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Nuevo manual de Ciencia Política - Tomo II

Sólo de la Parte VI los capítulos:


20.- Teoría Política: una visión general (Iris Marion Young)
21.- Teoría Política: tradiciones en filosofía política (Bhikhu Parekh)

Edición original: A New Hanbook of Political Science (1996)


Robert Goodin y Hans-Dieter Klingerman (eds.)
ISBN: 84-7090-368-3
Colección Ciencia Política
Ediciones ISTMO, S.A.
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos – Madrid
Tel.: 91 806 19 96
Fax: 91 804 40 28
PARTE VI:
TEORÍA POLÍTICA

20. Teoría política: una visión general.

IRIS MARION YOUNG


En el último cuarto de siglo, los politólogos han sido los principales custodios de una
concepción de la política entendida como actividad participativa y racional de la ciudadanía.
Esta idea contrasta con otra, más habitual entre la opinión pública, la prensa e incluso buena
parte de las ciencias sociales: la política como competencia entre elites por los votos y la in-
fluencia. En esta segunda visión, los ciudadanos son ante todo consumidores y espectadores.
La obra de Hannah Arendt continúa siendo un hito de la teoría política del siglo XX precisa-
mente porque ofrece una inspiradora imagen de la política como participación activa en la
vida pública, algo que muchos politólogos siguen asumiendo y defendiendo.
Según esta imagen, la política es la expresión más noble de la vida humana, por ser la
más libre y original. La política en cuanto vida pública colectiva implica que la gente se dis-
tancia de sus necesidades y sufrimientos particulares para crear un universo público en el que
cada cual aparece ante los demás en su especificidad. Unidos en lo público, los individuos
crean y recrean, mediante palabras y hechos contingentes, las leyes e instituciones que estruc-
turan la vida colectiva, regulan sus conflictos y desacuerdos recurrentes, y tejen las narracio-
nes de su historia. La vida social se ve sacudida por la cruel competencia por el poder, por los
conflictos, las privaciones y la violencia que siempre amenazan con destruir el espacio políti-
co. Pero la acción política revive de cuando en cuando, y gracias al recuerdo del ideal de la
antigua polis, conservamos la visión de la libertad y la nobleza humanas como acción pública
participativa (Arendt, 1958).
Arendt diferenciaba tal concepto de lo político del de lo social, y veía en este último
una estructura moderna de vida colectiva que, en su opinión, eclipsaba lo político cada vez
más. Las modernas fuerzas económicas y los movimientos de masas se conjuraban para crear
el reino de la necesidad, de la producción y del consumo fuera del hogar. Las instituciones de

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gobierno definen cada vez más sus tareas en función de la gestión, la incorporación y el servi-
cio a este universo social en continua expansión mediante la educación, la sanidad pública, la
policía, la administración pública y la seguridad social. Como consecuencia de ello, en el Es-
tado moderno las vidas de las personas están más protegidas y los gobiernos son más o menos
eficientes en su administración, pero, según Arendt, la genuina vida pública se hunde en una
ciénaga de necesidades sociales (Canovan, 1992, cap. 4).
Aunque a menudo desean preservar la visión arendtiana de lo político, los teóricos ac-
tuales han abandonado en gran parte la separación que ella establecía entre lo político y lo
social, así como su nostálgico pesimismo sobre la emergencia de movimientos sociales masi-
vos por parte de los oprimidos y los no emancipados. La opinión más extendida hoy es que la
justicia social constituye una condición de la libertad y la igualdad, por lo que lo social ha de
ser uno de los grandes focos de lo político (Pitkin, 198 1; Bernstein, 1986).
En su teoría política sobre el discurso del Estado del Bienestar, Nancy Fraser reformu-
la el concepto arendtiano de lo social y sugiere que gran parte del actual activismo ciudadano
en la vida pública debería conceptualizarse como politización de lo social (Fraser, 1989). En
este capítulo tengo en cuenta esta propuesta para hacer un balance de la teoría política de las
dos últimas décadas desde esta perspectiva de la politización de lo social. Lo que a continua-
ción presento es, claro está, una reconstrucción hecha desde mi propio punto de vista, que
realza ciertos aspectos de la teorización política de los últimos veinticinco anos y minusvalora
otros.
El tema de la politización de lo social me llevará, por ejemplo, a referencias muy es-
cuetas a la voluminosa literatura reciente acerca del canon histórico de la teoría política. Sin
embargo, gran parte de esta producción ha influido en, o ha sido influida por, la preocupación
contemporánea hacia la justicia social y la democracia participativa. Y así, el republicanismo
cívico de nuestros días es deudor de The Machiavellian Moment de J. A. Pocock; y las discu-
siones sobre la democracia participativa, por poner otro ejemplo, han influido en la lectura
que James Miller (1984) ha hecho de Rousseau.
Por lo mismo, en este capítulo habrá pocas referencias a la teoría política reciente que
recurre a las técnicas de la elección racional (en otros capítulos se aborda esto), aunque buena
parte de esta literatura amplía e ilumina las cuestiones sobre justicia social y bienestar que
trato en el primer apartado. Tampoco comentaré los interesantes trabajos sobre historia del
derecho y de la política realizados por politólogos. He de indicar, por último, que me atendré
casi en exclusiva a la teoría política en inglés, aunque mencionaré algunos autores franceses y
alemanes.
El enfoque desde la politización de lo social organiza adecuadamente el gran corpus
de la teoría política reciente, pues permite contemplar esas teorías desde perspectivas nuevas
y muy útiles. De un modo u otro, las tendencias teóricas que analizo o se ocupan de las condi-
ciones de la justicia social, o expresan y sistematizan la política de los movimientos sociales
recientes, o teorizan sobre los flujos de poder en instituciones extra e intraestatales, o investi-
gan las bases sociales de la unidad política. En mi exposición divido la teoría política reciente
en seis subtemas, cada uno de los cuales corresponde a un modo diferente de politizar lo so-
cial: teoría de los derechos a la justicia social y el bienestar; teoría democrática; teoría política
feminista; posmodernidad; nuevos movimientos sociales y sociedad civil; y el debate libera-
lismo-comunitarismo. Aun reconociendo que muchas obras de la reciente teoría política cu-
bren más de uno de estos campos, procuraré situarlas casi siempre en sólo uno de ellos.

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I. La justicia social y la teoría de los derechos de
bienestar
En 1979, Brian Barry, al contemplar retrospectivamente las dos últimas décadas de
teoría política, encontró la primera casi yerma y abundantes cosechas en la segunda. Siguien-
do su criterio, situaré el punto de inflexión en A Theory of Justice (1971) de John Rawls. No
es casual que la década de 1960 se interpusiera entre los campos estériles de la teoría política
y la aparición de este libro roturador. A pesar de su retórica atemporal, debemos leerlo como
un producto de la década que lo precedió. ¿Ocuparía hoy la desobediencia civil un capítulo
central en una teoría básica de la justicia?
A Theory of Justice delimitaba el mapa del territorio teórico desde los espesos mato-
rrales de demandas y respuestas del movimiento de los derechos civiles y la atención periodís-
tica a la pobreza: justicia social. En su libro, Rawls insiste en la prioridad de lo que considera
principio mayor: el principio de igual libertad. En cambio, la mayor parte de la voluminosa
literatura que se ha escrito durante los últimos veinticinco años en respuesta a este libro ha
prestado más atención al que, en realidad, era el segundo de sus principios, el que prescribe la
igualdad de oportunidades en el acceso a puestos y afirma que las desigualdades sociales y
económicas deberían beneficiar a los menos aventajados. Fuese o no ésa la intención de
Rawls, lo cierto es que la mayoría interpretó que recomendaba un activo papel intervencionis-
ta de los gobiernos, no sólo para promover las libertades, sino también para conseguir una
mayor igualdad social y económica.
Hasta ese momento, el compromiso con la igualdad social y la justicia económica dis-
tributiva se habían asociado casi siempre con la política socialista. En la medida en que tal
compromiso se abría camino en las políticas públicas de las sociedades liberal-democráticas,
muchos interpretaron este hecho como un éxito relativo de los movimientos socialista y sindi-
cal que conseguían concesiones de los poderes económicos dominantes (Piven y Cloward,
1982; Offe, 1984). A Theory of Justice presentaba ciertamente unas normas de igualdad social
y económica, pero enmarcadas en unos parámetros que procedían directamente de la tradición
liberal.
La cuestión de si es lícito que un Estado liberal-democrático se proponga resolver los
problemas sociales y reducir las privaciones económicas mediante las políticas públicas, ha
sido uno de los ejes del conflicto político tanto en las dos últimas décadas como en las ante-
riores. Si Rawls suministró el entramado teórico para el bando partidario de políticas públicas
dirigidas a mejorar la situación de los menos favorecidos, Anarchy, State and Utopia (1974),
de Robert Nozick, aportó argumentos para el bando contrario. Nozick se oponía a lo que lla-
maba principios «modelados» de justicia, es decir, principios que requieren actores públicos
que procuran establecer determinados modelos de distribución. En lugar de esto, abogaba por
un principio sin moldear, que se limitase a fijar los procedimientos mediante los cuales se
adquieren legítimamente las posesiones. En la teoría de Nozick, cualquier modelo de distribu-
ción nace de la libre transferencia de posesiones inicialmente legítimas. Nozick considera que
la asunción de principios modelados exige interferir en las interacciones económicas consen-
suadas, siempre que éstas producen resultados que se desvían de los modelos deseados, y esta
interferencia en el libre cambio los hace inadecuados.
La de Nozick es una teoría que da primacía a la libertad sobre cualquier intento de so-
cavar la desigualdad distributiva; Rawls, en cambio, busca construir una teoría que haga com-
patibles los compromisos con la libertad y con la igualdad. En numerosos artículos y recopi-

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laciones de ensayos de la década siguiente se debatió la cuestión de si el compromiso con
modelos más igualitarios de justicia distributiva era compatible con la libertad (Arthur y
Shaw, 1978; Kipnis y Meyers, 1985).
Varios autores continuaron el proyecto rawlsiano para demostrar que la libertad no só-
lo es compatible con una mayor igualdad social sino que la exige. Amy Gutmann (1980) aña-
de la democracia participativa a los valores que el liberalismo igualitarista debe promover.
Bruce Ackerman (1980) ofrece una concepción liberal igualitarista de la justicia social que se
basa en un método de diálogo neutral más que en un contrato social imaginado. Con tal méto-
do reexamina algunas razones que cuestionan la teoría utilitarista de la justicia, y refuta direc-
tamente la pretensión de que el liberalismo es incompatible con la propiedad colectiva y la
regulación estatal de la distribución. Los actuales argumentos normativos a favor de los dere-
chos al bienestar, o de una concepción de la justicia a la vez liberal y de welfare, pretenden
también sistematizar un programa político socialdemócrata que sea congruente con los valores
liberales y rechazan explícitamente las interpretaciones más libertarias de esos valores (Well-
man, 1982; Goodin, 1988; Sterba, 1988).
En su idea de la justicia social como promotora de las capacidades de las personas,
Amartya Sen procura demostrar la falsedad de la contraposición entre igualdad y libertad. El
respeto moral a todas las personas por igual implica, en la ética del desarrollo, la exigencia de
promover sus capacidades. El sentido más coherente de la libertad consiste en esa promoción
y en el ejercicio de las capacidades. Y aunque la ética del desarrollo de Sen es igualitarista en
el sentido de proponer una redistribución de recursos a favor de quienes se ven privados de
oportunidades para desarrollar y ejercer capacidades, ella se muestra también contraria a cual-
quier noción simplista de igualdad de derechos, libertades iguales o distribución igualitaria de
bienes, porque tales propuestas no tienen en cuenta la diversidad de necesidades y situaciones
de los seres humanos (Sen, 1985, 1992).
Kai Nielsen (1985) defiende la compatibilidad de libertad e igualdad de forma más
explícitamente socialista y marxista, y para ello dedica buena parte de su argumentación a
refutar a Nozick. Algunas interpretaciones de la justicia de inspiración marxista, incluso, pre-
tenden compaginar una teoría de la antiexplotación socioeconómica con una teoría normativa
de tipo rawlsiano (Peffer, 1990; Reiman, 1990). En cambio, otros insisten en que las diferen-
tes posiciones de clase generan visiones también diferentes de la sociedad, así como concep-
ciones de la justicia, no sólo distintas, sino incompatibles (por ejemplo, Miller, 1976). Y así,
Milton Fisk (1989) afirma que el igualitarismo liberal es una teoría normativa contradictoria
que responde a la formación social, también contradictoria, del capitalismo del bienestar, y
que ambos son el resultado de un difícil compromiso entre clases. En mi opinión, hay mucho
de verdad en la idea de que tanto el Estado del Bienestar liberal-democrático como la teoría
normativa que pretende reconciliar la tradición liberal con el igualitarismo radical están car-
gados de tensiones. Quizás el prometido cuarto volumen del Treatise on Social Justice de
Brian Barry nos aclare más los requerimientos de un justo reparto económico.
Una larga tradición de la teoría política normativa sobre relaciones internacionales se
ha venido centrando en las cuestiones de la guerra y la paz, así como en las responsabilidades
de los conflictos entre Estados. El periodo que estamos considerando continúa esta tradición,
tal vez por influencia directa de las divisiones sociales que emergen en torno a la Guerra de
Vietnam. El libro Just and Unjust Wars (1977), de Michael Walzer, es notable por su referen-
cia a la teoría de la guerra justa y por sus análisis, originales y creativos, de acontecimientos
remotos y próximos, incluida la Guerra de Vietnam. Sin embargo, resulta más interesante para
la teoría política contemporánea plantear a las relaciones internacionales preguntas sobre la

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justicia social, el bienestar y la distribución. En su Political Theory and International Rela-
tions (1979), Charles Beitz arguye que los principios de justicia establecidos por Rawls pue-
den servir de base para evaluar y criticar la desigualdad distributiva entre las sociedades des-
arrolladas del Norte y las subdesarrolladas del Sur. Años después, Thomas Pogge ha elabora-
do una cuidadosa y persuasiva ampliación a escala planetaria de la aproximación rawlsiana a
los problemas de la justicia (Pogge, 1989, parte III). Pese a ello, la teoría política de la des-
igualdad socioeconómica transnacional sigue estando subdesarrollada. La teorización social y
política de la desigualdad social y económica entre países permanece subdesarrollada. No
obstante, se han publicado algunos estudios importantes sobre inmigración y justicia interna-
cional (Barry y Goodin, 1992; Whalen, 1988); sobre medio ambiente y justicia internacional
(Goodin, 1990); y sobre hambre y obligaciones con pueblos lejanos (Shue, 1980; O’Neill,
1986).

II. Teoría democrática


La literatura sobre justicia social y bienestar politiza lo social al preguntar si los go-
biernos tienen la obligación de combatir la opresión social y la desigualdad. Podría aplicarse a
gran parte de esta literatura la crítica de Arendt a esta excesiva atención a lo social, que acaba
reduciendo la vida pública a una especie de gobierno del hogar a escala de toda la sociedad.
Con algunas excepciones, esta literatura tiende a ver a los ciudadanos como meros portadores
de derechos y receptores de la acción del Estado, más que como participantes en la elabora-
ción pública de decisiones.
En las dos últimas décadas ha florecido, impulsada por el movimiento social de los se-
senta y setenta a favor de la democracia participativa, una teorización normativa centrada en
el discurso y la participación ciudadana. La obra de Carole Pateman, Participation and De-
mocratic Theory (1970), tantas veces citada incluso hoy, estableció gran parte de la agenda de
las tesis actuales sobre la democracia participativa. Muy crítica con la concepción plebiscita-
ria y pluralista intergrupal de la democracia, reformulaba un ideal de democracia basado en la
discusión activa y la toma de decisiones por parte de los ciudadanos. Afirmaba que la igual-
dad social es una condición de la participación democrática, y que la participación democráti-
ca ayuda a desarrollar y preservar la igualdad social. Esto significa que los lugares de la parti-
cipación democrática tienen que incluir aquellas instituciones sociales que, aparte de las esta-
tales, acogen directamente las acciones de la gente, y en particular los lugares de trabajo.
C. B. Macpherson articuló un esquema tanto para la crítica de la pasividad y del utili-
tarismo, propios de las concepciones dominantes de la democracia liberal, como para la for-
mulación de un concepto alternativo, y más activo, de democracia. El hecho de que hoy las
reflexiones sobre la naturaleza humana resulten una curiosidad da la medida de hasta qué pun-
to ha cambiado el discurso intelectual en los últimos veinte años. Sin embargo, Macpherson
analiza las teorías políticas en función de que conciban básicamente a los seres humanos co-
mo consumidores con poder adquisitivo o como personas que desarrollan y ejercen capacida-
des. Y éste sigue siendo un modo útil de orientar la teoría política democrática. La perspectiva
del individualismo posesivo inevitablemente presentará el proceso político como una compe-
tencia por recursos escasos, en la que el deseo de acumulación de los competidores no tiene
limites. Pero si definimos el bien humano como desarrollo y ejercicio de capacidades, la teo-
ría democrática cambia radicalmente de tenor. La justicia distributiva se convierte entonces en
el único medio para agrandar el bien de la libertad positiva, que pasa a ser un bien social en sí
mismo porque se realiza en cooperación con otros. La libertad es la oportunidad de desarrollar

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y ejercitar las propias capacidades, y la democracia de ciudadanos activamente comprometi-
dos es condición y expresión de tal libertad (Macpherson, 1973, 1978; véase Carens, 1993).
El interés de Macpherson por las capacidades es similar al ya mencionado de Sen, y obedece a
una motivación parecida: el convencimiento de que es preciso profundizar el significado de la
libertad tanto en la teoría como en la práctica políticas.
Varios teóricos recientes adoptan como valor central esta idea ampliada de la libertad
en cuanto ausencia de dominación y en cuanto capacidad positiva de autorrealización y auto-
determinación. Cuando la libertad se entiende así, y no en el sentido más estrecho -y casi
siempre basado en la propiedad- de mera ausencia de restricciones, se comprende mejor su
compatibilidad con la igualdad. De aquí esa preocupación por crear las condiciones de una
genuina ciudadanía democrática que caracteriza la teoría contemporánea sobre la democracia.
No cabe esperar un ejercicio de las virtudes de la participación democrática por parte de quie-
nes padecen severas privaciones y son por ello muy vulnerables a las amenazas y coerciones
derivadas del proceso político. Con demasiada frecuencia la riqueza o la propiedad funcionan
como bienes «dominantes», en expresión de Michael Walzer (1982): las desigualdades en las
relaciones económicas generan desigualdad de oportunidades, de poder, de influencia y, en
suma, de capacidad para tratar de conseguir los propios fines. Pero un compromiso tan serio
con la democracia presupone medidas sociales que limiten el alcance de la desigualdad de
clase y garanticen que todos los ciudadanos tengan cubiertas sus necesidades (Bay, 1981;
Green, 1985; Cunningham, 1987; Cohen y Rogers, 1983). La mayoría de quienes establecen
esta relación entre la igualdad sociopolítica y la democracia se centran en la problemática de
las clases. Sin embargo, algunos, influidos por los análisis feministas, señalan la necesidad de
tener en cuenta la división de género en el trabajo para fundamentar la igualdad y la participa-
ción políticas (Green, 1985; Walzer, 1982; Mansbridge, 1991).
Los enfoques participativos de la teoría democrática sostienen que la democracia es un
conjunto hueco de instituciones si se limita a permitir que los ciudadanos voten a sus repre-
sentantes en las instituciones políticas y a proteger a los ciudadanos de los abusos guberna-
mentales. Una democracia plena significa, en principio, que las personas puedan actuar como
ciudadanos en todas las grandes instituciones que requieren su energía y su obediencia. Como
comentaré en un apartado posterior, de esta idea deriva que la teoría y la práctica políticas de
nuestros días se interesen por las asociaciones cívicas externas al Estado y a la vida corporati-
va, por considerarlas los lugares más prometedores para la práctica de una democracia am-
pliada. Con todo, y como indica Pateman, la teoría actual ha mostrado también un renovado
interés por la democracia en el lugar de trabajo. En opinión de algunos autores, la práctica de
esta democracia puede permitir que los ciudadanos empiecen a hacer realidad esa igualdad
social y económica que es para ellos condición necesaria de su participación democrática en
la polis, al tiempo que realza el valor del autogobierno creativo en una de las dimensiones más
regulares e inmediatas de la vida moderna (Schweickart, 1980; Dahl, 1985; Gould, 1988). El
hecho de que unos argumentos tan cuidadosamente articulados apenas hayan influido en la
discusión de las relaciones laborales revela la relativa impotencia de la teoría política para
intervenir en la confección de la agenda política.
Al comienzo del período que nos ocupa, la teoría de la democracia política se identifi-
caba en buena medida con la del pluralismo de los intereses de grupo. Con posterioridad, han
aparecido críticas de peso a ese pluralismo, inspiradas en las experiencias e instituciones ac-
tuales de democracia participativa, y a partir de ellas se han desarrollado conceptos alternati-
vos de democracia, basados en la discusión activa. En Beyond Adversary Democracy, Jane
Mansbridge (1980) considera demasiado pobre conceptualizar el proceso democrático como
simple competencia de intereses y aboga a cambio por un modelo de democracia «unitaria»

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cuyos participantes procuran alcanzar un bien común mediante la discusión. Prudentemente
reconoce que también esta democracia tiene sus limitaciones, por lo que sugiere que tanto la
democracia competitiva como la unitaria son necesarias en una estructura política sólidamente
democrática.
Benjamin Barber aprovecha el impulso de estas críticas y categorías, pero dice en su
Strong Democracy (1984) que un ideal de democracia unitaria es demasiado conformista y
colectivista. Propone en su lugar un modelo de democracia fuerte y participativa, en la que los
ciudadanos asumen conjuntamente un compromiso público para obtener un bien común, pero
donde persiste la pluralidad social de intereses y cometidos. Personalmente no tengo muy
claro que los modelos de Barber y Mansbridge sean tan diferentes.
Sobre la base de estos importantes textos, los años recientes son testigo de una explo-
sión de teorizaciones de la democracia en cuanto forma de la razón práctica basada en la dis-
cusión. Con ellas se han elaborado mucho mejor los ideales y las prácticas de la toma demo-
crática de decisiones mediante la discusión razonada (Cohen, 1989; Spragens, 1990; Sunstein,
1988; Michelman, 1986; Dryzek, 1990; Habermas, 1992; Fishkin, 1991; Bohman, 1996). Si
bien es cierto que conforma una tendencia importante dentro de la actual teoría política, con-
sidero que esta idea de la democracia deliberativa, tal como se enuncia, plantea al menos dos
problemas. En primer lugar, el conjunto de esos modelos asume en exceso la necesidad de
unidad entre los ciudadanos, sea como punto de partida, sea como meta de la deliberación
(Young, 1996). En segundo lugar, las teorías de la democracia deliberativa pocas veces casan
con los hechos de la moderna democracia de masas en los que, en cambio, se basaba la teoría
pluralista. En concreto, los teóricos de la democracia participativa y deliberativa o ignoran la
cuestión de la representación o rechazan de plano que representación y democracia sean com-
patibles (Hirst, 1990). En cualquier caso, la representación queda gravemente subteorizada.
Recientemente algunos autores han teorizado la representación en el contexto del modelo de
democracia fuerte (Burnheim, 1985; Beitz, 1989; Bobbio, 1984; Grady, 1993), pero aún que-
da mucho por hacer. Los futuros trabajos que contemplen las estructuras representativas en
una democracia fuerte a gran escala harían bien en tener muy en cuenta el reciente opus mag-
num del mismísimo patriarca del pluralismo liberal, Robert Dahl (1989).

III. Teoría política feminista


La teoría política feminista aporta una de las novedades más originales y de mayor al-
cance del último cuarto de siglo. Las teóricas feministas politizan lo social cuestionando la
dicotomía entre lo público y lo privado y, en consecuencia, consideran que son propiamente
políticas las relaciones familiares, las sexuales y todas aquellas que se ven afectadas por la
presencia de los dos géneros, sea en la calle, en la escuela o en los lugares de trabajo.
Es imposible hacer justicia en tan poco espacio a la enorme variedad de las teorías po-
líticas feministas. Una de las cuestiones recurrentes en casi todas ellas es la deconstrucción de
la dicotomía público-privado, supuesto de partida del pensamiento político tradicional y con-
temporáneo. Si la esfera pública de la política puede resultar tan racional, tan noble y tan uni-
versal es gracias exclusivamente a que se han mantenido cuidadosamente fuera de ella las
poco impolutas realidades del cuerpo, la satisfacción de sus necesidades, la provisión necesa-
ria para su producción, los cuidados, la atención al nacimiento y a la muerte. Los cabezas de
familia basan su poder para hacer guerras, leyes y filosofías en que otros trabajan para ellos en
la esfera de lo privado, y nada tiene de extraño que modelen la nobleza según su propia expe-

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riencia. Pero una teoría política moderna y reflexiva debería reconocer que la gloria de lo pú-
blico está dialécticamente entrelazada con la explotación y la represión de lo privado, y que
muchos seres eran recluidos en este universo para cuidar de las necesidades de la gente. Como
conclusión de sus análisis, estas teorías afirman que la política del siglo XX reclama una re-
consideración drástica de tal distinción y de sus implicaciones para la política (Okin, 1979;
Clark y Lange, 1979; Elshtain, 1981; Nicholson, 1986; Young, 1987; Landes, 1988; Shanley
y Pateman, 1991).
Gran parte de la teoría política feminista analiza la masculinidad de una razón univer-
sal que aborrece la encarnación y honra el deseo de matar y de arriesgar la vida (Hartsock,
1983; Brown, 1988). Desde los antiguos, la valentía encabeza la lista de las virtudes cívicas, y
por esto se ha venido promoviendo al soldado como paradigma de ciudadano. Se ensalza a
Maquiavelo como padre de la Realpolitik y del republicanismo modernos porque nos pinta el
hombre político con los trazos del riesgo, el peligro, la victoria y la competición en el deporte
y en la batalla. El brillante estudio que hizo Ana Pitkin (1984) de Maquiavelo se basa en el
psicoanálisis feminista y en las criticas a la dicotomía público-privado, para poner de relieve
que los fundamentos de este ciudadano masculinizado están en una oposición psíquica entre el
Yo y el Otro.
Muchas críticas feministas parten de la idea del contrato social para desvelar diferentes
presunciones sobre la naturaleza, la acción y la evaluación del ser humano que derivan de
experiencias masculinas y desarrollan una visión unilateral de las posibilidades de la vida y el
cambio políticos. Algunas se han centrado en los supuestos del individualismo, la autonomía
y la independencia atomizadas que estructuran la imagen del ciudadano racional en el pensa-
miento político moderno. Carole Pateman (1988) dice que la idea de individuo implícita en la
teoría de1 contrato social es la realidad masculina, porque ese concepto de individuo exige
independencia de los cuidados corporales que sólo es posible si otros se encargan de ellos.
Otras críticas feministas aducen que el concepto de individuo autónomo y racional, propio de
la teoría del contrato social, comporta una imagen de persona autogenerada y autosuficiente,
sin nacimiento ni dependencias. Todo el edificio que construye las relaciones sociales como
consecuencia de negociaciones voluntarias se hundiría sin más que sustituir esta hipótesis de
autogeneración por la dependencia originaria que todos los seres humanos tienen respecto de
otros. Algunos autores han explorado puntos de vista alternativos sobre la sociedad y la polí-
tica que parten de premisas de conectividad e interdependencia, y no de autonomía e indepen-
dencia (Held, 1987).
Las feministas han sometido muchos conceptos clave del discurso político a. análisis
muy incisivos: el poder (Hartsock, 1983), la autoridad (Jones, 1993), la obligación política
(Hirschman, 1992), la ciudadanía (Dietz, 1985; Stiehm, 1984; Bock y James, 1992), la priva-
cidad (Allen, 1988), la democracia (Phillips, 1991) y la justicia (Okin, 1989).
Las cuestiones que aborda esta literatura conceptual y las conclusiones a que llega son
muy diversas, pero los argumentos tienden a agruparse en tomo a dos proyectos. En primer
lugar, las feministas arguyen que las teorías de la justicia, el poder, la obligación, etc., reflejan
la experiencia del género masculino, por lo que hay que revisarlas para que incluyan también
la experiencia del género femenino. A menudo las críticas aducen que la pretensión de univer-
salidad para sus conceptos y teorías por parte de los teóricos de la política no se sostiene,
puesto que tales teorías no han tenido en cuenta los hechos derivados de las diferencias de
género, por lo que es preciso reformularlas corrigiendo esa omisión. Por ejemplo, Susan Okin
alega que los argumentos de Walzer sobre la justicia se desmoronan en cuanto se tienen en
cuenta los hechos de la dominación masculina dentro de las comunidades.

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En segundo lugar, estos análisis conceptuales suelen aducir que la teoría política tien-
de a vaciar estos conceptos políticos centrales de toda conexión con los seres reales de carne y
hueso. Y así, Nancy Hartsock afirma que las teorías dominantes sobre el poder reprimen la
relación con la experiencia infantil de vulnerabilidad y presuponen una dicotomía yo-otro que
reduce el poder a competencia y control. Pensar el poder en términos de personas dirigiría la
atención del teórico hacia el poder para y no simplemente hacia el poder sobre (véase War-
tenberg, 1990). Joan Tronto reflexiona sobre el poder en el contexto de la prestación de cui-
dados personales y sus implicaciones para la política y los programas de gobierno (Tronto,
1993). Buena parte de las discusiones feministas acerca del concepto de igualdad, por poner
otro ejemplo, han cuestionado que el respeto igual a las mujeres deba implicar igual trato para
los hombres, dado que las mujeres experimentan embarazos y partos y son más vulnerables a
causa de la saciedad sexista (Scott, 1988; Bacchi, 1991).
Los argumentos feministas acerca del individualismo, la dicotomía público-privado, la
teoría del contrato y el sesgo implícito en las ideas occidentales de razón y universalidad, han
influido en algunas obras de teóricos masculinos (por ejemplo, Green, 1985; Smith, 1989).
Pero la mayor parte de la teoría política sigue partiendo de las mismas premisas de siempre
sin que, en apariencia, se considere obligada ni a revisar sus enfoques a la luz de las criticas
feministas ni a presentar argumentos contra ellas.

IV. Posmodernidad
Considero que la posmodernidad está relacionada con la cuestión de la politización de
lo social en al menos dos aspectos. En primer lugar, como algunas autoras feministas que he
mencionado, muchos politólogos posmodernos se ocupan del movimiento y fluir del poder a
través de toda la sociedad y de cómo las instituciones y los conflictos políticos condicionan el
poder social y son condicionados por 61. En segundo lugar, muchos pensadores posmodernos
insisten en que debemos ver en los actores políticos productos no-necesariamente-coherentes
de los procesos sociales, en lugar de concebirlos como los orígenes no analizados del conflic-
to y la cooperación.
La obra de Michel Foucault es una monumental contribución a la teoría política que, al
mismo tiempo, desafía muchos presupuestos tradicionales. Foucault considera que la teoría y
el discurso políticos siguen asumiendo un paradigma del poder que deriva de la experiencia
premodema, cuando desde el siglo XVIII se ha producido una nueva estructuración del poder.
El viejo paradigma concibe el poder como soberanía: la fuerza represiva del gobernante esta-
blece lo que está permitido y lo que está prohibido. En cambio, el nuevo régimen del poder
actúa menos mediante el mando y más mediante normas disciplinarias. En este régimen mo-
derno, el rey y sus agentes no controlan desde el centro a sus indóciles súbditos mediante el
temor. En lugar de ello, instituciones de gobierno filtran sobre el terreno, en los más remotos
capilares de la sociedad, lo cual disciplina los cuerpos para que se respeten las normas de la
razón, el orden y el buen gusto. El poder prolifera y se hace operativo en las instituciones dis-
ciplinarias que organizan y administran al pueblo en una compleja división del trabajo: hospi-
tales y clínicas, escuelas, prisiones, organizaciones asistenciales, departamentos de policía
(Foucault, 1979, 1980; Burchell et al., 1991).
La teoría política todavía tiene que absorber y evaluar plenamente esa imagen del po-
der como proceso de producción de múltiples instituciones disciplinarias. William Connolly
(1987) interpreta las tesis de Foucault como desafío a esa confianza acrítica de la teoría políti-

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ca en las ideas de la Ilustración. Según él, las normas son siempre ambivalentes, de doble filo,
por lo que deberíamos resistir el impulso burocrático a disciplinar la ambigüedad. Algunos
científicos políticos han examinado el concepto de poder a la luz de la obra de Foucault
(Smart, 1983; Wartenberg, 1990; Spivak, 1992; Honneth, 1991). Un mayor compromiso con
las ideas de Foucault exigirá repensar los conceptos de Estado, derecho, autoridad, obligación,
libertad, y también derechos.
El vigor crítico del análisis de Foucault es evidente. Pero esta teorización reclama
también ideales normativos de libertad y justicia con los que evaluar prácticas e instituciones.
Varios teóricos argumentan que la teorización de Foucault es implícitamente contradictoria
porque él se niega a articular tales ideales positivos (Taylor, 1984; Fraser, 1989, cap. 1;
Habermas, 1990, caps. 9 y 10).
Otros autores franceses asociados a la posmodernidad han hecho aportaciones impor-
tantes: Lacan, Derrida, Lyotard, Baudrillard y Kriseva. Me limitaré a comentar algunas otras
cuestiones de teoría política abordadas por estos autores.
Los pensadores posmodemos han cuestionado el supuesto según el cual los sujetos in-
dividuales uniformizados son las unidades de la sociedad y la acción política. La subjetividad
es un producto del lenguaje y la interacción, no su origen, y los sujetos son internamente tan
plurales y contradictorios como el ámbito social en el que viven. Esta tesis ontológica suscita
serios interrogantes a la teoría política acerca del significado de la acción moral y política.
Fred Dallmayr (1981), interpretando a Merleau-Ponty y a algunos otros autores que he men-
cionado, ofrece una visión del proceso político en la que se disipa el deseo de control.
Otros parten de la crítica derridiana a la metafísica de la presencia (Derrida, 1974) pa-
ra afirmar que el deseo de certidumbre y de claros principios reguladores en política da lugar
a la represión y la opresión de la alteridad, tanto en otras personas como en uno mismo (Whi-
te, 1991). En Identity/Difference, William Connolly (1991) da un giro a esta tesis cuando pre-
tende que tal política unificadora produce un resentimiento que lleva enseguida a culpar a la
ambigüedad, en lugar de abrirse suficientemente a ella. Bonni Honig (1993) aplica este tipo
de argumentos a textos de teóricos como Kant, Rawls y Sandel, cuyo deseo de encontrar un
centro teórico unificador para la teoría política elimina forzadamente, según ella, a todos
aquellos sujetos que se desvían de su modelo de comunidad y de ciudadano racional.
A mi juicio, la consecuencia más importante de la crítica posmoderna es la reinterpre-
tación del pluralismo democrático. La política democrática es un campo de grupos e identida-
des cambiantes que se relacionan entre sí mediante afinidades y enfrentamientos (Yeatman,
1994). El libro de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy (1985),
ha sido muy influyente en esa línea. Según ellos, el concepto marxista de acci6n revoluciona-
ria de la clase obrera es una ficción metafísica inapropiada para los tiempos actuales, en los
que proliferan movimientos sociales radicales que se definen por intereses e identidades múl-
tiples. Siguiendo líneas similares al análisis que hace Lyotard (1984) del mito del Pueblo co-
mo sujeto de la narración histórica, Claude Lefort considera que la política moderna, espe-
cialmente en las sociedades relativamente libres y modernas, no puede basar su legitimidad en
una «voluntad popular» unificada. Al contrario, la democracia moderna es precisamente el
proceso de negación de demandas sin fundamento de cualquier sujeto único (Lefort, 1986). La
política democrática radical ha de entenderse como la coalescencia de movimientos sociales
plurales en la sociedad civil para profundizar las prácticas democráticas tanto en el Estado
como en la sociedad (véase Mouffe, 1993). Yo apoyo totalmente una teoría política que valo-
ra adecuadamente la heterogeneidad social y desconfía de los esfuerzos homogeneizadores
(véase Young, 1990). Sin embargo, gran parte de estos escritos parecen considerar sospecho-

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sos en sí mismos los patrones normativos de la justicia y la libertad, cuando no omiten por
completo cualquier referencia a la libertad y la justicia. La misión de una teoría política sensi-
ble a las implicaciones represivas de la lógica de la identificación y la normalización exclu-
yente es desarrollar métodos de apelación a la justicia menos susceptibles de provocar esas
críticas.

V. Nuevos movimientos sociales y sociedad civil


En los últimos veinte años han proliferado movimientos cuyo estilo y cuyas demandas
trascienden las peticiones de derechos o de bienestar: ecologismo, pacifismo, movimientos de
resistencia nacional y reivindicación cultural, feminismo, liberación homosexual. Significati-
vamente, la finalidad de muchos de estos movimientos es politizar lo social, convertir muchos
hábitos de la interacción social cotidiana y la cultura en objetos de reflexión y discusión. Al-
gunas teorías políticas recientes conceptualizan los estilos y las implicaciones políticas de
estos «nuevos movimientos sociales» (Melucci, 1989; Boggs, 1986; Mooers y Sears, 1992).
Se los llama «nuevos» por dos razones al menos. Por un lado, las cuestiones que plan-
tean no son, en general, incluibles en la nómina de derechos básicos de los ciudadanos, ni en
una ampliación de los derechos económicos. Son cuestiones más específicamente sociales:
respeto a la diferencia cultural y autodeterminación en este ámbito, responsabilidad y plura-
lismo en el estilo de vida cotidiana, reflexión sobre el poder en la interacción social, participa-
ción en las decisiones dentro de instituciones sociales y económicas, aunque también en las
políticas. Por otro lado, la forma de organización de estos movimientos no es una réplica del
modelo del movimiento de masas propio de los partidos políticos o los sindicatos, en el que
una burocracia unificada busca el poder mediante la movilización de recursos. En lugar de
esto, los nuevos movimientos sociales tienden a configurarse como redes de grupos más loca-
les, cada uno con su estilo y principios propios, que sin embargo actúan concertadamente, en
masse, en algunas acciones de protesta.
Ciertas teorías políticas contienen análisis sistemáticos de los principios políticos nor-
mativos que inspiran algunos de estos movimientos. El ecologismo, por ejemplo, ofrece mate-
ria para la reflexión sobre cuestiones normativas básicas acerca del valor, la racionalidad so-
cial y la participación democrática (Sagoff, 1988; Goodin, 1992; Dryzek, 1987).
A pesar de la importancia de los movimientos sociales antirracistas, que cargan el
acento en la autodeterminación, la integración plena, el pluralismo cultural y la reparación de
injusticias pasadas, sorprendentemente los científicos políticos han prestado muy poca aten-
ción a la cuestión de la raza y el racismo. Entre los autores norteamericanos abundan los deba-
tes sobre la discriminación positiva (Goldman, 1979; Bowie, 1988; Ezorsky, 199 1). Pero este
enfoque, aunque importante, es muy limitado. La explicación de Judith Shklar (1991) sobre el
significado de la ciudadanía norteamericana a la sombra del legado de la esclavitud da un ma-
yor peso a los temores y la ideología racistas a la hora de entender el discurso político. Ber-
nard Boxill (1984) ofrece una completa fundamentación filosófica a muchas de las demandas
de justicia social de los afroamericanos, incluidas la discriminación positiva, la autoestima y
las reparaciones. Bill Lawson y Howard McGary (1992) formulan una teoría política de la
libertad reflexionando sobre historias de esclavos. En línea con las reacciones de las feminis-
tas negras y de las feministas de color contra el discurso feminista dominante, Elizabeth
Spelman (1988) critica el uso de una categoría indiferenciada de género en la teoría social y
política. De forma parecida, Nancy Caraway (1 99 1) sintetiza las principales ideas de las fe-

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ministas de color cuando dialogan con el etnocentrismo de buena parte de la teoría política y
social feminista.
El libro de Andrew Sharp, Justice and the Maori (1990), tan cuidadosamente argu-
mentado, establece un modelo teórico para los movimientos indígenas en el seno de una so-
ciedad industrial avanzada. Algunos científicos políticos de Australia y Canadá han empezado
a afrontar el reto de la teorización normativa en relación con la problemática indígena (Ca-
rens, 1993; Kymlicka, 1993; Wilson y Yeatman, 1995). Aunque los juristas norteamericanos
han escrito obras importantes sobre asuntos indígenas (por ejemplo, Williams, 1990), percibo
pocos signos de atención a las cuestiones normativas que afectan a los pueblos indígenas por
parte de los politólogos y filósofos de los Estados Unidos.
Recientes teorizaciones acerca del papel del Estado y la burocracia en las sociedades
industriales avanzadas ayudan a contextualizar la interpretación de los nuevos movimientos
sociales. Según Foucault, la normalización producida por los servicios sociales y humanos
burocratizados son resultado de la aplicación de un poder social disciplinario que genera sus
propias resistencias. En una línea algo diferente, Claus Offe (1984) presenta el moderno Esta-
do del Bienestar en clave de procesos despolitizados de control social y gasto público. El Es-
tado se ha convertido en un ruedo en el que los funcionarios realizan sus actividades reales a
puerta cerrada y los expertos administran las políticas sectoriales con una pericia técnica en la
que apenas tienen cabida fines normativos. Los movimientos sociales politizan partes de esta
actividad desde fuera de las instituciones estatales.
Con su concepto de la «colonización del mundo vital», Jürgen Habermas (1987) apor-
ta un contexto teórico para conceptualizar el significado de los nuevos movimientos sociales.
El Estado y las instituciones han desarrollado su propia racionalidad técnica, la cual finalmen-
te se ha «desacoplado» del contexto vital cotidiano de la interacción cultural significativa. A
continuación estos imperativos estatales e institucionales reaccionan sobre el ámbito de la
vida cotidiana constriñéndolo o distorsionándolo. Cabe interpretar muchos nuevos movimien-
tos sociales como una reacción ante esta colonización, como un intento de abrir espacios nue-
vos a las opciones colectivas sobre fines estéticos y normativos, y de limitar la influencia de
los imperativos sistémicos del poder y la ganancia.
Si es cierto que la actividad estatal está muy tecnificada, las instituciones estatales no
pueden funcionar como el lugar de la política deliberativa en las sociedades capitalistas avan-
zadas. Por ello, la política -en el sentido de gente que se reúne para discutir sus problemas
colectivos, plantea demandas cruciales sobre la acción y actúa en común para cambiar sus
circunstancias- se produce más en las esferas de la crítica pública, fuera del Estado y orienta-
da a sus acciones. Por ello, los científicos políticos interesados en la política participativa y el
discurso normativo crítico en la sociedad de fines del siglo XX (Calhoun, 199 1) vienen pres-
tando una atención renovada a la principal obra de Habermas de los años sesenta, The Struc-
tural Transformation of the Public Sphere (1962).
En sintonía con estas tesis emerge un concepto de sociedad civil como el locus de la
política libre y deliberativa. En los años ochenta, los movimientos de oposición de Europa del
Este utilizaron el concepto de sociedad civil, y este uso ha influido en algunas innovaciones
teóricas que venimos citando. Su incidencia es también perceptible en los movimientos de
oposición de Sudáfrica y América Latina.
Entre los principales formuladores de la teoría de la sociedad civil están John Keane
(1984; 1988), Jean Cohen (1983) y Andrew Arato (Arato y Cohen, 1992). Por sociedad civil
se entiende una actividad asociativa voluntaria que da lugar a un conjunto de asociaciones
cívicas, organizaciones sin ánimo de lucro, etc., en conexión muy laxa con el Estado y las

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corporaciones económicas. Las actividades de la sociedad civil requieren un Estado liberal
fuerte que proteja las libertades de expresión, asociación y reunión. Pero este tipo de activida-
des implican una participación más directa que la relación entre el ciudadano y el aparato de-
cisorio del Estado.
Por ello, tanto Cohen como Arato y Keane consideran la sociedad civil el espacio de
profundización y radicalización de la democracia. Las esferas públicas de sociedad civil pue-
den y deben ampliarse reduciendo las funciones burocratizadas del Estado y estructurando
nuevas áreas de vida social en forma de organizaciones de participación voluntaria. Estas or-
ganizaciones cívicas pueden servir también de plataformas de lanzamiento de críticas a las
políticas y la acción del Estado.
La teoría de la sociedad civil incorpora una dimensión importante a nuestra visión de
la política como acción y participación públicas. Pero también parece tapar algunas preocupa-
ciones que se ponen claramente de manifiesto cuando el foco se sitúa en las políticas estatales;
por ejemplo, la preocupación por la desigualdad económica. Por otra parte, el concepto de
sociedad civil es ambiguo respecto de la relación entre esa sociedad y la economía. No todas
las teorizaciones sobre sociedad civil y teoría política distinguen entre economía y sociedad
civil, como hacen Cohen y Arato. Algunos autores identifican la libertad de la sociedad civil
con la libertad de mercado (véase, por ejemplo, Kukathas y Lovell, 1991). En estos casos, la
teoría de la sociedad civil se nos presenta como una forma nueva de liberalismo antiestatal. Y
como todas las teorías de la sociedad civil concuerdan en que las modernas burocracias del
Estado del Bienestar tienden a ser dominadoras y antidemocráticas, se plantea el problema de
cómo compatibilizar esta visión de la política y la democracia con el compromiso con la pro-
moción activa de la justicia social.

VI. Liberalismo y comunitarismo


Michael Sandel, con su Liberalism and the Limits of Justice (1982), hizo nacer esa co-
rriente de la teoría política contemporánea, conocida como comunitarismo e interpretable
igualmente en términos de una politización de lo social. Los comunitaristas pretenden anclar
los valores políticos (justicia, derechos, libertad) en contextos socioculturales particulares. Y
con ello conceptualizan lo social como previo a, y constitutivo de, lo político.
Sandel argumentaba que la teoría de la justicia de Rawls presuponía erróneamente un
yo moral previo a las relaciones sociales basadas en los principios de la justicia, un yo «no
hipotecado» por la cultura y los compromisos específicos en que él o ella está inserto. Los
principios de justicia generados a partir de una noción tan abstracta del yo sólo pueden servir
para regular relaciones públicas entre extraños de un modo muy formalista. Para formular una
robusta teoría política de la unión social, sugería Sandel, la justicia debe complementarse con
el reconocimiento de los peculiares vínculos y compromisos culturales que constituyen las
identidades personales.
En After Virtue, Alistair MacIntyre (1981) lanzaba un desafío, de contenidos más his-
tóricos, al liberalismo. Los cambios económicos e ideológicos de la sociedad moderna crean
un dilema relativista, propio de la modernidad. Las cuestiones morales y religiosas -sobre lo
bueno, lo justo, lo virtuoso- han pasado a ser asuntos o de la conciencia privada o de la con-
frontación de opiniones políticas. El liberalismo es un sistema de arbitraje formal entre tales
opiniones competidoras e inconmensurables, pero sin que haya medio de decidir cuáles son
correctas y cuáles no. En esta visión moderna del mundo, los agentes morales se liberan sobre

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el paisaje como átomos inconexos, utilizables a voluntad y a menudo cínicos. Esta tardía en-
fermedad moderna puede tener un mejor tratamiento buscando comunidades vivas de virtudes
y valores compartidos que sean los análogos contemporáneos -de las comunidades gremiales
del Medievo o de otras comunidades tradicionales y autónomas, unidas por el compromiso
común con determinados valores.
En respuesta a éstas y otras críticas comunitaristas a la pretensión liberal de trascender
y obviar los contextos culturales particulares, algunos autores responden que el comunitaris-
mo implica un relativismo inaceptable. Si la cultura conforma las normas, y no hay medio de
distanciarse reflexivamente para evaluar esas normas y articular los principios de la razón
liberal, entonces no podemos evaluar ni moral ni políticamente los diferentes contextos socia-
les. Los comunitaristas contestan a esto que los liberales persiguen un universalismo abstracto
y peligroso.
A mediados de los ochenta e1 debate liberalismo-comunitarismo inundaba las páginas
de las revistas y libros especializados. Pero este debate, además de demasiado abstracto, se
basaba en una dicotomía falsa. Aunque el objetivo declarado de los comunitaristas era situar
las normas morales y políticas en contextos sociales particulares de agentes de carne y hueso,
rara vez analizaban comunidades singulares (véase Wallach, 1987). Por otra parte, era difícil
encontrar un comunitarista que rechazase los valores liberales del respeto a todos por igual, la
libertad de acción, expresión y asociación, o la tolerancia (véase Gutmann, 1985). Y en el otro
bando, pocos liberales confesos estaban dispuestos a negar el poder de culturas concretas so-
bre las vidas de los individuos, aunque discrepasen de los comunitaristas en la significación
normativa de esos hechos.
E1 debate liberalismo-comunitarismo ponía de manifiesto hasta qué punto la teoría li-
beral contemporánea hacía abstracción del compromiso y la pertenencia al grupo social para
considerar los individuos sólo en cuanto individuos. Y con ello planteaba claramente la cues-
tión de si la teoría liberal tenía que asumir, y en qué grado, el reconocimiento de los contextos
sociales concretos y las diferencias culturales colectivas. Liberalism, Community and Culture
(1989), de Will Kymlicka, significó un auténtico punto de inflexión en este debate. Al contra-
rio que la mayoría de las aportaciones a esta discusión, Kymlicka no desarrolla abstracciones
acerca de la comunidad y la cultura, sino que analiza las situaciones culturales y políticas
concretas de los pueblos indígenas en relación con el Estado de Canadá. Firme partidario de
los valores del moderno liberalismo político, Kymlicka afirma que éstos no sólo son compati-
bles con la constitución de derechos culturales, que a veces implican derechos especiales para
las minorías culturales oprimidas o en peligro, sino que la exigen. Según su argumento, esos
derechos culturales se deducen del liberalismo por cuanto éste establece los derechos indivi-
duales, y entre ellos ha de incluirse el derecho de cada individuo a ser miembro de su propia
cultura y, por tanto, a preservar esa cultura a la que pertenece.
Charles Taylor (1992), otro canadiense que ha abordado los derechos culturales en es-
ta línea más contextualizada, se muestra menos seguro de que el principio del reconocimiento
cultural sea compatible, al menos con ciertas versiones del liberalismo. Si por liberalismo
entendemos la exigencia de declarar unos derechos universales, de modo que leyes y reglas se
apliquen por igual y del mismo modo a todos, el reconocimiento político y la preservación de
culturas concretas encaja mal con el liberalismo. El reconocimiento y la preservación de las
minorías culturales puede requerir un trato diferenciado y unos derechos específicos para los
que existen buenos argumentos morales, pero unos argumentos que se sitúan fuera de la tradi-
ción individualista liberal (véase Young, 1989, especialmente cap. 6).

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Recientemente, una serie de obras han intentado una reconciliación entre las posturas
del liberalismo y el comunitarismo tal como se planteaban en los primeros ochenta. En gene-
ral se ha considerado que el liberalismo era neutral respecto de los valores por los que acepta-
ba por igual los diferentes modos de vida, siempre que hubiese un respeto mutuo. En cambio,
el comunitarismo, especialmente en la versión de MacIntyre, asume el bien -en cuanto finali-
dades de la acción- y la virtud -en cuanto disposición a alcanzar esos fines buenos- como el
compromiso moral al que el liberalismo ha renunciado a favor del relativismo. Algunos auto-
res han rechazado que el liberalismo sea neutral ante fines y virtudes, y afirman, por el contra-
rio, que el liberalismo también implica en sí mismo determinados valores culturales, fines
normativos y virtudes de la conducta (Macedo, 1990; Galston, 1991).
Creo adecuado terminar este repaso a dos décadas de teoría política volviendo al mis-
mo autor con el que empecé: John Rawls. Los argumentos de Political Liberalism (1993) son
en gran medida un intento de dar respuesta al debate liberalismo-comunitarismo y al contexto
social del multiculturalismo en la sociedad liberal. Rawls se mueve en sentido contrario al de
Kymlicka y otros autores que buscan conciliar los valores del liberalismo político con el reco-
nocimiento público de normas culturales y modos de vida específicos. En lugar de esto, Rawls
considera que la libertad y el respeto a las peculiaridades, que llama comprehensive doctrines,
exige que todos se pongan de acuerdo sobre un conjunto de principios que guíen la interac-
ción entre las diferentes comunidades pero las trascienda a todas. El multiculturalismo es po-
sible en una sociedad liberal sólo si redibujamos una frontera muy clara entre lo que es pro-
piamente público -y por tanto objeto de las normas constitucionales y legales que gobiernan a
toda la sociedad- y lo que es privado, en el sentido de asuntos de la conciencia y el compromi-
so individuales y comunitarios.
Aunque ese consenso general, que Rawls cree puede nacer de la buena voluntad de las
diferentes culturas y comunidades de conciencia para establecer términos equitativos de co-
operación, sigue prestando atención tanto a la libertad como a la desigualdad social y econó-
mica, pienso que Political Liberalism constituye un retroceso respecto de lo social. Rawls
cree que el restablecimiento de un discurso político y legal que sólo admita en su seno cues-
tiones ya enmarcadas en términos de normas generalizables es el mejor modo de abordar los
conflictos y ambivalencias producidos por la convivencia de comunidades concretas en asun-
tos como la sexualidad, la familia, los contenidos de los medios audiovisuales, las vestimentas
religiosas en público y tantos otros. Al parecer, el problema del conflicto político en este tra-
mo final del siglo XX radica en que las demandas de valores particularistas, por parte de los
grupos sociales, han adquirido una presencia excesiva en el discurso público, por lo que
haríamos bien en distinguir entre aquellas reivindicaciones que pueden ser adecuadamente
atendidas mediante la razón pública y aquellas otras que son simples diferencias sociales o
privadas.
Aunque Rawls sigue diciendo que el principio de la diferencia es importante, en esta
última obra carga el acento sobre los mecanismos procedimentales que permiten llegar a un
consenso sobre los derechos y libertades civiles, y mantenerlo. Las propuestas de redistribu-
ción de la riqueza y la renta para maximizar las expectativas de los más desfavorecidos son
hoy mucho más polémicas que hace veinte anos, a pesar de que ha aumentado considerable-
mente el número de pobres. Y, además, existe una significativa correlación entre pobreza y
situación social en términos de raza, género, etnicidad y cultura. De ahí que las reivindicacio-
nes políticas acerca de los valores familiares o del reconocimiento de las minorías culturales
tengan mucho que ver con las demandas de justicia social. La «política de la identidad», me-
diante la cual los grupos demandan el reconocimiento público de la especificidad de sus valo-
res culturales, ni siquiera se debilita allí donde está menos ligada a desventajas económicas.

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Por todas estas razones, la actual tentación de la teoría política de retirarse de lo social amena-
za con hacer de la política algo todavía más irrelevante de lo que ya suele serlo. Por fortuna,
hay signos de que muchos científicos políticos continuarán bregando con estos problemas
políticos, tan difíciles, de finales del siglo XX.

Agradecimientos
Estoy muy agradecida a Joseph Carens, Robert Goodin, Molly Shanley, Rogers Smith
y Andrew Valls por sus útiles comentarios a las primeras versiones de este capítulo.

Bibliografía
…/…

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21. Teoría política: tradiciones en filosofía
política.

BHIKHU PAREKH

I. Precedentes
En muchas discusiones sobre filosofía política posteriores a la Segunda Guerra Mun-
dial solía decirse:
a) que los años cincuenta y sesenta marcaron el declive e incluso la muerte de la filo-
sofía política; y que los setenta y ochenta fueron los de su renacimiento;
b) que ese renacimiento fue causado, o cuando menos estimulado, por la agudización
de la confrontación política e ideológica provocada por factores como la Guerra de
Vietnam, el movimiento norteamericano de los Derechos Civiles, la desintegración
del consenso de posguerra y la aparición de la nueva izquierda; y
c) que A Theory of Justice, de Rawls (en adelante TJ), simbolizaba el renacimiento
de la filosofía política (véase, entre otros, Barry, 1991; Miller, 1990; Held, 1991).
Las proposiciones b) y c) implican que a) es cierta. Si se demostrase que a) es falsa, no
necesitaríamos explicar b). Y en cuanto a c), tampoco veríamos en TJ un hito histórico, lo que
no le impediría seguir siendo una de las grandes obras de la filosofía política posterior a la
Segunda Guerra Mundial. Aunque las imágenes de la muerte y la resurrección tienen una pro-
funda carga emotiva para los criados en el cristianismo, hay pocas evidencias que apoyen a).
Además, si la Guerra de Vietnam y otros acontecimientos fueron capaces de insuflar nueva
vida a una disciplina muerta o moribunda, no se entiende por qué, a igualdad de los demás
factores, enormes cataclismos como la Segunda Guerra Mundial, las tiranías nazi y comunis-
ta, o el Holocausto, no generaron obras mayores en la filosofía política. Si b) es cierta, a) no
puede serlo.
En contra de la creencia general, los años cincuenta y sesenta fueron bastante fecundos
en ese campo. En su larga y decisiva introducción al Leviatán de Hobbes, escrita en 1946, así
como en Rationalism in Politics (1962), Michael Oakeshott perfilaba una nueva concepción
de la naturaleza de la filosofía política, desafiada por un racionalismo dominante en el pensa-
miento occidental, que era, a su juicio, uno de los responsables de las recientes tragedias, y
ofrecía una formulación muy original del conservadurismo que lo liberaba de su tradicional
asociación con la religión, el historicismo, el moralismo, el nacionalismo y la jerarquización
social. Los años cincuenta y sesenta trajeron también la publicación de los principales escritos

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de Hannah Arendt, quien ha suscitado más estudios que cualquier otro escritor contemporá-
neo. Ella problematizó el concepto de naturaleza humana, criticó el carácter apolítico de la
filosofía política tradicional y abogó por una revisión radical de sus hipótesis y conceptos para
poder interpretar con algún sentido los totalitarismos nazi y estalinista. Con muchas de estas
ideas hizo auténtica teoría en The Human Condition (1958), uno de los libros más originales e
influyentes de la filosofía política de todo el siglo XX, así como en obras menos monumenta-
les como Between Past and Future (1961) y On Revolution (1963). En el mismo período
Isaiah Berlin publicó varios ensayos importantes, entre los que destacan «Dos conceptos de
libertad» (1958) y «¿Existe aún la teoría política?» (1962). En proporción a su tamaño, el
primero ha engendrado más literatura crítica que cualquier otra obra contemporánea, incluida
TJ de Rawls. En ésta y otras aportaciones, Berlin cuestionaba el monismo moral de gran parte
de la filosofía política tradicional, incluida la liberal, destacaba la inconmensurabilidad y la
irreductible pluralidad de los valores morales y esbozaba una forma muy moderna e influyen-
te de liberalismo.
Estas dos décadas son también la de filósofos políticos de la talla de Karl Popper, Leo
Strauss, Eric Voegelin, C. B. Macpherson, F. A. Hayek, R. G. Collingwood y George Santa-
yana. Hasta TJ de Rawls fue en gran medida, como él mismo ha dicho, una reelaboración de
ideas originales que había venido desarrollando en los artículos que escribió entre 1951 y
1963. En esos años se publicaron también excelentes obras sobre Hobbes, Locke, J. S. Mill,
Kant y otros, que muchas veces no eran simples ejercicios de historia del pensamiento políti-
co, como son calificadas erróneamente por algunos comentaristas, sino compromisos filosófi-
cos con las ideas de los pensadores del pasado y, por tanto, ensayos de filosofía política for-
mulados a través de esa mediación histórica. También pertenece a este período el intento sis-
temático de construir una filosofía política marxista a cargo de figuras como Althusser, Sartre,
Habermas y Marcuse. Dado que Marx había menospreciado la filosofía, para él un «onanis-
mo» intelectual, y había considerado en buena medida la política un epifenómeno y una acti-
vidad parásita, lo que indudablemente limitó los recursos teóricos que podía dedicar a la ela-
boración de una filosofía política, los esfuerzos de esos autores por desarrollar una teoría polí-
tica marxista fueron realmente notables. El crecimiento de la filosofía política marxista esti-
muló su crítica, lo que dio lugar en este período a algunas de las mejores obras críticas, sobre
Marx.
La filosofía política de los años cincuenta y sesenta presenta varias características, de
las que señalaré tres. La primera es que fue un tiempo de primas donas y gurús. Difícilmente
sus protagonistas se prestaban a un diálogo crítico con los demás. Ni siquiera los menciona-
ban. Naturalmente, leían y comentaban en privado los escritos de los otros, y a veces mante-
nían entre sí una extensa correspondencia privada, pero no solían referirse a ellos en sus pu-
blicaciones, y rara vez se encontraban en los congresos. En toda la obra de Arendt hay sólo un
par de referencias a Oakeshott y casi ninguna a Popper o a Berlin. Y el comportamiento de los
demás no era diferente. Cada gurú tenía sus seguidores, unos más que otros, y creaba una es-
cuela aparte cuyos miembros desarrollaban afanosamente el pensamiento del maestro.
En segundo lugar, aunque los distintos autores se ocupaban de cuestiones diferentes,
todos eran muy conscientes de que su disciplina recibía severas críticas desde fuentes tan di-
versas como el positivismo lógico, la lingüística, la sociología del conocimiento, el conduc-
tismo, el existencialismo y autores de orientación histórica como Collingwood o Croce. En el
mundo anglosajón estaba muy extendida la opinión de que cualquier investigación o era empí-
rica o era normativa, que la filosofía política tradicional pertenecía al segundo tipo, y que co-
mo los valores no son objetivos, toda investigación normativa, incluida la de la filosofía polí-
tica, se situaba básicamente en el terreno de las preferencias personales para las que no es

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legítimo reclamar una validez universal. Incluso los autores que rechazaban esta visión positi-
vista argüían que, como en las sociedades occidentales contemporáneas reinaba un amplio
acuerdo sobre los valores morales, la filosofía política carecía de función pública importante y
era, en consecuencia, innecesaria. En suma, la filosofía política o era imposible o era inútil, o
las dos cosas.
Los principales filósofos políticos respondieron a estas y otras críticas de muy diferen-
te modo. Unos se las tomaron más en serio que otros, pero todos estaban, concordaban en que
su disciplina era un tipo de estudio tan posible como necesario. Tenía un alcance universal,
una orientación crítica y el objetivo de ofrecer una explicación racional de la vida política
basándola en las capacidades y necesidades básicas del ser humano (Berlin), en la naturaleza
humana (Strauss, Voegelin y Marcuse), en la racionalidad humana (Popper), en la condición
humana (Arendt) o en las dificultades y, después, en la acción humana (Oakeshott). En su
opinión, hacían una contribución irreemplazable que consistía en iluminar los rasgos funda-
mentales de la vida humana en general y de la vida política en particular, poner de manifiesto
los argumentos nocivos, atacar los proyectos ideológicos seductores pero intrínsecamente
irrealizables, velar por la integridad de lo público y aclarar la forma vigente del discurso polí-
tico. Casi todos pensaban que la filosofía política se ocupaba más de comprender que de pres-
cribir, que operaba a un nivel que le impedía recomendar instituciones y políticas concretas, y
que nunca se convertiría en una filosofía práctica. Muchos pensaban también que las tribula-
ciones de la filosofía política en las décadas precedentes se habían debido a su excesiva de-
pendencia de la filosofía en general, lo que la había convertido en un rehén de las cambiantes
modas en esta última. Por ello procuraban, cada uno a su modo, establecer su autonomía y
negaban que fuese una filosofía aplicada, una mera extensión a la vida política de doctrinas
filosóficas generales que se hubiesen desarrollado a sus espaldas. Muy al contrario, la consi-
deraban un modo de investigar relativamente específico, con sus propios métodos y categorí-
as.
En tercer lugar, los filósofos políticos de esos años habían vivido los horrores de la
Segunda Guerra Mundial, y en algunos casos también los de la Primera, así como el ascenso
de los totalitarismos fascista, nazi y comunista y los campos de concentración, y se sentían
muy turbados ante las bárbaras tendencias latentes en la civilización europea. Identificaban las
raíces de esas tendencias con el racionalismo (Oakeshott), el historicismo (Popper), el mo-
nismo moral (Berlin), el auge del animal laborans (Arendt), el relativismo (Strauss), el gnos-
ticismo (Voegelin) y el capitalismo (Marcuse y otros marxistas). Aunque firmemente opues-
tos al comunismo contemporáneo, la mayoría adoptaba también una actitud crítica hacia la
democracia liberal. Incluso a los no marxistas, adalides de lo que podríamos llamar valores
liberales en sentido lato, les preocupaba el carácter asocial del concepto de individuo propio
del liberalismo, así como su visión ahistórica de la racionalidad, su obsesión por la abundan-
cia material, su subjetivismo moral, su alianza con el capitalismo y su enfoque instrumental
de la política. Eran también críticos con la democracia y les preocupaba la facilidad con que
fascistas y nazis habían movilizado a las masas. Querían sinceramente una sociedad libre pero
rechazaban de plano que su única forma posible fuese la democracia liberal. Para subrayar su
distancia respecto de esta Última optaban por adjetivar su sociedad ideal como «libre»,
«abierta», «libertaria» , «racional», «civil», «comunidad política o políticamente constituida»,
«gobierno mediante discusión», y así sucesivamente.
Está claro, pues, que hubo en los años cincuenta y sesenta una filosofía política flore-
ciente. Entonces, ¿por qué se afirmó después que en ese período estuvo muerta o agonizante?
Por la combinación de la ignorancia de sus textos, el menosprecio positivista hacia lo que no
se consideraba «realmente» filosofía, el triunfalismo conductista, la ingenua creencia en que

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un compromiso filosófico con los pensadores del pasado era mera «historia de las ideas» y no
filosofía política, la visión errónea de que los problemas de que se habían ocupado estaban
«caducados » y eran irrelevantes en nuestra época, etc. Paradójicamente, otro factor importan-
te fue la dominante concepción normativa de la filosofía política, atacada por unos pero muy
querida por otros. Como demuestran los comentarios de sus detractores coetáneos, muchos
esperaban que la filosofía política fijase «nuevas metas políticas» que dotasen a los tiempos
modernos de una «concepción coherente con sus necesidades», «que prescribiese» cómo de-
beríamos vivir (Easton, 1953; Laslett, 1956). Ya hemos visto que la mayoría de los filósofos
de los años cincuenta y sesenta no compartían este punto de vista, pues concebían su discipli-
na principalmente como un estudio teorético, reflexivo y explicativo, destinado más a com-
prender que a prescribir. Y en vista de que sus escritos no se ajustaban a los estrechos paráme-
tros de lo que, en opinión de sus críticos, constituía la «auténtica» filosofía política, éstos
decretaron su muerte

II. Filosofía política reciente


En los primeros años setenta aparecieron cuatro nuevas publicaciones, todas norteame-
ricanas, lo que indicaba que la lechuza de Minerva trasladaba su nido de Europa a los Estados
Unidos. Interpretation, una revista de inclinaciones straussianas, comienza en 1970. La sigue
un año después A Theory of Justice de Rawls, y el lanzamiento de una revista multidiscipli-
nar, Philosophy and Public Affairs, a la que acompaña tres años después Political Theory,
más estrictamente académica. TJ de Rawls, partía de los fundamentos filosóficos de sus con-
temporáneos más veteranos, pero implicaba al mismo tiempo continuidad y ruptura respecto
de la filosofía política precedente. Al igual que ésta, no le preocupaba el positivismo lógico, la
filosofía lingüística, el conductismo o el historicismo. Y, como sus predecesores, concebía la
filosofía política como una disciplina crítica por naturaleza, de alcance universal y orientación
casi fundamental. Pero en otros aspectos Rawls se apartaba de ellos, pues no la entendía como
principalmente destinada a comprender la vida política, sino como una filosofía básicamente
normativa y por lo tanto práctica. Esos predecesores pensaban que la filosofía política diluci-
daba los caracteres fundamentales de la vida humana, incluidas las capacidades y necesidades
humanas básicas, y que no podía descender por debajo de cierto nivel de generalidad; en
cambio, para Rawls estaba perfectamente equipada no sólo para ofrecer una teoría del hombre
sino también para delinear una estructura de instituciones, políticas y prácticas deseables.
Aunque él no se postulaba como tal, su filósofo político era un legislador, alguien capaz de
inventar toda una estructura social sobre la base de unos principios mínimos y universalmente
aceptables, perspectiva muy poco atractiva para los autores de los años cincuenta y sesenta.
Otra diferencia sustancial se refiere al concepto mismo de la política, al que Rawls dio una
inusual amplitud. Como sus ambiciones teóricas eran distintas, separó la filosofía política de
la lógica, la retórica, la ontología y la historia de la civilización occidental, con las que había
estado tan relacionada antes, para alinearla con disciplinas como la economía, la psicología, el
estudio de las instituciones políticas y las políticas sociales.
TJ no aportaba una nueva visión del hombre, ni percepciones nuevas de la naturaleza
humana, ni ningún análisis novedoso sobre las tensiones y ambivalencias de la modernidad.
Carecía también de la profundidad histórica y cultural de Arendt, Oakeshott, Voegelin y otros.
Ofrecía una visión de la sociedad que reafirmaba en gran medida el consenso de posguerra, y
lo hacía precisamente cuando a éste le llovían críticas desde los libertarios, los marxistas, los
religiosos y otros. A pesar de ello, TJ era una obra de considerable alcance histórico y filosó-

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fico. Rawls mostraba cómo construir una teoría política y moral que fuese a la vez filosófica-
mente satisfactoria y acorde con nuestra intuición moral, e integraba la reflexión crítico-
teórica con la realidad vivida de la experiencia práctica. Usando artificios tan sugerentes co-
mo la posición originaria y el equilibrio reflexivo, articulaba con gran claridad la estructura
interior de un razonamiento moral y político muy influyente y de contenidos principalmente
liberal-racionales. Integraba disciplinas tan diversas como la epistemología, la filosofía moral,
la psicología moral, la economía y la teoría política, y desarrollaba un enfoque multidiscipli-
nar de conceptos tan complejos como la justicia, la libertad y la igualdad. Rawls no sólo ten-
día puentes, tanto tiempo descuidados, entre la filosofía política y otras ciencias sociales, sino
que realzaba la centralidad de la primera, con lo que insuflaba en sus practicantes esa autoes-
tima y ese sentido de la propia importancia que habían anhelado tanto tiempo. Todo esto, uni-
do a que su visión de la moral y la política era bastante convencional y, por tanto, intelectual-
mente accesible y moralmente afín a gran parte de los académicos liberales, hizo que su libro
fuese uno de los más influyentes de nuestro tiempo, aunque no sea el más profundo.
En los años que siguieron hubo muchas innovaciones en la filosofía política. Su propia
naturaleza y alcance fue tema de numerosos debates directos e indirectos, que dieron lugar a
cuatro tendencias distintas. Como Rawls se convirtió en una figura importante, al menos en
los Estados Unidos, integraban la primera varios autores que asumieron su idea de que la filo-
sofía política era una rama de la filosofía moral, que ésta era esencialmente normativa, y que
la misión de aquélla era no sólo formular principios generales para evaluar la estructura social
sino también diseñar instituciones, procedimientos y políticas apropiadas. Aplicaron esta con-
cepción de la filosofía política al análisis de la justicia, la igualdad, las relaciones internacio-
nales, etc., y aunque a veces llegaban a conclusiones divergentes, sus teorías tenían estructu-
ras lógicas similares (Ackerman, 1980; Barry, 1989; Beitz, 1979)
La segunda tendencia no era sino continuación antiguo concepto de filosofía política,
propio de la tradición occidental del pensamiento político, reafirmado por Oakeshott, Arendt,
Berlin, Voegelin y otros. Inspira ahora la obra de autores como Charles Taylor (1985, 1990),
Alisdair MacIntyre (1981, 1988) y William Connolly (1988). Para ellos la filosofía política
era ante todo un estudio teorético y reflexivo que pretende entender la existencia humana en
general y el mundo moderno en particular. Por tanto, ni era una rama de la filosofía moral ni
tenía una orientación normativa, aunque naturalmente tenía una clara dimensión moral. Aspi-
raban a explorar qué eran los seres humanos, qué habían hecho de sí mismos a lo largo de la
historia, la naturaleza de la modernidad, los rasgos distintivos de la conciencia moderna, etc.,
y a utilizar los resultados de esa indagación para iluminar tanto la especificidad de la política
contemporánea como la gama de opciones que se abren ante nosotros.
La tercera tendencia estaba formada por aquellos autores que, como Michael Walzer,
afirmaban que la filosofía política está incardinada en el modo de vida de una comunidad
concreta, por lo que su función consiste en articular la autocomprensión de esa comunidad. En
consecuencia, es necesariamente local en su alcance e interpretativa en su orientación (Wal-
zer, 1983; 1987). Por último, otros, como Richard Rorty (1989), inspirándose en los autores
postestructuralistas y especialmente en los posmodernos, cuestionaban tanto la distinción tra-
dicional entre pensamiento teórico y otras formas de pensamiento como sobre todo la prima-
cía del primero. En su opinión, el pensamiento teórico no sólo no goza de un acceso privile-
giado a la verdad, sino que a menudo es un obstáculo para llegar a ella. Sus categorías son
demasiado rígidas, inmutables y bipolares, y su obsesión por la coherencia lógica y la siste-
maticidad demasiado irrealistas para tener adecuadamente en cuenta las ambigüedades, con-
tradicciones y tensiones de la vida humana en general y de la vida política en particular. Creí-
an que la filosofía política debía tener un carácter más exploratorio, tentativo, dialogante,

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abierto, irónico, sensible a la ambigüedad de la vida y estar más próxima al pensamiento intui-
tivo y ateórico de literatos y artistas. En los últimos veinte años se ha producido también un
considerable corpus de obras que sacan a la luz las proclividades sexistas, racistas, estatistas,
elitistas, nacionalistas y demás de la filosofía política tradicional, incluida aquí la de los años
cincuenta y sesenta. Aunque estos escritos son a veces polémicos, insuficientemente rigurosos
y carecen de un impulso constructivo, han puesto de manifiesto que esos sesgos no eran sim-
ples descuidos ni lapsus fácilmente eliminables, sino que estaban firmemente embutidos en la
estructura misma de la filosofía política tradicional, infectando sus preguntas, respuestas y
métodos de investigación, así como sus concepciones de lo racional, de las capacidades y ne-
cesidades humanas básicas, de la fundamentación de la moral y de la vida deseable. Hasta
ahora las críticas feministas han sido las más contundentes (Benhabib y Cornell, 1987; Phi-
llips, 1991). Las críticas análogas al racismo y otras actitudes no han hecho más que empezar.
Pero aún no ha habido ningún intento sistemático de mostrar hasta qué punto la experiencia
imperialista conformó las hipótesis y categorías básicas de gran parte de la filosofía política
posterior al siglo XVI (Parekh, 1994a). Cuando esas críticas estén plenamente elaboradas e
integradas, su impacto acumulativo llevará ineludiblemente a una revisión radical de la natu-
raleza y la historia de la disciplina.
En lo que se refiere a las cuestiones sustantivas, se han planteado algunas nuevas y
muchas de las viejas se contemplan desde ángulos inéditos. Veamos varios ejemplos. Ciertas
novedades han surgido como reacción a TJ. Dado que Rawls hacía de la justicia el concepto
central de la política, muchos autores se preguntaban si esto no lleva a ignorar o distorsionar
aspectos y áreas importantes de la vida política (Sandel, 1982; Heller, 1987; MacIntyre, 1981;
Nozick, 1974). Y como, en contra de las intenciones de Rawls, otros muchos han visto en su
teoría de la justicia un claro sesgo hacia el liberalismo, se plantea la cuestión de si el Estado
puede ser neutral ante los diferentes proyectos políticos y sociales, y si el liberalismo era sim-
plemente un artificio puramente procedimental y moralmente neutral o si, por el contrario,
representa una concepción sustantiva del bien (Raz, 1986; Dworkin, 1977; Galston, 1991). La
creciente preocupación por la calidad de la vida colectiva estimuló las reflexiones acerca de la
naturaleza de la comunidad política, la democracia participativa, la educación para la ciuda-
danía, las virtudes del ciudadano, etc. (Barber, 1984; Gutmann, 1987; Macedo, 1990). Gracias
a las demandas de grupos hasta ese momento marginales en pro del reconocimiento público y
la pluralidad cultural de la sociedad moderna, la cohesión de la polis se ha convertido en obje-
to de agudos debates que plantean cuestiones como la naturaleza de la identidad nacional, el
papel político de la educación, el grado permisible de diversidad cultural, y el mejor modo de
combinar las demandas de unidad nacional con las de diversidad cultural (Kymlicka, 1989;
Parekh, 1994b; Miller, 1995). Los deberes políticos, muy ignorados por los autores anteriores,
vienen siendo tema de debate desde mediada la década de los sesenta, y se examinan desde
ángulos tan nuevos como si son de índole moral, cómo se relacionan con las obligaciones
étnicas, comunales y otras, qué consecuencias tienen, o si implican responsabilidades indivi-
duales cuando la constitución política no establece adecuadas provisiones institucionales para
la participación activa (Simmons, 1979; Parekh, 1993; Pateman, 1985). También se ha puesto
sobre el tapete el contexto planetario de los deberes morales y políticos, y se presta bastante
atención a problemas como si tenemos obligaciones, y cuáles son, hacia la gente de otros paí-
ses, la significación moral de las fronteras nacionales, si tenemos el deber humanitario de in-
tervenir en los asuntos internos de países desgarrados por una guerra civil, y la naturaleza de
la justicia internacional (Barry, 1991; Beitz, 1979; Held, 1991). La crisis medioambiental ha
planteado cuestiones, largo tiempo descuidadas, acerca de las relaciones del hombre con la
naturaleza y con otros animales, el carácter y los límites de la propiedad privada, los modelos

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apropiados de desarrollo económico y la limitada capacidad de las ideologías contemporáneas
para abordar estos problemas (Singer, 1993; Goodin, 1992).
El debate entre liberales y comunitaristas, tanto en general como en lo referente a los
puntos que acabamos de mencionar, dominó los años ochenta sobre todo en los Estados Uni-
dos, con los europeos como espectadores interesados y algo perplejos. Esta polémica alumbró
discusiones importantes acerca de la naturaleza del yo, la relación entre el individuo y la so-
ciedad, entre la sociedad y el Estado, entre política y cultura, y entre identidad personal e
identidad colectiva, así como sobre la naturaleza de una vida buena, el papel de la filosofía
política y la índole y los fundamentos de la moralidad. Desgraciadamente, el debate falló a
menudo en sus objetivos por culpa de polarizaciones falsas y de una inadecuada formulación
de las cuestiones. Los comunitaristas resaltaron la importancia ontológica, epistemológica y
moral de la comunidad, pero apenas desarrollaron una teoría sistemática de la comunidad que
analizase lo que ésta significa y entraña, si es posible en la sociedad moderna y cómo, hasta
qué punto es conciliable con hondas diferencias culturales y con la presión liberal sobre la
autonomía individual, si implica restricciones a la libertad de expresión mayores que las que
puede aceptar una sociedad liberal, y si la comunidad política ha de basarse necesariamente en
una comunidad moral. Algunos comunitaristas identificaron la comunidad con el Estado-
nación con lo que fomentaron, sin quererlo, una variante insidiosa del nacionalismo y el co-
lectivismo. Hablan del yo con raíces, pero no explicaban bien si este concepto tenía un sentido
ontológico, si presuponía o no una comunidad tan cohesionada que de hecho no existe, ni si
un yo de ese tipo podría quedar emocional y moralmente aislado del resto de la humanidad y
ser, por tanto, incapaz de tratarla con imparcialidad y simpatía. Por su parte, los liberales pe-
roraban sin medida sobre la autonomía personal, la opción individual, la reflexión crítica y
demás, pero no exploraban a fondo la lógica interna y los límites culturales de tales ideas, ni
la naturaleza, los grados y las precondiciones sociales de la autonomía, ni por qué hay que
asumirla como un ideal universalmente válido (Benhabib, 1989).
Tres rasgos mayores de la reciente filosofía política merecen una atención especial. El
primero es que el liberalismo es hoy la voz dominante, no sólo en el sentido de que las voces
conservadora, marxista, religiosa y otras están relativamente subyugadas y que la mayoría de
los filósofos políticos se inspiren en el liberalismo, sino también, y esto es más importante, en
el sentido de que el liberalismo ha adquirido una hegemonía filosófica sin precedentes. En
cierto modo, es hoy el patrón absoluto de medida para la evaluación moral y política: las so-
ciedades se dividen en liberales y no liberales, y estas últimas se consideran aliberales. No es
sorprendente que todo el mundo se afane en aparecer como liberal, ni que se intente legitimar
en términos liberales incluso las desviaciones del liberalismo más flagrantes. Por ejemplo,
Charles Taylor se resiste a admitir que la aspiración de Quebec a preservar su peculiar modo
de vida, con el consiguiente recorte de algunos derechos individuales, es un intento perfecta-
mente legítimo de crear un tipo de sociedad buena que, aun siendo no liberal, en absoluto
puede considerarse aliberal y opresiva. En lugar de ello, insiste en que representa un tipo dife-
rente de liberalismo (Gutmann, 1992; véase también Taylor, 1994, donde expone en extenso
sus argumentos).
Esta hegemonía liberal ha tenido algunas consecuencias desafortunadas. Ha estrechado
el abanico de alternativas filosóficas y políticas, ha empobrecido nuestro vocabulario filosófi-
co y ha privado al liberalismo de un «otro» auténtico, que no sea una caricatura. Además ha
convertido el liberalismo en un metalenguaje que disfruta del status privilegiado de ser al
mismo tiempo un lenguaje como los demás y el árbitro de cómo los demás lenguajes deben
hablarse; es decir, una especie de moneda que es la medida de todas las monedas. Que esto
distorsiona la autocomprensión de los sistemas no liberales es tan obvio que no hay por qué

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explicarlo. Y lo que es aún peor, si bien el liberalismo hegemónico ha incorporado ideas mo-
rales, políticas y culturales de otros modos de pensamiento y se ha enriquecido con ello, corre
también el riesgo de perder su identidad y coherencia para convertirse en un esperanto ideoló-
gico. Otra consecuencia de la hegemonía liberal es que, al contrario que los filósofos políticos
de los cincuenta y sesenta, nosotros perdemos cada vez más la capacidad de afirmar nuestro
compromiso con la libertad y la individualidad y seguir siendo críticos con las estructuras
vigentes de la democracia liberal. Oakeshott y Popper podían abanderar la sociedad «civil» o
«abierta» y al mismo tiempo criticar la sociedad liberal. Es dudoso que hoy podamos hacer lo
mismo sin provocar incomprensiones o acusaciones de mala fe.
En segundo lugar, los años ochenta y noventa han contemplado el ocaso de la era de
los gurús en el mundo anglosajón, aunque no en la Europa continental, donde continúan flore-
ciendo y delimitando sus campos de juego, unos campos a los que acuden periódicamente
peregrinos anglosajones para repostar su sustento espiritual. Los filósofos políticos tienen hoy
muy en cuenta las obras de sus compañeros y entablan diálogos críticos con ellos. Nadie está
considerado lo bastante «grande » como para que se le trate con reverencia o se le ahorren
críticas por un sentido erróneo de la lealtad teórica o personal. Esto resulta evidente sin más al
comparar cómo se ha discutido a Rawls y cómo se discutió en su día a Oakeshott, Strauss,
Voegelin, Popper y otros. Aunque se le tiene el respeto debido a un pensador creativo, Rawls
se ha visto sometido a críticas duras e incluso salvajes, se ve en él a un igual, no un gurú o el
maestro fundador de una escuela. Su respuesta a estas críticas es también muy diferente a la
de los autores que le precedieron. Ha contestado concienzudamente a sus críticos, ha admitido
errores y ha modificado algunas de sus opiniones. De hecho, en sus dos obras mayores da las
gracias a más personas que todos los filósofos de posguerra juntos, y apenas expresa una idea
importante en cuya génesis no reconozca generosamente las aportaciones de otros.
Gracias a los cambios del ambiente intelectual, hoy las ideas se despersonalizan, se
abstraen de sus creadores, se discuten en sus propios términos y son tratadas como propiedad
pública. Hay por tanto un genuino sentido de comunidad entre los filósofos políticos, un sen-
tido basado en su interés compartido por el corpus común de pensamiento. Sabemos cuáles
son las grandes controversias de la disciplina, qué campos quedan sin explorar y dónde están
las áreas de crecimiento. Por ello la historia de la filosofía política en los años setenta y
ochenta no se puede escribir del mismo modo que la de las dos décadas precedentes. Éstas
estuvieron dominadas por individualidades que apenas debatían entre sí. Algún comentarista
puede articular tales debates pero ha de emplear para ello un alto grado de abstracción y arti-
ficialidad y corre siempre el riesgo de desnaturalizar su propio objeto de estudio. La historia
de la filosofía política de ese período está, en consecuencia, ineludiblemente centrada en el
pensador, y no ha de sorprender el modo como suele escribirse. En cambio, la historia de las
dos décadas siguientes está centrada en el pensamiento, por lo que es previsible que gire alre-
dedor de polémicas entrecruzadas.
Digamos por último que la filosofía política reciente sigue siendo tan provinciana co-
mo su hermana de dos décadas antes. Apenas se ha interesado por las experiencias, los pro-
blemas y los debates políticos del mundo no occidental, que sigue siendo tratado como si su
destino fuese reproducir acríticamente la experiencia histórica de Occidente. De ahí que sus
problemas y aspiraciones se analicen casi exclusivamente en términos occidentales. Esta igno-
rancia del mundo no occidental tiene varias consecuencias negativas. La filosofía política oc-
cidental carece de defensas adecuadas contra las proclividades etnocéntricas, lo que la priva
de una valiosa fuente de conciencia autocrítica. Es también incapaz de apreciar toda la diver-
sidad de posibles concepciones de buenos sistemas de vida, así como de desarrollar una sensi-
bilidad cultural en sus categorías de pensamiento y los principios morales indispensables para

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afrontar un mundo cada vez más interdependiente. Y habida cuenta del gran poder económi-
co, político y cultural que Occidente ejerce hoy sobre el planeta, esta percepción distorsionada
del mundo induce políticas erradas y provoca considerables estragos morales y políticos que
podrían evitarse.

III. Nuevos retos


Después de lo dicho parece claro que la filosofía política goza de buena salud por pri-
mera vez en casi un siglo. Ha sobrevivido a los más fieros ataques y ha edificado una impre-
sionante tradición capaz de albergar nuevos materiales experimentales y de establecer alianzas
con otras disciplinas. Aunque el triunfalismo de los años setenta y ochenta exhibió una arro-
gancia injustificada hacia los predecesores de los cincuenta y sesenta, y pese a que, entre estos
últimos, algunos han acogido a su vez con nula benevolencia los logros de sus sucesores, hoy
estamos en condiciones de apreciar mejor la coherencia y continuidad de la filosofía política
desde 1945. Pero si la disciplina ha de seguir progresando, debe estar dispuesta a enfrentarse a
nuevos retos y revisar sus instrumentos teóricos. Entre los muchos desafíos que se le plantean
hoy, y que probablemente aumentarán en el futuro, hay dos que merecen especial atención.
Hay también otros que, sin embargo, no comentaré aquí: la progresiva disolución del Estado-
nación en unidades más grandes y más pequeñas, los cambios en la naturaleza y los conteni-
dos de lo político, el potencial, a la vez represivo y emancipador, de la creciente demanda de
intervención estatal en ámbitos sociales que hasta ahora habían pertenecido al reino de lo pri-
vado, y la reestructuración de la sociedad civil, cuestiones todas que afectan al objeto de la
filosofía política tal y como ha sido definido durante los últimos cuatro siglos.
El primer reto está relacionado con el hecho de que, como hemos dicho ya, hay al me-
nos cuatro visiones diferentes sobre la naturaleza y el alcance de la filosofía política. Y algu-
nas son claramente erróneas, por lo que es necesario reconsiderarlas. La filosofía política no
puede ser ni singularizadora ni meramente interpretativa; lo primero, porque no es posible
hacer filosofía sobre la vida política sin tener alguna concepción del ser humano en general, lo
que introduce una ineludible dimensión universal; lo segundo, porque la estructura moral y
política de la sociedad nunca es homogénea y, por tanto, toda interpretación que se haga de
ella implica necesariamente crítica y elección, y para que éstas no se basen en las preferencias
personales del filósofo, con todas las dificultades que esto entrañaría, son precisas una formu-
lación y una defensa claras de unos principios morales y políticos. La imagen que de sí misma
tiene una comunidad no es algo dado, que esté ahí esperando a ser descubierto y explicado,
sino que ha de ser construida a partir de una postura concreta. Resulta muy significativo que
el pensamiento de Michael Walzer, en la actualidad el abogado más capaz de la concepción
singularizadora e interpretativa de la filosofía política, esté apuntalado por un enjambre de
pretensiones prescriptitas y universalistas (Carens, 1995; Barry, 1991). Y la visión posmoder-
na, sobre todo la de Rorty, que es con la que estamos más familiarizados, se sostiene sobre
una concepción singularizadora e interpretativa, susceptible de las mismas objeciones. Y co-
mo no puede elevarse por encima de la forma predominante de autoconciencia comunitaria,
esta visión de la filosofía política carece también de la capacidad para poner de manifiesto las
ambigüedades, tensiones y parcialidades de la segunda visión, y entraña un fuerte sesgo posi-
tivista.
Esto nos deja con las dos concepciones restantes: la filosofía política como estudio
contemplativo y reflexivo, y una segunda que la concibe como indagación moral y prescripti-
va. Cada una tiene sus virtudes, pero ninguna es adecuada. La política se ocupa de cómo de-

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bemos vivir en comunidad y tiene una ineludible dimensión prescriptiva. Sin embargo, el có-
mo vivamos depende del quiénes somos, de qué opciones se abren ante nosotros, de qué pro-
blemas padecemos en cada momento, etc., y todo esto no puede dilucidarse sin una paciente y
rigurosa reflexión teórica sobre nuestras tradiciones, carácter, historia y estructura social. Por
lo tanto, una concepción adecuada de la filosofía política ha de cargar por igual el acento en
su dimensión critico-contemplativa y en su dimensión reflexivo-prescriptiva.
El segundo reto está relacionado con los problemas que derivan de la considerable di-
versidad cultural de la sociedad moderna. El filósofo político del pasado solía partir de la
hipótesis, en gran medida correcta entonces, de una sociedad culturalmente homogénea, y por
ello podía confiar en que los principios explicativos y normativos que formulaba eran aplica-
bles a todos los ciudadanos, o al menos a la gran mayoría. Por ejemplo, suponían que, cuales-
quiera fuesen los fundamentos aducidos para los deberes políticos -consenso, equidad, grati-
tud, bien común, realización personal-, eran aplicables a todos los ciudadanos por igual y con
más o menos la misma fuerza moral. Hoy ya no podemos asumir esa hipótesis. Ciertos secto-
res de la ciudadanía, como los fundamentalistas religiosos, los escépticos en materia de mora-
lidad o los anarquistas teóricos, no aceptan la legitimidad de la estructura de poder existente, y
sólo cabe esperar que obedezcan por prudencia. E incluso quienes reconocen el deber moral
de obedecer a la ley, basan ese deber en criterios muy diversos, que dependen de los valores
centrales de su tradición cultural. En la tradición moral individualista, el consentimiento es un
valor central y un fundamento plausible del deber político. Pero éste no es el caso con otras
tradiciones culturales, que colocan en primer plano valores como la gratitud, el amor a Dios,
la solidaridad comunitaria o la fidelidad a los antepasados, y por lo tanto definen y justifican
el deber político de modos muy diferentes. De ahí que resulte muy dudoso que pueda haber
una base uniforme para los deberes políticos en sociedades culturalmente tan plurales como
las nuestras. Una teoría ajustada del deber político, así como de la legitimidad y la autoridad,
habrá de ser esencial y porosa, con suficientes huecos para que puedan ocuparlos las diferen-
tes tradiciones morales.
En cuanto al pluralismo cultural, conviene también reconsiderar la interpretación tra-
dicional de conceptos como igualdad, equidad, justicia, cohesión social, unidad política y li-
bertad. En contra del supuesto normal en el liberalismo, hay varios modos diferentes de tratar
equitativamente a la gente, de organizar una sociedad justa y crear una politeia unida, y cabe
definir la libertad de diversas maneras, entre las cuales la idea, culturalmente específica y con
vinculaciones de clase, de la libertad negativa es sólo una entre las posibles, y no precisamen-
te la más coherente. Esto plantea la cuestión de hasta qué punto podemos arbitrar y decidir
entre las diferentes interpretaciones de estos conceptos. Es patente la fuerza de la visión libe-
ral estándar, ciega a la diferencia. Sin embargo, dada la imbricación cultural de los seres
humanos y puesto que las diferencias que hay entre ellos mediatizan las consecuencias del
modo como los tratamos, tal idea de la igualdad puede conducir fácilmente a graves desigual-
dades e injusticias. En sentido lato, la igualdad se refiere a la aplicación imparcial de una re-
gla, y la justicia a su contenido. Pero no hay regla culturalmente neutral, aunque unas lo son
menos que otras, por lo que todas son discriminatorias en favor de aquellos cuya mentalidad y
cuyos modos de vida son más afines a la norma en cuestión.
No obstante, en cuanto tenemos en cuenta la diferencia, brotan por doquier las dificul-
tades. ¿Cómo estar seguros de que concedemos un trato igual a quienes tratamos de un modo
diferente? ¿Cuáles son, exactamente las diferencias que debemos tener en cuenta? ¿Cómo
impedir que las diferencias se hagan rígidas y permanentes una vez institucionalizadas y en-
carnadas en categorías legales? ¿Y cómo es posible crear cohesión social y una identidad co-
lectiva compartida con ciudadanos que reciben tratamientos tan diferentes? Con independen-

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cia de la visión que adoptemos nos enfrentaremos a difíciles problemas morales y teóricos.
Problemas que no son nuevos, pues siempre hemos de tener en cuenta la diferencia como, por
ejemplo, cuando distinguimos entre las necesidades de hombres y mujeres, de jóvenes y vie-
jos, de capaces y discapacitados. Pero una sociedad culturalmente plural agrava esos proble-
mas y hace particularmente difícil la comparación entre hombres y mujeres que las diversas
culturas individualizan de modo diferente, o cómo decidir qué diferencias son relevantes, có-
mo interpretarlas y responder a ellas, y cómo estar seguros de que dos individuos que pertene-
cen a culturas distintas son iguales en aspectos importantes.
Y dado que la tradición occidental de la filosofía política se asienta en gran medida
sobre el supuesto de la homogeneidad cultural, la dificultad de abordar adecuadamente estas
cuestiones, y otras conexas, es muy considerable. Una sociedad culturalmente plural requiere
una filosofía política con fundamentos multiculturales, que pueda tender puentes entre cultu-
ras, traducir las categorías de una cultura a las de otra, y desarrollar, con paciencia y habili-
dad, interpretaciones culturalmente receptivas e internamente diferenciadas de las categorías y
principios universales. Un claro ejemplo de la importancia de esto es el hecho de que Rawls
tuviese que revisar su TJ a sólo unos años de su publicación y que la continuase con Political
Liberalism (1993), que se basa en supuestos filosóficos muy diferentes. Las dificultades que
entraña el desarrollo de una filosofía política de cimientos multiculturales quedan claramente
de manifiesto con la persistencia en esa obra, a pesar de la decidida intención de su autor en
sentido contrario, de una fuerte orientación monocultural. De hecho, su concepción política de
la justicia, su visión de la razón pública, su definición del individuo y sus razonamientos en el
terreno de la ética y la filosofía resultan poco convincentes para todos aquellos que no estén
previamente comprometidos con el liberalismo rawlsiano.

Agradecimientos
Estoy muy agradecido a Joseph Carens, Robert Goodin y Noel O’Sullivan por sus co-
mentarios a este trabajo, que me fueron de gran ayuda.

Bibliografía
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