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doc (平/05/aa: ) - 1
En su homilía pascual, escrita alrededor del año 165, san Melitón de Sardes dice: «Muy
amados, vosotros debéis entender que el misterio de la pascua es nuevo y antiguo, eterno y
transitorio, corruptible e incorruptible, mortal e inmortal» (caps. 2-7,100-103). Estas palabras
reflejan una tradición constante que afirma que el misterio pascual describe la unión de lo
natural con lo sobrenatural, lo corporal con lo espiritual y lo histórico con lo trascendente.
Todo ello es, sin duda, una verdad fundamental sobre la totalidad del evento Cristo. Toda
tentativa de reducir el misterio de la salvación a una realidad meramente humana o
meramente divina es una negación de la verdad del plan de Dios, indicado con gran claridad
en Efesinos 1,3-14, y de la realidad de Cristo como plenamente humano y plenamente divino,
descrita en el himno cristológico de Filipenses 2,6-11.
Segunda ponencia
La condición de la humanidad resucitada de Cristo
La resurrección de Cristo no puede ser comparada al regreso a la vida de una persona muerta,
como sucede en el caso de Lázaro (Jn 11). Hay muchas diferencias significativas entre ese
hecho y la resurrección de Jesús. En primer lugar, el cuerpo resucitado de Jesús no tiene el
mismo aspecto de su cuerpo terrenal, aunque pueda tenerlo en ciertas ocasiones, cuando tiene
que tomar iniciativas ante el temor de los apóstoles de estar viendo a un fantasma. Come con
ellos, les muestra sus heridas y llama a Tomás para que lo toque (cf. Lc 24,40; Jn 20,20.27).
Les demuestra así que su cuerpo resucitado manifiesta todos los aspectos de la corporeidad
ordinaria. Pero también los trasciende. Tiene la capacidad de aparecer en el espacio y el
tiempo y de pasar a través de las puertas cerradas (Jn 20,19) y también de desaparecer de la
vista (Lc 24,31). Tiene la capacidad de controlar la apariencia bajo la que se revela a sus
seguidores. María de Magdala lo toma por el cuidador del huerto, y Cleofás y su compañero
caminan durante varias horas con Jesús sin reconocerlo. El cuerpo resucitado de Jesús goza de
todas las dimensiones de la corporeidad que nosotros tenemos, pero no está limitado por el
mundo del espacio, el tiempo y la historia. Se trata de un cuerpo que incluye, pero también
trasciende, nuestra manera de ser y, a diferencia de Lázaro resucitado, es un cuerpo que no
morirá por segunda vez (cf. Jn 12,10).
perdonar los pecados (Jn 20,21-23). Al encontrar a Jesús a orillas del Tiberíades, Pedro recibe
el mandamiento «Apacienta mis corderos» (Jn 21). La aparición de Jesús a los discípulos,
camino de Emaús, hace que «sus corazones ardan» mientras habla con ellos y les explica las
escrituras (Lc 24,32). Los discípulos deciden de inmediato regresar donde los demás y
contarles la buena nueva de lo que les ha ocurrido. Es así que la resurrección constituye una
manifestación del sacramento de la salvación vivida en las acciones de aquellos a quienes
Jesús encuentra. Es ésta la definición de lo que la Iglesia está llamada a ser.