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Resurrectio tamquam eventus historicus et transcendens


Prof. STUART C. BATE, OMI, Johannesburg

En su homilía pascual, escrita alrededor del año 165, san Melitón de Sardes dice: «Muy
amados, vosotros debéis entender que el misterio de la pascua es nuevo y antiguo, eterno y
transitorio, corruptible e incorruptible, mortal e inmortal» (caps. 2-7,100-103). Estas palabras
reflejan una tradición constante que afirma que el misterio pascual describe la unión de lo
natural con lo sobrenatural, lo corporal con lo espiritual y lo histórico con lo trascendente.
Todo ello es, sin duda, una verdad fundamental sobre la totalidad del evento Cristo. Toda
tentativa de reducir el misterio de la salvación a una realidad meramente humana o
meramente divina es una negación de la verdad del plan de Dios, indicado con gran claridad
en Efesinos 1,3-14, y de la realidad de Cristo como plenamente humano y plenamente divino,
descrita en el himno cristológico de Filipenses 2,6-11.

Pruebas de la historicidad de la resurrección de Jesús


Las principales fuentes de los acontecimientos son los Evangelios y las cartas de san Pablo.
Los testimonios más antiguos de la resurrección se encuentran en algunas fórmulas de fe
como 1 Ts 1,10 y Ga 1,1. De éstas, la más importante, que se remonta quizás al año 56, se
encuentra en 1 Co 15. Pablo describe en ella lo más importante por sobre todas las cosas, con
las siguientes palabras:
«Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros
pecados, según las Escrituras; que fue sepultado, que resucitó al tercer día, según las
Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce; después se apareció a más de
quinientos hermanos a la vez, de los cuales todavía la mayor parte viven y otros murieron.
Luego se apareció a Santiago; más tarde, a todos los apóstoles. Y en último término se me
apareció también a mí, que soy como un aborto».
Este antiguo relato reconoce la importancia de la resurrección en la vida de la Iglesia antigua.
El texto debería ser leído junto con Hch 10,40-43, en que se afirma que formaba parte del
plan de Dios el hecho de que Cristo resucitado apareciera a algunos testigos escogidos, para
ordenar a los apóstoles que proclamaran el mensaje salvífico de Dios por medio de Jesús. Las
apariciones de Jesús no fueron simplemente unos pocos acontecimientos aislados. Las
Escrituras atestiguan que un hubo un número bastante grande de episodios que implicaron a
un número bastante grande de personas. Fueron experiencias reales que luego se convirtieron
en narraciones que, a su vez, son la fuente de los textos escriturísticos. Según Ullrich (1995:
588), «el testimonio de Pablo (1 Co 15,3-5), puesto por escrito alrededor del año 50, se
remonta en realidad a veinte años antes (cuando fue a visitar a los apóstoles), es decir, entre
dos y cuatro años después del acontecimiento original [la resurrección]». Por último, debemos
recordar la fuerza con que el hecho de la resurrección de Jesús, como acontecimiento
histórico, fue proclamada por la Iglesia antigua. Un texto que ilustra esa fuerza es 1 Co 15,17:
«Si no resucitó Cristo, vuestra fe es vana: estáis todavía en vuestros pecados. Por tanto,
también los que durmieron en Cristo perecieron».
Deberiámos leer los relatos evangélicos a la luz de las distintas apariciones de Jesús, en la
vida de la Iglesia antigua. Los Evangelios narran las apariciones más antiguas de Jesús,
sumamente inesperadas y sorprendentes. O’Collins (1973: 29) insinúa que «al principio hubo
dos tradiciones independientes e históricamente fidedignas, una en la que Pedro y los demás
discípulos encuentran a Cristo resucitado (...) y una tradición en la que las mujeres descubren
el sepulcro vacío de Cristo». La primera tradición narra acontecimientos que tuvieron lugar
probablemente en Galilea. Se trata de algunos encuentros de los apóstoles con el Señor
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resucitado. En 1 Co 15 se encuentra la más antigua forma narrativa de esos encuentros. Según


von Balthasar (990: 235) «no estaríamos lejos de la verdad si consideráramos que el núcleo de
esos relatos son las apariciones auténticas, originales del Señor en Galilea a los apóstoles, a
las que pertenece la asignación del pleno poder a Pedro». La segunda tradición recuerda los
acontecimientos que rodean al sepulcro vacío y se encuentra por primera vez en forma
narrativa en Mc 16,1-8. Von Balthasar (239) insinúa que «Su historicidad es favorecida por el
hecho de que no valen como pruebas de la resurrección de Cristo y no han sido utilizadas en
ese sentido para fines apologéticos por la tradición más antigua. En un primer momento, sólo
produjeron pánico y confusión». Sin embargo, el simple hecho de afirmar la resurrección al
tercer día podría estar conectado con el hecho de que el sepulcro vacío fuera hallado ese día
por las mujeres (242). Este hecho, así como la teofanía representada por la presencia de los
ángeles en el sepulcro, indica que este relato se refiere verdaderamente a la resurrección.
De esta manera, la realidad de la resurrección de Cristo es un hecho atestiguado por un cierto
número de testigos, ya sea en lo que se refiere a las ocasiones en que el Señor resucitado se
les apareció, ya sea en los acontecimientos que rodean al hallazgo del sepulcro vacío. Estos
acontecimientos cambiaron profundamente la actitud de los seguidores de Jesús después de su
muerte, y dieron lugar al surgimiento de un claro mensaje de salvación en Cristo a través de la
fe en el misterio pascual. El misterio único de pascua unió, en una única realidad, dos
acontecimientos distintos y atestiguados: la muerte de Cristo en la cruz y su resurrección para
una vida nueva. Estos son los dos acontecimientos que establecen una nueva creación y una
nueva afirmación de la fe.

Segunda ponencia
La condición de la humanidad resucitada de Cristo
La resurrección de Cristo no puede ser comparada al regreso a la vida de una persona muerta,
como sucede en el caso de Lázaro (Jn 11). Hay muchas diferencias significativas entre ese
hecho y la resurrección de Jesús. En primer lugar, el cuerpo resucitado de Jesús no tiene el
mismo aspecto de su cuerpo terrenal, aunque pueda tenerlo en ciertas ocasiones, cuando tiene
que tomar iniciativas ante el temor de los apóstoles de estar viendo a un fantasma. Come con
ellos, les muestra sus heridas y llama a Tomás para que lo toque (cf. Lc 24,40; Jn 20,20.27).
Les demuestra así que su cuerpo resucitado manifiesta todos los aspectos de la corporeidad
ordinaria. Pero también los trasciende. Tiene la capacidad de aparecer en el espacio y el
tiempo y de pasar a través de las puertas cerradas (Jn 20,19) y también de desaparecer de la
vista (Lc 24,31). Tiene la capacidad de controlar la apariencia bajo la que se revela a sus
seguidores. María de Magdala lo toma por el cuidador del huerto, y Cleofás y su compañero
caminan durante varias horas con Jesús sin reconocerlo. El cuerpo resucitado de Jesús goza de
todas las dimensiones de la corporeidad que nosotros tenemos, pero no está limitado por el
mundo del espacio, el tiempo y la historia. Se trata de un cuerpo que incluye, pero también
trasciende, nuestra manera de ser y, a diferencia de Lázaro resucitado, es un cuerpo que no
morirá por segunda vez (cf. Jn 12,10).

Resurrección, misión y ministerio


La profundización de la relación con Cristo que se encuentra en los relatos de las apariciones
implica, a menudo, un fortalecimiento de la acción para el servicio misionero y ministerial.
María de Magdala, por ejemplo, es enviada a indicarles a los apóstoles que se les aparecerá en
Galilea (Mc 16,7). Saulo es enviado a la casa de Ananías (Hch 9). Cuando aparece en la
estancia en que se encontraban los discípulos «por miedo a los judíos» (Jn 20,19), Jesús les da
un mandato con las siguientes palabras: «Como el Padre me envió, también yo os envío» a
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perdonar los pecados (Jn 20,21-23). Al encontrar a Jesús a orillas del Tiberíades, Pedro recibe
el mandamiento «Apacienta mis corderos» (Jn 21). La aparición de Jesús a los discípulos,
camino de Emaús, hace que «sus corazones ardan» mientras habla con ellos y les explica las
escrituras (Lc 24,32). Los discípulos deciden de inmediato regresar donde los demás y
contarles la buena nueva de lo que les ha ocurrido. Es así que la resurrección constituye una
manifestación del sacramento de la salvación vivida en las acciones de aquellos a quienes
Jesús encuentra. Es ésta la definición de lo que la Iglesia está llamada a ser.

La resurrección y la constitución de la Iglesia


Las apariciones de Jesús nunca acontecen sin motivo. Manifiestan la salvación al acrecentar la
fe, promueven la adhesión a él en una relación personal con el salvador, constituyen la Iglesia
como comunidad de creyentes y envían a los discípulos con la misión de difundir la buena
nueva de Jesucristo a los demás. Sin la presencia del Señor resucitado en medio de sus
discípulos no es en absoluto posible la fundación de la Iglesia que «Cristo constituye
místicamente en su cuerpo» (LG 7; cfr. 1 Co 12). Esos mismos apóstoles se transformaron en
«las piedras de fundación de su Iglesia» (CIC 642). Por eso la resurrección se convierte en la
condición que hace posible la fundación de la Iglesia. «En la resurrección, toda la historia
eclesial tiene su punto de partida, el único que atribuye a la existencia anterior de Jesús y a su
cruz consecuencias de importancia enorme» (von Balthasar 1990: 191).

La resurrección como momento de fe en un acto divino


El núcleo de esta buena nueva es expresado por las fórmulas de fe del misterio pascual, que
es, por su naturaleza, una expresión de la fe de la Iglesia antigua. Von Balthasar (1990: 192),
comentando el relato de Pablo de las apariciones del resucitado en 1 Co 15, reconoce «dos
afirmaciones esenciales de la fórmula». En primer lugar, Pablo afirma que, en su tiempo,
había un gran número de testigos de la resurrección que todavía «podían ser interrogados».
Esta afirmación no responde tanto a la necesidad de demostrar la resurrección, como a la de
afirmar el plan de Dios que ha escogido a algunos para que sean testigos de Jesús como juez
de Dios para todos los vivos y los muertos y como salvador del mundo (cfr. Hch 10,40-43).
En segundo lugar, la fórmula conecta explícitamente dos acontecimientos: la crucifixión y la
resurrección como una única profesión de fe.

La resurrección y la vida sacramental


La presentación formular del misterio pascual es también la manifestación de la liturgia en la
comunidad cristiana primitiva. Por ese motivo, podemos comprender con facilidad las
dimensiones litúrgicas y sacramentales de las apariciones de Jesús. La centralidad de la
Eucaristía como presencia de Jesús en medio de su pueblo es el momento culminante del
relato de Emaús. En el mismo episodio, Jesús parte el pan como sumo sacerdote (Lc 24).
Cuando los discípulos reciben el mandamiento de perdonar los pecados encontramos la
institución del sacramento de la penitencia (Jn 20). La aparición a Saulo tiene como
consecuencia su bautismo (Hch 9). De hecho, el sacramento del bautismo es el signo principal
de la entrada en la comunidad de fe expresada por numerosas fórmulas credales del misterio
pascual.

La resurrección: histórica y trascendente


El nexo entre las apariciones de Jesús y la afirmación de la fe en las presentaciones
formulares de los relatos indica que la resurrección puede ser afirmada sólo como
acontecimiento histórico y a la vez trascendente. El acontecimiento histórico es el que
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transforma la naturaleza de la historia misma, al abrir a la humanidad a la vida de una relación


vivificante con Dios, que nos constituye como «una nueva creación; pasó lo viejo, todo es
nuevo. Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo» (2 Co 5,17-18). La
resurrección de Cristo es un acontecimiento histórico «que tuvo manifestaciones
históricamente comprobadas, como lo atestigua el Nuevo Testamento» (CIC 639). Pero es
también, al mismo tiempo, un acontecimiento que va más allá de la historia. «Permanece en el
centro del misterio de la fe, en aquello que trasciende y sobrepasa a la historia» (CIC 647). Es
así porque la esencia de la resurrección es el pasaje de Cristo a una vida nueva y la
manifestación de una nueva creación. Las apariciones nos aseguran que esta nueva vida puede
hacerse visible a los sentidos de este mundo, pero los relatos nos recuerdan que se trata de una
vida arraigada en el reino de Dios, que trasciende este mundo. Por ello Cristo resucitado no se
revela al mundo, sino a sus discípulos, «a los que habían subido con él de Galilea a Jerusalén
y que ahora son testigos suyos ante el pueblo» (Hch 13,31).

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