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“Los órganos de la Administración del Estado someterán su acción a la Constitución y a las leyes.
Deberán actuar dentro de su competencia y no tendrán más atribuciones que lasque expresamente
les haya conferido el ordenamiento jurídico. Todo abuso o exceso en el ejercicio de sus potestades
dará lugar a las acciones y recursos correspondientes” (art. 2).
Ahora bien, la praxis nacional entiende recurrentemente que el principio se contiene en dos
preceptos de la Constitución, que se citan como si constituyeran una unidad: los artículos 6 y 7. Tal
vez los contornos del principio se aprehendan mejor con una presentación racional de los aspectos
singulares que lo integran. En ámbitos cruciales la administración sigue estando sujeta a la
observancia de leyes consideradas en sentido formal (párrafo 1), sin perjuicio de que en sus
actuaciones corrientes deba proceder conforme a criterios de regularidad jurídica (párrafo 2), en cuyo
contexto la legalidad se identifica con el sistema jurídico en su conjunto (párrafo 3).
La Constitución exige la intervención de la ley formal para múltiples materias, por lo común
vinculadas con la regulación de los derechos fundamentales y con la configuración del aparato del
Estado. En lo que aquí interesa, las reservas de ley más significativas para el derecho administrativo
general son laque concierne a la organización administrativa (a) y el funcionamiento de la
administración (b).
A propósito de las leyes de iniciativa exclusiva del Presidente de la República, la Constitución (art. 65,
inc. 4, N° 2) prevé:
De la regla se sigue que la creación de instituciones administrativas sólo puede efectuarse por ley
formal (que, además, debe tener origen en una iniciativa presidencial); sólo el legislador, o a fortiori
el mismo constituyente, puede dar forma la administración. La administración requiere
necesariamente de la ley para adquirir forma orgánica; es una subordinación plena a la ley formal. La
materia se estudia con mayor detalle en el título sobre organización administrativa (cf.§§ 57 y ss.).
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(b) Atribución de potestades.
Según se ha visto, la doctrina chilena ve en esta regla, con razón, el reconocimiento del principio de
legalidad en la atribución de potestades públicas, de modo que los órganos del Estado no tienen más
autoridad que la que les entrega el ordenamiento al que están subordinados. Aquí interesa remarcar
la reserva de ley (i.e., la necesidad de una ley formal) en la configuración de las potestades públicas.
La Constitución refuerza esta exigencia mediante el uso del adverbio “expresamente”. No sólo se
requiere una atribución por norma de jerarquía legal, sino que se la conciba en términos formales y
explícitos. Con esta formulación la Constitución parece rechazar el recurso a las potestades implícitas
en el derecho público chileno, lo cual importa un criterio muy estricto.
Por cierto, una pregunta de singular relevancia concierne aquello que se debe entender por
“potestad” (o “autoridad o derechos”) en el contexto estrictamente formal del precepto en análisis.
A propósito de la teoría del acto administrativo, la doctrina ha desarrollado una acabada taxonomía
de los elementos que integran el ejercicio de las potestades públicas, y que debe tenerse en cuenta
para estos propósitos. Al parecer, en toda potestad hay dos elementos estrictamente indispensables:
el objeto del acto, que se refiere al tipo de decisiones que se puede adoptar (otorgamiento de
beneficios, imposición de sanciones, elaboración de reglas, etc.) y la competencia, es decir, la
identificación del órgano encargado de ejercer la potestad. Es más dudoso que la regulación
mediante ley formal deba ser exhaustiva con respecto a los demás aspectos. En cuanto a las formas o
el procedimiento, la Constitución se conforma con que la ley establezca las bases sobre la materia y
no una regulación acabada (art. 63, N° 18); por lo demás, esas bases ya están definidas por la LBPA,
que opera con alcance supletorio respecto de la generalidad de los procedimientos administrativos.
Con relación a los motivos, es bastante usual que los textos legales configuren potestades sobre la
base de conceptos jurídicos indeterminados, cuya particularidad es reconocer a la administración un
cierto margen de apreciación. Por último, la finalidad de la potestad pública, que también es un
requisito que la integra, suele no ser definido por la ley sino desprenderse de ella mediante un
ejercicio interpretativo.
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(a) regularidad de los actos administrativos.
“Los órganos del Estado actúan válidamente previa investidura regular de sus integrantes, dentro de
su competencia y en la forma que prescriba la ley. Ninguna magistratura, ninguna persona ni grupo
de personas pueden atribuirse ni aún a pretexto de circunstancias extraordinarias, otra autoridad o
derechos que los que expresamente se le hayan conferido en virtud de la Constitución o las leyes.
Todo acto en contravención a este artículo es nulo y originará las responsabilidades y sanciones que
la ley señale”.
Una lectura literal de los preceptos transcritos pone en evidencia el marcado carácter técnico
jurídico de los conceptos ahí empleados. Los textos sugieren quela administración (y los demás
poderes públicos) deben respetar un cumulo variable de exigencias para que sus actuaciones se
consideren válidas, so pena de incurrir en nulidad. Salta a la vista la conexión entre la validez,
referida en el primer inciso, y la nulidad, mencionada en el último.
En cuanto a los requisitos de regularidad jurídica de las actuaciones, la Constitución enumera, esta
vez sin ningún rigor técnico: investidura regular, competencia y formas.
Por su parte, “la forma que prescriba la ley” envuelve requisitos tanto instrumentales como
procedimentales. En cualquier caso, a la vista del principio de “no formalización” de los
procedimientos administrativos (LBPA, art. 13) la densidad de este requisito como necesariamente
invalidante es más que dudosa. Esta rápida lectura del inciso 1 aconseja, más bien, desconfiar de la
literalidad del precepto.
Sobre todo, el inciso 1 se refiere únicamente a requisitos de índole formal de los actos
administrativos, aquellos que la doctrina francesa considera de “regularidad externa”, y cuya
singularidad está dada por su débil incidencia anulatoria. Una decisión ilegal por incompetencia o por
vicio de forma puede ser adoptada de nuevo, en los mismos términos, pero esta vez con plena
eficacia jurídica, por la autoridad que correspondía o mediando las formalidades inicialmente
omitidas. Para que la regularidad se entienda también referida al contenido mismo de la decisión o a
su justificación legal, es decir, a su “regularidad interna” habría que remitirse más bien al inciso 2; en
buenas cuentas, hay que entender que al hablar de “autoridad o derechos” de los órganos públicos
la Constitución se está refiriendo a todos los elementos nucleares de la potestad pública.
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En este sentido, es elocuente que la fórmula jurisprudencial empleada para referirse a las causas que
justifican la nulidad de derecho público de un acto administrativo rebase el marco de lo previsto en
el inciso 1, y comprenda “la ausencia de investidura regular del órgano respectivo, la incompetencia
de éste, la inexistencia de motivo legal o motivo invocado, la existencia de vicios de forma y
procedimiento en la generación del acto, la violación de la ley de fondo atingente a la materia y la
desviación de poder” (últimamente, Corte Suprema, 27 de diciembre de 2017, Astaburuaga Suárez c/
Fisco, Rol 82.459-2016).
Conviene tener aquí presente que la Constitución lleva al extremo la exigencia de regularidad
jurídica, relativamente al ejercicio legal de las potestades administrativas. Tal como indica el inciso
2, tal exigencia rige en todo caso, incluso frente a “circunstancias extraordinarias” o excepcionales.
La consagración del principio de legalidad impone así al legislador la necesidad de prever reglas tanto
para situaciones normales como para hipótesis excepcionales, pues de otro modo la administración
podría incurrir en actuaciones jurídicamente ineficaces. Ni las circunstancias excepcionales ni la
urgencia hacen ceder el vigor de este principio. Posiblemente es esta razón la que explica el
entusiasmo con que algunos conciben esta regla, como la “regla de oro” del derecho público chileno
(Soto Kloss) o “el más cardinal de los principios” de este ámbito del derecho (TC, 26 de marzode
2007, Inconstitucionalidad del artículo 116 del Código Tributario, Rol 681-2007). Con todo, se trata
ésta de una concepción muy rigurosa de la legalidad; sobre este punto el derecho comparado
también ofrece modelos alternativos, menos rígidos.
Esta revisión sugiere que, en orden a recoger la evolución actual del derecho administrativo chileno,
el artículo 7 debiera ser objeto de una reforma vigorosa. Con pocas variantes, el texto ha integrado
las constituciones chilenas desde 1833; es posible que su importancia sea más histórica (y, por eso,
simbólica) que genuinamente jurídica. Tal vez una manera inteligente de salvar su contenido sea
entenderlo como el establecimiento de una garantía institucional: un mandato dirigido al legislador
para que articule un régimen de sanciones de ineficacia de las decisiones irregulares. Pero es muy
poco más lo que se puede decir por la Constitución en esta materia, sin congelar (con consecuencias
potencialmente graves) la evolución del derecho positivo.
Las operaciones puramente materiales escapan, evidentemente, al ámbito de aplicación del artículo
7 (porque no son susceptibles de la calificación de válidas o nulas). Por supuesto, de aquí no se sigue
que estas operaciones estén exentas de la legalidad. La exigencia de regularidad de estas
operaciones podía extraerse extensivamente de otros preceptos, en particular de aquel que opera
como norma general de sometimiento de los órganos públicos al ordenamiento. En lo pertinente, el
artículo 6 de la Constitución dispone, en su inciso 1:
“Los órganos del Estado deben someter su acción a la Constitución y a las normas dictadas conforme
a ella […]”.
Ahora bien, por lo mismo que los actos materiales no son ejercicio de poderes jurídicos, su
materialización no parece quedar subordinada al derecho del mismo modo que los actos jurídicos.
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Sin duda, existen límites a respetar, provenientes de la consideración de los derechos fundamentales
o de exigencias legales diversas; pero como ha advertido Santamaría Pastor a propósito de las
actividades prestacionales de la administración, es razonable pensar que en este campo el principio
de legalidad opere conforme a un modelo de vinculación negativa (esto es, prescribiendo límites más
que condiciones al ejercicio de la actuación de la administración).
“Las Tesorerías del Estado no podrán efectuar ningún pago sino en virtud de un decreto o resolución
expedido por autoridad competente, en que se exprese la ley o la parte del presupuesto que autorice
aquel gasto. Los pagos se efectuarán considerando, además, el orden cronológico establecido en ella
y previa refrendación presupuestaria del documento que ordene el pago”.
Más allá de las condiciones formales para su eficacia, el precepto da cuenta de la necesidad de
previsiones legales en relación con el gasto público. Aunque alguna flexibilidad se reconoce al
gobierno en esta materia en casos extremos (Constitución, art. 32, N° 20), para las simples
autoridades administrativas las exigencias son rigurosas. El control de la legalidad del gasto público
por parte de la Contraloría muestra la eficacia del principio en el establecimiento de
responsabilidades administrativas, civiles y penales de los agentes que den mal uso a los recursos
públicos.
“Los órganos del Estado deben someter su acción a la Constitución y a las normas dictadas conforme
a ella, y garantizar el orden institucional de la República. Los preceptos de esta Constitución obligan
tanto a los titulares o integrantes de dichos órganos como a toda persona, institución o grupo. La
infracción de esta norma generará las responsabilidades y sanciones que determine la ley”.
Por una parte, reconoce el carácter jurídicamente obligatorio del sistema normativo en su
conjunto, al que están supeditados ante todo los órganos públicos.
Por otra, prevé que la ordenación de este sistema normativo es presidida por la Constitución.
Por último, contempla consecuencias jurídicas, en forma de responsabilidades y sanciones,
en caso de infringirse alguna de las reglas integrantes del sistema.
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Literalmente, el artículo 6 da a entender que la Constitución tiene carácter de norma jurídicamente
obligatoria, y por eso debe ser respetada. El carácter obligatorio o vinculante es un presupuesto
inherente a toda norma jurídica, aunque ella no lo exprese; dicho de otro modo, expresarlo resulta
superfluo o trivial. Por eso, el principal valor de la norma es simbólico o pedagógico (lo que muestra
que la importancia de la regla es más política que jurídica). Por cierto, este aspecto de la regla tiene
significación histórica, pues las prácticas antiguas no prestaban demasiada atención a la Constitución
(a menudo vista como un acuerdo de caballeros destinado a regir la gestión política en sus grandes
líneas). Se quiso así reafirmar su importancia jurídica y, por lo mismo, práctica. Hoy día la regla es
testimonio de aquella época en que la praxis jurídica y política empezó a tomarse en serio la
Constitución; pero su valor propiamente jurídico es limitado, y si la regla se suprimiera no cambiaría
mucho en el derecho positivo chileno.
También es probable que con esta regla se pretendiera abandonar la práctica de introducir
“disposiciones programáticas” en la Constitución, normas quede facto no eran inmediatamente
aplicables porque requerían de desarrollo por medio de textos normativos subordinados. Al disponer
su obligatoriedad, se sugería a los jueces que podían aplicar directamente la Constitución en los
asuntos litigiosos de que conocieran. De hecho, una buena parte del control judicial de la
administración, tal como fue modelado por la doctrina a partir de los años 1980, operó sobre la base
de esa aplicabilidad inmediata de la Constitución: nulidad de derecho público construida a partir del
artículo 7, responsabilidad del Estado que se pretendía incluida en el artículo 38, recurso de
protección de derechos fundamentales, etc. Sin embargo, las reglas programáticas no han
desaparecido y, mientras la política siga teniendo relevancia, seguirán existiendo, porque es muy
frecuente que los acuerdos políticos se forjen en torno a principios cuya operatividad se prefiere
postergar. Más aún, a despecho de su obligatoriedad inmediata, muchas normas constitucionales
necesitan concreción legislativa para ser operativas (entre otras, las relativas a la descentralización, a
la división político-administrativa del país, al régimen electoral y a muchos derechos fundamentales).
Además, la regla reconoce de modo general la obligatoriedad de toda otra norma jurídica que se
conforme a la Constitución; la regla concierne así a la normatividad del sistema jurídico en su
conjunto. Con todo, desde esta perspectiva, la norma en análisis diluye la especificidad del principio,
pues, así como ocurre con la misma Constitución, la normatividad del sistema jurídico rige no sólo
para el Estado, sino para “toda persona, institución o grupo”. Si se asume que el principio de
legalidad es una marca característica del derecho público, este precepto parece referirse a otra cosa.
El objeto de regulación de la regla está más en la supremacía constitucional que en el principio de
legalidad en sentido estricto.
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Capítulo 3.
Esta concepción es en buena medida fruto de la estructura jerarquizada del ordenamiento jurídico,
en que la ley misma está enmarcada por reglas superiores y es desarrollada por normas de jerarquía
inferior.
Las preguntas que plantea una actuación al margen de las competencias conferidas por ley a un
organismo administrativo no son sustancialmente distintas de las que suscita la violación de reglas o
principios recogidos por normas de jerarquía distinta a la ley. Asimismo, el control de legalidad que
practican los jueces sobre la administración se funda tanto en la ley en sentido formal como en otras
normas de referencia. Esto explica, tal como afirmaba Hauriou, que “en materia de validez o de
invalidez de los actos administrativos particulares, la violación de una regla de origen reglamentario
haya sido considerada como un vicio de igual naturaleza que la violación de una regla de origen
legal”.
Por las razones anteriores, se entiende que la enseñanza del derecho administrativo también se
detenga en estos aspectos generales del sistema jurídico, por lo común concentrados en el capítulo
de las “fuentes” de la disciplina. Esa presentación no puede aspirar a agotar esta materia, que se
explica mejor precisamente desde la teoría del derecho que desde las disciplinas aplicativas (como el
derecho administrativo). En consecuencia, el análisis que sigue debe entenderse condicionado por
esas reservas, y únicamente con la perspectiva de subrayar los problemas más comunes que se
presentan en esta área.
Las explicaciones usuales acerca de las fuentes integrantes del bloque de legalidad realzan el
carácter jerarquizado de sus componentes (Constitución, tratados, ley, reglamento, etc.).
Sin embargo, esta manera de ver olvida que hay cierto tipo de fuentes que es difícil de clasificar
desde una perspectiva jerárquica (párrafo 3).E incluso al interior de las fuentes de origen
autoritativo, las reglas no son homogéneas; desde la perspectiva de los fundamentos y, en parte
también, del régimen jurídico, es relevante distinguir entre la legalidad de origen “externo” (párrafo
1) y la legalidad de origen “interno” a la administración (párrafo 2).
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origen externo, como la Constitución (sección 1) y los tratados internacionales (sección 2), se
imponen a la administración de un modo análogo.
Sección 1. La Constitución.
La administración está sometida ante todo a la Constitución, cúspide del sistema jerarquizado de
normas en derecho interno.
Uno de los rasgos distintivos del derecho contemporáneo reside en la revalorización de “la
Constitución como norma jurídica” (título de un importante artículo de García de Enterría), y su
aplicación concreta por los jueces en casos litigiosos. Sin duda, la consideración de los derechos
fundamentales (reconocidos en preceptos de jerarquía constitucional) no es ajena a este fenómeno.
El fenómeno de constitucionalización del derecho alcanza a todas las disciplinas jurídicas. Por el
objeto sobre el que recae, ese fenómeno es particularmente intenso respecto del derecho
administrativo. En otra parte se han mencionado las numerosas disposiciones constitucionales
explícitamente referidas a la administración, y que configuran su marco normativo más general (v. §
35).
En efecto, aunque las reglas constitucionales pueden definir de modo concreto y preciso
modalidades de actuación de la administración, es usual que contengan únicamente principios
generales, que deban ser desarrollados por reglas jerárquicamente inferiores (típicamente, la ley).
Algunas reglas constitucionales encierran principios tan genéricos que no admiten una única solución
posible (p. ej., aquella que encomienda al legislador proteger la vida del que está por nacer).
También puede referirse el ejemplo más antiguo, pero de continua actualidad, del imperativo
constitucional de descentralización del poder, cuya operatividad siempre pasa por la adopción de
normas legales.
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La relación entre la Constitución y las reglas legales que inciden en su radio de acción suscita en el
derecho administrativo problemas típicos, que se relacionan con la prevalencia de la Constitución
sobre la ley y los mecanismos formales que permiten materializarla
En principio, la administración está obligada por las reglas constitucionales. Sin embargo, también
lo está respecto de la ley, que puede consagrar reglas más específicamente aplicables al caso
concreto de que se trate.
Cuando la administración ejecuta mandatos legales explícitos puede resultar difícil observar la
Constitución.
Las reflexiones tradicionales en este campo han estado dominadas por la construcción francesa de la
“teoría de la ley pantalla” (théorie de la loi-écran). Conforme a esta teoría, la Constitución integra el
bloque de legalidad y, por tanto, la administración, debe respetarla. Con todo, si el acto
administrativo se ha adoptado directamente en aplicación de una ley, ésta se interpone entre la
Constitución y el acto (produciendo, en sentido figurado, un efecto de “pantalla”, que impide que
irradie la luz de la Constitución). Entonces, para el control de legalidad basta con que el acto se
ajuste a la ley y, luego, el juez no puede chequear su conformidad con la Constitución.
En el derecho francés, ese control fue prácticamente inexistente a todo lo largo de los siglos XIX y XX.
Las competencias iniciales del Consejo Constitucional sólo le permitían llevar a cabo un control
preventivo de constitucionalidad, con el resultado de que una vez votada y promulgada la ley, y en
ausencia de un control represivo o a posteriori, los jueces estaban obligados a darle aplicación, sin
poder censurarla. Ahora bien, los datos procesales franceses han cambiado con la irrupción de la
excepción de inconstitucionalidad de las leyes (question prioritaire de constitutionnalité, en vigencia
recién desde 2008), que guarda analogías con el recurso de inaplicabilidad por inconstitucionalidad
del derecho chileno. Con todo, el control de constitucionalidad así instaurado es concentrado, con lo
cual la teoría de la ley pantalla subsiste en un campo relativamente importante. A fin de cuentas, la
teoría arbitra dos principios contradictorios: por un lado, la coherencia del sistema jurídico, fundado
en la jerarquía de reglas y, por otro, el formalismo en la verificación de esa coherencia, en función de
la seguridad jurídica.
Por cierto, resulta inaceptable concluir que la Constitución no rige como norma jurídica. Pero si en
un caso concreto el Tribunal Constitucional ha descartado la inconstitucionalidad de una ley o
simplemente no ha llegado a pronunciarse sobre ella, no puede tenerse esa regla por
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inconstitucional. Los tribunales, que conforme a la tradición procesal están obligados a aplicar la ley,
no pueden prescindir de una regla cuya inconstitucionalidad no se ha reconocido mediante los
canales formales que el derecho instituye al efecto.
Algunos autores contrarios a la teoría de la ley pantalla refieren como precedente, en apoyo de su
planteamiento, el caso del Reglamento de acceso a las playas, resuelto por el Tribunal Constitucional
en 1996 (sentencia de 2 de diciembre de 1996, Rol245).
Como se sabe, las playas de mar son bienes nacionales de uso público (Código Civil, art. 589). Para
hacer posible ese uso público, el DL 1939, de 1977, que establece normas sobre adquisición,
administración y disposición de bienes del Estado, prevé que “los propietarios de terrenos
colindantes con las playas de mar, ríos o lagos, deberán facilitar gratuitamente el acceso a éstos, para
fines turísticos y de pesca, cuando no existan otras vías o caminos públicos al efecto”; en caso de no
haber acuerdo directo entre los interesados, la vía de acceso será fijada por la autoridad
administrativa (artículo 13,énfasis añadido). En 1996 el gobierno decidió especificar las modalidades
de aplicación de este mecanismo legal por medio de un reglamento, sobre cuya constitucionalidad el
Tribunal Constitucional debió pronunciarse.
El argumento central del fallo, que en definitiva declaró inconstitucional el reglamento, consistía en
que las vías de acceso a las playas importaban una limitación significativa al dominio de los
propietarios riberanos sobre sus predios y, por eso, se sostuvo entonces, su apertura no podía ser
gratuita. Sin embargo, la gratuidad estaba ordenada directamente por la ley (y sigue estándolo). Para
resolver como lo hizo, el Tribunal analizó en forma directa la constitucionalidad del reglamento,
haciendo abstracción de la ley en cuya virtud había sido dictado (y cuyas reglas iban precisamente en
el sentido del reglamento). Sin declarar inconstitucional la ley, que no fue siquiera analizada, el
Tribunal Constitucional declaró inconstitucional el reglamento. Ahora bien, aunque esta solución
parece ir contra la teoría de la ley pantalla (en cuanto el fallo prescinde de una ley vigente), se
justifica única y exclusivamente por las peculiaridades del tribunal competente en el caso, cuya
misión es justamente velar por la aplicación de la Constitución por encima de otras reglas. No
parecería legítimo que este proceder se repita por parte de tribunales ordinarios. }
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que desde 1925 y hasta entonces se habían confiado a la Corte Suprema para conocer de los recursos
de inaplicabilidad por inconstitucionalidad de las leyes (control represivo o a posteriori). Las
modalidades del control represivo de constitucionalidad se detallan en la misma Constitución
(artículo 93) y en la Ley Orgánica Constitucional del Tribunal Constitucional.
En este modelo de control concentrado los tribunales ordinarios de justicia no pueden prescindir de
la aplicación de una ley, ni aun bajo pretexto de ser ésta inconstitucional, a menos de contar con el
pronunciamiento previo del Tribunal Constitucional en tal sentido. Conforme a un modelo
tradicional, los códigos de procedimiento ordenan a los tribunales aplicar la ley, y el sistema
concentrado de control supone precisamente impedir a los tribunales censurar la ley.
Desde luego, la Corte Suprema no puede declarar una ley inaplicable o prescindir de su aplicación,
porque la reforma constitucional de 2005 tuvo precisamente por objeto despojarla de tal
atribución. A fortiori, tampoco pueden hacerlo los demás tribunales, jerárquicamente inferiores a la
Corte Suprema. Con todo, la misma Constitución ofrece a los jueces la posibilidad de plantear
directamente al Tribunal una cuestión de constitucionalidad relativa a leyes cuya aplicación se discute
ante ellos (artículo 93, inciso 11). En consecuencia, para que un tribunal deje de aplicar una
disposición legal por ser contraria a la Constitución, el camino pasa necesariamente por un
pronunciamiento favorable del Tribunal Constitucional, ya sea requerido por las partes o por el juez
de la causa.
Durante los años 1980 surgió una jurisprudencia (siempre minoritaria)tendiente a reconocer una
especie de control difuso de constitucionalidad de las leyes preconstitucionales. Con arreglo a esta
jurisprudencia, en el marco de la determinación del derecho aplicable en alguna disputa sujeta su
conocimiento–tarea inherente a la función jurisdiccional– cualquier tribunal podía constatarla
contrariedad entre la Constitución y un precepto legal adoptado con anterioridad a su entrada en
vigencia, declarándolo derogado tácitamente. La derogación tácita de las leyes preconstitucionales
se apoya tanto en la posterioridad de la Constitución como en su superioridad jerárquica.
Con todo, algunos tribunales han juzgado que ese sistema sería inconstitucional porque permite que
mediante acto administrativo un propietario raíz sea desposeído en beneficio del mero tenedor. Más
recientemente, la Corte Suprema ha procedido de igual manera con respecto a la ley de extranjería,
en cuanto obliga a los servicios públicos exigir a los extranjeros interesados en procedimientos
administrativos, que acrediten “su residencia legal en el país” (DL1094, de 1975, art. 76).
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La regla había sido invocada por el Servicio del Registro Civil para rehusarse a celebrar el matrimonio
en Chile de inmigrantes ilegales, negativa que se estimó ilegal por fundarse en norma derogada por la
Constitución de 1980 (asumiendo que el reconocimiento de la igualdad ante la ley de las personas es
incompatible con el establecimiento de diferencias que impidan a esos extranjeros casarse).
Con la tesis que promueve la derogación tácita de las leyes preconstitucionales se consigue que los
jueces –ordinarios o especiales, cualquiera sea su posición dentro de la jerarquía judicial– efectúen un
control de constitucionalidad de las leyes. Aunque esta habilitación no sea incondicional, importa
desconocer el sistema del control concentrado y, por eso, defrauda la Constitución. La práctica es
inaceptable y debe ser censurada.
Las reglas de derecho internacional vigentes en derecho interno también integran el bloque de
legalidad y son, por tanto, oponibles a la administración.
En cuanto a su valor, la práctica legal chilena asume que las reglas del derecho internacional
convencional tienen, en el plano interno, al menos una jerarquía igual a la ley. En verdad, la cuestión
no está regulada de manera precisa, pero tal interpretación deriva de las exigencias procesales que
condicionan la aprobación de un tratado, el que “se someterá, en lo pertinente, a los trámites de una
ley” (Constitución, art. 54 N° 1, inc. 1).
Algunos autores opinan que ciertos tratados (de “derechos humanos”) tienen o deben tener un valor
superior a la ley, pero esta tesis está lejos de ser pacífica.
Ni la articulación orgánica de los servicios públicos ni la atribución de potestades públicas puede ser
efectuada por medio de tratados, atendidas las definiciones constitucionales sobre la materia.
En fin, el conocido déficit democrático de los tratados impide asignarles una función equivalente a la
de la ley en la definición de los objetivos sociales y los medios para alcanzarlos.
Sin embargo, varios acuerdos supranacionales imponen deberes específicos a los Estados signatarios,
y no es infrecuente que en los actos de suscripción se identifique a los organismos administrativos
responsables de materializarlos.
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Entre los problemas derivados de las relaciones entre el derecho internacionaly el derecho interno
deben mencionarse dos de especial importancia para el derecho administrativo: el carácter
inmediatamente aplicable de los instrumentos convencionales y el control de la adecuación del
derecho interno al derecho internacional.
Este carácter es particularmente fuerte respecto de los instrumentos que definen el derecho
internacional de los derechos humanos. En estos casos, la observancia del tratado puede requerir la
adopción de normas de derecho interno.
En algún grado, esta dificultad derivada de la consistencia de las reglas internacionales se traduce
en el reconocimiento de tratados autoejecutables y tratados no autoejecutables. Esta distinción
proviene del derecho norteamericano, pero ha sido acogida por la jurisprudencia constitucional
chilena.
Según el Tribunal Constitucional, las primeras son aquellas que por su contenido y precisión son
susceptibles de ser aplicadas en el derecho interno sin más trámite quela aprobación del tratado; las
segundas, en cambio, serían aquellas que para su entrada en vigencia requerirían de alguna
manifestación normativa adicional por parte del Estado suscribiente (TC, 4 de agosto de 2000,
Constitucionalidad del Convenio N° 169, sobre pueblos indígenas y tribales en países independientes -
Rol 309, cons. 48).
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(b) Compatibilidad del derecho interno frente el derecho internacional
Ordenamientos provenientes de distintas tradiciones legales han incorporado entre sus instituciones
un “control de convencionalidad” tendiente a verificar la compatibilidad del derecho interno a la luz
del derecho internacional. Como resultado de este control, disposiciones normativas internas,
como leyes o reglamentos, podrían ser estimadas inconvencionales (esto es, contrarias a una
convención o tratado) y, luego, ineficaces en un caso práctico.
Los riesgos que entraña el control de convencionalidad son similares a los que podría producir un
control difuso de constitucionalidad de leyes. Entre esos riesgos puede mencionarse:
La dispersión de soluciones,
El debilitamiento de la fuerza de la ley, y
El desprestigio de las instituciones democráticas.
Pérdida de certeza jurídica, porque la ley define –mejor que las normas de mayor jerarquía,
pero menor densidad normativa– las expectativas de comportamiento de los distintos
agentes sociales, incluida la administración.
Para la autoridad administrativa, las técnicas oblicuas de control de la ley suponen volver a la
incerteza. ¿Cuándo la autoridad está segura de actuar conforme a derecho? Si los controles siguen
siendo ex-post (materializados por la intervención del juez), la solución siempre llega tarde. Por eso,
conviene guardar extrema reticencia frente la técnica del control de convencionalidad.
El control de convencionalidad reposa en la idea de que la eficacia de las leyes está condicionada por
los tratados, en razón de su jerarquía normativa.
Ese argumento carece de sustento textual explícito en el derecho chileno, según se ha expresado.
Tal vez podría construírselo sobre la base de cierta intangibilidad de los tratados frente a la ley,
derivada de su carácter bilateral, que los hace inmodificables (unilateralmente) por el legislador
nacional.
Algunos invocarán también en favor de la idea el principio pacta sunt servanda, en cuya virtud “todo
tratado en vigor obliga a las partes y debe ser cumplido por ellas de buena fe” ( Convención de Viena
sobre el derecho de los tratados, art. 26).
Ahora bien, asumir que todo tratado internacional tiene aptitud para provocar la derogación del
derecho positivo interno implica asignarle per se carácter autoejecutable, lo que también está lejos
de ser pacífico.
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Sección 3. La ley
Las reglas legales propiamente tales son fuente primaria del bloque de legalidad. Por eso, son
directa y ordinariamente aplicables a los asuntos administrativos y su observancia por la autoridad
pública es obligada.
Estas cuestiones ya se han analizado más atrás .El régimen jurídico de la ley opera como modelo
respecto del estatuto de las normas en general.
Esas razones justifican la parquedad de las explicaciones que siguen, que se concentran en la
tipología de las leyes y su eficacia.
Para lo que aquí interesa, por ley debe entenderse todo precepto de jerarquía o rango legal.
Desde luego, la ley por excelencia es la que surge de la discusión parlamentaria. La misma definición
de ley que entrega el Código Civil la identifica como “manifestación de la voluntad soberana”, esto es,
del Pueblo (artículo 1).
Sin embargo, esa noción formal de ley se complementa con una dimensión material, que en el
régimen constitucional se traduce el reconocimiento de “materias de ley” (Constitución, artículo 63).
La definición de las materias de ley atribuye a la noción de ley un cierto carácter técnico, que la
separa de su soporte formal (y permite entenderla como un tipo de instrumento normativo
jurídicamente idóneo para regular cierto tipo de materias).
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De ahí que cuenten también como leyes otros actos que recaen sobre materias de ley (o ya reguladas
previamente por medio de ley).
Es el caso de los decretos con fuerza de ley, cuyo paradigma son aquellos dictados sobre materias de
ley por el Presidente de la República previa habilitación efectuada por ley parlamentaria
(Constitución, artículo 64).
Es, en seguida, el caso de los textos refundidos, coordinados y sistematizados de leyes, también
contenidos en decretos con fuerza de ley dictados –sin mediar ley habilitante– en ejecución de la
potestad que al efecto la Constitución entrega al gobierno (artículo 64, inciso5). Por último, es
también el caso –más discutible en términos de legitimidad, pero difícilmente controvertible en la
práctica– de los decretos leyes, dictados en períodos de anormalidad política o constitucional (como
la dictadura de Pinochet en el periodo 1973-1981 o, antes, la dictadura de Ibáñez hacia fines de los
años 1920).
Del procedimiento de formación de las leyes se ocupa, con lujo de detalles, el derecho constitucional.
Debe recordarse que, en el régimen chileno vigente, más allá de las etapas que integran este
procedimiento, la aprobación de las leyes puede estar sujeta a la obtención de quórums diferenciados
en razón de la materia. Junto a la ley simple, cuya aprobación requiere de la mayoría de los
parlamentarios presentes en cada cámara, hay que tomar en cuenta las leyes de quórum calificado,
que requieren la mayoría absoluta de los diputados y senadores en ejercicio, y las leyes orgánicas
constitucionales, que debe ser aprobada por cuatro séptimo de los diputados y senadores en
ejercicio.
Este tipo de leyes supramayoritarias suele tener importancia para el derecho administrativo, pues
muchas de las materias en que intervienen se asocian a la configuración del aparato del Estado.
Entre las leyes orgánicas constitucionales más significativas para el derecho administrativo se cuentan
aquellas que definen la organización básica de la administración pública (Constitución, art. 38), así
como las que inciden en la organización y atribuciones o el personal de la Contraloría General de la
República (artículo 99), la Fuerzas Armadas y de Orden y Seguridad Pública (artículo 105), el Banco
Central (artículo 108) o las instituciones del gobierno y administración regionales y comunales
(artículos 110 y siguientes).Por su parte, la ley de quórum calificado tiene gran relevancia en materia
de publicidad y transparencia (artículo 8) y a propósito del régimen del Estado empresario (artículo
19, N° 21).
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En principio, los distintos quórums necesarios para la aprobación de la ley son relevantes para el
derecho constitucional, pero son relativamente indiferentes para la administración: una ley de
quórum calificado es una ley.
Con todo, la antinomia entre una ley supra mayoritaria y una ley simple puede ser problemática y
exigir una definición precisa acerca de su vigencia respectiva, por parte del aplicador del derecho
(administración o juez).
En relación a la manera en que producen sus efectos y deben interpretarse las leyes, los criterios
definidos en el Código Civil también operan como marco de referencia generalmente suficiente para
el derecho administrativo.
El principio en derecho administrativo es la territorialidad de la ley, que es, además, coincidente con
el fuerte carácter político de la disciplina. Las leyes administrativas chilenas se aplican en Chile. Sólo
excepcionalmente sería imaginable que desplegaran sus efectos fuera de las fronteras (como
podría ocurrir con el servicio exterior, a cargo del cuerpo diplomático).
En sentido inverso, el mismo principio explica que el derecho administrativo extranjero no tenga,
prima facie, aplicación en el país. Solo en caso de remisión explícita parecería procedente la
aplicación de estándares administrativos extranjeros.
Para un ejemplo de estas remisiones, la dispuesta en el artículo 11 del Reglamento del Sistema de
Evaluación de Impacto Ambiental, aprobado por DS 40, del Min. Del Medio Ambiente, de 2012; la
regla declara como normas de referencia para los efectos de evaluar si se genera o presentan
determinados riesgos medioambientales, y siguiendo criterios de similitud, las normas de calidad
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ambiental y de emisión vigentes en Alemania, Argentina, Australia, Brasil, Canadá, España, México,
Estados Unidos, Nueva Zelandia, Países Bajos, Italia, Japón, Suecia y Suiza.
La exigencia primaria de la vigencia de las leyes es su publicación (Constitución, artículo 75; Código
Civil, artículo 6).
A la vista de este principio no debiera caber duda de que son inadmisibles las leyes secretas, a pesar
de que la práctica ha conocido algunas de ellas (por ejemplo, la Ley 13.196, de 1958, llamada ley
reservada del cobre, publicada en forma restringida en su minuto, pero que dejó de ser secreta recién
con la Ley 20.977, de 2016).
Las leyes y, en general, los enunciados contenidos en cuerpos normativos, están hechos para durar
indefinidamente en el tiempo. Aunque es cierto que algunas leyes parecen tener fecha de
vencimiento (por ejemplo, la ley de presupuestos década año), esta situación es excepcional. El
principio de perpetuidad de la ley puede leerse como garantía de estabilidad y, luego, de seguridad
jurídica. Sin embargo, en un régimen moderno, el necesario dinamismo del derecho supone que las
leyes pueden ser reemplazadas por otras (derogación, tanto expresa como tácita, Código Civil,
artículos 52 y 53).
El legislador siempre puede derogar la ley antigua, lo cual es funcional al interés general, porque cada
nueva ley se reputa mejor que la anterior. Con todo, en ocasiones la jurisprudencia constitucional (y
en el campo de los reglamentos, la jurisprudencia judicial) ha aplicado un principio de no regresión,
en cuya virtud la ley antigua sólo puede ser derogada para mejorársela, pero no para rebajar
estándares de protección de objetivos valiosos; esta práctica es bien discutible.
La retroactividad de la ley.
El principio es el efecto prospectivo (Código Civil, artículo9) pero, dada la jerarquía simplemente
legal de este criterio, podría adoptarse explícitamente una solución de sentido contrario.
La Constitución, por su parte, no impide la retroactividad de la ley, salvo en materia penal (lo que, a la
luz de experiencias comparadas, no se extiende necesariamente al derecho administrativo
sancionador).
En un pasado relativamente cercano, con más o menos éxito, se ha intentado fundar en el derecho de
propiedad un argumento tendiente a impedir la afectación retroactiva de derechos adquiridos,
definidos en forma bastante difusa; pero la mejor doctrina entiende que no puede haber derechos
adquiridos a la conservación del ordenamiento jurídico. También se ha recurrido a la doctrina de la
protección de la confianza legítima (sin recepción positiva, pero susceptible de construirse como
derivación de la idea más antigua de seguridad jurídica, también sin reconocimiento textual por la
Constitución).
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Esta última doctrina puede proveer de soluciones más aceptables para enfrentar los cambios
normativos, porque no los excluye, aunque aconseje introducir en ellos una cierta gradualidad, a fin
de que se prevean reglas transitorias que facilitenel mejor cumplimiento de las nuevas disposiciones.
La administración también está obligada, con las prevenciones que se dirán, a respetar fuentes que
emanan de ella misma, como los reglamentos (sección1) y los actos administrativos singulares
(sección 2)
En efecto, un principio estructural del sistema jurídico moderno consiste en su dinamismo, esto es, la
posibilidad de evolucionar mediante actos posteriores de idéntica jerarquía y valor: “ las cosas se
deshacen de la misma manera como se hacen” (idea a veces expresada como principio de paralelismo
de las formas). Al igual que ocurre con las leyes, los reglamentos pueden ser derogados por otros, ya
sea para modificarlos o para extinguirlos. Y de modo similar, conforme a este criterio también los
actos administrativos pueden ser dejados sin efecto por otros posteriores. ¿Por qué, entonces, la
administración estaría obligada por los reglamentos y sus demás actos? La observancia por la
administración de las fuentes de origen interno a ella misma parece más bien descansar en un
principio de autolimitación.
Esta breve definición pone en evidencia los dos rasgos más salientes de la noción de reglamento: se
trata de una norma de origen administrativo. Por su incidencia en el derecho administrativo, conviene
revisar rápidamente también la eficacia de los reglamentos y su control.
Su naturaleza es análoga a la ley (lo que, para la doctrina, justifica su inclusión en la categoría de
“ley material”).
Por eso, en algún modo su estatuto corre la suerte de la ley: para efectos de publicación y vigencia,
derogación e interpretación, por ejemplo, el estatuto de la ley contiene un modelo regulativo que es
en buena medida aplicable al reglamento.
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En efecto, la regulación por medio de reglamentos podría desvirtuar las garantías que representa la
ley propiamente tal (al menos, sus garantías procedimentales, al servicio del pluralismo político y la
democracia).
Por eso conviene mantenerlas diferencias entre ambos tipos de instrumentos normativos, por lo
menos en el plano jerárquico: el reglamento está siempre subordinado a la ley y no puede implicar
“legislar por decreto”.
Tal como se ha dicho con anterioridad, una reserva de ley implica un ámbito reservado
exclusivamente a la intervención del legislador. En sí misma, la identificación de las reservas de ley da
cuenta de que las competencias normativas del legislador son limitadas y de que comparte el espacio
de configuración normativa con alguien más (esto es, con la administración dotada de potestad
reglamentaria). Frente al legicentrismo del siglo XIX, bajo este esquema la ley deja de poseer una
competencia general para regir todos los campos en que el legislador decida intervenir. En cambio, su
dominio pasa a ser limitado, y el legislador se ve definir una competencia “de atribución”. En el
derecho positivo, este cambio se materializó en el mecanismo de empoderamiento al legislador,
mediante una reconfiguración de las competencias legislativas bajo la fórmula “sólo son materias de
ley” (Constitución, artículo 63, énfasis añadido). Por eso se dice que, en el esquema constitucional
vigente, el ámbito de intervención del legislador o “dominio legal “es máximo (lo que da cuenta de su
mayor extensión posible). Con todo, la norma de clausura de ese dominio legal máximo permite al
legislador definir “toda norma general y obligatoria que estatuya las bases esenciales de un
ordenamiento jurídico” (Constitución, art. 63 N° 20). Así, el terreno en que el legislador puede incidir
es amplísimo, aunque su profundidad es más o menos limitada: puede participar en cualquier ámbito,
con tal de definir “las bases esenciales” de la materia.
Las reservas de ley son múltiples; sin embargo, la experiencia constitucional en la materia –que ha
conocido una evolución significativa– ha permitido ver que poseen densidad variable, vale decir,
que no todas son igualmente importantes.
El Tribunal Constitucional, sensible a las aspiraciones (más o menos legítimas)de las minorías
parlamentarias, ha logrado distinguir al menos dos categorías de reservas de ley. Llama absolutas a
aquellas que exigen una definición específica, en profundidad, por parte de la ley; relativas, en
cambio, son aquellas reservas de leyes carentes de especificidad, marcadas por fórmulas ambiguas
tales como “conforme a la ley”, que no excluyen una convocatoria al reglamento. Con todo, enlo que
parece ser el último estadio de esta evolución, la jurisprudencia identificados grandes ámbitos en que
se agrupan las reservas de ley, con distinto grado de intensidad. “En la medida que la regulación
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aborde derechos, la convocatoria que hace la ley al reglamento debe ser determinada y específica y la
ley debe abordarlos aspectos esenciales de la regulación, entregando al reglamento los aspectos de
detalles” (TC, 16 de enero de 2013, Proyecto de Ley que crea el Ministerio del Deporte, Rol 2367).
En contraste, las reservas de ley relativas a la organización del aparato del Estado pueden implicar un
grado más significativo de intervención reglamentaria en la definición de las reglas del juego. En el
modelo clásico de distribución de competencias normativas, la tarea del reglamento se limitaba
simplemente a ejecutar la ley, vale decir, a especificar las modalidades de detalle de su ejecución o
materialización. En este sentido el reglamento no puede innovar con respecto a la ley. Sin embargo, la
autoridad reglamentaria dispone de un significativo margen de maniobra en la definición de las
reglas: la potestad reglamentaria es discrecional en un sentido bastante fuerte.
Ahora bien, la redefinición del sistema de fuentes en base a reservas de ley permitió ver el
surgimiento de una especie nueva, distinta del reglamento de ejecución: el reglamento autónomo.
La “autonomía” de esta clase de reglamentos se entiende con relación a la ley: las competencias
normativas de la administración no dependen de la ley (como en el reglamento de ejecución), sino
que las recibe de la Constitución misma. Esta noción, recogida de la experiencia comparada, refleja un
cambio de perspectiva del constituyente respecto del reglamento, valorándolo como instrumento de
adecuación normativa.
En todo ordenamiento resulta delicado determinar las autoridades habilitadas para dictar normas
generales. Para evitar el desorden normativo conviene circunscribir al máximo esta habilitación; sin
embargo, la necesidad de especialización de la normativa justifica su atribución a autoridades
sectoriales. La Constitución reconoce al Presidente de la República una potestad reglamentaria
singularmente importante. El artículo 32 N° 6 prevé: “Son atribuciones especiales del Presidente de la
República: Ejercer la potestad reglamentaria en todas aquellas materias que no sean propias del
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dominio legal, sin perjuicio de la facultad de dictar los demás reglamentos, decretos e instrucciones
que crea convenientes para la ejecución de las leyes”.
Como se ha visto, el campo natural del reglamento es la ejecución de las leyes (reglamento de
ejecución): toda ley puede ser reglamentada por el Presidente, y en este ámbito el reglamento
importa definir los detalles de aplicación de la ley. Sin embargo, la Constitución también consagró una
potestad reglamentaria propia del Presidente, que se ejerce en campos ajenos a la competencia
normativa del legislador (reglamento autónomo, en el sentido de no necesitado de una ley previa); en
este ámbito es el reglamento el que establece las reglas primarias.
Hay varias otras autoridades investidas de potestades normativas análogas a la del Presidente de la
República. La Constitución se las reconoce, por ejemplo, a los gobiernos regionales, las
municipalidades y al Banco Central. Se ha discutido si el legislador (y no sólo el constituyente) podría
conferir este tipo de potestades a otras autoridades.
Hay buenas razones –de eficacia, de especialización, de equilibrio institucional– que pueden justificar
estas atribuciones al margen de las prerrogativas presidenciales.
Es necesario distinguir los reglamentos de las meras instrucciones, directivas o circulares (aunque
desde una perspectiva formal parezca difícil diferenciarlos).
Todo jefe administrativo posee, por su condición de superior jerárquico de su servicio, la potestad de
impartir instrucciones de alcance general a su dependencia; pero, según un entendimiento
compartido en la doctrina, estos actos sólo tienen trascendencia intra administrativa y no configuran
auténticas fuentes normativas. Por desgracia, el legislador no es muy riguroso con la terminología, y a
veces faculta a determinados organismos administrativos a dictar circulares o instrucciones con
eficacia ad extra, es decir, con fuerza vinculante respecto de terceros. Se trata de un tipo anómalo de
normas reglamentarias o, eventualmente, de actos interpretativos de otras normas.
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Intercomunal La Serena-Coquimbo, Rol 153).Tratándose de las potestades normativas de las demás
autoridades, las normas de carácter reglamentario se materializan por medio de resoluciones. El
procedimiento de adopción de los reglamentos no está especificado por laley. La doctrina ha
discutido (sin llegar a acuerdo) que se apliquen a su formación los estándares del procedimiento
administrativo general, contenidos en la LBPA. Con todo, aunque ese texto está concebido más bien
pensando en los actos administrativos de efecto singular, contiene algunas prescripciones aplicables a
los actos de efecto general, que sin duda pueden aplicarse a los reglamentos. Tratándose de algunas
regulaciones de naturaleza económica se ha previsto un “análisis de impacto regulatorio” en forma
previa a su adopción (p. ej., Ley 20.416, que fijanormas especiales para las empresas de menor
tamaño, artículo quinto). Además, para las regulaciones susceptibles de incidir en ámbitos sectoriales
de competencia de distintas autoridades la ley ha instituido mecanismos de coordinación previos
(LBPA, art. 37 bis).Los reglamentos dictados por el Presidente de la República, en cuanto no son
susceptibles de delegación de firma, requieren siempre y necesariamente de la toma de razón por
parte de la Contraloría General de la República, no pudiendo quedar exentos de este trámite (LOCGR,
art. 10, inc. 5). Respecto de los demás actos reglamentarios rigen las normas generales.
En circunstancias que los reglamentos pueden ser dejados sin efecto por la misma autoridad que los
dictó, su observancia no puede sustentarse en la superioridad jerárquica de las reglas, como es típico
del principio de legalidad. Al contrario, suele justificarse en un principio de inderogabilidad singular
de reglamentos, que se expresa en la máxima tu patere legem quam ipse fecisti (padece la ley que tú
mismo hiciste). El principio da cuenta de la sustancia normativa del reglamento, que fija normas
permanentes, y, por tanto, no puede ser modificado por operaciones destinadas simplemente a
reglar de modo puntual y pasajero un asunto concreto. En virtud de este principio, pues, la
administración no puede infringir una norma de jerarquía reglamentaria con ocasión de un acto
administrativo singular (en otras palabras, los actos administrativos singulares deben respetar los
reglamentos vigentes); si la administración está interesada en modificar el criterio reglamentario,
debe previamente modificar el reglamento o introducir alguna excepción en él.
Por cierto, los distintos órganos administrativos deben respetar las competencias normativas de otras
autoridades. Así, por ejemplo, el gobierno central debe ser respetuoso de las competencias
municipales, y adaptarse, en lo que corresponda, a las ordenanzas municipales. Así, una operación de
obras públicas, de competencia del gobierno central, debe ajustarse a los instrumentos (normativos)
de planificación territorial, como los planes reguladores comunales, de competencia municipal. Pero
en esta dimensión, el deber de respetar los actos normativos de otras autoridades arranca de las
leyes que distribuyen competencias entre ellas.
Por su importancia política y jurídica, los reglamentos dictados por el Presidente de la República
están sujetos a controles excepcionales.
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El más antiguo de todos es la toma de razón por la Contraloría, que supone un control de legalidad
previo a la vigencia del reglamento y que, de hecho, puede demorar mucho su eficacia. Además, estos
reglamentos son susceptibles de impugnación ante el Tribunal Constitucional. Este control tiene notas
particulares, que dan cuenta de su marcado carácter político, como catalizador de disputas entre el
ejecutivo y el Congreso, fundamentalmente en lo que concierne el reparto de competencias
normativas entre la ley y el reglamento.
La impugnación sólo puede ser provocada por parlamentarios (y no por particulares) y sólo puede
fundarse en la inconstitucionalidad del reglamento (y no en su mera ilegalidad, materia sobre la cual
el Tribunal es incompetente).Posiblemente a partir de estas singularidades algunos han pretendido
que los reglamentos no serían susceptibles de control jurisdiccional, idea que excepcionalmente
algunos fallos han recogido. Sin embargo, esa idea resulta contraria al principio de la tutela judicial
efectiva y, por eso, debe descartársela. Ninguna razón textual, sustantiva ni procesal, impide el
ejercicio de acciones judiciales encontra de un reglamento, sea presidencial o de autoridades
inferiores y, de hecho, la práctica las acepta de modo mayoritariamente pacífico (para una afirmación
de principio de su impugnabilidad por medio de un recurso de protección, Corte Suprema, 11 de
agosto de 2015, Agencia de Acreditación y Evaluación de Educación Superior S.A. c/ Comisión
Nacional de Acreditación, Rol 6370-2015).
Los actos administrativos singulares no contienen auténticas reglas de derecho, porque carecen de
generalidad y abstracción. En cambio, rigen particularizadamente una situación puntual, definiendo la
posición respectiva de su destinatario y de la administración. Los actos administrativos singulares
también deben ser respetados por la administración, dentro de ciertos límites. Ciertamente, en
principio los actos administrativos podrían ser dejados sin efecto total o parcialmente por actos
posteriores. Al efecto el ordenamiento chileno reconoce dos importantes poderes jurídicos con que la
administración cuenta para hacer progresar el ordenamiento frente a actos antiguos: invalidación y
revocación, ambas especies del género retiro. En términos generales (la materia se analiza con mayor
detalle a propósito de la extinción del acto administrativo — cf. §§ 269 y ss.), la potestad revocatoria
permite a la autoridad volver sobre sus actos antiguos y modificarlos o extinguirlos por simples
consideraciones de oportunidad (o mérito o conveniencia), es decir, por una reevaluación del interés
público que lo justificaba. En cambio, la potestad invalidatoria sólo permite a la administración dejar
sin efecto sus actos ilegales, es decir, se justifica en consideraciones de legalidad. Dado que el
ejercicio de estas potestades podría afectar la estabilidad de las posiciones jurídicas de sus
destinatarios, el derecho adopta ciertos resguardos en beneficio de ellos; así, la revocación no
procede contra actos que hayan conferido o declarado derechos en favor de sus destinatarios, y la
invalidación sólo puede disponerse dentro de un plazo perentorio, que es de dos años contados
desde la entrada en vigencia del acto en cuestión.
Así las cosas, fuera de los casos en que la administración puede retirar sus propios actos, éstos se
imponen obligatoriamente a ella, por razones de seguridad jurídica.
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Párrafo 3. Fuentes difusas de la legalidad
La doctrina explica que el bloque de legalidad está también conformado por grupos de fuentes
menos fácilmente identificables, como los principios generales y la jurisprudencia. La consistencia
propia de estas fuentes es difícil de precisar.(a) la jurisprudencia
La jurisprudencia no tiene un status normativo oficial en la generalidad de las ramas del derecho
chileno. El Código Civil declara abiertamente que “las sentencias judiciales no tienen fuerza
obligatoria sino respecto de las causas en que actualmente se pronunciaren” (art. 3), de modo que
pareciera desconocer ala jurisprudencia su carácter de fuente normativa. Esa aproximación legalista a
la obra de la jurisprudencia influye en el trabajo de los jueces, que normalmente no se sienten
vinculados por decisiones anteriores recaídas sobre la misma materia. Sin duda en algunos ámbitos la
jurisprudencia es suficientemente fuerte como para ver en ella el reconocimiento de una auténtica
regla de derecho, pero en muchos casos no es así.
Bibliografía Referencial.
El estudio de las fuentes del derecho, integrantes de la legalidad, recorre prácticamente la totalidad
de las disciplinas jurídicas, de modo que la enunciación de labibliografía sería extenuante. Con todo,
por el talante teórico de sus autores, debecitarse una colección de ensayos sobre aspectos puntuales
de las distintas fuentes del derecho público, en Eduardo Cordero y Eduardo Aldunate, Estudios sobre
elsistema de fuentes en el derecho chileno (Santiago, Legal Publishing, 2013).
Respecto del tema específico de las potestades, el texto seminal es el de SantiRomano “Poderes,
potestades”, en Fragmentos de un diccionario jurídico (Granada, Comares, 2002), aunque en general
tanto la doctrina italiana como española contienen referencias suficientemente ilustrativas sobre el
punto. El trabajo referido de W. N. Hohfeld es Conceptos jurídicos fundamentales (México,
25
Fontamara,1992). En el derecho los chilenos, una actualización de la noción de potestad pública se
contiene en Christian Rojas, Las potestades administrativas en el derecho chileno. Un estudio
dogmático-jurídico en torno a su configuración, estructura y efectos (Santiago, Legal Publishing,
2014).
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