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A R M A N D O SILVA
Universidad Nacional de Colombia
no pudimos hablar de otra cosa. Nuestra conducta diaria había empezado a girar de
golpe en torno de una ansiedad común. Nos sorprendían los gallos del amanecer tra-
tando de organizar las numerosas casualidades encadenadas que habían hecho posible
el absurdo, y era evidente que no lo hacíamos por un anhelo de esclarecer misterios,
sino porque ninguno de nosotros podíamos seguir viviendo sin saber con exactitud cuál
era el sitio y la misión que le había asignado la fatalidad (126) 1 .
1
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ, Crónica de una muerte anunciada, 1' ed. (Bogotá: Oveja
Negra, 1981). Todas las citas textuales han sido tomadas de esta edición y se identificarán con
el título abreviado y el número de página, entre paréntesis.
Saber y goce en "Crónica de una muerte anunciada" — 21
« CRÓNICA » Y SU LECTOR.
2
Sobre este punto corrijo mi apreciación anterior de Crónica dentro de una atmósfera
anticristiana por creer que se tomaba partido en favor de la transgresión de la ley (de la
virginidad), en discusión que tuve con el escritor Fernando Cruz Kronfly, quien sí sostuvo
el espíritu cristiano de la obra. Ver Trópicos 9 (sep. 1981).
Saber y goce en "Crónica de una muerte anunciada" — 23
el narrador y por tanto el lector debe luchar contra las voces narrativas. No
voy contra una propuesta generativa de lectura en la cual del mismo texto
se sacan todas las conclusiones de posibles comunicaciones inmanentes, pero
puede admitirse que debe fundarse sobre hechos sociales objetivos. Lo que
se diga de la literatura debe ser siempre el producto de una experiencia de
lectura. Así debemos encontrar en el texto esa significación y sentido gene-
rativo, pero en otra instancia podemos situarnos en una relación dialéctica
entre los puntos de vista del texto con aquellos del lector, con sus variables
de concordancia y oposición. De lo contrario, tal experiencia crítica tiende a
construir la experiencia de un texto sin importar su correlación más pulsio-
nal y cultural.
Pero justo en Crónica este desborde del texto hacia su lectura como
efecto de algo real socialmente imaginable, se hace dominante y hasta im-
positivo, pues como bien lo ha visto Eduardo Serrano — seguramente autor
del estudio más completo que desde la narratología se haya hecho sobre esta
novela— la manipulación enunciativa del narrador lleva al lector a hacer-
creer que la víctima era inocente (SERRANO, 75). Tal certeza evidenciada en
la inmanencia narrativa concuerda con el otro programa empírico sobre la
lectura del mismo. El autor citado recuerda la experiencia de una profesora
de literatura en Estados Unidos, quien preguntó a sus alumnos quién sedujo
a Ángela Vicario: todos los catorce estudiantes encuestados coincidieron en
que Santiago Nasar era inocente, colocando en su lugar los más inesperados
culpables, desde el padre Poncio Vicario hasta el padre Amador o Ibrain
Nasar el padre de Santiago o Cristo Bedoya3. Así Serrano concluye, ante tal
dispersión n de listas de posibles autores, que "el discurso de Gabriel-narrador
[así llama al narrador de la misma] está orientado de un lado a hacer-creer
al narratario en la inocencia de Santiago Nasar, y de otro, a desorientarlo
en su búsqueda de una alternativa" (SERRANO, 81), lo cual se encuentra fa-
vorecido por tratarse de un narrador homodiegético, según la terminología
propuesta por Genette, por ser uno que participa como actor en la historia
que relata.
Pero el estudio nos coloca otra disyuntiva. Quizá el narrador sí sabe
(quién fuese el culpable), pero deliberadamente se propone mantener el se-
creto. "Sería ésta su última manipulación", sentencia Serrano. Y hace pre-
sente la hipótesis de Ángel Rama (en "La caza literaria es una altanera
fatalidad") de que "el seductor de Ángela no es otro que el narrador mis-
mo, que se habría valido del hecho de que es él quien dice la última palabra
debido al monopolio discursivo que ejerce para ocultar este hecho" (SERRA-
3
Con excepción de Bedoya es curioso que todos los presuntos culpables nombrados por
los estudiantes se mancharían de perversión por ser padres de la Iglesia o padres sanguíneos
que acceden carnalmente sobre la Vicario.
24 — ARMANDO SILVA
EL ENCUADRE.
Así las cosas, quizá la noción de encuadre nos permita ver mejor o
de otra manera este viaje entre crónica y su novela, entre diégesis y extra-
diégesis simulada de la novela. Si entendemos enunciación con Benveniste
como la acentuación de la relación discursiva con el interlocutor, su relación
de subjetividad, de la relación Yo-Tú, ya sea éste real o imaginado, indivi-
dual o colectivo, podemos agregar algo desde el encuadre. Bleger da una
triple acepción. "Conjunto de constantes dentro de las cuales se da el pro-
ceso; institución dentro de cuyo marco suceden fenómenos llamados com-
portamientos; no-yo o mundo fantasma depositado en el encuadre que
representa una metaconducta" (BLECER, 249). Las constantes que nos evi-
dencia Serrano y Rama aludirían a la primera acepción, aquellas dentro de
las cuales se da el proceso. El mundo fantasma al que se alude en la tercera
definición que cubre la segunda de marco o escenario no propiamente ver-
bal, me interesa ahora desplegarlo. Se trata, como ya dije, de perseguir
aquello que sin ser propiamente descrito como parte de un discurso del
narrador o de sus agentes narrativos, sí está presente en las fisuras, en
desplazamientos adórales, o bien, según la segunda acepción de Bleger, en el
comportamiento de los protagonistas y aun en la institución dentro de la
cual suceden los hechos. Quiere decir que instituciones como la Iglesia
(en este caso la visita del Obispo), comportamientos como el silencio del
pueblo ante su saber de que se iba a cometer un crimen o la suma de las
casualidades increíbles para que nadie dé aviso a Santiago de que lo iban a
matar, o bien la circunstancia de hacerse él mismo invisible, son todos he-
chos que van a formar parte del encuadre; y me permito ir al texto para
sonsacar algunos de ellos y entonces concluir mi hipótesis de lectura.
El ambiente que vive Crónica, en el cual se dicen tan pocas palabras,
como reconoce el mismo Rossi, es definitorio de aquello de donde nace: un
secreto. Quién fue, cómo y cuándo el verdadero autor de una acción que
desencandenó una tragedia, configurándose por tanto el acontecimiento
mítico y social del sacrficio. Así, encuadrar corresponde a lo que está por
debajo y lo que rodea, animando un discurso, para hacerlo ver o expresar
de una manera. El encuadre en últimas atiende a una mitología; y a su
26 — ARMANDO SILVA
ENCUADRE Y SECRETO.
Planteo dos tipos de encuadres que efectúa la novela. Unos están re-
lacionados con los sentidos y por tanto apuntan a enmarcar el ambiente
no-verbal de la novela. Los otros a modo de conclusión de mi hipótesis de
saber perturbado, son aquellos encuadres más de orden epistémico que se
refieren a las estrategias de narración para hacer operar la transformación
del no-saber (o saber perverso) en goce.
T R E S ENCUADRES SENSORIALES.
. . . sentí los dedos ansiosos que me soltaban los botones de la camisa, y sentí el
olor peligroso de la bestia de amor acostada a mis espaldas, y sentí que me hundía
Saber y goce en "Crónica de una muerte anunciada" — 27
en las delicias de las arenas movedizas de su ternura. Pero se detuvo de golpe, tosió
desde muy lejos y se escurrió de mi vida. No puedo, dijo, hueles a él. / No sólo yo.
Todo siguió oliendo a Santiago Nasar aquel día. Los hermanos Vicario lo sintieron en
el calabozo donde los encerró el alcalde. / Por más que me restregaron con jabón y
estropajo no podía quitarme su olor, me dijo Pedro Vicario,
los ofendidos, por caberles un tipo de castración simbólica, son sus propios
hermanos varones. Los varones aceptan de buena gana que su hermana
acceda carnalmente, si ésta pasa y concilia con la ley del padre, quien a
través del matrimonio u otro rito comparable legitima la sexualidad de la
hembra. Por esto lo dicho: los Vicario iban tras su propio pene mientras
descuartizaban a Santiago, quien no tenía que ser él, sino cualquier otro
que pudiese ser reconocido públicamente como hombre que se había llevado
el desfloramiento de su hermana. El cuadro que nos pinta el novelista es
bello y dramático: un acto sexual íntimo de Ángela, del que no se ocupa
la narración para dejarlo en silencio y secreto, y un acto público, éste sí
abierto y jactancioso, en el que los hermanos ofendidos le clavan el cu-
chillo a Santiago una y varias veces, como repitiendo un desfloramiento,
bajo las miradas complacientes de todo un pueblo que mira y digamos que
recuerda lo no visto: el acto sexual que dio origen a un crimen, no de honor
sino de hombría, pues se trataba de recuperar el órgano del macho herido
y, por tanto, el ejercicio de sus virilidades.
El ambiente de la novela gira, pues, alrededor de materia sexual.
Nada hay que represente para el ser humano mayor satisfacción que el or-
gasmo, satisfacción que rebasa todo lo que al hombre, o la mujer, puede ser
dado experimentar, porque en el fondo del orgasmo hay algo: la certeza.
De todas las angustias es la única que realmente se concreta. De ahí que
el orgasmo nos resulte lo más enigmático, lo más cerrado, quizá nunca au-
ténticamente situado. En Crónica no es la historia de un orgasmo pero sí
de su sustituto desplazado: la virginidad y su desfloramiento y su escándalo
y goce público, para así prefigurar la relación como emblema de lo inaca-
bado humano. El deseo de ese amante furtivo de una noche hace que
Ángela lo espere diecisiete años escribiéndole más de dos mil cartas de
amor, razón por la cual "volvió a ser virgen, sólo para él" {Crónica, 122),
volviéndose "loca por él, loca de remate" (121). Aquí locura, de nuevo,
posee no sólo una conontación coloquial, loca de amor, sino otra más refe-
rencial: enloqueció mentalmente. Se encerró y no vivió más que por el
recuerdo de una noche de amor. El secreto invadió su vida y la condujo al
silencio. A nivel social el soporte más satisfactorio de la función del deseo,
su fantasma, se da siempre por parentesco con la institución que enfrenta.
La Iglesia, el chisme, la moral, la madre que lo impide y de donde nace el
último encuadre (localizado) de transferencia actoral. Cuantas más cartas
escribía Ángela a su amante perdido, más calentaba también el rencor que
sentía contra su madre: "Se me revolvían las tripas de solo verla", le cuenta
Ángela a su narrador, "pero no podía verla sin acordarme de él" (122).
La figura de la madre recibe el cuerpo de su amante, pero en su revés del
placer: la punición. Lo que hace que el encuentro con la pena que le in-
Saber y goce en "Crónica de una muerte anunciada" — 29
4
los hechos reales que inspiraron a García Márquez la escritura de Crónica se habían
constituido en una obsesión personal y literaria, y en la época en que la escribió se había
convertido en lector constante de Sófocles y de los trágicos griegos. "El drama presentaba ante
él todos los ingredientes literarios y resortes fatales de una típica tragedia griega" (ELIGIÓ
GARCÍA, 37).
30 — ARMANDO SILVA
OBRAS CITADAS
RAMA, ÁNGEL, "La caza literaria es una altanera fatalidad", (s. f.).
SERRANO, EDUARDO, "La manipulación enunciativa del saber en Crónica de una muerte
anunciada". Tesis de maestría, París, École d'Hautes Études, 1991.
GARCÍA MÁRQUEZ: "LICENCIAS Y RETICENCIAS
DE UN ESTILO" (SOBRE NOTICIA DE UN SECUESTRO)
POR
ROSA BELTRÁN
Universidad Nacional Autónoma de México
delirio de un coronel que espera una carta durante más de quince años en
compañía de su gallo o la relación de los afanes y las técnicas de sobrevi-
vencia de un náufrago; la prostitución de una joven a manos de su desal-
mada abuela o —incluso— los pormenores de un secuestro. Siempre hay
algo de previsible y familiar en cada una de estas obras, un elemento que las
incluye a todas sin excepción de género o matices, en un gran relato. Ese
elemento no es la historia, desde luego, sino aquello que los viejos retóricos
llamaban su "elocución", un cierto germen patógeno con que el lector es-
pera contagiarse a fin de sufrir, en cada lectura, el mismo efecto.
Como en toda enfermedad cuyas causas se desconocen, los síntomas
del contagio del estilo garciamarquiano han sido descritos con metáforas y,
casi siempre, como un padecimiento. El somatizar un efecto, cualquier
efecto, y tratar de explicar los cambios producidos en el organismo a través
de una metáfora no es algo raro en sí mismo. A cierto temblor del cuerpo
producido por la picadura de un mosquito se lo describe como "baile de
San Vito". Pero también, de modo inverso, el deseo y la pasión amorosa
han sido descritos como una fiebre. Así que nada puede extrañar que al
hablar de la reacción que produce la lectura de García Márquez sus críticos
hayan acudido, invariablemente, al vocabulario de las afecciones. Y como
para dar cuenta de una enfermedad cuyo antídoto se desconoce, la alteración
es descrita, vez con vez, desde el mundo de los padecimientos de orden
mágico y esotérico. Salman Rushdie se confiesa "hechizado" y describe el
efecto de su lectura como un "embrujo"; Thomas Pynchon, se muestra
"arrollado" (aunque su condición pragmática también le haga decir que
García Márquez es un escritor que "narra con el rostro tieso cuentos invero-
símiles"). Osvaldo Soriano admite —aunque como él mismo aclara, sabe
que es falso— que la obra de García Márquez "está más allá del bien y el
mal". Sus lectores, dentro y fuera de América Latina, han descrito el efecto
de esta lectura como una "experiencia mágica", e incluso los autores más
racionalistas, como Jorge Edwards, han calificado los efectos de este estilo
como un "encantamiento". "Encantador, en el sentido preciso del adjetivo",
ha dicho Edwards.
Desde que, en términos de Rushdie, se dio "el milagro de la imprenta"
— es decir, desde el momento de la aparición de Cien años de soledad—,
leer a García Márquez dentro y fuera de América Latina ha supuesto la
aventura de atravesar su estilo. Más que a Macondo, a Cartagena de Indias
o la América ignota, el estilo garciamarquiano se ofrece como un viaje al
diáfano esplendor de su prosa; una travesía a las posibilidades del idioma
trastocado en Terra Incógnita. Entre una parada y otra, se ofrecen visitas
guiadas al universo de las utopías de Plinio, Marco Polo y Sherezada con
escalas técnicas en José Eustasio Rivera y el relato de la selva, las crónicas
del descubrimiento de América (donde Graham Greene y Faulkner ofician
"Licencias y reticencias de un estilo" — 33
de su vida: darle muerte al coronel Aureliano Buendía [ . . . ] . Esa tarde subió al cuarto
del dormitorio donde Mercedes hacía la siesta, le comunicó la muerte del coronel, se
acostó a su lado y estuvo 'llorando dos horas'. Poco después, cuando fue a la casa de
Jomí García Ascot y María Luisa Elío, llegó con el semblante lívido, todavía descom-
puesto, y ellos le preguntaron que qué le pasaba, y él les dijo: 'Acabo de matar al coro-
nel Aureliano Buendía' {Proceso, 61).
En vez de los pantalones cortos de todos usaba una trusa de gimnasta. Tenía el
pasamontañas y una camiseta apretada que mostraba el torso perfecto con la medalla
del Divino Niño en el cuello, unos brazos hermosos con un cintillo brasileño en el pulso
para la buena suerte y las manos enormes con las líneas del destino como grabadas a
fuego vivo en las palmas descoloridas. Apenas si cabía en el cuarto, y cada vez que se
movía dejaba a su paso un rastro de desorden (128).
vehículo programado para hacer creer que las cosas son como no son y en
todo caso, que sean como sean están confabuladas con los medios.
Sometidos bajo la presión forzada de un secuestro, los personajes co-
mienzan a comportarse como protagonistas de una película truculenta. La
realidad escapa a su control; el mundo comienza a regirse con las leyes de
las series animadas de la televisión, salvo por un hecho. Los desenlaces aquí
pueden ser catastróficos, mientras que las series de televisión parecen decirle
al televidente que no hay ningún problema, por grande que sea, que no
pueda resolverse en treinta minutos.
Algunos de los momentos más brillantes de la novela, en términos
de la ficción, ocurren cuando los personajes se ven sometidos al mundo de
valores absurdos generado por los medios de comunicación. La realidad se
mezcla con la fantasía de los programas de dibujos animados y lo terrible
se confunde con lo patético.
He aquí una de las escenas a las que me refiero. Esta vez se trata de
la descripción de uno de los secuestrados, el alemán Hero Buss, descrito
físicamente a través del mismo recurso empleado con el "Gorila". Se trata,
nuevamente, del agigantamiento. De Hero Buss, García Márquez nos dice
que era un alemán "como los de las películas de Marlene Dietrich, con
dos metros de alto y uno de ancho, adolescente a los cincuenta años, con un
sentido del humor a prueba de acreedores y un español sofrito en la jerga
caribe de Carmen Santiago, su esposa" (130). Este secuestrado corre, en la
novela, con una suerte ambigua. Va a dar a "una casa donde cada cierto
tiempo llegaba un emisario con las alforjas llenas de billetes para los gastos",
pero cuyos dueños estaban siempre en apuros porque "se apresuraban a gas-
tarse todo en parrandas y chucherías, y en pocos días no les quedaba ni con
qué comer. Los fines de semana hacían fiestas y comilonas de hermanos,
primos y amigos íntimos. Los niños se tomaban la casa". La primera vez
que ven al secuestrado, los dueños de la casa donde estará encerrado tienen
una actitud equívoca. "El primer día se emocionaron al reconocer al gigante
alemán que trataban como a un artista de telenovela, de tanto haberlo visto
en la televisión. No menos de treinta personas ajenas al secuestro le pidie-
ron fotos y autógrafos, comieron y hasta bailaron con él a cara descubierta
en aquella casa de locos donde vivió hasta el final del cautiverio" (131).
Como si la confusión de papeles entre secuestradores y secuestrados
fuera poca, la secuencia culmina con una puntada genial. El secuestrado se
ve en la necesidad de prestarles dinero a sus propios guardianes, porque
las deudas acumuladas en aquellas parrandas de ordago hicieron que los
dueños de la casa se vieran forzados a empeñar el televisor, el betamax, el
tocadiscos y lo que fuera, para alimentar al secuestrado. Que luego empe-
ñaran las joyas de la mujer, que fueron desapareciendo del cuello, de los
brazos y las orejas, hasta que no le quedó una encima. Y que por último,
40 — ROSA BELTRÁN
una madrugada "el secuestrador despertara a Hero Buss para que le pres-
tara dinero, porque los dolores de parto de la esposa lo habían sorprendido
sin dinero para pagar el hospital. Hero Buss le prestó sus últimos cincuenta
mil pesos". (131).
La última vuelta de tuerca es un final verosímil en términos literarios
pero muy poco convincente como solución narrativa o como el final de un
reportaje. La entrega de Pablo Escobar, el inatrapable que se ha dejado
atrapar por una debilidad amorosa (por hablar con su hijo más de la
cuenta) es un buen desenlace de una novela y además puede leerse como
reportaje puesto que, dicen los colombianos, es "la pura verdad": el típico
ejemplo donde la realidad supera la ficción. Pero algo hay en las páginas
que anteceden a la captura de Escobar que no convence. El efecto hechizante
del estilo garciamarquiano del que hablaban Rushdie y Kundera y tantos
otros no es el que provoca el mago al pronunciar el conjuro. Es, aquí, más
bien, la parálisis y el pasmo a que obliga el encantador de serpientes.
Mientras el climax de la novela se alcanza en apenas una y media páginas,
García Márquez ha empleado más de veinte para justificar la participación
de Gaviria y de Villamizar (es decir, la participación del poder) en este
coito. Hay demasiada gimnasia verbal, demasiado esfuerzo. Hay una oscura
voluntad para complacer: hay gemidos y suspiros estudiados, como los de la
cortesana experta y solícita con el que paga, al que se pretende escamotear
su condición natural de contrincante. Junto al espléndido remate de la fuga
simultánea de Pablo Escobar y su inmediata recaptura, escondida tras la
emoción del lector que se siente, qué raro, conmovido por la caída de Pablo
Escobar, este villano, este Robin Hood y este Vautrin, este Jorobado de
Notre Dame y este fantasma de la ópera moderno, este reprobo social, este
marginado, este monstruo que potencia y encarna los límites de una socie-
dad en decadencia, junto a la emoción de esta caída, digo, se oculta el
germen de una pequeña traición. El lector, que ha dado todo lo que es capaz
de dar un amante rendido a la lectura del libro más reciente de su amado
autor no puede decir que no haya gozado con la experiencia. Y sin embargo
hay una nostalgia extraña. No la mueca feliz y tranquilizadora de quien
obliga al mundo a ordenarse hacia el fin de fiesta. No la maestría de la
ejecución, sino la certeza de que el deber del escritor es hablar de la condi-
ción humana a través del estilo y no buscar el estilo para esconderse de la
condición humana. No la sonrisa encantadora de la Gioconda sino la cáus-
tica, perturbadora y menos consecuente sonrisa de Erasmo.
EL JUDÍO ERRANTE EN CIEN AÑOS DE SOLEDAD
POR
SULTANA W A H N Ó N
Universidad de Granada (España)
La figura real imaginaria del Judío Errante en las calles de Macondo, donde es
visto por el padre Antonio Isabel y luego cazado como un animal dañino no es un
"milagro" sino un prodigio de tipo mítico-legendario: el Judío Errante tiene que ver
más con una tradición literaria que con una creencia religiosa, y constituye una apro-
piación por esta realidad ficticia de un elemento que pertenece a otras, en este caso a
una realidad mítico-legendaria presente en diversas culturas y que ha alimentado varias
literaturas (VARGAS LLOSA, 1971: 534).
1
En la entrevista que concedió a Plinio Apuleyo Mendoza, García Márquez se refiere
a esta plural identidad latinoamericana en los siguientes términos: "En América Latina se
nos ha enseñado que somos españoles. Es cierto, en parte, porque el elemento español forma
parte de nuestra propia personalidad cultural y no puede negarse. Pero en aquel viaje a
Angola descubrí que también éramos africanos, o mejor, que éramos mestizos. Que nuestra
cultura era mestiza, se enriquecía con diversos aportes" (v. MENDOZA, 1982: 54).
2
Del padre Antonio Isabel y de la lluvia de pájaros muertos se habla también en ha
mala hora, aunque en esta ocasión García Márquez no juega con el motivo del Judío Errante
(v. GARCÍA MÁRQUEZ, 1962: 33).
3
Durante la Edad Media, y sobre todo a partir del siglo xiv y la gran peste negra de
1347, el Occidente cristiano medieval atribuyó muchas veces a los judíos la responsabilidad
de las pestes y de las otras calamidades naturales que diezmaban a la población: lo que
ocasionó las primeras grandes matanzas de judíos en la Europa medieval (v. POLIAKOV,
1955: 107-113).
44 — SULTANA WAHNÓN
Quiere esto decir, en primer lugar, que cuando García Márquez está
esbozando en los años cincuenta lo que sería después el fabuloso mundo de
Macondo y la no menos fabulosa historia de los Buendía, el episodio que lo
obsesiona (a él como al párroco) es justamente ése que en la novela asocia
a Rebeca Buendía y la misteriosa muerte de su marido, "el único misterio
que nunca se esclareció en Macondo" (C.A.S., 235), con el motivo del paso
del Judío Errante y la muerte de ios pájaros a causa del intenso calor.
En el cuento hay ya también algunas cosas misteriosas, hechos que
resultan inexplicables a la sola luz de lo que se narra literal y explícita-
mente en él. Por ejemplo, la relación de mutua desconfianza entre la viuda
de José Arcadio y el párroco, a la que se alude en más de una ocasión a lo
largo del relato, llegándose incluso a hablar de "terror" para definirla.
Rebeca siente, en efecto, verdadero terror en presencia del párroco, tal como
se afirma en el siguiente pasaje: "Cuando la señora Rebeca irrumpió de
nuevo en la sala vio al padre Antonio Isabel, sentado en el mecedor y con
ese aire de nebulosidad que a ella le producía terror" (GARCÍA MÁRQUEZ,
1954: 147). En lo que al párroco respecta, no es terror sino disgusto lo que
le inspira la viuda a la que él imagina concupiscente, enigmática y cruel:
. . . la verdad era que el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del
Altar no se sentía bien en esa casa, cuyo único habitante no había dado muestras de
piedad y sólo se confesaba una vez al año, pero respondiendo con evasivas cuando él
trataba de concretarla acerca de la oscura muerte de su esposo (págs. 146-147).
La viuda sintió que se le crispaba la piel. Un tropel de revueltas ideas entre las
cuales no podía diferenciar sus alambreras rotas, el calor, los pájaros muertos y la peste,
pasó por su cabeza al escuchar esas palabras que no recordaba desde las tardes de su
infancia remota: "El Judío Errante". Y entonces comenzó a moverse, lívida, helada,
hacia donde Argénida la contemplaba con la boca abierta.
— Es verdad — dijo, con una voz que le subió de las entrañas —. Ahora me
explico por qué se están muriendo los pájaros.
Impulsada por el terror, se tocó con una negra mantilla bordada y atravesó como
una exhalación el largo corredor y la sala recargada de objetos decorativos y la puerta
de la calle y las dos cuadras que la separaban de la Iglesia... (pág. 159).
. . .Os juro que lo vi. Os juro que se atravesó en mi camino esta madrugada,
cuando regresaba de administrar los santos óleos a la mujer de Jonás, el carpintero.
Os juro que tenía el rostro embetunado con la maldición del Señor y que dejaba a su
paso una huella de ceniza ardiente (pág. 159).
Salió a la calle en una ocasión, ya muy vieja, con unos zapatos color de plata
antigua y un sombrero de flores minúsculas, por la época en que pasó por el pueblo el
Judío Errante y provocó un calor tan intenso que los pájaros rompían las alambreras
de las ventanas para morir en los dormitorios (C.A.S., pág. 237).
que lleva a la población de Macondo a dar por cierta la fabulación del cura:
"quienes fueron a verlas no pusieron en duda la existencia de una criatura
espantosa semejante a la descrita por el párroco, y se asociaron para montar
trampas en sus patios" (págs, 472-473).
Tras la captura, el Judío Errante es nuevamente descrito en la novela,
aunque ahora no por el cura sino por el narrador. A muchos críticos esta
nueva descripción del monstruo les ha recordado, correctamente, la que el
autor anónimo del Amadís de Gaula —otra de las novelas preferidas de
García Márquez (v. MENDOZA, 1982: 49) — hizo en su día del Endriago,
la bestia del infierno con la que, en uno de los más famosos capítulos de esta
novela de caballerías, lucha el Caballero de la Verde Espada hasta darle
muerte. Olga Carreras, por ejemplo, ha subrayado en su libro El mundo de
Macondo en la obra de Gabriel García Márquez las semejanzas entre el
monstruo judío de Cien años de soledad y el Endriago del Amadís de Gaula,
en las que también aquí se va a insistir dentro de un momento. Pero, como
casi toda la crítica de García Márquez, esta autora no extrae ninguna con-
secuencia de su labor comparativa: para Carreras, como para Vargas Llosa,
el hecho de que García Márquez se haya servido de la descripción de una
bestia de la literatura medieval para describir a su extraño y anacrónico
Judío Errante no tiene más implicación que la de un juego intertextual que
contribuiría a "crear esa atmósfera especial de hermosa fantasía que carac-
teriza el mundo de Macondo" (CARRERAS, 1974: 65).
En mi opinión, en cambio, el hecho de que García Márquez, a la hora
de describir a su inventado Judío Errante, utilizara los rasgos de la bestia del
Amadís se explica, ante todo, porque el personaje literario del Endriago
tiene algo en común con el Judío Errante de la tradición literaria: el hecho
de aparecer a ojos de la mentalidad medieval como la encarnación misma del
mal y del diablo. Los navegantes del Amadís que llegan a la isla descono-
cida ven en la bestia con la que lucha el héroe, y a la que acaba matando,
al mismísimo diablo. De ahí que el anónimo narrador de esta obra medie-
val describiese la muerte del Endriago en los siguientes términos: "quiero
que sepáis que antes que el alma le saliese, salió de su boca el diablo, e fué
por el aire con muy gran tronido" {Amadís de Gaula, pág. 140). Como
quiera que el Judío Errante fue otra de las figuras en que la imaginación
del Occidente cristiano medieval encarnó el mal demoníaco, no tiene nada de
extraño que, llegado el momento de describir al Judío Errante tal y como
es visto por los habitantes de Macondo, García Márquez echase mano de la
descripción de otra figura diabólica de la Edad Media, el Endriago del
Amadís de Gaula.
He aquí las semejanzas físicas entre los dos monstruos, en cuyo re-
cuento nos ha precedido ya —como se ha dicho— Olga Carreras. Si del
Endriago se dice que "Tenía el cuerpo y el rostro cubierto de pelo, y encima
48 — SULTANA WAHNÓN
había conchas, sobrepuestas unas sobre otras, tan fuertes, que ninguna arma
las podía pasar" (pág. 134); del Judío Errante dice el narrador de Cien
años de soledad: "Tenía el cuerpo cubierto de una pelambre áspera, plagada
de garrapatas menudas, y el pellejo petrificado por una costra de remora"
(pág. 473). Y si el autor del Amadís dice que el Endriago "encima de los
hombros había alas tan grandes, que fasta los pies de cobrían, e no de péño-
las, mas de un cuero negro como la pez, luciente, velloso, tan fuerte, que
ninguna arma las podía empecer" (pág. 134); en Cien años de soledad
leemos que el Judío Errante tenía "en los omoplatos los muñones cicatri-
zados y callosos de unas alas potentes, que debieron ser desbastadas con
hachas de labrador" (pág. 473).
Pero no todo son semejanzas entre el Judío Errante de Cien años de
soledad y el Endriago del Amadís de Gaula. A la hora de explicar el fun-
cionamiento semántico de este extraño personaje de la gran novela de
García Márquez es, quizás, todavía más importante reparar en las diferen-
cias que separan a ambas creaciones literarias. En ellas nos centraremos a
continuación. Mientras que en el Amadís de Gaula el lector no puede al-
bergar duda alguna acerca del carácter infernal que el autor atribuye a la
criatura de su imaginación, dado que — como se vio — el mismísimo diablo
le salía de la boca; en Cien años de soladad el Judío Errante al que la pobla-
ción de Macondo — desempeñando el papel del Caballero de la Verde
Espada— da muerte a la manera en que lo hizo la Inquisición desde fines
del siglo xv (colgándolo por los tobillos de un almendro e incinerándolo en
una hoguera), no es sin embargo tan evidentemente culpable como lo era
el Endriago. Y no lo es ni siquiera a ojos del propio narrador, quien hace
conocer al lector sus dudas al respecto. En primer lugar, no queda nada
claro que el Judío Errante asesinado fuese realmente, como lo era sin lugar
a dudas el Endriago, una bestia: "no se pudo determinar si su naturaleza
bastarda era de animal para echar en el río o de cristiano para sepultar
{C.A.S., pág. 473). En segundo lugar, al Judío Errante no sólo no le sale el
diablo por la boca, sino que, a decir del propio narrador (que se distancia
así notablemente del modelo literario del Endriago), se parece más a un
ángel que a un demonio o que, incluso, a un hombre: "al contrario de la
descripción del párroco, sus partes humanas eran más de ángel valetudina-
rio que de hombre" (ibid.). Finalmente y por lo mismo que no le sale el
diablo de la boca, la muerte del Judío Errante no sirve para acabar con
el mal cuyo origen se le atribuye como no sirve tampoco para resolver el mis-
terio de la muerte de los pájaros: "Nunca se estableció si en realidad fue
por él que se murieron los pájaros, pero las recién casadas no concibieron
los engendros anunciados, ni disminuyó la intensidad del calor" (ibid.).
Podría decirse, pues, que el asesinato del Judío Errante, lejos de re-
solver el misterio de la muerte de los pájaros, resulta ser en sí mismo un
El Judío Errante en "Cien años de soledad" — 49
Hay que recordar una vez más que, estructuralmente, el sentido no nace por
repetición sino por diferencia, de modo que un término raro, desde que está captado
en un sistema de exclusiones y de relaciones, significa tanto como un término frecuente
( . . . ) un término puede no formularse más que una vez en toda la obra y sin embargo,
por efecto de cierto número de transformaciones que definen precisamente el hecho
estructural, estar presente "en todas partes" y "siempre" (BARTHES, 1966: 69-70).
Algo así ocurre con el elemento del Judío Errante en Cien años de
soledad: que, a pesar de aparecer de forma explícita una sola vez, está
presente en muchas otras partes de la novela gracias al sistema de relaciones
significativas en el que está integrado. Su asociación a muchos de los mo-
tivos, personajes y temas centrales de la novela — desde la peste de los
pájaros muertos hasta la concepción de engendros por parte de las recién
casadas, pasando por el misterioso origen de Rebeca Buendía 5 — hace que,
4
Sobre la afición de García Márquez a los enigmas policíacos y sobre su extraña piedad
por los perseguidos (i. e., por los sospechosos) puede verse el interesantísimo prólogo que
escribió a la reciente edición de El hombre en la calle de Georges Simcnon con el título de
"El mismo cuento distinto" (v. GARCÍA MÁRQUEZ, 1994a).
5
Como se recordará, Rebeca llega desde Manaure a casa de los Buendía cuando no
tiene más de once años. La niña trae un talego de lona con los huesos de sus padres y una
50 — SULTANA WAHNÓN
carta dirigida a José Arcadio Buendía, donde se dice que "era prima de Úrsula en segundo
grado y por consiguiente parienta también de José Arcadio Buendía" porque era "hija de
ese inolvidable amigo que fue Nicanor Ulloa y su muy digna esposa Rebeca Monde!"
(C.A.S., pág. 129). A pesar de la profusión de detalles, los fundadores de Macondo no con-
siguen identificar a la niña: "ni José Arcadio Buendía ni Úrsula recordaban haber tenido
parientes con esos nombres ni conocían a nadie que se llamara como el remitente" (pág. 130).
El Judío Errante en "Cien años de soledad" — 51
6
"El primer antepasado de Michel de Notre-Dame..., es Amauton de Velorgues,
mercader de cereales de origen judío. Personaje influyente de la tribu de Isachar, Amauton
de Velorgues se casó en 1449 con una muy hermosa dama, igualmente judía, llamada Vengue-
nosse a la que había conocido cuando comerciaba en Ginebra" (BALDUCCI, 1991: 9). A decir
de este mismo autor, Nostradamus vivió siempre la doble vida del converso: "judío hasta
lo más profundo de sus convicciones y cristiano de tranquilizadora religión" {op. cit., 41).
52 — SULTANA WAHNÓN
7
"La había redactado en sánscrito, quera su lengua materna, y había cifrado los versos
pares con la clave privada del emperador Augusto, y los impares con claves militares lacede-
monias" {CAS., pág. 557).
El Judío Errante en "Cien años de soledad" — 53
ñas que lo asemejan más a los ángeles que a los demonios. He aquí el retrato
completo de este acrónico sabio herético:
Aquel ser prodigioso que decía poseer las claves de Nostradamus, era un hombre
lúgubre, envuelto en un aura triste, con una mirada asiática que parecía conocer el otro
lado de las cosas. Usaba un sombrero grande y negro, como las alas extendidas de un
cuervo, y un chaleco de terciopelo patinado por el verdín de los siglos. Pero a pesar de
su inmensa sabiduría y de su ámbito misterioso, tenía un peso humano, una condi-
ción terrestre que lo mantenía enredado en los minúsculos problemas de la vida coti-
diana (pág. 85).
Servía los martes en el Amor de Dios, ayudando a los leprosos enfermos de otros
males. Había sido alumno esclarecido del licenciado Juan Méndez Nieto, otro judío
portugués emigrado al Caribe por la persecución en España, y había heredado su mala
fama de nigromante y deslenguado, pero nadie ponía en dudas su sabiduría (pág. 29).
poco en su artículo "Un país al alcance de los niños" (1994b). Así que la
presencia del Judío Errante es central en Cien años de soledad porque
alude, de manera literaria y por tanto sugerente y simbólica, no literal, al
episodio histórico de la persecución inquisitorial de la herejía. Por eso decía
al comienzo que el episodio del Judío Errante no está allí, como sostenía
Vargas Llosa, sólo como hecho fantástico o imaginario. Como ocurre en
toda la novela, lo fantástico y lo fabuloso cubre o encubre una realidad
histórica muy concreta sobre la que García Márquez desea hacernos
reflexionar8.
8
Él mismo dijo en una ocasión, y como respuesta a la pregunta de un crítico: "¿Lite-
ratura de evasión Cien años de soledad? Yo quisiera que fuera de deliberación en vez de
evasión. Hay que tener en cuenta que está enfrentada a una realidad" (v. FERNÁNDEZ
BRASO, 1969: 60). Tal y como señala el propio Fernández Braso: "La literatura de García
Márquez — aunque se anda por ramas de ilusión, fantasía y mitología — tiene siempre un
fondo social, una proyección política..." {op. cit., pág. 59).
El Judío Errante en "Cien años de soledad" — 55
9
"Hubieran sido felices desde entonces si la madre de Úrsula no la hubiera aterrori-
zado con toda clase de pronósticos siniestros sobre su descendencia, hasta el extremo de
conseguir que rehusara consumar el matrimonio" {C.A.S., pág. 104).
El Judío Errante en "Cien años de soledad" — 57
contexto de lo que fue la vida de los judíos secretos de América, todos estos
hechos y personajes, incluido el hijo con cola de cerdo, tienen el mismo esta-
tuto de realidad que los hechos y personajes agrupados por Vargas Llosa bajo
la rúbrica de "lo real objetivo", es decir, que todo aquello remite a la his-
toria social de América. Si la memoria es tan débil que al final de la novela,
pocos años después de su muerte, muchos dudan de que el coronel Aurelia-
no Buendía hubiera existido alguna vez, no tiene nada de particular que los
miedos de una estirpe olvidada sean considerados, bastantes siglos después
de haber sido padecidos, como hechos puramente imaginarios 10 .
Lo cierto es que los hijos con cola de cerdo comparten con el Judío
Errante de Cien años de soledad la extraña característica de aparecer a ojos
de los cristianos como mitad hombre, mitad animal, y el fatal destino de
ser por ello sacrificados: desbastadas sus alas o su colas —lo mismo da —
con hachas de labrador. Y no en balde es al propio Judío Errante al que
el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar atribuirá, en el
episodio que ya conocemos, la responsabilidad de hacer concebir "engen-
dros" a las recién casadas. Los hijos con cola de cerdo están, pues, directa-
mente vinculados en la mente del párroco y, por tanto, de la Iglesia al mo-
tivo del Judío Errante.
De manera que, tal y como ya se dijo, el hecho de que el Judío
Errante, como tal personaje así explícitamente llamado, sólo aparezca una
vez a lo largo de la novela, no quiere decir que sea un personaje estructu-
ralmente poco importante o insignificante en la historia de los Buendía y,
por tanto, de Latinoamérica. Incluso en el caso de que no se quiera aceptar
la hipótesis de un origen concretamente judeo-converso para la estirpe pro-
tagonista de Cien años de soledad (algo que el lector está en su derecho
legítimo de hacer), lo que en cualquier caso habría que aceptar es que la
presencia del Judío Errante es central en la estructura de la novela y que
su función es la de remitirnos, de modo cifrado u , a una parte de la historia
de América tan real y tan histórica como las guerras civiles colombianas: la
historia de la persecución inquisitorial en América, y la de las huellas y se-
cuelas que ésta habría dejado en la constitución de su sociedad civil. Los
signos e indicios que García Márquez deja depositados en el texto de Cien
años de soledad para que podamos detectar las huellas del Judío Errante
en Macondo no están puestos allí por mero capricho artístico, sino por la
10
En palabras de García Márquez: "La historia de América Latina es también una
suma de esfuerzos desmesurados e inútiles y de dramas condenados de antemano al olvido.
La peste del olvido existe también entre nosotros. Pasado el tiempo, nadie reconoce por cierta
la masacre de los trabajadores de la Compañía Bananera, ni nadie se acuerda del coronel
Aureliano Buendía" (v. MENDOZA, 1982: 76).
11
En palabras de García Márquez: "una novela es una representación cifrada de la
realidad, una especie de adivinanza del mundo" (v. MENDOZA, 1982: 35-36).
El Judío Errante en "Cien años de soledad" — 59
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
POR
1
Cita tomada de M. FERNÁNDEZ-BRASO, Gabriel García Márquez. Una conversación in-
finita, Barcelona, Editorial Azur, 1969.
2
MARIO VARGAS LLOSA, Gabriel García Márquez. Historia de un deicidio, Caracas,
Monte Ávila Editores, 1971, 667 págs.
3
Es posible que Vargas Llosa haya tomado estas expresiones de un temprano artículo
de Carlos Fuentes sobre las primeras setenta y cinco cuartillas de Cien años de soledad: "Toda
la historia ficticia coexiste con la historia real, lo soñado con lo documentado..." Cf. VARGAS
LLOSA, op. cit., pág. 78.
4
MARIO VARGAS LLOSA, op. cit., pág. 85. Los subrayados son míos.
62 — JOSÉ PASCUAL Buxó
Los hechos, tanto los más triviales como los más arbitrarios, estaban a mi dis-
posición desde los primeros años de mi vida, pues eran material cotidiano en la región
donde nací y en la casa donde me criaron mis abuelos.
5
Todas las citas de las entrevistas de García Márquez provienen del citado libro de
Fernández-Braso.
Las fatalidades de la memoria — 63
suprimirla debe saquearla; decidido a acabar con ella, no tiene más remedio
que servirse de ella siempre". Se comprende que, inmerso en ese paradójico
proceso de destrucción de la realidad "real" y al mismo tiempo, de reutili-
zación de sus imprescindibles materiales para la construcción de la realidad
"ficticia", al novelista paradigmático de Vargas Llosa no le sea posible es-
capar de "cierto condicionamiento de la realidad" ni por lo que toca a los
temas elegidos ni por lo que se refiere a "la praxis de su vocación", esto es,
al lenguaje y a la tradición literaria que se imponen a su "forma" narrativa.
Al cabo de esa improductiva lucha conceptual entre la realidad "real", que
el novelista destruye, y la realidad "ficticia", que construye con los mate-
riales arrancados a la primera, Vargas Llosa propondrá otra sibilina para-
doja según la cual "un escritor no elige sus temas", sino que "los temas lo
eligen a él"; de suerte que "García Márquez no decidió, mediante un mo-
vimiento libre de su conciencia, escribir ficciones a partir de sus recuerdos
de Aracataca. Ocurrió lo contrario: sus experiencias de Aracataca lo eligie-
ron a él como escritor".
Pero no siendo este lenguaje profetice el más apropiado para la crítica,
pronto comprendió Vargas Llosa la conveniencia de rectificar o, al menos,
matizar, algunos de sus asertos más radicales: ciertamente el novelista no
tiene a su cargo la imperativa obligación de "abolir la realidad real" ni la
de cumplir, sin más trámite, la trágica función de un frankensteiniano
deicida, sino más bien la de un modesto demiurgo cuya creación será "dos
cosas a la vez: una reedificación de la realidad y un testimonio de su
desacuerdo con el mundo". De suerte que la novela, concluye Vargas Llosa,
buscando la conciliación de sus propios extremos, es siempre "un testimonio
cifrado: constituye la representación del mundo, pero de un mundo al que el
novelista ha añadido algo: su resentimiento, su nostalgia, su crítica. Este
elemento añadido es lo que hace que una novela sea una obra de creación
y no de información, lo que llamamos con justicia la originalidad de un
novelista".
Me parece que las conflictivas y laboriosas dicotomías entre la rea-
dad "real" y la realidad "ficticia" en las que se extendió arduamente Vargas
Llosa creyendo hablar de la obra narrativa de García Márquez —aunque
es lo más probable que por ese medio intentara también plantearse los con-
flictos de su propia experiencia vital y novelesca—, hubieran podido resol-
verse o soslayarse si el novelista peruano hubiese tomado más en cuenta al-
gunas de las cosas que dijo a propósito de su novela el autor de Cien años
de soledad precisamente sobre su particular manera de concebir lo real y,
además, respecto de los problemas del lenguaje, que es un aspecto central
en todo proceso de representación artística:
64 — Josa PASCUAL Buxó
6
Cf. WILHELM DILTHEY, Teoría de la concepción del mundo, en Obras completas, VIII,
México, Fondo de Cultura Económica, 1945, pág. 25.
Las fatalidades de la memoria — 65
7
Cf. MARIO VARGAS LLOSA, op. cit., pág. 24.
66 — JOSÉ PASCUAL Buxó
8
JOSÉ MANUEL CAMACHO DELGADO, "El largo viaje de Edipo. De la Tebas de Sófocles
al Caribe de Gabriel García Márquez", en La casa grande, año 1, núm. 3, febrero-abril de
1997, págs. 11 y sigs.
68 — JOSÉ PASCUAL Buxó
asesino por el enigma de las causas que impulsaron a los Vicario a cometer
el crimen, así como de las razones que tuvieron los criminales para infor-
mar a todo el mundo que estaban buscando a Santiago Nasar para matarlo.
Hecho no menos sorprendente es que quienes estaban al tanto de la noticia
— que era casi todo el pueblo — no hallaran o no quisieran hallar la oca-
sión para alertarlo del peligro que corría. De este modo, el verdadero
enigma no resulta de la ocultación del criminal, sino de la disparidad de las
versiones recopiladas en torno al hecho, primero, por el juez instructor que
formó el sumario y fue incapaz de encontrar una "explicación racional"
para el conjunto de datos y noticias proporcionadas por los testigos, ya que
esa misma disparidad las convertía en "piezas de un acertijo" irresoluble.
Veintisiete años después de cometido el brutal asesinato, el narrador de la
"historia", que se identifica desde el principio de la narración como alguien
perteneciente al mismo grupo social y familiar de Santiago Nasar y artifi-
ciosamente deslindado del enunciador o autor implícito del proceso discur-
sivo 9 , emprenderá una nueva y personal indagación sobre las circunstancias
del crimen y sobre las causas que lo motivaron, recomponiendo los frag-
mentarios recuerdos que los testigos guardaban en los laberintos de su
memoria.
El texto de la Crónica de una muerte anunciada se compone de cinco
apartados sin numerar, separados formalmente por espacios en blanco,
hecho que —al cabo de la lectura— viene a confirmar que cada una de
esas partes en que se divide formalmente el texto no se corresponde plena-
mente con la secuencia cronológica de los acontecimientos, sino que, por el
contrario, refleja el constante ir y venir del narrador a través de los recuer-
dos fragmentarios, parciales y en ocasiones contradictorios de diversos tes-
tigos, todos ellos pertenecientes al círculo de familiares o amigos de la vícti-
ma. Leamos los enunciados inicial y final del primer bloque narrativo: "El
día que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5:30 de la maña-
n a . . . " , y el último: "Ya lo mataron". Apenas transcurrió hora y media
entre el anuncio y el cumplimiento puntual de la acción, tal como García
Márquez se encarga de precisar cuidadosamente; pero el anuncio del suceso,
situado en un pretérito imperfecto ("el día que lo iban a matar"), es decir,
como acción no concluida desde la perspectiva actual de la narración, tan-
to como la acción ya consumada del último enunciado ("Ya lo mataron"), se
instalan en el marco de un pasado del cual el narrador ha ido obteniendo
paulatinamente sus informes y, así, la acción pretérita de la muerte de
Santiago Nasar (de su anuncio y su consumación) está relatada desde la
9
Si bien es verdad que, en el segundo bloque textual, el narrador levanta una punta
del velo de la ficción para dejarnos ver su condición autoral al aludir a su futuro matrimo-
nio con Mercedes Barcha.
Las fatalidades de la memoria — 69
10
PAUL, RICOEUR, Tiempo y narración. I, México, Siglo XXI, 1995.
70 — JOSÉ PASCUAL Buxó
11
CESARE SEGRE, "II tempo curvo di García Márquez", en / segni e la critica, Tormo,
Einaudi Paperbacks, 1969.
Las fatalidades de la memoria — 71
los que tendría conocimiento como testigo de vista u oído— se hallen re-
producidos en el relato tales cuales fueron en la perspectiva de su indepen-
dencia fenoménica, o dicho en otras palabras, que el sustrato "real" de la
ficción se haya mantenido enteramente conforme con sus "propiedades
objetivas".
Los formalistas rusos publicaron en la segunda década de nuestro
siglo importantes trabajos sobre los problemas de la construcción del relato.
Boris Tomashevski dedicó al asunto un ensayo memorable, "Fábula y
siuzhet" 12, en el cual distinguió "el conjunto de acontecimientos en mutua
conexión interior", al que llamó fábula, y a "la distribución de los aconte-
cimientos artísticamente construidos" al que dio el nombre de siuzhet (tér-
mino que otros traductores dieron como "argumento") 13. La "fábula" se
compone de motivos o partes temáticas consideradas indivisibles y dispuestas
en una conexión cronológica y temporal; en cambio, el siuzhet es el con-
junto de los mismos motivos pero no necesariamente considerados en su
conexión lógica y temporal, sino tal como aparecen dispuestos en el texto.
Si acudiésemos a los antiguos retóricos, costumbre nada censurable,
podríamos hallar más de una semejanza entre la "fábula" de los formalistas
con la inventio de los clásicos, así como del siuzhet con la dispositio y la
narratio 14 . El concepto de "fábula" utilizado por los formalistas parece
tener el carácter de un verdadero texto sintético subyacente en el relato y
que puede ser reconstituido por el analista de conformidad con su dependen-
cia de las leyes de la lógica, en tanto que la inventio clásica hace referencia
a un proceso más personal y creador que consiste, no sólo en la selección de
los materiales dados, sino en la extracción de "las posibilidades de desarrollo
de las ideas contenidas más o menos ocultamente en la res", es decir, en las
cosas del mundo. Por su parte, la dispositio o siuzhet consiste en la dis-
tribución e integración de las "cosas" o, mejor sería decir, de las ideas o
imágenes extraídas de las cosas, en el relato o discurso. Ninguna de estas
magnitudes conceptuales es independiente de la otra, de suerte que su dis-
tinción responde más a fines didácticos que a su verdadera naturaleza
semiótica; sin embargo, son útiles al análisis porque, estableciendo esa di-
vergencia entre la estructura lógica profunda y la libre manifestación textual
de los motivos, nos permiten deslindar dos asuntos de primera importancia:
el estatuto que corresponde a la llamada "realidad real" en la composición
12
BORIS TOMASHEVSKI, "Fábula y siuzhet", Emil Volek (ed.), Antología del formalismo
ruso y el grupo de Bajtin. Semiótica del discurso y posformalismo bajtiniano, Madrid, Fun-
damentos, 1995.
13
Cf. BORIS TOMASHEVSKI, "Temática", en Todorov Tzvetan (Ed.), Teoría literaria de
los formalistas rusos, Buenos Aires, Ediciones Signos, 1970.
14
Cf. HEINRICH LAUSBERG, Manual de retórica literaria. Fundamentos de una ciencia
de la literatura, I, II y III, Madrid, Editorial Credos, 1975.
72 — JOSÉ PASCUAL Buxó
de una obra literaria (la "fábula" que ordena los materiales aprovechados
por el narrador de conformidad con la lógica real) y la configuración
artística y, por ende, semántica, a la cual esa realidad objetiva se somete.
Para la "fábula", asentaba Tomashevski, "son importantes únicamente
los motivos trabados" (o asociados), esto es, "aquellos que no se pueden
omitir sin perturbar la conexión causal entre los acontecimientos", es decir,
tal como los percibimos en sus relaciones objetivas; pero los motivos libres,
aquellos que podrían eliminarse, movilizarse o permutarse "sin afectar la
secuencia témporo-causal", resultan esenciales para el siuzhet, puesto que son
"a veces los motivos libres los que desempeñan un papel dominante que de-
terminan la construcción de la obra" y proporcionan, en forma de indicios
reiterados, la mayor cantidad de información sobre la entidad del universo
moral de la obra, es decir, acerca de aquellas superestructuras ideológicas
que, de manera tácita o implícita, promueven y justifican el comportamiento
de los personajes.
De lo anterior podríamos concluir abreviadamente, que en la "fábula",
esto es, en el esquema lógico-causal del relato manifestado en sus motivos
"trabados" y dinámicos {ex gr. "Santiago Nasar se levantó a las 5:30 de la
mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo" o "Bayardo San
Román, el hombre que devolvió a la esposa, había venido por primera vez
en agosto del año anterior"), radican las conexiones del relato con el orden
propio de las realidades empíricas subyacentes en él y que no podrían ser
abolidas sin poner en peligro su coherencia esencial. El siuzhet, por su
parte, se constituye, según Tomashevski, como una serie de transformaciones
de la "fábula" por medio de recursos compositivos a disposición del narra-
dor, tales como la "exposición directa" o "retrasada" y los desplazamientos
temporales que de ella derivan, como por ejemplo, los desenlaces regresivos
y la introducción de otras fábulas paralelas o concurrentes con la fábula
central. Los motivos libres propios del siuzhet son normalmente estáticos,
esto es, no contribuyen directamente a la progresión de los motivos trabados,
pero juegan, en cambio, un papel primordial por medio de la introducción
de ciertos "motivos repetidos" que se constituyen como indicios de los as-
pectos más peculiares de la obra.
La Crónica de una muerte anunciada se desarrolla formalmente en
cinco bloques narrativos separados; por lo que hace a los dos primeros, el
final del segundo bloque descubrirá sus implicaciones con el antecedente:
la muerte de Santiago Nasar por parte de los hermanos Pedro y Pablo
Vicario se explica como consecuencia de que Ángela Vicario no llegase vir-
gen a su noche de bodas con Bayardo San Román y que éste la repudiara.
Interrogada Ángela sobre quién fue el autor de su "desgracia", pronuncia
casi sin pensarlo el nombre de Santiago Nasar: "lo buscó en las tinieblas, lo
encontró a primera vista entre los tantos y tantos nombres confundibles de
Las fatalidades de la memoria — 73
este mundo y del otro, y lo dejó clavado en la pared con su dardo certero".
Desde el punto de vista de la fábula, la segunda secuencia explica la muerte
de Santiago como la única manera en que los hermanos de Ángela, Pedro
y Pablo Vicario, podían restaurar el honor de la familia; en cambio, los
motivos libres que, en forma de indicios, comienzan a manifestarse desde
el arranque del segundo bloque narrativo, permitirán llegar a una interpre-
tación más meditada y compleja de la totalidad de la trama.
Me detendré en algunos casos relevantes. Tal cual puntualizó Cesare
Segre en su imprescindible ensayo sobre Cien años de soledad, García Már-
quez adopta en sus novelas "la visión de los hechos propia de los personajes
[... ] Lo que caracteriza esta perspectiva (que está en la base del tono fa-
buloso del libro) es la resonancia inmediata de los hechos espirituales en el
orden de lo concreto". Con toda naturalidad, los vivos se comunican con
los fantasmas de sus muertos y pueden mantenerse en comunicación con ellos
hasta el momento en que se extinguen de la memoria de los sobrevivientes;
y al igual que para los antiguos griegos, también para los miembros de ese
cosmos psicológico y social del que da cuenta la Crónica de una muerte
anunciada, los sueños contienen un saber secreto acerca de aquellas cosas que
escapan a la conciencia despierta; sueños y premoniciones desempeñan un
papel muy importante en ese "pueblo olvidado" del Caribe, al punto de que
el relato se inicia precisamente con los que tuvo Santiago en la madrugada
del día que lo iban a matar:
Había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna
tierna, y por un instante fue feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por completo
salpicado de cagada de pájaros.
ISABEL VERGARA
George Washington University (USA)
1
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ, Noticia de un secuestro, Santafé de Bogotá, Edit. Norma,
1996. Seguiré citando de esta edición.
76 — ISABEL VERGARA
2
Para una discusión sobre la postura ante la historia de escuelas y críticos contem-
poráneos, véase DEREK ATTRIGE, et al!, Ed. Post-structualism and the question of history,
London, Cambridge University Press, 1987.
3
Para una discusión sobre el aspecto periodístico de Crónica de una muerte anunciada,
véase mi libro, El mundo satírico de Gabriel García Márquez, Madrid, Pliegos, 1991, Ca-
pítulo II, págs. 77-117.
La historia como horror apocalíptico — 77
4
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ, op. cit., pág. 7.
5
Véase, NICHOLAS ROYLE, After Derrida, Manchester, Manchester University Press,
1995. Sigo el análisis de Royle sobre el apocalipsis en Derrida, "Of an Apocalyptic Tone",
78 — ISABEL VERGARA
uno de los textos más delirantes del autor, llevado a cabo principalmente en el Capítulo 2,
"Writing history: from new historicism to deconstruction" (13-38). El texto de García
Márquez hace eco a un motivo de Foucault y de Beckett que dice que "as soon as one
no longer knows who speaks or who writers, the text becomes apocalyptic" (AT, 27. Cited
by Royle, 29).
La historia como horror apocalíptico — 79
6
JORGE CASTAÑEDA, Utopía Unarmed: The Latín American Left after the cold wat,
New York, Knopt, 1993.
La historia como horror apocalíptico — 81
7
Entre los secuestrados se identifica a: Maruja Pachón de Villamizar, directora de
Focine, esposa del político Alberto Villamizar y hermana de Gloria Pachón, la viuda de Luis
Carlos Galán; Galán fue el fundador del Nuevo Liberalismo en 1979, asesinado por narco-
traficantes por su estancia en contra de los narcotraficantes. La fisoterapeuta, cuñada y
asistente de Maruja, Beatriz Villamizar de Guerrero, esposa del médico Pedro Guerrero;
Marina Montoya, hermana de don Germán Montoya, secretario general de la presidencia
de Virgilio Barco y embajador de Colombia en Canadá; Diana Turbay, directora del noti-
ciero de televisión Criptón, hija del ex presidente de la República lulio César Turbay. Con
Diana, cuatro miembros de su equipo de televisión, fueron secuestrados con ella: Azucena
Liévano, editora del noticiero, el redactor Juan Vitta, los camarógrafos Richard Becerra y
82 — ISABEL VERGARA
Orlando Acevedo. Además de ellos, fueron secuestrados el periodista alemán Hero Buss,
radicado en Colombia, y Francisco Santos, jefe de redacción de El Tiempo, uno de los
periódicos más importantes del país, e hijo de Hernando Santos, uno de los dueños.
La historia como horror apocalíptico — 83
8
JUAN VITTA acaba de publicar su propia versión sobre los secuestros. Véase, Juan
Vitta, ¡Secuestrados! La historia por dentro, Santafé de Bogotá, Santillana, 1996.
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