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TEORÍA GRAMATICAL II
UNIDAD 1
LECTURA Nº 2
El Concepto de “Partes de la Oración”.
Es un hecho conocido que en las más diversas lenguas el vocabulario se encuentra
dividido en
clases o categorías verbales, que los diccionarios suelen consignar con cuidado:
sustantivo, verbo,
adjetivo… Las gramáticas, por su parte, se encargan de formularlas y definirlas
teóricamente. Las
llaman partes del discurso; siguiendo a los gramáticos alejandrinos, y también, aunque
menos
frecuentemente, partes de la oración, según prefiere la tradición gramatical española.
Fueron los filósofos griegos, impulsados por exigencias extralingüísticas- necesidades
retóricas
y lógicas las más de las veces- los primeros que en el mundo occidental dirigieron una
mirada
ordenadora hacia las formas del léxico. Pero si desde entonces hasta hoy ha sido casi
unánime la
intención clasificadora, se está aun muy lejos de haber logrado unanimidad en las
conclusiones.
Los autores no coinciden acerca de cuantas y cuáles son esas clases. Desde Protágoras y
Platón que
hablan de dos –nombre y verbo- hasta Quintiliano que distingue once, existe toda una
serie de
posiciones intermedias. La historia que sobre la terminología y definiciones de las
partes de la
oración presenta Bröndal, resulta particularmente ilustrativa acerca de la heterogeneidad
y cantidad
de opiniones que sobre el particular se han dado. Y el panorama no varía si nos
trasladamos del
amplio campo de la lingüística occidental que considera el maestro de Copenhague, al
más
reducido de la gramática de una lengua. Un buen ejemplo lo proporciona la historia de
la gramática
española. Así Nebrija, el primer preceptista romance, reconoce diez partes de la oración:
nombre,
pronombre, artículo, verbo, participio, gerundio, nombre participial infinito,
preposición, adverbio
y conjunción. A tres –nombre, verbo y partícula- las reducen Cristóbal de Villalón y
Gonzalo
Correas. La R.A.E., hasta la 13ª edición de su gramática (1870), distingue nueve:
nombre,
pronombre, artículo, verbo, participio, adverbio, preposición, conjunción e interjección;
desde
1870 a 1917 reconoce diez, pues divide el nombre en sustantivo y adjetivo; a partir de
1917 vuelve
a nueve, por supresión del participio. Andrés Bello a mitad del siglo pasado, tras prolijo
examen
admite siete: sustantivo, adjetivo, verbo, adverbio, preposición, conjunción e
interjección. Rodolfo
Lenz reconoce las mismas partes de Bello aunque a la interjección la considera no parte,
sino
equivalente de oración. Análoga clasificación establecen, pero apoyándose en distintos
criterios,
Amado Alonso y H. Ureña. Lo citado creo que basta para mostrar que aunque acerca de
una misma
lengua se dista mucho de haber logrado uniformidad en las opiniones.
Cabe señalar por otra parte, que lingüistas como Vendryes, Bally y otros, sólo
consideran como
categorías léxicas los semantemas. A nuestro juicio, sin embargo, el hecho de que la
palabramorfema
(preposición, conjunción, etc.) no sea un elemento lingüístico de empleo universal, no
excluye que en ciertas lenguas posea autonomía y caracteres de verdadero vocablo. Sin
pretender,
desde luego, entrar al complejo problema de la noción de palabra, que aquí va implícito,
juzgo
preferible el criterio de Jespersen, según el cual el vocablo-morfema no es idéntico a los
morfemas
que constituyen parte del vocablo. Adhiriendo a tal posición, el lingüista brasileño
Mattoso
Camara, presenta como ejemplo el caso de la preposición portuguesa de (y lo mismo
cabe decir de
la española), que no es igual a la –i del genitivo latino lupi; aquella posee indudable
individualidad
morfológica pues al contrario de la desinencia latina de genitivo, no depende de la
naturaleza o de
los caracteres del vocablo que rige. En latín el genitivo es en –i para lupus, pero en –ae
para rosa,
en –is para ovis, etc.; la preposición, en cambio, no se halla bajo tal dependencia. Por
tanto, como
afirma el citado lingüista brasileño, la preposición de es un modelo mental autónomo
cuyo valor
no desaparece aunque se disocie mentalmente de determinados vocablos.
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Ante lo expuesto surgen naturalmente algunas preguntas:
1. ¿A qué obedecen las discrepancias entre los autores acerca de cuáles son las
distintas clases de palabras?
2. ¿Existe algún fundamento real en las lenguas para establecer la clasificación que
nos ocupa?
En cuanto a lo primero, es decir, las causas de las discrepancias, creo que, en esencia,
pueden
reducirse a dos:
a) las diferencias entre los idiomas que en cada caso se toman como objeto de estudio;
b) la diversidad de puntos de vista en que los distintos autores apoyan la clasificación.
Parece evidente la afirmación de Edward Sapir de que cada lengua tiene un esquema
propio, y
que todo depende de las demarcaciones formales que ella admite. Según Meillet solo
existen en
realidad dos clases de palabras cuya distinción es común en todas o en casi todas las
lenguas; el
nombre y el verbo. Sus valores distintos se denotan casi siempre por procedimientos
gramaticales,
aunque estos varían mucho de un idioma a otro. Donde las diferencias se hacen más
patentes es en
las llamadas lenguas flexionales, donde las palabras traducen en su forma el papel que
desempeñan
en la oración, así, por ejemplo, en latín, la “declinación” del nombre se opone a la
“conjugación”
del verbo. Pero, como observa el mismo Meillet, aun en ausencia de toda flexión, la
distinción de
nombre y verbo subsiste expresada por medios lingüísticos: “le fait de placer un
complément
avant ou après un mot suffit en chinois à indiquer si ce mot est nom ou verbe”. Luego
de presentar
otros ejemplos tomados del inglés, el sabio lingüista francés concluye por admitir que la
distinción
de las palabras solo puede realizarse definitivamente en la oración. Claro que tal
conclusión induce
a pensar que la clasificación de las palabras pertenece al habla, y no a la lengua en el
sentido
saussureano, ya que el propio creador de la antinomia coloca a la oración en el campo
del habla.
Pero dejemos por ahora este problema que nos aparta del plan trazado; más adelante lo
retomaremos para examinarlo.
Decía que, en segundo término, las discrepancias con respecto a la distinción de las
partes de la
oración obedecían a la falta de homogeneidad de los criterios clasificadores.
Rápidamente
examinaré los principales, con referencia especial al español.
CRITERIO MORFOLÓGICO- Fue formulado por el romano Varrón y es, como señala
Jespersen, uno de los más ingeniosos. Toma como base los accidentes gramaticales. De
acuerdo a
ello, Varrón distinguía en el latín cuatro clases de palabras: nombre, con caso y sin
tiempo; verbo,
con tiempo y sin caso; participio, con tiempo y con caso; y partícula, sin tiempo ni
caso.
Un esquema similar, pero basado en los accidentes de género y tiempo, presenta
Schroeder.
También, en esencia, este criterio es el adoptado para el español por Villalón y Correas.
Claro está
que en nuestro idioma solo cabe distinguir formalmente tres clases de palabras, y no
cuatro como
distinguía Varrón para el latín. La clasificación se establece así: nombre, que admite
número y
género; verbo, que posee número, persona, tiempo y modo; y partículas, que son
invariables. Son
el tiempo y el modo, fundamentalmente, los que distinguen el verbo del nombre, ya que
el número
es común a ambos y el género no se da en todos los nombres como verdadero accidente
(útil,
capaz…).
Cabe señalar que algunos incluyen en la distinción formal la posibilidad de acompañar
la
palabra de un morfema-vocablo: the love, to love.
Sin dejar de reconocer la utilidad que este criterio ha tenido para el mejor conocimiento
de la
naturaleza de las palabras, no puede negarse que es insuficiente. En efecto: impide
distinguir
palabras como el adverbio, la preposición y la conjunción, que desempeñan papeles
completamente distintos; así mismo no diferencia el sustantivo del adjetivo.
CRITERIO LÓGICO-OBJETIVO- Según este criterio, las partes de la oración se
corresponden
con la realidad significada y con las respectivas categorías lógicas. Así, el nombre
correspondería
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al concepto de sustancia, el adjetivo al de cualidad, el verbo al de acción, el adverbio al
de
modalidad…
Fruto, sobre todo, del racionalismo francés del siglo XVII, la concepción logicista tuvo
gran
difusión y arraigó hondamente en la lingüística occidental.
Pero la observación del lenguaje descubre que el sustantivo puede significar además de
sustancia, cualidad (blancura, palidez), acción (llegada, trabajo), suceso (caída,
desfile), etc.; el
adjetivo no solo designa cualidad (“mar azul”), sino también estado (“ciudad
progresista”),
relación (“hermanos parecidos”), acción (“pueblo emprendedor”); el verbo denota
acción pero
también inacción (descansa), estado (duerme), cualidad (negrea), etc. Las partes de la
oración,
pues, no corresponden a modos de ser de la realidad significada; la misma realidad
puede ser
denotada por distintas clases de palabras: “la blancura de la pared”, “la pared blanca”,
“la pared
blanquea”, “la pared está blanqueando”.
Un criterio análogo al que nos ocupa ha sido sostenido modernamente por Ernst Otto,
quien,
sobre la base de una concepción categorial de la realidad y según su significado relativo,
distingue:
Dingwor (palabra que denota objeto), Vorgangsswort (palabra que denota proceso),
Zuordnungswort (palabra coordinadora), Eigenschaftswort (palabra que denota
cualidad),
Umstandswort (palabra que denota circunstancia).
CRITERIO FUNCIONAL- Toma como base la función sintáctica que las palabras
desempeñan
en la oración. Así, se define el sustantivo como “la palabra que puede servir de sujeto”;
el verbo
como “la palabra que denota el predicado de la oración”; el adjetivo como “el
complemento o
modificante del sustantivo”; el adverbio como “el complemento del verbo y del
adjetivo”, etc.
En lo fundamental, éste es el criterio seguido por Andrés Bello; y digo “en lo
fundamental”
porque en alguna oportunidad dicho autor toma en consideración, quizás sin advertirlo,
elementos
formales.
Bröndal, en “L’autonomie de la Syntaxe”, al establecer una mera distinción entre
morfología y
sintaxis, ha puesto de manifiesto serias fallas en el criterio funcional. Y no es ningún
misterio para
quien haya tenido cierto trato con la gramática, que la naturaleza de una palabra
(sustantivo, verbo,
adjetivo…) no supone una función sintáctica única y necesaria. El sustantivo no se
caracteriza
suficientemente por la función sujeto, ni el verbo por la predicativa. Cualquier palabra
puede
oficiar de sujeto: “el no lo fastidió”, “lo bueno agrada”; y la función predicativa está
muy lejos de
ser privativa del verbo: “¡Hermosa la noche!”. Y la enumeración de desajustes podría
aún
continuarse.
Bröndal agrega todavía un nuevo argumento para condenar la definición de base
sintáctica para
caracterizar la palabra en su calidad de tal: la extrema variabilidad de los sistemas de
palabras
frente a la gran constancia de los elementos sintácticos de la frase. El sistema de partes
del
discurso va desde la complejidad del indoeuropeo a la extrema sencillez del chino. En
cambio, el
sistema de funciones sintácticas permanece siempre invariable; en chino como en vasco
o en
francés se distingue sujeto y objeto, predicado y atributo, etc.
LAS PARTES DE LA ORACIÓN COMO MODOS DE PENSAR LA REALIDAD- Es
el
criterio seguido por Amado Alonso y Pedro Henríquez Ureña. Está inspirado en la
“Lógica” de
Pfänder. Según aquellos autores las partes de la oración no corresponden a modos de ser
la
realidad, como sostenían los logicistas, sino a la manera de pensarla y representarla.
“Sin que la
realidad cambie, y solo con variar el modo de representarla, podemos decir el
resplandor solar o el
sol resplandeciente. En la realidad siempre será el sol objeto independiente y el
resplandor algo
que depende de él, pero en el lenguaje se pueden invertir las condiciones, haciendo de
resplandor
el concepto independiente, y de sol el concepto dependiente, bajo la forma derivada
solar”. Como
ejemplo de aplicación de este criterio pueden servir las siguientes definiciones:
“sustantivos son las
palabras con que designamos los objetos pensándolos con conceptos independientes”;
“verbos son
las formas del lenguaje con que pensamos la realidad como un comportamiento de los
objetos”.
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Los verbos representan un concepto dependiente, ya que “no se pueden pensar
independientemente
del concepto sujeto, sino como algo que el sujeto hace”.
Alonso y H. Ureña aplican a las distintas clases de palabras definiciones muy
semejantes a las
dadas por Pfänder sobre los respectivos conceptos lógicos. Pero una cosa, por ejemplo,
es el
concepto sustantivo y otra el vocablo sustantivo. El mismo Pfänder dice en su “Lógica”:
“tampoco
pueden caracterizarse los conceptos sustantivos diciendo que se expresan por medio de
nombres
sustantivo, pues esto no es esencial en modo alguno, ya que pueden expresarse por
medio de
adjetivos, como le ocurre, por ejemplo, al concepto sustantivo rojo en la proposición “el
rojo es
una especie de color”.
En cuanto a la definición del verbo, resulta aún mucho menos aceptable: deja afuera los
verbos
copulativos, los pasivos y los impersonales, ya que ninguno de ellos se piensan como un
comportamiento del sujeto. Con respecto a los impersonales, los citados autores ensayan
una
explicación: “muy antiguamente los verbos impersonales también tenían sujeto; pero el
lenguaje se
aparta a menudo de la lógica, funcionando con regulación autónoma. Así, esos verbos
pudieron
perder su referencia a cualquier sujeto explícito o pensado, conservando, sin embargo,
todas las
demás características del verbo”. En realidad esta explicación, muy discutible
históricamente, no
hace más que confirmar la insuficiencia del criterio.
A. MEILLET- Según dijimos, sólo reconoce como esenciales dos clases de palabras (el
nombre y el verbo) que caracteriza así: “Le nom indique les “choses”, qu’il s’agisse
d’objets
concrets ou de notions abstraites, d’êtres réels ou d’espèces: Pierre, table, vert, verdeur,
bonté,
cheval sont également des noms. Le verbe indique le “procès“, qu’il s’agisse d’actions,
d’états ou
de passages d’an état a un autre : il marche, il dort, il brille, il bleuit, son également des
verbes“.
ALAN H. GARDINER señala la insuficiencia de las definiciones de Meillet, ya que,
como
vimos más arriba, el nombre, por ejemplo, puede denotar una acción o proceso. Él funda
la
distinción no en la naturaleza de lo designado, sino en la marea de presentarlo. Así, el
nombre
presenta lo designado como una “cosa”, mientras el verbo lo presenta como una
“acción” o, si se
prefiere, como un “proceso”. El criterio de Gardiner se asemeja, en lo esencial de su
base, al
sustentado por Amado Alonso y H. Ureña: pero mientras éstos entienden a las forma de
pensar y
representar la realidad, aquél pone el énfasis en la manera de presentarla al oyente (to
the listener).
Cabe observar, asimismo, que las definiciones dadas por el ilustre maestro inglés son
mucho
menos objetables. Pienso, sin embargo, que si tuviéramos que fundarnos
exclusivamente en ellas,
olvidando ciertos elementos de índole lingüística, para determinar a qué clase pertenece
una
palabra, nos íbamos a encontrar, en más de un caso, en serios apuros. Sobre ello
volveremos en la
parte final de este trabajo.
J. MATTOSO CAMARA, fundándose en el contenido nocional, reconoce como
esenciales las
dos clases de palabras admitidas por Meillet (nombre y verbo) y, además, el pronombre,
que define
así: “vocablos de forma y contenido nominal… que expresan una cosa no por ella
misma, sino en
función de una situación lingüística”. Pero si, según este autor, la división de las
palabras en
nombres, verbos y pronombres se basa en el contenido nocional ¿no habrá interferencia
de criterios
al agregar el pronombre, al cual se le atribuye contenido nominal? Parece evidente,
pues, que las
tres clases de palabras no constituyen serie desde el punto de vista adoptado. La
oposición
fundamental, atendiendo a la manera de significar, se da, como lo advierte Bühler, y
como lo
advirtieron los primeros gramáticos griegos, entre las palabras deícticas, a las cuales
pertenecen los
pronombres y las palabras simbólicas.
Mattoso Camara comprende, sin duda, que según su criterio, no es posible distinguir
ciertas
palabras que el sentimiento lingüístico reconoce como diferentes. Propone, entonces,
una
subdivisión, basada en la función de los nombres y pronombres (es sintomática que los
presente
juntos). Distingue entre ellos los sustantivos, los adjetivos y los adverbios. Pero ¿qué se
logra con
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esto? Simplemente trasladar el problema a una clasificación secundaria, que es pasible
de todas las
objeciones ya formuladas al criterio funcional.
VIGGO BRÖNDAL luego de historiar circunstanciadamente el problema y de examinar
con
honda penetración las distintas definiciones, concluye que existen determinados
conceptos
fundamentales, que no sólo reaparecen con una frecuencia singular, sino que permiten
una
definición precisa de las semejanzas y diferencias entre las distintas clases de palabras.
Dichos
conceptos son las categorías de sustancia, cualidad, cantidad y relación, a las cuales
considera
fundamentales tanto para el pensamiento como para la lengua. Dos condiciones exige a
las cuatro
categorías para poder servir de base a una teoría del lenguaje: 1º) que sean despojadas
del carácter
metafísico y absoluto que les ha dado la tradición filosófica, ya que la lengua no es más
que un
sistema de signos, y no la copia o imagen de las cosas mismas; 2º) que como
componentes de un
sistema se definan en correlación recíproca. La correlación se establece en dos planos:
relativo y
descriptivo. En el plano relativo, la correlación se da entre la sustancia, definida como
objeto de
relación (relatum), y el concepto relacionante (relator). En el plano descriptivo se
establece la
distinción entre el elemento descriptivo, cualidad o descriptor, y la capacidad de forma,
cantidad o
descripción, que es como un cuadro pronto para recibir un contenido descriptivo.
Las cuatro categorías, aisladas o combinadas según los principios que el autor llama de
continuidad y simetría, constituyen la base de todo el sistema de clases de palabras.
Se establecen cuatro grados:
1º) Comprende las cuatro clases básicas: relatum o sustancia (R), relator o relacionante
(r),
descriptum o cantidad (D) y descriptor o cualidad (d).
Las dos primeras constituyen el grupo relativo y las otras dos el descriptivo.
2º) Comprende seis clases: rR, Dd, Rd, rd, RD y rD. Las dos primeras son homogéneas;
las
restantes, heterogéneas.
3º) Comprende cuatro clases: Drd, DRd, rDR y rdR.
4º) Comprende una sola clase que contiene a la vez todas las categorías: rRDd.
Una lengua puede tener como máximo las quince clases antedichas y como mínimo,
exceptuada la interjección (rRDd), que se encuentra en todos los idiomas, dos clases
mutuamente
correlativas.
En su pureza absoluta, las cuatro categorías básicas están representadas en el lenguaje
de la
siguiente manera: la sustancia por los nombres propios, la cantidad por los numerales,
la cualidad
por los adverbios, y la relación por las preposiciones. Las demás clases de palabras,
según se habrá
advertido, se definen por la combinación de estas cuatro categorías; así, el nombre por
la sustancia
y la cualidad, el verbo por la relación y la cualidad, etc. Los sistemas posibles, muy
numerosos,
dependen de las combinaciones de las clases fundamentales. La variabilidad de formas
del espíritu
humano determina la multiplicidad de combinaciones posibles, y, por tanto, de lenguas:
el logos, la
razón, “toute entière en un chascun” como decía Descartes, determina la unidad de la
base.
No es difícil, y lo admito como muy posible, que este apretado resumen de la teoría de
Bröndal
halla destruido su fuerte coherencia y armonía. Espero, sin embargo, haber destacado
suficientemente la forma cómo caracteriza las distintas palabras, que es lo que nos
interesa en
particular.
Realmente provechosa, aunque no exclusiva de él, resulta la idea de que las clases de
palabras
de una lengua deben considerarse como un sistema donde cada miembro cobra su valor
y su
existencia por las relaciones con los demás. Lástima, como dice Bühler, que “no
abandona el
círculo mágico de la teoría filosófica, de las categorías; y en rigor una mirada imparcial
a la
historia dos veces milenaria de la lógica y la teoría del conocimiento hubiera tenido que
mostrar a
un hombre como él que allí no se puede encontrar la solución”. Por otra parte, basta con
aplicar a
la realidad del lenguaje muchas de las caracterizaciones que él da para comprobar sus
insuficiencias. La caracterización del verbo, por ejemplo, como suma de relación y
cualidad deja
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fuera a los verbos copulativos, ya que en estos falta el segundo concepto; es muy
dudoso también
que entren los impersonales (llueve, nieva…), pues en idiomas como el español no
suponen una
relación.
Como se ve, la teoría de Bröndal, aunque admirable por el esfuerzo de organización que
supone, no está menos libre de objeciones que las otras.
OTRAS POSICIONES- Vistas las insuficiencias de los distintos criterios expuestos,
nada
puede extrañar que haya quienes nieguen la posibilidad de un sistema de clasificación
de las
palabras.
PISANI, BONFANTE y, en general, todos los lingüistas pertenecientes a la escuela
idealista
no reconocen a las categorías gramaticales ningún valor filosófico ni teórico. Bajo la
influencia de
Croce y Vossler consideran la lengua como una unidad estética que naturalmente no
admite
divisiones, aunque a menudo ellos mismos las utilizan como expediente didáctico o
metodológico.
GEORGES GALICHET también critica a la gramática clásica por haberse mantenido
casi
exclusivamente en el plano de los signos. Afirma que la palabra no posee siempre el
mismo valor
en la lengua; su naturaleza y función varían según su contexto sintáctico. Todos o casi
todos los
vocablos son susceptibles de cambiar de clase gramatical según el empleo que de ellos
se haga. Y
esta es una de las razones que hacen comprender por qué, en el plano de los signos,
resulta
imposible clasificar las palabras de una vez por todas. Galichet se coloca resueltamente
en el plano
de los valores internos, y busca entre ellos los principios de clasificación que permitan
determinar
las, para él, verdaderas unidades de la lengua, y descubrir el mecanismo de sus
relaciones.
Encuentra los valores tipos en lo que llama especie gramaticales. Estas especies se
engendran en la
imagen-concepto y son independientes de las palabras por las cuales se expresan.
CONCLUSIONES- ¿Terminaremos, pues, por admitir la imposibilidad de una
clasificación
satisfactoria de las palabras? O de otra manera: ¿habrá que responder negativamente a la
pregunta
formulada al comienzo de este trabajo, sobre si existe un fundamento natural en la
lengua para
establecer la clasificación que nos ocupa?
Aunque la breve historia crítica que hemos trazado parece, en apariencia, negar la
existencia de
una base natural, creo que, en el fondo, no hace más que confirmarla. Ese empeño
varias veces
secular para hallar un principio de clasificación resulta particularmente significativo. Es
la
necesidad de encontrar un fundamento teórico a una distinción que está hondamente
arraigada en
el sentimiento lingüístico; sentimiento que nos lleva a reconocer, por ejemplo, como
pertenecientes
a distintas categorías perro y comí. Pero ¿en qué se apoya este sentimiento? La mayor
parte de los
autores, según hemos visto, busca la base de la clasificación en la naturaleza ya
objetiva, ya lógica,
ya psicológica o metafísica de lo significado. Sólo hay que exceptuar a los que siguen el
criterio
funcional y al morfológico. Mas ¿es posible, en el estado actual de las lenguas, fundar
las
definiciones de las categorías idiomáticas en su contenido? Un “estado lingüístico
procede de otro
estado lingüístico” y lleva necesariamente sus huellas. Creado en la lengua el molde
formal para
un determinado contenido, no es nada extraño que, andando el tiempo, se trastornen las
relaciones
entre forma y contenido. Esto es tan obvio que parece hasta innecesario decirlo. Todos
saben, por
ejemplo, cómo algunos verbos, los llamados copulativos y auxiliares, han pasado de
palabras
autónomas a simples utensilios gramaticales sin contenido de significación.
Formalmente
presentan todos los caracteres de verbo, pero su contenido ya no es el considerado
típicamente
verbal. Así mismo es un hecho conocido la falta de correspondencia que existe a
menudo entre las
categorías nocionales y las gramaticales respectivas. Un buen ejemplo lo suministra la
categoría
gramatical de género, que, si alguna vez representó una clasificación de los nombres en
correspondencia con una visión particular de los hablantes, ya en el indoeuropeo no es
más que
una simple cuestión de concordancia, de base formal.
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Si con respecto a las categorías gramaticales propiamente dichas (género, tiempo…) es
opinión
generalizada la imposibilidad de caracterizarlas atendiendo a su contenido significativo,
o, por lo
menos, atendido exclusivamente a dicho contenido, ¿por qué no adoptar análoga postura
para la
definición de estas otras categorías que son las partes de la oración? Por otra parte, este
desajuste
entre forma y fondo no es sólo frecuente en lo relativo al lenguaje, sino que se da
también en otros
fenómenos sociales: costumbres, ritos…, y obedece, entre otras causas, al distinto ritmo
con que
suelen moverse ambos elementos. Nada puede extrañar, pues, que el molde formal
creado para
indicar el proceso llegue en alguna oportunidad a vaciarse de contenido y a engendrar la
cópula y
el auxiliar; ni que una forma nominal deje de traducir la visión estática de cosa para
denotar la
dinámica característica del proceso. Es, por ejemplo, lo que ocurre con casi todos los
infinitivos
españoles; cuando digo u oigo: “a lo lejos se ve el lento desfilar de las carretas”, el
desfilar lo
percibo esencialmente como proceso, y no como cosa, aun cuando, formal o
gramaticalmente,
puede sentirlo como nombre. De aquí, quizá, los titubeos de la gramática para encasillar
tales
formas.
Es en atención consideraciones precedentes que he creído necesario buscar en
elementos
puramente lingüísticos los fundamentos de ese sentimiento que nos lleva a reconocer,
las distintas
clases de palabras. Y pienso haberlos hallados en un camino que ya atisbó Ferdinand de
Saussure
al examinar el papel de las entidades abstractas y el funcionamiento de las relaciones
asociativas.
Así, al referirse a las asociaciones en gramática, dice el sabio ginebrino: “sean los tres
genitivos
latinos domin-i, reg-is, ros-arum: los sonidos de las tres desinencias no ofrecen analogía
alguna
que de lugar a la asociación: y sin embargo están unidos por el sentimiento de un valor
común que
dicta un empleo idéntico; eso basta para crear la asociación en ausencia de todo soporte
material, y
así es como la noción de genitivos en sí adquiere un lugar en la lengua. Por un
procedimiento muy
semejante las desinencias de flexión –us, -i, -o, etc. (en dominus, domini, domino, etc.)
están
unidas la conciencia y despiertan las nociones más generales de casos y de desinencia
casual.
Asociaciones del mismo orden, pero más amplias todavía, unen todos los sustantivos,
adjetivos,
etc., y fijan la noción de las partes de la oración.
A mi entender, es la posibilidad de construir determinados sintagmas lo que caracteriza
fundamentalmente a las partes de la oración. Las palabras son miembros potenciales de
sintagmas
y se asocian en la memoria por el sentir de un valor común que determinan las mismas
posibilidades sintagmáticas. Por ejemplo niño y perro, son elementos potenciales de
sintagmas
como “el niño” “el perro”, “del niño”, “del perro”; “niño bueno”, “perro bueno”; “el
niño juega”,
“el perro juega”; etc. Estas idénticas posibilidades sintagmáticas son las que hacen que
en el
sentimiento lingüístico de los hablantes los dos vocablos se presenten como
pertenecientes a una
misma categoría: la del sustantivo. Así mismo, dichas posibilidades oponen el
sustantivo a otras
palabras (adjetivos, verbos, adverbios, etc.), que en la mente se agrupan por el recuerdo
de
particulares realizaciones sintagmáticas.
Cotéjense, por ejemplo, las siguientes realizaciones sintagmáticas del sustantivo y del
adjetivo,
que en el español son normales:
El abuelo Lo bueno
El abuelo materno Libro bueno
Llegó el abuelo Está bueno
Es abuelo Es bueno
El sillón del abuelo Muy bueno
Fácil es advertir que las posibilidades de ambas palabras son en algunos casos idénticas:
“es
abuelo”, “es bueno”; en otros, en cambio, son privativas de una de las clases: se dice
“está bueno”,
pero no “está abuelo”. Estas últimas son las que caracterizan cada categoría y lo oponen
a las
demás. En el caso del sustantivo y del adjetivo las igualdades de muchas de sus
respectivas
posibilidades descubre su cercano parentesco y explica que nuestra gramática las haya
considerado
durante mucho tiempo como una clase única. Además, existen muchas palabras que han
llegado a
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usarse indiferentemente como sustantivos y adjetivos, y cuya distinción, por lo tanto, no
caben en
la lengua, sino sólo en el habla: “el sabio lo ignoraba”, “me dio un sabio consejo”.
Según observa
el profesor español Salvador Fernández, las transposiciones de categoría no se realizan
siempre en
el mismo grado. Uno de los caracteres del sustantivo es su capacidad para regir términos
secundarios, nominales o pronominales. El adjetivo usado como principal se resiste en
distinto
grado a esta clase de régimen, especialmente en la rección de nombres adjetivos. Se
asocia con
más facilidad al artículo y a los pronombres adjetivos”.
De lo que antecede puede concluirse:
1. las palabras se agrupan en la memoria de los hablantes de acuerdo a sus posibilidades
sintagmáticas, y la asociación se realiza tomando como base lo que hasta el momento ha
sido normal, en los distintos actos lingüísticos. Ocasionalmente en el habla son posibles
todas las transmutaciones que no rompan el sistema, aún cuando se aparten de la norma.
Un
caso entre muchos, es el conocido por “sustantivación”.
2. Las categorías no están separadas siempre por límites definidos y precisos, sino que
suele
haber entre ellas amplias zonas fronterizas donde los límites se esfuman y llegan hasta
borrarse. Así por ejemplo, entre categorías en apariencia tan distintas como el sustantivo
y
el verbo, en español se tiende como un puente el infinitivo, que es capaz de admitir
simultáneamente realizaciones sintagmáticas de las dos categorías.
3. Dada la complejidad de las realizaciones sintagmáticas, el método que mejor se
presta para
la caracterización de las distintas clases de palabras es el descriptivo mostrativo, y no el
definidor.
Obsérvese por otra parte, que en el criterio que sustentamos se han apoyado conciente o
inconcientemente, diversos autores, cuando, agotadas las posibilidades de
reconocimiento según
los otros criterios, deben determinar ante un vocablo concreto a qué clase pertenece.
Así,
Jespersen, al realizar la crítica del criterio formal de J. Zeitlin, dice: “Si la forma en el
sentido más
estricto fuera tomada como único criterio, llegaríamos al resultado absurdo de que must
en inglés,
siendo invariable, pertenece a la misma clase que the, then, for, as, enough, etc. Nuestra
única
justificación para clasificar “must” como verbo es que reconocemos su empleo en
combinaciones
como “I must (go)”, “must we (go)?”, como paralelo al de “I shall (go)”, “shall we
(go)?”.
También Charles Bally, llega por un momento a reconocer la importancia de las
asociaciones
sintagmáticas en la clasificación de las palabras, cuando al estudiar las categorías
léxicas, expresa:
“Le mot français cheval ne peut être que substantif, parce qu’il figure dans des
syntagmes qui le
caractérisent comme tel (le cheval, mon cheval, pour un cheval, le cheval trotte, etc.).
Es curioso
sin embargo, que en la página anterior recurra, para caracterizar las distintas clases de
palabras, a
uno de los procedimientos más vulnerables: “Les catégories lexicales comprennent,
dans nos
langues, les mots, ou plus exactement les sémantèmes virtuels désignant des substances
(êtres et
choses), des qualités, des procès et des modalités de la qualité et de l’action, autrement
dit : des
substantifs (homme, pierre), des adjectifs (rouge, bon), des verbes (march-[er]), et des
adverbes
(bien, très)“. Como se ve, pues, una típica caracterización de viejo corte logicista.
Quizá alguien objete que el sintagma pertenece al habla y no a la lengua. Ya dijimos
que el
propio Saussure afirma que la oración, el sintagma por excelencia, pertenece al habla.
También esa
es la opinión de Gardiner y Bröndal. Pero ¿puede negarse a la oración todo valor como
hecho
lingüístico independiente del acto del habla? Creo que la posición del profesor de Praga
Bohumil
Trnka, al reconocerle tal valor, es más acertada: “La phrase le père est malade
aujourd’hui, par
example, est toujours compréhensible, quelle que soit la personne ou celle à qui elle est
adressée,
même si nous ne savons pas de quel père, de quelle maladie et de quel jour il s’agit“.
¿Y no son
ejemplo de esa naturaleza los que han nutrido fundamentalmente el ejemplario
gramatical?
Además, cuando Saussure quiere aclara el concepto de lengua, dice que puede dar una
idea
tolerable de ella, una gramática y un diccionario; pero es precisamente en la gramática,
en la parte
denominada sintaxis, donde hasta ahora se ha estudiado la oración. Nada hay que
impida
considerar como unidades de lengua, almacenadas con valor especial en la mente de los
9
individuos, las estructuras que caracterizan la oración. Ellas tienen en esencia, aunque
funcionen
en otro plano, la misma naturaleza que las demás unidades lingüísticas.
Para terminar: si no interpreto mal, las conclusiones de Bühler sobre este problema
presentan,
por lo menos en algún aspecto, cierta semejanza con las expuestas arriba. Según él, la
cuestión de
las clases de palabras no podrá resolverse en general por ningún otro camino que a
través del
conocimiento de los campos simbólicos: “en cada lengua existen afinidades electivas; el
adverbio
busca su verbo y de un modo análogo los demás. Esto puede también expresarse
diciendo que las
palabras de una clase determinada señalan en torno suyo uno o más lugares vacíos que
tienen que
llenarse con palabras de otras clases determinadas”.
Como se ve, pues, la orientación señalada por el ilustre profesor alemán es, si no igual,
afín en
algún punto a la señalada precedentemente.
Creo que con esto quedan abiertos los caminos. Recorrerlos será obra del futuro. Así
mismo
deberá investigarse no sólo en el sentido del eje sintagmático, que para mí es
fundamentalmente
donde se determina la distinción de las palabras, sino también en el del eje
paradigmático, cuyo
valor al respecto no me atrevo a descartar del todo.

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