se ha convertido ahora, gestionada por
los curas de la prefectura, en residencia para estudiantes con pocos recursos que acuden a
la universidad.
En alguno de los edificios van habilitándose oficinas para los distintos equipos que
trabajan en el terreno. Una de las carencias que detectan constantemente los equipos de
Outreach es la falta de medios para la educación, sobre todo en los pueblos de más
difícil acceso. Por eso, ante la creciente demanda de atención en este sentido, el equipo
se divide en dos. Al equipo de Outreach se sumará, a finales de 2009, un equipo
específico de Aubrum. Aubrum significa, en jemer, «educación». Los responsables y
voluntarios harán proyectos para la construcción de escuelas en zonas que las necesitan y

119
para el seguimiento y acompañamiento de los profesores, a menudo mal pagados en la
educación camboyana y necesitados de algún tipo de apoyo en forma de arroz o de
materiales. El equipo se mueve a diario, de una escuela a otra, a menudo por carreteras
de barro que en la temporada de lluvias se vuelven casi intransitables. Su objetivo es
acompañar, motivar y asegurar que la educación llegue a esos rincones tan abandonados.
Se crea una pequeña tienda en la prefectura para vender obras de artesanía, muchas
de ellas realizadas por personas con discapacidad: esculturas de madera, cruces, kromás
tejidos en una pequeña fábrica en Prey Thom, camisas, bolsas...: todo lo que pueda
ayudar a que distintas personas encuentren formas de salir adelante con su trabajo.
Se ensancha la pequeña iglesia para poder dar cabida a la creciente comunidad
católica. Y además, aprovechando un viejo depósito de agua que hay en medio del
terreno, se levanta lo que hoy algunos llaman «la catedral». No hay que imaginar un
enorme templo, colosal y llamativo. La «catedral» de Battambang es tan solo una torre.
Se construye para contener el depósito de agua, y en su cúspide se ponen la cruz y la
campana. El interior de la torre, debajo del depósito, se convierte en un oratorio
cuadrado. Justo en el corazón de la prefectura. Un porche de teja y una tarima de piedra
delante completan el conjunto. Cada vez que tenga lugar una celebración grande, ese
será el espacio donde se celebre la liturgia. Al aire libre, en contacto con el cielo, con la
tierra y, si acaso, protegidos por algún toldo en las épocas más calurosas. Una catedral
sencilla y pobre para una Iglesia que quiere ser sencilla y pobre.
Surgen, alrededor de la casa del obispo, algunas viviendas para las visitas y los
voluntarios. A menudo viene gente a colaborar en el proyecto. O vienen familiares de
quienes están destinados en Battambang. Hay voluntarios españoles, australianos o
coreanos, y no es infrecuente que vengan sus familias o amigos a visitarlos. Intentado
proporcionarles algo de acomodo, irán surgiendo algunas casas sencillas de madera,
enmarcadas por la vegetación creciente. Y así surgen la «casa de los voluntarios», la casa
de huéspedes «Covadonga» y, más tarde, «la casa de Sister Ath», que se construirá
cuando la religiosa venga desde Banteay Prieb a vivir y trabajar en el centro de salud.

En ocasiones, las visitas se sorprenden al ver la coincidencia en el color de la ropa de los


voluntarios y la gente de la prefectura. En realidad, no es tal coincidencia. Todo
comienza en 2007, cuando en la vecina Birmania una tremenda represión policial aplasta
un movimiento juvenil de protesta contra el gobierno. Uno de los símbolos de los
manifestantes es la camisa o camiseta roja. Ante la dureza de la represión, se organiza
una campaña de concienciación internacional, con especial incidencia en el Sudeste
Asiático. Se pide que los viernes la gente vista algo rojo.
La infatigable Denise hace llegar la noticia a Kike y le pide que la difunda. Kike,
siempre entusiasmado con la idea de que los símbolos hablan más que las palabras, lo

120
transmite y lo propone en la prefectura. Y después, convencido de que es una forma de
generar identidad, irá proponiendo algún día cromático más. Los lunes se convertirán en
el día amarillo, simbolizando la energía, la fuerza y la alegría, muy convenientes al
arrancar la semana. El miércoles será el día azul, como la festividad de la Asunción,
fiesta titular de la prefectura. Los jueves, el verde recordará la importancia del medio
ambiente, en una época en la que la deforestación salvaje empieza a convertirse en un
serio problema para el país jemer, y los viernes el rojo evocará a todas las víctimas de la
violencia.
Son las pequeñas rutinas locales, que se convierten en costumbre y forma de unión
entre la gente.

No es solo el espacio físico de la prefectura en Battambang lo que ha de crecer. Tras la


incautación de todas las tierras particulares en la época de los Jemeres Rojos, parte de la
tarea de echar raíz de nuevo pasa por comprar algunas tierras. Terrenos que han de servir
a la Iglesia parar asentar las parroquias, construir los templos y sembrar arrozales que
ayuden a mantener la actividad. Además, se intenta reforzar a las comunidades. En unos
casos, con programas de agricultura. En otros, con centros de salud, escuelas, letrinas...
Hay tanto por hacer que se multiplican los planes.
Con los años, distintas iniciativas irán completando y complejizando el proyecto,
que no para de crecer a lo largo de los años. Ya en 2013, un empresario textil
zaragozano, Vicente Laborda, que tiene una fábrica de ropa en Phnom Penh, se pone en
contacto con Kike. Quiere hacer algo por las personas con discapacidad, y le han
sugerido que hable con él. De ese encuentro nacerá «La Paloma», una empresa que se
define como centro de formación y producción textil construida en uno de los terrenos de
la prefectura. Vicente pone la maquinaria, la formación y los contratos. «Manos Unidas»
financia el local. Yago, uno de los voluntarios españoles, dedica buena parte de su
estancia de dos años en Battambang a lidiar con las dificultades y retos que un proyecto
así va suponiendo, y con su ayuda va tomando forma el taller, la construcción de la nave
y las mil gestiones que van a ser necesarias para arrancar. Después será Jaime, un joven
vasco, de Algorta, también unido por vínculos de parentesco con Kike, quien eche a
andar el proyecto tras dejar en excedencia su trabajo de ingeniero en Bilbao y venirse a
Battambang sin fecha de regreso. La peculiaridad de la fábrica es que la mayoría del
personal tiene alguna limitación física, casi siempre algo relacionado con las piernas.
Heridos de minas, enfermos de polio u otros males, se ven aquí empujados a aprender un
trabajo, a ganarse la vida y a sentirse exigidos, pero responsables19.

Battambang está cambiando. Se empieza a convertir en lugar de paso de turistas –


aprovechando la cercanía de Siem Reap y de las ruinas de Angkor Wat–. En ese

121
contexto, otro de los proyectos que, tras muchos años de soñarlo, termina viendo la luz,
es The Lonely Tree, un restaurante-tienda que la prefectura monta en el centro de
Battambang. En su planta baja se venden productos artesanales, sobre todo ropa, tejida
en los talleres vinculados a la prefectura. También tallas de madera y algo de bisutería...
En la planta alta hay un confortable comedor en el que se puede disfrutar de un menú en
el que abundan los platos españoles, desde gazpacho hasta tortilla de patata. Las paredes
del comedor están decoradas con enormes fotografías del árbol solitario original, ese que
desde hace años se ha convertido en silencioso cómplice de la misión de Kike. En The
Lonely Tree también encontrarán trabajo muchos de los jóvenes que salen de los centros
vinculados a la prefectura. Pasar un tiempo aquí se convierte en escuela y en trampolín
para otros trabajos mejores. De nuevo ha sido la combinación de distintas energías la que
ha permitido echarlo a andar: la capacidad de soñar de Kike, el compromiso de alguno
de los voluntarios que han trabajado sin descanso al servicio del proyecto y la
implicación de los propios camboyanos, que asumen la gestión cotidiana, liderados por
Phía, otra de aquellas muchachas a las que tanto había tratado Kike en los ya lejanos
tiempos de Banteay Prieb.
Todo este desarrollo, esta proliferación de iniciativas y proyectos, solo es posible
gracias a la ayuda de muchos. Ya en los campos y en Banteay Prieb había experimentado
Kike el apoyo de muchas personas, instituciones y particulares que, desde distintos
países y sensibilidades, apoyaban el proyecto. La pobreza de Camboya, su historia
golpeada y la belleza de sus imágenes...: todo converge para que se desee ayudar. Pero
cuando Kike viene a Battambang, siente que ha de empezar de nuevo a crear esa red.
Impulsado al principio por miembros de su familia, en especial alguna de sus cuñadas,
surgirá en España «Sauce», una organización que busca recaudar fondos para apoyar la
prefectura y ayudar a hacer visible la realidad camboyana en el contexto español.
También se va a encontrar, a veces del modo más inesperado, con colaboradores que le
apoyarán incondicionalmente. Como el jesuita de origen asturiano Luis Cangas. Este
hombre, misionero en Japón, celebra en 2001 sus cincuenta años de sacerdocio y recibe
una gran suma de dinero como donativo de la gente con la que trabaja, para que lo
emplee en lo que crea más necesario. Entrega a Kike todo ese dinero para apoyar el
proyecto de la prefectura, y desde ese año, en que viene por primera vez, crea un equipo
de solidaridad en Japón que apoyará sin fisuras el crecimiento del proyecto. Con ellos
llegará Kike a construir hasta doce escuelas en los lugares de la prefectura donde la
educación es más débil. Otros grupos se irán sumando con los años, a medida que
conocen la labor inmensa que se empieza a desarrollar en la prefectura. En Singapur, en
Australia, en Corea, encuentran ayuda. La diócesis inglesa de East Anglia, con sede en
Norwich, se convierte en diócesis hermana de Battambang y respaldará también sus
proyectos y necesidades.

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Querer es poder

Hoy en día, la gratuidad no es un valor para muchas personas. Es frecuente escuchar la


aseveración de que nadie da nada por nada y que todo el mundo exige al final algún tipo
de contrapartida. Afortunadamente, hay muchas personas en nuestro mundo que no se
rigen por esa lógica del cálculo y la retribución. Hay mucha gente que quiere ayudar. Y
esa voluntad se convierte en lo único que necesita para ofrecer sus talentos, su
capacidad, su tiempo y sus energías al servicio de quienes no pueden corresponder.
Kike lo sabe y, desde muy pronto, anima la creación de una red de voluntarios que
puedan cooperar con el proyecto. Ya en los tiempos de Banteay Prieb había
experimentado la convivencia de muchas personas dispuestas a entregarse. Entre ellos,
muchos jóvenes –y algunos no tan jóvenes– que ofrecían su tiempo para lo que fuera
necesario. Un año, dos, unos meses...
La prefectura, desde el principio, va a contar con diferentes tipos de voluntarios.
Algunos van a pasar periodos largos. En el primer momento, dos grandes apoyos serán
su sobrino Álvaro y una muchacha vietnamita, Lan, que se volcará con el arranque de
Arrupe. Otros voluntarios, asiáticos y sobre todo españoles, se convierten en alma de los
distintos proyectos que van surgiendo.
Pablo Figaredo, otro de los sobrinos de Kike, se convertirá durante años en uno de
sus más constantes apoyos. Primero de manera puntual, y después viviendo dos años en
Battambang, donde acompañará la creación del centro de Tahen. A su regreso a España,
será uno de los pilares de la ONG «Sauce» y el puente y contacto para muchos de los
voluntarios que quieren embarcarse en la aventura de la cooperación.
Se multiplican los nombres y las historias de quienes deciden darse, de algún modo,
en Camboya. Se intenta que los equipos que se van formando sean mixtos, con
voluntarios extranjeros pero también con jóvenes camboyanos que puedan ir
preparándose para un liderazgo necesario. Estos voluntarios son admitidos al proyecto en
función de las necesidades; tienen que aprender el idioma, difícil y exigente. Y están
disponibles para las mil incidencias que surgen en la vida diaria de la prefectura. Pero lo
hacen. Y casi siempre la experiencia les marca. Les ayuda a cambiar la mirada y a
comprender el mundo y su complejidad con una hondura mucho mayor.
Van también, a veces, equipos profesionales, especialmente vinculados a la
medicina: oftalmólogos, neurólogos, cirujanos, fisioterapeutas, licenciados que acaban
de terminar sus estudios y ofrecen su colaboración...
Hay otros apoyos más puntuales. A veces, jóvenes que pasan buena parte de su
verano colaborando en campamentos infantiles. Otras veces son grupos vinculados a

123
colegios –sobre todo de Asia y Australia– que, en realidad, llegan a la prefectura para
abrir los ojos a un mundo que a menudo queda demasiado lejos de sus horizontes
cotidianos. Es verdad que con esas experiencias siempre se corre el riesgo de viajes
demasiado puntuales, o de que quien se acerca pase tan solo por la superficie de la
realidad. Pero también puede ocurrir –y Kike lo ve con frecuencia– que este contacto tan
puntual les ayude a cambiar la mirada. «Si esto que hacen les sirve para abrir los ojos,
romper sus esquemas y comprometerse más a largo plazo con los pobres, entonces estará
bien empleado», piensa a menudo.
Paradójicamente, en ocasiones Kike se encontrará desbordado por el ofrecimiento
de ayuda. Percibe el malestar de quien, ofreciéndose para venir, se molesta si en ese
momento no se le encuentra acomodo. «¿Cómo hacerles ver que lo importante son los
proyectos y las personas de aquí?», se pregunta, cuando le llega el mensaje de alguien
que expresa su malestar por no haber encontrado el espacio que quería.

Con todo, y pese a esos momentos de desajuste, lo que de verdad es admirable es la


generosidad desbordante de muchos. La capacidad de dar sin exigir, de ofrecer sin
imponer y de gastarse, sabiendo que ese es el mejor camino para cambiar las cosas.
¿Imaginas un mundo donde más gente pusiera en juego más a menudo su tiempo,
su talento o sus bienes? La generosidad verdadera, esa que tiene en su corazón la
preocupación por los otros, es profética en un mundo egoísta.

124
La soledad en medio de la muchedumbre

Gestionar las diferentes situaciones, acompañar a los voluntarios, cuidar a los curas,
estar con la gente, viajar para las muchas reuniones y actos en los que su presencia como
prefecto es requerida...: todo eso va llenando sus días. A medida que la prefectura va
creciendo y haciéndose más compleja, hay momentos en que se nota cansado y se ve un
poco más mayor. Descubre arrugas, el pelo más blanco, y la delgadez de sus años
nómadas da paso a la robustez que suele acompañar a los hombres a partir de los
cuarenta. A menudo, ahora recuerda aquello de las pasividades físicas de disminución y
se dice que esto debe de ser dar la vida.
Es verdad que siempre está rodeado de gente. Y que siente el aprecio de muchos.
En los últimos años ha comenzado a recibir algunos reconocimientos. Premios que le
conceden en esta Camboya que le ha hecho suyo, o en aquella lejana España que le vio
nacer20. Alguno de esos homenajes le conmueve, sobre todo los que provienen de la
gente más sencilla. Como cuando en algún pueblo de la cuenca minera de Asturias
aprovechan uno de sus viajes para celebrarle como el cura asturiano de las sillas de
ruedas. Un día, saliendo de un aparcamiento en Gijón, dos mujeres mayores se fijan en él
y exclaman, alborozadas: «Pero si es nuestro obispín»; y se acercan, le besan y le animan
a seguir con la labor. Ese cariño concreto, sencillo, tan familiar, le impresiona y, al
mismo tiempo, le anima.

Pero a veces nota, con pesar, que cada vez tiene menos tiempo para el contacto directo
con las personas de los pueblos de la prefectura, y eso le pesa, a él, que siempre ha
vivido ese encuentro como su pasión y su horizonte. Por eso cuida todo cuanto puede la
parroquia de Tahen, donde siempre que tiene oportunidad intenta visitar a los enfermos,
saludar a las familias e interesarse por los aldeanos que han tenido que irse a trabajar
lejos, en Phnom Penh o en Tailandia.
Cuando está en Battambang, empieza el día desayunando con los voluntarios. Es un
rato tranquilo, comentando la jornada que espera, bromeando e intercambiando noticias
sobre lo ocurrido en los días anteriores.
Después del desayuno, empiezan jornadas a menudo agotadoras, marcadas por los
encuentros con unos y otros. Como pastor, intenta visitar las comunidades, pasar un
tiempo charlando en las casas y celebrar con ellos la eucaristía. A menudo lo llaman para
bendecir viviendas o para acompañar alguno de los nuevos proyectos que distintas
congregaciones y grupos, alentados por él, van estableciendo en los alrededores de
Battambang.

125
Además, como responsable de la prefectura, es el vínculo que permite la unión de
muchos. Una de las instrucciones que había recibido al ser nombrado prefecto había sido
convertir la prefectura en lugar de encuentro, en espacio de acogida para gentes diversas
de Iglesia. Es lo que ha intentado, y durante todo este tiempo van creciendo los
proyectos y las congregaciones que se instalan en los alrededores de Battambang:
salesianas, ursulinas e innumerables grupos que van llenando de matices la misión de la
Iglesia en este rincón del mundo.

Se siente como quien da estabilidad en medio de todo el proyecto. Los voluntarios le


acompañan y ayudan mucho. Le comprenden bien, le entienden y, a menudo, le protegen
cuando demasiada gente quiere tirar de él. Ellos intentan ayudarle a medirse. Pero
también es verdad que, después de los años, ellos han de continuar su trayecto y seguir
con sus vidas lejos. También muchos de los que empiezan a trabajar en la prefectura –a
veces personas con discapacidad que han pasado por la formación de Arrupe, u otros a
quienes conoce desde la época de Banteay Prieb– lo hacen por un tiempo, hasta que se
sienten preparados para desenvolverse fuera. Y así está bien: ayudar a la gente a
encontrar su lugar, y después hacer que puedan volar solos.
Los jesuitas, sus compañeros, siguen cerca. La Compañía de Jesús apoya la
prefectura, y él cuenta con el destino de distintos compañeros a lo largo de los años, a
quienes va encargando la labor en distintas parroquias o en el centro de salud. De hecho,
para la Compañía, la presencia de Kike como prefecto es un buen estímulo y
recordatorio de la necesidad de implicarse con la Iglesia local, y así sucede. Pero
también es verdad que su cargo implica estar un poco fuera de la dinámica comunitaria
habitual en la orden. Algo que ya sabía desde el momento en que aceptó el
nombramiento, pero que con los años va pesando más.
Algunas personas se convierten para él en ancla que le permite sentirse en casa.
Totet es, más que compañero, amigo. Con él trabaja codo con codo y se siente
respaldado en todo momento. En 2008 también llega a la prefectura Sister Ath. Cuando
la religiosa le dice que su congregación le ha propuesto salir de Banteay Prieb y venir a
trabajar al norte, Kike se siente feliz. Desde los tiempos de los campos ha admirado la
dedicación de la monja. Una mujer tenaz, delicada y absolutamente volcada en los
pobres. Una mujer que lleva la espiritualidad a flor de piel y que le recuerda a él, una y
otra vez, que hay que ir al centro, que es Dios. En la prefectura se va a convertir en la
responsable del centro de salud, que con ella mejora en su funcionamiento, organización
y eficacia. Además, colabora en la parroquia, donde se convierte en puntal de todo el
programa catequético. Y se encarga del coro y de los cantos, en algunos casos
compuestos por ella misma, que se van añadiendo a la liturgia camboyana. Sister Ath
forma parte de los viejos amigos de Kike, y con ella se siente en casa. A menudo tienen
largas conversaciones, evocando los campos, la historia y los amigos comunes, y Kike

126
agradece tenerla cerca. Cuando a los dos se suma Denise, que en los últimos años ha sido
destinada a Siem Reap, la tertulia, el buen humor y la memoria de tantos episodios
compartidos se convierte para ellos en un instante precioso. Y son esos momentos los
que, a menudo, ayudan a recobrar fuerzas y recordar los motivos si, con los años, tal vez
pierden su nitidez.

En sus viajes, casi siempre le acompañan dos personas que se vuelven esenciales para él.
Eng es un muchacho al que Kike había ayudado a salir de uno de los pueblos del lago y
le había facilitado el obtener formación técnica. Hasta su llegada a la prefectura, Kike
había conducido siempre su coche, y al principio seguirá así. Pero las larguísimas
jornadas y la dificultad de las carreteras camboyanas, cada vez más abarrotadas, hace
que tenga que pensar en buscar ayuda. Cuando se decide, piensa en Eng. Y así comienza
una amistad entre ambos. El joven es discreto, sabe entender a Kike, siempre procura
ahorrarle problemas, y a través de los años irán compartiendo largas jornadas en la
carretera. Cuando Kike le reprende por algo, el muchacho se siente muy triste. Kike es
testigo de la maduración del joven. Al principio, Eng vive en «Arrupe» y es un poco el
hermano mayor de los chavales que allí se esfuerzan por salir adelante. En 2006 se casa
y, aunque su familia vive más cerca de Phnom Penh, él sigue trabajando con Kike y
viviendo en Battambang, visitando con frecuencia a los suyos.
Su segundo apoyo es Theara. La niña a la que había invitado, tantos años antes, a
cuidar de su hermano Marin, es ahora una joven preparada y eficaz. Aunque su hermano
no ha aprovechado tanto los estudios como hubiera sido deseable, ella, en cambio, les ha
sacado el máximo partido. No solo en la escuela, sino después en la universidad. Kike le
ofrece un trabajo en la prefectura para ayudarle con la contabilidad. Pero pronto se
convertirá en su mano derecha. Ella prevé a menudo lo que se necesita, gestiona su
agenda, arregla cuentas, y sin su ayuda él se vería perdido. A menudo, ella se anticipa a
lo que él le va a pedir, conocedora de las rutinas e inercias del trabajo en la prefectura.
Así que casi siempre, cuando tiene que viajar por el país, Kike va acompañado por
Eng y Theara. Los tres se conocen, se respetan y se quieren.

De modo que algunas personas están muy cercanas y son muy queridas para Kike. Y,
con todo, no puede evitar un sentimiento de soledad. Hay una soledad de quien, por los
motivos que sea, está aislado: quien no tiene gente cerca; quien, por su trabajo o sus
circunstancias, pasa largas jornadas sin encontrarse con otros; quien vive en un silencio
que a veces no ha querido... Cuando detrás de esa soledad no hay una opción y un
sentido, y obedece a circunstancias impuestas, entonces la ausencia de contactos duele.
Pero existe otra soledad que se produce en medio de las muchedumbres. Incluso
cuando tu vida está llena de nombres, y no puedes dudar del cariño alrededor. Aun

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cuando la fe te acompaña, y no dudas de que hay Alguien que le da sentido a todo. Y,
aun así, te puede sobrecoger, en ocasiones, esa sensación de vacío, de ausencia, de
abandono. Algo de esto último le ocurre en ocasiones a Kike. Su vida es un baile de
encuentros. Su memoria –reforzada por miles de fotos sacadas a lo largo de los años– le
ayuda a guardar tantos detalles de tantas vidas... Su día a día está poblado de rostros
amigos. ¡Si hasta en las redes sociales se va volviendo un hombre hiperactivo, que
comparte lo que vive para darlo a conocer...! Y, con todo, a veces se siente solo.
Es la suya, en esos momentos, la soledad de quien ocupa un puesto único. De quien
tiene la perspectiva total que no puede compartir con nadie más, porque no quiere hacer
que recaiga sobre otros su propia carga. De quien se ve, en ocasiones, abrumado por el
peso de lo que va siendo la prefectura. A veces se despierta, agobiado por las
preocupaciones. Los gastos se multiplican, y no siempre parece alcanzar el presupuesto
que manejan. Cada vez hay más parroquias y más católicos, y se siente incapaz de llegar
a todos. También le pesa sentir la presión de su imagen. Mucha gente conoce al obispo
de las sillas de ruedas. Le respetan, le aprecian, y quizá también le mitifican. Pero él
sabe de sus limitaciones, de su fragilidad. Él sabe que, más allá de la sonrisa perenne que
muchos imaginan, hay momentos en que se enfada, y se reconoce intratable, y tiene
ganas de dar un portazo, y en ocasiones lo da. Él sabe que, aunque intenta hacer el bien,
cuidar a las personas y sembrar bienaventuranza, también en ocasiones se ha sentido
injusto con otros, se ha sabido débil o se ha entrampado en relaciones en las que los
afectos no eran tan puros. Él sabe que también hay personas que le sacan de quicio,
como a cualquier otro, pero que debe ser receptivo con todos, pues no puede ser el pastor
de unos pocos. Él, el obispo Kike, el que habla de fe, el que quiere anunciar con su vida
a Jesucristo, en demasiadas ocasiones no encuentra ni tiempo para rezar; y cuando lo
hace, Dios a veces calla.
¿No es esto también ser persona? Saber llevar nuestra porción de silencio y
abandono. Saber movernos entre nuestras sombras y carencias. Saber arder, también,
cuando en lugar de hoguera somos solo brasa o rescoldo. Saber mantener la proa hacia el
horizonte que un día se soñó, aun cuando ahora duren más los desvelos.
Pero la preocupación, la soledad o los desvelos no lo son todo, ni mucho menos. No
hay que hacer demasiado drama de las pequeñas o grandes carencias. No hay que inflar
las batallas en que uno se ve envuelto. Que ser persona es aprender a bandearse en la
complejidad, a lidiar con las luces y las tinieblas que de vez en cuando nos rodean. La
realidad es un baile de movimientos complejos. Una danza que conjuga la belleza y el
dolor, los problemas y los encuentros. Eso es la vida. Y algo de eso lo ha ido
aprendiendo Kike con los años a través de la experiencia del baile camboyano.
A veces, en sus momentos de más cansancio, ver bailar a los pequeños de su
escuela de Tahen, o ver la danza de las jóvenes que, desde sus sillas de ruedas, sonríen
vencedoras, mientras mueven los brazos, le devuelve la serenidad.

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En ocasiones, cuando ve a uno de esos grupos bailar, en su mente se agolpan los
recuerdos de una historia...

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Se puede bailar con las alas rotas

Kike se enamoró del baile camboyano en los campos de refugiados. Sucedió nada más
llegar, cuando era un joven que apenas se asomaba al amplio mundo. En medio de aquel
contexto, donde todo era marrón, donde el bambú y la tierra marcaban su imperativo
cromático, resultaba sorprendente y vistoso el colorido que había en las ropas de baile. Y
es que en los campos, entre otras muchas actividades bien sorprendentes, había escuelas
de baile. Eran sobre todo los jóvenes y los más pequeños quienes se entregaban a largas
horas de ensayos y formación. El pueblo camboyano lleva dentro esa necesidad de
expresarse con el cuerpo, de ofrecer la belleza, de contar la vida.
A veces, después de asistir a uno de los ensayos, escuchaba Kike las palabras con
las que uno de los profesores, un hombre exigente pero recto, trataba de inculcar en los
más jóvenes el sentido del baile. Les decía que el arte es el espejo de la sociedad, que los
artistas tienen que pelear por alcanzar la perfección para convertirse en modelos que la
gente quiera imitar. Les decía que tenían que impresionar a los extranjeros por su
determinación para mantener viva la cultura en los campos de refugiados. Kike bebía
esas palabras como si fueran dirigidas a él. Y comprendía que, mucho más allá de lo
estético, en el baile había todo un discurso y una declaración sobre lo que puede ser la
sociedad.
Allá en los campos descubrió Kike que existían bailes clásicos, más propios de la
corte, con movimientos delicados y precisos. Y bailes folclóricos, que contaban historias
de la vida cotidiana. Allí descubriría el Baile de los Cocos –incluso haría sus pinitos
bailándolo alguna vez–, el de los Kromás o el de los Palos... Y veía, en quienes
danzaban, la evocación de costumbres y prácticas que en aquel contexto, en la frontera,
les enseñaban lo que habían dejado atrás, en el país al que algún día volverían.
Veía también muchos de los valores que el baile transmitía a quienes se zambullían
en su disciplina. Personas que, de otro modo, no tendrían relación entre sí y que quizá no
eran amigos, se necesitaban, sin embargo, para combinarse en las preciosas coreografías.
El baile implicaba trabajar juntos. Esforzarse para que el cuerpo fuera capaz de hablar
con sus gestos, con la flexibilidad de muñecas y rodillas, con las posturas que resultaban
al tiempo tan naturales y tan difíciles. Kike empezó a admirar la sonrisa de los bailarines,
una sonrisa dulce pero mantenida durante toda la ejecución de la danza. Y descubrió que
dicho gesto obedecía a la voluntad de comunicar y compartir alegría. Todo eso le
fascinaba. Se fue familiarizando con la música, tan propia, que acompañaba el baile, y
con el canto, con un tono y una vibración muy peculiar, que era al tiempo relato, lamento
y celebración.

130
Ya en los campos, Kike, y a menudo Sister Ath, que también vibraba con la música
y la belleza, invitaban a los visitantes a admirar la paradójica hermosura del baile en
aquel lugar de nostalgia. Se sentían un poco mecenas de aquellos grupos y, si podían
ayudarles para que financiasen el pago de los profesores, del vestuario o incluso algún
viaje para actuar en la propia Tailandia, lo hacían.
Cuando Kike llegó a Banteay Prieb, descubrió, con regocijo, que en la vecina aldea
de Priey Somroug se habían instalado algunas de esas familias cuyas hijas más jóvenes
vibraban con el baile en los campos. Allí se había creado también una escuela, y Kike
procuró desde entonces llevar a los visitantes de Banteay Prieb a conocerla. La relación
con ese grupo, del que formaban parte «Las Priebs», se convertiría con los años en
profunda amistad. En aquella época, como parte de la labor en la campaña contra las
minas, crearon un baile propio, el Baile de las Minas. En ese baile, tres grupos de
bailarines: las minas –que evocaban el horror de la guerra–, las mariposas –que
mostraban la alegría y el colorido de un pueblo vitalista y joven– y las palomas –que
querían ser respuesta pacífica frente a la violencia– contaban la historia de una lucha por
sobrevivir. Ese baile, en los años de la campaña, fue uno de los símbolos del movimiento
en Camboya.

En esos años de Banteay Prieb empezó a pensar en lo apropiado que sería incluir los
bailes como parte de la liturgia. Veía que el baile era tan connatural al talante
camboyano, y tan expresivo, que la imbricación de baile y oración no resultaría nada
forzado ni complejo.
Fue ya en Battambang, al ser nombrado pastor de la prefectura, cuando empezó a
proponer que la liturgia incluyera los bailes procesionales, la danza del Magnificat, y
más adelante el baile del Padre Nuestro, o el Santo, entre otros. Para dichas coreografías
la ayuda de Sister Ath fue enorme, pero sobre todo la sensibilidad de Tola y de Sareth.
Estas dos niñas de Priey Somroug se habían convertido en jóvenes dispuestas y alegres y
acogieron con gusto su invitación de incorporarse a los equipos de la prefectura. Más
tarde, también las hermanas de Sareth, Bopah y Srey Puth, y su amiga Phía se irían
incorporando a la prefectura, y acompañando estos u otros proyectos.

Kike comenzó creando una escuela de baile en Tahen, el pueblo del que se hizo párroco.
Tahen era un pueblo muy pobre, situado a quince kilómetros de Battambang. Allí fundó
Kike un centro para recoger a niños con problemas familiares, económicos o sanitarios.
Comprendía, por la experiencia de los campos, el poder sanador y terapéutico del baile,
y por eso decidió crear una escuela en el propio centro. Allá, cada noche, los críos y crías
iban aprendiendo la exigencia del baile clásico y del folclórico. Disfrutaban con ello. Y
el movimiento, la música y el trabajo se convertían en escuela, en bálsamo y en

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recordatorio de una dignidad que a veces habían sentido ausente por distintas
circunstancias. Cuando bailaban, se sentían –y se sabían– importantes, al transmitir
historias, al compartir alegría, al celebrar la vida.
El grupo de baile comenzó a ser reconocido. Algunas veces se les invitaba a viajar
al extranjero: España, Australia, Singapur... Esos viajes eran toda una experiencia para
ellos. Por una parte, Kike lo veía como la oportunidad para agradecer a la gente tanto
apoyo como siempre había encontrado, y también para compartir y dar a conocer la
cultura camboyana. Pero eran también, para estos chicos, una ocasión privilegiada para
descubrir un mundo mucho más amplio. Eso les daba después motivación para luchar
por alcanzar algo de lo que habían visto. Eso sí, se hacía imprescindible acompañar bien
esos viajes. Se hacía necesario ayudar a los críos a procesar lo que veían, a digerir bien
los aplausos, sabiendo que después tenían que volver a sus vidas y contextos, mucho más
difíciles. Pero todo eso era formativo. El encuentro, en los lugares que visitaban, se
convertía en abrazo y memoria. Como ocurrió en aquel colegio de Madrid en el que, tras
pasar por sus aulas y dormir en su gimnasio durante cuatro días, los alumnos que habían
compartido tiempo y experiencia con los jóvenes camboyanos sintieron que sus
memorias quedaban, de algún modo, transformadas –y así lo recordarían durante años–.

Fue también en esta etapa de Battambang donde cobró fuerza una idea que a Kike le
había ido rondando durante un tiempo. En el Centro Arrupe veía la mirada triste de
algunas chicas. En las celebraciones de la prefectura, o en la iglesia, cuando salían a
bailar los chicos de Tahen, se fijaba en esas jóvenes que, desde sus sillas de ruedas,
miraban, con nostalgia y decepción, a las bailarinas. Leía en sus rostros la desesperación
y la sensación de que esa belleza les estaba vedada. Un día Kike habló con Tola.
«¿Podríamos enseñar a bailar a los chicos y chicas de «Arrupe»?». La mirada de la joven
fue de sorpresa y de cierto escepticismo. Nunca se le había pasado por la cabeza algo así.
«¿Por qué no? Pueden mover los brazos; son bonitas, aunque ellas crean que no. Y las
sillas de ruedas son hermosas también», insistió Kike. Tola sonrió. Y a partir de ese
momento la escuela se duplicó. En Tahen seguía el baile de los chicos y chicas del
centro. Pero en Battambang comenzaron a pensar en coreografías para personas
mutiladas. Coreografías con sillas de ruedas, o para personas sin una pierna o sin un
brazo. Tola, desde la escuela de Tahen, y Bopah, más directamente implicada con la
gente herida de «Arrupe», se esforzaban por exigir y preparar a las muchachas para
vencer sus inseguridades, sus resistencias y sus miedos.
Las propias jóvenes, sobre todo las chicas en sus sillas de ruedas, al principio se
mostraron desconfiadas. Pero pronto se descubrieron gráciles. Se descubrieron bellas. Y
cuando se vieron en un escenario, contando historias con su cuerpo, vibraron como
nunca habían imaginado...

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Y ahora, imagina, tú que estás leyendo esta historia...
Imagina que eres una cría risueña, que siempre has admirado a las bailarinas. Te vas aprendiendo los pasos de
baile que has visto repetir mil veces a tus hermanas mayores. Danzas con el kromá. Ensayas en casa, con
dos piedras, el baile de los cocos que en tantas ocasiones has visto bailar en tu aldea. Quizás hasta imaginas
que tu pareja en el baile es ese chico del que estás un poco enamorada. Y vas descontando los días que faltan
hasta que tú también puedas entrar en una escuela de baile. Como a todas las muchachas, te gusta verte e
imaginarte hermosa. Cuando contemplas a las bailarinas, vestidas con trajes brillantes, pintadas con tonos
vivos que resaltan sus ojos y sus labios, sonriendo, te miras en el espejo y te imaginas cómo estarás tú así. Y
quizás hasta te permites reconocer que estarás radiante. Y lo sabes. Y te gusta.
Entonces un día, de repente, sin esperarlo, todo salta por los aires. Puede ocurrir cuando estás trabajando
en el arrozal. O al ir a recoger leña. Puede ser por haberte salido del camino jugando, o porque la vieja señal
roja que alertaba del peligro de minas ha desaparecido con las últimas lluvias. Puede ser de muchas maneras,
pero el resultado es el mismo. Oyes la explosión y saltas por los aires. Y luego miras hacia la pierna que te
duele, y no puedes comprender lo que ves: un vacío allá donde debería estar tu rodilla. Y dolor, y angustia.
Las primeras semanas, en el hospital, solo quieres que te dejen en paz. Sientes que tu vida se ha acabado.
No entiendes nada. Quieres culpar a alguien. A Dios, por permitirlo. A tu familia. A ti misma. Donde antes te
imaginabas radiante, ahora te imaginas horrenda. Pensar en el chico que antes te atraía, ahora solo te produce
más dolor. Tu mirada, tus sueños, tu vista. Todo regresa a ese instante maldito. Y todo pasa ahora por esa
pierna ausente.
Ya en casa, te aíslas en tu camastro, una pieza separada del resto de la habitación por unas telas, y te
encierras en ti misma. No quieres saber nada. A veces desearías haber muerto en la explosión. Te preguntas
quién te va a querer ahora. Quién va a querer casarse con alguien como tú. Piensas que eres una carga y que
otros van a tener que tirar de ti para siempre. Empiezas a detestar las miradas de compasión y a recluirte en
un caparazón de silencio. Descubres que lo que antes hacías de modo inconsciente –lavarte, vestirte, moverte
por la casa– ahora te cuesta lo indecible.
Un día, tus padres te muestran, con una mirada esperanzada, una silla de ruedas que alguien les ha
ayudado a conseguir. Tú quieres sonreír, pero no te sale. Sabes el esfuerzo que están haciendo por ti para que
estés bien, pero tú estás enfadada, enfadada con todo y con todos. Te resistes incluso a intentarlo. Pero al final
terminas subiendo a la silla y aprendiendo, despacio, a moverte.
Quizás, con el paso de las semanas, te vas familiarizando con tu nueva situación. Incluso algunas veces
hasta sonríes, pero es más frecuente que, al terminar el día, ya acostada en tu cama, tu mirada se clave en el
muñón de tu rodilla. Tus ojos se pierden en el vacío y se te llenan de lágrimas, mientras a tus labios asoma la
eterna pregunta de víctimas y testigos ante el sufrimiento inocente: «¿Por qué?».

¿Qué pasa por tu mente la primera vez que alguien te dice que puedes bailar? ¿Lo miras con incredulidad, con
rabia, acaso con esperanza? Te resistes. Te da miedo y vergüenza. Pero él insiste. Se ríe y te dice que no serás
la primera ni la última. «Date una oportunidad. No tienes nada que perder».
Y de golpe te encuentras en un grupo, con más gente como tú. Ves que a esa otra muchacha le falta
también una pierna. Hay otra con las extremidades retorcidas por la polio. Y un joven que se sostiene sobre
una pierna postiza, pero se mueve con agilidad. Les ves reír. Lo empiezas a intentar. Al principio te resulta
agotador. Te cuesta bailar con los brazos. Te cuesta coordinarte con un compañero que, desde su propia
fragilidad, mueve tu silla. Te cuesta seguir el ritmo de los demás, aprender a mirar a todos. Te cuesta sonreír.
Las profesoras no te tratan con condescendencia. Eso te gusta. No te exigen menos porque te falte una
pierna. A veces se exasperan, te empujan hasta el límite. Te señalan tus errores. A veces lloras por el esfuerzo
y la exigencia. Pero un día descubres que te estás riendo a carcajadas, con ganas, con otras de las chicas, tras
un ensayo agotador, porque alguien ha empezado a bromear sobre cualquier cosa.
Una fecha. Por fin hay una fecha. Tu primer baile en público. Con motivo de una de las fiestas grandes
de la prefectura. Sabes que va a haber mucha gente. Las semanas pasan lentísimas, y al tiempo vuelan. El día
que te pruebas la ropa, te sorprende verte. La tela roja con la que se envuelven cintura y piernas se adapta
bien. La parte de arriba, dorada y brillante, resplandece.
A medida que se acerca el día, pasas por distintos estados de ánimo. Hay momentos en que te sientes
segura, y otros en que te dices que es imposible, que es ridículo, que no podrás. Hay ocasiones en que estás a
punto de abandonar, de tirar la toalla, pero luego te dices que tienes que seguir. Y sigues.

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Llega el día. El nerviosismo es palpable. Te vistes. Alguien te peina. Y tu larga melena negra se recoge
en un moño que deja el rostro limpio y expresivo. Luego estás con los demás, mientras os maquillan.
Entonces, alguien te enseña un espejo. Y te ves... radiante. Y ves en otros ojos la misma admiración. Y, por
primera vez desde hace mucho tiempo, te sabes preciosa. No podéis dejar de hablar. Estás nerviosa, mientras
en el escenario actúan otros grupos. Entonces llega vuestro turno.
Sonríes, porque el baile es compartir y regalar alegría, y sales a bailar. Y cuando la música suena, vuelas,
y tus brazos trazan siluetas en el aire, y te sientes unida a otros. Entonces miras al frente y ves la sonrisa de
quien te animó a bailar. Y muy cerca, ves el brillo en los ojos de tus padres. Y la expresión concentrada de
quienes, con la boca abierta, admiran la historia que vuestro baile está contando.
Y exultas.

La experiencia del baile de las personas con discapacidad resultó casi un milagro.
El grupo de baile de Arrupe se convirtió en un modelo de superación. Pero no acabó ahí
el proceso. No se trataba de crear espacios separados, grupos independientes ni guetos
cerrados. Kike insistió a Bopha: «Ahora tienen que bailar juntos». Y así lo hicieron.
Adaptaron las coreografías. El baile de la bendición, el de las minas, el de los cocos. Los
bailes litúrgicos. Todo encajaba y cobraba sentido cuando bailaban, juntos, los heridos y
los sanos.
Porque, en realidad, eso es la vida: bailar juntos desde la situación en la que cada
uno se encuentra. Porque hay unas discapacidades visibles a los ojos, y otras al corazón.
Hay heridas externas e internas. Hay alas quebradas y espíritus quebrantados. Pero hay
también luces, y poder, y fuerza, y pasión, hasta en las circunstancias más adversas.

Un día, cuando Kike está viendo uno de los ensayos, se fija en una muchacha que no
dobla el brazo con suficiente gracilidad. La reprende: «Kuni, por favor...». Ella le dirige
una mirada de incomprensión, como diciendo: «¿Qué pasa?». «Ese brazo», insiste él.
Ella se ríe con ganas y le mira fijamente mientras se señala el codo. Hasta que Kike cae
en la cuenta, entre azorado y divertido, de que Kuni perdió la movilidad en el brazo años
atrás como consecuencia de la polio. De sobra lo sabe. Pero ese es el milagro que han
conseguido. Volver tan normal y tan posible la belleza, más allá de la herida, que se deje
de prestar atención a lo que no tiene por qué convertirse en el centro de la propia vida21.
Desde 2005, los viajes del grupo de baile cuentan también con personas heridas. Y
su movimiento, su espíritu de superación y su coraje se convierten en testimonio de la
fuerza del ser humano, también ante la adversidad.

Un nuevo icono, vinculado al baile, se irá convirtiendo en expresión de la labor de la


prefectura. Un icono que, cada vez más, irán incluyendo en camisetas, estolas o cuadros:
una muchacha sentada en una silla de ruedas baila, empujada por otra que tiene doblada
la pierna en un gesto muy propio del baile clásico. Cada una de ellas tiene en una mano
el pequeño cuenco lleno de pétalos de rosa, con el que se baila la plegaria de la

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bendición. Una paloma, que aletea sobre la bailarina sentada, completa el cuadro. Y en
esa imagen, tan cotidiana, hasta hay quien llega a ver una Trinidad danzante, en la que el
Padre cuida y empuja; el Hijo, herido, se entrega en plenitud; y el Espíritu alienta.

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Quince años de prefectura

El 2 de julio de 2015 Kike cumple quince años al frente de la prefectura. Ese día se van a
juntar en Battambang muchos de quienes han compartido con él años de historia, de
lucha y de camino, para conmemorar este trayecto y orar, juntos, por lo que el futuro
pueda deparar.
Comienza la jornada, como hace siempre que puede, desayunando en Covadonga
con el equipo de voluntarios y con algunos visitantes, entre ellos su sobrino Pablo y su
hermano Nica, que no han querido faltar a la celebración y han venido desde España
para acompañarle. Otro de sus sobrinos –y antiguo voluntario–, Ramón, trabaja desde
hace tiempo en Camboya y vive también en la prefectura ayudando en infinidad de
tareas cotidianas. Son, de algún modo, las dos familias de Kike que aquí se entrelazan: la
que echa su raíz en la sangre y la historia y la que se va forjando en la voluntad común
de entregar el tiempo y los talentos para servir a los más pequeños. Todos ellos
comparten esa mañana el ambiente distendido de los días de fiesta.
En medio de la conversación animada, se oye, procedente de abajo, una algarabía
de voces. Cuando se asoman al balcón de madera, ven que en el patio se ha congregado
una multitud de gente de la prefectura. Ahí están los chicos de Arrupe, con sonrisas
radiantes más allá de sus heridas. También otros voluntarios y los trabajadores del centro
de salud. Han venido muchos de los habitantes de las distintas casas de la prefectura. Y
algunas religiosas...
Descienden la escalera, y durante un rato, mientras cantan con alborozo, cada
persona se acerca a Kike, lo saluda con la reverencia tan propia de esta tierra y le da una
flor. Para todos tiene una palabra. Conoce cada historia y puede hacer memoria de
tanto... A uno le habla de su familia, a otro de la salud; con un muchacho bromea sobre
las chicas, y a otro lo regaña cariñosamente por sus estudios. En ningún momento deja
de sonreír, con esa sonrisa amable que tantos han llegado a apreciar. El homenaje dura
un largo rato.

Un poco más tarde, se viste de deporte y se dirige al campo de fútbol. Se celebra, como
cada año por esas fechas, desde hace cinco, la «Copa del Obispo»22. Como este día es
tan especial, se ha organizado, en medio de la competición, el partido de los curas. Un
partido más breve que los habituales enfrentará a un equipo formado por los sacerdotes
de la prefectura –y algunos voluntarios que les echan una mano– con un grupo de
camboyanos que trabajan en los distintos proyectos. Ver al obispo vestido de corto y
dispuesto a dejarse la piel en el campo entusiasma a la gente. Un equipo va de blanco. El

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otro de azul. En las camisetas de ambos, el eslogan «Rezo con Leti» recuerda a otra
amiga lejana, Leticia, una voluntaria que pasó un tiempo en la prefectura y que
permanece en coma, en la lejana España, tras un accidente. Y es que así es la vida: una
mezcla de motivos para la celebración y para la memoria. Una historia en la que no
podemos librarnos de los momentos agridulces, en los que hasta en los días radiantes
puede haber alguna nube que nos recuerde la tormenta que forma parte de cada camino.
Pero también en medio de los nubarrones está la esperanza en forma de amistad, de
cariño o del coraje de quien sigue peleando por nosotros o con nosotros.
El partido es una fiesta. La gente se agolpa en el extremo sombrío del campo, pues
es imposible permanecer al sol en ese mediodía camboyano de calor y bochorno. En el
descanso, un grupo de niñas de la escuela de las salesianas bailan al ritmo de música
pop, con pasos que forman parte de las coreografías que comparten los adolescentes del
mundo entero. Y es que también aquí se nota la globalización de gustos y culturas, y los
mismos jóvenes que se mueven con solemnidad cuando bailan al modo camboyano
brincan y se desmelenan con entusiasmo al ritmo del último éxito de la MTV. Cuando
Kike marca un gol, el delirio se desborda. El resultado es lo menos importante. La gente
quiere disfrutar y celebrar.
Tras el fútbol, y a las horas en que el calor es más insoportable, disminuye el
movimiento en la prefectura. A lo largo de la tarde, muchas personas se acercan a
saludar a Kike. Van llegando amigos de todo el país. Aquí está Denise, la fiel Denise,
que ahora, además de coordinar la labor del JRS en Camboya, es responsable del centro
de pastoral jesuita en Siem Reap, que una vez más viene a acompañar al amigo sin dejar
de sonreír. Y Jub. El compañero de tantas batallas desde los campos, ahora lo es un poco
más, pues finalmente, tras los años de Banteay Prieb, decidió entrar en la Compañía de
Jesús. Ya no está Sister Ath. Al pasar junto al centro de salud, Kike mira con nostalgia la
pequeña estatua levantada en memoria de la religiosa. Hace apenas tres años que un
cáncer fulminante se la llevó. A menudo echa de menos su compañía y su palabra
atinada sobre casi todo. Pero piensa que, ya en otra presencia, seguro que sigue estando
aquí, a la manera en que siguen quienes se nos han ido. Tampoco ha podido hacerse
presente hoy Mark, aunque seguro que vendrá pronto de visita.
A media tarde se entregan los premios por la «Copa del Obispo». Los distintos
equipos que han participado en las diversas categorías suben al escenario entre el
alboroto habitual en este tipo de celebraciones. No es extraño ver que lo mismo suben
niños que mayores, chicos que chicas, y también algún chiquillo con su muleta y su
única pierna sonríe ufano al recoger un reconocimiento por su participación. Pues hay
categorías para todos.
A la hora de la misa se ha congregado ya una buena multitud en la iglesia. Cuando
Kike y los concelebrantes entran, resuena el canto. La procesión permite ver una estampa
muy familiar en esta tierra, pero que a visitantes de otros continentes les resulta

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sorprendente. Toda la gente, también los curas, van descalzos en la iglesia. Quizás el
mayor contraste, para alguien de otras latitudes, lo produciría ver a Kike revestido con
toda la solemnidad episcopal de los días de fiesta, con casulla de gala y mitra colorida,
pero a la vez descalzo. Y esa estampa, la vestidura y el pie desnudo, se convierte en una
buena imagen de lo que quiere y debe ser el servicio. Autoridad con los pies en la tierra.
Ministerio descalzo. Amor desnudo.
La celebración es un fiel reflejo del trabajo y las búsquedas de todos estos años.
Movimiento, música y color. El evangelio que ha elegido Kike para este día de memoria
es el relato de Emaús. Y en sus palabras, en la homilía, recuerda a tantos con los que ha
compartido andadura en esta etapa. Recuerda que hacemos el camino juntos y que,
aunque no siempre reconozcamos a Dios entre nosotros, él está. También que la
eucaristía es momento de esa presencia. Y, como no puede ser de otro modo, habla de la
alegría con que podemos salir al encuentro del otro, a anunciarle que está vivo. Camino,
encuentro, alegría son las realidades profundas que han guiado toda su historia y que, en
un día tan señalado, no puede dejar de rescatar.
Los niños de Tahen bailan, en el momento del Santo. También se baila el Padre
Nuestro. Y al acabar la celebración se produce el Baile de la Bendición, ejecutado por el
grupo que integra a muchachas con discapacidad y otras sanas. Viéndolas moverse y
arrojar, sonrientes, los pétalos, cualquiera puede reconocer la verdadera grandeza.

Después de la misa, la gente se dispersa por distintos lugares del recinto, donde se ha
preparado cena para todos. Y es que comer juntos es también señal de fraternidad. La
cena da paso a un festival. La tarima recibe diversas actuaciones. Bailes camboyanos y
bailes modernos. Hasta hay un desfile de moda, con algunos de los trajes tejidos en la
prefectura. La gente se ríe y aplaude cuando ve al obispo formando parte del grupo que
baila el Baile de los Cocos. Después, cuando aparece una enorme tarta de chocolate, él
mismo la cortará en innumerables trozos, insistiendo en que al menos para los niños
tiene que llegar. Y, aunque los niños son muchos, la tarta alcanza, que esta es familia
numerosa donde todos saben compartir.

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Examen ignaciano

Esa noche, a última hora, cuando ya todo el mundo se ha marchado o se ha acostado,


Kike practica su último ritual, algo que hace casi a diario: revisa las fotos de ese día,
todas las que se han ido tomando con su cámara, que siempre pasa de mano en mano. Y,
al hacerlo, va examinando la jornada y convirtiéndola en oración. Es algo muy propio de
la espiritualidad ignaciana, esa mirada última al día que termina. Los jesuitas lo llaman
examen, y lo es, en el sentido de una búsqueda. Se trata de mirar atrás y preguntarse
dónde ha estado Dios en lo concreto. Buscarlo en rostros y vivencias. Buscarlo desde la
gratitud. Reconociendo también que a veces no le dejamos estar.
Desde hace años, esa última oración la hace Kike repasando la agenda y mirando, si
las tiene, imágenes tomadas a lo largo de ese día. Hoy, al hacer ese recorrido, se acuerda
de los presentes y de los ausentes. Está exhausto y emocionado al tiempo. Pero quiere
apurar el día. Ha sentido el cariño impresionante de muchos.

Por un instante, hace balance. Balance de una época y una historia. La misión de
Camboya y la prefectura son un campo fértil. Desde aquellos primeros tiempos en los
campos de refugiados, adonde llegó formando parte de un equipo formidable, ha sido tal
la diversidad de personas con las que se ha cruzado y de historias de las que ha sido
parte, que se siente bendecido con la riqueza más intangible pero más real: la de los
afectos.
Su memoria evoca algunos lugares: los campos, las carreteras de la frontera, y la
Camboya real que empezó a conocer en los años noventa. Las cosas han cambiado
mucho, desde aquellas rutas agrestes y los parajes desolados por la guerra hasta esta
Camboya de ahora que, aún pobre, va saliendo adelante. También ha cambiado la
prefectura, que es hoy en día un vergel bullicioso que poco tiene que ver con la parcela
ruinosa que encontrase quince años atrás.
Piensa en los compañeros que han construido juntos un camino, un proyecto y una
historia. Y piensa en los que ya no están, algunos de ellos llamados por la Compañía a
sus provincias de origen, en este ir y venir que forma parte de la vida de los jesuitas.
Otros, ya en manos de Dios. Piensa en los muchos que ahora van tomando el relevo y
diversificando la misión. Hay una generación de jesuitas jóvenes en el país, la mayoría
asiáticos: coreanos, filipinos, malasios, y también algunos camboyanos. Forman parte de
una Iglesia que crece. Ellos han tomado las riendas de la misión de la Compañía y tratan
de acertar en esa tarea. Afrontan nuevos desafíos y administran viejas herencias. «Ojalá
todo siga sirviendo a los más pobres, como siempre hemos querido», piensa.

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Al contemplar las imágenes, y conocedor de las historias de tantos, se da cuenta,
una vez más, de una ambigüedad que es parte de su vida: un día como este, en que toda
la celebración ha estado centrada en él mismo, puede llevar a un excesivo brillo personal
que oscurezca la otra cara, tan importante, de esta realidad: «No soy yo, somos
nosotros», piensa. «Un nosotros amplio. Yo soy una cara visible, pero detrás hay tanto
compromiso, tanta entrega y tanta pasión, y hay tantas personas que para mí han sido
ejemplo, escuela y hogar... Nunca debería olvidarlo», se dice. Mira a la pared, y sus ojos
se detienen en una lámina con la reproducción de un cuadro del pintor valenciano
Sorolla. El cuadro se llama «Triste herencia». El artista lo pintó en 1899. En la escena,
un grupo de niños enfermos, varios de ellos con muletas, se bañan en el mar, ayudados
por un religioso de la orden de San Juan de Dios. Cuando, años atrás, Kike descubrió el
cuadro, fue para él una lección: «Muchos, antes que nosotros, han hecho esto mismo.
Muchos han volcado sus vidas en atender a los críos más rotos. Muchos, cuyos nombres
no salen en los periódicos, ni reciben premios, ni son alabados o reconocidos». Tampoco
quiere olvidar esto.
Reconoce en las fotos que van pasando por la pantalla de su ordenador a algunas de
las personas de distintas congregaciones que ya trabajan en el área de Battambang.
«Juntos estamos haciendo algo precioso», agradece. Algunos de sus colaboradores más
cercanos se irán pronto a otros destinos, y eso le pesa. Se pregunta cuánto tiempo más
seguirá él aquí. No lo sabe. En ocasiones, le asusta pensar en otro cambio que pueda
llegar. Otras veces, quizás hasta lo anhela.

Él, que conoce al dedillo los distintos proyectos que forman parte de la prefectura, piensa
en todas esas vidas que confluyen para formar una comunidad viva y fecunda. Por el
Centro «Arrupe» han pasado, en los últimos años, cientos de niños y niñas que, en su
resistencia contra la adversidad, muestran la grandeza de las personas cuando confían en
que pueden. Piensa en los trabajadores y voluntarios del programa Outreach, que siguen
saliendo cada día a los caminos y a los pueblos para contactar con personas nuevas y
para acompañar a quienes ya van conociendo. Piensa también en el equipo de Aubrum.
Ya se han fundado dieciocho escuelas de primaria en las zonas más desatendidas. ¿A
cuál de ellas irán mañana? ¿Con qué profesores estarán en contacto, motivándoles y
apoyándoles para sostener la educación en los pueblos más lejanos, en el lago, en la
frontera o en las áreas de más difícil acceso de este norte de Camboya?
La prefectura está en marcha. La fábrica está creciendo; y, tras meses de andadura,
por fin la producción empieza a consolidarse. Llegará el momento en que sea
autosuficiente, aunque ahora todavía cueste tanto mantenerla. Los ochenta trabajadores
pronto serán más, y algún día –ese es el techo del proyecto– llegarán a ser doscientos. Y
para ellos el trabajo es la prueba de que sus heridas no eran un obstáculo insalvable.

140
Piensa también en The Lonely Tree. El restaurante-tienda está consolidándose.
Incluso acaban de hacerle una recensión muy favorable en una de las guías de viajes más
populares, y se nota en la cantidad de mochileros y turistas varios que pasan por el local.
Phía lo maneja con buena mano, y muchos de quienes trabajan allí aprenden así
restauración y llegan a trabajar después en otros lugares. Al pensar en el restaurante,
anota mentalmente que tiene que proponer a Phía que pongan arroz a la cubana en el
menú. Y es que, en días como hoy, de memoria e incluso cierta nostalgia, también se
reaviva la memoria de viejos aromas y sabores.

Viendo las fotos del baile, que ha sido tan importante en la jornada, evoca los inicios de
la escuela de danza. En la actualidad el baile se ha convertido en parte de la liturgia
camboyana, no solo en la prefectura, sino en todo el país. Las escuelas de Tahen y
Arrupe han sido pioneras, pero en muchos otros lugares el baile se ha convertido en
herramienta para educar y reforzar a los más jóvenes en su proceso de crecimiento. Y
todo ello, gracias a tantos que han puesto en juego talento, creatividad y confianza. Al
ver en las imágenes del baile y de la iglesia tantos rostros sonrientes, recuerda historias
que se remontan a muchos años atrás. Se acuerda de la primera vez que vio a este
muchacho en el camino, o a este otro agachado ante la puerta de su casa. Rememora el
día en que esa joven que hoy ha bailado con elegancia recibió su silla de ruedas, siendo
aún una niña...
Mira con ternura los rostros de niños y niñas que, en la casa Lidi, o en Tahen, van
cada día al colegio, ríen, juegan y sueñan con futuros mejores que los de sus padres.
¿Qué les deparará el futuro? Ojalá puedan ir saliendo adelante. Por un instante deja que
el cielo sea silencioso testigo de una oración llena de preguntas.

Repasa la jornada de mañana. Otro día que viene lleno. Se dice que conviene descansar
un poco. Y, antes de acostarse, pronuncia, en silencio, la oración de san Ignacio,
deseando poder hacerla cada día un poco más real:
«Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber
y mi poseer. Vos me lo disteis; a vos, Señor, lo torno. Todo es vuestro. Disponed a toda vuestra voluntad.
Dadme vuestro amor y gracia, que esta me basta».

141
Epílogo: El canto del árbol solitario

16 de julio de 2015. En la carretera de Siem Reap a Battambang, el tráfico es mínimo a


medida que avanza la tarde. En una larga recta se detiene un coche. De él descienden
cuatro personas. Tres de ellos viajan juntos a menudo y paran aquí con frecuencia. El
cuarto es menos habitual.
Aunque lo normal es que quienes así se detienen lo hagan a distancia, hoy,
aprovechando la quietud, deciden adentrarse en el arrozal y acercarse hasta el árbol. El
cielo está cubierto, y el contraste de colores, entre el verde del campo y el gris de las
nubes, le da una belleza especial al viejo árbol, que últimamente está perdiendo las
hojas.
El árbol contempla, desde su sobriedad, a los visitantes. Son tres hombres y una
mujer. Dos de ellos, los más jóvenes, son camboyanos: Eng y Theara. De sobra conoce
sus nombres, pues muchas veces han venido a visitarle. El tercero es Kike, su amigo. Al
cuarto no lo conoce, es un extranjero.
Muy cerca del árbol, un pastor cuida las vacas como lo ha hecho desde que era
apenas un niño. Ahora sus hijos y sus nietos ya no se dedican al ganado. Solo él sigue
aquí, durmiendo muchas noches cobijado por las grandes ramas. Kike habla con el
pastor. El hombre parece sorprendido al ver que un blanco habla con soltura el jemer.
Charlan un rato. Luego el pastor se despide y se aleja para seguir con el ganado.
Los cuatro visitantes parecen disfrutar este momento. Rodean el árbol solitario.
Admiran su majestad. Se hacen algunas fotografías. Kike lo mira con cierta
preocupación. Se ha dado cuenta en las últimas visitas de que está perdiendo muchas
hojas. Se dice que quizá podría invitar a algunos monjes budistas para hacer juntos una
oración de bendición. Después de todo, la preocupación por la naturaleza es una de las
cuestiones en que hay más coincidencia entre las religiones.
Los cuatro parecen llevarse bien, y eso le gusta al árbol, que ya ha visto, en su larga
historia, demasiada violencia y demasiada dificultad entre las personas. Los contempla.
También él tiene buena memoria. A menudo evoca el primer encuentro con Kike. Veinte
años atrás. Le gustan sus visitas. Siempre trae a alguien a conocerlo. Pasan un rato largo
a sus pies, hablando y bromeando.

142
Lejos, una cortina de agua empieza a caer. Aquí la lluvia es así, empieza de golpe y
se ve desde muy lejos, pero puede acercarse en muy poco tiempo. Así que los visitantes
deciden marcharse.

Se levantan. Cuando empiezan a alejarse, el árbol comienza a cantarles, en silencio.


Siempre lo hace. Ellos ni siquiera se dan cuenta de que lo están oyendo. Esa es su magia.
Pero les canta.
Sabe que el extranjero es un buscador de palabras, y le susurra: «Cuenta nuestra
historia».
Después canta para Eng. Le pide que siga cuidando a su amigo. «Sigue
acompañándolo en los caminos».
A Theara le canta de otra manera. Sabe que la muchacha está viviendo un tiempo de
cambios y que lleva en su corazón la congoja de una pérdida, y le dice: «Eso es amar,
niña. Hacerte vulnerable. Pero también es atesorar los momentos compartidos, que
nadie, ni la muerte, nos puede arrebatar». Y su voz inaudible, sin embargo, despierta en
el corazón de la joven un sentimiento cálido y pone una sonrisa en su rostro.
Entonces Kike se vuelve y mira por última vez al árbol. Es un ritual de despedida
que tantas veces han compartido... A menudo desde lejos. Hoy desde más cerca. Después
se gira y sigue caminando, despacio, por el arrozal, hacia la carretera.
Y el árbol, sintiéndose agradecido por la proximidad y por su historia compartida,
le canta, mientras se aleja. Como quiera que canten los árboles. Le canta –con el
lenguaje que ambos comparten, un lenguaje de amor– sobre la fidelidad a un pueblo,
sobre el amor a la tierra y a sus gentes más pobres. Y sobre la amistad. Le repite,
despacio, nombres que sabe que son parte de su memoria. Los recita como una tranquila
letanía, sabedor de que esos nombres son, para su amigo, el mayor tesoro que siempre le
ha acompañado. Luego canta sobre la vida y la muerte, los golpes y las cicatrices. Sobre
seguir luchando cada día para restañar heridas y encender hogueras. Sobre la intemperie,
en la que cada día estás expuesto a lo que surja. Sobre la alegría de los días cálidos y el
vigor tras las horas de tormenta. También canta sobre la raíz plantada en tierra buena y
sobre el tronco recio del que han de salir ramas y frutos. Canta sobre el silencio y el
tiempo, sobre la paciencia y la constancia. Y, en un último susurro, le promete que algún
día le contará todo sobre Dios. Porque, si hay alguien que sabe del Misterio, esos son los
árboles solitarios.

143
Agradecimientos

Sois tantas las personas a las que tengo que dar las gracias por vuestra aportación, al
irme zambullendo en esta historia, que estoy seguro de que no podré nombraros a todos.
Y, sin embargo, espero que me disculpéis si el silencio es injusto con lo mucho que os
debo y lo mucho que habéis puesto en esta andadura.
Gracias, Kike. Por tu vida. Por tu acogida en Battambang y por tu confianza para
hablarme de tu camino e invitarme a encontrar a otras personas que me han ido contando
retazos de esa misma historia. Gracias, porque compañeros como tú nos recuerdan a
muchos lo fuertes que podemos llegar a ser las personas cuando dejamos que la
debilidad sea invadida por el Amor y la compasión. Gracias, sobre todo, por tu amistad.
Gracias a todos los que me fuisteis ayudando a llegar hasta Battambang y a estar
allí. A Pablo, por todas tus indicaciones los meses previos. Por el entusiasmo compartido
y la pasión que transmites por Camboya. A Ramón, por toda tu ayuda y tu generosidad
constante sobre el terreno. A los voluntarios que, a lo largo de semanas allí, me
ayudasteis a recordar lo más importante en la vida: Fechi y Ale, Anne, Jaime, Elisa,
Juan, Srey Puth. A Bopha, por hablarme del baile en Battambang. Y, con vosotros, a
tantos otros que a lo largo de los años han contribuido a que cobre forma la prefectura.
¿Qué puedo deciros? Que ojalá algún día sea capaz de vivir con la misma libertad y
ternura que pude descubrir en vosotros.
Gracias a Eng y a Theara. Porque los viajes compartidos con vosotros fueron
escuela. Atesoraré en la memoria muchos de los momentos vividos en esas carreteras,
llenas de vitalidad y de sorpresas.
Gracias a todas las personas que trabajáis en la oficina, en la prefectura, en The
Lonely Tree... Sois muchos, y cada uno, de diferentes maneras, me ayudasteis tanto a
superar las dificultades de idioma, de contexto y de mi propia inseguridad... Todo lo
hicisteis fácil.
Gracias a Sareth por compartir conmigo el recuerdo de tu historia desde los campos.
Tu narración, tan llena de detalles, me ha ayudado a comprender mucho de lo que fue
esa vida en la frontera y en Priey Somroug.
Gracias a cada uno de los chicos y chicas de «Arrupe», los que he llegado a conocer
y aquellos cuyas historias me han llegado a través de otros. Vuestro ejemplo, vuestra

144
capacidad de lucha, vuestro coraje son la mejor escuela para muchos más.
Gracias a Wen por contar tu historia, y a Amaya por recogerla.
Gracias a los más pequeños, los niños y niñas de Tahen, por vuestra alegría
contagiosa, por vuestras risas y bailes, por disfrutar con una comunicación que es capaz
de superar las barreras del idioma. Por robarme un poco del corazón.
Gracias a Totet, por las conversaciones intensas y profundas, por tus memorias de
Banteay Prieb y por abrirme la puerta a la historia de Richie.
Y a Denise, por tu presencia cercana y cordial.
Gracias, Nica, por compartir conmigo tantas imágenes preciosas tomadas a lo largo
de los años. Porque esas imágenes hablan, sin duda, más que las palabras.
Gracias a Inés y a Teresa, que, cuando volvisteis de vuestra estancia en
Battambang, me hablasteis con tal pasión y convicción de lo que habíais encontrado allí
que supe que tenía que contar esta historia.
Y a quienes habéis hecho posible, con vuestra ayuda y apoyo, que pudiera disponer
de siete semanas para dejar lo cotidiano y vivir lo extraordinario.
Gracias a mis amigos y compañeros jesuitas. Los que compartimos la vida y la
misión cotidiana y los que nos vamos cruzando, aprendiendo a reconocernos. Mark: ha
sido un privilegio poder oírte hablar sobre la labor del JRS en la frontera de Camboya.
También fue una gran oportunidad encontraros a todos los jesuitas que compartís la
misión en la región ahora. En Banteay Prieb, en Phnom Penh, en Battambang... Que
nunca perdáis ese espíritu con el que llegasteis, porque creo que es un ejemplo para
todos los que andamos en otras latitudes.
Y gracias, en fin, a todos los que os asomáis a estas historias. Por abrir los ojos, la
mente y el corazón para dejar que entren otras vidas.

145
Notas

1. Cuando Ignacio de Loyola estaba en Manresa, orando ante el río Cardoner, cuenta en su autobiografía que tuvo
el mayor momento de iluminación espiritual de su vida. Fue una transformación radical, una clarificación de su
fe que le permitió consolidar lo que hasta ese momento solo había sido una conversión incierta y tambaleante, y
le permitió seguir su camino, que tan lejos habría de llevarle. Cuando Kike recuerda el momento de Taizé, él
mismo lo define como su peculiar Cardoner.

2. United Nations Border Relief Operation fue una institución creada por Naciones Unidas para
atender a esa población que no era reconocida como refugiada por estar demasiado cerca de la frontera. Esto
convertía a los desplazados –así se conocía a los habitantes de estos campos– en víctimas más vulnerables, pues
estaban mucho más expuestos a la acción bélica, incluyendo bombardeos directos de todos los bandos. Los
desplazados se convertían, de algún modo, en empalizada humana que impedía que la guerra entrase en terreno
tailandés. Solo en campos que se encontraban más en el interior de Tailandia tenían los camboyanos estatus de
refugiados y podían acogerse a los programas de ayuda de ACNUR, la Agencia de Naciones Unidas para los
Refugiados.

3. Muchos años después, Sister Ath recordará este tiempo de misión del JRS en los campos como la época más
intensa de su vida: «Lo que más recuerdo del JRS era el gran equipo, tanto en los campos como en Camboya.
El equipo me daba la energía para sostener todo el trabajo entre los pobres. Era una verdadera gracia estar con
los más pobres, pero recuerdo incluso más el equipo, la celebración de la eucaristía y cómo compartir la vida y
la fe era tan esencial entre nosotros».

4. Es muy difícil sintetizar en unas líneas el conflicto. Había en juego distintos intereses internacionales, con una
serie de países que veían conveniente mantener la guerra como forma de oposición a Vietnam.

5. Esto se convertirá en una práctica habitual del JRS en distintos lugares de conflicto, donde el poder estar a
ambos lados de las fronteras será visto como una oportunidad a la hora de tender puentes. Ocurrirá, por
ejemplo, en Ruanda y Tanzania apenas unos años después.

6. La metáfora inicial, que después ha sido copiada, transformada, adaptada e incorporada a distintos contextos y
necesidades, corresponde a los cursos de «Comunicación Verbal No Violenta» impartidos por el doctor
Marshall Rosenberg y su equipo del Centro Internacional sin fines de lucro para la Comunicación No Violenta,
radicado en Suiza.

7. Para la biografía detallada de David Constantine, hemos utilizado la presentación que se hizo con motivo de la
concesión del doctorado honoris causa por la Universidad de Bristol en 2003 (http://goo.gl/jtX5lc).

8. Varios años después, ya en la década de 2010, el problema de la progresiva explotación forestal y la


deforestación en el país dará un giro al proyecto. Se empezará a intentar producir con otros materiales.
Liderado por el jesuita filipino Gabriel Lamug-Nañawa, crecerá en Banteay Prieb un movimiento ecológico
dedicado a la reforestación en Camboya.

9. Durante las dos décadas siguientes –hasta 2015, y sigue en marcha–, del taller de Banteay Prieb saldrán más de
20.000 sillas de ruedas, que irán ayudando a los mutilados camboyanos a recuperar movilidad y esperanza.

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10. Un proyecto así se sostiene durante estos años gracias a la solidaridad internacional. Instituciones, empresas,
organizaciones no gubernamentales y particulares se movilizan ante la necesidad y ayudan a sostener Banteay
Prieb. Una parte de la labor de quienes viven y trabajan aquí es mantener los puentes tendidos con los lugares
de origen y buscar ayuda. De hecho, una asociación, «Acádica» (Asociación para la Colaboración y el
Desarrollo de Camboya), será el vínculo de Kike con España desde la etapa de los campos.

11. Outreach sería algo así como «salir a buscar». La espiritualidad que late en el proyecto es la de salir al
encuentro de la gente herida. No basta tener un espacio y suponer que la gente se va a acercar o va a saber que
ahí se les ofrece un hogar. Porque muchas veces la gente más frágil ni siquiera sabe que hay quien puede
ayudarles. A veces hay quien puede pensar que eso de las sillas de ruedas es un recurso inalcanzable, solo
accesible a quien pueda pagarlo. Por eso hay que salir a buscar, a ofrecer, a entregarse. Ir a los lugares más
recónditos, para informarles, para abrirles la puerta a oportunidades, para conocer de primera mano las
situaciones y las necesidades reales de la gente. Las sillas de ruedas se convierten en una forma de asomarse,
pueblo por pueblo, a toda Camboya.

12. Lok’pok significa, en jemer, «padre» –en el sentido de «sacerdote»–.

13. La coalición se formó en octubre de 1992. Seis organizaciones (Human Rights Watch, Handicap
International, Mines Advisory Group, Physicians for Human Rights, Vietnam Veterans
of America Foundation y Medico International) decidieron unir fuerzas para un empeño muy
concreto: conseguir la prohibición de las minas antipersona. La Primera Conferencia Internacional se celebrará
en Londres en mayo de 1993. Desde ese momento, la norteamericana Jody Williams será la coordinadora del
proyecto. Hoy la campaña insiste en la prohibición de las minas de racimo. Más información en
http://www.icbl.org/en-gb/home.aspx.

14. Kike había hablado en distintas ocasiones sobre el sacramento de la silla de ruedas. Sus palabras en
un reportaje de Televisión Española, de hecho, le habían costado alguna crítica y el reproche de quienes no
estaban demasiado de acuerdo con esa similitud. Dos años antes, el reportero Vicente Romero había plasmado
esa idea en el libro «Misioneros en los infiernos». En un apartado titulado el octavo sacramento
camboyano, recogía parte de una conversación con Kike, en la que este explicaba la idea. «Para un
mutilado, recibir una silla de ruedas supone una auténtica revolución en su vida, un cambio profundísimo en su
manera de ver el mundo –aseguraba Enrique Figaredo–, porque pasa del ras del suelo a estar sentado, y de la
inmovilidad a desenvolverse por sí mismo, salir de casa e ir al mercado [....]. Por eso, para mí esto es un
sacramento: un signo visible que cambia la vida de la gente, y eso es gracia de Dios» (V. ROMERO,
Misioneros en los infiernos, Planeta, Barcelona 1998, 299).
15. V. ROMERO, Palabras que se llevó el viento, Espejo de Tinta, Madrid 2005, 264-265.
16. Durante los años 90, Gervasio Sánchez viajó por distintos países fotografiando a las víctimas de las minas
antipersona. El resultado de dicha búsqueda fue «Vidas minadas», un trabajo formidable que lanzó en 1997 –
con la cooperación de Médicos Sin Fronteras, Manos Unidas e Intermon– para dar a conocer el drama de las
minas antipersona. En África, Europa, América o Asia fue plasmando la brutalidad y el sinsentido de la
destrucción causada por las minas en los cuerpos de los seres humanos. En su paso por Camboya conoció a
Kike, y desde entonces han colaborado en distintos proyectos. La obra se completaría con «Vidas minadas.
Cinco años después», en 2002, y «Vidas minadas. Diez años», en 2007. En ambos títulos buscaba a algunas de
las personas retratadas en el primer volumen, mostrando a dónde les ha llevado la vida.

17. El relato de la vida de Wen Pirulo, en las siguientes páginas, está basado en la narración de sus propios
recuerdos, recogida en una larga conversación, entre diciembre del 2013 y enero de 2014, con Amaya
Valcárcel, una voluntaria y hoy trabajadora del JRS, que transcribió sus palabras. Gracias a ambos por
compartir esa historia.

147
18. La «Virgen de la misericordia» o «Virgen del amor inclusivo» es un diseño de Kike que se va a convertir en
símbolo de la prefectura, presente en la mayor parte de sus iglesias. María, de larga melena negra, está de pie
en el centro. Sostiene al niño Jesús, que tiene los brazos abiertos en señal de acogida y llamada. Debajo del
niño, y envueltos por el manto protector de la Virgen, se resguardan otros cinco niños y niñas. Uno de ellos
sostiene un libro, y otro toca una flauta camboyana. Un tercero está sentado en una silla Mekong. En su
regazo hay una paloma. Otra niña, que se apoya en una muleta, tiene en sus manos unas piñas. Un último niño
abraza, en gesto cariñoso, a los dos anteriores. El mensaje es claro: todos los niños tienen un futuro.

19. El programa de televisión española «Pueblo de Dios» se hizo eco de la creación de la fábrica el día 28 de
diciembre de 2014. El programa se tituló «La fábrica de sueños». Además de contar la creación de la fábrica, se
aprovechaba para presentar otras facetas de la labor de la prefectura y la parroquia en Tahen. Se puede ver en el
enlace en la web de RTVE (http://goo.gl/B6DWY0, consultado el 6 de septiembre de 2015). También se
puede encontrar en Youtube, con el título «2014 - Camboya - La fábrica de sueños. Pueblo de Dios y Manos
Unidas».

20. Entre otros reconocimientos, a lo largo de los años, Kike ha recibido el Premio Bandrés (2002), la Gran Cruz
del Mérito Civil de la Solidaridad (2004), el Premio Casa Asia (2007), el Premio Fundación Emilio Barbón
(2007), el Premio Vocento a los Valores Humanos (2008), el Premio Luis Noé Fernández (2011) o el Premio
Colmena de Oro a la Solidaridad (2014).

21. En el año 2013 la campaña del Domund lanzó un vídeo titulado «La historia de Mao», donde se contaba el
recorrido vital de una de estas bailarinas. Se puede encontrar hoy en día en Internet, en Youtube u otros
canales de vídeos, y es un testimonio vivo y real de lo que acabamos de imaginar en estas páginas.
Srey Mao, la protagonista del vídeo, nació el 25 de marzo de 1990. Es la sexta de siete hermanos (seis
chicas y un chico). Su padre se marchó muy pronto de casa –y murió en 2003– y su madre, viuda, sacó adelante
a todos trabajando a destajo en la frontera de Tailandia. Lo mismo se empleaba en la jardinería que en la
construcción. En febrero de 2005, con solo catorce años, mientras buscaban leña y alimentos en un bosque de
la frontera con Tailandia, una mina explotó. Eran cinco personas. Tres resultaron heridas, y de las tres, Mao fue
la única mutilada. Pasó por una etapa de rabia y de impotencia. Y fue el baile, con Bopha como maestra, lo que
la ayudó a salir adelante. Ahora aprende cocina, es voluntaria en The Lonely Tree y espera ser ella quien
eche una mano en Outreach a otras personas heridas por las minas. De nuevo, es el fuego que ayuda a
encender otros fuegos.

22. Este campeonato fue una ocurrencia de Totet que ha resultado un éxito, y cada año congrega a más jóvenes
que disfrutan durante las semanas anteriores, jugando y enfrentándose en un torneo de fútbol. Cada vez se van
incorporando más categorías, y en la competición hay gente de distintas edades, sexos... y también, como no
puede ser de otro modo, personas con discapacidad.

148
Índice
Portada 2
Créditos 3
Índice 4
Prólogo 6
El árbol solitario 11
Carretera de Siem Reap a Battambang, 2015. 1995 12
Camboya, tan lejana 17
Salamanca, 1984 17
Taizé, 1974 21
Roma, 1980 23
Madrid, 1985 25
«Y ahora ¿qué?»: la eterna pregunta 27
Camboya, 1970-1984 29
La vida en la frontera 32
Roma, junio de 1985 33
Los campos, 1985-1988 35
«Nosotros te diremos lo que necesitamos» 38
Volver a la escuela 40
La vida en los campos 41
La misión en el campo 44
Héroes de carne y hueso 47
Soldar mundos y tender puentes. La fuerza del cariño 49
Encrucijadas, 1987-1988 51
El otro lado de la frontera, 1988 53
Cuando tu casa ha cambiado de sitio 56
Llegar de la mano de los más pequeños 60
¿Qué hacer cuando la realidad es ambigua? 60
La jirafa y el chacal 63
El milagro de las sillas de ruedas 64
Banteay Prieb 68
Darse. El único camino 71
Fotos 74

149
Historias de «Outreach» 78
Minas 82
Sé dónde está mi corazón 87
Inventario interior 91
A veces hay que frenar 92
Tres intuiciones para poner la vida en perspectiva 94
El Cristo mutilado 96
Cuando la vida da un giro radical 97
Una noticia inesperada 97
Conversaciones con el general 99
Promesas y hechos 101
La prefectura apostólica de Battambang 103
El obispo de las sillas de ruedas 104
¿En qué creemos? 107
Un fuego que enciende otros fuegos 110
Cosas de niños 115
Un lugar vivo 119
Querer es poder 123
La soledad en medio de la muchedumbre 125
Se puede bailar con las alas rotas 130
Quince años de prefectura 136
Examen ignaciano 139
Epílogo: El canto del árbol solitario 142
Agradecimientos 144
Notas 146

150

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