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TALI GOLDMAN

LA DOCTORA
VENTURINI
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A la doctora Graciela Venturini le decían La Maga y nun-


ca un apodo estuvo tan bien puesto porque lo que ella
hacía era realmente magia. Es que hasta el día de hoy no
me explico cómo sucedió lo que sucedió. Y quiero acla-
rar, antes que nada, que la doctora Venturini no utilizaba
elementos de brujería ni preparados químicos. Y quiero
aclarar también, antes que nada, que hasta el día de hoy
nadie sabe a ciencia cierta cómo ella logró curarnos. Y
por eso paso a relatar cómo fueron los hechos de esta his-
toria, de esta Maga que nos cambió literalmente la vida.
  Faltaban tres meses para que se cumplieran dos años
de mi matrimonio y con mi marido estábamos a punto
de divorciarnos. Puedo suponer que esto suene raro, pe-
ro con mis 22 años no podía quedar yo embarazada. Esto
era algo que no estaba en nuestros parámetros porque,
así lo quiere Di*s, tenemos que reproducir. Y si utilizo
terminología que no se entiende voy a tratar de traducir-
la porque comprendo que no todos conocen nuestras re-
glas. Y si no nombro a Di*s es porque tampoco podemos
decir su nombre en vano.
  Lo cierto es que a mi marido, que se llama Moshé, pe-
ro al que le dicen Moshi, lo vi tres veces antes de nuestro
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matrimonio, aunque ya nos conocíamos porque éramos


vecinos. Los Rivke vivían sobre Boulogne Sur Mer y nosotros
sobre Tucumán. Además, yo fui con una de sus hermanas
a la escuela y él con uno de los míos. Es más, dicen que de
chiquitos jugábamos juntos y esto es hasta la edad de los
13, que es cuando él se convirtió en adulto para nuestro
pueblo y ya no podíamos juntarnos varones y mujeres.
Ahí es cuando dejé de verlo hasta que, unos meses antes
de cumplir los 20 años, mis padres me anunciaron que el
casamentero sugería que nosotros teníamos que cono-
cernos, vaya a saber una qué nos vio como para unirnos,
y ahí fue que quise preguntar algunas cosas, pero no se
me permitió saber. Me dijeron que Di*s iba a darme al-
gunas señales. Y llegaron una semana después, cuando
tuve la primera cita con Moshi en un café sobre Avenida
Corrientes, y confieso que había rezado toda la noche pa-
ra que saliera bien y que él me gustara. Mi madre y la su-
ya estaban sentadas tres mesas atrás y nosotros teníamos
una hora por reloj para charlar. Yo me quedé un rato mi-
rándolo y él bajó la vista rápidamente, mientras, abrió la
carta y pidió un jugo de naranja y yo dije bueno, un jugo
de naranja para mí también. Hablamos de cuáles serían
nuestros planes para después de la boda. Él me dijo que
quería seguir trabajando en el negocio del padre, ven-
diendo artículos de librería, e incrementar sus estudios
referidos a nuestra Ley, yo dije que me gustaría entrar en
la biblioteca de la Sinagoga y ahí fue que le manifesté mi
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gusto por la lectura y por algunos escritores que se nos


tenían permitidos y él me miró con una cara que demos-
traba que no sabía de qué estaba yo hablando y, mientras,
sorbía el jugo. Nos despedimos y acá confieso que, pese al
rezo de la noche anterior y mis súplicas a Di*s, Moshi no
me causó nada. Y, cuando digo nada, quiero decir ningún
tipo de sensación ni física ni psíquica al verlo y hablar
con él. Cuando mis padres me preguntaron si accedía al
segundo encuentro dije que sí porque una oportunidad
así no se presenta todos los días, me había dicho mi ma-
dre, y eso es porque a los Rivke les iba muy bien en cuan-
to a lo comercial y económico. En el segundo encuentro,
apenas nos trajeron el jugo de naranja, Moshi me pidió
la mano y ahí se me metió el jugo entre las fosas nasales
y tuve que toser y toser demasiado fuerte, tanto que casi
me ahogo, y ahí se acercaron mi madre y quien sería mi
futura suegra porque yo no paraba de toser y Moshi no
podía tocarme la espalda, entonces, cuando me calmó la
tos y como estaban todos mirándome, tuve que decir está
bien, acepto, acepto, aunque no se me movió un pelo. Lo
único que me interesaba era que cuando estuviera casada
se me iba a permitir entrar sin pedir permiso a nadie en
la biblioteca y tener por fin más espacio en lo que sería
mi propia casa. El tercer encuentro fue con toda la fami-
lia y el Gran Rabino mediante y todos celebraban y yo
ponía cara de contenta, pero como si fuera un robot y
Moshi también parecía un robot. Y se cantó y se bailó y
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se bebió y después ya vino la preocupación del vestido, la


comida y el salón y casi no me acordaba yo bien la cara
de Moshi porque una semana antes de la fiesta no se nos
permitió vernos y aunque trataba de memorizarla y pen-
sar en qué cosas me gustaban, la verdad, nada.
  En el casamiento tampoco nos vimos mucho porque él
bailaba con los varones y yo con las mujeres, solo para la
parte de la comida nos permitían sentarnos juntos y ahí
estábamos tan agotados de bailar que solo decíamos qué
cansado, sí, qué cansada, y eso fue todo lo que nos diji-
mos en esa velada de nuestra boda. Y aunque yo ya ha-
bía tenido algunas clases de pre-nupcial, nunca terminé
de entender cómo funcionaría lo de la famosa noche de
bodas y por eso no sucedió lo que debió haber sucedido
y ahí es cuando, creo, Di*s nos envió una maldición que
solo La Maga supo remediar.
  Cuando terminó la fiesta y nos llevaron nuestros pa-
dres al hotel y nos dejaron en la habitación yo empecé a
temblar de frío y Moshi dijo que estaba volando de fie-
bre, que cómo había podido pasar toda la fiesta así y me
acarició la cabeza y esa fue la primera vez que me tocó
y confieso que ahí sentí un chucho de frío aún mayor,
entonces, me metí en el baño, me duché y me puse el
camisón rosa que me había regalado mi madre para esa
ocasión especial y me metí en la cama. Cuando Moshi
salió del baño se ve que yo ya estaba dormida, pienso yo
por el cansancio de la fiesta sumado a la fiebre, porque no
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lo sentí a mi lado. Y recién a la mañana siguiente me di


cuenta de que no lo había sentido porque él estaba dur-
miendo en el sillón y me tranquilicé.
  Los días siguientes hubo que hacer la mudanza. Alqui-
lamos un dos ambientes en el mismo edificio en el que
vivía mi familia. Y hubo que comprar de todo, desde las
dos camas hasta la heladera, el sillón, la mesa, la vajilla
para carne, la vajilla para leche, en fin, todo. Y como eso
duró un mes estábamos tan cansados los dos que caía-
mos rendidos, pero una noche Moshi me tocó el hombro
mientras yo estaba en mi cama muy concentrada rezan-
do y yo me asusté y él me dijo que teníamos que tener
un hijo, que así lo quería Di*s. Entonces le dije que si así
lo quería Di*s, que así sería. Me saqué la bombacha por
debajo del camisón, él se sacó el pantalón y el calzoncillo
y yo no quise ver nada y cerré los ojos y él se subió arriba
mío y metió su miembro dentro de mi agujero y yo pegué
un grito que él saltó y apareció directamente en su cama
y yo pedí disculpas mientras me deshacía en mi propio
llanto, pero ese dolor era algo que yo nunca había sentido
en toda mi vida. Ese mismo episodio ocurrió algunas ve-
ces más y yo sinceramente no toleraba ese dolor cuando
él intentaba meter su miembro en mi agujero. Y esto se
podrán imaginar que no lo podía hablar con nadie y cada
vez que nos preguntaban y para cuándo y para cuándo,
nosotros decíamos que estábamos trabajando, pero lo
cierto es que ni siquiera podíamos concretar.
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  Y para este entonces ya había pasado un año desde


que nos habíamos casado y yo no quedaba embarazada,
entonces mis padres me sentaron y me dijeron muy se-
riamente que tenía que ir a ver a un médico. Me llevaron
y me realizaron todo tipo de estudios: análisis de sangre
y de orina, ecografías, mamografía, tomografías y final-
mente los doctores dijeron que yo no tenía ningún tipo
de problemática ni enfermedad, que solo había que se-
guir intentando. Y mis padres respiraron aliviados, pero
lo que no sabían ni ellos ni los doctores era que Moshi
y yo nunca habíamos podido consumar. Y mi padre me
aclaró que como Di*s quería que tuviéramos muchos hi-
jos podíamos consumar todos los días porque nuestra ta-
rea era la reproducción y yo me callé la boca porque eran
muy pocas las veces que intentábamos porque en cada
intento yo levantaba temperaturas de hasta 40 grados de
fiebre.
  Una vez por semana íbamos a la Sinagoga a estudiar
entre mujeres y a hablar, vamos a decirle así, cuestiones,
ya saben, nuestras. Una tarde Rujele se puso a llorar muy
fuerte y dijo que su marido estaba muy malo con ella y
le gritaba todas las noches porque no podía quedar em-
barazada, entonces Lilit dijo que a ella le había pasado lo
mismo y que fue al doctor Kreimer y contó que la había
operado en la parte del agujero para quedar embarazada
y ahí empezó a bajarme la presión hasta que Malke dijo
que conocía a alguien que hacía una suerte de magia y
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ahí es cuando yo escuché por primera vez el nombre de


La Maga, o sea, la doctora Graciela Venturini. Cuando
terminó la charla me acerqué a Malke y le pedí yo tam-
bién el teléfono de la doctora Venturini, aunque no aclaré
para qué ni para quién, aunque yo creo que ella se dio
cuenta.
  Al día siguiente llamé al consultorio de la doctora
Venturini y la secretaria me dio un turno para dentro de
una semana y yo pregunté si tenía que ir sola o con mi
marido y me dijo que eso era una decisión personal, así
dijo, entonces, yo decidí que tenía que ir con Moshi por-
que después no quería ningún tipo de malentendido ni
nada por el estilo.
  En la sala de espera eran todas mujeres y después lo
entendí porque era un consultorio ginecológico, que es
lo que decía en el cartel de la puerta: doctora Graciela
Venturini médica ginecóloga N.M 8497, que eso sí no sé
lo que significa, aunque asumo que debe ser la cantidad
de médicos que hay, vaya uno a saber, igual, eso no es lo
importante ahora. Estuvimos en la sala de espera cua-
renta minutos y ahí yo observé que varias de las mujeres
estaban embarazadas y Moshi agarró su pequeña Biblia
y no despegaba los ojos de ella y yo creo que para no
distraerse porque había algunas muy lindas y voluptuo-
sas, incluso con los pechos que sobresalían de la remera
e incluso del corpiño. La doctora Venturini salió de su
consultorio y dijo mi nombre en voz alta y yo me paré,
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confieso que con una bola de nervios en el estómago, y


la saludé con un beso y Moshi le dijo hola, pero se ve
que ella ya sabía que él no la iba a saludar, quiero decir,
que no le iba a dar la mano, y ni se mosqueó. Nos hizo
sentar en su escritorio y nos empezó a hacer preguntas.
Que hace cuánto estábamos casados, que si yo me había
hecho estudios previos, y ahí fue que saqué de mi cartera
todos los análisis que me había hecho y los revisó y dijo
estás perfecta, estás perfecta, y eso me ponía contenta,
pero me daba miedo tener que decir por qué era que no
podía quedar embarazada, pero no hizo falta. Era como
si la doctora ya nos conociera. Moshi no abrió la boca en
toda la consulta, miraba para abajo y solo levantó la vista
cuando La Maga dijo:
  —Bueno, vamos a comenzar el tratamiento. Por tres
meses no pueden tener relaciones sexuales, está termi-
nantemente prohibido.
  Y me dijo que me esperaba la semana siguiente a mí
sola, que ya no necesitaría la presencia de Moshi, y para
finalizar dijo:
  —Les aseguro que en cuatro meses vamos a estar vien-
do la primera ecografía.
  Y yo estaba tan feliz porque no íbamos a tener ni que
intentarlo y la bola de nervios se me fue y yo pensaba
para mis adentros cómo sucedería lo de tener un hijo sin
relaciones carnales y ahí es cuando yo también pensaba
otra cosa para mis adentros, que era que quizás sucede-
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ría por un milagro de Di*s. Y cuando salimos del con-


sultorio Moshi dijo que la doctora Venturini no le había
gustado nada porque no dio explicación alguna y yo le
dije que por qué no le preguntó en el momento y él dijo
que se iba a poner más nervioso, entonces, decidimos no
hablar más del tema.
  A la semana siguiente llegué sola media hora antes del
turno de lo entusiasmada que estaba, pero cuando me
senté en el escritorio de la doctora Venturini y me dijo
cómo empezaríamos el tratamiento confieso que quedé
helada de solo escucharla. Las indicaciones fueron claras
y me las acuerdo de memoria. Cuando saliera del con-
sultorio tenía que ir a una verdulería, aclaró que cual-
quiera, que no había preferencia ni por una ni por otra.
Una vez allí debía yo elegir una zanahoria o un pepino lo
más finito posible, podía escoger el que más me gustara.
Cuando tuviera las verduras conmigo y llegara a mi casa
me tenía que encerrar una vez por día en el baño. Y acá
aclaró que tenía que hacerlo cuando en mi casa no hubie-
ra nadie, esto es, cuando no estuviera Moshi. Entonces
una vez yo encerrada sola en el baño de mi casa debía
sentarme en el inodoro, con las piernas abiertas, y debía
colocar la zanahoria o el pepino, esto indistintamente, es
decir, podía ser un día con el pepino, otro con la zanaho-
ria o todas las veces con el pepino o todas las veces con la
zanahoria, daba igual, y con un plástico que me dio ella,
al que denominó preservativo, debía introducírmelo en
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el agujero. La acción debía ser constante: tenía que me-


terlo y sacarlo, meterlo y sacarlo, meterlo y sacarlo por el
tiempo de cinco minutos la primera semana, siete minu-
tos la segunda y la tercera por el tiempo de diez minutos.
Esta acción persistente requería que yo estuviera relajada
y respirara muy profundo. Ah, y por último me dijo que
este sería un secreto entre ella y yo. Ni Moshi ni nadie
podían saberlo. Me dijo, textual, que este tratamiento so-
lo iba a funcionar si yo no decía nada a nadie. También
me advirtió que no me tenía que preocupar si había al-
gún tipo de sangrado, que eso era normal. Y me volvió
a recordar que no podía mantener vínculos carnales con
mi marido y a eso yo le dije que sí sí sí, que eso era lo que
tenía más en claro de todo.
  Apenas salí fui a la verdulería que había a dos cua-
dras del consultorio y me elegí dos pepinos y dos za-
nahorias finitos como me había dicho la doctora y los
metí en la cartera rápidamente para que nadie viera,
aunque no tenía nada de malo comprar dos pepinos
y dos zanahorias, podían ser perfectamente para una
ensalada, así que no me preocupé. También tenía que
pensar dónde iba a esconderlo para que Moshi no se die-
ra cuenta, pero después pensé que, como casi ni entraba
en la cocina, salvo para comer, iba a pensar que esas ver-
duras eran para la cena, entonces, decidí dejarlas en la
heladera, como para despistar. Mientras comíamos me
preguntó cómo me había ido con la doctora Venturini y
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yo le dije que bien, aunque utilicé la mentira piadosa y


dije que me había mandado a realizar nuevos exámenes
y que tenía que volver en tres semanas con los resultados.
  Decidí comenzar el tratamiento al día siguiente. Moshi
se levantaba a las ocho, desayunaba y hacía su rezo. A las
nueve y media salía de casa porque abría la librería a las
diez. Así que apenas cerró la puerta fui corriendo a la
cocina, abrí la heladera, miré el pepino y la zanahoria y
opté por el pepino. Fui al baño y abrí el preservativo. Lo
coloqué sobre el pepino, como me enseñó la doctora. Me
senté en el inodoro, me bajé la bombacha, me incliné para
atrás, abrí las piernas a 45 grados e introduje, despacio, el
pepino en mi agujero. Apoyé el reloj despertador sobre el
bidet y empecé la cuenta regresiva para llegar a los cinco
minutos. El primer intento me dolió y lo saqué rápido. Vi
que el preservativo tenía un poquito de sangre, pero no
me asusté. Recordé que la doctora había dicho que eso
era normal. Así que introduje nuevamente el pepino tres
veces entrando y saliendo, entrando y saliendo, entrando
y saliendo, como me había dicho la doctora. Respiraba
profundo apenas entraba y exhalaba aliviada cuando
salía tal como me había explicado. Cuando se cumplieron
los cinco minutos saqué el preservativo y lo tiré en una
bolsa que escondí. Me limpié con papel higiénico, tiré
la cadena y me subí la bombacha. Dejé el pepino en la
heladera. Al día siguiente, a la misma hora, apenas Moshi
cerró la puerta fui a buscar el pepino y repetí la acción.
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Esta vez el pepino entró y salió siete veces y ya el dolor


era solo una pequeña molestia y no había sangre en el
preservativo y yo me alegré. La segunda semana debía
incrementar el tiempo a siete minutos. Esta vez decidí
utilizar la zanahoria. Empecé a notar que la verdura
entraba y salía de mi agujero con mayor facilidad y
no me dolía casi nada. Quizás el primer ingreso, pero
después ya no sentía ningún tipo de dolor ni molestia.
Tampoco tenía claro si el cambio de pepino a zanahoria
había tenido algún tipo de influencia, entonces, a la
tercera semana, que debía incrementar el tratamiento a
diez minutos, volví a utilizar el pepino y mágicamente
entraba y salía con una fluidez que yo misma quedé
sorprendida. Y ya ni siquiera podía contar la cantidad
de veces que entraba y salía porque había yo adquirido
un ritmo constante que me daban unas ganas bárbaras
de ir a contarle a la doctora Venturini la evolución y los
avances del tratamiento. Y también quería decirle que
esperaba cada día que Moshi cerrara la puerta para ir
corriendo al baño.
  Cuando llegué al consultorio de la doctora y le conté
no hizo más que felicitarme. Me preguntó si me había sa-
lido algún tipo de líquido y yo dije que después del episo-
dio de la sangre a veces me salía un líquido transparente.
Ella me preguntó si me estaba sintiendo cómoda con el
tratamiento y yo no dudé y dije sí sí sí y también dije que
estaba dispuesta a hacerlo durante más tiempo si esto era
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necesario y efectivo para poder quedar embarazada. Y


ella entonces sacó del cajón un elemento de plástico que,
según me explicó, tenía la forma de un miembro, como el
de Moshi. Y me dijo que ahora íbamos a pasar a la segun-
da fase del tratamiento, que ya no iba a tener que utilizar
el pepino o la zanahoria sino este elemento. Y que debía
seguir así, diariamente, y que ahora el tiempo lo podía
regular yo sola, que si quería estar diez minutos y hasta
quince, me dijo, podía sin ningún tipo de problema. En-
tonces guardé el miembro de plástico bien adentro de la
cartera envuelto en una bolsa de tela que me había dado
la doctora y no veía la hora de empezar la segunda etapa
como ella me había dicho. Al día siguiente apenas se fue
Moshi saqué el miembro de la cartera y me encerré en el
baño, y apenas lo introduje sobre el agujero sentí cómo
entraba hasta el final y sin darme cuenta pegué un gri-
to que fue como un jadeo que por suerte nadie escuchó,
porque por algo yo tenía que estar sola en mi casa y ahí
entendí el por qué, aunque la doctora no aclaró el tema
de los gritos, y eso es lo que yo me anoté para preguntarle
la próxima consulta, que sería ya dentro de dos meses. Y
cada día apenas Moshi cerraba la puerta yo me encerraba
en el baño y seguía a rajatabla el tratamiento. Y a medida
que pasaban las semanas el miembro de plástico entraba
y salía con más ritmo, un ritmo que yo había adquiri-
do y que, a veces, debo confesar, me dolía la mano de
tanto moverlo. Y muchas veces al finalizar la secuencia
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salían chorros de líquido transparente que confundí con


pis de la cantidad que salía. Y eso también lo anoté pa-
ra la próxima consulta. Pero en algunos momentos debo
confesar que no podía controlar lo que me producía esta
fase del tratamiento y eso provocó el susto de mi madre
que un día entró para dejarme unas bolsas con verduras
y como tenía las llaves de la casa no tocó ni siquiera el
timbre y yo ni siquiera reparé en esto porque fue justo
en el instante en el que yo estaba en un ritmo muy veloz
casi sin controlar mi mano que se movía sola y mis ojos
estaban cerrados y el miembro de plástico entraba y salía,
entraba y salía, entraba y salía, entraba y salía, casi resba-
lándose dentro de mi agujero, y ahí un grito como aulli-
do salió de mi boca y ahí mi madre empezó a golpear la
puerta y decía Jane, Jane, voy a llamar a una ambulancia,
entonces pude reaccionar y me subí la bombacha, tiré el
miembro de plástico en la bañera y abrí la puerta y le dije
a mi mamá lo primero que me salió que es que tenía pro-
blemas para defecar. Y mi madre se asustó al verme toda
sudada y despeinada y dijo que iba a llamar al médico,
que esto podía ser muy peligroso y yo dije que no, que
no, que no, que ya se iba a pasar, y apenas se fue volví a
buscar el miembro de plástico porque con el golpe temí
que se hubiera roto, pero por suerte estaba enterito y lo
enjuagué y lo guardé en el cajón de mi ropa interior que
tenía bajo llave.
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  Se habían cumplido los tres meses de la segunda fase


del tratamiento y yo estaba muy conforme porque había
hecho a rajatabla lo que me había indicado la doctora. Y
confieso que deseaba que el tratamiento no se terminara
por eso la última semana decidí repetirlo mañana y tarde,
porque quizás eso ayudaba aún más. Pero apenas llegué
al consultorio no aguanté y le confesé esto a la doctora
porque temía que haya sido perjudicial, pero ella sonrió
y me dijo que estaba perfecto, así dijo, textual. Y cuando
le pregunté sobre los gritos que yo no podía controlar
también se sonrió y me dijo que eso era consecuencia de
que había llevado el tratamiento a la perfección, mejor de
lo esperado. Y yo sentía un orgullo por dentro incontro-
lable y quería que Moshi supiera lo buena que era yo en
este tratamiento, pero sabía que no podía decirle ni una
sola palabra de nada, que era un secreto. Ahí la doctora
Venturini dijo que ahora pasaríamos a la tercera fase del
tratamiento y esto era volver a tener relaciones carnales
con mi marido y ahí yo sentí que empezaba a bajarme la
presión, pero ella me explicó que con el tratamiento ad-
quirido hasta ahora y por mi excelente desempeño no iba
a sentir ningún tipo de dolor como el de antes. Me dijo
que, cuando Moshi metiera su miembro en mi agujero,
yo pensara en el de plástico y que también imaginara que
estaba sola en el baño. Yo le pregunté si era necesario que
fuera todos los días esta tercera fase, al igual que las an-
teriores, y me dijo que no. Que una vez que a mí se me
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fuera el período menstrual con hacerlo dos veces por se-


mana era suficiente. Y ahí yo me tranquilicé.
  Esa noche en la cena le dije a Moshi que la tercera fase
del tratamiento era que tuviéramos relaciones carnales
y Moshi dijo que eso era lo que Di*s quería. Entonces
cuando terminamos de comer me acosté en la cama, me
saqué la bombacha y cerré los ojos. Me imaginé en mi
baño, relajada, como todas las mañanas durante los úl-
timos tres meses. Moshi se puso encima mío, rezó una
plegaria y, con su mano, agarró su propio miembro de
carne y hueso y lo colocó en la entrada del agujero e hizo
un movimiento para que entrara y yo me imaginé en ese
instante que era el miembro de plástico y también me
imaginé que era yo misma la que con mi mano estaba
controlando el miembro de Moshi que entraba y salía,
entraba y salía, entraba y salía, y esta vez fue Moshi el que
pegó un grito parecido al que yo hacía todas las mañanas
en el baño y ahí fue que yo abrí los ojos de repente y él
sacó rápido su miembro de mi agujero y yo chorreé un
líquido que hasta entonces no había visto y quise llamar a
la doctora Venturini porque ella siempre me decía que si
yo necesitaba algo la podía llamar en cualquier momento
y sentí que ese era el momento porque hasta entonces yo
no había visto ese líquido que no era el mismo que me
salía a mí. Y marqué el número mientras Moshi estaba en
el baño y en voz baja le expliqué la situación y la doctora
no solo me tranquilizó sino que me dijo que había empe-
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zado la tercera fase del tratamiento de manera perfecta,


esa fue la palabra que utilizó. Me preguntó si me había
dolido y yo le confesé que absolutamente nada, que era
igual al miembro de plástico, y ahí tuve que cortar por-
que Moshi tiró la cadena, abrió la puerta y se acostó en
su cama. Este episodio se volvió a repetir cuatro veces,
es decir, una vez por semana durante el mes que duraba
esta tercera fase y debía volver a ver a la doctora. Y debo
confesar que durante todo ese mes, si bien no me dolía
cuando Moshi introducía su miembro de carne y hueso,
lo que más extrañaba era el de plástico y a veces lo saca-
ba del cajón y me lo quedaba mirando y me tentaba con
retroceder de fase, es decir, volver a encerrarme todas las
mañanas en el baño, pero ahí volvía a entrar en razón y
entendía que el motivo principal del tratamiento era no
separarme de Moshi y tener un hijo.
  Y cuando se cumplió un mes exacto de la tercera fa-
se sentí un dolor en la zona del agujero, como tirante, y
unas náuseas que invadieron mi garganta y tuve que ir
corriendo al baño a devolver todo, y esto se repitió du-
rante algunos días y llegué al consultorio de la doctora
Venturini y me realizó ahí mismo un test y me dijo:
  —Jane, estás embarazada.
  Y yo me alegré muchísimo por el resultado del tra-
tamiento porque sentí que fui constante y disciplinada,
pero también me entristecí en ese mismo momento y la
doctora me dijo que eran normales los cambios de hu-
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mor porque estar embarazada alteraba el cuerpo y yo le


dije que eso podía ser, pero que también quería saber si
mientras estaba embarazada podía adelantar la primera
y segunda fase del nuevo tratamiento para que cuando
quisiera tener al segundo hijo ya tuviera adelantada la
tarea. Y la doctora Venturini se rio y me dijo que me que-
dara tranquila, que la primera fase del tratamiento era de
por vida y que lo podía hacer incluso si no quería quedar
más embarazada, que el miembro de plástico era un re-
galo de ella para mí, que podía utilizarlo cuando quisiera
y en cualquier momento del día. Pero que recuerde que
esto tampoco podía comentárselo a nadie. Entonces la
abracé y le agradecí y recé por ella, por el niño que estaba
gestándose en mi vientre y porque ya no me iba a separar
de Moshi. Y desde ese instante, cada noche, rezo porque
nunca, nunca, nunca se rompa ese secreto que tan bien
supimos guardar eternamente la doctora Venturini y yo.

“La doctora Venturini” fue publicado originalmente en la


antología Divino Tesoro (Mardulce), que reúne los cuentos
ganadores del Premio Cuento de la Bienal Arte Joven Buenos
Aires 2019.

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