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La partícula que inventó el mundo

El 7 de julio de 2012 los físicos del CERN, el Centro de Investigaciones


Nucleares Europeo, le anunciaron al mundo que habían atrapado por
fin al bosón Higgs, o por lo menos a una criatura de características muy
semejantes a la esquiva y crucial partícula. Los periodistas saludaron el
descubrimiento como uno de los hechos más significativos de la
historia de la ciencia, lo compararon con las investigaciones del ADN y
el mapa del genoma, y han hecho loables esfuerzos para explicarnos a
los legos los detalles del acontecimiento.

Resumiré aquí lo que he logrado entender del sofisticado asunto, pero


antes recordemos algunos datos para ponernos en contexto.

El laboratorio del CERN parece una locación de una película de ficción.


Construido a 150 metros de profundidad en la frontera de Francia y
Suiza, a un costo de US$10 mil millones, parece un enorme circuito
integrado. Tiene un acelerador de partículas de 27 kilómetros de
circunferencia, una fuente de potencia de siete pisos de altura, cientos
de andamios de colores, cascadas de cables y kilómetros de ductos. Es
un vasto complejo de estructuras de acero, plásticos, silicio y fibra
óptica donde trabajan más de 2.000 científicos de 34 naciones.

Como produce más información que todas las universidades del


mundo juntas (la centésima parte de la información diaria del
planeta), tuvieron que crear The Grid, una intranet con cientos de
servidores auxiliares conectados en paralelo y un servidor central mil
veces más rápido que Deep Blue, la máquina que derrotó a Kasparov
en un match de ajedrez. The Grid puede descargar en cinco segundos
lo que le tomaría cuatro horas a un usuario de banda superancha
equipado con el mejor computador personal del mercado. Los
computadores no tienen secretos para la gente del CERN: aquí se creó
la World Wide Web en 1989.

La razón de ser del complejo, el Colisionador de Hadrones, puede,


entre otras cosas, reproducir las condiciones del origen del universo
produciendo miles de big bangs a escala por segundo.

Las cosas y los seres están compuestos por fermiones y bosones. No


hay más. Todo cuanto existe es una combinación de estas entidades
mínimas y elementales, es decir, puras. Los olores, los virus, las
piedras, los pájaros, las flores, las radiaciones, las estrellas, las auroras
boreales y Sofía Vergara no son más que combinaciones de fermiones
y bosones en un orden precioso. Los fermiones son las partículas
últimas de la materia y los bosones son los vehículos de las cuatro
fuerzas que ordenan el universo: la gravitacional, la electromagnética,
la nuclear débil y la nuclear fuerte.
Y Peter Higgs fue un físico inglés que postuló la existencia del famoso
bosón en 1964 para subsanar un vacío del modelo estándar de la física
de partículas: ¿Cómo se formó la materia? ¿Qué interacciones hicieron
posible, en los primeros instantes del universo, la condensación de la
energía en partículas materiales? Las ecuaciones de Higgs lo llevaron a
la conclusión de que debía existir un bosón de ciertas características y
capaz de obrar el prodigio. Su trabajo fue un “experimento de
tablero”, el método clásico de trabajo de los físicos teóricos. Por falta
de espacio no entraré aquí en los detalles de las investigaciones de
Higgs ni en las características del bosón (por falta de espacio en mi
cabeza, se entiende).

En los noventa otro físico inglés, Leo Lederman, se refirió al prodigioso


pite como la particle goddam (la maldita partícula) por su elusividad.
Con muy buen sentido, el editor de Lederman la llamó “partícula
divina” por su crucial papel en la creación de la materia.

El miércoles el mundo supo que los big bangs del Colisionador de


Hadrones del CERN habían producido una partícula que era, casi con
certeza, la famosa partícula de Higgs. El hecho conmovió a la
comunidad científica por varias razones: la primera es, como ya se
dijo, porque contribuye a develar la incómoda “singularidad” de la
aparición de la materia instantes después del Big Bang (aunque los
físicos están resignados a que sus leyes colapsen en situaciones
extremas, por ejemplo en las altísimas radiaciones y densidades de los
agujeros negros, se sienten mucho mejor cuando logran meter en
cintura las “singularidades”).

La segunda razón estriba en que el ajuste del modelo estándar los


acerca a un viejo sueño: la unificación del campo electro-débil con el
nuclear fuerte, una fusión que les permitiría, a su vez, aspirar a su más
cara ambición: la formulación de la teoría del todo, un corpus teórico
de pocas ecuaciones que den cuenta, con sólo cambiar algunas
constantes, de todos los resultados y fenómenos nucleares,
gravitacionales y electromagnéticos.

La tercera razón consiste en que les permite ripostar en un viejo


debate. Los teólogos siempre han embromado a los astrofísicos por la
incapacidad de la ciencia para explicar el origen de la materia.
Acéptenlo, les decían a los hombres de ciencia, la creación es la
respuesta. Vuestro BigBang no “cuaja” sin la intervención divina.
Ahora el físico de partículas puede ripostar: “Gracias, no es necesario
molestar a Dios. El bosón Higgs puede hacer su trabajo”.

Con todo, hay que decir que los teólogos no están completamente
derrotados. Basta con que adopten una posición inteligente y arguyan
que, como todas las cosas que pueblan este singular universo, también
el bosón Higgs es una creación divina. Pueden decir que el bosón de
Higgs nació de un soplo de Dios en la primera milbillonésima de
segundo del Big Bang, y desapareció con otro soplo.

No sería la primera vez que salieran de apuros adoptando una posición


no dogmática. Recordemos que el paleontólogo jesuita Teilhard de
Chardin sorteó con éxito el debate con los evolucionistas gracias a una
hipótesis sincrética. Acorralado un día por los biólogos que le
enrostraban la solidez de la teoría de la evolución en oposición al acto
de magia de la creación, Teilhard los sorprendió con esta respuesta:
“Es posible, les dijo, que Dios haya elegido la evolución como
instrumento de la creación”. Por desgracia, hay pocos Teilhard en las
religiones. Abundan, en cambio, los fanáticos que aún ven la ciencia
como una enemiga, poco menos que un engendro satánico, y los
intelectuales que se empeñan en negar los desvelos y las bondades de
la ciencia y no le perdonan el hecho de que no les haya resuelto todos
los problemas y que no los tenga flotando per secula seculorum en un
océano de mermelada sagrada.

Desde mis profundas limitaciones en este tema, yo también saludo


con emoción la resurrección de los bosones de Higgs, esas partículas
que sólo existieron en la primera milbillonésima de segundo del Big
Bang, cuando cumplieron su misión de crear materia (fermiones) y se
esfumaron. Me alegra que los físicos hayan coronado con éxito sus
experimentos de tantos años chocando haces de hadrones a altísimas
velocidades para producir los pequeños big bangs que generen los
bosones Higgs y quizás otras partículas desconocidas que escribieron
las reglas del cosmos en un instante y desaparecieron para siempre.

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