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Hay distintos niveles en los cuales verdad y escepticismo pueden aplicarse de modo diferente.
Uno es el filosófico; otro el de la experiencia directa; otro más el de la ciencia y el último el de la
preferencia u opinión valorativa.
A partir de aquellos axiomas que hemos aceptado, aparecen verdades indiscutibles: que el
Obelisco está en la Plaza de la República, que Salta queda al norte de Córdoba, que la Tierra es
redonda. Es claro que para decir esto tuvimos que tomar decisiones clasificatorias (los nombres de
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plazas y ciudades, la definición de los puntos cardinales, la forma de los objetos); pero, en la medida
en la que coincidamos con estos instrumentos, no diremos que la Tierra es plana porque así lo
queremos o lo sentimos íntimamente, ya que hemos decidido antes otra definición de "verdad" y no
es hora de volver atrás. O, mejor dicho, si queremos retroceder y adoptar otra definición nos
atendremos a los efectos de la nueva decisión; pero lo que no podemos hacer es volver al debate
filosófico cada vez que no nos gusta el resultado de la observación, ya que eso nos haría resbalar en
cada afirmación y eliminaría todo debate fructífero. Entre otras cosas, si definiéramos como
verdadero el contenido de cualquier creencia individual, el concepto de verdad no permitiría distinguir
entre lo verdadero y lo falso y naufragaría en el reconocimiento de un mar de creencias ajenas,
acaso contradictorias entre sí.
Una fuente adicional de disenso es confundir entre verdad y conocimiento. A menudo se hace
notar que la verdad no es más que una hipótesis provisional, ya que puede ser refutada por nuevas
observaciones. La observación es correcta, pero no se refiere a la verdad sino al conocimiento, y en
especial al conocimiento científico fundado en la inducción. Decimos que sabemos algo porque
creemos en la verdad de lo que decimos, pero a lo mejor estamos equivocados. Por eso los
científicos son tan cautelosos a la hora de formular sus afirmaciones: ellas pueden cambiar más
adelante, no porque la verdad haya cambiado, sino porque hemos descubierto que nuestro
conocimiento de la verdad era defectuoso. Algunos niegan toda verdad porque creen que afirmarla es
propio de la Inquisición; pero, como bien sabía Galileo, los satélites de Saturno están allí, ya sea que
lo sepamos, lo ignoremos, lo neguemos o nos manden a la pira por afirmarlo. La batalla se libra por
el conocimiento: la verdad (sí, objetiva en los términos antes definidos) no depende del saber, sino a
la inversa.
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Más allá de la ciencia están las opiniones. Algunas de ellas son descriptivas: se llaman hipótesis
y, si fueran suficientemente confirmadas por la observación, llegarían a integrar la ciencia, con la
debida cautela. Otras son valorativas y comprenden las postulaciones morales, las tendencias de la
política y las interpretaciones del derecho. Ellas son inmunes a la observación, que apenas es capaz
de proporcionar las bases informativas sobre las que las preferencias de cada sujeto pretendan
apoyarse. Son el fruto de nuestra formación cultural, de nuestros intereses personales o grupales y
de la propia historia individual de cada sujeto; pero, como estamos muy interesados en hacerlas
prevalecer, les atribuimos el prestigioso nombre de verdades y hasta postulamos métodos de los que
decimos que permiten a cualquiera acceder a ellas, cuando en realidad son coberturas ideológicas
para disimular su carácter subjetivo y conferirles mayor poder retórico. La prueba de esto es que
ningún método distinto de la observación da el mismo resultado a cualquiera que acepte emplearlo,
toda vez que cada uno extrae sus preferencias del fondo de su propia mente.
Esa falencia metodológica de las opiniones valorativas es, precisamente, el mejor argumento para
respetarlas. Si nadie puede demostrar (demostrar en serio, no simplemente argumentar) que sus
opiniones políticas o morales son más correctas que las ajenas, si hablar de verdades en ese
contexto es más una prestidigitación de las palabras que un discurso científico, caben dos actitudes.
Una es imponer las propias opiniones mediante la fuerza, el engaño o la seducción, tendencia de la
que la historia y hasta los periódicos proporcionan sobrados ejemplos. Otra es respetar las opiniones
de todos y discutirlas libremente para que cada quien sea legítimamente convencido por otro o bien
fortalezca sus posiciones iniciales con argumentos que ahora juzgue más sólidos: esta es la apuesta
de la democracia, más allá de las deficiencias con las que la realidad la acoge. Pero incluso la
preferencia por una actitud o la otra es una cuestión de opinión; y el hecho de que muchos —entre
los que me encuentro— prefiramos ardorosamente la segunda no impide que otros, sobre todo
cuando se sienten poderosos, abracen la primera, ni nos autoriza a sostener que nos asiste la
Verdad armada de lanza y escudo. Pero además hay una tercera actitud, variante de la primera.
Consiste en combatir el concepto mismo de verdad, en todas sus aplicaciones, para que el
adversario no pueda usarlo; pero equivale a matar un mosquito con un cañonazo, porque no es
necesario negar la astronomía, la física y la química para oponerse a los mitos y exageraciones de la
controversia política..
Lo dicho hasta ahora parece pura filosofía, pero su influencia sobre el derecho es enorme.
Estamos rodeados de hechos humanos, que apreciamos con verdad mediante la observación
personal. Los agrupamos hablando de una situación social, que puede ser descripta con cautelosa
verdad por la sociología, que es una ciencia empírica fundada, como las demás, en el método
inductivo. Elegimos a nuestros gobernantes, para lo que ejercemos nuestra libertad de opinión y la
convertimos en decisiones colectivas. Ellos dictan normas a partir de sus propias opiniones (que ojalá
coincidan con las nuestras). Esas normas, o al menos su texto, pueden conocerse con verdad
mediante la lectura del Boletín Oficial. Pero ese conocimiento sirve de marco aproximado a otras
decisiones subjetivas, fundadas en las opiniones de abogados, juristas y jueces: eso es lo que
llamamos interpretación y va modelando la jurisprudencia. Ahora bien, como nuestro deseo de
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prevalecer no descansa, a cada momento introducimos confusiones retóricas. Algunas
interpretaciones son calificadas de "la buena doctrina", como si tuviéramos un método común a todos
para medir su mérito. Lo declarado por los jueces se llama "verdad judicial", cuando apenas es una
conclusión de buena fe sobre pruebas fragmentarias y a veces engañosas; la validez y el contenido
de las leyes se discuten en nombre de una verdad superior, por cierto tan desprovista de método
como la apreciación de las interpretaciones; y no pocos desprecian el sistema jurídico entero a partir
de verdades que identifican de otro modo, o bien negando la utilidad del concepto mismo de verdad
para reducirlo a una mera cuestión de poder.
El pensamiento humano es uno solo (al menos, para cada uno de nosotros). Pero a menudo nos
sacamos de encima preocupaciones como quien se encoge de hombros. Así, la reflexión filosófica es
para los filósofos; la observación personal se ejerce en la vida cotidiana; la ciencia está para que los
científicos se ocupen en lo que les interesa y, de tanto en tanto, den lugar a la tecnología que
disfrutamos. Pero el derecho, esa actividad a la que nosotros dedicamos nuestra vida, está afectado
por la misma enfermedad filosófica que la "nueva epistemología" y las ciencias sociales en general:
la ideologización que, mediante afirmaciones absolutas o escepticismos que pasan inadvertidamente
de un nivel a otro, menoscaba la búsqueda de la verdad (cualquiera sea la definición de este término)
para asegurar la propia hegemonía o bien destruir la ajena.
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