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años después de la caída del muro de Berlín en 1989, una nueva generación de
escritores cubanos nacidos a partir de 1959 sobresalen en la vida literaria de la isla e
intentan explicarse, a sí mismos y a sus lectores, los últimos cambios que han vivido.
Por primera vez una antología ofrece una visión completa de los mejores cuentos de
autores que residen tanto en la isla como en el exilio. Para ello Michi Strausfeld ha
realizado una selección que reúne los relatos más destacados de la literatura cubana
actual y que constituye un caleidoscopio de estilos y temas, técnicas e innovaciones,
que pone de manifiesto la vitalidad del género y nos permite concluir que «la
literatura cubana es una».
ebookelo.com - Página 2
AA. VV.
ePub r1.0
Titivillus 22.03.2019
ebookelo.com - Página 3
Título original: Nuevos narradores cubanos
AA. VV., 2000
Selección, prólogo y notas biobibliográficas: Michi Strausfeld
«Retrato de una infancia habanaviejera», incluido en Traficantes de belleza, Zoé Valdés; «Historias de
Olmo», Rolando Sánchez Mejías; «Las aguas del abismo», Félix Lizárraga; «¿Por qué llora Leslie
Carón?», Roberto liria; «Corazón partida bajo otra circunstancia», Alberto Guerra Naranjo;
«Clemencia bajo el sol», Adelaida Fernández de Juan; «El tartamudo y la rusa», José Manuel Prieto;
«Greenpeace», Eduardo del Llano; «El día que no fui a Nueva York», Mylene Fernández Pintado; «Un
arte de hacer ruinas», Antonio José Ponte; «No hay regreso para Johnny», David Mitrani; «La
guagua», Alexis Díaz-Pimienta; «Fallen Angels», Joel Cano; «Cosas esenciales», Jorge Luis Arzola;
«Lobos en la noche», Ángel Santiesteban; «El regreso», Rodolfo Martínez; «Diana Cazadora and
Colorado Springs», Alberto Garrido; «Esperando a Elio», Ana Lidia Vega; «Un poema para Alicia»,
Karla Suárez; «La causa que refresca», José Miguel Sánchez (Yoss); «El retrato», Pedro de Jesús;
«enki», Daniel Díaz Mantilla; «La verticalidad de las cosas», Ronaldo Menéndez; «La reja», Waldo
Pérez Ciño; «El viejo, el asesino y yo», Ena Lucía Portela
Fotografía de la cubierta: Detalle de una fotografía de Hans-Joachim Ellerbrock, Bilderberg
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.0
ebookelo.com - Página 4
Índice de contenido
Cubierta
Historias de Olmo
El tartamudo y la rusa
«Greenpeace»
La guagua
«Fallen Angels»
Cosas esenciales
Lobos en la noche
El regreso
Esperando a Elio
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Un poema para Alicia
El retrato
enki
La reja
El viejo, el asesino y yo
Notas biobibliográficas
Notas
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La literatura cubana es una
«Hay muchos discursos cubanos, no un discurso único», afirma José Miguel Sánchez
(Yoss), un joven escritor que reside en La Habana. Sin embargo, «sólo existe una
literatura cubana», dice Roberto Uría, exiliado en Miami. Y los escritores, que
radican hoy tanto en Perú como en París, en México como en Madrid, en Alemania
como en Almería, están de acuerdo: «Sí, somos los escritores cubanos del exterior,
pero nos buscamos, nos leemos, visitamos a nuestros familiares en Cuba, intentamos
encontrarnos donde podemos para mantener el diálogo, la información, los vínculos»,
comentan.
Esta antología ofrece una visión tripartita de lo que escriben hoy veinticinco
autores cubanos nacidos a partir de 1959. Catorce de ellos provienen de la isla
(Alberto Guerra Naranjo, Adelaida Fernández de Juan, Eduardo del Llano, Mylene
Fernández Pintado, Antonio José Ponte, David Mitrani, Ángel Santiesteban, Ana
Lidia Vega, José Miguel Sánchez [Yoss], Pedro de Jesús, Daniel Díaz Mantilla, Ena
Lucía Portela, Jorge Luis Arzola y Alberto Garrido), cinco de la diáspora (José
Manuel Prieto, Joel Cano, Karla Suárez, Ronaldo Menéndez y Waldo Pérez Ciño),
uno comparte isla y diáspora (Alexis Díaz-Pimienta) y cinco viven en el exilio (Zoé
Valdés, Rolando Sánchez Mejías, Félix Lizárraga, Roberto Uría y Rodolfo Martínez).
Las biografías de todos estos escritores presentan una enorme variedad. La
mayoría de ellos han nacido en Cuba, pero aparecen también Moscú (Eduardo del
Llano) o San Petersburgo (Ana Lidia Vega). En cuanto a su formación hay que
señalar que, si bien todos estudiaron una carrera universitaria, se observa que
eligieron materias muy diferentes. Así, podemos destacar la presencia de un biólogo,
como es el caso de José Miguel Sánchez (Yoss), una médico (Adelaida Fernández de
Juan), un economista (Rodolfo Martínez) y cuatro ingenieros (José Manuel Prieto,
Antonio José Ponte, David Mitrani y Karla Suárez), pero también la de varios
historiadores (Alberto Guerra Naranjo y Ronaldo Menéndez), filólogos (Zoé Valdés y
Roberto Uría) y dramaturgos (Félix Lizárraga y Joel Cano). Algunos de los
narradores seleccionados además son guionistas de cine (Alberto Guerra Naranjo y
Antonio José Ponte) o están cada vez más vinculados con él (Ángel Santiesteban y
Eduardo del Llano). La mayoría de ellos ha tenido un aprendizaje literario, pues
participaron en los talleres que se crearon en todo el país a partir de los años setenta.
Allí discutían y analizaban los libros, escribían sus primeras poesías o cuentos, allí
obtuvieron tal vez un primer premio literario. Los premios son otro dato que destaca
en estas biografías. Todos los han acumulado: enumerar cinco o más premios y
menciones no es nada inhabitual. ¿Qué significa esta fiebre de los premios?
Para todos estos escritores existe una fecha emblemática en la historia reciente del
país: 1989. Este año marca, con la caída del muro de Berlín y el posterior derrumbe
de la URSS, el principio de una nueva etapa, denominada oficialmente «período
especial en tiempos de paz» y familiarmente «período especialmente duro», pues
supone un cambio social hacia formas de economía de mercado, que, unido a la
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dolarización y a la fuerte escasez de divisas, así como a la necesaria apertura al
turismo de masas, ha generado no pocas contradicciones y nuevos problemas. Para
los autores jóvenes, impacientes por darse a conocer, esta transformación de los usos
cotidianos representó un corte brutal en las posibilidades de publicar. Durante la
década de los ochenta existía una importante industria estatal del libro, que alcanzó
en esta etapa una producción anual de unos 4.000 títulos, lo que equivale a 50-60
millones de ejemplares publicados, incluidos los libros escolares. Cuatro años
después, cuando Cuba dejó de obtener subvenciones de la antigua URSS y ayudas de
los países del ex bloque comunista, la industria editorial cubana tocó fondo: debido a
la muy difícil situación económica del país, se retrocedió a los modestos niveles de
1959. Los cubanos, que durante cuatro décadas adquirieron un sorprendente hábito de
lectura, nunca habían tenido suficiente oferta de títulos y tiradas, pero siempre podían
conseguir libros a bajo precio. Sin embargo, de repente, se vieron privados de uno de
sus pasatiempos favoritos: leer.
Desde 1996 se ha asistido a un lento crecimiento de la producción editorial. A
pesar de todos los esfuerzos, con 200 novedades y 5-6 millones de ejemplares, con
cooperaciones, joint-ventures y ayudas institucionales de otros países, rehacer la
industria cubana del libro es un proceso muy lento tanto para los lectores como para
los escritores. Los premios Casa de las Américas, por ejemplo, se conceden en la
actualidad sólo cada dos años en las diferentes categorías; las tiradas de libros y
revistas se han reducido drásticamente; los libros de cuentos y novelas son casi
siempre muy delgados, entre otras cosas para ahorrar papel. Pero, a pesar de todo,
reina un cierto optimismo, pues se observan algunos avances y cada año aparecen
unos cuantos libros más, aunque el número total de títulos es deprimente. La editorial
Letras Cubanas, que publica narrativa y poesía, sólo pudo ofrecer, en 1999, 78
novedades.
Hay que tener en cuenta estos datos para tratar de imaginar la angustia de los
escritores cubanos, sobre todo de los jóvenes. Poder publicar resulta ser una tarea de
Sísifo, pues la lista de espera es inmensa y el resultado, incierto. Debido a su
brevedad, el cuento puede vencer más fácilmente esta carrera de obstáculos, aunque
siempre se llegue a la misma conclusión: existe una enorme oferta de buenos
manuscritos, pero una escasa posibilidad de publicar.
Los años ochenta marcan un giro decisivo en la vida política e intelectual
cubanas. Tal vez el hecho más destacado sea el éxodo a Miami, en 1980 de unas
125.000 personas desde el puerto de Mariel. Este grupo, conocido como «los
marielitos», constituye la segunda ola de refugiados (la primera dejó el país nada más
triunfar la Revolución). Entre ellos se encuentran escritores como Reinaldo Arenas,
Carlos Victoria, Guillermo Rosales o los hermanos Juan y Nicolás Abreu, que
lograron fundar en 1984 la revista Mariel, donde reunieron la obra de los exiliados. A
partir de entonces siempre se habla de dos literaturas cubanas enfrentadas: la de la
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isla y la del exilio. Así comenzaba la polémica sobre dónde vivían los mejores
escritores: dentro o fuera.
En 1994 surgió una crisis, en gran parte fruto de la penuria material del «período
especial» y de la continua falta de libertades políticas. Esta vez lograron emigrar
35.000 «balseros» en condiciones dramáticas. Fue la tercera gran ola de refugiados, y
con ella el exilio de Miami tomó «color», debido al gran número de mulatos y negros.
Desde entonces muchos escritores empezaron a salir con becas o invitaciones como
profesores o estudiantes de posgrado. De esta manera se ha formado la diáspora, que
aumenta de año en año, con lo que se puede hablar ahora de tres literaturas cubanas.
La nueva cuentística cubana se inicia en 1990 con un relato de Senel Paz (nacido
en 1950): «El lobo, el bosque y el hombre nuevo», que recibió el premio Juan Rulfo
de Radio France Internationale y que más tarde sirvió de guión para la película Fresa
y chocolate. Constituyó una clara ruptura temática y estilística y se convirtió en el
traspaso de la voz literaria a una generación más joven. En 1993, en pleno «período
especial», apareció un libro que dio a conocer a esta nueva generación: la antología
de los novísimos cuentistas cubanos (Los últimos serán los primeros, Letras Cubanas,
La Habana 1993) elaborada por Salvador Redonet, que ofrecía textos de treinta y
siete escritores nacidos a partir de 1959. El impacto de esta compilación constituyó
un verdadero terremoto literario. A partir de entonces han aparecido diez antologías
más en La Habana, lo cual da una idea del alcance de su cuentística contemporánea.
Todas ellas presentan sólo textos de autores que residen en la isla, lo que constituye
una falacia, pues la fluctuación es grande. La presente antología, en cambio, intenta
reunir por primera vez cuentos y relatos de autores que residen hoy en la isla, en el
exilio o que pertenecen a la diáspora.
Vivan donde vivan, publicar es difícil para todos. Ya se han mencionado las
dificultades de la industria editorial en la isla: en el exilio de Miami las cosas
tampoco se presentan bien. Carlos Victoria (nacido en 1950 en Camagüey y hoy
exiliado en Miami) describe las «insatisfacciones» en su reciente artículo «De Mariel
a los balseros» (Encuentro, n.º 15, Madrid, invierno de 1999-2000, págs. 70-74),
donde dice a modo de conclusión: «No puedo ni quiero enumerar los libros que han
ido apareciendo en las editoriales de Miami, con escasas posibilidades de distribución
(…); las revistas del exilio en Estados Unidos se esfumaron; el único concurso que
nos dio una esperanza, el Letras de Oro, hace ya tiempo que desapareció; en su gran
mayoría los libros de todos estos escritores han pasado sin dejar ni la más leve huella,
muchos tal vez porque lo merecían, pero otros por una maldición política y
geográfica (…). Cuba es una isla y Miami también».
A los autores cubanos que residen en países de habla hispana tal vez les resulte
más fácil publicar, aunque la diáspora tampoco sea una vida de rosas: abundan las
espinas. Los lectores de sus obras son cubanos, pero los libros no llegan ni a Cuba ni
a Miami. Los lectores de los países donde residen prefieren normalmente a sus
autores o las traducciones extranjeras. Sin embargo, en los últimos años se ha notado
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un mayor interés por parte de algunas editoriales españolas y, en menor medida,
mexicanas: un dato revelador es el número de manuscritos cubanos que llegan hoy a
todos los concursos literarios, provenientes tanto de la isla como de otros países.
Varios autores cubanos han ganado estos premios de gran o relativa importancia
(Jesús Díaz, Leonardo Padura, Eliseo Alberto, Zoé Valdés, Alexis Díaz-Pimienta,
Karla Suárez y Ronaldo Menéndez) y otros han sido publicados sin premio pero con
éxito (Abilio Estévez o Pedro Juan Gutiérrez).
Finalmente, quisiera mencionar a los escritores que pueden publicar en otra
lengua, pero no en la propia (Joel Cano y Jorge Luis Camacho en París); otros saltan
de Miami a Francia, pero no a España (Carlos Victoria). Esta curiosa lista se podría
ampliar fácilmente. Publicar en España sigue siendo La Meca para todos, pues
significa movimiento y reconocimiento, posibilidad de crítica y venta, es decir,
dinero.
Hoy resulta muy difícil para los escritores cubanos tener una visión amplia de lo
que se escribe dentro y fuera, ya que las «islas» —Cuba y Miami— no permiten un
contacto fácil y acceder a los textos de quienes residen en tantos países es
complicado. Las dificultades abundan, por tanto, para todos los escritores cubanos
incluidos en esta antología, provengan de la isla, del exilio o de la diáspora. Sus
textos, sean cuentos breves, relatos largos o minihistorias, reflejan la presencia de
muchos de sus problemas, y el dominio de las diferentes técnicas narrativas y su
diversidad temática, a través de todos sus registros, es extraordinario: hay crítica y
humor, parodia y poesía, reflexión y parábola. Esta antología constituye, pues, la
última expresión literaria de un pueblo dividido y a la espera. Pero leyendo estos
cuentos, poco a poco, descubriremos un caleidoscopio que prueba tanto la vitalidad
del género como la variedad de sus preocupaciones, y comprenderemos por qué el
credo literario de los autores es correcto: «La literatura cubana es una».
Michi Strausfeld
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Nuevos narradores cubanos
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Retrato de una infancia habanaviejera
Zoé Valdés
¿Y por qué tendría que negarlo? Sí, soy de La Habana Vieja, y a mucha honra, vaya,
¿quién les dijo a ustedes que voy a avergonzarme por mis orígenes? Yo pertenezco al
casco histórico, ¿y qué, tú, qué pasó con eso? (Todo esto lo digo con las manos
partidas, en jarra, una pierna cruzada sobre la otra, el pie descansando en punta, una
sonrisa cubanísima, de exportación, los hombros desnudos y acentuados hacia
adelante, desafiantes como los de la Cecilia Valdés en la novela de Cirilo Villaverde;
la pobre mulatona fue una jinetera del siglo XIX, allá en la Loma del Ángel; todo el
bendito tiempo empinando hombros, boca y culo, ¡oyéee, con el dolor que da eso en
la cervical! Mi caso es algo diferente, yo no soy exclusivamente negra, ni tan siquiera
cuarterona, ni china, ni rubia, ni trigueña aindiá, ni jabá. Yo soy más bien un ajiaco de
todo ese rebumbio, y más.) Pues sí, mi niño, como mismitico te iba diciendo, yo me
crié, desde que abrí los ojos al cielo azul tropicalísimo, estos ojitos que se va a tragar
el fango, ¡ay, tú, no, solavaya!, pues di mis primeros pasos, gateé por los adoquines
de la ciudad monumento, patrimonio de la humanidad y de todas esas sanacás que
inventa la Unesco. ¿Que qué? Ay, mijito, habla claro, con ese acento no se te entiende
ni pitoche. ¿Que usted es fotógrafo? Eso ya lo sé, mi vida linda, óyeme, ¿tú crees que
soy ciega o bizcorneá? Si desde que te vi con la cámara colgando del cuello me pegué
a ti. ¡Claro, corazón de melón, a mí me encanta que me tiren fotos! No, pa que tú
veas es la primera vez que a mí me retrata un turista, un gallego. ¡Aaaah! ¿Que tú no
eres gallego? ¿Y se puede saber de dónde tú vienes, cosita rica? Porque extraterrestre
sí que no, qué va, tú no tienes ni una pizquita así de marciano. ¿De Portugal, y resides
en París? ¡Eso está fuerte! Ay, tú estás un poquito raro. Bueno, y qué importa, a ver,
¿cómo quieres que me ponga? ¿Ya? ¡Contrá, qué rápido tú eres, ni los cupets te hacen
ná! Niño, los cupets son los garajes nuevos donde venden gasolina en fulas. En fin,
no te demoro más con cuentos del más allá, fíjate, yo soy nacida y criada en un
palacio colonial, ¡un palacete chico! Pero de palacio ya no le queda ni el nombre.
Ahora se llama solar, vaya, para ser más concreta, en la calle Muralla 160, entre Cuba
y San Ignacio. No te puedo enseñar el edificio porque se derrumbó, hace un tongón
de años, ¡quién se acuerda de aquello! Yo era chiquitica así. Mira, mi abuela me
estaba dando la comida, ¡no, y menos mal que todo el mundo estaba en la calle,
trabajando, o haciéndose los que trabajaban!, pues mi abuela se dio cuenta de que en
el plato estaba cayendo como una boronilla del techo, y cual endemoniá recogió lo
principal, es decir, yo y veinte fulas que había comprado en el mercado negro; ¡qué
luz la de mi abuela, virgen de la Milagrosa, alabao sea san Lázaro! No bien salimos
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del edificio, ¡cataplún! Piedra y polvo na má, igualitico al Partenón ese de los griegos
que vi en un libro prestado. Luego de la catástrofe nos albergaron dos años; más
tarde, bien tarde, nos dieron un apartamentico, ¡no, pero ahí todavía queda gente
esperando porque le den casa! Imagínate, en ese albergue de la calle Monserrate hay
mujeres que se han hecho viejas pellejas. Nosotras navegamos con suerte porque la
presidenta del consejo de vecinos es tremenda chivatona y tenía un contacto que nos
resolvió. Nos otorgaron un apartamentiquito, como ya te dije, muy modesto él, en la
calle Empedrado número 505 entre Villegas y Monserrate. La calle Empedrado es
famosísima por La Bodeguita del Medio, a la cual no puede ir ningún cubano si no es
acompañado de un extranjero. Pero no te vayas a equivocar (miro a todos lados),
cuidadito ahí, a mí me priva este país, ¡aquí somos requetefelices y palanta y palante!
Hace un calor del carajo, pero mira cómo hay playas y arrecifes, las playas pa los
turistas y los dientes e ’perro pa los nativos. Pinta pallá, ahí viene Maruja, la señora
del pañuelo en la cabeza y el bastón, la viejita de la jaba. ¡Ay, verdad, qué torpe, si
todas las viejas llevan jabas! Chico, esa que camina apoyándose en la puerta de latón
de la bodega. Esa viejuca es de lo más mortalítica, quiere decir superchévere. Ella es
hija de isleños, de los de Canarias, pero nació aquí, esa pobre señora se pasa la vida
en las colas, del cuarto a la bodega y de la bodega al cuarto. Un día se paró en la
esquina, miró a la profundidad, al abismo interior de la jaba vacía y dudó: Ay, mi
madre, Cristo bendito, qué memoria la mía, estoy ya tan arteriosclerótica que ya no
sé si es que voy o vengo del mercado. Con eso te lo digo todo. ¿Qué cosa, mi chino,
que cambie el tema? Sí, sí, sí, yo sé que a ustedes los fotógrafos les amargan estos
temas. A mí lo que me entristece es ver cómo en las fotos la pobreza se ve así, tan
bonita. ¡No, mi amor, eso yo no te lo voy a negar, aquí sí hay pobreza, y mucha!
Escúchame bien, ¿ves a esa mujer sentada con el perro, y al otro tipo que mira pallá,
y al negro de punta en blanco que hasta la cabeza la tiene blanquita en canas? —
dicho sea de paso, ese negro debe de ser viejo como loco, porque pa que a un negro
se le vean las canas es porque es de un siglo de antes de nuestra era—, pues ese
conjunto de personajes tú los ves y los fotografías y ya, y luego te largas a tu país,
pero lo bueno de la foto, lo que tú te pierdes, es ese más allá que hay de la puerta
padentro, detrás del niche canoso. Por esa puerta padentro hay una lobreguez que le
para los pelos de punta al más pinto. ¡Una miseria que ya quisieran las favelas
venezolanas o brasileñas! Cállate boca, ahí llegó la fiana, brigada central. A
propósito, ¿allá por donde tú vives no pusieron en la televisión Brigada central? Es
un serial español, donde actúa Imanol Anas, el que hizo de Leonardo Gamboa con
Daisy Granados haciendo de Cecilia Valdés. Yo lo conocí, ¡niño, estáte tranquilo!,
¡más decente! Me firmó un autógrafo y todo, en la plaza de la Catedral. ¿Te quedaste
botao, no entendiste? Bueno, desmaya el chisme. ¿Y cuál es el cuento con estos dos
policías que se aproximan como quien no quiere la cosa? ¿Qué sucede, compañero?
Usted mismo el de la camarita. Aquí hay mucha dignidad pa que lo vaya sabiendo.
¿La joven lo está molestando? No, porque por acá pululan una cantidad de
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muchachos malcriados, escoria, vaya… ¿Cómo dijo, una foto de nosotros? ¿Los dos
juntos? Estamos trabajando y nos puede costar caro, bien, dale, métele ahí rápido,
¿cómo nos colocamos, nos reímos? Mejor no nos reímos. Chácata. Ya usted sabe,
aquí estamos para servirle. Cuba es un eterno verano, venga a vivir una tentación. A
mí me han dado un revirón de ojos, se ve que no les gustó que estuviera renguinchá
de ti, fotógrafo. Sí, aquí hay mucha dignidad, demasiada, sobra, pero la dignidad no
se come, cariño, en fin, el mar… Hablemos de los peces de colores. ¡Apunta pallá, no
te las pierdas, ay qué niñitas tan monas, una en el velocípedo, y la otra con perrito de
lo más chulo! Ah, ya las habías visto, por supuesto, el fotógrafo es el que ve más
rápido, más hondo y mejor. Cualquiera diría dos típicas habaneritas, graciositas,
ahorita te preguntan la hora a ver si eres yuma, primero pa pedir chicles, luego que
las saques del país… Pa que tú veas, la gente engaña, ellas sólo querían una foto, ya
tú ves, todavía quedan niños educados. Yo también lo soy, que se sepa que tengo
trece años nada más, mi chino, y ni sé en qué etapa de la vida estoy, aquí una se hace
tembona en un pestañazo, pero al mismo tiempo no conozco na de la vida. Pa mí el
mundo es La Habana Vieja, cuanto más Centro Habana. Una vez me desplacé hasta el
Vedado, pero el transporte está en llamas, en candela, vaya, no hay quien se empate
con un camello, nombrete que les hemos puesto a las guaguas en la actualidad. ¿A
pie? ¡Mi cielo, no hay jama, no hay proteína pa tanto! Tú sí que puedes porque tú
estás ranqueao en las grandes ligas con respecto a carnes, vegetales y frutas. Pero
aquí una ni ve pasar la carne. Yo, en la vida he visto una vaca viva. ¡Ah, no,
espérate!: una vez vi una en el noticiero de las ocho de la noche por el Canal Seis. Sí
aquí tenemos sólo dos canales, el Seis, que es el de la novela, y el Dos, que es el de la
pelota y los discursos. Desde que tengo uso de razón veo la telenovela brasileña, es
una cosa que me priva, en un televisor marca Caribe, en blanco y negro, pero de que
la veo la veo, ¡cómo no! En un futuro no muy lejano, a lo mejor mi mamá, o yo
misma, consigamos un aparato a color… ¡No, no, no, tú no te me puedes negar, tienes
que hacerle una foto a ese que vie-ne por ahí! Te presento a mi padrino, él es palero,
abakuá, y todo lo que tú quieras y mucho más, ¡a su prenda hay que decirle usted!
Cuando lo necesites él te puede hacer un buen trabajo, amarrar a tu mujer pa que no
te deje nunca, envolver a tu jefe pa que te aumente el sueldo, lo que tú pidas por esa
boca él lo logra, ¡es un puñetero volao! Padrino, no se asuste, quieto ahí que lo van a
retratar, vas a salir publicao en el mundo entero. El mundo entero, el imposible. Ya se
aleja indiferente, cantando un bolero, trafucándole la letra. Ahí se va mi padrino,
ajustándose la gorra sudá. Te voy a contar un poco de mí, fotógrafo, dime si te
interesa, claro. Yo siempre me he destacado por ser tremenda pandillera, pero sana,
sin hacerle daño a nadie. A mí lo que me gusta es estar en la calle, mataperreando,
jodiendo, riéndome, de marimacha, arrecostá en cualquier pared viendo a los turistas
pasar. Debe de ser extrañísimo eso de ser extranjero, ustedes van por la vida así,
tirando fotos como en una película, sin inquietarse por si llegó el huevo, o que si la
leche se cortó con el calor y por eso no la despacharon. A mí, cuando me preguntaban
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de chiquitica que qué quería ser cuando fuera grande, respondía que extranjera. A
veces odio ser yo, pero otras lo que siento es deseos de seguir aquí, sin hacer ná,
mirando a todo el mundo pasar. ¿Estoy despeiná? No, es que no soporto salir
desarreglá en las fotos, qué dirán por ahí después, mira a esa chiquita con las pasas
paradas. A mí me fascina verme bonita en los retratos, sucede como con las casas, es
cierto que aquí la ciudad está desbaratá, pero todavía quedan algunos lugares más o
menos elegantes. Lo que es esta zona del casco histórico la han restaurado de manera
b-a-s-t-a-n-t-e acogedora, pero lo que es de ahí pallá, pa envuelta de la iglesia de la
Merced, de Muralla hacia Paula, lo que son las calles Santa Clara, Luz, Acosta, Jesús
María, Merced, San Ignacio, Muralla, Inquisidor, Habana, Cuba, Aguacate, Villegas,
todo eso está en ruinas. Por ahí anda un chiste que dice que los americanos deciden
bombardear Cuba de una vez, ya, pa que Quien Tú Sabes no se llene más la boca
diciendo que los americanos quieren agredirnos y que esto y que lo otro. Entonces
envían un cazabombardero pa acabar con nosotros, pero en el momento de tirar la
bomba, el piloto mira para la ciudad, toca con el codo al copiloto preguntando: «Oh,
Scott, ¿quién se nos habrá adelantado?». Y sin embargo, la vida tiene cada cosa,
porque así y todo la ciudad luce simpaticona. Yo he chancleteao este barrio que tú no
tienes ni una idea, de cabo a rabo, este niño, no hay familia decente ni bandolero que
yo desconozca. Soy socia, ambia, vaya, hasta de los curas de la iglesia de la Merced y
del Espíritu Santo. Si supieras la suerte que tengo para las amistades mayores. Mi
madre trabajaba en una pizzería que acaban de cerrar, en la calle Obispo, ahora se
dedicará a fundar una Paladar, es decir una pizzería en fulas, semiclandestina. La
ayudaré, por supuesto. ¿Los materiales? Los ingredientes querrás decir, ¿que de
dónde voy a sacarlos? A mí sí que no me preguntes sobre esa situación, yo qué sé. De
por ahí. En una ocasión comí gato, sin enterarme, unas albóndigas de miau. ¡No, ahí
sí que no, mi vida linda, los perros son sagrados en este país! Tú no ves que los
perros pertenecen a san Lázaro, que es un viejito muy santo, milagrosísimo él. Desde
que soy gente asisto cada diecisiete de diciembre al Rincón, donde se encuentra el
santuario del viejito que me protege, ¡y de rodillas, de r-o-d-i-l-l-a-s, ni ná ni ná!
Porque yo soy de lo más devota. ¿De quién, a quién tú mencionaste? Por favor,
cariño, no pronuncies ese nombre que trae mala suerte. Yo me considero única y
desinteresadamente devotísima de Babalú Ayé, que no es otro que san Lázaro. A mí
nadie me obligó, con ese don se nace, es muy natural. Aquí el que no tiene de congo
tiene de karabalí. Acto seguido podrás interpretar que a todo lo largo y ancho de esta
islita, por delante, por detrás y por los cuatro costados, toditos tenemos nuestra cosa
hecha, su cuestión preparada. ¿El qué? ¿El comucuánto? ¡Oye, mira que tú eres
cómico! Pues él, ¿el comunismo me dijiste? Él, ahí, de lo más bien, encantado de la
vida, saludable y alimentadísimo, como si con él no fuera, haciéndose el de la vista
gorda. ¿Qué otras cosas lindas podría contarte? Vaya, para que te lleves una excelente
imagen de este país. ¡Ya sé! Pues, tengo una amiguita que vive muerta con el circo,
encandilada con los payasos y con los elefantes y con los trapecios y todo cuento. Sí,
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me confesó que sueña con ser trapecista. Yo, antes, quería ser gimnasta, como
aquélla, la Nadia Comaneci, ¿la recuerdas? Pero clausuraron el CB deportivo de la
calle Mercaderes, las instalaciones se jodieron por falta de mantenimiento. Ya no
quiero ser gimnasta. ¡El CB, niño! ¿Tú no sabes lo que es un CB deportivo? No, para
nada, no es se ve, se escribe C y B. ¿Cómo, igual a esa tarjeta? En mi vida había visto
yo carta tan brillosa. No seas mentiroso, tú. ¿Que con esa postalita se puede pagar?
¡Qué va, pa su escopeta, ni me la acerques, no quiero cuentos con trucos raros!
(Ahora me alejo, haciéndome la brava, la rebelde, la salvajona, pero esto de la foto
me llene trastorná; él se detiene en una esquina, el vecindario lo aborda; retrata a
todos cuantos se meten delante del lente, después regala las pruebas que van saliendo,
ha alborotado al barrio; le sacó una al tipo que le dicen el cosaco, debido al sombrero
y el bigotón, el socio estaba en tremenda pea, con un ojo entretenido y el otro
comiendo mierda, manda un feo que ni malanga, pero ¿quién lo iría a decir?, resultó
ser superfotogénico, quedó bonito y todo; en la parada sobreviviente de guaguas
fotografió a Pepito, quien regresaba del policlínico con una placa de los pulmones en
la mano, toda la luz del universo atravesaba la radiografía; sin contención ni remilgos
vuelvo a engancharme de mi amigo el fotógrafo, aquí estoy, pegá como un moco,
pero él es de lo más cariñoso, pareciera cubano. ¿Que qué? Ya empezó de nuevo, es
tremendo preguntón.) ¿Que por fin qué voy a ser cuando sea mayor? (Me la puso en
China, ya le conté que me decepcioné con la gimnástica.) Ay, chico, todavía tengo
tiempo, no le he dado mucha cabeza a ese asunto. Como soy medio marimacha a lo
mejor va y me dedico a técnica de bicicleta. (De súbito, descubro a Lola, la
lavandera, sentada en un banco cagao por los sinsontes del parque de la plaza de
Armas, ahí está más solita que la soledad misma, con un suetercito rojo, sucio que da
grima, con el calor que se está mandando; yo que siempre ando en chores bien
corticos, a punta de nalga, sin ná pa arriba, porque como aún no he desarrollao bien.
Lola fija la vista en la luna de Valencia, anda por Belén con los pastores, acariciando
a otro perrito abandonado, a quien ella de seguro acaba de recoger, es una perrera de
ampanga.) Pues, oye lo que te voy a decir, mi curucucucho de mamey, si se pone más
dura la situación me dedicaré yo también a lavar pa la calle, o a mirar pa los celajes,
igual que Lola, o a recoger perros, o a las tres cosas juntas. ¿No te parece una buena
idea? Tal vez, pensándolo mejor, si esto se arregla, si cambia, vaya, quién sabe. ¿Tú
de verdad tienes fe en que esto se compondrá algún día? ¿Crees que yo pueda llegar a
ser fotógrafa? Sí, como tú.
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Historias de Olmo
Rolando Sánchez Mejías
Viaje a China
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Periplos
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Decepción
Olmo llega muy abatido, se sienta en el sofá y explica su decepción con el lenguaje.
Explica que las palabras ya no sirven para nada:
—¿Qué es la palabra calabaza sino una calabaza vacía?
Dice también acerca del lenguaje:
—De acuerdo. Es una escalera para subir a las cosas. Pero una escalera con
defectos. Subes y te caes.
Se ve muy abatido. Entonces a la abuela de Olmo se le ocurre la idea de cantarle
una nana y Olmo se va quedando dormido y tiene un sueño muy bonito en un mundo
sin palabras.
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Blatta orientalis
Olmo quiere suicidarse y escoge un hotel barato. Se sube a la cama y hala la lámpara
del techo por si se cae y ve una cucaracha en la pared. ¡Olmo siente por las blatta
orientalis un terror ancestral! Ahora la cucaracha está dentro de uno de sus zapatos al
pie de la cama y Olmo no sabe qué hacer. Se acuesta sin hacer ruido y se tapa de pies
a cabeza y se hace el muerto mientras imagina un mundo sin blatta orientalis.
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De la soledad de los acontecimientos
Cuenta Olmo:
—Ningún acontecimiento está solo en el mundo, señores. Verán. El taimado
Gordolobo es mi vecino. Si pego el oído puedo sentir a Gordolobo apretarse contra la
pared y cantar con voz espantosa y vestido de campesina bávara operetas lascivas.
Cuando nos cruzamos Gordolobo me sonríe porque sabe que yo sé de su abyecta
naturaleza.
Ningún acontecimiento está solo en el mundo. Napoleón veía venir un zorro
desde el campo enemigo y sabía que la batalla estaba perdida. Una vez una rata se
coló por la cañería de mi apartamento. Gordolobo había conseguido expulsar a los
filipinos del entresuelo porque los domingos hacían «curas de risa».
Pues bien, materia nigra, narratio brevis: la rata, la rata traída a colación, llevaba
en la boca el brazo de una muñeca. ¡Ninguna rata viene del infierno, señores! Y mi
rata provenía —¡lo aseguro!— del piso de los filipinos. Gordolobo tampoco ama a
los perros. Ni a las flores. Deja que se sequen en la ventana como una advertencia
para todos.
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Olmo no puede pensar
Olmo llega muy sobresaltado y dice que no puede pensar. Que le han echado una
brujería en la puerta de la casa —«¡una gallina muerta con un lacito rojo amarrado a
una pata, oh!»— y que no puede pensar. Nadie sabe qué hacer con Olmo que se
sostiene la cabeza con las manos y repite todo el tiempo lo mismo: que no puede
pensar.
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Del uso de las metáforas
El día es tan bello que un amigo de Olmo se siente perturbado. Piensa que el sol es
una naranja que rebota en el horizonte. En eso se topa con Olmo que viene pensativo.
El amigo le dice a Olmo: «¡Olmo, fíjate qué día más bello, el sol es una naranja
que…!». Olmo lo mira como si hubiera visto al diablo y echa a correr mientras grita:
«¡Necio, necio!».
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Pruebas
Cuenta Olmo:
—A veces esperas que la realidad se te vuelva una lámina. Entonces crees que la
tienes. Pero no la tienes. Pues no basta con laminar la realidad. Tampoco basta con
que enciendas un cigarro en busca de profundidad. A veces en busca de profundidad
se pierde en realidad. Y viceversa. Una vez un filósofo le dijo a otro filósofo que era
probable que en la sala donde estaban hubiera un rinoceronte. Que de la realidad
podía esperarse cualquier cosa. Que era probable que en la sala donde estaban
hubiera un rinoceronte y que no faltarían pruebas para tal aseveración. El otro
filósofo le contestó que no había suficientes pruebas para tal aseveración. Que de la
realidad no podía esperarse cualquier cosa. Que no había un rinoceronte en la sala
donde estaban y que no faltarían pruebas para tal aseveración.
Cuenta Olmo mirando a la profundidad de la sala.
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Escritor
Olmo se topa con un escritor que se jacta de no escribir. «¡Veinte años sin escribir!»,
rechina los dientes el escritor muy cerca de la cara de Olmo. El escritor arranca un
pedazo de papel, hace unos garabatos y se lo da a Olmo: «¡Esto es lo único que
tendrán de mí!». El escritor enciende un cigarro y dice más calmado: «Deberían
darme un premio por mi silencio». Fuma y susurra: «Pero yo no aceptaría el premio».
Se queda observando el humo del cigarro: «O no iría a recogerlo».
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Aqueronte
Algunas noches Olmo recibe la visita de Eulalia, su tía muerta. Ella suele hacerlo por
lo general cuando Olmo intenta dormirse. «Ay Olmo, hijo mío, qué mala cara tienes,
cariño.» Ella se sienta en la cama junto a Olmo y se pinta las uñas de las manos:
«Rosado. Uno de mis colores preferidos», dice alargando las manos. Luego revisa las
gavetas de la cómoda: «Olmo, mi amor, ¿cuándo aprenderás a doblar los calzoncillos,
corazón?». Luego revisa los apuntes de Olmo sobre la mesa y lee en voz alta: «No
tengo sustancia interior… y remo en el Aqueronte… como si de la vida se tratase…
¡Ay Olmo, por Dios, que te vuelves loco, mi vida!». Se pinta otra vez las uñas y dice
estirando las manos: «Morado. Uno de mis colores preferidos».
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Instrucciones para bajar una escalera
Olmo descubre una mañana que no sabe cómo bajar la escalera. (Sabe cómo subirla:
ha leído un Manual de Instrucciones para subir una escalera. Pero no sabe cómo
balarla.) Olmo retrocede aterrado y busca en el librero algún Manual de Instrucciones
para bajar una escalera. No lo halla. Sin embargo halla uno de cocina paquistaní y se
hace una tortilla al curry un poco chamuscada pero en general bien.
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La Convención
Una vez Olmo se asomó a la ventana y vio un pájaro mecánico posado en una rama.
Sus piezas acoplaban perfectamente incluso al levantar vuelo. En los días siguientes
Olmo vio otros pájaros mecánicos. Sobre su mesa de comer o volando en la lejanía.
También en forma de puntos, instalados en el horizonte. Olmo se rascó la cabeza:
«Culpa de La Convención». ¿Qué Convención? No lo sabía. Pero le fascinaba la idea
de que Detrás de Todo Aquello se Ocultaba La Convención. Fue una dura época para
Olmo, donde no escasearon las mayúsculas ni los pájaros mecánicos.
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Turcos
Olmo quiere visitar H. pero le aconsejan que no vaya a H., que allí matan a los turcos.
«¡¿Turcos?!», se sorprende Olmo. «¿Y yo qué tengo que ver con los turcos?» Se mira
en el espejo. Nada especial en la cara. No, las orejas no. Los ojos tampoco. Ni la
boca, se relaja Olmo. De pronto: la nariz. Olmo se queda estupefacto: «¡Dios mío, la
nariz!». No que la nariz fuera turca pero. Había algo. Tal vez la punta. O la curva.
Sabía Dios. «¡La nariz!» Olmo retrocede espantado, se mete dentro de la sábana y se
tapa de pies a cabeza.
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Sistema inflacionario
Olmo tenía entre sus planes escribir alguna vez un libro acerca del sistema
inflacionario de las ratas en sus madrigueras. Decía de los machos: por lo general son
rapaces, díscolos y mentirosos. De las hembras alababa especialmente su zalamería,
su vaivén gramatical, su contoneo «espirituoso» entre las inmundicias acumuladas.
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Perspectivas
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Las aguas del abismo
Félix Lizárraga
Las hordas de los perros del hortelano, implacables e innúmeras, desertaron al fin la
biblioteca; la temporada de la caza de exámenes había terminado; pude volver
tranquilo a la sala grisblanca con algo de templo y de sepulcro, colocar mi carpeta
sobre una mesa a dos —a la última de a uno acababa de adelantárseme una vieja,
pisándome de paso con un tacón como una daga—; entregué mi pedido a la
bibliotecaria de cara de vinagre, me dispuse a esperar en el sofá mullido del
vestíbulo, encendiendo un cigarro que, bien lo sabía yo, iba a multiplicarse por tres o
cuatro mientras venían los libros, siempre traídos por sabe Dios qué sádica tortuga;
extendí el pie adolorido, me eché atrás, me puse a ver pasar la variopinta fauna de
biblioteca (pido disculpas por lo de variopinta; es palabreja que abunda en las usuales
traducciones del ruso tanto como escasea en la literatura de lengua castellana, del
Mio Cid a la fecha, supongo por las mismas, recónditas razones; la apunto sólo
porque se me ocurrió allí mismo, nunca para dar pie a comentario alguno a posteriori
o margen, literarias malicias a las que soy ajeno; ojalá se vacíe alguna mesa sola,
pensaba yo también; he entresacado, a modo de ilustración circunstancial, un par
apenas de las mil y una cosas que me vinieron a la mente durante los minutos de la
espera; constatar siquiera una centésima parte de su total es tarea a la que renuncio de
antemano; aun cuando la memoria lo conservase todo —como dicen que hace en
realidad, lo que sucede es que no poseemos, al menos todavía, la llave que abre esa
pandórea caja— no me hace falta alguna ese conocimiento incluso ahora, que me
afano en reconstruir un par de horas escasas de una tarde invernal; necesitara en caso
tal seiscientas páginas para cada minuto, no las menos posibles en que intento apretar
esta historia; sin contar con que el tiempo, la memoria, sinónimos acaso, no son eso
que el vulgo entiende como tales —pero cierro el paréntesis—); así sentado, fumaba
yo, esperaba; un viento repentino —maldito invierno— hacía hablar el metal de las
persianas, ululaba allá afuera, anacrónico coro de plañideras árabes; me arrebujé en
mi abrigo —maldito— sin resultado —invierno—; de este modo llegué al segundo
cigarro; mi caja de fósforos callaba (pero yo hubiera jurado que estaba llena), y hube
de recurrir a mi recién vecino de espera; admiré unos instantes, tras prender mi
cigarro, el viejo encendedor, pesado, de un metal oroviejo, delicados relieves
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figurando uno como dragón que vomitaba asiático florescencias de fuego; lo devolví
a su dueño —ojos claros, mi edad, suéter rojogastado de rombos arlequinos, poco que
ver con el objeto que parecía pedir para hacer juego algún señor maduro de traje y
portafolios—; regresé a mi cigarro; una de las ventajas indiscutibles del cigarro es
que permite colmar o fabricar las pausas que uno quiera, cuando uno quiera; yo, por
qué no confesarlo, casi siempre las quiero; no soy tímido, pero tampoco
especialmente sociable; en general prefiero fumar a conversar, aun con aquellas
personas que prefiero; eso me ha hecho ganar reputación de tipo comprensivo, lo que
tampoco es especialmente cierto; y de discreto, cosa que sí es verdad, aun cuando no
lo sea por convicción especial, sino, más bien, por pura indiferencia (todo este
análisis de personalidad, tal vez exacto, no lo he hecho yo, lo que fuera un estímulo
aunque un esfuerzo que no haría por mí mismo, sino Martha, con el agravante de que
poco a poco, con el paso del tiempo, ha ido volviéndose su tema favorito, a cualquier
hora; al principio a ella le encantaba, por ejemplo, que yo fumara despaciosamente
después de cada amor; le parecía muy chic, muy cosa de película —ella no fuma,
claro—; ahora ha dado en decir que el humo le da alergia, lagrimea y se frota la nariz
para demostrarlo, lo cual, amén de ser una burda artimaña, pone en peligro de
extinción la poca nariz que tiene; a mis observaciones sobre el particular, ella
responde que no hay motivo para preocuparse, ya que yo tengo suficiente nariz para
los dos, y sobra; etcétera; pero lo que a ella le molesta, a pesar de sus campañas
antinicotínicas, no es el cigarro —sería lo de menos—, sino lo que me hace fumar,
que es como decir que le molesto yo; cuando se lo insinúo, monta infaliblemente en
cólera —feroz cabalgadura—, llora y protesta que estoy cansado de ella y que por eso
invento —yo— cosas como ésa; la calmo, la consuelo; hacemos el amor; más tarde
fumo; vuelve el ciclo a empezar); todo este paréntesis interminable no es más que una
intentona, algo excesiva, es cierto, por dejar claro que no soy el lobo estepario, pero
que no me gusta conversar; por lo menos, no especialmente; y que el fumar me sirve
de coraza o caracol como a otros de trampolín, enlace o contraseña —¿tiene
fósforos?, por ejemplo, y de ahí a charlotear de cualquier cosa, desde pelota a sexo—;
y, en fin, que no veo por qué tendría que ser de otra manera; lo que la gente llama
conversación no es hablar de verdad, sino cambiar palabras, o darse mutuamente la
oportunidad de reforzar los egos respectivos por medio de abundosas excreciones
verbales, que al otro no interesan; o soltar y escuchar palabras para no pensar; o
sentirse, de tal modo, cointegrantes de algo, como el círculo de humoristas del cuento
que tenían ya todos sus Justes sabidos y numerados, torciéndose de risa en cuanto
alguno citaba el diez, o el veintidós; o cualquier cosa, en fin, excepto una
conversación verdadera, entendiendo por conversación verdadera el intento de
comprender a sí mismo y al otro con ayuda del verbo —y esta definición es pobre y
es oscura, pero me extiendo demasiado y necesito contar una historia, ceñirla paso a
paso para entenderla, y a cada paso me aparto del camino en pos de alguna de mis
ideas fijas (afirma Martha, a propósito, que soy esquizoide, y además obsesivo; ella
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debe saberlo, pues estudia Psicología, esa carrera demencial); las ideas fijas, que son
como mariposas y como señuelos que van tentando fuera de su camino al narrador—;
acabando de una vez con digresión tanta diré que, para asombro mío y escándalo del
universo, los libros que pedí me fueron entregados antes de terminar el segundo
cigarro; cojeando me dirigí a mi mesa, no sin antes comprobar que ninguna de a uno
estaba libre —la vieja del tacón volvía hacia mí un cráneo que brillaba, ceroso, bajo
unas greñas grises cuidadosamente presilladas—, fumé lo que quedaba del segundo
cigarro, abrí un libro, empecé a leer; no hay sedante que iguale —ni siquiera el suave
movimiento, el ballet en ralentí de los peces de acuario tras el vidrio— a la prosa
geométrica de un ensayo francés, aun traducido; está todo tan en su lugar como en la
fachada del Petit Trianon, y el efecto es el mismo; el de algo armonioso, preciso, no
muy imponente, es cierto —la imponencia es virtud sajónica—, un poco de juguete,
pero calculado hasta la millonésima de fracción; busqué, a tientas y mecánicamente,
el cigarro tercero y la caja de fósforos que bostezó vacía cuando la abrí (pero yo
hubiera jurado que estaba llena); mi recién vecino de mesa me tendió una fosforera
metálica, pesada y oroviejo con un reptil llameado que reconocí al tiempo de intentar,
vanamente, prenderla; ardió al instante sin embargo, de un chispazo esmeralda, en
manos del vecino; le brindé otro cigarro; gracias, dijo, no fumo; yo volví a mi lectura;
¿Medusa y Cía?, preguntó al rato; ¿qué?, dije yo; Medusa y Cía, repitió, que si es lo
que estás leyendo; le dije que sí; no es mal libro, dijo; lo miré; tenía tanta cara de
habérselo leído como yo de San Juan Evangelista; en lugar de eso le pregunté si lo
había hecho; sí, hace tiempo, no está mal, pero no acaba de gustarme, aunque
contiene una idea muy interesante, o más bien la sugiere; ¿cuál?, le pregunté, ya
resignado, esperando llegase pronto en mi socorro alguna de las avinagradas
bibliotecarias y nos mandase callar; la idea de la naturaleza como imaginación, sonrió
mi vecino con los ojos verdes, gatofelinos; Caillois encuentra analogías entre la
actividad natural —verbigracia, dibujos del mármol y las mariposas, ocelos y danza
de la mantis— y la humana —pintura, mascaradas rituales de las edades líticas— (se
veía absurdamente joven, mi vecino, pronunciando palabras como aquéllas con su
tranquilidad); natura naturans, natura naturata, indecisión, indefinición,
mtercambiabilidad de ambas; luego esa idea tiene como un segundo encanto, y es que
podemos invertirla, virarla del revés como un bolsillo, y encontrar en su reverso una
idea no menos interesante, la de imaginación como naturaleza, le dije que eso de virar
las ideas del revés no parecía un procedimiento precisamente respetable, ni
muchísimo menos; al contrario, me afirmó mi vecino, es ésa la piedra de loque de las
ideas; las ideas que perecen, tripas al aire, al ser viradas del revés son las ideas pulpo,
las ideas sin verdadero agarre natural; pura dialéctica, mi socio; en este caso, de todos
modos, no veo la relación, un poco molesto, aunque ya interesado; ¿cómo que no?; la
imaginación como naturaleza, es ya una idea platónica, por no ir más lejos y
remontarnos al maya hindú o al hugalaya de los tibetanos; son cosas muy distintas,
dije yo; tan sólo en apariencia, dijo mi vecino de suéter arlequinado; el mundo como
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emanación aparencial del topus uranus, pleroma o sefirot, y el mundo como tejido de
apariencias o rueda de metamorfosis ilusorias nos viene resultando, a estas alturas, el
mismo perro con distinto bozal; una fuente de imágenes, el soterrado trípode de las
madres o ménades —mónadas, perdón— crea y contiene en sí, en tales concepciones,
todo lo que percibimos en duración, duración incluida —el tiempo es, sin duda
alguna, la mayor ilusión—, o sea, como dirían los físicos, nuestro continuum espacio-
temporal, el mundo; dejando a un lado, como cosa ociosa, las connotaciones
ontológicas y el llamado problema último de las filosofías, esta idea arroja fecundas
iluminaciones sobre la cultura humana, pues ¿qué es esa cultura, sino una segunda
naturaleza, creada, creadora, la cual, sirviendo de habitación al hombre, espacio
segregado, constituye por tanto la natura más importante y vital para él?; si
invertimos la famosa sentencia de Thomas Browne, según la cual todas las cosas son
artificiales, pues la Naturaleza es el Arte de Dios, tendremos que todas las cosas son
naturales, puesto que el Arte (techné o poiesis, actividad creadora) es la Naturaleza
del Hombre, idea de una mayor fertilidad desde este punto de vista; las ideas, pues,
son tan naturales como un plátano o como este cigarro que, dicho sea de paso, se ha
acabado; tendió su fosforera y yo, de manera mecánica, el cigarro, la llama se elevó
verdeprofundo; ¿qué gas tiene esa cosa, pregunté, que ha dejado al cigarro como un
sabor de azufre?; eso se le pasa, dijo mi vecino; el azufre, en este caso, es sólo una
señal; ¿una señal de qué?; el vecino se reía con ojos verdelucientes, ¿de qué
hablábamos?, dijo, de la imaginación, creo yo, le respondí; tenemos entonces que la
imaginación resulta el ser más preciado, el ser del hombre y su natura —naturata y
naturans, y perdona que insista en tales latinajos, pero me gustan tanto—, precioso
más que el alma misma; le pregunté qué entendía por el alma, y me dijo que era un
viejo concepto, demodé y en desuso, pero muy interesante, lástima no pudiéramos
hablar ahora un poco sobre el tema porque había recordado que tenía una cita, que
otro día nos veríamos, levantándose, mi nombre es Ofiel; Efraín, dije yo; su mano era
fría, mano de gente muy blanca; se alejó, ancha espalda, suéter rojogastado, cojeando
un poco; afortunadamente, la vieja del tacón se había ido, Dios sabe cuándo o cómo;
ocupé feliz su asiento junto a la ventana de persianas metálicas que el viento ululante
estremecía; al sentarme toqué algo con el pie dolorido; una polvera antigua, de un
metal como bronce; supuse que, de seguro, se le cayó a la vieja; me miré en el
espejito ovalado, y decidí peinarme; aquí termina lo normal del relato; cuando volví a
mirarme en el espejo, vi en el lugar del mío un rostro de muchacha —miré atrás; miré
el espejo; me miré yo (sin espejo); lo acerqué bien (el espejo); la muchacha tenía ojos
verdiamarillos; vestía un como ropón basto, atado a la cintura con un cordón
trenzado; en los cabellos largos, oscuros, revueltos, llevaba flores, muchas flores,
flores sin orden ni ganas de adornar, sencillamente flores, amarillas y verdes,
enredadas dondequiera; no estoy seguro de que fuese hermosa; parecía muy cansada;
permanecía de pie, centinela descalza, junto al gran espejo; me echó los brazos al
cuello, me miró de muy cerca, ojos verdedorados, ven, es la hora; nos cercaba una
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tiniebla profunda, cavernosa, total, y el resplandor verdehumo del espejo, ¿venía de
tras de mí o del mismo espejo, adonde ella señalaba, ven conmigo?; eso no es una
puerta, es un espejo, dije; no es un umbral, dijo ella, es una puerta de luz, te lo ruego,
amor mío, recuerda; es la hora de buscar, ¿de buscar qué?, la hora de buscar, buscar la
fresa, buscar la copa, da igual, es lo mismo, se iba echando hacia atrás, fresa de
piedra, vaso de dulce carne, o yo estaba cayendo sobre ella, néctar es sangre, íbamos
a caer abrazados sobre el espejo, sima es cima, que ahora era como una mesa, soma
es soma, y como una gema fulgurante, summum sum!; ven, es la hora, sabemos lo
que somos, mas no sabemos lo que podríamos ser, caíamos ya; algo, un repeluzno,
me hizo desasirme bruscamente de sus brazos, recuerda, amor; la polvera cayó al
suelo con sonido metálico y pesado; una saeta última de sol dio sobre la tapa y vi
brillar un áureo instante, borrosa pero allí, las escamas de la sierpe de luego.
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¿Por qué llora Leslie Caron?
Roberto Uría
El Instituto de Meteorología ha dicho que hoy será un día cálido y soleado. Y luego
de hacer sus respectivas acrobacias con las probabilidades y porcientos de lluvia,
vientos y oleaje, ha concluido que las temperaturas máximas en la tarde oscilarán
entre veintinueve y treinta y dos grados centígrados. Habrá sido un día cálido y
soleado, pero yo he amanecido con frío, un frío que nace en el abdomen, y con
mucho viento, y un oleaje de espanto me recorre todo el cuerpo. Estoy casi lluvioso.
Invernal.
Después que me hicieron nacer, hubo grandes disputas familiares por mi nombre.
Héctor contra Alejandro; Enrique contra Jorge. Que si Hugo, que si Javier. Al final,
triunfó Francisco. Pero todos estos años he venido siendo Panchito y, en ocasiones,
Panchy con «i» griega para que sea más sexy… Sólo que yo he llegado a preferir, por
sobre todos los nombres, el de Leslie Caron. Es tan musical, tan europeo. Además,
mis compinches admiten que entre ella, la actriz, y yo, existe un gran parecido, la
misma gracia y la misma condición etérea…
Pertenezco a una familia «sagrada», de esas que ya no vienen más, casi perfectas.
Con una madre, un padre, adorable hermanita, un perro y muchas plantas, resulta ser
un clan apretado y ajeno. La casa, por supuesto, es el clásico nidito decorado y
decoroso. En fin, que al parecer yo termino siendo la única nube gris que empaña la
prosperidad de tal cielo azul.
Porque hay que admitir que en mí la dialéctica funcionó mal; o tan bien que no se
ajusta a las imperfecciones de nuestros tiempos. No sé. El caso es que los miembros
de mi familia, como casi todos, son «entes productivos», «social-men-te-ú-ti-les»,
asalariados del progreso y la concordia, santos y vírgenes bastiones de la economía…
Y yo, por mi triste parte, me siento solo como una mariposa o una caracola: soy una
bella parásita. Me preocupo de embellecerme y alegrarme hoy, y no pienso en el tan
venerado mañana, que cada vez más promete ser atómico o neutrónico o qué sé yo…
No he seguido estudiando porque me aburre sobremanera que durante cinco o seis
horas diarias haya especialistas que me atiborren de esquemas, prejuicios, sucesión de
calamidades y errores, falsas perspectivas y redundancias. Me harté, simplemente. Y
el futuro al carajo.
¿Y dónde podría ganarme «la sal» con el sudor de mi frente? ¿Dónde sin perecer
calcinado en el frío horno de los horarios y las reuniones? ¡Qué tiempos tan bárbaros
éstos!, diría Atila.
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Yo prefiero ejercer de «alegre». La alegría más volátil es la mía; cada trozo de
calle o de ciudad es mi escenario, y yo soy la más cotizada vedette. Me sepulto bajo
una montaña de lentejuelas y luces de mercurio, no vaya a ser que perezca ahogado
por el peso de mis propias luces… Por esto, adoro las paradas de guaguas, los
parques, las tiendas y los mercados, las colas de los cines. Eso sí, jamás he tenido un
baño público en mi currículum. Soy demasiado hipocondríaca y romántica todavía.
Lo mío son las flores, la música —Barbra Streisand es mi ídolo—, los helados, y
la playa con el sol, la espuma del mar y las gentes; sobre todo las gentes, ¡cielos! Casi
casi desnudas. ¡Qué paisito éste! Es la isla mágica de los hombres lindos. Todo el
mundo es bello. Por todas las partes me cercan y me devoran hombres jóvenes,
fuertes, de todas las formas y colores. Son mamutes que te aplastan con tanta
vitalidad. Me cercan —como «un collar de palpitantes ostras sexuales», diría Neruda
—, pero tan pocos me pertenecen alguna vez. Porque si mirar es bueno, tocar es
mejor.
Tocar: perecer. Un instante, un golpe de ala y a volar a lomos de un tiempo
implacablemente epidérmico. ¡Qué manera de perjudicarnos! Pero en fin…
El caso es que me paro frente al espejo y me veo siempre y termino preguntando:
¿qué será de esta loca? ¿Qué puedo hacer contigo, Leslie Caron? ¿Por qué habré
tenido que ser así? He intentado cambiar, pero no logro hallar nada que
verdaderamente me interese. Nada ni nadie. La mayor parte de las gentes me inspira
lástima; son vacíos, tan falsos; se mueven a través de los estrechos márgenes de los
esquemas que les imponen. Yo he optado por esta esclavitud. No me he elegido a mí
mismo, mas acepto las cartas servidas y hago mi juego mortal como cualquier otro.
Es como el color de los ojos; no me gusta éste, sin embargo, no queda otra alternativa
que utilizarlos para ver. ¡Y qué cosas he visto y veo!
He visto a un padre que trabaja demasiado y que «se reúne» todavía más; que
cuando no pesca con los socios, anda con las queridas; un padre que jamás ha
recordado qué día nacieron los hijos.
He visto a una madre que también trabaja como una mula; que se encarcela en su
propia piel siempre atiborrada de coldcream; que cuando no sufre las machangadas
del marido, pone al hijo a peinar sus pelucas y luego va a olvidar las penas. He visto a
una hermana que se casa con un tipo sólo porque tiene una casa en Miramar y un
carro y una videocasetera y un etcétera larguísimo; una hermana que se va y deja sin
ajuar, casi desnuda, a la loca del hermano. ¡Y cómo la envidian todos! Sí, veo
claramente.
Y veré a un pobre pájaro alicaído, arrugado, solo, sin familia ni amigos reales; tal
vez, rodeado de algunos cómplices tan fantasmas y viejos como él. Un pájaro
esperando que algún día termine esta concatenación de muertes cotidianas a las que
se ha sometido. No me hipoteco el futuro ni dramatizo y ojalá que no sea del todo así.
Pero: ¿qué hacer? ¿Qué golpe milagroso podría cambiar el curso de estas visiones?
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Y hay veces que mando al carajo la fobia a las arrugas y me dejo cobrar un precio
exorbitante y —créanme— lloro y lloro como una niña. Sí, amanezco frío y lluvioso,
y me vengo, así, de la utilería tan perfecta de un día cálido y soleado y de las
realidades sádicas…
Y si alguien preguntara: «¿Por qué llora Leslie Caron?», sólo respondería:
«Porque la vida es una cabrona».
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Corazón partido bajo otra circunstancia
Alberto Guerra Naranjo
Para E. Cordero
Desde niño me obsesiono con ciertas imágenes, ésta me persigue en los últimos
tiempos: Una mujer corre desnuda por un campo de flores al amanecer. Quizás haya
salido de algún filme impreciso o de alguna lectura que ya no recuerdo, lo cierto es
que se instaló en mi cabeza y de ella no sale. La veo correr (a la mujer, por supuesto)
pero cuando no aparece me invento su carrera. De tanto imaginar, lo que al principio
resultó placentero (la desnudez del cuerpo, el pelo en armonía con los pasos, sus
senos saltando sin maldad, el sol a contraluz, el campo de flores) se ha ido
convirtiendo en su contrario. Una mujer corre desnuda por un campo de flores al
amanecer, resulta una imagen infeliz, precisamente, por estar plagada de felicidad.
No puedo resignarme a tanto idilio. El amanecer, las flores, el sol a contraluz, me
ofrecen el tono de la cámara lenta. Para el espectador más simple, fuera de encuadre
debería esperarla otro joven con los brazos abiertos. Siempre es así, en el cine y en
todas partes. Al principio era yo mismo ese joven, durante un tiempo me fue
reconfortable recibirla desnudo y hacerle el amor entre las flores. Luego, cuando me
ganó el aburrimiento, opté por sustituirme. Como buen voyeur puse a otro en mi
lugar hasta que se gastó la imagen.
Debo aclarar que cuando pienso en la mujer desnuda por el campo de flores al
amanecer, a continuación tejo una historia y convivo meses con ella en mi cerebro.
De un tiempo a esta parte me cuestiono ese campo de flores, lo encuentro cursi,
manido. La última vez, por simple omisión, con sólo agregar una bolsa de nylon a la
mujer, logré sustituirlo. Lo que me resultaba idílico, casi irreal, de golpe quedó
convertido en una imagen difícil. Una mujer corre desnuda en el amanecer con una
bolsa de nylon, ya es otra cosa. Con sólo agregar bolsa de nylon, paso de mi placer
habitual a un estado de angustia inquietante. Entonces, mientras la veo correr en mi
cabeza, presiento que se llama Laura Miranda, o que por lo menos, así le dicen. Con
otro nombre me hubiera sido imposible hilvanar la cadena de hechos que proporciona
el cambio. Laura Miranda, llamarse así, resulta paladeable, fértil, completamente
opuesto a Julia Pérez Pérez, por ejemplo. La imagino vestida, joven, vital, saliendo
apurada de algún sitio importante. Pudiera ser de una empresa o de algún ministerio.
Pero cuando me la invento tan común ocurre que después no me apasiona, se
pierde entre papeles o entre la multitud y ya no puedo atraparla. Por otra parte,
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llamarse Laura Miranda no me parece apropiado para oficinistas ni para ingenieras, el
nombre se malgastaría puerilmente en la oficina. Prefiero, por ejemplo, utilizarlo en
la radio. Laura Miranda pudiera ser una notable actriz de radionovelas que con cierta
prisa acaba de salir de la emisora. La imagino discreta, cotidiana, ausente del mundo
exterior, pidiendo el último en la cola del camello. No resulta complejo, al menos
para mí, concebir a una mujer de nombre Laura Miranda esperando impaciente en
una cola que aborrece y que a la vez tiene en cuenta. Supongo, entonces, que la
palabra ensimismada podría ser la ideal para definirla durante su estancia en la cola.
Digamos que está pensando en regresar al trabajo. Un angustiante motivo para quien
espera el camello es concebir la palabra «regreso» cuando aún no se ha partido.
Además, «regreso», encierra otra interrogante: ¿por qué?
Imaginándola en el borde de la acera, viendo los autos pasar hacia occidente, le
propongo la siguiente coartada:
Laura Miranda debe regresar al trabajo porque esa noche se celebraría, por todo
lo alto, un homenaje a Félix B. Caignet. Hace señas, detiene su mirada en los carros
con chapas estatales, maldice su poca suerte cuando los choferes continúan
impasibles, o cuando responden con otra seña pretextando que van cerca. El padre
universal de la radionovela, es decir, Félix B. Caignet, artista sumamente olvidado,
resucita otra vez gracias al talento de Laura Miranda. Por azar, por esos malabares
que contiene la palabra azar, ella dio con uno de sus guiones inconclusos y,
finalmente, lograba imponerlo. De la noche a la mañana, ante los ojos incrédulos de
numerosos colegas, dejó de ser la simple actriz de papeles secundarios para
convertirse en la mejor realizadora. En silencio, forcejeó con sus palabras y las del
maestro, adecuando Corazón partido a las nuevas circunstancias, y después, ya con el
título y el guión adaptado, se dedicó en alma y cuerpo a convencer al director de la
emisora. Una maniobra tan difícil como detener un carro a esa hora de la tarde. En
corto tiempo los televidentes, como por arte de magia posmoderna, volvieron a
convertirse en oyentes devotos de las radionovelas, gracias a Félix B. Caignet y al
esfuerzo de Laura Miranda. Incluso, una corporación de equipos electrónicos
aprovechó ese éxito para inundar la ciudad con unos radiecitos baratos marca Sonido.
A pesar del ligero contratiempo en la parada la imagino feliz imaginando el giro que
ocurriría en su vida, cuando unas horas más tarde regresara al trabajo. Corazón
partido es un éxito rotundo y de ninguna manera ella, Laura Miranda, la precursora
del éxito, podía perderse la fiesta donde la felicitaría el propio Ministro de Cultura.
He aquí la razón por la cual Laura Miranda ha marcado en la cola del camello.
Imagino su insistencia en detener algún carro, el calor sofocante, el dedo atento, un
sinnúmero de ideas taladrando su mente de artista atrapada. Debía llegar, bañarse,
comer algo, cerciorarse de que todo marchaba bien con la vieja Amalia, y luego
volver. Los únicos veinte pesos que tiene en su cartera están reservados para alquilar
algún carro si la coge un poco tarde.
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Laura Miranda, en el borde de la acera, podría pensar que conociendo al Ministro
de Cultura, la televisión y el cine la recibirían con los brazos abiertos. Dios no daba
muchas oportunidades, pero le había dado ésa. Corazón partido es el mayor
escándalo cultural del país y todavía ella, Laura Miranda, no cuenta en su currículum
con un minuto de televisión. Nadie me conoce, se dice, pero a partir de esta noche me
van a conocer demasiado.
Luego, de pie, apretujada, con la cartera delante para evitar carteristas, continúa
sus reflexiones en el vientre del camello. La imagino dichosa, aferrada a la cartera,
asegurando su mano al espaldar de un asiento. Como si no fuera el causante de su
dulce existencia permito que actúe, la dejo ser la libre protagonista de mis sueños,
aunque de vez en vez, me permita un torcimiento en su historia. Por la ventanilla
observa el desconsuelo de quienes no pudieron tomar ese camello, comprueba que
afuera ha empezado a llover y, de paso, como si no estuviera en planes advertirlo,
descubre el reflejo de su rostro en el cristal. Laura Miranda es una mujer fea, delgada,
con demasiada nariz para los protagónicos, pocos con ese rostro se arriesgarían en el
cine o en la televisión. Ella lo sabe, supongo que lo sabe, pero desde su infancia
cuenta con un viejo coro de famosos narizones como atenuante. Los descubrió en las
películas del sábado. En numerosos instantes depresivos, ese coro, unas veces
dirigido por Barbra Streisand y otras por el pequeño Dustin Hoffman, canta en su
oído que los feos también tienen su oportunidad sobre la tierra. Si por lo menos
contara con un par de senos similares a los de la rubia que viaja a su lado, o con
menos nariz, y unos labios carnosos donde mostrase la pintura a plenitud, entonces
las cosas marcharan de otro modo. Qué carajo, piensa, entonces no fuera yo misma
sino esa mujer, rubia, alta, con uñas listas para la lima en cualquier parte, y no habría
existido Corazón partido, ni Félix B. Caignet habría dejado de ser un artista olvidado.
Lo importante es no detenerse, se dice Laura Miranda, y de repente, como si
dialogara consigo misma, escucha su propia voz en otra parte.
Un pasajero al final del pasillo trae un radio entre sus manos, dichoso, como si
con ello estuviese prestando un gran servicio al país. El pequeño radio de pilas marca
Sonido permite a su alrededor que todos estén pendientes de la voz de Laura
Miranda. Pronto comprende que no es ése el único radio marca Sonido que propaga
su voz, porque al otro lado de la rubia alguien con portafolios también extrajo el
suyo, permitiendo a los oídos de una señora regordeta con jabas, de varios escolares
de secundaria básica y de la propia rubia que estén al tanto de los sinsabores y
desgracias de la protagonista. En el camello hay mucha gente alrededor de esos
radios marca Sonido, gracias a Laura Miranda. Pero la radio es otra cosa, en la radio
lo importante es la voz, y ella, la mejor actriz de su maldita emisora, de ese antro de
envidias, de ese espacio frustrante y de cargas negativas, se siente muy mal. No la
soportan, los mediocres no soportan el éxito de nadie, se dice. Y recuerda que Roque,
el director de la emisora, le había dicho hacía un rato:
—Laurita, las cosas no son como tú piensas.
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—¿Y cómo son, Roque, si puede saberse?
—Despacio, para que camines rápido.
—¿Todavía más despacio?
—Yo en tu lugar no me quejaba tanto. Eres una gente con suerte. ¿Sabes cuántos
pasan por aquí buscando un chance con sus guiones bajo el brazo? Tú lo lograste.
—No me convences, Roque, de verdad que no.
—Dale despacio, actúa con cautela.
Cautela mierda, Roque, piensa, cuando su mano está a punto de soltar el espaldar
del asiento. Bordean la rotonda de la Ciudad Deportiva y la curva remueve a la
compacta multitud que se aplasta contra Laura Miranda. Faltó poco para que cayeran
al suelo los dos radios marca Sonido que mantienen viva su voz en el camello. Con
cautela Caignet estuviera olvidado y la emisora no fuera la de mayor audiencia.
Corazón partido es un éxito, Roque, hay que retransmitirlo si los oyentes lo piden.
—Pero yo sólo soy el director, Laurita, no te olvides de eso. Nada más que el
director.
—La radio es mierda, Roque, efímera, una máquina de moler instantánea.
Aprovechamos ahora o nos jodemos para siempre.
—Corazón no puede salir dos veces al aire —dijo Roque, entretenido con el
bolígrafo.
Ese cabrón nunca me mira a los ojos, se dice Laura Miranda. Pocos en la emisora
se atreven a mirarla de frente. Quizás el C. V. P., en su afán de cerciorarse del
personal que entra y sale, o Digna, la recepcionista, que le brinda café fuerte en pomo
de medicinas a cambio de que le escuche uno de sus cuentos de ladronzuelos
asechando turistas, o los del violador que desde hace meses se ha convertido en un
látigo para las mujeres de la ciudad. Puros cuentos, salidos por esa boca con aliento a
café, acentuados hasta el delirio para emular con su talento y el de Caignet y
terminados con una frase cortante de recepcionista, que la mira fijamente a los ojos.
Pero el resto del personal, comenzando por Roque, prefieren jugar con los bolígrafos
y pensar que mientras en un camello haya dos tipos con radio marca Sonido,
permitiendo en su vientre la radionovela, todo marcha muy bien en la ciudad.
—¿Y las cartas, Roque, no me digas que yo inventé las cartas?
—Ahora tengo reunión, pero esto lo seguimos hablando en la fiesta, porque tú
vienes a la fiesta, ¿verdad?
Claro que viene a la fiesta, claro que voy a la fiesta, se dice Laura Miranda, a
punto de bajar del camello, ¿quién sino yo tiene más derecho a esa fiesta? ¿Quién
sino ella tiene más derecho a esa fiesta? Corazón partido se retransmite aunque me
deje de llamar Laura Miranda. Luego escucha su voz en los dos radios y se siente
feliz, es una artista con éxito, con mucho éxito. Observa cada uno de los rostros
atentos al destino trágico de su personaje y sonríe. Aunque ninguno de esos seres, sus
oyentes, la reconoce, se sabe admirada, gracias al talento de Félix B. Caignet y a la
suerte de haberse topado con su guión inconcluso.
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Las piernas de Laura Miranda evitan los charcos, atentas al menor resbalón. No
lleva tacones, pero sabe que debe cuidarse. Camina por la acera del bar de la esquina,
ensimismada, reflexiva, sin ánimos para comprobar, como siempre, a los habituales
tomadores de ron concentrados en la suerte de los personajes de Corazón partido.
Muchas veces al bajar del camello se ha detenido en el rostro del barman, en el sinfín
de codos sobre el mostrador, en los vasos con mugre de alcohol pendenciero, en
quien ordena silencio al que llega gritando. Pero esta vez, esta única vez, no tiene en
cuenta a la gente del bar. De haber mirado hubiese visto, como siempre, su cuerpo en
el espejo, los mismos borrachos, y a un nuevo inquilino con barbas, mochila y trago
en mano, que concentrado en la radionovela, al mismo tiempo, examina las piernas
de las varias mujeres que acaban de bajar.
A tal punto la mente de Laura Miranda permanece en la conversación, a tal punto
el bolígrafo de Roque todavía bailotea en su cerebro, que, justo en el cruce de la línea
del tren, un hombre en bicicleta le grita una barbaridad para que atienda. Los planes,
las palabras pensadas al Ministro, los aplausos, el diploma que iría a recibir, de no ser
por la esquiva del hombre, y por los buenos frenos de la bicicleta, hubiesen quedado
truncos junto a un cuerpo adolorido por el golpe.
Es curioso, a partir de ese grito, del gesto del hombre, del asombro de ella, mi
insistencia en la imagen de Laura Miranda pierde interés. La siento distante, como si
nunca me hubiese inventado una mujer con ese nombre. Permito que camine junto al
grupo que se bajó del camello, sin mayores contratiempos. Es una más perdida entre
la multitud que esquiva charcos dejados por la lluvia. Al llegar a ese instante, la
historia se vuelve incontinuable. Regreso, simplemente, a la imagen del campo de
flores, tratando de empezar otra vez. Pero es en vano, llego al cruce de la línea del
tren, le gritan a Laura Miranda, y luego me enquisto.
Sin embargo, hace unos días encontré una brecha en mi cerebro, en vez de
continuar la trayectoria de Laura Miranda, me detengo en la imagen que ofrece ese
hombre en bicicleta. Empiezo a configurarlo empleando el mismo método y las cosas
me cambian, sobre el enquistamiento prevalece la fluidez. Invento a ese hombre con
un viejo pulóver, prominencia de estómago, mocho de tabaco apagado entre los
dientes y dos latas de salcocho en la parrilla. Pedalea lento, hago que eluda guaguas,
peatones diversos, otras bicicletas, mientras deja atrás el cruce de la línea del tren y el
grito que dio a la mujer. Por supuesto, desconoce que se trata de Laura Miranda, la
famosa protagonista de Corazón partido, aunque de ello pudiera enterarse unas horas
después.
En ocasiones resulto excesivo construyendo su imagen. Pero en los últimos
tiempos, con simples pinceladas, he logrado ser preciso. Verlo pedalear en mi cabeza
me permite esbozarle su asunto inmediato:
llegarse al hospital donde trabaja Yunaisy, recoger el salcocho, comprar un litro
de ron y alimentar los puercos de la casa. Creo prudente imaginar que los puercos no
sean suyos, ni tampoco la casa. Por primera vez los muslos de Yunaisy lo serán,
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podría llamarse Navarrete y desde los tiempos de la guerra de Angola ser la
sombra de su jefe, ahora gerente de una Corporación,
como el jefe no está, Navarrete garantiza la vida de los puercos y de paso cuida la
casa en compañía de los muslos de Yunaisy,
Yunaisy, pantrista del hospital, comenta con los enfermos Corazón partido, pero
desde la ventana se interrumpe cuando ve a Navarrete en dirección al patio,
Navarrete sumerge sus manos en los latones del Hospital y Yunaisy, dichosa, lo
espera junto al par de bicicletas, porque van a pasar un buen día,
imagino los codos de Navarrete con restos de arroz con frijoles, las latas de
salcocho rebosantes, el mocho de tabaco equilibrado, peste, mucha peste, cuando
acomodan la carga en la parrilla,
ahora pedalean sobre la humedad del pavimento, Navarrete compra ron en el bar,
Yunaisy, mucho más joven que él, lo espera, lo ve venir satisfecho por la compra,
guarda la botella en la cajita de madera de su propia parrilla y protesta porque ya está
repleta,
Navarrete, descamisado, sudoroso, sin mocho de tabaco en la boca, voltea el
salcocho en el corral, acomoda la comida con sus manos, acaricia los puercos,
acompañado por dos perros pastores, y es feliz imaginando el par de muslos de
Yunaisy,
Navarrete, desde el patio, todavía con los codos embarrados, adivina lo que está
cocinando Yunaisy, adivina lo que guarda entre sus muslos Yunaisy, y los perros,
babeados, con sus grandes colmillos al asecho, se recuestan al muro,
Navarrete, convencido de que no hay ladrón que salte ese muro, lo observa mejor
para sentirse tranquilo y toca el bulto que tiene en la entrepierna, porque es la primera
vez que va a gozar con Yunaisy,
Yunaisy, cocinando, escuchando por enésima vez el cassettico con Corazón
partido que le prestó un paciente, es todo llanto por las lágrimas de Laura Miranda,
mientras Navarrete, impertinente, sin sentimientos, con maldad parecida al malhechor
de la novela, se le acerca, le levanta el vestido y a pesar de su vientre, la conecta con
furia por atrás.
Esas imágenes mundanas me permiten continuar con la historia de Laura
Miranda. Inexplicablemente, vuelvo al cruce de la línea del tren. Navarrete le grita, A
ver por dónde caminas, comemierda, y ella cae en la cuenta de que poco faltó para
que la aplastaran con esa bicicleta. Pero no sólo ella cayó en esa cuenta, desde el bar
cercano a la línea, por el espejo, varios ojos pudieron apreciarlo. Entre ellos, los del
hombre barbado y con mochila, que, dejando el capítulo de la radionovela
inconcluso, acabó de un trago el medio vaso de ron y empezó a caminar detrás de
Laura Miranda. Mejor dicho, detrás de la rubia que bajó del camello junto a Laura
Miranda. Para el hombre, desde el mismo instante en que las vio aparecer, las piernas
de esa rubia le proporcionaron un indescriptible cosquilleo, una erección incalculable,
un deseo de seguir tras sus pasos sin medir las consecuencias. Y si detectó la
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presencia de la otra, es decir, la de Laura Miranda, fue por causa del grito del hombre
en bicicleta.
Dos cuadras después, mochila al hombro, alcohol de mala muerte en la cabeza, él
continúa su persecución placentera. La boca salivea imaginando muy cerca esas
piernas, el peso de la mochila no existe, las gotas esporádicas de lluvia no caen sobre
su cuerpo cansado, a Laura Miranda jamás le han gritado desde una bicicleta. Laura
Miranda, como todo lo demás, es un simple espejismo. Nada existe para el hombre
barbado, salvo la belleza de esas piernas. Los tres se alejan en la misma dirección,
cada uno ensimismado en sus propios pensamientos. Para el perseguidor, sin
embargo, habrá un instante favorable. Tiene que haberlo. Apelando a un filoso
cuchillo esa rubia tendrá que aceptar y ser suya. Lo sabe, por eso siente confianza,
camina despacio, sin tener en cuenta a esa otra que avanza a su lado. Todo es cuestión
de ganar la otra cuadra. Pero, contrario al pronóstico, por azar, por esos malabares
que contiene la palabra azar, alguien, capa en mano, sale al encuentro de la rubia, la
abraza, besa su boca con total espaviento, brinda protección inesperada, dejando al
pobre hombre, barbado, con mochila y cuchillo dispuesto, sin saber dónde meter sus
pretensiones.
La ve partir bajo la capa, bajo el brazo del aparecido, y siente deseos de llorar. El
mundo vuelve a ser el mundo otra vez, las aceras vuelven a tener charcos de agua, la
noche está a punto de caer y la mujer delgada a quien gritaron comemierda, en la
línea del tren, vuelve a ser Laura Miranda. Por supuesto, él no conoce su nombre, y
tampoco pudiera imaginar que esa enjuta figura pertenezca a la actriz que le apasiona
los sueños. Queda unos segundos jadeante, con las gotas de lluvia resbalándole en la
cara, las piernas de la rubia en el cerebro y la erección dispuesta. Pero no todo está
perdido, piensa el hombre catando ese cuerpo, aferrando sus dedos al filoso cuchillo,
caminando de prisa, apretando ese cuello. No todo está perdido, gracias al azar, a esos
malabares que contiene la palabra azar.
Para Laura Miranda el vaho cercano de ese hombre resulta inexplicable,
amenazante, mucho más el cuchillo. Quiere obedecer como Dios manda, pero el hilo
de su orina resbala por las piernas y encharca sus zapatos. Camina o te pico, putica,
mi putica, escucha en el oído con dureza de alcohol y con vaho. Siente el brazo
encima de su hombro tan familiar como el del hombre que esperaba a la rubia, y sin
saber cómo, se va alejando de los charcos, las guaguas, los camellos, las calles, la
ciudad, la vida. La hoja de un cuchillo, a cada instante, le recuerda que pertenece por
entero a ese hombre. Toma por trillos, por ciertos caseríos, bordea las paredes de un
muro alto que protege una gran casa, siente perros ladrar del otro lado, siente la voz
de un dueño que controla, siente puercos, siente su propia voz en Corazón partido,
sin poder avisar a sus oyentes que ella es Laura Miranda y se acaba de orinar en sus
zapatos. Quiere gritar a cuatro vientos que por culpa de un hombre y de un filoso
cuchillo se va cortando el cuello cuando el desnivel del camino lo propicia. Pero
detrás queda la posibilidad de auxilio, el accidente, el tropiezo con alguien capaz de
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comprender, a simple vista, lo imposible que es la relación de un tipo con ese estalaje
y una mujer que acaba de salir de una emisora.
En un rincón de una antigua escuela primaria se ve desnuda, amarrada, muy cerca
del vaho y de todo el rencor de ese hombre. La humedad dejada por la lluvia, sin
embargo, la salva un poco del sometimiento, le permite respirar, oler a tierra recién
removida. Pero de inmediato descubre, a menos de dos metros, el hueco proporcional
a su tamaño donde va a ser enterrada. Laura Miranda, con la mordaza impidiéndole el
grito, suelta lágrimas para aplacar la cercanía de ese hueco. Comprende el final del
guión inconcluso que es su vida. Llora. Maldice haber tomado el camello, maldice al
mismísimo Ministro de Cultura, maldice a Félix B. Caignet y a Corazón partido,
maldice a la vieja Amalia. Siempre digo que va a durar más que yo y miren esto,
piensa. Laura Miranda podía haber quedado en la emisora hasta la hora de la fiesta,
soportando los cuentos de la recepcionista, entibiando sus labios con café fuerte en
pomo de medicinas, esquivando miraditas rabiosas de colegas en celo, editando,
calculando sus palabras al Ministro. Pero Amalia, la vieja Amalia, siempre, desde una
ancha butaca, le exige su vuelta de agregada. ¿Acaso cuando me muera no te vas a
quedar con todo esto?, gánatelo entonces, le dice. ¿Quién la mandó a ella, a Laura
Miranda, no haber nacido en uno de esos hospitales de La Habana? ¿Quién la bautizó
con sus problemas de vivienda? ¿Quién la sacó del pueblecito, la puso en un tren a
probar suerte y luego dejó caer ante sus ojos el maldito guión de Corazón partido?
Por el momento llorar es un consuelo. Mientras, el hombre se da un trago de
alcohol, sin apuro, convencido de que es el dueño de la noche y de Laura Miranda. A
su lado está el cuchillo, filoso, ofreciendo seguridad de culpable; más cercanos, el
pico y la pequeña pala que permitieron abrir ese hueco. Laura Miranda vuelve a mirar
el hueco. Tanto desgastarse con las palabras de Félix B. Caignet, sus giros
lingüísticos, las mudas temporales, la vieja Amalia, rufianes y señoritas prudentes
adaptados a los tiempos que corren, para, finalmente, terminar en un húmedo hueco.
Su llanto aflora incontenible, se siente perdida, pero el propio instinto de vivir hace
que no pierda de vista cada gesto del hombre. Lo observa, le siente el olor a larga
ausencia de baño, el silbido fúnebre, la sonrisita maliciosa cuando le mira el sexo. Lo
ve rascarse la barba y darse otro trago, como si estuviera en el medio del monte, de
campismo.
—Vas a gozar de lo lindo, cabroncita —dice, cuando le toca el sexo, pero no
siente erección acariciándolo. Hubiera preferido cualquier otro. Tiene que pensar en
las piernas de la rubia para sentirse a gusto. Por más que la mira, con ella, con Laura
Miranda, los deseos no aparecen. Mientras la toca, quizás revise en su memoria la
colección de buenas piernas que ha tenido, y de paso, las veces que luego de alcanzar
el placer, sin más remedio, apenado, casi llorando, ha pedido un humilde perdón a
esas mujeres antes de acuchillarlas. Para él, cualquiera de aquellas piernas resultan
superiores a la carne de gallina que ahora acaricia, y cuando sus dedos recorren con
desgano ese cuerpo, quizás esté augurando su última vez. Por eso, y por su mala
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figura, nada en ella le resulta apetecible, pero el azar, esos malabares que contiene la
palabra azar, la puso en su camino para su mala suerte. El daño ya está hecho,
cabroncita, dice, sólo falta que éste se pare, y de rodillas aproxima su cuerpo a la
carne de gallina de Laura Miranda. Repasa cada parte sonriendo, frotando el pantalón
en la entrepierna, pero su esfuerzo es inútil. Entonces, prefiere ganar tiempo, abrir
con cuidado la mochila, extraer una bolsa de nylon, un radiecito marca Sonido, un
farol que prende al instante y unos panes con pasta.
Ella lo ve comer recostado a la pared de la escuelita, eructar como un puerco,
sintonizar el radio, prender un popular humedecido, darse un largo trago y saborearlo
satisfecho. Digna, la recepcionista, no se equivocó cuando advertía la presencia del
tipo en la ciudad. Sus cuentos, de tanto repetirlos, parecían argumentos de películas
del sábado. Nadie en la emisora soportó esas historias con la misma paciencia de
Laura Miranda. Las víctimas eran personajes cercanos, vecinos de la recepcionista,
amigos de amigos de amigos que cobraban forma gracias a su lengua con aliento a
café. Niñas, jovencitos y mujeres violadas, descuartizadas, enterradas, de manera
increíble pasaron por su boca, como mismo ella pasaría cuando alguien topara con su
cuerpo, convertido en una pasta hirviente de gusanos, y después transmitiera la
noticia.
—Cabroncita, tú eres una cabroncita —dice el hombre desnudo, ya conseguida la
erección, el cigarro a medio terminar, arrodillado otra vez entre las piernas de Laura
Miranda. La repasa con fuerza y no siente la carne de gallina en la mujer, porque se le
ha convertido en la rubia. Esas piernas que toca son las de la rubia. El bajo vientre
que escupe, tratando de lubricar una carne imposible, es el de la rubia. La penetración
furiosa, el vaho alcoholizado y las palabrotas que suelta cuando gime, se pierden en
el cuerpo de la rubia. Pero quien se estremece, muy cerca de un hueco, es Laura
Miranda, la actriz principal de Corazón partido, alguien que sufre como sus
personajes y se siente morir bajo la torpeza de un hombre. Goza cabroncita, le grita
desesperado, y la taladra, la muerde, la destroza, mientras ella concentra el
pensamiento en el amarre de sus manos. Lo importante es vivir, Laura Miranda,
alejarte un buen tiempo de ese hueco, continuar con Corazón partido, retransmitirlo
las veces que los oyentes sugieran, conseguir casa propia, convencer a Roque, al
Ministro, llegar de una vez y por todas al cine y a la televisión. Suficientes motivos
para lacerar su carne con la soga, sentir el rasguño en la piel, la lágrima que rueda en
su mejilla. Lo importante es vivir, Laura Miranda, aunque barbado y satisfecho, ese
hombre se incline gritando a cuatro vientos: Goza esto, cabroncita, para después caer
exhausto sobre el cuerpo imaginado de la rubia, como un niño al cumplir con sus
deberes.
Desde hace algún tiempo me cuestiono esas lágrimas de Laura Miranda. En vez
de permitir que ellas afloren, muy contenida, la pongo a respirar en la humedad. Sin
que el hombre barbado despierte tratará de escurrirse para luego intentar la carrera.
Pero antes, deberá forcejear con un nudo. A tientas, con mucho vaho y aliento de
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alcohol pendenciero, lo tendrá que intentar. La imagino nerviosa, sudando, como si
hubiese disfrutado de la fornicación. Ese hombre dormido sobre ella, con todo el
tiempo del mundo a su favor, dentro de poco la enterrará para siempre. Sólo podrá
impedirlo si vence el amarre. Todas sus fuerzas las concentra en descifrar ese amarre.
Los relojes del universo detienen su marcha para que Laura Miranda desate un
amarre. Pero sus nervios no lo tienen en cuenta, la traicionan. El nudo es mayor que
su deseo. La intención, superior a la confianza. Desde el radio marca Sonido escucha
las palabras del viejo Estanislao, la voz de la emisora, su emisora, que le llegan como
si fuese un milagro. Ese viejo, con múltiples disculpas, informa a los amables
radioyentes que en lugar del programa acostumbrado, transmitirán otro especial con
la presencia del Ministro. Laura Miranda se concentra en la voz. Tiene que hacerlo.
El ronquido del hombre barbado no impide que pueda imaginar a ese otro, ojeroso,
con su saco dril cien de ceremonias oficiales, dichoso por su ausencia. Ella debía
estar allí, en la emisora, impidiendo que el viejo locutor le gane espacio, pero el azar,
esos malabares que contiene la palabra, la ha puesto muy cerca de un hueco. Laura
Miranda forcejea con el nudo, llora, es la figura principal, y no ese viejo mediocre.
Bastante ha sufrido por su histórica voz. Buches que resultaron amargos por su causa.
Habladurías. Chismes de pasillo. Maquinaciones para que Corazón partido se
frustrara bajo cualquier circunstancia. Laura Miranda, muy cerca del Ministro, le
intenta explicar su problema de vivienda, los sinsabores, sus angustias, el anhelo de
llegar alguna vez al cine o a la televisión. Pero sus nervios, como siempre, la
traicionan. Balbucea palabras inexactas y el Ministro comprende, da palmaditas en su
hombro y la invita a caminar por la emisora. Laura Miranda es una artista feliz,
Roque también es feliz, un director de emisora feliz. Ella va a decirle, mire, Ministro,
necesito que usted, pero las palmadas continúan en su hombro. No tiene tiempo de
hablarle porque el viejo locutor también lo asedia. Y Roque, y el C. V. P., y la
recepcionista y todos los que jamás imaginaron su presencia en la emisora. Laura
Miranda tiene al Ministro delante y no le salen las palabras. Pero del nudo, esa
trampa que el azar le interpuso, ha logrado zafarse. Sólo queda intentar,
discretamente, un buen desplazamiento. Luego, correr, perderse para siempre del
rencor y del vaho.
—Estimados radioyentes —repite el locutor, y el hombre barbado despierta. El
hilo de saliva que une su boca con el cuerpo de Laura Miranda se corta cuando
comienza a moverse. Ha descubierto que en el radio las cosas no marchan como
siempre y tarda unos segundos concentrado en las palabras del viejo Estanislao.
Luego comprende.
—Ahora tocaba Musicalia —dice—, parece que no la van a poner. Siempre es lo
mismo.
Despegándose de Laura Miranda bosteza todavía agradecido, la mira con malicia
y se lamenta otra vez por la ausencia de la rubia. Recostado a la pared, maldice las
palabras del viejo locutor, prende un cigarro y se da un largo trago. Por el modo casi
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brutal con que empina la botella llego a intuir que la necesita demasiado para sentirse
a gusto. Su méntula, muerta por el reciente goce, descansa muy encogida entre las
piernas. Pero gracias al efecto del alcohol, dentro de poco, la tendrá tiesa
nuevamente. Él lo sabe, la toca, la rasca con cierto placer y luego mira al radio.
—Lástima que hoy no pongan Musicalia —dice, dispuesto a conversar,
gesticulante, como si se encontrase en un inmenso teatro y Laura Miranda no fuese la
única espectadora asustada. Entonces, parlanchín, rasca su entrepierna, explica con
lenguaje tropeloso que él es medio romántico, tú sabes, enfermo a Musicalia, que la
hubieran pasado mejor con canciones románticas, gozado de verdad, mi cabroncita,
porque no hay nada como templar con buena música, que por él no había quedado,
que, como dice la canción, quiero que pases bien tu última noche, pero quitaron
Musicalia, que el Ministro en persona felicita a esa gente, que mira si están en alza
con esa novela, que debe ser tremenda esa Laura Miranda, que seguro tiene pesos
cantidad, que es la directora, la escritora, la artista principal, y a la que más
entrevistan por el radio, que quién lo viera con Laura Miranda, que si a ella,
cabroncita, le gustaba esa novela, que él es buen observador, que le ve cara de
culturosa, nariz larga como las putas, que se burlan de quienes oyen novelas, que
quién lo viera, caramba, con Laura Miranda, que va y un día se pone a esperar cuando
salga y la trae hasta aquí, que le hizo una pregunta y no había respondido, que lo
perdonara, que con ese trapo en la boca no hay quien responda, que ya vamos
entrando en confianza, que fíjate bien, que voy a quitarte ese trapo, que si gritas te
jodes, que aquí nadie te oye, ¿me entendiste?, que si te gusta esa novela, recoño.
—Claro que me gusta —dice Laura Miranda y le parece que es la voz de una
muerta la que escucha. Pero tiene que hablar, entretenerlo, contemplar cómo se gasta
en la botella, esperar a que duerma.
—Esa Laura Miranda es del cará —insiste el hombre sin dejar de mirarla—.
Tiene revuelto hasta al propio Ministro. Él dirigía antes la UNECA, yo me acuerdo,
eso está en el Vedado.
—La UNEAC —dice Laura Miranda.
—¿Cómo dijiste?
—Que no es la UNECA, es la UNEAC —ella se anima desde el suelo—. La
Unión de Escritores y Artistas de Cuba.
—Da lo mismo, cabroncita, todas esas cosas son iguales —dice el hombre, y otra
vez le aparece la erección, pero prefiere escuchar las palabras del Ministro, cuando
felicite a los actores de Corazón partido. Aún el viejo Estanislao, con música de
fondo, engola su voz, y el hombre, pensativo, concentrado en la botella, siente cómo
el radio comienza a fallar. Son las pilas, se dice, son las pilas. Quita su mano de la
méntula tiesa y decide cambiarlas. Busca en la bolsa de nylon, vuelca sobre el suelo,
húmedos cigarros, mugrientos carneses plasticados, viejos recortes de periódicos y
dos pilas bien envueltas. Pero, por mucho que se emplee en su maniobra, no olvida la
última frase de Laura Miranda, sonríe, se siente adivino, casi sicólogo por su
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descubrimiento. En asuntos de siglas, no todo el mundo es capaz de establecer las
diferencias.
—Ves, en eso yo nunca fallo, tú eres culturosa. Quién quita que seas un peje
importante, y uno todavía sin saberlo. ¿A ver, dime cómo te llamas?
—Laura Miranda —dice Laura Miranda.
El hombre casi suelta el radio con semejante noticia, las pilas caen, se riegan por
el suelo, pero las deja para mirar a la mujer, profundamente. Luego, sin poder
evitarlo, intenta contener la carcajada:
—¿Así que tú eres Laura Miranda? ¿La de Corazón partido?
—La misma.
—Chica, tú piensas que yo soy comemierda.
—Si quieres te cuento la novela —dice Laura Miranda—, te digo lo que pasa al
final con la muchacha.
—Tú no tienes vergüenza. Con lo mala que estás ya quisieras ser la uña de Laura
Miranda.
—Aunque no lo creas, soy Laura Miranda.
—Cabroncita —dice el hombre cavilante, incrédulo, burlón, detectivesco, con las
pilas otra vez entre los dedos— más fácil se coge al mentiroso que al cojo.
—Pregúntame lo que quieras —suplica Laura Miranda.
—No, si no voy a preguntar —él estira su mano, tantea la cartera, registra,
encuentra el carné de identidad, abre páginas, lee, se muere de la risa—. Así que
Laura Miranda, no me jodas.
—Ése es mi nombre artístico.
—Aquí dice Julia Pérez Pérez y esto no falla, comemierda.
—Te digo los nombres de todos los actores, el del operador de sonido, el del
C. V. P. Hace cinco años que conozco a esa gente. Yo soy Laura Miranda.
—Mhija —dice el hombre, etilizado, burlón—, de poco te sirve ese cuento. Hoy
en día todo el mundo quiere ser Laura Miranda. Hasta yo voy a hacerme esa idea. Tú
eres Laura Miranda.
Imagino a ese hombre, varios minutos después, acomodándose sobre Julia Pérez
Pérez, como si lo hiciera sobre Laura Miranda. Me lo invento, además, mordiendo su
boca, como el malvado de la radionovela, repasando su carne de gallina, ya
convertida en la mejor de las carnes, gracias al alcohol pendenciero, para después
desgarrarla con el poder de su méntula. Mientras, el Ministro, desde el radio, entrega
diplomas al valioso colectivo de Corazón partido, y los oyentes del país, junto al
personal de la emisora, son testigos de sus exhortaciones a enfrentar con el espíritu en
alto los desafíos de la Cultura para el próximo milenio.
—Porque la Identidad Nacional, compañeros —explica el Ministro—, hoy, a cada
instante, nos pone a prueba, y ustedes, este abnegado colectivo, con su entrega total,
ayuda a consolidarla.
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Aplausos, palabras del Ministro, movimientos que taladran. Aplausos, palabras,
movimientos. Lágrimas. Voz del locutor. Café fuerte en pomo de medicinas. Dedo
viejo amenazante de Amalia. Ojos escrutadores de C. V. P. Bolígrafo de Roque.
Piernas de la rubia. Dientes manchados de la recepcionista. Palmaditas en el hombro.
Movimiento. Aplausos. Palabras. Promesas. Movimientos. Y una enorme gota salada
que comienza a rodar por la mejilla de la mujer más triste del mundo. Julia Pérez
Pérez es un pedazo de carne ensalivada por el vaho de un pobre hombre. Llora, se
siente morir, tiene encima un cuerpo exhausto que yace satisfecho, mientras los
aplausos ahogan las últimas frases de un Ministro. Los ronquidos del hombre no
impiden la resonancia del discurso. Ni las palabras del viejo Estanislao, anunciando
que la normalidad continúa en la emisora, destruyen su nudo en la garganta. Julia
Pérez Pérez suplica para que el vaho de ese hombre se convierta en un sueño
profundo. Necesita de un sueño profundo. Mira telarañas imprecisas en el techo, en
espera de un sueño profundo. Mira cómo el farol chino comienza a pestañear,
deseando ese sueño profundo. Mira el cuchillo, la bolsa de nylon, su cartera.
Empezará despacio el sutil desplazamiento. Tendrá que imaginar, como si no
estuviera bajo un cuerpo pesado, muy cerca de un hueco, que también sus palmadas
forman parte del coro que aplaude. Debe pensar de ese modo. Tiene que pensar de
ese modo. Es una más en la emisora para decir que fue bueno el discurso. Con suma
discreción, aparta un brazo del hombre. Camina entre el tumulto de colegas que
también la felicita. Logra quitar su cabeza de la cabeza del hombre. Debe hablar con
el Ministro. Otra vez se parte el hilo de saliva conectado a su hombro. Está casi en la
calle. Está casi fuera del hombre. Roque y los demás dirigentes rodean al Ministro.
Sólo quedan sus piernas atrapadas en las piernas del hombre. La recepcionista brinda
café, le enseña el pomo. Sólo tiene una pierna atrapada entre las piernas del hombre.
El Ministro, antes de marcharse, hace señas, la saluda. Ella contiene un suspiro muy
cerca del hombre. El Ministro se siente turbado, no se explica la mirada de angustia
de Laura Miranda. Ella intenta acercarse, quiere decirle que no es Laura Miranda. Él
la mira. Ella siente desnudo su cuerpo de Julia Pérez Pérez. El Ministro se siente
turbado, no se explica esas manchas de sangre y esperma en una artista tan fuerte.
Ella yace nerviosa, a un costado del hombre. El Ministro la mira tocándose el pelo.
Ella intenta explicar que está muy cerca de un hueco. El Ministro no entiende. La
recepcionista muestra su pomo, grita que siempre lo ha dicho. El Ministro no
entiende. Ella quiere llorar, ella sabe que no puede llorar, pero Roque sonríe,
Estanislao sonríe, la recepcionista sonríe, la vieja Amalia sonríe. El Ministro
contempla su embarre por última vez; dice adiós desde la ventanilla del auto. Ella
también dice adiós. Lo ve partir inclinada en el borde del hueco. Respira hondo.
Siente la pequeña escuelita al revés. Su cabeza está a punto de estallar. Todo da
vueltas. Todos sonríen.
Pero el hombre barbado, totalmente borracho, extraña la ausencia de mujer bajo
su cuerpo, tantea, la encuentra, la vuelve a acomodar y la penetra, balbucea palabras
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inconclusas, maldice la vida, se incorpora también a las vueltas que agobian a su
víctima, como si en la penetración una extraña descarga pudiera transmitir ese mareo,
pero a diferencia de ella, se trata de un hombre feliz, encima de la mujer que pensaba
escaparse, borracho, pero feliz, inseguro, pero feliz, babeante, pero feliz, con el poder
de una méntula tiesa para garantizar esos golpes, con el poder del alcohol
pendenciero para no arrepentirse, con el poder de una lista anterior de mujeres, con el
poder de un inmenso cuchillo, y se siente feliz, y se duerme otra vez, y otra vez
volverá la mujer a intentar la escapada, y otra vez el jalón hacia abajo del cuerpo, y
otra vez esa méntula en las mismas entrañas, otra vez, y otra vez, y otra vez, nueve,
diez, catorce veces durante la noche.
La emisora dejó de transmitir desde hace mucho y el radio emite ruidos como
prueba de su lamentación. Amanece, los gallos cantan, a lo lejos se escuchan
automóviles y Julia Pérez Pérez, ausente de todos los ruidos, insiste. Su cuerpo logra
salir de ese cuerpo otra vez. Luego, casi sin fuerzas, de pie, mira al hombre barbado
totalmente borracho. Necesita correr y no puede. Necesita ser Laura Miranda y no
puede. Necesita bordear discretamente ese hueco y no puede. Necesita dejar de
pensar en la sangre que corre por sus piernas y no puede. Necesita no ser puro nervio,
y mareo, y esperma, y no puede. Sólo apoya el cuerpo a la pared, contiene el llanto,
descubre al hombre en su eterno tanteo, casi despierto, y con torpeza, sobrepuesta a la
náusea que la agobia, toma la bolsa de nylon como si fuese su cartera, sabiendo que
ha perdido mucho tiempo.
Una mujer corre desnuda por un campo de flores al amanecer, para que Félix B.
Caignet, antes de partir, con saco dril cien y bigotico de los años cincuenta, cansado
de esperar, no aplaste su cigarro todavía. El amanecer, las flores, el sol a contraluz,
indican que Félix B. Caignet, pudiera quedarse un rato más fuera de encuadre, y la
mujer, descrita por la voz engolada del viejo locutor, se idealice en la mente de cada
radioescucha, apareciendo feliz, entre aplausos, griticos y emociones, en el capítulo
final de la novela. Pero en este ordinario amanecer no son posibles las flores, ni la
cámara lenta, ni la voz engolada, ni el mismísimo cigarro de Félix B. Caignet, cuando
su zapato lo aplasta con estilo de los años cincuenta. La mujer no aparece, y el artista,
otra vez olvidado, con todo el clamor de la tristeza en su garganta, acomoda para
siempre su saco dril cien, y se marcha. Nadie puede resignarse a tanto idilio. El
amanecer, las flores, el sol a contraluz, desaparecen con Félix B. Caignet, porque esa
misma mujer, desmida, corre con una bolsa de nylon, y eso ya es otra cosa. Con solo
agregar bolsa de nylon, del placer habitual se transita a un estado de angustia
inquietante. El jadeo, la sangre, la esperma, el mal aliento, un filoso cuchillo, se
imponen brutalmente en la memoria, y también la desnudez de ese hombre barbado,
dispuesto a silenciar toda la imagen. Ella lo intenta borrar con una torpe carrera.
Resbala. Cae. Se levanta. Vuelve a caer. Pero no suelta la bolsa de nylon. Su cartera
quedó junto a un hueco y la bolsa tiene dentro el pasado del hombre: húmedos
cigarros, recortes de periódicos, carneses que pudieran hundirlo para siempre en su
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miseria. Él lo sabe. Pero ella no piensa ni en bolsas ni en carteras. Sólo quiere vivir,
apartar para siempre el rencor de un cuchillo. Imagen lacónica, triste, alejada de su
origen plañidero, cuando se pudiera imaginar que ese hombre barbado conoce que al
final del camino, un muro alto protege a una gran casa y pondrá límites a tanto jadeo.
Por eso él corre con cierta confianza. Ese muro, como si fuese la muralla de un gran
feudo, cuando aparezca ante su vista, será el punto final de la carrera. Un final de
cuchillo en el vientre de la protagonista confusa por la trampa de un muro, alto,
bordeante, protector, dueño de todos los límites cuando se acerca un cuchillo.
Pero el azar, esos malabares de la palabra azar, hace que Laura Miranda, por un
instante, deje de ser Julia Pérez Pérez, para que también la buena suerte le acompañe.
La buena suerte desde lo alto del muro, convertida en un grupo de personas
expectantes, que le gritan, No te puedes morir Laura Miranda. Si te mueres, si te
matan, quién nos contará buenas historias para olvidar las otras, quién nos venderá
los sueños que sólo tú puedes, quién ocultará las frustraciones, los baches de las
calles, las colas, los derrumbes, la muerte, la tristeza, si te mueres, si te dejas matar.
No te puedes morir Laura Miranda. Desde lo alto, sentados y en profunda tensión, el
Ministro, Roque, la recepcionista, el viejo locutor, el hombre del radiecito en el
camello, el del portafolios, la rubia, la viejita con jabas, los estudiantes de secundaria,
el grupo de clientes del bar y el mismísimo Félix B. Caignet gritan, señalan, apuntan
con sus índices hacia el único hueco del muro, para que en la inercia de la propia
carrera esa muchacha, desnuda, no pierda el impulso y se apoye, se alce, se sienta
escapar, como un ángel de cuentos de hadas, cuando esté a punto de entrarle el
cuchillo.
Sus admiradores, frenéticos, nerviosos, envueltos todavía en la pasión del
comentario, son testigos del salto de Laura Miranda. Gracias al punto de apoyo, la
vieron caer del otro lado, como si no fuese Julia Pérez Pérez. Para ellos, nunca será
exacta esa altura, ni el tamaño del filoso cuchillo, ni la angustia, ni el jadeo del
hombre barbado, que maldiciente, resignado, sumergido también en el asombro,
vuelve sobre sus pasos, antes de que alguien lo advierta desnudo y con cierto
cuchillo. Fin de tragedia feliz. Cuando se piense en su suerte, podría suponerse que
todas sus culpas las tendrá que pagar como buen malhechor de novelas, porque Laura
Miranda jamás ha soltado la bolsa de nylon. Fin de tragedia feliz. La recepcionista lo
comenta con el viejo locutor, y Roque y el Ministro lo aprueban moviendo sus
cabezas. Caignet, resignado, después de tanta angustia, toma su saco dril cien y se
marcha. Éstos no son tiempos de él, sino de Laura Miranda. Desde el muro,
conmovidos, todos lo ven marchar con su tristeza y un telón de mala muerte
comienza a caer. Fin de tragedia feliz, de no ser por el ladrido de unos perros. Con la
tensión de la carrera se olvidaron de los perros.
Pero Navarrete, impertinente, sin sentimientos, con maldad parecida al malhechor
de la novela, dueño de toda la confianza, porque no hay ladrón que salte ese muro,
continúa conectado a las carnes de Yunaisy, por enésima vez. Yunaisy, ojerosa,
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satisfecha, equilibrada en la méntula tiesa, todavía es todo llanto por las lágrimas de
Laura Miranda. Ambos casi rompen la silla cuando escuchan el ladrido de los perros.
No esperaban el ladrido de los perros. Tampoco ese ruido en el corral de los puercos.
Chillan los puercos. Ladran los perros, y vienen hacia Laura Miranda. Van a
destrozarla con sus dientes babeados. Chillan los puercos. Ella intenta correr. Ladran
los perros. Tiene que ganar esa puerta. Corre. Chillan los puercos. Llega a la puerta
del patio. Cierra primero. Llega primero. Entra primero. Ladran los perros. Y
Navarrete se siente culpable con su méntula muerta. Tiene en la silla a Yunaisy
desnuda y se siente culpable. Dos mujeres desnudas y se siente culpable. Una,
dichosa por la orgía de la noche, y esa otra, marcada para siempre, que tiembla y se
cae.
7 de septiembre de 1998
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Clemencia bajo el sol
Adelaida Fernández de Juan
A L. Koldenkova
Evangelina de las Mercedes Concepción de los Montes y Carvajal, razón por la cual
me dicen Cuqui. No me atormente, señor, déjeme decirlo todo a mi manera. Sí, yo
maté, aunque mi intención no era tanta, a Mireya, la querida de Reyes. El día usted lo
sabe y la hora también. A Reyes lo conozco desde hace quince años; lo sé con
exactitud porque ésa es la edad de Volodia, el hijo que tuvo con Ekaterina, la rusa.
¿Que eso no importa? Usted verá que sí. Ya estoy condenada, déjeme hablar, hablar
hasta por los codos y las rodillas, que buena falta me hace.
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usted, con tanta bulla, tanto calor y tantas moscas, ¿cómo iban a lograrlo? Pero
bueno, de eso se encargó el tiempo. Ella se puso de pie cuando me vio, a la defensiva,
como hacen las gallinas cuando una perra olfatea la jaula, pero yo le extendí el plato
y sonreí, con mis veintiséis años de mulata, y ella me dejó pasar.
¿Que eso no tiene relación con la occisa? ¿Qué occisa? ¡Ah, la muerta! Pero, por
favor, déjeme hablar, claro que tiene relación mi historia con esa puta que maté sin
querer. Tenga paciencia, ya me declaré culpable, escúcheme y que todos me oigan
también, a ver si de alguna manera nos limpiamos un poco.
Ekaterina no sabía ni papa de español, me di cuenta aquel día. Quería darme las
gracias, y no podía. Yo puse el dulce encima de la mesa, y le tomé las manos. Cuqui,
dije yo, ¿y tú? Estaba desesperada, pobrecita. Entonces puse su mano encima de mi
pecho y repetí: Cuqui. Así varias veces, hasta que ella, porque era inteligente la muy
cabrona, se dio cuenta y dijo: Cuqui. Luego hice lo mismo con mi mano en su pecho,
diciendo Ekaterina, Ekaterina.
¿Reyes? No, hijo, Reyes estaba en el trabajo, si llega a estar allí, no habríamos
logrado ni una palabra. Ustedes los hombres son tan torpes que lo complican todo y
lo echan a perder. Busqué una cuchara y le di a probar el arroz con leche, que óigame,
difícil que la mujer de usted lo haga como yo, con cascarita de naranja dulce y canela
molida por encima, sin que se ensope el arroz, y con la leche… perdón, ahora sí me
parece que me desvié un poco. Es que ¿sabe usted? fue así como Ekaterina aprendió
español. Yo le iba diciendo Arroz, señalándolo, Leche, Azúcar, cogiendo los granitos
con los dedos, vaya, como se dice, de forma audiovisual, y mientras tanto la barriga
de Ekaterina creciendo.
Todavía mi hijo Miguel no existía, así que yo tenía tiempo de sobra. Mi tío salía
desde temprano para la tabaquería, y yo iba a la bodega a comprar mis cosas y las de
Ekaterina, luego cargaba agua para las dos, y ya al mediodía empezábamos las clases.
¿Que por qué lo hacía? ¿Será usted bruto, con perdón, o es la estupidez propia de
los hombres? Para mí era una diversión inmensa, me hacía la idea de estar viajando,
tenga en cuenta que yo no he salido más allá del túnel de La Habana. Ella me iba
diciendo poco a poco su historia, a medida que agarraba las palabras que yo le daba.
Un día extendió un mapa enorme encima de la cama y me fue señalando dónde nació,
dónde estudió, el lugar en que conoció a Reyes. Decía: Gusta mucho, Rey. Ella le
decía Rey, y se ponía una corona de aire en la cabeza. Claro que entendí. Para ella era
como un rey. Yo le dije: No, Ekaterina, todos hombres ser cabrones, ser diablos. No
sé por qué le hablaba así, como los indios de los muñequitos. El caso fue que nos
acostumbramos a estar juntas. Yo comí por primera vez en su casa sopa de
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remolacha, col y yogur, ella me explicó que se llamaba borsch, y óigame, los cubos
de té que me daba eran imponentes.
No, yo nunca le presenté a Osvaldo, el padre de mi hijo, ni él tiene nada que ver
con este asunto. Es más, no voy a decir sus apellidos ni su dirección, él es casado, y
aunque es el hombre que más me ha gustado en esta vida (y he tenido unos cuantos),
tiene la cobardía natural que yo me conozco de ustedes; no creo que soporte una sola
pregunta. En aquellos días Osvaldo iba mucho a mi cuarto, y en un descuido mío
quedé embarazada. Cuando me di cuenta ya era tarde, y no me arrepiento, Virgen
Santa, Miguel es lo mejor y casi lo único que tengo en esta vida.
¡Cuqui, venir, venir! fue como Ekaterina gritó cuando se puso de parto. Reyes
estaba para las minas y no llegaba hasta dos días después. Pasé las de Caín
ayudándola a bajar la escalera de caracol de la cuartería, y en la calle no había ni un
gato. Al fin capturé a un policía en moto que nos hizo el favor de llevarnos al
hospital. Volodia nació flaco y transparente como su madre, y si usted la hubiera
visto, llorando y diciéndome: spasiva Cuqui, spasiva. Bueno, aquello fue del carajo.
Dice mi tío que eso se llama el alma rusa, pero yo creo que era algo más.
Me encargué de hablarle en español a Volodia; Ekaterina y Reyes sólo hablaban
en ruso, y figúrese, ese angelito tenía que aprender de mí, y buenísimo que resultó
cuando creció. Como a los ocho meses de nacer Volodia, llegó el día de mis dolores
de parto.
Le pedí a Ekaterina que cuidara a mi tío, que yo iba sola al hospital. Miguel fue
un tronco desde el primer día, tragón, grande y hermoso como su padre. ¿Y sabe
usted una cosa? La única visita que tuve fue la de Ekaterina. Llegó bajo la lluvia, y
cuando la vi, ensopada hasta los talones, con un termo de té y un pozuelo de arroz
con leche, no sabía si echarme a reír o a llorar. ¿Quién ha visto a una rusa haciendo
dulces criollos?
Nuestros hijos crecieron juntos, con decirle que Miguel tiene delirio con el té, y
Volodia, Dios mediante, debe seguir enviciado con el café carretero que yo hago.
A Mireya la vi por primera vez en el cuarto de Reyes y Ekaterina, hará cosa de
cinco años. Reyes la llevó allí porque, según dijo, era una famosa alergista y quería
que viera a Volodia, por la tos del niño. Me dio mala espina desde que la vi. Llamé
aparte a Ekaterina y le dije: No es buena, no la dejes estar aquí en el cuarto. ¿Por qué,
Cuqui? Haz lo que te digo, rusa, y no preguntes tanto. El caso fue que Mireya empezó
a visitarlos todas las semanas, y hasta llegó a preguntarme si yo aceptaba que ella le
pusiera tratamiento a Miguel, que de vez en cuando tosía por la noche. No señor,
siempre supe que los niños tosen en La Habana Vieja por el polvo de las paredes, eso
se les quita cuando crecen, yo sí la espanté rápidamente, y un buen día dejó de ir por
allá.
Ekaterina consiguió trabajo como traductora. Eran los años en que el ruso estaba
de moda. Llevaba los escritos para el cuarto y en una máquina de escribir rarísima, de
esas del tiempo de Nana Seré, pasaba horas y horas traduciendo. Yo me encargaba de
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llevar los niños a la escuela, y de todo lo demás. ¿Yo? ¿De qué yo vivo? De lo que
gana mi tío, de las visitas de Osvaldo, y de vender arroz con leche. No es mucho,
pero me las arreglo, señor, y Ekaterina me ayudó mucho, muchísimo. También vivo
de la ilusión de lo que he leído, a mí no me apena decir que he leído a los rusos.
Todo empezó cuando ella consiguió libros traducidos para ayudarse en su trabajo, y
me animó a leerlos. Yo le advertí que no resultaría, que yo no llegaba ni al final de los
periódicos, pero ella insistió tanto que empecé. Óigame, yo creía que los hombres
rusos eran toscos y brutos como los osos, con los dedos cuadrados y los muslos fofos
de no usarlos como es debido, hasta que leí Ana Karenina. ¡Válgame Dios! Eso sí
que es una novela, no las de la televisión. ¿Y qué me dice de Chejov? Era el preferido
de ella. Me acuerdo que siempre que terminaba La dama del perrito se echaba a
llorar. El alma rusa, decía mi tío, pero yo creo que era ella misma la que lloraba, no el
alma.
Las cosas que habían comprado se fueron destiñendo en el cuarto, y ella se ponía
furiosa con cada cucharón de madera que se partía, con los relojes en forma de llave
del Kremlin que se detenían, cansados para siempre, oxidados por el salitre, y sobre
todo cuando se despegó la foto inmensa de la catedral de San Basilio, que los niños
usaron para papalotes.
A mí todo eso me pareció natural, siempre le dije que las cosas rusas eran una
mierda, pero comprendía su dolor, y déjeme decirle, a mí también me daba pena.
Estábamos tan acostumbrados a los relojes de pulsera que pesaban una tonelada y a
los zapatones que parecían de ladrillo que, cuando de pronto desaparecieron, no
sabíamos qué hacer. ¿Y qué me dice de la carne enlatada? No, no voy a bajar la voz,
yo no tengo pelos en la lengua ni horchata en las venas, mucha hambre que matamos
con la carne rusa y con las manzanas de pomo. Es verdad que sabían a rayo
encendido, pero ¿ahora qué? Ahora ni trueno ni rayo ni la madre que los parió.
Pobre Ekaterina. No eran sólo sus cosas las que se desmoronaban. Reyes empezó a
hablar en voz alta, y a gritar también, en ruso siempre, y Volodia, angelito, salía
corriendo y se metía en mi cuarto. No fueron pocas las noches en que durmió con
Miguel. Yo me quedaba muy preocupada, pero al día siguiente Ekaterina seguía
tecleando y Reyes volvía a las minas, a veces por toda una semana.
Uno de esos días, mientras yo vendía mi arroz con leche en el parque, vi a
Mireya. Me preguntó primero por Miguel, luego por Volodia, y al fin por Reyes: que
si yo sabía algo de él. ¿Para qué lo buscas?, dije yo. Para saludarlo, nada más. Eso
dijo, y entonces supe que se había acostado con él. Recogí mis cantinas y me fui.
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Tuve por primera vez la seguridad de que todo se acababa. Yo también
preguntaba por Osvaldo cuando se me perdía más de la cuenta. No, no es igual, no se
vaya a creer que Mireya y yo tenemos algo en común por estar con hombres casados.
Mira que se lo dije a Ekaterina: ¡Muchacha, deja esa bobera de hablar en ruso
todo el tiempo con Reyes!, cuando te acuestes con él tienes que decirle Papi
riquísimo, me vuelves loca. Ella se reía y se reía y se ruborizaba como una niña; no
me hizo caso, y mire, ahí tiene el resultado.
Hace más de un año que fue por última vez a mi cuarto. A mí me extrañó verla
tan tarde, con el último vestido ruso que le quedaba y que sólo se ponía cuando iba a
entregar las traducciones en el Palacio de las Convenciones.
No sabía cómo decirme que se iba. Empezó por recordar el primer arroz con leche
que le llevé, el día que nació Volodia, los fines de año que festejamos juntas,
abrazando a los niños por el frío. ¿Es que vas a escribir tus memorias o qué diablos te
pasa? Que me voy, y que me llevo a Volodia, y que no vuelvo más, y que apenas
puedo aguantar los deseos de llorar, y con la misma se me echó al cuello, con una
fuerza que, óigame, yo le digo a usted que no nos caímos por puro milagro.
No despiertes a Miguel, no puedo despedirme de él. Luego tú le explicas. Y ya se
iba corriendo por la escalera de caracol, cuando yo, todavía asombradísima, le caí
atrás y le grité: ¡Oye, Ekaterina! ¿Te hace falta algo? ¿Te puedo ayudar? Sí, me gritó,
suerte, deséame suerte, Cuqui. Y se largó. El llanto de Volodia todavía lo tengo
clavado aquí, en el mismísimo centro del pecho, y el recuerdo de su carita de angustia
a través del cristal del taxi todavía me despierta por la noche.
Todo lo ruso se fue. Yo ya estoy cansada de lo que viene y se va. Se puede ser fuerte,
pero existe un límite; no hay que exagerar. Ya ve, yo también lloro, y eso que no
tengo el alma rusa que dice mi tío.
¿Cómo? Sí, señor, ya estoy terminando. No habían pasado ni tres meses cuando
Mireya llegó y se instaló en el cuarto de Reyes, con el desparpajo de una mujer que
está de vuelta de todo. Empezó por hacer una limpieza general, y fue sacando uno a
uno los muebles para el pasillo, y los restregaba con un cepillo así de grande, y tiraba
agua y más agua, pero qué va, el olor de Ekaterina y de Volodia estaba allí todavía, y
a una le parecía que en cualquier momento iban a aparecerse por detrás de la puerta
pidiendo café acabado de colar.
Mireya lo sabía, y estaba desquiciada con la tiradera de agua, que ya era por
paredes y ventanas, hasta por el techo, que también cogió su ramalazo de jabón. Yo
soporté todo aquello en silencio, me repetí muchas veces que no era asunto mío, más
me dolía la tristeza de Miguel que la alegría de Reyes, pero usted comprenderá que
no me era fácil.
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Reyes cambió mucho. Yo creo que del trabajo lo botaron porque siempre estaba
allí con ella, ayudando a renovar el cuarto. Me llamó la atención cuando empecé a
verlos con bultos y maletas saliendo y entrando, pero traté de tranquilizar mi
encabronamiento repitiéndome que no era problema mío. Pues resulta que estaban
vendiéndolo todo, y por dólares, fíjese usted, yo lo supe varias semanas después
cuando estaba en mi sitio del parque con mi cazuela de arroz con leche, y los vi, tres
bancos más allá, exponiendo las cosas sobre el césped, como si fueran gitanos. La
gente se detenía y cogía cada objeto para examinarlo y a mí se me estrujaba el
corazón reconociendo desde lejos los primeros zapaticos de Volodia, la bata de
maternidad de Ekaterina, el velocípedo en que rodó mi hijo Miguel, el juego de
cazuelas esmaltadas con flores rojas. Hasta las matrioshkas estaban allí en hilera, de
mayor a menor, como las ponía Ekaterina encima del televisor. Y yo allí, viendo
cómo se evaporaban los recuerdos, una parte de mi vida. Para serle franca, fue allí, en
el parque, donde me nació la idea de golpear a Mireya. A Reyes también, pero me
acordé de Ekaterina poniéndose la corona, y lo dejé pasar. Tarde o temprano
Ekaterina se va a enterar de todo, y sé que no me perdonaría si yo destimbalo al
desgraciado ese, que bien vistas las cosas es hasta más culpable que Mireya.
El cucharón con que sirvo el arroz con leche, regalo de mi tío, pesa más que el
carajo. Esa mañana llegué al parque bien temprano. Yo nunca me fijo en el sol ni en
las nubes, pero ese día sí, qué curioso, ¿verdad? Había un cielo azul claro, clarísimo,
tan claro que se parecía a los ojos de Ekaterina, y yo no sé por qué le sonreí al viento,
plenamente satisfecha.
Le di tres golpes en la cabeza, con toda la fuerza que tienen mis brazos de mujer.
Yo sé que usted no me lo va a creer, pero no estaba en mis planes matarla, lo único
que quería era castigarla como se merecía la muy puta. ¿Qué dice? No, no me
arrepiento. ¿Qué quiere que le diga? Mire, si algo tengo que lamentar, es que la
sangre de la puñetera esa salpicara tan irremediablemente los libros de Tolstói y de
Chejov que estaban, tirados en la hierba, como esperando clemencia bajo el sol.
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El tartamudo y la rusa
José Manuel Prieto
La idea que nos servirá de tema para nuestro próximo relato nunca se anuncia como
tal desde un primer momento. Incluso no creo que exista el criterio que nos permita
desecharla o aceptarla como buena. Sencillamente hemos oído o visto algo que le ha
dado otra «vuelta de tuerca» a determinado aspecto del mundo que conocemos y lo
masticamos lentamente sin poder determinar su naturaleza. Esa nube, amorfa y sin
sabor, es sometida a análisis. Entreabriendo los labios dejamos escapar algo de ella
para observarla a trasluz: ajá, una historia de amor. ¿Una interesante historia de
amor? ¿Un vulgar triángulo tal vez?
A partir de aquí iniciamos un cotejo inconsciente con todo lo que sabemos y
recordamos al respecto. Se verifica, para expresarnos más claro, un proceso de
búsqueda de un modelo literario (o modelo adquirido por medio de la lectura) que
nos permita acercarnos con mayor o menor acierto a esta nueva experiencia y
valorarla a la luz del conjunto de criterios y situaciones previamente formalizadas que
lo conforman.
Si damos con el modelo adecuado, el problema —en la mayoría de los casos—
deja de interesarnos: nos limitamos a comprobar su identidad con alguno conocido
(pueden ser necesarias ciertas aproximaciones que tengan en cuenta las
especificidades del caso) y se le nombra.
De no hallar uno que «cubra» o responda adecuadamente a nuestra historia surge
un segundo problema que puede denominarse como «Problema de la formación de un
modelo primario». Un análisis de este proceso y de la posterior utilización de los
modelos ya existentes comportaría un especial interés pues quizá permitiría develar
las causas que nos impulsan a escribir.
Así, es la falta del modelo adecuado lo que nos lleva —una vez convencidos de
que no conocemos alguno semejante— a conformar uno personal para explicarnos
mejor una situación nueva, una historia, o, de resultar esto imposible, al menos
formalizarla: convertirla en una unidad o bloque asociativo estable con el que nos sea
más fácil operar sin «perdernos en la variedad»[1].
También es cierto que el modelo casi siempre existe porque ¿es acaso posible que
en los muchos siglos de literatura no hayan surgido modelos universales, abarcadores
de casi toda la experiencia humana? Resulta entonces una suerte que una vida normal
no alcance para leerlo todo. Aunque dudo realmente que esto llegase a limitar a algún
escritor muy leído pues siempre se registran mutaciones capaces de alterar la
fidelidad del modelo. (Existen, no obstante, ciertas invariantes relacionadas con
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nuestra condición de humanos que fácilmente pueden ser explicadas por unos pocos
modelos literarios y no literarios, pues los primeros no son sino reflejos de los
segundos, vigentes desde siempre.)
A veces el modelo es tan ajustable al problema que nos ocupa, que si alguna
locación o algún nuevo matiz capaz de introducir un error de aproximación nos
tientan a conformar uno propio, nos remuerde la conciencia y escribimos «como
ocurre en un cuento de Poe», «una idea tomada de Chéjov», etc. Los exergos y citas
no son sino eso: referencias al modelo literario que más se acerca a lo que uno mismo
quiere decir.
Esta historia del tartamudo y la rusa —para la cual no pude hallar en mi memoria
un modelo ya listo— la oí de labios de un hombre que una noche me confundió con
mi hermano mayor, médico de profesión.
La contaré sin trampas, sin ocultar nada a pesar de haberme «visto de perfil»[2] en
más de un momento mientras la escuchaba. Esa noche un tal Jorge Torres,
tomándome por médico, me pidió ayuda, facultativa para su esposa y espiritual para
él. Esta última era la que yo estaba más posibilitado de dar y resultó ser, a fin de
cuentas, la única necesaria en aquel caso. Digo que la contaré sin trampas porque
quiero exponer el modelo que me conformé y tratar de hacer ver al lector qué
paralelos encontré en mi memoria para determinados episodios a medida que iba
escuchando y tiempo después por obra de pensar en ello. Esas llamadas que calzan el
texto son como las fuentes de este trabajo y para ampliarlo habría que acudir a ellas.
Por ejemplo cuando escribo «otra vuelta de tuerca» el lector enterado sabe a qué me
refiero y qué idea debe asociarse a esta «pieza» de mi construcción. Así, y del mismo
modo, todo lo demás. Tal vez sea muy joven para poder de otra forma: no he vivido
casi y en cambio he leído mucho. Pude haber empezado in media res para azuzar el
interés del lector, pero no lo quise por no alterar la lógica de lo que iba a exponer;
porque primero medité extensamente sobre los modelos, luego sobre su posible
utilización, y así lo he expuesto. La historia de amor, el tratamiento dramático
también aparecerán, pero ya limpio de disquisiciones teóricas. A partir de aquí este es
un cuento como cualquier otro.
La sala está casi a oscuras porque he olvidado encender la luz y continúo leyendo con
la claridad que entra por la ventana. Afuera llueve y, sea porque la luz es ya tan tenue
que no consigo distinguir lo escrito, sea porque me atrae el rumor de la lluvia, levanto
la vista y sigo así, atento al freír de las gotas contra mi ventana. Al rato me envuelve
una total oscuridad, he cerrado el libro y dejo que la brisa bañe mi espalda.
Cuando por fin me dispongo a encender la lámpara, oigo el «chas» de unos pasos
junto a mi verja. Pienso que es alguien que tiene prisa en llegar a su casa aguijoneado
por el mal tiempo, pero no, los pasos vuelven, escucho que se abre la verja y tocan a
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mi puerta. Grito: «entre» sin haber prendido todavía la luz y mi visitante, que no me
puede ver, al franquear el umbral se detiene en seco, asombrado ante mi habitación a
oscuras.
Acciono por fin el interruptor y lo invito a pasar. Le pregunto a quién busca.
Quiere contestarme, lo veo boquear, levantar la cabeza y tensar el cuello como un
asmático falto de aire y pienso que sufre uno de esos fuertes ataques que provoca la
humedad de este mes del año.
—Siéntese, ahora se le pasa —le digo tomándolo todavía por un asmático, y sólo
cuando lo oigo balbucear con gran trabajo «¿Ud. es el doctor?» caigo en la cuenta de
que se trata de un gago o tartamudo que al parecer, por el esfuerzo que le cuesta
articular las palabras, está dominado por un gran nerviosismo.
Como no se hace entender, me indica por señas que salga al portal: no es él quien
necesita ayuda, sino su mujer, «mi mujer» acaba por decir y repite: «mi mujer, mi
mujer». Una amiga suya, su novia, sabe Dios quién, yace sin conocimiento en el
portal. Tiene el vestido desgarrado y está descalza.
Entre los dos la entramos a la casa.
—¿Qué le ha ocurrido? ¿Un accidente?
El hombre niega con la cabeza.
—¿Un ataque?
—No, doctor, un desmayo.
Lo miro sorprendido porque se ha expresado sin dificultad y le pregunto:
—¿Un desmayo? ¿A causa de qué?
—¿A causa de qué? De que le he estado pegando como media hora y ella sin
decir palabra… Morirse es lo que debería.
Le doy un vaso de agua para que se calme y le pido que tome asiento mientras me
ocupo de su mujer. Como me ha llamado «Doctor» comprendo que me ha tomado por
mi hermano mayor, el médico, que alguien debe haberle dicho que vive en esta casa.
No intento sacarlo de su error porque la lluvia ha arreciado y, como al parecer, no es
nada grave, la presencia de un verdadero médico no es necesaria.
Le tomo el pulso a la mujer que sigue sin volver en sí, con una sonrisa en los
labios. No parece que el marido le hubiese pegado mucho como dijo: no descubro
hematomas grandes ni enrojecimientos, más bien parece un desmayo provocado por
la tensión nerviosa.
Estoy de espaldas a mi visitante, junto a su mujer, cuando una segunda voz me
interfiere y, por un momento, pienso que alguien más ha entrado a la sala. No es la
voz que me ha dicho entrecortadamente «mi mujer, mi mujer», ni tampoco la que ha
silabeado ceceando: «morirse es lo que debería». Ésta es una voz grave, la voz de
otro hombre.
II
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Estuve por decirle que su historia no me interesaba. Pero dejé pasar el instante
intrigado por el milagro de su nueva voz y cuando quise deshacerme de aquella
historia que no quería oír, comprendí que de hacerlo cometería un crimen con ese
hombre que necesitaba desahogarse con alguien.
La historia se abría en un vuelo a once mil metros de altura[3]. Entre él, Jorge
Torres, que asistiría a unos cursillos en la URSS, y una bella mujer sentada al otro
lado del pasillo se había establecido una corriente de simpatía: sorpresa fingida ante
el complicado cierre del cinturón de seguridad, falso brindis por el suave despegue…
Por fin ella hizo una pregunta que el aire algodonado de a bordo se tragó y Jorge,
obligado a responder algo, se preparó a capturar al vuelo el asombro que provocaría
su respuesta. Tardó un segundo en hacerlo, le sonrió de nuevo (lo había estado
haciendo desde que notara las piernas de su vecina) y suspirando dijo por fin:
—Yo soy gago, señora. Discúlpeme si no logra entenderme.
Si era gago ¿para qué le había estado sonriendo a su simpática vecina?, se quejó
ahora, ¿buscándose el problema? Balbucear «soy gago señora» (soy un desgraciado)
era una petición de indulgencia, una vieja maniobra suya para incitar la lástima.
Me dijo Jorge Torres que al momento se sintió bien bajo la mirada ligeramente
estrábica de su interlocutora, porque sus ojos no lo miraron con la fijeza
escudriñadora a que estaba acostumbrado, sino que flotaron frente a él como
buscando alguna parte de su cara en la que posarse y, al no encontrarla, fueron a
esconderse tras la banda de pelo rojo que cubría la mitad de su propio rostro. Después
fueron sus manos las que puso en movimiento y, medio rostro cubierto aún por el
pelo, sacándolas de sí como lo haría un hombre envuelto en un hábito, tomó las de
Jorge entre las suyas y le dijo sin mirarle:
—No se preocupe por eso, la tartamudez no es nada anormal.
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porque aún no se conocían bien y que tiempo después llegó a serle tan familiar que
ahora, al rememorar aquella escena, esbozó una sonrisa que resumía todo lo trágico
—él se empeña en verlo así— de la historia de ellos.
Una vez en tierra, ya amigos, tomaron un taxi que los llevó hasta Moscú. No sabía si
volvería a verla otra vez pero era suficiente lo poco que ya tenía de su lado: el
recuerdo del contacto con la piel suave de sus manos, el brillo de sus ojos y de su
pelo rojo, lo muelle del asiento del taxi en el que viajaba relajado, hablando sin oírse,
tan feliz que el mismo problema de su tartamudez, al que tantos disgustos le debía, no
se le antojaba ahora digno de atención.
Se acercaban a la ciudad. Las siluetas de los edificios se recortaban contra el
fondo gris del cielo. Kilómetro a kilómetro se iba desvaneciendo el equilibrio que
había surgido entre ellos dos, los abedules al borde del camino y las casas de campo
entrevistas al paso con sus huertos y animales. El resto del viaje lo hicieron en
silencio. Como él mismo expresó, «ya había dejado de gaguear alegremente». Estaba
convencido de que esa ciudad fría y desconocida se la tragaría irremediablemente y le
entró el temor de que se separarían y no volvería a verla jamás[5].
Se despidieron en los bajos del hotel con un apretón de manos. Ella debía
apresurarse para no alarmar a quienes la esperaban; pero mañana, bueno, hoy, lo
llamaría a su habitación para saber cómo se había instalado.
—¿Era agosto o julio? —le pregunté a Torres desde la cocina adonde había ido a
preparar una limonada.
—Agosto. Allí son muy frescas las noches en agosto, se siente bastante frío.
Estuve parado en la acera hasta que el taxi se perdió de vista. Entonces entré al
vestíbulo del hotel que a pesar de lo avanzado de la hora encontré lleno de gente:
varios árabes que identifiqué por la manera de vestir, un grupo de italianos que
parecían haberse reunido allí abajo con el propósito expreso de gastarse bromas y tres
circunspectos ancianos de nacionalidad indefinida que regresaban de algún paseo y,
esperando el elevador, estudiaban el comportamiento de los italianos con la vista fija,
como científicos que observaran un fenómeno raro sin la menor simpatía.
A los quince minutos ya estaba en mi habitación preparándome para dormir. Me
senté en el borde de la cama frente a una gran ventana panorámica que permitía ver
gran parte de la ciudad. Aquí y allá titilaban las vallas de neón y las luces de los
apartamentos. Veía también la franja acerada de un río. ¿El Moskvá? Me caía de
sueño. Busqué la frazada tanteando, sin volverme y apagué la lámpara de mesa. Ya
debía estar bien lejos dentro del sueño cuando el timbre del teléfono me hizo
desandar el tramo recorrido.
Levanté el auricular.
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—Oigo, ¿quién habla? —no me acordaba de nada y me hacía en mi casa, en
Cuba.
—¿Es usted, Jorge? Es Elena quien le habla. ¿Ya está durmiendo? Me alegro, así
sé que no tuvo problemas. Le volveré a llamar mañana. ¡Que duerma bien! ¡Chao!
III
Traje de la cocina una jarra con limonada y salimos al portal para no despertar a
Elena. La había acostado sobre el diván de la sala, arropado con una manta, y ahora
dormía profundamente. Afuera había cesado la lluvia. Torres prosiguió su historia:
—Al día siguiente, al despertarme, descubrí a mi compañero de cuarto. Un
hombre delgado, de unos treinta y cinco años, que ocupaba una cama junto a la mía.
La noche anterior lo había sentido llegar como una hora después de la llamada de
Elena y, aunque ya era hora de desayunar, seguía durmiendo. Lo zarandeé y volvió
hacia mí una cara angelical por la paz del sueño. A mí me intrigó esa cara de justo
que, como supe después, no tenía nada en común con su dueño. Pasados unos días,
cuando sentado en el hall junto a Elena trataba de convencerla para que subiera a mi
habitación, ella me preguntó con quién compartía el cuarto. Yo comencé a contarle
sobre el cara de ángel y su vocación de playboy, cuando aquel pasó por nuestro lado
haciendo correr su vista dos o tres veces de las piernas de Elena a su cara y
limitándose a saludarme en voz alta pero sin mirarme.
A ella pareció caerle bien porque le sonrió en respuesta. Me dijo: «Apuesto a que
en Cuba trabaja en una cafetería (resultó ser cierto: estaba en Moscú como premio
por su buen trabajo). ¿No ves lo bien peinado que va?». No acababa de decírmelo y
ya el hombre se estaba rehaciendo el peinado frente al mármol reluciente de una de
las columnas del hall. Se volvió para mirarnos: ¿lo estábamos viendo hacer? y,
acodándose frente a la recepcionista, puso en juego con otra sonrisa angelical su
atractivo irresistible.
Elena me dijo: «Hasta aquí me llegó el olor de su colonia. Un hombre muy
atractivo como quiera que lo mires. ¿Treinta y cinco años? Ni gota de grasa, rostro
angelical como tú mismo dices: mi amigo es un lovets duch (pescador de almas)».
Parece que en ruso la frase le sonaba mucho más convincente, porque Elena
siempre la repitió en ruso. Yo, por mi parte, nunca la había oído y me pareció muy
afortunada para Ángel (era su verdadero nombre) y así lo hemos seguido llamando
entre nosotros.
Nos reímos los dos, pero a mí me desagradaba esa atención de ella por cosas
ajenas a nosotros. Ella, simplemente, estaba igual de nerviosa; pero yo pensé que
trataba de desviar el curso de la conversación y no acceder a subir conmigo al cuarto.
Sentía mi cabeza como a dos palmos de mi tronco. Ésa era la sensación: como si la
tuviera desprendida del cuerpo. Sería una victoria pírrica (hay cosas más difíciles que
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llevar una mujer a la cama), pero cuando uno se lo ha propuesto llega a ofuscarse con
ello y no quiere saber de nada más.
—Yo esperaba su respuesta muy exaltado —había tenido un día completo para
imaginármela— pero en su rostro ya se hacía visible cómo al empuje de mi
vehemencia iban cayendo uno tras otro los tabiques que la separaban de mí. Se había
recostado a mi hombro; yo sentía el olor de su pelo, el calor que emanaba su cuerpo,
la flacidez agradable de sus brazos desnudos. Era la segunda entrada de aquel motivo
casi musical de la primera vez, en el taxi; lo sentía ir llegando y se alegraba mi alma.
Alrededor nuestro, en el hall, no había nadie, o por lo menos así me parecía, ya
incapaz de percibir otra cosa que no fuera ella. Entonces, en el momento en que,
aunque nada había ocurrido físicamente, «ya era mía», le tomé las manos y el ligero
chasquido de una descarga eléctrica se dejó escuchar nítidamente.
—Nos miramos asombrados. Yo no sabía qué explicación darle a esa descarga
eléctrica, porque es algo que no ocurre aquí. Ella sin embargo conocía su origen nada
sobrenatural y a pesar de esto, como después llego a confesármelo, asoció esa
pequeña descarga eléctrica a una presencia demoníaca que se dio a conocer, informó
allí de su presencia, de esta manera. Era como si se nos hubiera advertido «nada
bueno saldrá de esto». Pero ¿qué podía pasarme? No estaba para pensar en fantasmas
y ella no podía dar marcha atrás aun queriendo. Fuimos a tomar el elevador. Allí
estaba también mi vecino esperándolo y, como nos resultaba violento estar ahí, frente
al lift, sin decir palabra, Elena dijo:
—¿Cuándo acabará de bajar el lift?
A lo que mi vecino reaccionó sorprendido:
—¡Ah! ¿Pero se dice lift? ¿Se llama lift en ruso?[6]
Sobre la mesita de portal sudaba la jarra con la limonada. Jorge tenía los pies
extendidos y sorbía su limonada lentamente. Yo lo mismo y pensaba vagamente en lo
que me había contado. Consideré que podía cortar su relato allí porque él ya estaba
calmado y a mí, a decir verdad, me daba igual. No había logrado interesarme y le
continuaba oyendo más bien por cortesía. Claro que no me había cogido por el cuello
de la camisa y dicho en un susurro, como para abrirme el apetito: «Le voy a contar
algo realmente extraordinario, algo sobre lo que nunca oyó hablar». Simplemente, el
pobre gago, pasando miles de trabajos, me refería su historia que yo escuchaba
aparentando interés porque, para no confundirles, a los tartamudos se les presta una
atención desmedida, que no observamos con un interlocutor normal. Esto genera
escenas cargadas de misterio, alarmantes, como la visión que una vez tuve de una
plática en la que uno de los interlocutores era tartamudo, detalle que yo desconocía.
Conversaban un hombre joven y una muchacha con el torso inclinado hacia adelante
y el oído vuelto hacia él, como el que está oyendo. Pero como en ese justo instante no
estaba oyendo nada en realidad debido a los grandes intervalos de silencio entre frase
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y frase, se daba la situación única de estar oyendo sin oír. La vista de esta escena me
recordó esos cuadros de pintura galante en los que uno de los personajes está
«hablando» y el otro «oyendo». Mas de un cuadro no se puede esperar sonido alguno
y yo aquella vez estuve cosa de un minuto sin saber a qué atribuir aquel silencio.
IV
Fue todo amor los cinco días que estuvo en Moscú, me dijo. ¿Moscú la ciudad
blanca, la capital asiática? ¿Las almenas kirguizas del Kremlin?[7] Nada de eso. Le
quedó muchísimo por ver de Moscú. Ahora lo único que contaba eran los paseos
largos que se dio con Elena por sus calles.
Elena era una mujer muy bella, de una belleza que sugería esplendidez y no
frivolidad ni perfidia. Me la hizo ver sentada frente a él, vistiendo una blusa blanca
tiesa por el almidón, sus antebrazos descansando en la minúscula mesilla de un café.
¿Cómo podía suponer que aquella mujer buena era el amor de su vida? La
escuchaba sin tomarla mucho en cuenta. Muy enamorado, eso sí, cualquiera haría lo
mismo, pero sin interesarse por la primera vez que ella había visto el mar, ni por nada
que no fuera saber que hoy estaba sentado frente a ella acodado a la minúscula
mesilla del café.
Elena le contó que uno se acostumbra tanto al invierno que al sexto mes de ver
caer nieve y soportar heladas la existencia del trópico, del ecuador, se antoja un fino
engaño, semejante a la fe en la resurrección y en la vida del más allá en la que cifra
todas sus esperanzas el creyente. De modo que los reportajes de la TV que mostraban
los países cálidos adquirían el inseguro valor de la estampa que en el texto religioso
ilustra la vida regalada que se le reserva al justo, al paciente, al que sabe esperar.
A Dios gracias no había que esperar toda una vida. En marzo aumentaban las
horas de sol y la nieve comenzaba a fundirse en las aceras. Carámbanos del grosor de
un brazo se desprendían de los aleros y se estrellaban con fuerza contra el pavimento,
el fragor del hielo al fragmentarse llenando el aire. (Los largos paseos y las pláticas
tocaban a su fin: él viajaría a otra ciudad para asistir a unos cursos.)
La víspera del viaje ocurrió un incidente que le abrió los ojos a Jorge Torres. Ese
día, al querer entrar en la habitación, usualmente abierta a esa hora, se le hizo esperar
unos minutos[8]. Cuando por fin cedió el picaporte encontró a Elena y a Ángel
sentados junto a la ventana. Los observó llevar su conversación ficticia, saludarlo sin
querer terminar la falsa…
Jorge Torres me miró fijamente a los ojos a través del humo del cigarro para ver
la impresión que esta parte del relato causaría en mí. Yo debía saltar intrigado y
aventurar una suposición de esa índole: «¿Lo había estado engañando?» o bien:
«¿Qué hacía esa mujer encerrada con aquel hombre cuando Ud. no estaba?». Torres
esperó en vano la pregunta y aquello terminó por agradarle. Yo no habría entendido
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nada de haber formulado tal pregunta, me habría quedado tras el primero de los
círculos concéntricos de su relato.
Esa pregunta, tal conjetura, estaba excluida. ¡Qué fácil todo si se hubiera podido
encontrar una pregunta así, una conjetura así para esta historia!
Por fin descubrió una camisa nueva que le proporcionó la clave del misterio y se
quedó «mudo de asombro». Desconocía cómo habían podido averiguar la fecha de su
cumpleaños (Ángel le había estado dando el visto bueno a aquella camisa de regalo
para Jorge).
—¿Estaba siendo traicionado por aquel hombre, por Ángel?
—Precisamente, y eso era lo grave. Perdí los estribos. Le pregunté qué pretendía
con aquello, le grité que no tenía madre y que se merecía que le pegara.
No intentó defenderse. Comprendía muy bien la gravedad del hecho.
¿Aconsejándola en lo de la camisa? Sí, muy buena justificación. Gracias. Esa mujer
lo que andaba buscando era que yo cargase con ella. ¿Acaso no se daba cuenta? ¿No
lo sabía?
El bueno de mi vecino sólo atinó a responderme con una de sus sonrisas de ángel:
¡Pero ella es tan buena!
Mejor hubiera dicho «de una virtud ejemplar» y esa hubiera sido la frase exacta.
¡Qué miedo sentí! ¡Nunca había sentido tanto! Amar significa un compromiso tan
grande que la mayoría de las gentes se desentienden de él, despavoridos.
—Al día siguiente partí para la ciudad del Volga donde recibiría mis clases. Subí al
tren, y al verla llorosa junto al pescante, me dije que no la vería nunca más[9]. Ahí se
quedaba en Moscú entre la niebla y el gentío agitando un pañuelo de despedida.
Conmigo viajaba ahora un representante de la fábrica que había organizado los
cursillos. Un ruso taciturno amigo de hacer chistes inextricables con la mayor
seriedad del mundo.
Yo viajaba al encuentro de la Rusia que conocía por los libros: mozos membrudos
de cabellos descoloridos, los tártaros de rostro impasible, el kazajo de las revistas
ilustradas con radio transistorizado, sus arqueadas piernas enfundadas en flamantes
jeans. La multitud que cascaba indolente pepitas de girasol… Mi oído captaba
sonoridades siglo XIX, de literatura clásica rusa: Kostromá, Riazán, Saratov… A
Saratov iba yo.
Llegamos al día siguiente. Descendí al andén y respiré hondo. Habíamos cruzado
un puente, avistado un río, los remolques avanzando trabajosamente corriente arriba,
tirando de barcazas. ¿Qué me esperaba en aquella ciudad? ¿Qué otra Elena? No,
ninguna otra. Di media vuelta tocado por la certidumbre de que la vería ahora mismo
y, efectivamente, allá venía corriendo, desbocada, muy alegre de haberme hallado.
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—¿Increíble?
—Para Ud. y para mí tal vez sí. A ella no le había costado nada tomar esa
decisión. El misterio de la mujer. (¿De la mujer rusa?[10]) No había dudado un
segundo, al verme ir tan feliz en el tren, de que me seguiría. Compró un boleto de
avión, cubrió cientos de kilómetros. Allí estaba. ¿No me alegraba de verla?
Aquello me emocionó, no pudo disgustarme. La besé amigablemente, atraje su
cabeza y aspiré el aroma de su pelo.
¡Estaba en casa!
Ella tomó mis manos, se las llevó al regazo y fijó en mí unos ojos aún secos que
no tardaron en cubrirse de lágrimas…
Salimos caminando seguidos del ruso que no dio muestras de asombro. Al llegar
a la parada del trolebús se limitó a preguntarme si sabría encontrar el hotel. Le
aseguré que sí, y yo y Elena nos fuimos a pasear por un maleconcito junto a aquel
mismo río que había visto desde el tren. Nos habíamos encontrado de nuevo. ¿Qué
significaba esto? ¿Para toda la vida? ¿Había venido a encontrar mujer a miles de
kilómetros de casa? ¿Acaso me quería tanto? ¿Acaso se puede querer tanto a alguien?
Yo tenía veinticinco años y nunca le había preguntado si me quería o no, si me
amaba o no. Se tiene esa edad y se estudia uno siempre como desde afuera, ¿qué tal
me veo? ¿No estoy haciendo el ridículo? A veces se montan unas escapadas y se vive
despreocupadamente, se permite uno hacer piruetas en público, gaguear a gusto,
imaginarse libre por un momento; pero nunca se deja engañar por estas fugaces
vacaciones y, en general, somos aburridos y, lo que es peor aún, pusilánimes. Ser así
nos salva de dar pasos en falso, pero lo trágico de esta actitud sin discernimiento es
que te guarda lo mismo de lo bueno que de lo malo. Y cuando alguien te quiere de
verdad y le preguntas: ¿Me quieres? Su respuesta no te interesa nada porque al oír:
«Sí, te quiero», se es tan pobre de espíritu que uno piensa para sí, ¿y a quién más
quieres con esas piernas que tienes?
Ese día, allí en el corazón de Rusia, mi pregunta de siempre recibió una respuesta
que dejó mal la estimación que me tengo, que todos nos tenemos.
—¿Acaso te dije alguna vez que te quería? —me respondió—. Yo no te quiero, ni
«te aaamo», para que lo entiendas mejor. Me he guardado muy bien de hacerlo
porque me gustas y no quiero buscarme ningún otro hombre ahora que te he
encontrado, pero estás muy enfermo para permitirme el lujo de quererte. Perdóname
que te sea sincera, pero al oírte preguntar esto pensé que te podía perder. Créeme, sé
muy bien lo que digo. ¡Te presto mi cuerpo para ponerte a flote y me vienes con esa
pregunta! Perdóname, pero me asustaste tanto que debo decírtelo así. Si quieres
puedes pensar que te quiero y para ti será verdad. Mucha gente vive con menos que
eso y les va bien.
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—No me digas que le creyó. Lo estaba engañando como a un niño.
—Yo también pensé lo mismo. Pero un engaño así, de existir, tiene la misma
fuerza que la verdad porque no me lo decía sólo para aparentar. Una actitud así, aun
siendo falsa, es llevada por el orgullo hasta sus últimas consecuencias, al menos en
ese momento yo la creía capaz de eso y también me asusté.
—Vivimos en esa ciudad tres meses. Lo que para mí no representaba nada parecía ser
mucho para ella. Me quedé de una pieza cuando comprendí que se casaría conmigo
en cuanto se lo propusiese. Así fue. No me dijo nada, ni gritó de alegría, ni hizo un
gesto. El ligero estrabismo de su mirada se acentuó más por un momento. Parpadeó
una o dos veces, y como siempre ocurría, sin transición visible en su rostro, los ojos
se le llenaron de lágrimas. Al momento me arrepentí de haberlo hecho. Su
comportamiento era imprevisible. Una mujer demasiado frágil para mí. Nunca
llegaría a entenderla. Estoy seguro de que Ud. tampoco podría, y conozco a pocos
hombres capaces de hacerlo. He pensado mucho en esto. Es horrible. Ese mismo día
le pegué.
No soy un degenerado ni un alma negra (al menos quiero creerlo). Cuando por fin
vinimos a vivir a Cuba, pensé que eso se acabaría, pero me engañaba. Mientras más
hacía por mí, más le pegaba.
Aprendí a hablar de nuevo a los veinticinco años porque ella no quiso que yo
siguiera siendo un gago sin remedio. Pasé meses con un logopeda y ya podía pedir
algo en la calle sin que la gente se fijara en mí. Me recogía piedrecitas para llenarme
la boca y me daba conversación por las noches para que mi lengua aprendiera a
moverse sin tropiezos. Me enseñó a cocinar muy bien. A veces invitábamos a
nuestros amigos y yo preparaba el almuerzo. Ángel venía a vernos. Seguían siendo
los buenos amigos de siempre. Él con una mujer nueva cada vez. Se quedaban
conversando en la sala y yo me llevaba a su amiga a la cocina para que no se
aburriera sola en la terraza. Alguna pensaría que yo era un triste gago consentidor.
Con todo, al margen de esos domingos apacibles, se perdían muchas cosas, pero
ya yo no sabía si eso podía interesarme o no. Ella me había tomado como objeto de
su servidumbre y era feliz sirviéndome[11]. No era que me compadeciera. Todos
padecemos de algo y todos podemos ser compadecidos por algo. La única diferencia
consiste en que mi defecto es más visible, o audible, si se quiere; pero esa entrega
total, esa comprensión total que no objetaba nada me desconcertaba[12]. Como si con
su inteligencia de mujer hubiese dado con la verdad de los mártires. Nunca me
reprochaba los días y las noches idas en refriegas y discusiones. Para ella esa era su
vida y no tenía sentido eludirla. Me exasperaba. Le pegaba, le pego fuerte por
cualquier cosa hasta hacerle sangre y le dejo grandes hematomas que se mantienen
por semanas enteras.
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Una noche la maniaté después de haberla golpeado. La alcé en vilo y la tiré en la
cama. Lloraba como siempre, sin sollozos, y me preguntaba con un hilo de voz:
«¿Pero qué estás haciendo? Tú eres bueno. ¿Por qué?».
Salí dejándola amarrada. La hubiera matado ese día. Si hubiera estado seguro de
que nadie se enteraría, de que hubiese podido desaparecer su cuerpo por ahí, arrojarla
al mar sin ser visto, no habría dudado en hacerlo. Caminaba por la calle muy alterado,
a grandes trancos, pronunciaba en alta voz su nombre. La mataría. ¿Qué hacía esa
rusa aquí? La mandaría de vuelta lo más rápido posible. Le había pegado poco; debía
haberle roto sus bellos dientes, fracturado un brazo. De pronto, parándome de golpe,
grité: «¡Por Dios Elena! ¿Qué he hecho contigo?» y me lancé a correr hacia mi casa.
La luz del cuarto estaba apagada y pensé que se habría ido a algún lado. «¡Y yo
corriendo!», me dije. ¿Qué hace esa mujer sola por La Habana, vejada por mí?
Busqué algo con qué pegarle cuando volviera. Junto a la verja escondí un palo que
encontré en el jardín.
Abrí la puerta. Encendí la luz y entonces la vi sobre la cama, dormida con las
manos amarradas aún sobre la espalda. «¡Elena! ¡Elena!» Le desaté las manos, me
tomó la cabeza y la llevó a su regazo.
No dijo nada. Seguía llorando con mis manos entre las suyas. Yo me arrodillé
frente a ella. Sentía tanta vergüenza que no sabía qué hacer, qué decirle. Empecé por
prometerle que aquello no se repetiría jamás. Ella me escuchaba sin decir palabra. Me
puse de pie y le dije que después de lo ocurrido no podíamos seguir juntos, que ella
debía irse, yo no era el hombre que le convenía. Le pegaba. Mañana mismo
reservaríamos su pasaje… Entonces me dijo que lo que yo quería era deshacerme de
ella. Que era lo que buscaba y que lo veía bien claro.
No pude creer aquello. ¡Estúpida! Pensé en el palo de junto a la verja, pero no
corrí por él. De un puñetazo la senté en la cama. Se cubrió el rostro con las manos y
le pegué hasta que me dolieron los nudillos. ¡Estúpida! No sé qué hacer con ella.
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Recostada al marco de la puerta Elena lo miraba a los ojos. Él fue hasta ella y,
tomándole las manos, le dijo en voz baja: «Vete al baño y péinate. Ahora mismo nos
vamos».
Cuando Elena se internó de nuevo en mi casa, le dije a Torres:
—No tiene por qué sentir pena de haberme contado todo eso, quiero que sepa…
—¿Pena? —me replicó Torres sonriendo—. ¿Pena?
Elena volvió en ese instante, tomó a Torres por el brazo y, con la cabeza apoyada
en el hombro de él, ambos salieron caminando hasta la verja.
Antes de perderse por la esquina, ella volvió su rostro hacia mí y sonrió. Su pelo
rojo brillaba al sol.
—¿Pena? —me había dicho Jorge Torres—. ¿Pena por qué?
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Greenpeace
Eduardo del Llano
Rigoberto Molina, alias Gravilla, Prisciliano Jiménez, alias Sangre’e mono y Bárbaro
Casas, alias Negroemierda, estaban acurrucados y mustios en un rincón de la celda
cuando un agente que parecía una mezcla de los tres abrió la puerta y se hizo a un
lado para dejarme pasar.
—Si hay algún problema, grite —me advirtió—, yo estaré aquí cerca, viendo la
telenovela. Anoche se acabó buenísima.
Dije que sí y el policía se retiró. Moví una silla hasta ponerla frente a los
detenidos, me senté y los miré solidariamente. Ellos me contemplaron con La
expresión huidiza de tipos en cola para hacerse un espermograma.
—Mi nombre es Nicanor O’Donnell —anuncié—, soy el abogado que va a
defenderlos. Quiero que me lo cuenten todo sin ocultar ningún detalle, como se lo
contarían a un amigo.
Ninguno habló durante un par de minutos. Claro, habrían reaccionado ante el
instructor, porque un oficial es un poder invulnerable, y es mejor avenirse con lo que
no puede ser derrotado; mi cortesía, en cambio, estaría a sus ojos tiznada de
debilidad, y en el débil uno puede vengar lo que el fuerte le hizo. Encendí un cigarro
y les brindé la cajetilla. Sangre’e mono aceptó el convite, y me introduje por esa
brecha.
—¿Los han tratado bien?
—Nos han tratado como a delincuentes —dijo Gravilla, en un tono vibrante que
no dejaba dudas acerca de la injusticia implícita— y nada de lo que usted haga les
quitará esa idea de la cabeza. El juicio va a ser una farsa, como siempre.
—Debo entender que ustedes se consideran inocentes.
Me miraron, belicosos.
—¿Y usted no?
—Yo lo único que sé es que los acusan de atentado al patrimonio cultural,
sabotaje, distribución de propaganda enemiga, intento de sacrificio ilegal de ganado,
agresión física al administrador de una granja estatal y usurpación de funciones, para
empezar. Tienen que convencerme de que no son culpables, para que yo pueda
convencer al juez.
—¿Qué quiere decir usurpación de funciones?
—Que estaban vestidos de milicianos cuando iban a matar a la vaca.
—¡No estábamos matando a ninguna puñetera vaca! —chilló Sangre’e mono—,
¡al revés, queríamos salvarla! ¡Lo que pasa es que basta que vean a tres tipos
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disfrazados entrándole a golpes a otro, de noche, en la manigua y con una vaca al
lado, para que piensen que los tres tipos son los malos!
Convine en que la gente es muy superficial y dada a llevarse por las apariencias.
—De todas formas, sigo sin entender —añadí con sinceridad—, ¿por qué no me
lo cuentan desde el principio? Yo no tengo apuro. Pueden coger todos los cigarros
que quieran.
En definitiva lo hicieron. Gravilla no se mostró muy convencido de que valiera la
pena, pero Sangre’e mono y Negroemierda estaban locos por reconstruirlo todo de
nuevo, con la elocuencia que el oficial instructor les fragmentó y piloteó en el
interrogatorio. Y yo, que había aceptado el caso de puro oficio y a desgana, comencé
a descubrirme fascinado con el relato. Incluso le di algún dinero al policía para que
fuera a comprar unos tabacos.
Tres meses antes, Gravilla había citado a los otros dos en su barbacoa.
Sangre’e mono había estado preso por tenencia ilegal de divisas, cuando tener
divisas era ilegal. Y negroemierda pasó una noche en la tercera estación por darle dos
pescozones en público a una mulata. Sin embargo, ninguno de ellos era un
delincuente de raza. Los tres se habían desentendido de sus empleos y se ganaban la
vida en el invento, es decir, vendiendo pulóveres, jabones y cassettes. En el barrio
todo el mundo bacía lo mismo.
Belén es una de esas vecindades en que se diluyen los silogismos y las fronteras.
En cierto modo, nadie está al margen de la ley, y todos lo están. Geográficamente
situada en la zona más densa de la ciudad, no ha perdido el espíritu de aldea. La
habita la gente más pobre, y a un tiempo la más alejada de la naturaleza, pues no hay
árboles ni flores ni agua suficiente. Es una barriada histórica, pero se vive al día. Y
Sangre’e mono y negroemierda, con todo y ser folklóricamente incapaces de llegar
puntuales a cualquier reunión social, se encontraron con Gravilla cinco minutos antes
de lo acordado.
—¿Cuál es el misterio, Gravilla? —preguntaron simultáneamente, después de una
ronda de alcohol que en el contexto equivalía al five o’clock tea.
—No es un negocio —aclaró Rigoberto—, es otra onda. Se los digo para que no
se vayan afilando los dientes.
Los demás no comentaron nada. Eran amigos desde antes de aprender a caminar,
y durante todo ese tiempo Gravilla se había ganado entre ellos una indiscutida
reputación de ideólogo. Viniera con lo que viniera, valdría la pena escucharlo.
El anfitrión fue hasta la ventana y regresó con una maceta en la que campeaba un
arbusto marchito. Posicionó el tiesto en el centro del corro y miró gravemente a los
demás. Hubo un silencio especulativo.
—¿Mariguana? —preguntó Sangre’e mono, con las membranas de la nariz
vibrando como hocico de curiel.
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—No seas verraco —dijo Gravilla—, es un helécho. Bueno, un helecho muerto.
La vieja lo cultivó y me lo dejó, y una semana después de partirse ella se muere el
helecho.
Los otros se miraron. Ya le habían dado el pésame a Gravilla en tiempo y forma.
Por el fallecimiento de la madre, naturalmente.
—¿Religión? —aventuró Negroemierda—. ¿Quieres decir que el alma de la vieja
estaba enlazada con la de la matica esa?
—Por algo te dicen Negroemierda. Coño, ¿ustedes no vieron la televisión
anoche? No hubo apagón ni descarga ni motivito ni nada, así que tuvieron que verla.
—¿La novela?
—No. El programa sobre la destrucción del medio ambiente.
Los invitados pestañearon, inseguros.
—Yo lo vi —asintió Sangre’e mono— pero no le hice cráneo. ¿Por qué no te
explicas de una vez, Gravilla? ¿Quieres vender helechos a los extranjeros?
—Quiero —dijo Gravilla, con especial resonancia— fundar un Comando
Ecológico.
Aquello fue como una reunión del Consejo de Seguridad de la ONU en plena
huelga de traductores simultáneos. Negroemierda se quedó incólume, pero Sangre’e
mono saltó y corrió hacia la puerta.
—¿Tú estás loco, asere? Yo no quiero volver al tanque, y mucho menos por
candelas políticas. Si vas a poner bombas o regar papeles, gózalo tú solo. Voy
echando.
—Siéntate, Prisciliano —ordenó Gravilla—, o acaba de ponerte en cuatro patas y
comer yerba. Un Comando Ecológico no tiene nada que ver con la política.
Desconcertado al oírse llamar por su nombre de pila, Sangre’e mono obedeció, no
sin persignarse furtivamente.
—Oigan, y entiendan. Una de las cosas que le juré a la vieja antes de partirse fue
precisamente que no iba a acercarme al tanque ni para que me cogieran las medidas.
No, yo tampoco quiero meterme en rollos, ni pasarme la vida vendiendo jabones o
toreando una alemana. No, caballero, hay cosas más importantes, vaya, que le atañen
a todo el mundo. ¿Saben ustedes que todos los días desaparecen miles de animales y
plantas?
—¿Se los roban? —infirió Negroemierda.
—No, seboruco, se mueren, se extinguen. ¿Desde cuándo ustedes no ven una
cotorra suelta? Ya no quedan ni en Isla de Pinos. Mi abuelo cazaba venados en el
monte, miren a ver si encuentran uno ahora. ¿Y jutías? Y eso que en Cuba no estamos
tan mal. Ya casi no hay ballenas, por ejemplo. Ni tigres, ni ese tipo de oso chino,
blanco y negro con una mancha en el ojo, no me acuerdo cómo se llama. ¿Les parece
puerco el río Almendares? Bueno, así está el mar dondequiera.
—Es verdad —admitió Sangre’e mono—, el domingo fui a la playa y había un
mojón flotando.
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—¿Se dan cuenta? ¿Y los árboles? Sin árboles no va a haber aire, va a crecer el
hueco ese del ozono y nos vamos a achicharrar todos. Coño, la muerte de la vieja y
del helecho me puso a pensar. En lugar de vivir en la que se cae, hay que pensar en
cosas grandes, caballero, o el mundo se te hace muy chiquito.
Negroemierda llevaba más de un minuto moviendo la cabeza de arriba abajo, y
siguió haciéndolo. Sangre’e mono encendió un cigarro, gesticuló como un rapero y
soltó una andanada de objeciones.
—¿Y qué carajo vamos a hacer nosotros tres, Gravilla? Eso es cosa del gobierno.
Aquí todo tiene que estar controlado; si armas un grupúsculo, aunque sea de
tomadores de refresco con pajita, te miran atravesao. ¿Y de qué vamos a vivir, si nos
pasamos todo el tiempo en lo del Comandado Escatológico?
—Ecológico. La ecología es la ciencia que estudia cómo hacer que los animales y
las plantas no se mueran. Ahora en todo el mundo hay mucha gente preocupada por
eso. Se llaman los Verdes, y tienen hasta partidos.
—¿Partidos? ¿Y me estás diciendo eso para tranquilizarme? Candeeela…
—Déjame hablar, cojones. Miren, nosotros no vamos a hacer nada malo.
Dondequiera que alguien amague con tumbar una mata por gusto, le caemos y
discutimos con él. Si un tipo piensa echarse un animal o lo hace sufrir, le bajamos una
muela. El gobierno no tiene que enterarse. ¿Y de qué vamos a vivir? Chico, por el
momento, de lo mismo. Tú puedes convencer a un tipo de que no tumbe un pino, y
después venderle un pulóver. No hay ningún conflicto ideológico en eso. Lo
importante es saber que estamos haciendo algo útil para que los helechos no se
mueran.
Dicho esto, Gravilla les pasó la botella de alcohol. Negroemierda bebió con
parsimonia, y luego le palmeó el hombro al anfitrión.
—Chico, lo que es a mí, ya me tocaste la bomba. Coño, si parece una cosa linda,
como cuando éramos pioneros. Y hasta podemos conseguir una pincha decente y salir
de una vez del giro de los jabones. ¿Tú crees que haría bien si voy y hablo en la
fundición, a ver si tienen algo para mí?
—Claro —dijo Gravilla.
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José Martí, pasando por un verso de Lorca. Gravilla dijo que no, que el nombre no
hacía falta, y Negroemierda, que era un tipo influenciable, estuvo de acuerdo.
El domingo, a guisa de debut, Gravilla convocó a una ofensiva para ayudar a los
animales callejeros. Recogieron cincuenta gatos, dieciocho perros, cuatro ratones, una
jicotea, doce lagartijas, seis gallinas y alrededor de noventa cucarachas.
Concretamente fue Sangre’e mono quien trajo las cucarachas, y Gravilla lo amonestó
en el seno de la organización.
—No seas animal. Las cucarachas son bichos dañinos.
—¿Y qué? Tú no pusiste límites. Dijiste que hay que proteger a todos los
animales. Las cucarachas no tienen la culpa de ser cucarachas y de que les guste
posársele encima a la gente.
—Bueno, pero hay prioridades. Las jicoteas pueden extinguirse, pero nunca he
leído que se extingan las cucarachas. Al contrario, cada vez hay más. Suéltalas. Y
échale los ratones a los gatos.
—Eso plantea un dilema ético —dijo Negroemierda, que había leído muchísimo
en los últimos días—; ¿vamos a propiciar la muerte de los ratones? A lo mejor los
gatos se los comían, a lo mejor no, pero si se los echamos seguro que se los comerán,
y es del carajo que seamos nosotros los que alteremos el equilibrio ecológico
causando la muerte de cinco roedores.
—Está bien. Dales un poco de ventaja. Ponlos a un metro de los gatos y suéltalos.
Y ya que hablaste de dilemas éticos, devuelve las gallinas.
—Eran gallinas callejeras —se defendió Negroemierda, pero los demás lo
miraron de arriba abajo y cedió un poco—, bueno, casi, casi. Había una posada en la
cerca.
En definitiva, se pusieron con cincuenta pesos cada uno —cotización mensual,
según Gravilla—, compraron dos libras de leche en polvo y se la dieron a los perros y
los gatos y los reptiles. Estos últimos, en franco desprecio por la iniciativa Verde,
echaron a reptar y se escaparon, pero los demás agradecieron el alimento, si bien un
gato arañó a Sangre’e mono.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó el herido—, ¿vamos a vender pulóveres para
mantener a los perros y los gatos cada semana?
—Éste es un acto simbólico, animal. Somos un Comando, y hacemos lo que
podemos.
—No vuelvas a decirme animal, asere. Se supone que los estamos defendiendo,
no podemos usarlos como insulto.
Negroemierda empezó a trabajar de sereno en la fundición, y se llevó todos los
libros para leerlos en su puesto. A la semana le contó a los otros que Buda prohibía
matar cualquier cosa que alentara, y que los budistas se habían agotado en polémicas
seculares para dirimir si un discípulo de Siddharta tenía derecho a pisar hormigas a su
paso, toda vez que podía aplastar a un sabio reencarnado. Para no chapotear en el
mismo pantano lógico, Gravilla dispuso considerar especies protegidas a los animales
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mayores de cinco centímetros, principalmente mamíferos y aves, domésticos o no,
siempre que no fueran vectores de enfermedades o no los estuvieran criando para el
fin de año. Y ésta fue, a grandes rasgos, la política que siguió el Comando en lo
tocante a la fauna local.
La flora preocupaba especialmente a Gravilla. Su devoción conservacionista
nació de un helecho con valor filial; así, al domingo siguiente llevó a sus mesnadas a
una cuadra del Vedado en que se planificaba podar arbustos con trabajo voluntario.
La encendida filípica con que fustigaron a los irresponsables devolvió como secuela
una inesperada acusación de saboteadores del trabajo del CDR, y la consecuente
amenaza de llamar a la policía. El Comando optó por una retirada táctica, pero esa
misma noche, bajo los ronquidos de la guardia cederista, desenterraron los arbustos
mutilados, los llevaron al Bosque de La Habana y los plantaron allí.
Dos meses después de la asamblea fundacional, la ejecutoria del Comando incluía
operaciones tan sonadas como las que se relacionan:
1. Concienzudo vapuleo de un viejo, dueño de un coche y un caballo, por montar
treinta niños —a dos pesos per cápita— en cada vuelta recreativa a la manzana, con
innegable perjuicio físico y, presumiblemente, moral para el equino. En lo adelante,
el anciano montó a sólo diez niños, bien que a seis pesos el boleto. Los padres de los
niños se quejaron, el viejo delató al Comando, pero la cosa no pasó de ahí porque el
caballo pereció ese mismo día, de una hernia monstruosa.
2. Excursión a un balneario costero para recoger latas y desperdicios. La basura,
en seis grandes bolsas de nylon, fue acarreada por los tres miembros del Comando y
otras tantas muchachas, conocidas ocasionales de la playa, hasta un vertedero
clandestino en medio del barrio. Después se prendió fuego al vertedero, con el saldo
colateral de dos tendederas chamuscadas y tres gatos absolutamente carbonizados;
entre ellos, el agresor de Sangre’e mono. Los cadáveres fueron llevados
subrepticiamente al Zoológico y arrojados como ofrenda en la jaula de los tigres.
3. Trasquilado de un perro de raza husky, mascota de un vecino, en consideración
a lo que debía sufrir un animal oriundo de Alaska en plena canícula habanera. El
dueño del perro intentó protestar; se le dieron una explicación y un puñetazo, aunque
no en ese orden. Después, para compensarlo, se le vendió un pulóver barato.
4. Siembra de árboles en zonas excesivamente urbanizadas y polutas, como el
propio barrio de Belén. En vista de que no había mucho espacio ad hoc, el Comando
decidió romper algunos tramos de acera, traer tierra vegetal de un solar yermo, cegar
con ella los huecos y plantar ahí las posturas. Helechos, ante todo. Los niños
sorprendidos arrancando los retoños fueron inmediata y drásticamente reprimidos.
Etcétera. Un largo etcétera.
Al cabo de los dos meses, Negroemierda perdió su trabajo, y los demás no habían
conseguido uno. El subatendido negocio de los pulóveres y jabones apenas si bastaba
para cotizar. En cambio, la pasión ecologista había subido en la columna de mercurio.
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Hacer el bien social es un virus de acción rápida, y la enormidad del mal que se ha
retado exige y encandila. Basta, si no, mirar el planeta desde cualquier ángulo.
—Estuve pensando —dijo un día Negroemierda, devenido el verdadero teórico
del movimiento, en tanto que Gravilla se ocupaba cada vez más del plano operativo
—: coño, todavía no hay nada que nos identifique. Hay que jugar al duro. Esto viene
desde los ascetas, pasando por Robin Hood, Rousseau y los hippies. Todos ellos
volvieron a la naturaleza. Al verde. Nosotros somos Verdes. Tendríamos que adoptar
un uniforme, para vestirlo durante las acciones ecológicas.
—Un uniforme… —reflexionó Sangre’e mono—, bueno, yo puedo resolver unos
metros de poliéster verde con un socito, pero nos va a salir caro.
—No hace falta —dijo Gravilla— caballero, con tres uniformes de miliciano
resolvemos. Yo tengo dos mudas, de cuando me movilizaban por la Reserva.
—Y yo tengo otro —anunció Negroemierda—, ¿ven? Es lo que yo digo, hay que
empezar por la imagen. A los uniformes les bordaremos un almiquí en el bolsillo.
También podríamos dejarnos el pelo largo y meternos a vegetarianos. La onda
natural, ya saben. Pero de nada servirá si no subimos la parada. Hay que hacerse
sentir de verdad, lograr que la gente hable de nosotros.
La propuesta de restringir la alimentación a lo aportado por el reino vegetal no
tuvo buena acogida, pero las otras sí. Durante el tercer mes, unos locos peludos y
barbudos, vistiendo uniformes verde olivo recientemente entallados, empezaron a
hacer leyenda en la ciudad. Sobre todo después de que alguien dijo haberlos visto
rondando por allí la noche antes de que apareciera un helecho arborescente, de diez
metros, trasplantado en medio de la Plaza de la Catedral.
La barbacoa fue rebautizada Cuartel General, y abrió una oficina de atención al
público. Cualquiera podía ir allí y denunciar un caso de crueldad con animales o
plantas, de irresponsable deterioro del entorno. Gravilla y Negroemierda intentaron
matricularse en un Taller Internacional de Política Ecológica, convocado por la
Academia de Ciencias, pero, quién sabe por qué, ambas solicitudes fueron
rechazadas. Sangre’e mono asumió entonces la tarea de contactar activistas
extranjeros, pero a la segunda noche hubo una redada frente al hotel y logró
escabullirse a duras penas.
El Comando no era una facción política. Pero eso sólo lo sabían ellos. Cuando
escuchó planes para bloquear con hormigón las tuberías que desaguaban en el
Almendares y con mierda la chimenea de una fábrica de accesorios plásticos, la
mujer de Sangre’e mono lo dejó, vaticinándole un porvenir enrejado. En el barrio, la
gente dejó de saludarlos, tomándolos por informantes o provocadores. En respuesta,
el trío distribuyó carteles manuscritos con la leyenda PARA VIVIR EN ESTE PAÍS,
PRIMERO HAY QUE LIMPIARLO.
Entonces, en el clímax underground, un simpatizante, que los había, acudió al
Cuartel General a contarles del oscuro contubernio entre el administrador de una
granja estatal y unos delincuentes ahí para sacrificar una que otra vaca a su cuidado, a
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cambio de un rotundo porcentaje. Y les dijo que la noche siguiente iban a matar una
Holstein, lechera recordista.
—Tenemos que salvarla —dijo Gravilla, exultante—; vale más una sola vida que
todas las posesiones del hombre más rico de la tierra.
Y esa noche hicieron un juramento de sangre y Gravilla dijo que Negroemierda
tenía razón, que había que ser vegetariano, e incluso debían buscar una forma de no
comer tampoco vegetales, porque un verdadero ecologista debía superar a Buda. Y
meditaron, y casi levitaron, y después se fueron a la vaquería y sorprendieron al
administrador y le cayeron a trompadas pero en eso llegó la policía, porque el
simpatizante, que era el dueño del cabrón gato que arañó a Sangre’e mono y luego
murió achicharrado, les había tendido una trampa, y basta que vean a tres tipos
disfrazados entrándole a golpes a otro, de noche, en la manigua y con una vaca al
lado, para que piensen que los tres tipos son los malos, abogado.
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4 de julio de 1996
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El día que no fui a Nueva York
Mylene Fernández Pintado
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luces y la gente y que la ciudad se tragara mi persona con sus pequeñas vanidades en
modesto sacrificio a esta diosa pagana.
San Juan de Letrán se parece a St. Patrick. Sobre todo el altar de la derecha,
donde está Dios con los dos ángeles. Nunca voy a estar más cerca de Nueva York que
en esta esquina blanca, oscura y gótica. Y pedí: no salud, ni bienestar, ni prosperidad,
ni paz. Bendiciones abstractas y duraderas. Sino algo muy concreto. Ir a Nueva York,
aunque sólo pudiera caminar por las calles como una vagabunda. Miré a Dios para
asegurarme de que me escuchaba. Yo nunca pido nada material. No es el síndrome
del viaje que padecemos en esta isla sin fronteras, es algo más, me urge ir. Te
prometo que si voy te llevaré flores a St. Patrick aunque tenga que robar los tulipanes
de Park Avenue.
Old New York. Uno de los trece estados originales que primero se llamó New
Amsterdam y fue rebautizado en 1674 por el duque de York. Dentro: New York y allí
Manhattan.
Manhattan: mía y de Woody Allen, el psicoanálisis y la anhedonia. Con su gente
apurada, sus yellows cabs y sus taxi drivers árabes, el embotellamiento y todo su
mundo subterráneo de metros, reggae y hard rock. Conglomerado de modernas
lombrices de tierra con bufanda y portafolio violando la dermis de la ciudad from
uptown to downtown, to Chinatown con los chinos que conocen Pekín y Shangai por
las historias gastadas de sus abuelos. To Little Italy con su Carrusel napolitano de
Spaghettis y Tarantelas.
¿Y si no voy? ¿Y si esto es una jugarreta del destino para probar mi estabilidad
emocional, mi capacidad para enfrentar la decepción? No puede ser, toda la fuerza de
mis estrellas, astronómicas y astrológicas, dibuja una constelación y lo que veo en el
cielo es la hemorragia de luces de la siempre insomne.
Descendí una escalera improvisada, sin pasamanos. Junto al río se levanta un
boceto de casa, en esta parte el agua no es sucia. Me siento en un banco que alguien
seguramente botó por estar roto y me siento Mariel Hemingway o Diane Keaton in
the bank of the river. Mientras, observo hipnotizada las manos apergaminadas que
sostienen la baraja y me miran para que mis ojos le digan más de lo que ven y las
cartas comienzan a hablar de lo que vendrá. La Sota de Espadas: un viaje. El As de
Bastos: firmeza y luego, uno detrás de otro: 5 de Oro, 3 de Copas y 3 de Oro. De
nuevo un viaje. ¿Seguro? Inquirí sintiéndome recoger mi equipaje en el Kennedy.
Casi. Sota de Copas: Santa Bárbara, que será primero funcionaria de inmigración,
luego de la Sección de Intereses y al final aeromoza que me llevará allá.
Improvisé mi pequeño altar con flores y velas y a solas pedí, supliqué, rogué,
imploré, mandé, ordené, exigí, requerí: Quiero ir a Nueva York. Y miré a la santa
guerrera que en mi estampita tornasolada andaba el camino del destino. Tú sabes que
no es Roma la Ciudad Eterna, sino esta, donde dicen que todo el mundo está loco.
Claro, hay que ser muy insensible para permanecer cuerdo allí, inmerso en tanto
superlativo sin caer en el estado de gracia de la demencia. O el caminito de la imagen
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se me antojaba Broadway, atrevidamente sinuosa entre tanto trazado perfecto de
calles y llena de teatros con entradas carísimas para ver antológicas puestas en escena
de El Fantasma de la Ópera o Los Miserables.
Nueva York: colmo de todo, coctel de verbos, actriz de cine, mezcla de olores,
sabores, cosmopolitismo con mayúsculas. Novia de todos y ciudad de nadie, que
tiene el pasado en el MET, el presente en las calles y el futuro en el celuloide.
¿Y si de veras voy? ¿Y si se convierte en asfalto bajo mis pies y sus edificios en
techo para mi cabeza llena de sueños, y el metro sólo en un simple servidor
encargado de llevarme rápido de un lugar a otro? ¿Qué hace uno cuando los sueños se
convierten en realidad? ¿Dónde guardo mi fantasía, mis cientos de New York
acumulados para que estén a buen recaudo? ¿Cómo preservar la ciudad imaginada en
mi cabeza y en mi corazón? Nunca la realidad ha superado los sueños y siempre la
víspera ha sido mejor que el mañana. Entonces, cuando nos veamos, la habré perdido
para siempre porque será la de todos y habrá quedado aprisionada en el vulgar lente
de una cámara fotográfica: arquitectónica e inmóvil. Y se habrá acabado el
platonismo, lo inalcanzable y ya no voy a poder amarla porque sólo se ama
eternamente lo que…
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Un arte de hacer ruinas
Antonio José Ponte
«Cuando necesitas aumentar el tamaño de tu casa y no hay patio donde construir más,
ni jardín que ocupar, ni siquiera balcón, cuando necesitas ampliarte y vives con la
familia en un apartamento interior, lo único que te queda es elevar los ojos al cielo y
descubrir que en tanta altura de techo bien cabría otro piso, una barbacoa. Descubres,
en suma, la generosidad vertical de tu espacio, que permite levantar otra casa allá
adentro.»
«Cuando ya has fabricado la barbacoa y vives, si así puede decirse, en cierta
comodidad con la familia, si tu suegra y una sobrina de tu mujer vienen de
provincias, dispuestas a pasar en tu casa una temporada tan larga como la vida
misma, lo único que te queda es hacerle la visita al psiquiatra. Porque odias ya tanto a
la madre de tu mujer (por no hablar de la sobrinita) que no puedes sentarte a la mesa
con ella. Y también porque, apiñados como viven, te has vuelto incapaz de acostarte
con tu esposa y eso te llevará al divorcio, que es lo de menos, por no decir a la locura
y el suicidio.»
«El psiquiatra va a preguntarte entonces si estás dispuesto a obedecer a todo
cuanto él te indique, no importa cuán taro parezca. Y tú dices que sí porque quieres
curarte, porque ya te consideras enfermo. ¿Tiene manera de conseguir un chivo?, te
pregunta. Un chivo vivo, aclara. Sí, respondes. Cómprelo y llévelo a su casa, es lo
que te ordena. Y que vuelvas por la consulta en dos semanas.»
«Criar un chivo en una barbacoa puede ser menos raro que vivir con la suegra.
Regresas al apartamento con el animal (dentro de sus casas tus vecinos crían cerdos y
patos y gallinas) y lo pones a vivir en familia. Aunque vivir con él se hace imposible
enseguida. Para empezar se ha merendado el forro de todos los muebles, un maletín
de la suegra y una bata de casa. Caga por todas partes, huele a chivo, y de noche no
deja dormir. Tú resistes un día, al segundo le pegas una buena tunda al animal, y al
tercero regresas al psiquiatra mucho antes del plazo convenido.»
«Tiene que estar más loco que los locos que vienen a su consulta. ¿Qué clase de
tratamiento es éste?, gritas ante sus ojos. Y resulta que el tratamiento empieza ahora,
como declara él. ¿Ahora qué va a mandarme?, le preguntas con lágrimas. Saque ese
chivo expiatorio de su casa, dice.»
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«Obedeces de nuevo, revendes el dichoso animal (una transacción tan rápida no te
permite ganar nada) y al otro día estás de nuevo en la consulta. Pues dormiste, de
madrugada te despertó tu mujer, tuvieron sexo tan bueno como antes, y a la hora del
desayuno, la familia completa a la mesa, te has dado cuenta del cariño con el que tu
suegra te echaba más café en el café con leche. Comprendiste de pronto que la vida
sin chivo puede ser maravillosa.»
Yo quería encabezar así mi tesis sobre las barbacoas. No lo había inventado ni
leído, se trataba de un caso real. Me lo había contado el psiquiatra.
«¿Sabes qué quiere decir tu apellido?», me preguntó quien todavía no era el tutor de
mi tesis, los dos sentados en un banco de la estación de trenes.
«Constructor», respondí.
«Le envidié siempre ese apellido a tu abuelo.»
Él llevaba gafas oscuras para esconder sus ojos de la luz.
«Vas a ser urbanista en una familia de urbanistas.»
La voz de los altoparlantes anunció que en unos minutos arribaría el tren que él
esperaba.
«¿Y tu padre no puede servirte?»
Mi padre trabajaría hasta fines de año en una universidad extranjera.
«Me imagino que pensaste en mí como hubieras pensado en tu abuelo, de estar
vivo.»
Yo asentí.
«Pero llevo tanto tiempo retirado de la facultad que deberías buscarte otro tutor.»
«¿Por qué una tesis sobre las barbacoas?», preguntó.
El tren hizo entrada ruidosamente.
«¿Hacia dónde está creciendo esta ciudad?», le dije por encima del estrépito.
«Hacia adentro, en barbacoas.»
Él se puso en pie para examinar a los que pasaban.
«Hacia adentro.»
Descubrió entre el montón de gente a uno, y se apuró en ayudarlo con el equipaje.
Debió presentarme como estudiante o como el nieto de su mejor amigo. En cambio,
de aquel hombre no me dijo nada.
«Tengo el carro aquí cerca», le ofreció.
Salimos de la terminal y los vi subir al viejo automóvil soviético del profesor.
«Intentémoslo», dijo antes de que el motor impidiera cualquier conversación. «Ve
por casa.»
En la facultad hacía años que lo daban por fallecido y parecían satisfechos ahora de
que volviera a su departamento.
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«Explícame de qué se trata», me pidió, dispuesto a entrar en materia.
Las ventanas de su apartamento permanecían completamente cerradas. La piel y
los dorados de algunos lomos de libros brillaban a la luz artificial en pleno día, y la
temperatura era la que podría encontrarse dentro de una caverna. De niño yo visitaba
a mi tutor en otro apartamento, ese mismo con las ventanas abiertas.
«Una idea valiosa», consideró.
Evidentemente gozaba de aquel momento en que todavía éramos libres.
«Luego vendrá el trabajo», me advirtió. «La falta de alegría, la redacción, el
acabamiento, un sistema.»
Todavía en aquel encuentro la corriente podía arrastrarnos hacia cualquier sitio,
nadábamos como dos borrachos. Mi tutor recordó todas las ciudades que iba a ser
esta ciudad. Hubo un momento en que sentí que, de abrir una ventana, no la
encontraríamos allá afuera.
A solas en el estudio, alcancé a examinar un plano antiguo colgado entre los
libros. Representaba la parte más vieja de la ciudad y llevaba una fecha: 1832. Sentí,
mientras leía esa fecha, que una sombra cruzaba hacia el fondo de la casa. Y pensé
entonces en el hombre bajado del tren.
«Había cólera ese año», explicó mi tutor al regresar de la cocina, «y en una
bodega en la esquina de Cuba y Lamparilla vendían esos planos».
Aquel plano describía el itinerario del cólera, el avance de la muerte por la
ciudad.
La leche formó una nube en la taza de té. Quise preguntar si estábamos solos en el
apartamento, pero no me atreví. Al despedirme reparé en el cuenco de monedas junto
a la puerta. Siempre que mi abuelo me traía yo sacaba una. Habían monedas de todas
partes del mundo y la que eligiera podría servirme de destino.
También mi tutor sonrió por los recuerdos.
«Por última vez», accedió.
Metí la mano en el cuenco y saqué un botón metálico con un ancla a relieve.
«De un uniforme de Marina. No vale, saca una moneda.»
Removí el contenido del cuenco y elegí una áspera.
«Vamos a ver a dónde te lleva.»
Al tacto parecía una pieza sin terminar.
«A mí me ronca arriba», llegué a leer antes de que me fuera arrebatada.
Al final del pasillo, en una de las habitaciones del apartamento, relampagueó una
luz muy grande. Mi tutor escondió la moneda.
«No es más que un juguete», intentó convencerme. «No sirve de nada.»
Abrió la puerta del apartamento y se apuró en sacarme.
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más tarde, a la hora convenida, toqué el timbre de su casa.
Al centro de la puerta se abría un ojo mágico y alguien lo usó sin decidirse a abrir.
Pulsé otra vez el timbre, y quienquiera que fuera se marchó. Iba a bajar las escaleras
en el mismo momento en que mi tutor llegó con una bolsa de la que sobresalía un
mazo de vegetales marchitos. Pidió disculpas por su tardanza, ya no tenía con él a su
criada de siempre.
Las ventanas se encontraban tan cerradas como en mi visita anterior, tras la puerta
del final del pasillo no brillaba luz alguna. Y me asombré de hallar en su lugar de
siempre el cuenco.
«Rincón», me dijo al entregarme un vaso de agua.
Yo no entendí.
«La bodega donde vendían planos del cólera… Bodega de Rincón, en Cuba y
Lamparilla.»
Bajamos a buscar su auto y dentro del auto me interesé por la moneda.
«Nunca te llamó la atención que hubiera de distintas épocas», empezó a decir.
«De niño la geografía apasiona mucho más que la historia. Otros países importan más
que otras épocas… Será que todavía no tenemos que empezar nuestros viajes en el
tiempo.»
«Claro», acoté sin comprender qué relación habría entre esa conversación y la
moneda.
«El cuenco de casa está lleno de dinero de muchas partes y de muchas épocas.»
«Sí.»
«Uno no sabe a dónde va a parar. Sales a comprar vegetales una mañana
cualquiera…»
Se interrumpió frente a una señal de calle cerrada por reparaciones.
«Un momento», me pidió al bajar del auto.
Habló con alguien de la cuadrilla que trabajaba en la calle, echó una ojeada a un
registro subterráneo destapado y regresó al auto.
«Sales a comprar vegetales en una mañana cualquiera, y descubres que el cólera
recorre la ciudad. Saliste a mil ochocientos treinta y dos, sin tiempo para asombrarte.
De momento necesitas una moneda, porque sabes que en la bodega de Rincón, en
Cuba y Lamparilla, te la cambian por un plano que va a guiarte en ese laberinto.»
«¿De cuándo es la moneda que saqué?», corté sus divagaciones.
«Era un juguete, tal como te dije. Para uno de esos juegos donde compras y
vendes propiedades.»
Tuvo que hacer otro desvío por obras en la calle.
«Ya no eres el niño que tu abuelo traía a casa. El tiempo, como deben haberte
enseñado, es un espacio más. Ahora te toca explorarlo.»
Sentí que lo más importante me había sido escamoteado. Mi tutor detuvo el auto y
resultaba increíble el silencio.
«Quiero que conozcas a alguien», dijo.
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El edificio adonde entramos había sido declarado inhabitable y nadie parecía vivir en
él. Era el lugar menos pensado para hacer una visita. Encontramos a dos hombres que
retiraban madera de un apuntalamiento y la cargaban hacia los pisos de arriba. Mi
tutor llamó a una puerta con candado. En la puerta se abrió una puerta más pequeña y
una mano salida a través de ella abrió el candado.
Pasamos a una sala que podía ser trastienda de algún anticuario. Un sofá cama era
la única concesión hecha a una casa. Se ofrecían bancos de parque en lugar de
muebles, el espacio estaba subdividido por pedazos de rejas. Las lámparas eran
enormes faroles de portales y en las paredes colgaban rótulos de calles. Hallamos a
un hombre a quien mi tutor preguntó por su salud.
«El profesor D», me fue presentado.
«Ex profesor.»
Resultaba irreconocible aunque lo había visto durante mis primeros años de
carrera. Ahora fumaba sin parar, daba paseos entre sus pertenencias y llamó nuestra
atención hacia un vaso de cristal lleno hasta el borde.
«¿Lo ven?»
No fue lo menos raro allí hasta que el agua se agitó como si la removiera una
mano invisible.
«Explosiones subterráneas», dictaminó.
La brigada con que nos tropezáramos tendía el cable coaxial para teléfonos, la
construcción del metro había sido abandonada…
«Refugios antiaéreos», supuse.
El líquido dejó de estremecerse y mi tutor sacó un paquete.
«Verde», declaró. «No había negro.»
«El verde es bueno para el esmalte.»
Tenía los dientes manchados de fumar, puso la mano del cigarro en uno de mis
hombros.
«¿Ves todo esto?», me dijo. «Ya no encuentra sitio en esta ciudad. Lo saqué de
donde no va a levantarse nunca, y ni yo mismo supe en qué iba a convertirse mi casa
cuando traje las primeras.»
No aclaró en qué se había convertido, si en un rastro o en un basurero. Tuve que
evitar que la ceniza me cayera encima.
«En mi edificio una mujer empezó por un perro abandonado y va por quince ya.»
Me miró como si no entendiera. En el piso de arriba empezaron a dar martillazos.
«No hago té porque no hay gas», convino.
Dejaron de clavar.
«Barbacoas por arriba y explosiones por debajo.»
«Un milagro seguir vivos», murmuró mi tutor.
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«El escándalo de todos los congresos de urbanistas», sostuvo D. «Una ciudad con
tan pocos cimientos y que carga más de lo soportable, sólo puede explicarse por
flotación.»
Se dejó caer en el sofá.
«Estática milagrosa.»
Volvieron a martillar en el piso de arriba y mi tutor se acercó el vaso del
experimento a los ojos.
«Creí que era agua», reconoció.
«Un poco más denso, profesor. El ron de marzo.»
La superficie de aquel ron estaba cubierta de polvo del techo. Mi tutor miró hacia
arriba.
«Quiero que le prestes tu libro a este muchacho», pidió al fin.
Sentado en medio de sus arqueologías, D miró a la punta encendida del cigarro.
«Pero él no me ha contado qué busca.»
Así que empecé por lo del chivo en el apartamento.
«Muchas de esas cosas las robó antes de que les llegara la hora del derrumbe»,
dijo mi tutor a la salida.
«Que no se enteren en la facultad», me advirtió del libro.
Era un volumen mecanuscrito de unas trescientas páginas. Su autor, el entonces
profesor D, lo había titulado Tratado breve de estática milagrosa.
Me preocupé de llegar a la próxima cita con una hora de antelación. Sin ser visto,
espié los movimientos de mi tutor en la estación de trenes. Lo acompañaba el mismo
tipo que había venido a recoger unas semanas antes y el tipo le entregaba algo que
supuse dinero. Mi tutor lo tomó, se despidió de él y fue hasta su auto. Allí buscó un
cuaderno donde escribió durante un rato. Y cuando el tren salió de la estación fue a
sentarse en un banco, decidido a esperarme.
Sin embargo, toda mi prevención de llegar antes y espiar fue desarmada, porque
él reconoció que le alquilaba un cuarto de su casa a aquel hombre. Ambos tenían una
relación de negocios, no había ningún misterio. Estiró las piernas como si le llegara
una felicidad repentina y preguntó por mi lectura del tratado.
Yo había encontrado en aquel libro un término que podía serme útil.
«Escribes tugurización en tu tesis», anunció mi tutor, «y…».
La gente podía copar un edificio hasta hacerlo caer. Se hacían un espacio donde
no parecía haber más, empujaban hasta meter sus vidas. Y tanto intento de vivir
terminaba casi siempre en lo contrario.
A nuestro alrededor se abrazaban y despedían, se ayudaban con sus bultos.
Y estaba, por otra parte, el empeño de esos edificios en no caer, en no volverse
ruinas. De modo que la perseverancia de toda una ciudad podía entenderse como
lucha entre tugurización y estática milagrosa.
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Llegó otro tren repleto.
Pero si lo que yo quería era conseguir mi título de urbanista, no había oído hablar
de nada de eso, porque un jurado de la facultad no querría saber de derrumbes. La
ciudad tenía los mismos bordes fijos, no daba seña ninguna de extenderse. Donde
caía una edificación no levantaban otra. Salíamos del derrumbe del modo más barato,
con la construcción de un parque, de un espacio vacío. Las parejas hallaban los
rincones que podían, las mujeres quedaban preñadas en aquellas citas, las salas de
maternidad se repletaban, los muertos demoraban en morirse…
Mi tutor y yo veíamos cómo se vaciaba otra vez la terminal de trenes, cómo
arribaban a la ciudad oleadas de tugures.
Una semana más tarde recibí la visita del profesor D. Iban a publicarle su libro y
venía a buscarlo, y esta esperanza hizo que se extendiera a hablar de proyectos.
Encendía con un cigarro el inicio de otro y conversaba de los libros que vendrían.
Prometió que esperaría a mi graduación para sumarme a sus investigaciones, quería
también que mi tutor entrara en ellas. Habló de formar un equipo de trabajo como el
que había tenido alguna vez. Luego, sin causa aparente, se desanimó, dejó de hacer
planes, y descreyó incluso de la publicación prometida.
Fue entonces que le oí hablar de los tugures. El cigarro en la boca o lo sombrío de
su ánimo impedía a veces entender sus palabras, pero aquí está lo que alcancé:
Los más viejos edificios de la ciudad llamaban la atención de los tugures. No
pasaba mucho tiempo hasta que un primer tugur se iba a vivir al edificio merodeado.
Ese primero conseguía traer a otros y poco a poco lo llenaba todo con su gente.
Reunidos en el edificio (mientras más alto mejor y mejor todavía mientras más
soberbio), sacaban de una habitación chiquita cuatro habitaciones, de un piso hacían
dos. Horadaban las paredes para meter las vigas de sus barbacoas. Y parían sin piedad
las mujeres tugures, y llamaban cada vez a parientes más lejanos.
Cada noche al acostarse, dejaban caer sus cabezas en la almohada con deseos de
dar el último golpe sobre la tierra. Buscaban el derrumbe por todos los medios. Y no
para morir, pues un tugur legítimo propiciaba la caída de un edificio sin que se le
posara encima ni el polvo de un ladrillo. Sus triunfos consistían en regresar a casa y
no encontrarla en pie. Había que verlos entonces entre quienes de verdad sufrían,
haciéndose contar, con la más hipócrita de las expresiones en la cara, cada uno de los
pormenores del desastre.
«¿Para qué?»
D no pareció entenderme.
«¿Para qué echan abajo los edificios?», concreté mi pregunta.
«Son de sombra ligera, tienen sangre de nómadas», me dijo. «Y es duro ser así en
una isla pequeña.»
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«Piensa en que el horizonte se alcanza enseguida. Das dos pasos, llegas a la costa,
y todas las promesas que te fue ron hechas como nómada resultan nada. Lo que la
sangre te dicta en cada anochecer es cuento de camino si la tierra no sigue.»
«Pero si no puedes salir, entonces entra», recomendó. «Quieto no vas a quedarte.»
Su entusiasmo había vuelto a la carga.
«Cuando no encuentras tierra nueva, cuando estás cercado, puede quedarte
todavía un recurso: sacar a relucir la que está debajo de lo construido. Excavar,
caminar en lo vertical. Buscar la conexión de la isla con el continente, la clave del
horizonte.»
Encendió el último cigarro que le quedaba. Hicimos silencio durante unos
minutos.
«Nada es como que se derrumbe el edificio donde vives», soltó.
«Si tu casa se viene abajo, te queda todavía la propiedad sobre la tierra. Te queda
tu rincón y puedes empezar de nuevo.»
Miró el estado de mi apartamento y pareció encontrarlo demasiado sólido.
«Pero cuando cae el edificio donde has vivido toda tu vida», agregó, «descubres
que hasta entonces no has tenido más que aire, más que el poder de flotar
inconscientemente a cierta altura del suelo. Y perdido ese privilegio, ya no te queda
nada».
Consumió su cigarro hasta que labios y mejillas no pudieron sacarle más humo.
«Entonces las circunstancias hacen de ti un tugur», fue lo último que dijo, y una o
dos horas antes del amanecer se marchó.
«¿Tienes contigo el tratado?», tuvo que repetirme esa misma tarde la voz de mi tutor
en el teléfono.
Miré el reloj sin ver la hora, me aclaré la garganta para decirle que el libro ya
estaba devuelto.
«D vino anoche y hablamos toda la madrugada… Me acabo de despertar ahora
mismo.»
«Discúlpame, pero esta mañana D murió en un derrumbe.»
Eran casi las cinco de la tarde.
«Le cayó encima el techo de su casa.»
Prometí que estaría en el apartamento de mi tutor cuanto antes. Y todavía sin
recuperarme de la noticia, recordé a aquellos tipos que desmontaban madera de un
apuntalamiento y clavaban encima del techo de D.
Había sido el único en morir.
«Le construyeron una barbacoa encima.»
«Más bien parece un suicidio», dijo lleno de calma mi tutor. El edificio estaba
declarado inhabitable y él quiso correr el riesgo de seguir adentro.
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«Hablé con su ex mujer en el reconocimiento del cadáver. Será mejor no remover
las cosas.»
Ex mujer, ex profesor… Ya estaba de lleno en el tiempo que parecía
corresponderle.
«Voy a hacer un café», consideró mi tutor.
Yo me fui al baño. Algo que no sabría explicar, una sospecha, hizo que empujara
otra puerta, y entrar a la habitación del final del pasillo fue como entrar a otra casa.
El piso había sido levantado y era apenas de cemento sin frotar. En una esquina se
alzaba un horno hasta la altura del techo y en otra quedaba la vieja mesa de dibujo de
cuando mi tutor era estudiante. Al avanzar, con cuidado de no hacer ruido alguno,
una cuerda rodeó mi cuello.
Tendida de pared a pared, colgaban de ella papeles humedecidos que la oscuridad
me dejó reconocer como billetes. Junto al horno encontré una maleta llena de
monedas como la que yo había sacado del cuenco. Hechas de la misma aspereza del
piso de la habitación, habrían salido de aquel horno. Mi tutor alquilaba el cuarto al
hombre de la terminal no precisamente como dormitorio.
Oí ruidos de afuera y sólo tuve tiempo para guardarme unas monedas. Los billetes
húmedos, raros también seguramente, quedaron en la tendedera.
«Fue una trampa lo del libro», dijo mi tutor al entregarme la taza.
Si le habían prometido publicárselo, quienquiera que le hubiera hecho tal promesa
quería el libro hundido en el derrumbe, debajo de los escombros, sepultado.
Razonaba ahora con las razones de su amigo muerto.
«Quiero mostrarte algo», me indicó en voz baja.
Metí una mano en el bolsillo y palpé las monedas robadas. En un estante de
libros, junto al extraño plano del cólera, él guardaba un cuaderno de lomo de tela. Le
puso un dedo encima y estuve a punto de creer que el estante se abriría a un corredor
secreto.
«Si algo pasara», me confió, «aquí están mis notas de lecturas. Es lo único que
queda de ese libro».
«¿Qué puede pasar?», pregunté con sonrisa poco verosímil.
El viejo profesor expulsó todo el aire de sus pulmones.
«Un accidente cualquiera.»
Se sirvió otra taza de café, como nunca acostumbraba.
«No lo sabía», me dijo. «Cuando te llevé allá, quiero decir. Cuando te lo puse en
las manos.»
Pregunté qué era lo que no sabía entonces.
«Los que han estado cerca de ese libro han terminado mal», dijo.
Enumeró personas y accidentes. Todo el equipo del profesor D había encontrado
finales poco halagüeños. Pero hasta hace unas horas el autor de aquel libro vivía y lo
ocurrido podía tomarse como una cadena de casualidades.
«Ahora quedamos tú y yo.»
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El asesinato perfecto derrumbaba, con el muerto, la escena del crimen.
«Perdóname.»
Pregunté qué debía hacer con esas notas en caso de que sucediera algo.
«Salvarte», ordenó mi tutor.
En la calle, a la luz de la tarde, revisé las monedas. «A mí me ronca arriba»,
estaba inscripto en una de sus caras. «A mí me ronca abajo», se leía al voltearlas.
De noche, cuando el derrumbe dejó de ser atendido por curiosos, estuve allí. Un perro
daba vueltas y se coló entre los escombros, en busca de algo. Después alguien silbó,
unos pedazos de pared se removieron, y el perro salió del túnel que había excavado.
Al fondo, como en esos juguetes de niñas a los que se les abren las fachadas, la única
pared en pie conservaba los rótulos de calles del profesor D. Y me acordé del título
de un libro que él planeaba escribir: Un arte de hacer ruinas. Entre volverse un tugur
o ser un muerto, había elegido lo segundo.
Después de la muerte de D, lo primero que hacía cada mañana era asegurarme de
que mi tutor se encontraba sano y salvo. La tesis avanzaba lentamente y la puerta de
la habitación del fondo no volvió a estar abierta. Una tarde en que estuve solo en el
estudio, mientras hojeaba el cuaderno de lomo de tela, vi reflejado al huésped de la
habitación del fondo en un cristal y, al volverme, no lo encontré ya.
A la siguiente mañana nadie levantaba el teléfono de aquella casa. Hallaron a mi
tutor sentado en una de las butacas de su estudio, muerto. La luz entraba por las
ventanas como hacía mucho tiempo. En la biblioteca faltaba el cuaderno y la
habitación del fondo guardaba solamente una mesa de dibujo. Ni rastro del horno y la
tendedera de billetes falsos.
«Infarto del miocardio», dictaminó el forense.
La muerte parecía haberlo encontrado en su butaca mientras reposaba. No se le
había desplomado el techo encima y no se percibían señales de violencia en el
cadáver. Tenía puestas sus gafas de leer sin libro alguno a mano, hojeaba seguramente
el cuaderno robado.
«Salvarte», me había aconsejado.
Yo guardaba en un bolsillo las únicas pruebas del extraño trabajo clandestino en
la habitación del fondo, y no tenía claro qué participación había sido la de mi tutor en
ello.
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allá en paseos inútiles. Por lo nimio de sus ocupaciones sospeché que esperaba la
hora de una cita.
Ya de noche lo seguí por una avenida sin iluminar. Los árboles hacían más oscuro
el sitio y él se detuvo ante la boca de un túnel que debía ser refugio antiaéreo. Miró
hacia todos lados sin conseguir verme, abrió una reja y entró.
Un auto iluminó por un instante el sitio y estuve a punto de convencerme de que
nada era real, ni la reja sin cierre en la boca de un túnel, ni la pared de piedra detrás
de los árboles. Yo seguía a un desconocido sin saber bien para qué.
Dentro del túnel, demoré en descubrir claridad suficiente. Abrí una cuchilla que
llevaba conmigo y traté en vano de escuchar pasos. La poca altura obligaba a avanzar
encorvado. Pronto el piso se volvió de cemento y llegué a la intersección con otro
túnel completamente a oscuras, de diámetro más grande.
Unos tablones de madera indicaban la continuación del camino, por el suelo
corrían hilos de agua.
«Un ramal del metro que no será», me dije.
Aumentó la pendiente, el cemento rugoso se agarraba a las suelas de los zapatos.
Me pareció escuchar pasos, me detuve, pero al silencio que hice no lo interrumpió
nada. La iluminación empezó a ser brillante y descubrí que el camino desembocaba
en una gran luz. Debía tratarse de otra intersección, esta vez iluminada. Cuando un
brazo me detuvo, dejé caer la cuchilla.
Detrás de los barrotes de una de las paredes, una mujer me extendía su brazo.
Miré el tinte encendido de su pelo, la cuchilla en el piso y la luz del final, más allá de
la cual no parecía haber nada.
«A mí me ronca arriba», pronunció con la mano extendida.
Apilaba monedas como las que yo guardaba en mi bolsillo. Hizo un gesto de
impaciencia y lo aplaqué, dejé una de esas extrañas monedas en su mano.
«A mí me ronca arriba», repitió sin dejarme pasar.
«A mí me ronca abajo», completé la contraseña.
Si a tantos metros bajo tierra se abría una taquilla, el espectáculo que me esperaba
tendría que ser muy raro. Di un paso atrás y la cuchilla ya no se encontraba. Al final
del túnel la luz brillaba más que en un día soleado. El espacio, una vez que se entraba
a tanta claridad, era enorme. Reflectores dispuestos en el techo no permitían imaginar
que existiera techo alguno. Un cielo de playa, de radiante verano, se abría sobre mi
cabeza.
Pocas cosas ocupaban ese espacio que parecía no tener fin. No se veía a nadie y la
desolación de tan gran lugar no invitaba a avanzar. Sería tan aburrido como recorrer
un sol. Luego percibí unas líneas, un plano de ciudad trazado a escala natural. Y no
demoré en ver, aquí y allá, distantes unas de otras, algunas edificaciones. El
entendimiento, lo mismo que la vista en medio de tanta luz, se abriría poco a poco a
certidumbres que prefería no tener. Así que intenté el regreso.
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Pero me fue imposible hallar salida. Había llegado a una ciudad de pesadilla y no
sabía despertarme. Saqué las monedas en espera de algo que no ocurrió y me acordé,
sin razón, de la esquina de Cuba y Lamparilla. O con no menos razón que la de estar
en aquel sitio bajo tierra.
De no salir inmediatamente, tendría que reconocer que allí existía una ciudad muy
parecida a la de arriba. Tan parecida que habría sido planeada por quienes
propiciaban los derrumbes. Y frente a un edificio al que faltaba una de sus paredes,
comprendí que esa pared, en pie aún en el mundo de arriba, no demoraría en llegarle.
Se trataba del edificio del profesor D levantado de nuevo. Yo tendría que cruzar
su entrada y buscar la puerta que contenía una puerta más pequeña, tendría que
cerciorarme de que era en todo igual. Sólo así, más entrampado aún que al atravesar
una taquilla y meterme en tan gran luz, habría llegado a Tuguria, la ciudad hundida,
donde todo se conservaba como en la memoria.
«Mi pensamiento está muy lejos, en la soledad de Bethmoora, cuyas puertas baten
en el silencio, golpean y crujen en el viento, pero nadie las oye. Son de cobre verde,
muy bellas, pero nadie las ve. El viento del desierto vierte arena en sus goznes, pero
nadie llega a suavizarlos. Ningún centinela vigila las almenadas murallas de
Bethmoora, ningún enemigo las asalta. No hay luces en sus casas ni pisadas en sus
calles. Está muerta y sola más allá de los montes, y yo quisiera ver de nuevo a
Bethmoora pero no me atrevo.»
Le escuché muchas veces a mi abuelo esta frase. Aprendí sus palabras sin
comprenderlas del todo, sin saber si aludían a una ciudad real o imaginaria. Y como
ocurre con tantas citas de la memoria, su momento definitivo le llegó tiempo después,
inesperadamente.
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No hay regreso para Johnny
David Mitrani
Aquí estar yo, ¿qué querer ustedes?, nos ha desafiado el gigante. Huevi y yo nos
miramos sorprendidos, asustados, escépticos. No es el mismo. Se asemeja pero no es
el mismo. A mucho estirar le llega al pecho mi depilada testa, y Huevi, algo más
corpulento que yo, es un fleco de borlas comparado con el descomunal rubio de las
huestes norteñas. Antes nos pareció un hombre de talla mediana, de fuerza mediana,
de cólera mediana, y ahora ha evolucionado a pivot de la NBA, con la caja torácica
dilatada, queriendo zafar los botones de la camisa, señalándonos con un dedo grueso
como palo de escoba. Se ha convertido en un guerrero de la edad media, con
músculos curtidos por innumerables batallas, con parsimonia de veterano gladiador.
No es el mismo. Doscientas libras y pico distribuidas mayormente en el tren superior,
un temible melón con patas que antes parecía derrotable por cualquiera de nosotros, y
ahora verificamos que ni siquiera cayéndole juntos nos bastamos para arañarlo, que
una trompada suya, asestada sobre nuestros pómulos, provocaría hematomas,
derrames, consultas con el oculista, burlas, remordimientos.
Hace un rato —balbucea Huevi—, usted maltrató a un amigo nuestro. ¡Ah!,
amigo suyo, ¿no? —ironiza el pivot, sobrevalora sus fuerzas, se arrasca la nuca,
contrae intencionalmente el bíceps derecho, saborea el temblor vocal de mi amigo, y
agrega: A mí eso importarme una pinga. Nos impresiona que, pese al acento inglés,
domine la semiótica del arrabal, la secular jerga asere; que parado ahí, acechando
desde el umbral de cemento, apriete las patas delanteras, y adopte postura de
imponente gorila. Nos impresiona que no tiemble una sola de sus facciones, que sólo
haya abierto las aletas de la nariz y los ojos azules, y que, mostrando desprecio hacia
nosotros, simples mortales antillanos, haya puesto boca de pez.
Con Lila yo pasarla bien, gozar de verdad. Negrita buena, bonita. Mujeres cubanas no
ser igual que las nuestras. Las nuestras mezcla con saxons, fríos, tiesos… y acá,
cubanas, mezcla con españoles, árabes, africanos. You are different, yes. Lila camina,
baila, mover cin-tu-ra, manos: Celia Cruz, yes, Celia Cruz. Ustedes ignoran eso
porque están dentro y no darse cuenta. A Cuba, falta money, a lot of money. If I had…
eh… Si yo tengo money, hacer tiendas, muchas, and hotels en playas, muchos, and…
ustedes ver pros-pe-ri-dad. Esto es país lindo, de gente linda and hot, I mean… fuego,
yes, caliente. Yo algún día veo gran cosa aquí. Nosotros, I mean, mis amigos, creo en
lo futuro ser buen país esto. Cada vez yo vengo a Cuba, traigo ropas para ustedes,
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para niños, porque allá sobrar. Personas echan en basura algo que ustedes pueden
usar. Allá preguntan a mí ¿servir esto a cubanos, Johnny? Yes, yes, yo decir,
everything, todo servir. Siempre sueño venir a esta isla. Mi abuelo estar en La Habana
en mil-ocho-cientos-noventa-ocho, con ejército nuestro, and… siempre hablarme de
acá. Como yo ser niño, imagine, yes… imagino jugar con soldaditos, carritos, que yo
vengo a combatir contra españoles. Yo tengo risa hoy, antes no, era una ob-se-sión.
Después yo crezco, estudio historia de ustedes, saber de Maceo, the battles… eh… los
mujeres que él tiene, los hijos… Ése ser el más grande de Cuba. Tiene valor, y ser
hombre fuerte, muy fuerte.
¡Ay, mamá, claro que es igual que con un cubano! Existen detalles. Por ejemplo, él
siempre habla en inglés pero a veces lo hace en español, sobre todo ciertas palabras…
Tú sabes, las que a una se le escapan cuando está volá. Sí, vieja, ¿no me digas que tú
no las decías con papi? Bueno, esas mismas, las grita, con acento, claro, pero con una
fuerza que llega a gustarme más que si las dijera un cubano. Tampoco imagines que
todo es color de rosas. A veces se manda una peste en los sobacos, de dios me libre
con dios me ampare. Al principio ni muerta se lo confesaba, pero ahora, sin pena
ninguna le digo: Juega agua, papi. Y él, pobrecito, se va derecho al baño sin decir ni
pío. ¿Y tú crees que se le quita? ¡Qué va! Siempre le queda un tufito, muy leve, pero
más molesto que el de un baño público. Sin embargo los europeos son peores. ¿Qué
si sí? Jean Pierre se mandaba un grajo. Menos mal que nuestra relación duró sólo dos
semanas. Gato al agua, aquel francés. Entraba al baño, se afeitaba, se echaba
desodorante, perfume, y ya se creía limpio. Para mí que no tenía olfato. Cuando
estaba con él, sí, en la pisadera, vieja, me entraban unos mareos y unas ganas de
vomitar. También se le ocurrían cada cosas. Si veía, vamos a suponer, a un hombre
pidiendo para San Lázaro, se acercaba a él y se ponía a conversar como si estuviera
hablando con el historiador de la ciudad. ¿Sería comemierda, anormal, o qué? Johnny
no. Tú lo has visto. Es parecido a nosotros en el sentido del humor y en la forma de
comportarse. Lo mismo hace un cuento de Pepito, que baila casino, como el día de la
fiestesita, ¿te acuerdas? Aunque, de verdad, verdad, una no llega a sentir la misma
conexión que con un cubano. Con mis primeros novios yo conversaba muchísimo,
sobre cualquier bobería: de las fajazones en el barrio, de la shopping, de la telenovela
brasileña… Pero a partir de que me empaté con el primer yuma, empecé a aburrirme
porque hablan mierdas cantidad. Encontrarme con Johnny ha sido, en parte, una
suerte. Él no es lindo. Una, guiada por las películas que ve, piensa que el yuma del
ligue tiene que parecerse a los protagonistas, y olvida que en el mundo, ya sea en
Cuba o en el yanki, hay tonga de calvos, dentusos, orejones. Tú dices que Johnny se
parece al hombre lobo, es tu opinión. Nunca has tenido buen gusto. El único defecto
que le veo son las piernas. El otro día estaba en cueros, peinándose frente a la luna de
la cómoda, de espaldas a mí, y pude vacilarlo sin que lo notara. Tiene músculos por
La pegada que carga en ambas manos está garantizada. Con la víctima reciente ha
hecho de las suyas, tal vez por eso su mano izquierda parezca el guante de un
cirujano lleno de aire, o más bien, la ubre de una vaca Holstein. Porque flageló a sus
anchas el semblante del anterior oponente, porque, insensible al dolor, sació
totalmente su furia, la dejó salir de su cuerpo como un fluido más, como si el río
sanguíneo: hirviente, tempestivo, drenara en forma de puños contra el quejoso
borracho. Hasta que llegaron los vecinos y lo rodearon y el yuma se dio a la fuga
porque algo grave iba a ocurrir. Después, asistido por los espectadores, el apaleado se
incorporó, subió a su camión y terminamos el viaje. En medio de un animado grupo
que vino a recibirlo, descendió finalmente el colchón en casa de la prometida de
Huevi. Antes de perderse de nuestra vista, antes de acelerar el vehículo, el camionero
nos había conmovido cuando molesto por nuestra pasividad nos acusó de cobardes,
llamándonos pencos, ratones, pendejos; nos acusó de apóstatas, de pro-
norteamericanos, llamándonos guatacas, hueleculos. Salimos, entonces, a la captura
del fugitivo norteño. Fue difícil encontrar su madriguera. Primero regresamos al lugar
de los hechos pero nadie supo de él. Los vecinos, suponiendo estrechos nexos entre el
camionero y nosotros, nos encuestaron con sincera preocupación. Va mejorando, los
tranquilizó Huevi. Rastreamos Habana Vieja y Centro Habana, indagando,
enfrentando miradas desconfiadas, respuestas inútiles, evasivas. Casi nos damos por
derrotados antes de investigar en Diez de Octubre, y bueno, hallamos este tallercito
cercano a la esquina de Toyo donde divisamos el Chevrolet azul del cincuenta y siete
con su puerta abollada, y supimos que habíamos encontrado al yuma. Estamos
agotados por el viaje. Desde las diez de la mañana hasta las cinco de la tarde,
cabalgando en una bicicleta china, pedaleando urgidos de venganza, turnándonos el
pedaleo y la parrilla, porque Huevi ya no es el de antes, que no se cansaba, ahora,
después que una horda de parásitos tapizó su intestino, está más débil y teme
constantemente que la poderosa válvula anal ceda ante el empuje de la osmótica
diarrea. La idea no ha sido feliz, me enrolé equivocado en este barco, porque yo iba
hacia un territorio menos conflictivo, a ver a mi abuelita, cuando Huevi, lobo feroz,
me interceptó, rogó que lo ayudara, que el colchón lo disfrutarían él y su novia
después de la boda, que yo sería testigo, que me bebería una cuantas cervezas gratis.
Con tales argumentos no pude negarme. La misión era trasladarlo a casa de sus
suegros y para ello había que hallar el transporte adecuado. En la Virgen del Camino,
Este Chevrolet, así, costar mucho dinero allá, lo que yo pedir. Con piezas originales y
no tiene nunca choque, vale mucho. Cuando yo abro y veo motor brillante, it looks
wonderful, then yo querer alquilarlo porque siento bien manejar auto viejo, porque yo
estoy en otro tiempo, ir para atrás, yo pongo música: Nat King Colé, Frank Sinatra,
even Elvis Presley… and then, eh… sueño, amigo, sueño. Así gusta a mí la vida.
Hoteles, piscinas, restaurants son shit, mierda. Mejor entre ustedes, tomo ron, como
chicharrones, juego dominó, y Lila conmigo siempre para dar besitos. Ustedes no
saben que ser felices. Mi país no es humano, sino máquina, no amar, sino piensa en
dinero. Ustedes ser so-cia-bles. Allá no. Gente decir: calor entrar en el alma igual que
frío. It’s bull shit. No es cierto. Calor no es sol, no aire, no mar, no playa, no ron.
¿Entienden? It’s culture, yes, cul-tura, rumba, idioma, mezcla pieles, religiones, ¡yes!,
mezcla como sustancias, y reaccionar y surgir calor. No sé decir en español. ¿Exo-ter-
mis-mo? ¿No? También calor viene de ustedes, de risa, de cuentos.
No creo que lo haga. El yuma debe esperar a que seamos nosotros quienes ataquemos
aunque yo, por mi parte, aguarde a que sea Huevi quien tome la iniciativa. El
mecánico ha encendido la antorcha, el acetileno brota inflamado, complejo de ángel
le ha entrado a este mulato que cuida su negocio como el hortelano a las flores, que
mantiene distancia de advertencia. Antes nos ha amenazado, si había problemas no
los iba a tolerar, y arrimó la llama a mi rostro, quemándome casi. Sé lo que se traen
pero si arman bronca voy a intervenir, concluyó. Huevi había prometido que no. Sólo
quería que el tipo se disculpara. Lo mismo me había prometido antes, hace unas
horas, cuando el borracho lo insultó y él lo conminó a bajar del camión. No te fajes
Huevi —le aconsejé—, recoge el colchón y lo llevamos caminando, ya estamos
cerca, asere. Mi amigo se disponía a entender cuando el camionero abandonó en son
de guerra su asiento y vino hacia nosotros. Ora manoteaba a la altura de la barbilla de
Mira, hija, no es para ponerse brava. Verdad que Johnny ha sido muy bueno con
nosotras, con Tato, con la familia en general, y también con los del barrio. Pero hay
que entender a la gente. Cuando tú saliste de la casa, lo peor había pasado, no viste
nada. Aquel hombre ni se defendía. Verdad que estaba borracho como una cuba pero
¿quién hoy no se emborracha? Tu primo Tato lo hace diariamente ¿y por eso merece
una paliza? Sabes que no. Tu novio es muy impulsivo, mi hija. Salió como una fiera a
comerse al pobre hombre. Comprendo la obsesión que tiene con ese carro, que desde
que lo vio le cayó al dueño con la picuita y hasta que no se lo alquilaron no estuvo
tranquilo. Siempre fregándolo, pasándole el trapo como si fuera de él, y buscando la
mejor música para su cacharrito. A mí también me hubiera gustado tener uno así, me
recuerda al que tenía tu abuelo, aunque el del viejo era un Ford que vendió antes de
morir… Cuando vi que el camión aquel dobló como un cohete la esquina, me
horroricé, cerré los ojos, y ya cuando los abrí, había chocado. Jamás pensé que
Johnny se fuera a las manos con el camionero, no había razón para tanta agresividad.
Lo mejor que puedes hacer, mi hijita, es arreglarte con la gente. Llama a cada uno de
los vecinos, discúlpate con ellos. ¿Qué tú querías que hicieran? Si al menos Johnny se
hubiera contentado con los portazos, pero no, tuvo que bajar al infeliz, agarrarlo por
el pescuezo y caerle a piñazos. Bastante aguantó la gente, Lilita. Si demoras un poco
Lo quiero, mami. Sí, no te rías. ¿Piensas que, porque me burlo de él, no lo quiero?
Me ha hecho persona. Antes, cuando estaba en el Pre, las blanquitas me miraban por
en cima del hombro y me acomplejaban. Tú las veías moviendo el pelo, hablando de
que si tal champú daba caspa, de que si tenían que ir a la playa a solearse, de que si
tal bronceado!… Me acomplejaban. ¿Y en doce grado? Peor. Éramos tres negritas,
Nelsa, Katiuska, y yo, y había dos mulatas de pelo bueno que no se juntaban con
nosotras. Las tres éramos igualiticas, tímidas a más no poder… En otras aulas no
pasaba igual, las negras formaban sus grupos y se la pasaban bonchando a las
blanquitas y las berreaban con facilidad… ¡La vida hubiera dado por estar en aquellas
otras aulas! Cuando me embullaste a que empezara la Universidad creí que mejoraría.
La cultura ayuda mucho, pensé. Pero ¡qué va! Las únicas negras, como digo yo, de
pura cepa, éramos una congolesa, que ni recuerdo cómo se llamaba, y yo. Para colmo,
aquella muchacha se pegó a mí como una ladilla. Tú has visto esos perritos callejeros
que de pronto empiezan a perseguirte y a mover el rabito y se quieren hacer tuyos a la
tuerza. Bueno, era igual. Yo quería cortar con ella pero se sentaba a mi lado en las
conferencias y después también en las clases prácticas. Te darás cuenta cómo me
sentí cuando la gente empezó a llamarnos las congolesas. Mi peor deseo realizado.
Encima el solar distrayéndome, sacándome de paso. La propia Nelsa se dedicó al
bisne, y me daba envidia que se echara arriba buena ropa y yo con aquel vestido
verde, ¿te acuerdas? Y los tenis negros llenos de etiquetas tapando los huecos, ¿qué
parecería cuando entraba a la facultad? No, mami, tú no tenías culpa. Nunca te he
Huevi ha demostrado que tiene huevos tan desmesurados como los de Maceo. Yo no,
yo, mientras él avanza, he ido retrasándome precavidamente, y será porque mis
huevos son de tamaño normal, y porque pienso que, total, la idea fue de Huevi, y que
él debe llevarla a cabo. Aun así me aflige que mi amigo avance hacia nuestro
adversario solitariamente, y que el mecánico, neutral hasta hace un rato, se apreste a
cortarle el paso con la flamígera arma, mientras yo, penquísimo, siento fatiga por una
insólita hipotensión, una reacción vagal diría el médico, fatiguita dirían los socios del
barrio, pendejitis aguda diría mi papá. Se nublan los personajes, y a la vez me da
lástima que el Huevón, como le decíamos en el Pre, sea tan valiente que ni siquiera
me obligue a imitarlo. Y me adelanto llave en mano —vikingo blandiendo su maza,
mordiéndose la lengua, afeando los rasgos— hacia el temible melón con patas, el
aberrado amante del Chevrolet. El yanki me observa, abre los ojos conmovido, como
si fuera yo la pequeña copia de Frankenstein, y abre también las manos y las alza en
señal de rendición, y dice: Okay, I give up, qué querer ustedes. El mecánico se aparta.
Maestro, yo soy hombre a todas. ¿Tú no te has fijado en la guampara que tengo en mi
camión? Tiene un filo que al que me cuquée mucho, no digas tú la mano, hasta la
cabeza le arranco. Jamás me meto con nadie pero quien me busca me encuentra, y
dios ampare a quien me haga una mierda porque no perdono. ¿Te acuerdas de aquel
mulato que me jorobó el dedo que hasta yeso hubo que ponerme después? Por poco
lo mato. Lo que pasó es que luego vino y se disculpó, que había sido sin querer, y lo
perdoné porque está casado con una media prima mía y tiene un chama de dos años, y
a mí a los chamas no me gusta dejarlos huérfanos. De todas maneras el dedo me sanó
y la mano quedó como nueva. Todavía es y cuando me acuerdo de aquello hay que
aguantarme. Como el otro día que después de darme unos tragos fui a buscarlo a su
casa y le salvó que no estaba porque si no, hoy, ya estuviera enterrado. Yo soy
peligroso, maestro. Tú ves que estoy lleno de magulladuras, bueno, es porque no le
paso una a nadie. La última vez me di tremenda enredá con un yuma. El tipo, porque
le choqué el Chevrolet, cogió un vértigo, y a querer coger mango bajito conmigo. Si
Mami, lo hemos defraudado. Imagínate, la gente que él tanto quería se puso de parte
de aquel borracho que ni agradeció nada ni un carajo. Ayer lo noté muy triste, no
quiso ni entrar a la cuadra, me dejó en el parque de la terminal y me dijo: Nos vemos
aquí, mañana. Habíamos almorzado juntos y me había dicho que se iba dentro de una
semana y que no pensaba volver. Está decepcionado. No lo ha dicho con esas
palabras pero me doy cuenta. Si se va no vuelve, mami. La tapa al pomo se la
pusieron los dos que salieron a buscarlo. Johnny estaba hecho un manojo de nervios
cuando me lo contó. Dos delincuentes, mami, con cabillas y cuchillos, por poco lo
matan, suerte que un hombre salió y lo defendió porque si no… Los cuatrocientos
fulas que me iba a dejar para el televisor tuyo se jodieron, mami, se los tuvo que dar a
los delincuentes. Pero no te preocupes, mañana busco al irlandés que ayer me
presentó Nelsa y en menos de un mes tú estás viendo la telenovela en colores.
El mecánico observa pacífico el canje: perdón por dinero. Nos retiramos. Miramos
por última vez al yuma. Caminamos en silencio sin creer que lo hayamos logrado,
regresamos a la Habana Vieja, hablamos del asunto por primera vez. Se admira de mi
valor Huevi. Yo estaba cagado, confiesa. Se arratonó gracias a ti, agrega. Eres un
pingúo, grita. No hago comentarios. Lo invito a tomar cervezas. Los hombres como
tú, así, de poco hablar, son los más valerosos, se franquea conmigo. Yo soy
penquísimo, se autocritica. Tomamos cerveza, nos dividimos el dinero discretamente
sentados en la mesa que está pegada a la pared. Temblando de emoción mis manos
capturan el botín. ¿Por fin te operaron alguna vez del agua en los huevos?, le
pregunto. Responde que sí, claro, pero los huevos no variaron su tamaño. ¿No te
molestan?, vuelvo a interrogarlo. Jamás me he sentado arriba de ellos, contesta serio.
Parecían mameyes cuando estábamos en la beca, rememoro. Me han dado tremenda
suerte con las jevas, se defiende. Pensarán que tienes más leche que nadie, comento.
No creo que sea eso, ¿no te gustan a ti las tetas grandes? Río y bebo un trago largo.
Muchas cosas son ahora un espacio negro en mi memoria. Pero había el mar, el
camino oloroso y la galera, ¿de Cartago?; y aquel muchacho tan parecido a mí (mi
amigo, creo), con su amante, aquella muchacha cuyos ojos hablaban de deseos y de
cosas que yo no conocía entonces… ¿O era yo el amante, y el muchacho el que
vibraba al recibir en su boca el mínimo seno salado de la mujer?
Pero yo pudiera también haber sido la amante. Y probablemente veníamos del
occidente los tres, ¿de Roma, de la Galia, de algún confín del futuro: del reino de
Castilla, de la República Socialista de Cuba?… ¿O veníamos del pasado, mis dos
muchachos trigueños, de sedosos embriones de rosas entre mis labios; la muchacha
que una noche de luna me enseñaba, regalaba el primer bocado de un seno hecho
justamente para mis labios de adolescente, casi de muchacha, detrás de una caja de
sal?
Yo venía huyendo: la muchacha y su amante, y también el otro, veníamos
escapando: ¿de qué, de quién, desde dónde y hacia dónde? Yo venía, iba, regresaba
huyendo, y había olor a mar, y por supuesto un mar, y un puerto desde donde zarpar,
y una galera, un velero, un inmenso barco de vapor para zarpar.
Nadie puede ahora precisar las circunstancias de esta historia. Los tres huíamos,
es todo lo que puede saberse. Pero el punto de partida era seguramente una aldea
irrespirable, y habíamos echado la suerte a la vastedad del mar.
Yo era amigo del amante, y no deseaba SU muchacha, pero nunca había deseado
a nadie como a esa muchacha. Y allá en aquella aldea detestable yo solía espiarlos
cuando él se bamboleaba como un barco hecho a la mar entre sus piernas.
¿Pero acaso no era yo la muchacha? ¿Y quién espiaba a quién?… A veces yo
sentía pena de verlos mirándonos, pero era tan agradable esa visión a lo lejos, casi
asustado… Y entonces yo tendía a mi amante sobre la hierba y me le sentaba encima
hasta llenarme, y le ofrecía a él (al muchacho), la vista de mis senos erguidos como
promesas que palpitan.
(Ah, dioses, ¿no era así como palpitaban aquellas uvas en los racimos cruzados
sobre el lomo de una mula que un campesino conducía al mercado desde un viñedo
de la aldea?)
Marzo de 1997
Ni tú ni la luna, Diana, sino este infierno donde me hundo frente a un barman. Pedí
otro trago y fui metiendo en el vaso la ciudad, las putas, los poetas, borrachos, locos,
comunistas, disidentes, niños y viejos; los removí a conciencia, con rabia, y sorbí ese
coctel visceral y patriótico que me condujo a lugar inconfesado con sospechoso
cartelito de Toilette y que no era baño ni nada sino el meadero del sucio bar y mis
pies comenzaron a nadar en orine y vomité a aquella caterva de gentes que me había
bebido.
Los vomité despacio, primero a ellos y luego a toda la patria. Y ahora me siento
mejor, más rabioso y más solo.
La ciudad y tú, Diana. La ciudad fundada por el Adelantado antes de que Dios
fundara a Diana y de que yo la fundiera a mí y al Morro. Escena inicial: el Paraíso de
las Mulatas, noche tórrida, D se acerca a A y a G y deja caer un par de C. Traducción:
Diana se acercó a nosotros, miró con desprecio a Aida, mi costilla rencillosa, antes de
descargar su furibundo poema de amor por mí: dos regias laticas de cerveza, quien las
probó lo sabe.
Quién hubiera podido imaginar que tú, Cazadora, aparecerías con tu protagónico
fondillo mercenario y esa sentencia de «América para las americanas» que saltaba
por tus ojos brillantes. Qué encontronazo entre las dos culturas. Porque Diana tal vez
no sabía lo que es amor de mulata, de una cubana dispuesta a defender sus mejores
conquistas bajo este cielo y esta tierra. O sí lo sospechaba y se propuso exterminar
nuestro amor indígena con dos balazos de lata amarga y helada, mientras volvía a
cargar su rifle, sus dos ojos, para mirarme luciferina, vil, y yo, búfalo joven, urdía el
umbral de una aventura.
Esa noche agoté mis defensas contra esa forma de amor torpemente anexionista:
abundé en decúbitos pronos y supinos sobre Aida en la habitación de un hotelucho,
quemé las mejores páginas del Kamasutra sobre su piel, intenté borrar a Diana, la piel
de Diana en Aida, los ojos de gringa en los ojos oscuros, pero sólo conseguí
incorporarla a la escena y aunque intenté anularla con el recurso infalible de
imaginarla orinando, todo fue inútil. Por el pozo abierto de la ventana (no había
persianas sino un hueco por el que entraba la luna, es decir, Diana, fisgoneando) nos
sorprendió el amanecer, a Aida con las greñas jubilosas y a mí desamparado y
vencido por el fantasma de la noche anterior.
Sólo podía hacer una cosa: buscarte entre las ruinas, invocarte en las calles
sagradas, seguir tu estela por los bares decentes. No me fue fácil.
Bienvenida. Sí, yo siempre estoy aquí, en la entrada del aeropuerto o del hotel,
esperando por ti. Veo en tu sonrisa que tú también me has reconocido a la primera
ojeada. Yo soy lo que soñaste todos estos años, justamente lo que buscas. Tengo ojos
mestizos y la piel mordida por el sol y el salitre, pelo indómito y músculos de trabajo
y no de gimnasio. O lo que queda de esos músculos, porque, como bien sabes, la
situación está dura. Tengo cara de intelectual autodidacta y partyman, todo en una
sola pieza. Natural, encantadoramente medioharapiento. ¿Lo ves? En mis facciones
está el peligro, el delicado riesgo del robo o la enfermedad venérea, pero también la
dulzura de la caña, la sincera amistad, el buen salvaje de Rousseau. Bienvenida. Sí,
yo seré tu guía.
¿Dónde quieres ir primero? Claro, al hotel… cinco estrellas, capital extranjero, of
course, lleno de typical tropical, tan auténtico como un dólar impreso en papel
higiénico. Para disfrutar de la piscina y asombrar a mi natividad con los milagros del
aire acondicionado y el servicio de habitaciones. Para quejarte de los altos precios y
de la falsa imagen de las giras y recorridos por la parte histórica de la ciudad, donde
los guías hablan de colonizadores muy muy malos y de indios y negros muy muy
buenos. Pero no te preocupes: eso también es parte del juego, el necesario preludio.
Ahora, por supuesto, Amistur. Porque tengo un amigo que tiene un cuarto vacío y
te lo alquilará por el simple encanto de tu sonrisa y una cifra casi ridicula en tu
moneda fuerte duramente ganada con el sudor de tu frente. Por solidaridad proletaria,
porque tú, se ve por encima de la ropa, no eres ni una millonada ni una capitalista
explotadora, y tu auto y tu casa no son tu culpa, sino la división Norte-Sur, al que le
tocó le tocó, y comoquiera los dejaste lejos, en tu casa, y aquí no cuentan (qué
lástima). Sabemos que tú lanzaste adoquines en la Universidad, cuando el 68, y tienes
prendidas con alfileres a tu pelo las canciones de Silvio y Pablito, y en tu cuarto el
póster del Fidel. Y el pueblo unido jamás será vencido, y la sonrisa indígena y
doliente de Rigoberta Menchú, Premio Nobel de la Paz, un gallardete del Frente
Farabundo Martí y la foto de Camilo Torres, el cura guerrillero. Y por eso eres
elemento activo en las tómbolas de ayuda a los niños huérfanos de Guatemala y
discutes hasta las once en el pub de la esquina de tu casa sobre la verdadera identidad
del subcomandante Marcos, y el futuro de las reformas en la isla.
No te preocupes, todos sabemos eso. Eres una de nosotros disfrutando de los
colores y la inconstancia y el sabroso contacto latino del transporte público, en su
variante hipersalvaje del metrobús, vulgo camello. Guarda (por el momento) tu
Ana conocerá a Jorge en la acera del hotel Presidente un día en que ella intentará
llevar hasta Ánimas 112, su cuarto, a dos marchands norteamericanos. Ellos pagarán
los cinco dólares que Jorge les cobró por el viaje, y Ana invitará al chofer,
provocativa, a visitarla cuando él fuera de nuevo por La Habana Vieja.
Él fue la semana siguiente, sin pretextos, viajes imaginarios o casualidades de
última hora. A ella le habrá gustado mucho su cuerpo robusto y velludo, el desenfado
casi vulgar de su jerga, el bulto preciso y compacto de su pelvis, las manos gruesas, el
cabello cortísimo y negro, la barba incipiente, las patillas largas y profusas, las orejas
sin las argollas de moda, el torso breve y musculoso. Ella lo bautizará Toulouse-
Lautrec aunque no se lo diga. Le habrá gustado su piel trigueña, continuamente
sudada, y la despreocupación con que dejaba acumular las pequeñas gotas de la frente
y desplazar las grandes del pecho y el abdomen. A lo sumo él se abría la camisa y
trataba de ventilarse batiendo la tela contra la carne. A ella le habrá gustado su
primitivismo y la seguridad con que lo exhibía. A ella le gustarán los hombres que
gustaban antes de las revoluciones sexuales y los movimientos feministas. Adorará
sentirse penetrada, avasallada por un cuerpo grávido que la cubra completamente
hasta llegar a los umbrales de la asfixia. Sólo eso le insuflará fuerzas para pintar y se
las quitará de nuevo: un ciclo eterno que la arruinará como artista. «Yo no soy
pintora; soy una de las putas de Toulouse-Lautrec», escribirá en un diario que a nadie
le interesará leer: nunca aparecerá: no existirá.
Ella abrirá la puerta, se sorprenderá realmente, y así sorprendida le preparará una
infusión de canela y jengibre porque no tendrá café. Será de noche. Estarán solos.
Mientras hierva el agua ella correrá al espejo del baño para escrutarse, obsesiva, la
fealdad del rostro largo y enjuto, la nariz escabrosa, la frente ancha, el pelo lacio y
demasiado seco, el cuello raquítico. No intentará maquillarse; se dirá que la
expresividad de la mirada la torna bonita, y con esa convicción regresará a la sala.
A la mañana siguiente, cuando Ana voltee el cuadro para seguir pintando, volverá a
experimentar el mismo desasosiego. Sin explicaciones plausibles que atribuirle,
terminará aceptando la única en la cual nunca habrá creído hasta entonces: la
genialidad. Una sensación tan extraña como aquélla sólo habrá podido provenir de
una conexión espiritual profundísima y esencial de la artista con su obra y de ambos
con los misteriosos ritmos cósmicos.
«Durante esos días no me sentí puta sino pintora; toda la energía sexual la
descargué en el lienzo. Fue tanta la entrega que olvidé a Toulouse-Lautrec. Era
simplemente Jorge. Ya ni era», podrá escribir.
Jorge también se despertó con apetencias descomunales. Esta vez, lejos de
provocarle inquietud, las asumió ufano, como naturales suyas. Aquella desmesura
ratificaba su virilidad.
Héctor abre los ojos, ha tenido un sueño fabuloso con el capitán, un sueño que no
sabe si es un recuerdo o una premonición o una fantasía. Lo que sea, es bueno:
Héctor no quiere desprenderse de semejante asidero.
Gabriel permanece estirado desde anoche, sufre de un encogimiento que no logra
articularse físicamente. El más mínimo roce lo convertiría en un ovillo.
Jorge caminó desnudo hasta Ana, eterna sobre el trípode. Le puso la verga erecta
sobre la espalda, la acomodó a lo largo de las vértebras, luego pegó su cuerpo al de
ella y pudo abrazarla por detrás. Con las manos le atrapó los senos. Ella se erizará.
Sin embargo, no dejará de maniobrar con el pincel para besar a Jorge. No le hablará.
No lo mirará. Él le respiró el fogaje de su aliento en el oído de ella. Ana estará todo el
tiempo enhebrada por espasmos, pisando la insistencia de un borde. Él se exacerbaba
más. Ella hará un levísimo ademán para separarse. Sin comprenderla, él acató la
distancia súbita.
Retrocedió tambaleante y enseguida volvió a acercársele, tratando de situarse
entre el cuadro y ella, pero el brazo de Ana se lo impedirá. Con su mano gruesa Jorge
inmovilizó aquel brazo. Ella reaccionará al fin, sabrá que él estaba ahí, que la
destrucción estuvo a unos centímetros de su boca. Cerrará los ojos, molesta, y los
abrirá, violenta casi, cuando sienta esa enorme cosa latiéndole en los labios. Con los
un día madre se fue a norteamérica soñando con playas y edificios inmensos donde
pasear siempre y divertirse, donde bailar y jugar. tener ropas, muchas ropas y comida.
madre se fue un día con la esperanza de llevarnos junto a ella. pero los años pasan y
apenas recuerdo su nombre. lo miento a veces a los policías para identificarme. lo
mientan a veces mis enemigos, pero es una ofensa vaga, sólo una frase repetida hasta
el cansancio. madre se fue un día a norteamérica, nos dejó su apellido y es bien poco,
una hermana vieja que con el tiempo se hizo freak por el cansancio y el hambre. sólo
eso y la hierba, sólo la hierba que fumo para olvidar el desastre de una madre que se
fue buscando el olimpo y un mundo de incienso, velas encendidas desafiando la
tormenta, sólo tormenta. madre se cansó un día de encender velas y se tejió una
alfombra mágica de hilos verdes. confió en ella y en sus números, y se fue a
norteamérica un día para alcoholizar a mi padre, y dejarme una hermana vieja que se
hizo freak con el tiempo y trajo hierba para calmar el hambre y el dolor de una vela
que se extingue irremediablemente. madre se fue, se cansó de todo y huyó a
norteamérica echando a la mar su alfombra tejida con hilos verdes. sólo nos queda el
tiempo y una vela que se apaga. madre se fue y aquí estamos sus huérfanos aliviando
con hierba su ausencia y las otras. aquí estamos sus huérfanos tejiendo con hambre
una vela inmensa. ya no más alfombras ni norteaméricas, ya no más madres. aquí
estamos sus huérfanos, su viudo ahogado en alcohol. ya no más viudos ni huérfanos,
sólo hierba y tormenta. sólo tormenta, porque ni madre, porque madre se fue un día
apagándolo todo y las velas, llevándose su alfombra y su olimpo consigo para no
dejar más que la hierba en medio de los años, y una promesa de llevarnos junto a ella
que el tiempo ha apagado, una vela. sólo eso, sólo una madre que se quedó en
norteamérica envuelta en su alfombra mientras los años pasaban. y aquí sus huérfanos
mascamos la hierba y nos retorcemos en la tormenta, sobreviviendo de algún modo
como velas encendidas, fuego inútil. aquí los huérfanos y la tormenta, sólo los
huérfanos porque madre se quedó para siempre y nos dejó en la tormenta. nos dejó la
tormenta como un océano de alcohol donde padre se ahoga y nosotros. como una vela
apagada nosotros asiéndonos a la hierba para sobrevivir, como una vela apagada nos
dejó en la tormenta y los años pasaron. los años pasan siempre la teledinamita explota
en las esquinas y los años pasan las farpas se rasgan y los años pasan la bandera arde
deshecha sin mástil y los años pasan las pingas se rompen contra el muro
inútilmente y los años pasan
la policía reina pistola en mano
padre lleva años sentado a la mesa. la tierra se ha tornado árida y los rostros se han
cuarteado de tiempo, pero sólo él y la bandera continúan inmutables: la bandera sigue
en lo alto, luciendo su color gastado por la lluvia, sus farpas destruidas por las
piedras, sigue en lo alto como un presagio o una alucinación general. todos la miran,
sigue siendo la bandera a pesar de la tierra árida y los rostros cuarteados, sigue
gobernando ante el embate del viento. la bandera y padre sobreviven como si tal cosa,
como si no hubiese montañas. y es que a padre no le importan la bandera ni el
tiempo. lleva años sentado a la mesa, sin moverse, ignorando los días y las noches de
abstinencia. padre se abstiene. siempre. él sólo mira y se abstiene, nada y se abstiene.
sus ojos no se abren más que al océano en que nada. sólo al océano. nada, nada y se
abstiene mirando al infinito borde de la mesa, sentado desde hace años, comiendo
apenas, sobreviviendo. padre nada en su mar de alcohol. se disuelve en su mar de
alcohol. es el alcohol en que nada, padre es la nada, sólo eso. la nada, y el recuerdo de
una alfombra verde volando lejos sobre su océano. padre es el océano y madre, madre
se fue dejándonos el vacío en que padre se abstiene, se fue dejándonos a un padre
sentado a la mesa. madre nos dejó la mesa, nos dejó la nada y el océano; el océano,
ése es el único camino para padre. él no ve las montañas ni le importa; él no sueña
con banderas ni norteaméricas. sólo el océano. solo él y su océano. sólo la mesa sin
límites. ni banderas ni tierras, sólo la nada. siempre la nada creciendo como una
trampa. dentro están mi hermana y su montaña blanca. dentro estoy yo, están las
banderas deshechas, pero padre no mira. padre se esconde en su océano, nada y se
esconde, y sobrevive como puede. siempre mirando al vacío, siempre vacío, padre
sentado a la mesa viendo pasar los años y las alfombras. padre sin alfombras, sin
banderas ni madres. ya no más madres. ya no más, porque padre se ahoga en su
océano, esperando. y la montaña crece aliméntandose de todo y mi hermana. ya no
hay hermanos, sólo montaña. sólo un padre que se ahoga irremediablemente, dejando
pasar los años como si tal cosa. ya no más padres, madres. ni voces de auxilio para
salvarlo, sólo montañas. montañas y viento, una tormenta que se acerca desde
siempre agitando el océano. padre se ahoga. se ahoga irremediablemente viendo pasar
los años. padre y los años. padre y la alfombra y los siglos de abstinencia. todo se
hunde en el océano. todo se ahoga y padre. todo es océano, padre, todo es océano. no
hay montañas ni caminos, no hay madres ni norteaméricas. todo es océano. todo es la
nada inmensa en que se ahoga. océano, sólo eso. sólo una bandera que se derrumba,
una alfombra rota. el océano, sólo el océano creciendo como una trampa,
alimentándose de montañas y madres, de banderas deshechas. sólo el océano y padre
se ahoga. se ahoga mientras las mesas se hunden, y las madres y el tiempo. padre se
e
t
e
r
n
o
Esta criatura de cabellos largos es bastante cargante. Por todas partes la encuentro
y a todas partes me sigue. Es algo que detesto, pues estoy acostumbrado a la
soledad. ¡Podría quedarse junto a los otros animales! El cielo está encapotado, sopla
viento del este. Creo que «vamos» a tener lluvia. He dicho «vamos». ¿Por qué hablo
en plural? Ah sí, lo be aprendido de la criatura de cabellos largos.
Y si soy un hecho experimental, ¿soy el todo de este hecho?, ¿seré el todo? No; creo
que no. Lo que me rodea forma parte del mismo hecho. Yo soy la parte principal del
todo; no hay duda. Pero lo demás tiene también cierta significación.
¿Mi supervivencia está asegurada? ¿Deberé vivir atenta y cuidar de ella? Esto
último es acaso lo más acertado.
Cuando Yeni me dijo que iba a suicidarse pensé más que nunca que pertenecía a esa
raza inconfundible: los bárbaros.
Tenía dieciocho años (todos alguna vez tuvimos dieciocho años, ella aún los
conserva aunque repentinamente encallecidos por la violencia del devenir). Sus ojos
demostraban, ajenos a todo escrúpulo, las nobles impertinencias de esa edad; pero
sobre todo mucha ignorancia, tanta como cabía en su cuerpo taponeado en 1.30 de
estatura. Esa ignorancia que a veces se confunde con ingenuidad y que ostentan con
equívoca convicción los habitantes de la sierra.
Los orientales. Los bárbaros, de los que Yeni formaba parte genealógicamente,
nacen con una ingenuidad diferente a la del resto de los mortales, pues en lugar de
aligerarse de ésta durante el empedrado transcurrir de los años e irse convirtiendo en
sinvergüenzas aptos para la vida, permanecen bajo el lastre de la ingenuidad y para
disimularlo muchos suelen esconderse tras una máscara de falsa suspicacia, de modo
que terminan convertidos en sinvergüenzas no aptos para la vida. Llegan a creerse
hombres (y mujeres, Yeni es el caso) con un talento de incuestionable valor, al que
llamarían sagacidad si el vocabulario se lo permitiera, pero que se limitan vagamente
1998
La niña, al piano, repite y repite con entusiasmo la misma frase de Haendel, se ríe,
concluye y espera aplausos, mientras, con parsimonia, se inclina para saludar a la
concurrencia. Adelanta un pie, se toma la falda del dobladillo —reverencia— y deja
estar (¿con gracioso encanto?) el ramo de rosas en su mano izquierda. Las flores,
recién sacadas de su jarrón, gotean el piso, su pantorrilla, y la gota la saca de su
ensimismamiento.
Excepción hecha de las gotas y el charquito, todo lo demás pareciera de una
postal —regalo para sus favorecedores— de los cigarros Aguilitas, lo que nos
autoriza a describirla así:
«En imagen de sepia, la niña se acoda sobre el arpa (quién dice que la postal deba
coincidir con su referente), y sonríe. Se lleva el índice a los labios, apoya, coqueta,
las rosas en la cintura. El sepia anula los brillos y las sombras, pero se le adivina el
pelo sedoso, los ojos de profunda mirada obscura. Como la imagen no quiere
fidelidades locales, el fondo se difumina en tonos de arena; la luz misma es arenosa,
punteada al grano, y sólo resalta la sonrisa de Roseta, primer plano sin fondo
discernible. Roseta lleva una túnica, una pulsera en la muñeca, un ramo que es un
primor.»
Roseta, la que tocaba piano (no arpa) olvida por un momento —y tal vez para
siempre— la gota en la pantorrilla, y se vuelve al jardín, donde acaba de llegar mamá
y al fin, parece, van a instalar la reja: muchos ires y venires que le ha costado la reja a
mamá, tardes de herrería para supervisar un trabajo fino.
Instalar la reja no es fácil: Roseta va y se sienta junto a la madre, en los escalones
del portal, mientras los hombres se afanan. Entre dos, levantan una de las puertas de
fierro. Otro empotra los goznes, donde ya uno hizo barreno en la cantería. Un otro
engrasa bisagras, que parecen reacias. Roseta los mira, al compás de la frase de
Haendel, y se duerme.
—Sueño pesado tiene esta niña, que no la sobresaltan martillazos.
La tarde cae, en ocaso de metales, barullo de ponientes, y ya está lista la reja,
soberano portón de cancela. Llena el arco de piedra de la entrada, o sea, andará por
los dos metros, más o menos; la filigrana de hierro es profusa y densa. Para mejor,
que la describan palabras:
«Volutas de fierro, volutas y el entramado que la luz, en numinosa indiferencia,
desdibujaba en mediodías y —gradualmente— iba abandonando a la tarde: ciudad de
balaustre en pirueta de la verja, de gozne clamoroso, donde ninguna visita es sorpresa
Es la noche y el viejo balconea. El aire golpea suavemente su rostro, que alguna vez
fue hermoso. Todavía lo es, aunque las huellas del tiempo en su piel no sean las que
suele dejar una existencia feliz. Está solo. Tanto que al asomarse a la calle parece el
hombre más solo del mundo.
Me deslizo hasta él sin hacer ruido. Me deslizo como una serpiente. Se percata.
Me mira con el rabillo del ojo, procurando tal vez que no me aproxime demasiado,
que no penetre en su aura. Lo mejor que se puede hacer con una serpiente es
mantenerla a distancia, lo comprendo.
Aunque quizás no le importe. Suele afirmar que a su edad casi nada importa,
conocer o desconocer, tomar champán o visitar a los amigos, nada. Le da muchas
vueltas a eso de la edad, por momentos parece obsesionado, se burla de sí mismo.
Que La Habana no es la de antes, los carros, los bares, los olores, la forma de vestir
—el amor en La Habana tampoco es el de antes—, que ya no quiere hacer otra cosa
demasiado distinta a mecerse en un sillón. Que los verdaderos amigos están muertos.
Nadie como él para instalarse en el pasado: justo donde no puedo alcanzarlo,
donde él puede reinar y yo no existo. Cierro los ojos y extiendo las manos en busca
del pasado, no puedo. Tu generación, mi generación, dice. Creo que se burla de sí
mismo a manera de ejercicio retórico, o quizás para evitar que alguien se le adelante.
Un ceremonial apotropaico, un conjuro. Dice lo que imagina que otros podrían decir
acerca de él, exagera y no queda más remedio que citarlo.
Me acerco más. El balcón es chico, la manga de su camisa me roza el hombro
desnudo. Es más alto que yo, es un hombre alto que, aun sin llevarlo, parece haber
nacido con un traje. Siempre me han gustado los hombres de traje: estadistas,
financieros, escritores famosos. Patriarcas, proceres, fundadores de algo. Cuando se
reúnen varios de ellos me parece asistir a un lugar de decisiones importantes, a una
especie de asamblea constituyente.
Pero esta noche es especial. No persigo los crímenes recónditos ni los alucinantes
fraudes o las traiciones o los pequeños actos mezquinos que pueblan la historia
universal de la infamia. No provoco. Descanso. La inquietante proximidad del viejo
de alguna manera me hace feliz. Siento la mirada fija de su amante clavada en mi
espalda y eso me complace más. Me impide soñar que las cosas son diferentes. Ese
muchacho no podrá concentrarse hoy en el vaso de ron ni en la conversación
deshilachada que sostienen los demás ahí dentro. No podrá.
—Después de la segunda botella te pones insoportable —ha sentenciado el viejo.
Desde el balcón se divisa una callejuela tranquila. Estrecha, sucia hasta en la
oscuridad, con el pavimento roto y charcos y fanguizales por todas partes. Como si se
hubiese decretado un toque de queda, hoy ni los vecinos quieren alborotar. Del fondo
de la casa llegan los boleros de siempre y un ligero ruido ambiental de cristales que
chocan, fósforos que se encienden y crepitan, susurros similares al del océano que
habita en los caracoles, risitas fúnebres. El gato se frota contra el viejo, se enreda a
sus pies en un ovillo peludo. El viejo baja la vista, advierte que es sólo un gato y lo
deja hacer.
El fresco nocturno me rescata un poco de los furores de nuestro septiembre
ardiente, mientras el ron, incitante y áspero, me acaricia por dentro. Pienso en
Amelia. Los viernes, de cinco a siete, en la habitación de los altos de su taller. Divina.
Ella no habla casi porque hablar —afirma— le provoca dolor de cabeza y porque de
todos modos —sonríe lánguida— no tiene mucho que decir. Al menos no con
palabras. Pienso que la amo.
Por allá dentro flota una voz apagada, casi anónima entre las otras voces:
Recuerdas tú, aquella tarde gris / en el balcón aquel, donde te conocí… Puede ser el
bolero que ya pasó o el que está por venir. El mismo que oigo, a retazos, durante toda
la noche.
—Él dice que tú le coqueteas —me ha advertido con el entrecejo fruncido como si
dudara entre la risa y el enojo—. Ten cuidado.
—¿Y qué piensa? —he preguntado supongo que ansiosa—. ¿Le gusta? ¿Le
gusto?
—No sé —de pronto ha gritado—. ¡No sé!
—¿Qué crees tú? —he insistido casi con ternura—. Tú lo conoces mucho mejor
que yo. Bueno, en realidad yo no lo conozco nada. ¿Qué crees tú?
—Yo no creo nada —su voz ha sonado tensa, cargada de lúgubres premoniciones
—. Tú te volviste loca. Loca de remate. Vas a sufrir…
—¿Igual que tú?
Ha vuelto a mirarme fijo y sus ojos grises parecen dos punzones de acero.
Susurra:
—Yo te mato, ¿entiendes? Yo te mato.
He acariciado su mejilla hirsuta resbalando desde la sien hasta el mentón (tiene un
hoyito, como Kirk Douglas) y allí mis dedos se han detenido en una imitación casi
natural de las figuras de cierta cerámica griega muy antigua. En la vasija original, tan
auténtica como la página de un libro, aparecían dos muchachas. Fondo rojizo, siluetas
negras. Una acariciaba la mejilla de la otra de esa misma manera y el pie de grabado
aseguraba que se trataba de un gesto típicamente homosexual. Mira mira…
He tocado su frente y no ha hecho nada por impedirlo. Ni siquiera se ha movido.
Arde en fiebre.
—Eres una puta.
Es interesante que me considere un rival, pienso, aunque sólo sea por instantes y
después se diga que no, que no hay peligro. El mundo pertenece a los hombres y
todavía más a ciertos hombres, ya lo dijo Platón. ¿Una mujer? Bah.
Pienso en Amelia mientras observo el rostro del viejo, quien todo este tiempo ha
estado divagando despacioso y algo frívolo sobre la importancia de los balcones y las
terrazas en la vida de la gente. Recuerdas tú, la luna se asomó / para mirar feliz
nuestra escena de amor… Ambas imágenes se yuxtaponen, el viejo y Amelia. Se
cruzan. Parecen fundidas sin sutura, como las mitades de Bibi Andersson y Liv
Ullman en el famoso primer plano de Persona. Quizás el deseo pone en entredicho
las identidades, porque el viejo y Amelia se integran en una sola cara y no es el ron ni
el aire de la noche.
Me siento en una butaca frente a él. No dejo de observarlo. Por variar, mi insistencia
no lo sobresalta. No me mira como se mira a las personas empalagosas y
demostrativas. Incluso me asombra no advertir en él la más mínima inquietud. Sonríe
otra vez. No sé, en lo absurdo también debería quedar un rincón para la coherencia…
Por lo pronto me dejo llevar, no hago el menor esfuerzo por ahogar el impulso de
seguirlo, mirarlo, permanecer junto a él: encantador de serpientes. Sublime
encantador que mueve las manos mientras habla —de su árbol preferido: la yagruma,
se cubre de metáforas— como si dirigiera una orquesta sinfónica. El mismo gesto
demorado que le he visto hacer en la televisión, donde lo creí un truco de cámara.
(Conozco a la directora del programa, he estado pensando en ir a pedirle, de un modo
muy confidencial, que me permita sacar una copia del vídeo. Lo peor que puede
suceder es que diga no.)
Mi atención no le molesta. Ahora lo sé. Más bien creo saberlo. ¿Cómo le va a
molestar a un encantador la atención de una serpiente?
Soy discreta, no hago locuras. Soy discreta de una manera pública: todos a
nuestro alrededor ya van advirtiendo lo que ocurre. No hay que ser demasiado
perspicaz para darse cuenta de que el viejo, a menudo rispido, agresivo, negador —
cuando se empeña en demoler a alguien, ya lo dije, lo que sale por su boca es vitriolo
—, se comporta esta noche como un gentleman. Exquisito, elegante, sereno. Cuando
abre y cierra el abanico, su enorme abanico oscuro, una dama de sangre azul, la
marquesa de las amistades peligrosas. Y ese personaje, el de los chistes blancos y la
sonrisa fácil, el que acomoda mi silla y me cede el paso, el que ha servido los postres
con envidiable soltura (en la mesa siempre nos sentamos frente a frente y casi no
puedo comer), le va de maravilla. Algo tan evidente no debe ser importante, este
viejo es un hipócrita de siete suelas, un jesuita que sabe más que el diablo y se
protege de los zarpazos de la bandidita, es lo que leo en las demás caras y me
complace.
«No hago locuras», quiere decir que no convierto mi ansiedad en secreto. No
podría hacerlo aunque quisiera, pero basta con exhibirla para dar la impresión de ser
una persona muy segura de mí misma, una persona sobre quien resbalan las
opiniones, los comentarios ajenos. De cierta forma es verdad: mi imagen pública
difícilmente podría ser peor de lo que ya es. Hoy sólo me preocupa el
reconocimiento, la aprobación del viejo.
Zoé Valdés
Nació en 1959 en La Habana, en cuya universidad estudió Filología. Trabajó en la
Delegación de Cuba ante la Unesco en París como documentalista cultural
(1983-1987), para después regresar a la isla, donde se dedicó a la escritura de guiones
de cine y donde fue subdirectora de la Revista de cine cubano (del ICAIC) hasta
finales de 1994. Desde 1995 vive con su hija y su marido exiliada en París. Ha
publicado libros de poemas (Respuestas para vivir. Letras Cubanas, La Habana 1968,
Premio Roque Dalton, Todo para una sombra, Taifa, Barcelona 1986, y Cuerdas para
el lince, Lumen, Barcelona 1999), así como novelas, algunas de las cuales han
obtenido un gran éxito y han sido traducidas a varias lenguas: Sangre azul (Letras
Cubanas y Actes Sud, 1993), La nada cotidiana (Emecé, Barcelona 1995), La hija
del embajador (Premio Novela Breve Juan March Cencido 1995), Cólera de ángeles
(Textual, 1996), Te di la vida entera (finalista del Premio Planeta, Barcelona 1996),
Café Nostalgia (Planeta, Barcelona 1997), Querido primer novio (Planeta, Barcelona
1999). También ha publicado un volumen de relatos, Traficantes de belleza (Planeta,
Barcelona 1998), del que se ha extraído el cuento «Retrato de una infancia
habanaviejera».
Félix Lizárraga
Nació en 1959 en La Habana y obtuvo la licenciatura en Artes Escénicas en 1983. Ha
publicado la novela corta Beatrice (Premio David 1981) y los poemarios Busca del
Unicornio (La Puerta de Papel, La Habana 1991) y A la manera de Arcimboldo
Roberto Uría
Nació en 1959 en La Habana y está licenciado en Filología. En 1987 obtuvo el
Premio de Cuentos 13 de marzo con el volumen de relatos ¿Por qué llora Leslie
Caron?; al año siguiente recibió una mención en el Concurso David (UNEAC) con
Infórmese, por favor, otra colección de cuentos. En 1990 ganó el Premio Nacional de
Crítica Literaria Mirta Aguirre con el ensayo sobre Virgilio Piñera Un bromista
colosal muere de luz y de orden (publicado por Casa de las Américas). En 1991 fue
expulsado de Casa de las Américas, donde trabajaba como editor. En 1995 consiguió
emigrar y desde entonces reside en Miami, ciudad donde trabaja como editor de la
revista Vogue. En la actualidad prepara su libro Fábulas afables y un nuevo volumen
de cuentos. El relato «¿Por qué llora Leslie Caron?» pertenece a Fábulas afables.
David Mitrani
Nació en 1966 en La Habana, ciudad en la que reside. Es ingeniero informático, poeta
y narrador. Ha obtenido el Premio Nacional de Cuento 26 de Julio (1990) y fue
finalista del Concurso Nacional de Cuento de La Gaceta de Cuba (1997) con el relato
«No hay regreso para Johnny», incluido en esta antología. También ha recibido
distintos premios por su obra poética. Entre sus libros publicados destacan Modelar el
barro (Letras Cubanas, La Habana 1994) y Santos lugares (Unión, 1997), ambos de
cuentos, y Robinson vuelve a salvarse (1994), un libro de décimas coescrito con
Alexis Díaz-Pimienta. En 1998 recibió el Premio de Ayuda a la Creación Anna
Seghers de Berlín y, en 1999, publicó la novela Ganedén en México (Lectorum). En
la actualidad trabaja en su segunda novela.
Alexis Díaz-Pimienta
Nació en 1966 en La Habana. Narrador, poeta, investigador y repentista, ha publicado
varios libros de poesía, cuento y novela, por los que ha recibido diferentes premios
nacionales e internacionales. Vive en La Habana y en Almería. Entre sus libros de
poesía destacan: Cuarto de Mala Música (Murcia 1994), En Almería casi nunca
llueve (Premio Internacional Surcos, Sevilla 1996), Pasajero de Tránsito (Premio
Ciudad de Palmas de Gran Canaria 1996), Los habitantes de Cipango (Unión, La
Joel Cano
Nació en 1966 en Santa Clara, Cuba. Es dramaturgo, poeta, novelista y director
teatral. Pertenece a la generación de escritores de la segunda mitad de los años
ochenta, influida por la Perestroika y cargada de protesta contra un teatro momificado
por el realismo socialista. Se inició en el teatro con una serie de obras para niños
(Fábula de un país de cera, Fábula de nunca acabar, Fábula del insomnio, Los
aretes que le faltan a la Luna) escritas en verso. Después trabajó en obras más
experimentales como Timeball, Se vende, Por culpa de una rusa. En 1997 obtuvo el
Premio Juan Rulfo, que otorga Radio France Internationale, con el relato «Fallen
Angels», incluido en esta antología, y, en 1999, apareció su primera novela, El
maquillador de estrellas (Christian Bourgois, París), todavía inédita en España.
Actualmente reside en París.
Ángel Santiesteban
Nació en 1966 en La Habana. En 1985, terminó los estudios de Dirección de Cine y,
en 1989, obtuvo una mención en el concurso Juan Rulfo de Radio France
Internationale por su cuento «Sueño de un día de verano», que fue publicado por Le
Monde Diplomatique. En 1990 ganó el Concurso Nacional de los Talleres Literarios
con su relato «Sur. Latitud 13» y, en 1992, fue finalista del Premio Casa de las
Américas con un volumen de cuentos con el mismo título. En 1995 recibió el Premio
UNEAC de Cuento Luis Felipe Rodríguez y, en 1998, apareció su primer volumen de
cuentos, Sueño de un día de verano, que incorpora diferentes relatos escritos y
Rodolfo Martínez
Nació en 1966 en La Habana. Graduado en el Instituto Medio Superior de Economía
de La Habana, en 1989 llegó a Estados Unidos, donde cursó estudios de Lengua y
Literatura en el Dade Community College y de Periodismo en el Koubek Center de la
universidad, ambos de Miami. Actualmente trabaja en la sección de Literatura de la
revista Carteles, así como en la librería Libri Mundi. Su primer libro de relatos,
Contrastes, fue publicado por la editorial La Torre de Papel, Miami 1996. «El
regreso» está incluido en dicho volumen.
Alberto Garrido
Nació en 1966 en Santiago de Cuba. Es narrador y poeta. Ha publicado los libros de
relatos El otro viento del cristal, Nostalgias de septiembre y El muro de las
lamentaciones (1999), Premio de Cuento Casa de las Américas. En 1998 obtuvo el
Premio de Cuento de La Gaceta de Cuba. También ha publicado los poemarios Siglos
después de las fraguas de Vulcano y Sueños sobre la piedra. En 1998 ganó el Premio
de Novela Erótica La llama doble con La leve gracia de los desnudos (Letras
Cubanas, La Habana 1999). Ha sido incluido en antologías nacionales y extranjeras.
Vive en Las Tunas, Cuba. «Diana Cazadora and Colorado Springs» pertenece al
volumen de cuentos El muro de las lamentaciones. Acaba de terminar una nueva
novela: Los días del impío.
Karla Suárez
Nació en 1969 en La Habana y es ingeniera informática. Ha publicado el libro de
relatos Espuma (La Habana 1999). Algunos de sus cuentos han sido incluidos en
revistas y antologías, tanto en Cuba como en el extranjero. Silencios, su primera
novela, recibió en 1999 el V Premio Lengua de Trapo de Narrativa, ex aequo con
Ronaldo Menéndez. La traducción italiana de esta novela aparecerá este mismo año.
Actualmente reside en Roma. «Un poema para Alicia» obtuvo una mención en el
Concurso Nacional de Cuento de La Gaceta de Cuba en 1997.
Pedro de Jesús
Nació en 1970 en Fomento, Cuba. Es narrador y ensayista. En 1998 publicó Cuentos
frígidos (Olalla, Madrid 1998). Tiene un libro inédito sobre Severo Sarduy y acaba de
aparecer en La Habana su primera novela, Sibilas en Mercaderes (Letras Cubanas).
Ha sido seleccionado en diferentes antologías y colabora con varias revistas
nacionales y extranjeras. Vive en la provincia de La Habana. «El retrato» está
incluido en el libro Cuentos frígidos.
Ronaldo Menéndez
Nació en La Habana en 1970, en cuya universidad se licenció en Historia del Arte. Su
obra narrativa consta de los libros de relatos Alguien se va lamiendo todo (Premio
David 1990, publicado en 1997), Hipocampos (Hermanos Loynaz, 1997) y El
derecho al pataleo de los ahorcados (Premio Casa de las Américas 1997, Lengua de
Trapo, Madrid 1999). Ha sido incluido en varias antologías nacionales y extranjeras.
También escribe poesía y ensayo. En 1999 obtuvo el V Premio Lengua de Trapo de
Narrativa, ex aequo con Karla Suárez, con su novela La piel de Inesa. Actualmente
reside en Lima, trabaja como columnista del diario El Comercio y es profesor de
Periodismo en la Universidad de Ciencias Aplicadas. «La verticalidad de las cosas»
es un relato inédito.
Michi Strausfeld
Nació en Alemania y estudió filología inglesa, francesa e hispánica en Colonia,
donde se doctoró con una tesis sobre «La nueva novela latinoamericana y un modelo:
Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez». Desde 1968 vive en España
(Madrid y Barcelona). Ha trabajado para Barral Editores y Alfaguara (como directora
de la colección infantil-juvenil entre 1977 y 1989). Actualmente es responsable de la
Relación igual de fugaz, rodeados de autos, la urbe monstruosa donde nos diluimos.
<<
perfectamente que leía ese pasaje de La guerra y la paz la tarde que fuimos yo y mi
padre por mi Cédula de Identidad. <<
cuento de Jorge Castellanos (he olvidado el título) y visualicé esta escena en un portal
del Vedado, la pesada puerta de roble, el jardín con los flamencos de yeso pintados en
rosado: «¡Dios! ¿Qué pasará que no abren?». <<
imaginaba. Sólo faltaba que me asegurase que le había recriminado su llanto y dado
un ligero empujón como cuando en El destino de un hombre, la conocida noveleta de
Mijaíl Sholojov, el protagonista se marcha al frente. <<
abalorios de Hesse. Viví un periodo como de seis meses muy preocupado por lograr
la paz de la servidumbre hasta que curé súbitamente cuando leí unos versos, muy
malos, de Rabindranath Tagore, que terminaban así: «¡Desperté y comprendí que el
servicio era alegría!». Yo, que también soñaba, experimenté un brusco despertar. <<