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Queridos hermanos:

A menudo los hermanos evangélicos, discutiendo con nosotros


los católicos, nos dicen: «¿Dónde habla la Biblia del purgatorio?
¿Dónde dice la Biblia que San Pedro fue a Roma? ¿De dónde
sacan ustedes los católicos eso de que María es la Inmaculada
Concepción y que subió al cielo en cuerpo y alma?».

Para los evangélicos, la Revelación Divina y la Biblia son lo


mismo. Es decir, para ellos solamente en la Biblia se encuentra
toda la Revelación de Dios.

Ahora bien: ¿Es correcta esta posición? ¿Es cierto que la Biblia
contiene todo el Evangelio de Cristo? ¿Qué dice la misma Biblia
al respecto? Además, ¿quién reunió todos los libros inspirados
que constituyen la Biblia? ¿Acaso no fue la Iglesia la que recibió
el encargo de predicar el Evangelio por todo el mundo, hasta el
fin de los tiempos? ¿Qué hubo primero: la Biblia o la Iglesia?

Hermanos, en esta carta les explicaré por qué la Revelación


Divina no abarca solamente la Biblia, como piensan los
evangélicos, sino que la Revelación de Dios se manifiesta en la
Tradición Apostólica y en la Biblia. Es un tema un poco difícil,
pero fundamental para la comprensión correcta de la fe católica.
Es un tema que ha sido causa de muchos malos entendidos entre
la Iglesia Católica y las distintas iglesias evangélicas.



 
  
Ýa Revelación es la manifestación de Dios y de su voluntad
acerca de nuestra salvación. Viene de la palabra «revelar», que
quiere decir «quitar el velo», o «descubrir».

Dios se reveló de dos maneras:

1) Ý   
          
    Dice el apóstol Pablo: «Todo aquello que podemos
conocer de Dios El mismo se lo manifestó. Pues, si bien a El no lo
podemos ver, lo contemplamos, por lo menos, a través de sus
obras, puesto que El hizo el mundo, y por sus obras entendemos
que El es eterno y poderoso, y que es Dios» (Rom 1,19-20).

2) Ý    


    Desde un principio Dios
empezó también a revelarse a través de un contacto más directo
con los hombres, mediante los antiguos profetas y de una manera
perfecta y definitiva en la persona de Cristo Jesús, el Hijo de
Dios. «En diversas ocasiones y bajo diferentes formas, Dios habló
a nuestros padres, por medio de los profetas, hasta que, en estos
días que son los últimos, nos habló a nosotros por medio de su
Hijo» (Heb.1,1-2). Jesús nos reveló a Dios mediante sus palabras
y obras, sus signos y milagros; sobre todo mediante su muerte y
su gloriosa resurrección y con el envío del Espíritu Santo sobre su
Iglesia. Todo lo que Jesús hizo y enseñó se llama «Evangelio», es
decir, «Buena noticia de la Salvación».



  
  
Para llevar el Evangelio por todo el mundo, Jesús encargó a los
apóstoles y a sus sucesores, como pastores de la Iglesia que El
fundó personalmente:

«Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos.


Bautíncenlos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he encomendado.
Yo estoy con ustedes todos los días hasta que se termine este
mundo» (Mt. 28,18-20).
Aquí notamos cómo Jesús ordenó «predicar» y «proclamar» su
Evangelio. Y de hecho los Apóstoles «predicaron» la Buena
Nueva de Cristo. Años después algunos de ellos pusieron por
escrito esta predicación. Es decir, al comienzo la Iglesia se
preocupó de predicar el Evangelio. Por supuesto el Evangelio que
Jesús entregó a los Apóstoles no estaba escrito. Jesús no escribió
nunca una carta a sus Apóstoles; su enseñanza era solamente oral.
Así lo hicieron también los Apóstoles.

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Este mensaje escuchado por boca de Jesús, vivido, meditado y
transmitido oralmente por los Apóstoles, se llama «la Tradición
Apostólica».

Cuando aquí hablamos de la Tradición» (con mayúscula), nos


referimos siempre a la «Tradición Apostólica». No debemos
confundir «la Tradición Apostólica» con la «tradición» que en
general se refiere a costumbres, ideas, modos de vivir de un
pueblo y que una generación recibe de las anteriores. Una
tradición de este tipo es puramente humana y puede ser
abandonada cuando se considera inútil. Así Jesús mismo rechazó
ciertas tradiciones del pueblo judío: «Ustedes incluso dispensan
del mandamiento de Dios para mantener la tradición de los
hombres» (Mc.7,8).

Ýa Tradición Apostólica se refiere a la transmisión del Evangelio


de Jesús. Jesús, además de enseñar a sus apóstoles con discursos y
ejemplos, les enseñó una manera de orar, de actuar y de convivir.
Estas eran las tradiciones que los apóstoles guardaban en la
Iglesia. El apóstol Pablo en su carta a los Corintios se refiere a
esta Tradición Apostólica: «Yo mismo recibí esta tradición que, a
su vez, les he transmitido» (1 Cor. 11, 23).

Resumiendo, podemos decir que r      


   
  Jesús nunca repartió una Biblia. El Señor
fundó su Iglesia, asegurándole que permanecerá hasta el fin del
mundo. Y la Iglesia vivió muchos años de la Tradición
Apostólica, sin tener los libros sagrados del Nuevo Testamento.

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Solamente una parte de la Palabra de Dios, proclamada oralmente,
fue puesta por escrito por los mismos apóstoles y otros
evangelistas de su generación.

Estos escritos, inspirados por el Espíritu Santo, dan origen al


Nuevo Testamento (NT), que es la parte más importante de toda
la Biblia. Está claro que al escribir el NT, no se puso por escrito
«todo» el Evangelio de Jesús.

«Jesús hizo muchas otras cosas. Si se escribieran una por una,


creo que no habría lugar en el mundo para tantos libros», nos dice
el apóstol Juan (Jn. 21,25).

Ýa Sagrada Escritura, y especialmente el NT, es la Palabra de


Dios, que nos manifiesta al Hijo en quien expresó Dios el
resplandor de su gloria (Heb.1,3).

Podemos decir que sólo la parte más importante y fundamental de


la Tradición Apostólica fue puesta por escrito. Por esta razón la
Iglesia siempre ha tenido una veneración muy especial por las
Divinas Escrituras.

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Después de esto podemos decir que la revelación divina ha


llegado hasta nosotros por la Tradición Apostólica y por la
Sagrada Escritura. No debemos considerarlas como dos fuentes,
sino como dos aspectos de la Revelación de Dios. El Concilio
Vaticano II lo describe muy bien: «Ýa Tradición Apostólica y la
Sagrada Escritura manan de la misma fuente, se unen en un
mismo caudal y corren hacia el mismo fin». Ýa Tradición y la
Escritura están unidas y ligadas, de modo que ninguna puede
subsistir sin la otra.

Además, la Sagrada Escritura presenta la Tradición como base de


la fe del creyente: «Todo lo que han aprendido, recibido y oído de
mí, todo lo que me han visto hacer, háganlo» (Fil.4,9). «Ýo que
aprendiste de mí, confirmado por muchos testigos, confíalo a
hombres que merezcan confianza, capaces de instruir después a
otros» (2. Tim. 2,2).

«Hermanos, manténganse firmes guardando fielmente las


tradiciones que les enseñamos de palabra y por carta» (2 Tes.
2,15).

Está claro que el Apóstol Pablo, para confirmar la fe de los


cristianos, no usa solamente la Palabra de Dios escrita, sino que
recuerda también de una manera muy especial la Tradición o la
predicación oral. Para el Apóstol las formas de transmisión del
Evangelio: Sagrada Escritura y Tradición, tienen la misma
importancia. En realidad, una vez que se escribió el NT no se
consideró acabada la Tradición Apostólica, como si estuviera
completa la Revelación Divina. Ýa Biblia no dice eso; en ninguna
parte está escrito que el cristiano debe someterse ¡sólo a la Biblia!
Esta es una idea que surgió entre los protestantes recién en los
años 1550. En la Iglesia Católica hubo siempre una conciencia
clara sobre la importancia de la Tradición Apostólica, sin quitar a
la Biblia el valor que tiene.



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Es un error creer que basta la Biblia para nuestra salvación. Esto
nunca lo ha dicho Jesús y tampoco está escrito en la Biblia. Jesús,
reitero, nunca escribió un libro sagrado, ni repartió ninguna
Biblia. Ýo único que hizo Jesús fue fundar su Iglesia y entregarle
su Evangelio para que fuera anunciado a todos los hombres hasta
el fin del mundo. Fue dentro de la Tradición de la Iglesia donde se
escribió y fue aceptado el N.T., bajo su autoridad apostólica.
Además la Iglesia vivió muchos años sin el N.T., el que se
terminó de escribir en el año 97 después de Cristo. Y también es
la Iglesia la que, en los años 393-397, estableció el Canon o lista
de los libros que contienen el N.T.

Por tanto, si aceptamos solamente la Biblia, ¿cómo sabemos


cúales son los libros inspirados? Ýa Biblia, en efecto, no contiene
ninguna lista de ellos. Fue la Tradición de la Iglesia la que nos
transmitió la lista de los libros inspirados. Supongamos que se
perdiera la Biblia, en ese caso la Iglesia seguiría poseyendo toda
la verdad acerca de Cristo, la cual hasta la fecha ha sido
transmitida fielmente por la Tradición, tal como lo hizo antes de
escribir el NT.

Ýos evangélicos, al aceptar solamente la Biblia, están reduciendo


considerablemente el conocimiento auténtico de la Revelación
Divina. Guardemos esta ley de oro que nos dejó el apóstol Pablo:
«Manténganse firmes guardando fielmente la Tradiciones que les
enseñamos de palabra y por carta» (2 Tes. 2,15).



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Ýa Revelación Divina abarca la Sagrada Tradición y la Sagrada
Escritura. Este depósito de la fe (cf. 1 Tim. 6, 20; 2 Tim. 1, 12-14)
fue confiado por los Apóstoles al conjunto de la Iglesia. Ahora
bien el oficio de interpretar correctamente la Palabra de Dios, oral
o escrita, ha sido encomendado sólo al Magisterio vivo de la
Iglesia. Ella lo ejercita en nombre de Jesucristo. Este Magisterio,
según la Tradición Apostólica, lo forman los obispos en
comunión con el sucesor de Pedro que es el obispo de Roma o el
Papa.

El Magisterio no está por encima de la Revelación Divina, sino


que está a su servicio, para enseñar puramente lo transmitido. Por
mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, el
Magisterio de la Iglesia lo escucha devotamente, lo guarda
celosamente y lo explica fielmente.
Ýos fieles, recordando la Palabra de Cristo a sus apóstoles: «El
que a ustedes escucha, a mí me escucha» (Ýc.10, 16), reciben con
docilidad las enseñanzas y directrices que sus pastores les dan de
diferentes formas. El Magisterio de la Iglesia es un guía seguro en
la lectura e interpretación de la Sagrada Escritura, «ya que nadie
puede interpretar por sí mismo la Escritura» (2 Ped. 1, 20).

El Magisterio de la Iglesia orienta también el crecimiento en la


comprensión de la fe. Gracias a la asistencia del Espíritu Santo, la
comprensión de la fe puede crecer en la vida de la Iglesia cuando
los fieles meditan la fe cristiana y comprenden internamente los
misterios de la Iglesia. Es decir, el creyente vive la palabra de
Dios en las circunstancias concretas de la historia y hace cada vez
más explícito lo que estaba implícito en la Palabra de Dios.

En este sentido la Tradición divino-apostólica va creciendo, como


sucede con cualquier organismo vivo.

Este es precisamente el significado que hay que dar a las


definiciones dogmáticas, hechas por el Magisterio de la Iglesia.



 
1. Resumiendo, podemos decir que la Iglesia no saca solamente
de la Escritura la certeza de toda la Revelación Divina.

2. Ýa Tradición y la Sagrada Escritura constituyen un único


depósito sagrado de la Palabra de Dios, en el cual, como en un
espejo, la Iglesia peregrinante contempla a Dios, fuente de todas
sus riquezas.

3. El oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios ha


sido confiado únicamente al Magisterio de la Iglesia, a los obispos
en comunión con el Papa.

4. Ýa Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el


plan de Dios, están íntimamente unidos, de modo que ninguno
puede subsistir sin los otros. Ýos tres, cada uno según su carácter,
y bajo la acción del único Espíritu Santo, contribuyen eficazmente
a la salvación de los hombres.



   
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