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La historia, la masacre de las bananeras y el

paramilitarismo
4 Dic 2017
Por: Santiago Villa
https://www.elespectador.com/opinion/la-historia-la-masacre-de-las-bananeras-y-el-
paramilitarismo-columna-726687

Yo soy pariente del general Carlos Cortés Vargas, quien dio la orden de disparar sobre
los huelguistas de Ciénaga el 6 de diciembre de 1928. Crecí con historias encontradas
sobre la masacre de las bananeras. Cien años de soledad era un libro ligeramente
contencioso en el ámbito familiar y en parte por eso quise, como tema de mi monografía
de grado de la carrera de Literatura, hacer un análisis de las dimensiones históricas y
literarias de esta novela.

La masacre fue denunciada en un primer momento por el entonces joven parlamentario


Jorge Eliécer Gaitán, el Partido Liberal, el naciente sindicalismo colombiano y el
caricaturista Ricardo Rendón, quien hizo varios editoriales gráficos demoledores contra
el presidente Miguel Abadía Méndez. Este, de 1929, es el mejor. Al año siguiente, en
parte a causa de este crimen, naufragó la hegemonía conservadora, tras 44 años en el
poder.
La versión que la congresista María Fernanda Cabal expone no es nueva. La escuché
de mis ancestros más conservadores. Según ellos, la huelga fue una asonada comunista
y las víctimas no habían sido los trabajadores, sino la United Fruit Company y, sobre
todo, el Ejército Nacional, Carlos Cortés Vargas y el presidente Miguel Abadía Méndez.
Cuando Gabriel García Márquez escribió la novela su propósito fue denunciar esta
tergiversación avalada por el Partido Conservador.

La siniestra alquimia que hace de las víctimas los victimarios es una estrategia política
de María Fernanda Cabal. Curiosamente, porque tengo ancestros Cabal, no sólo soy
pariente de Cortés Vargas, sino también de ella, la hoy abanderada del revisionismo
histórico de ultraderecha.

Esta semana he reflexionado más de lo usual —que de por sí es bastante— sobre el peso
y el inmerecido privilegio que aún conceden los apellidos en Colombia. También sobre
la historia y la memoria. Son asuntos muy afines. Y si le sumamos la tenencia de la
tierra y la estructura del empleo, son incluso explosivos.

De la historia se dicen muchas tonterías. Que la escriben los vencedores. Que se repite.
Que absuelve. Y que no hay hechos históricos sino sólo interpretaciones, o
representaciones que cierta confusa epistemología equipara a la escritura de ficción.

Ninguno de estos refranes —blandos axiomas que calan a fuerza de repetición— se


sostiene ante el imperativo ético de la historia: reconocer que hay hechos verificables
en el pasado. Esto porque los crímenes y las transgresiones morales de los vencedores,
no sólo de los vencidos, deben ser imputables y no absolverse por el simple paso de los
años, o banalizarse en una simple iteración. Y porque si bien una novela en la que
llueven mariposas y la gente nace con cola de marrano no debe tomarse al pie de la letra
—faltaba más—, la obra literaria de ficción sí tiene la capacidad de decir algo sobre el
pasado y de hacer una denuncia sobre cómo se tergiversa la memoria.

Es lo importante de Cien años de soledad. El mensaje ético de este episodio y la lección


para nosotros no es que hayan sido 3.000 muertos —que seguramente no lo fueron—
, sino la alegoría implícita en que, cuando José Arcadio Segundo regresa a Macondo
después de haber visto la matanza, nadie le cree. Más tarde, ya nadie la recuerda.
Quienes leemos Cien años de soledad después de que la historia de la masacre fue
restituida a la historia nacional no entendemos que, antes de García Márquez, la gente
en efecto la había olvidado o todavía la debatía. María Fernanda Cabal pretende
devolver el casete. Eso tiene una intención clarísima.
Los descendientes de familias con haciendas esclavistas, como los Cabal y los Molina
(los apellidos de María Fernanda), o de cualquier estirpe que se haya visto
materialmente favorecida por prácticas abominables, tienen una deuda con el pasado de
Colombia que no es monetaria, sino moral. Una deuda como la tengo yo y que asumo
con escritos como éste.

Cuando se elude esa responsabilidad, como lo hace María Fernanda Cabal, para
defender o menospreciar el maltrato de los trabajadores y de los campesinos, sea en las
haciendas de esclavos de sus ancestros, en los enclaves bananeros de 1928 o en las
muchas masacres paramilitares y asesinatos a sindicalistas que ha tenido este país, se
vulnera a los trabajadores de Colombia y su legado.

Cabal hace estas afirmaciones porque su proyecto político es violentamente clasista y


es heredero directo de la visión de mundo de un oligarca del Partido Conservador de
1950. De La Violencia. Un Laureano Gómez, digamos, o para no salirnos de los
apellidos del partido político que ella hoy representa, un Guillermo León Valencia, que
fue además el precursor de las ejecuciones extrajudiciales.

Un mismo hilo sombrío recorre la lectura de la historia según María Fernanda Cabal.
Apuesta a borrar la masacre de las bananeras de la memoria histórica porque su
propósito es también borrar las masacres de Trujillo, de El Salado, de El Aro, de
Mapiripán, y todas las que se cometieron para defender a los intereses terratenientes
que se vieron favorecidos y protegidos por el paramilitarismo.

Ella no es tonta. Sabe que en el terreno de la historia se juega la justificación ideológica


de sus posiciones complacientes con esta violencia de clase. Lo que debemos criticar,
entonces, no es su ignorancia, sino su mala fe.

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