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Diez

años después de la caída del muro de Berlín en 1989, una nueva generación de
escritores cubanos nacidos a partir de 1959 sobresalen en la vida literaria de la isla e
intentan explicarse, a sí mismos y a sus lectores, los últimos cambios que han vivido.
Por primera vez una antología ofrece una visión completa de los mejores cuentos de
autores que residen tanto en la isla como en el exilio. Para ello Michi Strausfeld ha
realizado una selección que reúne los relatos más destacados de la literatura cubana
actual y que constituye un caleidoscopio de estilos y temas, técnicas e innovaciones,
que pone de manifiesto la vitalidad del género y nos permite concluir que «la
literatura cubana es una».

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AA. VV.

Nuevos narradores cubanos


Edición a cargo de Michi Strausfeld

ePub r1.0
Titivillus 22.03.2019

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Título original: Nuevos narradores cubanos
AA. VV., 2000
Selección, prólogo y notas biobibliográficas: Michi Strausfeld
«Retrato de una infancia habanaviejera», incluido en Traficantes de belleza, Zoé Valdés; «Historias de
Olmo», Rolando Sánchez Mejías; «Las aguas del abismo», Félix Lizárraga; «¿Por qué llora Leslie
Carón?», Roberto liria; «Corazón partida bajo otra circunstancia», Alberto Guerra Naranjo;
«Clemencia bajo el sol», Adelaida Fernández de Juan; «El tartamudo y la rusa», José Manuel Prieto;
«Greenpeace», Eduardo del Llano; «El día que no fui a Nueva York», Mylene Fernández Pintado; «Un
arte de hacer ruinas», Antonio José Ponte; «No hay regreso para Johnny», David Mitrani; «La
guagua», Alexis Díaz-Pimienta; «Fallen Angels», Joel Cano; «Cosas esenciales», Jorge Luis Arzola;
«Lobos en la noche», Ángel Santiesteban; «El regreso», Rodolfo Martínez; «Diana Cazadora and
Colorado Springs», Alberto Garrido; «Esperando a Elio», Ana Lidia Vega; «Un poema para Alicia»,
Karla Suárez; «La causa que refresca», José Miguel Sánchez (Yoss); «El retrato», Pedro de Jesús;
«enki», Daniel Díaz Mantilla; «La verticalidad de las cosas», Ronaldo Menéndez; «La reja», Waldo
Pérez Ciño; «El viejo, el asesino y yo», Ena Lucía Portela
Fotografía de la cubierta: Detalle de una fotografía de Hans-Joachim Ellerbrock, Bilderberg

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.0

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Índice de contenido

Cubierta

Nuevos narradores cubanos

La literatura cubana es una

Nuevos narradores cubanos

Retrato de una infancia habanaviejera

Historias de Olmo

Las aguas del abismo

¿Por qué llora Leslie Caron?

«Corazón partido» bajo otra circunstancia

Clemencia bajo el sol

El tartamudo y la rusa

«Greenpeace»

El día que no fui a Nueva York

Un arte de hacer ruinas

No hay regreso para Johnny

La guagua

«Fallen Angels»

Cosas esenciales

Lobos en la noche

El regreso

«Diana cazadora and Colorado Springs»

Esperando a Elio

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Un poema para Alicia

La causa que refresca

El retrato

enki

La verticalidad de las cosas

La reja

El viejo, el asesino y yo

Notas biobibliográficas

Notas

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La literatura cubana es una
«Hay muchos discursos cubanos, no un discurso único», afirma José Miguel Sánchez
(Yoss), un joven escritor que reside en La Habana. Sin embargo, «sólo existe una
literatura cubana», dice Roberto Uría, exiliado en Miami. Y los escritores, que
radican hoy tanto en Perú como en París, en México como en Madrid, en Alemania
como en Almería, están de acuerdo: «Sí, somos los escritores cubanos del exterior,
pero nos buscamos, nos leemos, visitamos a nuestros familiares en Cuba, intentamos
encontrarnos donde podemos para mantener el diálogo, la información, los vínculos»,
comentan.
Esta antología ofrece una visión tripartita de lo que escriben hoy veinticinco
autores cubanos nacidos a partir de 1959. Catorce de ellos provienen de la isla
(Alberto Guerra Naranjo, Adelaida Fernández de Juan, Eduardo del Llano, Mylene
Fernández Pintado, Antonio José Ponte, David Mitrani, Ángel Santiesteban, Ana
Lidia Vega, José Miguel Sánchez [Yoss], Pedro de Jesús, Daniel Díaz Mantilla, Ena
Lucía Portela, Jorge Luis Arzola y Alberto Garrido), cinco de la diáspora (José
Manuel Prieto, Joel Cano, Karla Suárez, Ronaldo Menéndez y Waldo Pérez Ciño),
uno comparte isla y diáspora (Alexis Díaz-Pimienta) y cinco viven en el exilio (Zoé
Valdés, Rolando Sánchez Mejías, Félix Lizárraga, Roberto Uría y Rodolfo Martínez).
Las biografías de todos estos escritores presentan una enorme variedad. La
mayoría de ellos han nacido en Cuba, pero aparecen también Moscú (Eduardo del
Llano) o San Petersburgo (Ana Lidia Vega). En cuanto a su formación hay que
señalar que, si bien todos estudiaron una carrera universitaria, se observa que
eligieron materias muy diferentes. Así, podemos destacar la presencia de un biólogo,
como es el caso de José Miguel Sánchez (Yoss), una médico (Adelaida Fernández de
Juan), un economista (Rodolfo Martínez) y cuatro ingenieros (José Manuel Prieto,
Antonio José Ponte, David Mitrani y Karla Suárez), pero también la de varios
historiadores (Alberto Guerra Naranjo y Ronaldo Menéndez), filólogos (Zoé Valdés y
Roberto Uría) y dramaturgos (Félix Lizárraga y Joel Cano). Algunos de los
narradores seleccionados además son guionistas de cine (Alberto Guerra Naranjo y
Antonio José Ponte) o están cada vez más vinculados con él (Ángel Santiesteban y
Eduardo del Llano). La mayoría de ellos ha tenido un aprendizaje literario, pues
participaron en los talleres que se crearon en todo el país a partir de los años setenta.
Allí discutían y analizaban los libros, escribían sus primeras poesías o cuentos, allí
obtuvieron tal vez un primer premio literario. Los premios son otro dato que destaca
en estas biografías. Todos los han acumulado: enumerar cinco o más premios y
menciones no es nada inhabitual. ¿Qué significa esta fiebre de los premios?
Para todos estos escritores existe una fecha emblemática en la historia reciente del
país: 1989. Este año marca, con la caída del muro de Berlín y el posterior derrumbe
de la URSS, el principio de una nueva etapa, denominada oficialmente «período
especial en tiempos de paz» y familiarmente «período especialmente duro», pues
supone un cambio social hacia formas de economía de mercado, que, unido a la

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dolarización y a la fuerte escasez de divisas, así como a la necesaria apertura al
turismo de masas, ha generado no pocas contradicciones y nuevos problemas. Para
los autores jóvenes, impacientes por darse a conocer, esta transformación de los usos
cotidianos representó un corte brutal en las posibilidades de publicar. Durante la
década de los ochenta existía una importante industria estatal del libro, que alcanzó
en esta etapa una producción anual de unos 4.000 títulos, lo que equivale a 50-60
millones de ejemplares publicados, incluidos los libros escolares. Cuatro años
después, cuando Cuba dejó de obtener subvenciones de la antigua URSS y ayudas de
los países del ex bloque comunista, la industria editorial cubana tocó fondo: debido a
la muy difícil situación económica del país, se retrocedió a los modestos niveles de
1959. Los cubanos, que durante cuatro décadas adquirieron un sorprendente hábito de
lectura, nunca habían tenido suficiente oferta de títulos y tiradas, pero siempre podían
conseguir libros a bajo precio. Sin embargo, de repente, se vieron privados de uno de
sus pasatiempos favoritos: leer.
Desde 1996 se ha asistido a un lento crecimiento de la producción editorial. A
pesar de todos los esfuerzos, con 200 novedades y 5-6 millones de ejemplares, con
cooperaciones, joint-ventures y ayudas institucionales de otros países, rehacer la
industria cubana del libro es un proceso muy lento tanto para los lectores como para
los escritores. Los premios Casa de las Américas, por ejemplo, se conceden en la
actualidad sólo cada dos años en las diferentes categorías; las tiradas de libros y
revistas se han reducido drásticamente; los libros de cuentos y novelas son casi
siempre muy delgados, entre otras cosas para ahorrar papel. Pero, a pesar de todo,
reina un cierto optimismo, pues se observan algunos avances y cada año aparecen
unos cuantos libros más, aunque el número total de títulos es deprimente. La editorial
Letras Cubanas, que publica narrativa y poesía, sólo pudo ofrecer, en 1999, 78
novedades.
Hay que tener en cuenta estos datos para tratar de imaginar la angustia de los
escritores cubanos, sobre todo de los jóvenes. Poder publicar resulta ser una tarea de
Sísifo, pues la lista de espera es inmensa y el resultado, incierto. Debido a su
brevedad, el cuento puede vencer más fácilmente esta carrera de obstáculos, aunque
siempre se llegue a la misma conclusión: existe una enorme oferta de buenos
manuscritos, pero una escasa posibilidad de publicar.
Los años ochenta marcan un giro decisivo en la vida política e intelectual
cubanas. Tal vez el hecho más destacado sea el éxodo a Miami, en 1980 de unas
125.000 personas desde el puerto de Mariel. Este grupo, conocido como «los
marielitos», constituye la segunda ola de refugiados (la primera dejó el país nada más
triunfar la Revolución). Entre ellos se encuentran escritores como Reinaldo Arenas,
Carlos Victoria, Guillermo Rosales o los hermanos Juan y Nicolás Abreu, que
lograron fundar en 1984 la revista Mariel, donde reunieron la obra de los exiliados. A
partir de entonces siempre se habla de dos literaturas cubanas enfrentadas: la de la

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isla y la del exilio. Así comenzaba la polémica sobre dónde vivían los mejores
escritores: dentro o fuera.
En 1994 surgió una crisis, en gran parte fruto de la penuria material del «período
especial» y de la continua falta de libertades políticas. Esta vez lograron emigrar
35.000 «balseros» en condiciones dramáticas. Fue la tercera gran ola de refugiados, y
con ella el exilio de Miami tomó «color», debido al gran número de mulatos y negros.
Desde entonces muchos escritores empezaron a salir con becas o invitaciones como
profesores o estudiantes de posgrado. De esta manera se ha formado la diáspora, que
aumenta de año en año, con lo que se puede hablar ahora de tres literaturas cubanas.
La nueva cuentística cubana se inicia en 1990 con un relato de Senel Paz (nacido
en 1950): «El lobo, el bosque y el hombre nuevo», que recibió el premio Juan Rulfo
de Radio France Internationale y que más tarde sirvió de guión para la película Fresa
y chocolate. Constituyó una clara ruptura temática y estilística y se convirtió en el
traspaso de la voz literaria a una generación más joven. En 1993, en pleno «período
especial», apareció un libro que dio a conocer a esta nueva generación: la antología
de los novísimos cuentistas cubanos (Los últimos serán los primeros, Letras Cubanas,
La Habana 1993) elaborada por Salvador Redonet, que ofrecía textos de treinta y
siete escritores nacidos a partir de 1959. El impacto de esta compilación constituyó
un verdadero terremoto literario. A partir de entonces han aparecido diez antologías
más en La Habana, lo cual da una idea del alcance de su cuentística contemporánea.
Todas ellas presentan sólo textos de autores que residen en la isla, lo que constituye
una falacia, pues la fluctuación es grande. La presente antología, en cambio, intenta
reunir por primera vez cuentos y relatos de autores que residen hoy en la isla, en el
exilio o que pertenecen a la diáspora.
Vivan donde vivan, publicar es difícil para todos. Ya se han mencionado las
dificultades de la industria editorial en la isla: en el exilio de Miami las cosas
tampoco se presentan bien. Carlos Victoria (nacido en 1950 en Camagüey y hoy
exiliado en Miami) describe las «insatisfacciones» en su reciente artículo «De Mariel
a los balseros» (Encuentro, n.º 15, Madrid, invierno de 1999-2000, págs. 70-74),
donde dice a modo de conclusión: «No puedo ni quiero enumerar los libros que han
ido apareciendo en las editoriales de Miami, con escasas posibilidades de distribución
(…); las revistas del exilio en Estados Unidos se esfumaron; el único concurso que
nos dio una esperanza, el Letras de Oro, hace ya tiempo que desapareció; en su gran
mayoría los libros de todos estos escritores han pasado sin dejar ni la más leve huella,
muchos tal vez porque lo merecían, pero otros por una maldición política y
geográfica (…). Cuba es una isla y Miami también».
A los autores cubanos que residen en países de habla hispana tal vez les resulte
más fácil publicar, aunque la diáspora tampoco sea una vida de rosas: abundan las
espinas. Los lectores de sus obras son cubanos, pero los libros no llegan ni a Cuba ni
a Miami. Los lectores de los países donde residen prefieren normalmente a sus
autores o las traducciones extranjeras. Sin embargo, en los últimos años se ha notado

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un mayor interés por parte de algunas editoriales españolas y, en menor medida,
mexicanas: un dato revelador es el número de manuscritos cubanos que llegan hoy a
todos los concursos literarios, provenientes tanto de la isla como de otros países.
Varios autores cubanos han ganado estos premios de gran o relativa importancia
(Jesús Díaz, Leonardo Padura, Eliseo Alberto, Zoé Valdés, Alexis Díaz-Pimienta,
Karla Suárez y Ronaldo Menéndez) y otros han sido publicados sin premio pero con
éxito (Abilio Estévez o Pedro Juan Gutiérrez).
Finalmente, quisiera mencionar a los escritores que pueden publicar en otra
lengua, pero no en la propia (Joel Cano y Jorge Luis Camacho en París); otros saltan
de Miami a Francia, pero no a España (Carlos Victoria). Esta curiosa lista se podría
ampliar fácilmente. Publicar en España sigue siendo La Meca para todos, pues
significa movimiento y reconocimiento, posibilidad de crítica y venta, es decir,
dinero.
Hoy resulta muy difícil para los escritores cubanos tener una visión amplia de lo
que se escribe dentro y fuera, ya que las «islas» —Cuba y Miami— no permiten un
contacto fácil y acceder a los textos de quienes residen en tantos países es
complicado. Las dificultades abundan, por tanto, para todos los escritores cubanos
incluidos en esta antología, provengan de la isla, del exilio o de la diáspora. Sus
textos, sean cuentos breves, relatos largos o minihistorias, reflejan la presencia de
muchos de sus problemas, y el dominio de las diferentes técnicas narrativas y su
diversidad temática, a través de todos sus registros, es extraordinario: hay crítica y
humor, parodia y poesía, reflexión y parábola. Esta antología constituye, pues, la
última expresión literaria de un pueblo dividido y a la espera. Pero leyendo estos
cuentos, poco a poco, descubriremos un caleidoscopio que prueba tanto la vitalidad
del género como la variedad de sus preocupaciones, y comprenderemos por qué el
credo literario de los autores es correcto: «La literatura cubana es una».

Michi Strausfeld

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Nuevos narradores cubanos

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Retrato de una infancia habanaviejera
Zoé Valdés

¿Y por qué tendría que negarlo? Sí, soy de La Habana Vieja, y a mucha honra, vaya,
¿quién les dijo a ustedes que voy a avergonzarme por mis orígenes? Yo pertenezco al
casco histórico, ¿y qué, tú, qué pasó con eso? (Todo esto lo digo con las manos
partidas, en jarra, una pierna cruzada sobre la otra, el pie descansando en punta, una
sonrisa cubanísima, de exportación, los hombros desnudos y acentuados hacia
adelante, desafiantes como los de la Cecilia Valdés en la novela de Cirilo Villaverde;
la pobre mulatona fue una jinetera del siglo XIX, allá en la Loma del Ángel; todo el
bendito tiempo empinando hombros, boca y culo, ¡oyéee, con el dolor que da eso en
la cervical! Mi caso es algo diferente, yo no soy exclusivamente negra, ni tan siquiera
cuarterona, ni china, ni rubia, ni trigueña aindiá, ni jabá. Yo soy más bien un ajiaco de
todo ese rebumbio, y más.) Pues sí, mi niño, como mismitico te iba diciendo, yo me
crié, desde que abrí los ojos al cielo azul tropicalísimo, estos ojitos que se va a tragar
el fango, ¡ay, tú, no, solavaya!, pues di mis primeros pasos, gateé por los adoquines
de la ciudad monumento, patrimonio de la humanidad y de todas esas sanacás que
inventa la Unesco. ¿Que qué? Ay, mijito, habla claro, con ese acento no se te entiende
ni pitoche. ¿Que usted es fotógrafo? Eso ya lo sé, mi vida linda, óyeme, ¿tú crees que
soy ciega o bizcorneá? Si desde que te vi con la cámara colgando del cuello me pegué
a ti. ¡Claro, corazón de melón, a mí me encanta que me tiren fotos! No, pa que tú
veas es la primera vez que a mí me retrata un turista, un gallego. ¡Aaaah! ¿Que tú no
eres gallego? ¿Y se puede saber de dónde tú vienes, cosita rica? Porque extraterrestre
sí que no, qué va, tú no tienes ni una pizquita así de marciano. ¿De Portugal, y resides
en París? ¡Eso está fuerte! Ay, tú estás un poquito raro. Bueno, y qué importa, a ver,
¿cómo quieres que me ponga? ¿Ya? ¡Contrá, qué rápido tú eres, ni los cupets te hacen
ná! Niño, los cupets son los garajes nuevos donde venden gasolina en fulas. En fin,
no te demoro más con cuentos del más allá, fíjate, yo soy nacida y criada en un
palacio colonial, ¡un palacete chico! Pero de palacio ya no le queda ni el nombre.
Ahora se llama solar, vaya, para ser más concreta, en la calle Muralla 160, entre Cuba
y San Ignacio. No te puedo enseñar el edificio porque se derrumbó, hace un tongón
de años, ¡quién se acuerda de aquello! Yo era chiquitica así. Mira, mi abuela me
estaba dando la comida, ¡no, y menos mal que todo el mundo estaba en la calle,
trabajando, o haciéndose los que trabajaban!, pues mi abuela se dio cuenta de que en
el plato estaba cayendo como una boronilla del techo, y cual endemoniá recogió lo
principal, es decir, yo y veinte fulas que había comprado en el mercado negro; ¡qué
luz la de mi abuela, virgen de la Milagrosa, alabao sea san Lázaro! No bien salimos

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del edificio, ¡cataplún! Piedra y polvo na má, igualitico al Partenón ese de los griegos
que vi en un libro prestado. Luego de la catástrofe nos albergaron dos años; más
tarde, bien tarde, nos dieron un apartamentico, ¡no, pero ahí todavía queda gente
esperando porque le den casa! Imagínate, en ese albergue de la calle Monserrate hay
mujeres que se han hecho viejas pellejas. Nosotras navegamos con suerte porque la
presidenta del consejo de vecinos es tremenda chivatona y tenía un contacto que nos
resolvió. Nos otorgaron un apartamentiquito, como ya te dije, muy modesto él, en la
calle Empedrado número 505 entre Villegas y Monserrate. La calle Empedrado es
famosísima por La Bodeguita del Medio, a la cual no puede ir ningún cubano si no es
acompañado de un extranjero. Pero no te vayas a equivocar (miro a todos lados),
cuidadito ahí, a mí me priva este país, ¡aquí somos requetefelices y palanta y palante!
Hace un calor del carajo, pero mira cómo hay playas y arrecifes, las playas pa los
turistas y los dientes e ’perro pa los nativos. Pinta pallá, ahí viene Maruja, la señora
del pañuelo en la cabeza y el bastón, la viejita de la jaba. ¡Ay, verdad, qué torpe, si
todas las viejas llevan jabas! Chico, esa que camina apoyándose en la puerta de latón
de la bodega. Esa viejuca es de lo más mortalítica, quiere decir superchévere. Ella es
hija de isleños, de los de Canarias, pero nació aquí, esa pobre señora se pasa la vida
en las colas, del cuarto a la bodega y de la bodega al cuarto. Un día se paró en la
esquina, miró a la profundidad, al abismo interior de la jaba vacía y dudó: Ay, mi
madre, Cristo bendito, qué memoria la mía, estoy ya tan arteriosclerótica que ya no
sé si es que voy o vengo del mercado. Con eso te lo digo todo. ¿Qué cosa, mi chino,
que cambie el tema? Sí, sí, sí, yo sé que a ustedes los fotógrafos les amargan estos
temas. A mí lo que me entristece es ver cómo en las fotos la pobreza se ve así, tan
bonita. ¡No, mi amor, eso yo no te lo voy a negar, aquí sí hay pobreza, y mucha!
Escúchame bien, ¿ves a esa mujer sentada con el perro, y al otro tipo que mira pallá,
y al negro de punta en blanco que hasta la cabeza la tiene blanquita en canas? —
dicho sea de paso, ese negro debe de ser viejo como loco, porque pa que a un negro
se le vean las canas es porque es de un siglo de antes de nuestra era—, pues ese
conjunto de personajes tú los ves y los fotografías y ya, y luego te largas a tu país,
pero lo bueno de la foto, lo que tú te pierdes, es ese más allá que hay de la puerta
padentro, detrás del niche canoso. Por esa puerta padentro hay una lobreguez que le
para los pelos de punta al más pinto. ¡Una miseria que ya quisieran las favelas
venezolanas o brasileñas! Cállate boca, ahí llegó la fiana, brigada central. A
propósito, ¿allá por donde tú vives no pusieron en la televisión Brigada central? Es
un serial español, donde actúa Imanol Anas, el que hizo de Leonardo Gamboa con
Daisy Granados haciendo de Cecilia Valdés. Yo lo conocí, ¡niño, estáte tranquilo!,
¡más decente! Me firmó un autógrafo y todo, en la plaza de la Catedral. ¿Te quedaste
botao, no entendiste? Bueno, desmaya el chisme. ¿Y cuál es el cuento con estos dos
policías que se aproximan como quien no quiere la cosa? ¿Qué sucede, compañero?
Usted mismo el de la camarita. Aquí hay mucha dignidad pa que lo vaya sabiendo.
¿La joven lo está molestando? No, porque por acá pululan una cantidad de

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muchachos malcriados, escoria, vaya… ¿Cómo dijo, una foto de nosotros? ¿Los dos
juntos? Estamos trabajando y nos puede costar caro, bien, dale, métele ahí rápido,
¿cómo nos colocamos, nos reímos? Mejor no nos reímos. Chácata. Ya usted sabe,
aquí estamos para servirle. Cuba es un eterno verano, venga a vivir una tentación. A
mí me han dado un revirón de ojos, se ve que no les gustó que estuviera renguinchá
de ti, fotógrafo. Sí, aquí hay mucha dignidad, demasiada, sobra, pero la dignidad no
se come, cariño, en fin, el mar… Hablemos de los peces de colores. ¡Apunta pallá, no
te las pierdas, ay qué niñitas tan monas, una en el velocípedo, y la otra con perrito de
lo más chulo! Ah, ya las habías visto, por supuesto, el fotógrafo es el que ve más
rápido, más hondo y mejor. Cualquiera diría dos típicas habaneritas, graciositas,
ahorita te preguntan la hora a ver si eres yuma, primero pa pedir chicles, luego que
las saques del país… Pa que tú veas, la gente engaña, ellas sólo querían una foto, ya
tú ves, todavía quedan niños educados. Yo también lo soy, que se sepa que tengo
trece años nada más, mi chino, y ni sé en qué etapa de la vida estoy, aquí una se hace
tembona en un pestañazo, pero al mismo tiempo no conozco na de la vida. Pa mí el
mundo es La Habana Vieja, cuanto más Centro Habana. Una vez me desplacé hasta el
Vedado, pero el transporte está en llamas, en candela, vaya, no hay quien se empate
con un camello, nombrete que les hemos puesto a las guaguas en la actualidad. ¿A
pie? ¡Mi cielo, no hay jama, no hay proteína pa tanto! Tú sí que puedes porque tú
estás ranqueao en las grandes ligas con respecto a carnes, vegetales y frutas. Pero
aquí una ni ve pasar la carne. Yo, en la vida he visto una vaca viva. ¡Ah, no,
espérate!: una vez vi una en el noticiero de las ocho de la noche por el Canal Seis. Sí
aquí tenemos sólo dos canales, el Seis, que es el de la novela, y el Dos, que es el de la
pelota y los discursos. Desde que tengo uso de razón veo la telenovela brasileña, es
una cosa que me priva, en un televisor marca Caribe, en blanco y negro, pero de que
la veo la veo, ¡cómo no! En un futuro no muy lejano, a lo mejor mi mamá, o yo
misma, consigamos un aparato a color… ¡No, no, no, tú no te me puedes negar, tienes
que hacerle una foto a ese que vie-ne por ahí! Te presento a mi padrino, él es palero,
abakuá, y todo lo que tú quieras y mucho más, ¡a su prenda hay que decirle usted!
Cuando lo necesites él te puede hacer un buen trabajo, amarrar a tu mujer pa que no
te deje nunca, envolver a tu jefe pa que te aumente el sueldo, lo que tú pidas por esa
boca él lo logra, ¡es un puñetero volao! Padrino, no se asuste, quieto ahí que lo van a
retratar, vas a salir publicao en el mundo entero. El mundo entero, el imposible. Ya se
aleja indiferente, cantando un bolero, trafucándole la letra. Ahí se va mi padrino,
ajustándose la gorra sudá. Te voy a contar un poco de mí, fotógrafo, dime si te
interesa, claro. Yo siempre me he destacado por ser tremenda pandillera, pero sana,
sin hacerle daño a nadie. A mí lo que me gusta es estar en la calle, mataperreando,
jodiendo, riéndome, de marimacha, arrecostá en cualquier pared viendo a los turistas
pasar. Debe de ser extrañísimo eso de ser extranjero, ustedes van por la vida así,
tirando fotos como en una película, sin inquietarse por si llegó el huevo, o que si la
leche se cortó con el calor y por eso no la despacharon. A mí, cuando me preguntaban

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de chiquitica que qué quería ser cuando fuera grande, respondía que extranjera. A
veces odio ser yo, pero otras lo que siento es deseos de seguir aquí, sin hacer ná,
mirando a todo el mundo pasar. ¿Estoy despeiná? No, es que no soporto salir
desarreglá en las fotos, qué dirán por ahí después, mira a esa chiquita con las pasas
paradas. A mí me fascina verme bonita en los retratos, sucede como con las casas, es
cierto que aquí la ciudad está desbaratá, pero todavía quedan algunos lugares más o
menos elegantes. Lo que es esta zona del casco histórico la han restaurado de manera
b-a-s-t-a-n-t-e acogedora, pero lo que es de ahí pallá, pa envuelta de la iglesia de la
Merced, de Muralla hacia Paula, lo que son las calles Santa Clara, Luz, Acosta, Jesús
María, Merced, San Ignacio, Muralla, Inquisidor, Habana, Cuba, Aguacate, Villegas,
todo eso está en ruinas. Por ahí anda un chiste que dice que los americanos deciden
bombardear Cuba de una vez, ya, pa que Quien Tú Sabes no se llene más la boca
diciendo que los americanos quieren agredirnos y que esto y que lo otro. Entonces
envían un cazabombardero pa acabar con nosotros, pero en el momento de tirar la
bomba, el piloto mira para la ciudad, toca con el codo al copiloto preguntando: «Oh,
Scott, ¿quién se nos habrá adelantado?». Y sin embargo, la vida tiene cada cosa,
porque así y todo la ciudad luce simpaticona. Yo he chancleteao este barrio que tú no
tienes ni una idea, de cabo a rabo, este niño, no hay familia decente ni bandolero que
yo desconozca. Soy socia, ambia, vaya, hasta de los curas de la iglesia de la Merced y
del Espíritu Santo. Si supieras la suerte que tengo para las amistades mayores. Mi
madre trabajaba en una pizzería que acaban de cerrar, en la calle Obispo, ahora se
dedicará a fundar una Paladar, es decir una pizzería en fulas, semiclandestina. La
ayudaré, por supuesto. ¿Los materiales? Los ingredientes querrás decir, ¿que de
dónde voy a sacarlos? A mí sí que no me preguntes sobre esa situación, yo qué sé. De
por ahí. En una ocasión comí gato, sin enterarme, unas albóndigas de miau. ¡No, ahí
sí que no, mi vida linda, los perros son sagrados en este país! Tú no ves que los
perros pertenecen a san Lázaro, que es un viejito muy santo, milagrosísimo él. Desde
que soy gente asisto cada diecisiete de diciembre al Rincón, donde se encuentra el
santuario del viejito que me protege, ¡y de rodillas, de r-o-d-i-l-l-a-s, ni ná ni ná!
Porque yo soy de lo más devota. ¿De quién, a quién tú mencionaste? Por favor,
cariño, no pronuncies ese nombre que trae mala suerte. Yo me considero única y
desinteresadamente devotísima de Babalú Ayé, que no es otro que san Lázaro. A mí
nadie me obligó, con ese don se nace, es muy natural. Aquí el que no tiene de congo
tiene de karabalí. Acto seguido podrás interpretar que a todo lo largo y ancho de esta
islita, por delante, por detrás y por los cuatro costados, toditos tenemos nuestra cosa
hecha, su cuestión preparada. ¿El qué? ¿El comucuánto? ¡Oye, mira que tú eres
cómico! Pues él, ¿el comunismo me dijiste? Él, ahí, de lo más bien, encantado de la
vida, saludable y alimentadísimo, como si con él no fuera, haciéndose el de la vista
gorda. ¿Qué otras cosas lindas podría contarte? Vaya, para que te lleves una excelente
imagen de este país. ¡Ya sé! Pues, tengo una amiguita que vive muerta con el circo,
encandilada con los payasos y con los elefantes y con los trapecios y todo cuento. Sí,

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me confesó que sueña con ser trapecista. Yo, antes, quería ser gimnasta, como
aquélla, la Nadia Comaneci, ¿la recuerdas? Pero clausuraron el CB deportivo de la
calle Mercaderes, las instalaciones se jodieron por falta de mantenimiento. Ya no
quiero ser gimnasta. ¡El CB, niño! ¿Tú no sabes lo que es un CB deportivo? No, para
nada, no es se ve, se escribe C y B. ¿Cómo, igual a esa tarjeta? En mi vida había visto
yo carta tan brillosa. No seas mentiroso, tú. ¿Que con esa postalita se puede pagar?
¡Qué va, pa su escopeta, ni me la acerques, no quiero cuentos con trucos raros!
(Ahora me alejo, haciéndome la brava, la rebelde, la salvajona, pero esto de la foto
me llene trastorná; él se detiene en una esquina, el vecindario lo aborda; retrata a
todos cuantos se meten delante del lente, después regala las pruebas que van saliendo,
ha alborotado al barrio; le sacó una al tipo que le dicen el cosaco, debido al sombrero
y el bigotón, el socio estaba en tremenda pea, con un ojo entretenido y el otro
comiendo mierda, manda un feo que ni malanga, pero ¿quién lo iría a decir?, resultó
ser superfotogénico, quedó bonito y todo; en la parada sobreviviente de guaguas
fotografió a Pepito, quien regresaba del policlínico con una placa de los pulmones en
la mano, toda la luz del universo atravesaba la radiografía; sin contención ni remilgos
vuelvo a engancharme de mi amigo el fotógrafo, aquí estoy, pegá como un moco,
pero él es de lo más cariñoso, pareciera cubano. ¿Que qué? Ya empezó de nuevo, es
tremendo preguntón.) ¿Que por fin qué voy a ser cuando sea mayor? (Me la puso en
China, ya le conté que me decepcioné con la gimnástica.) Ay, chico, todavía tengo
tiempo, no le he dado mucha cabeza a ese asunto. Como soy medio marimacha a lo
mejor va y me dedico a técnica de bicicleta. (De súbito, descubro a Lola, la
lavandera, sentada en un banco cagao por los sinsontes del parque de la plaza de
Armas, ahí está más solita que la soledad misma, con un suetercito rojo, sucio que da
grima, con el calor que se está mandando; yo que siempre ando en chores bien
corticos, a punta de nalga, sin ná pa arriba, porque como aún no he desarrollao bien.
Lola fija la vista en la luna de Valencia, anda por Belén con los pastores, acariciando
a otro perrito abandonado, a quien ella de seguro acaba de recoger, es una perrera de
ampanga.) Pues, oye lo que te voy a decir, mi curucucucho de mamey, si se pone más
dura la situación me dedicaré yo también a lavar pa la calle, o a mirar pa los celajes,
igual que Lola, o a recoger perros, o a las tres cosas juntas. ¿No te parece una buena
idea? Tal vez, pensándolo mejor, si esto se arregla, si cambia, vaya, quién sabe. ¿Tú
de verdad tienes fe en que esto se compondrá algún día? ¿Crees que yo pueda llegar a
ser fotógrafa? Sí, como tú.

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Historias de Olmo
Rolando Sánchez Mejías

Viaje a China

Olmo se abrocha los zapatos, va a China, vuelve de China y se desabrocha los


zapatos.

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Periplos

Olmo viaja de La Habana a París, de París a Barcelona y de Barcelona a Feldafing.


En Feldafing toma el tren equivocado y en vez de ir a Erding, como era su idea, va a
Tutzing. En el trayecto se le ocurre que quiere visitar la estación de Hackerbrücke. Le
gusta la palabra Hackerbrücke. Pero le tiene miedo. Dice: «Hackerbrücke: palabra
que te parte los dientes». También le gusta la palabra Mühltal, otra estación. «Palabra
que parece una vaca.» Finalmente se queda dormido en el tren. Ya es tarde para ir a
Erding. Pero piensa que algún día irá a Erding. Y a Gauting. Y tal vez a Eching. Y
vuelve a quedarse dormido soñando con la palabra Pasing.

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Decepción

Olmo llega muy abatido, se sienta en el sofá y explica su decepción con el lenguaje.
Explica que las palabras ya no sirven para nada:
—¿Qué es la palabra calabaza sino una calabaza vacía?
Dice también acerca del lenguaje:
—De acuerdo. Es una escalera para subir a las cosas. Pero una escalera con
defectos. Subes y te caes.
Se ve muy abatido. Entonces a la abuela de Olmo se le ocurre la idea de cantarle
una nana y Olmo se va quedando dormido y tiene un sueño muy bonito en un mundo
sin palabras.

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Blatta orientalis

Olmo quiere suicidarse y escoge un hotel barato. Se sube a la cama y hala la lámpara
del techo por si se cae y ve una cucaracha en la pared. ¡Olmo siente por las blatta
orientalis un terror ancestral! Ahora la cucaracha está dentro de uno de sus zapatos al
pie de la cama y Olmo no sabe qué hacer. Se acuesta sin hacer ruido y se tapa de pies
a cabeza y se hace el muerto mientras imagina un mundo sin blatta orientalis.

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De la soledad de los acontecimientos

Cuenta Olmo:
—Ningún acontecimiento está solo en el mundo, señores. Verán. El taimado
Gordolobo es mi vecino. Si pego el oído puedo sentir a Gordolobo apretarse contra la
pared y cantar con voz espantosa y vestido de campesina bávara operetas lascivas.
Cuando nos cruzamos Gordolobo me sonríe porque sabe que yo sé de su abyecta
naturaleza.
Ningún acontecimiento está solo en el mundo. Napoleón veía venir un zorro
desde el campo enemigo y sabía que la batalla estaba perdida. Una vez una rata se
coló por la cañería de mi apartamento. Gordolobo había conseguido expulsar a los
filipinos del entresuelo porque los domingos hacían «curas de risa».
Pues bien, materia nigra, narratio brevis: la rata, la rata traída a colación, llevaba
en la boca el brazo de una muñeca. ¡Ninguna rata viene del infierno, señores! Y mi
rata provenía —¡lo aseguro!— del piso de los filipinos. Gordolobo tampoco ama a
los perros. Ni a las flores. Deja que se sequen en la ventana como una advertencia
para todos.

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Olmo no puede pensar

Olmo llega muy sobresaltado y dice que no puede pensar. Que le han echado una
brujería en la puerta de la casa —«¡una gallina muerta con un lacito rojo amarrado a
una pata, oh!»— y que no puede pensar. Nadie sabe qué hacer con Olmo que se
sostiene la cabeza con las manos y repite todo el tiempo lo mismo: que no puede
pensar.

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Del uso de las metáforas

El día es tan bello que un amigo de Olmo se siente perturbado. Piensa que el sol es
una naranja que rebota en el horizonte. En eso se topa con Olmo que viene pensativo.
El amigo le dice a Olmo: «¡Olmo, fíjate qué día más bello, el sol es una naranja
que…!». Olmo lo mira como si hubiera visto al diablo y echa a correr mientras grita:
«¡Necio, necio!».

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Pruebas

Cuenta Olmo:
—A veces esperas que la realidad se te vuelva una lámina. Entonces crees que la
tienes. Pero no la tienes. Pues no basta con laminar la realidad. Tampoco basta con
que enciendas un cigarro en busca de profundidad. A veces en busca de profundidad
se pierde en realidad. Y viceversa. Una vez un filósofo le dijo a otro filósofo que era
probable que en la sala donde estaban hubiera un rinoceronte. Que de la realidad
podía esperarse cualquier cosa. Que era probable que en la sala donde estaban
hubiera un rinoceronte y que no faltarían pruebas para tal aseveración. El otro
filósofo le contestó que no había suficientes pruebas para tal aseveración. Que de la
realidad no podía esperarse cualquier cosa. Que no había un rinoceronte en la sala
donde estaban y que no faltarían pruebas para tal aseveración.
Cuenta Olmo mirando a la profundidad de la sala.

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Escritor

Olmo se topa con un escritor que se jacta de no escribir. «¡Veinte años sin escribir!»,
rechina los dientes el escritor muy cerca de la cara de Olmo. El escritor arranca un
pedazo de papel, hace unos garabatos y se lo da a Olmo: «¡Esto es lo único que
tendrán de mí!». El escritor enciende un cigarro y dice más calmado: «Deberían
darme un premio por mi silencio». Fuma y susurra: «Pero yo no aceptaría el premio».
Se queda observando el humo del cigarro: «O no iría a recogerlo».

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Aqueronte

Algunas noches Olmo recibe la visita de Eulalia, su tía muerta. Ella suele hacerlo por
lo general cuando Olmo intenta dormirse. «Ay Olmo, hijo mío, qué mala cara tienes,
cariño.» Ella se sienta en la cama junto a Olmo y se pinta las uñas de las manos:
«Rosado. Uno de mis colores preferidos», dice alargando las manos. Luego revisa las
gavetas de la cómoda: «Olmo, mi amor, ¿cuándo aprenderás a doblar los calzoncillos,
corazón?». Luego revisa los apuntes de Olmo sobre la mesa y lee en voz alta: «No
tengo sustancia interior… y remo en el Aqueronte… como si de la vida se tratase…
¡Ay Olmo, por Dios, que te vuelves loco, mi vida!». Se pinta otra vez las uñas y dice
estirando las manos: «Morado. Uno de mis colores preferidos».

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Instrucciones para bajar una escalera

Olmo descubre una mañana que no sabe cómo bajar la escalera. (Sabe cómo subirla:
ha leído un Manual de Instrucciones para subir una escalera. Pero no sabe cómo
balarla.) Olmo retrocede aterrado y busca en el librero algún Manual de Instrucciones
para bajar una escalera. No lo halla. Sin embargo halla uno de cocina paquistaní y se
hace una tortilla al curry un poco chamuscada pero en general bien.

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La Convención

Una vez Olmo se asomó a la ventana y vio un pájaro mecánico posado en una rama.
Sus piezas acoplaban perfectamente incluso al levantar vuelo. En los días siguientes
Olmo vio otros pájaros mecánicos. Sobre su mesa de comer o volando en la lejanía.
También en forma de puntos, instalados en el horizonte. Olmo se rascó la cabeza:
«Culpa de La Convención». ¿Qué Convención? No lo sabía. Pero le fascinaba la idea
de que Detrás de Todo Aquello se Ocultaba La Convención. Fue una dura época para
Olmo, donde no escasearon las mayúsculas ni los pájaros mecánicos.

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Turcos

Olmo quiere visitar H. pero le aconsejan que no vaya a H., que allí matan a los turcos.
«¡¿Turcos?!», se sorprende Olmo. «¿Y yo qué tengo que ver con los turcos?» Se mira
en el espejo. Nada especial en la cara. No, las orejas no. Los ojos tampoco. Ni la
boca, se relaja Olmo. De pronto: la nariz. Olmo se queda estupefacto: «¡Dios mío, la
nariz!». No que la nariz fuera turca pero. Había algo. Tal vez la punta. O la curva.
Sabía Dios. «¡La nariz!» Olmo retrocede espantado, se mete dentro de la sábana y se
tapa de pies a cabeza.

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Sistema inflacionario

Olmo tenía entre sus planes escribir alguna vez un libro acerca del sistema
inflacionario de las ratas en sus madrigueras. Decía de los machos: por lo general son
rapaces, díscolos y mentirosos. De las hembras alababa especialmente su zalamería,
su vaivén gramatical, su contoneo «espirituoso» entre las inmundicias acumuladas.

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Perspectivas

Visto de espaldas, Olmo produce la trágica impresión de un acromegálico que mira a


la lejanía. Visto de frente: una bola, una bola cómica que rueda a ras de los
acontecimientos.

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Las aguas del abismo
Félix Lizárraga

Waiting to take you away


Beatles

Las hordas de los perros del hortelano, implacables e innúmeras, desertaron al fin la
biblioteca; la temporada de la caza de exámenes había terminado; pude volver
tranquilo a la sala grisblanca con algo de templo y de sepulcro, colocar mi carpeta
sobre una mesa a dos —a la última de a uno acababa de adelantárseme una vieja,
pisándome de paso con un tacón como una daga—; entregué mi pedido a la
bibliotecaria de cara de vinagre, me dispuse a esperar en el sofá mullido del
vestíbulo, encendiendo un cigarro que, bien lo sabía yo, iba a multiplicarse por tres o
cuatro mientras venían los libros, siempre traídos por sabe Dios qué sádica tortuga;
extendí el pie adolorido, me eché atrás, me puse a ver pasar la variopinta fauna de
biblioteca (pido disculpas por lo de variopinta; es palabreja que abunda en las usuales
traducciones del ruso tanto como escasea en la literatura de lengua castellana, del
Mio Cid a la fecha, supongo por las mismas, recónditas razones; la apunto sólo
porque se me ocurrió allí mismo, nunca para dar pie a comentario alguno a posteriori
o margen, literarias malicias a las que soy ajeno; ojalá se vacíe alguna mesa sola,
pensaba yo también; he entresacado, a modo de ilustración circunstancial, un par
apenas de las mil y una cosas que me vinieron a la mente durante los minutos de la
espera; constatar siquiera una centésima parte de su total es tarea a la que renuncio de
antemano; aun cuando la memoria lo conservase todo —como dicen que hace en
realidad, lo que sucede es que no poseemos, al menos todavía, la llave que abre esa
pandórea caja— no me hace falta alguna ese conocimiento incluso ahora, que me
afano en reconstruir un par de horas escasas de una tarde invernal; necesitara en caso
tal seiscientas páginas para cada minuto, no las menos posibles en que intento apretar
esta historia; sin contar con que el tiempo, la memoria, sinónimos acaso, no son eso
que el vulgo entiende como tales —pero cierro el paréntesis—); así sentado, fumaba
yo, esperaba; un viento repentino —maldito invierno— hacía hablar el metal de las
persianas, ululaba allá afuera, anacrónico coro de plañideras árabes; me arrebujé en
mi abrigo —maldito— sin resultado —invierno—; de este modo llegué al segundo
cigarro; mi caja de fósforos callaba (pero yo hubiera jurado que estaba llena), y hube
de recurrir a mi recién vecino de espera; admiré unos instantes, tras prender mi
cigarro, el viejo encendedor, pesado, de un metal oroviejo, delicados relieves

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figurando uno como dragón que vomitaba asiático florescencias de fuego; lo devolví
a su dueño —ojos claros, mi edad, suéter rojogastado de rombos arlequinos, poco que
ver con el objeto que parecía pedir para hacer juego algún señor maduro de traje y
portafolios—; regresé a mi cigarro; una de las ventajas indiscutibles del cigarro es
que permite colmar o fabricar las pausas que uno quiera, cuando uno quiera; yo, por
qué no confesarlo, casi siempre las quiero; no soy tímido, pero tampoco
especialmente sociable; en general prefiero fumar a conversar, aun con aquellas
personas que prefiero; eso me ha hecho ganar reputación de tipo comprensivo, lo que
tampoco es especialmente cierto; y de discreto, cosa que sí es verdad, aun cuando no
lo sea por convicción especial, sino, más bien, por pura indiferencia (todo este
análisis de personalidad, tal vez exacto, no lo he hecho yo, lo que fuera un estímulo
aunque un esfuerzo que no haría por mí mismo, sino Martha, con el agravante de que
poco a poco, con el paso del tiempo, ha ido volviéndose su tema favorito, a cualquier
hora; al principio a ella le encantaba, por ejemplo, que yo fumara despaciosamente
después de cada amor; le parecía muy chic, muy cosa de película —ella no fuma,
claro—; ahora ha dado en decir que el humo le da alergia, lagrimea y se frota la nariz
para demostrarlo, lo cual, amén de ser una burda artimaña, pone en peligro de
extinción la poca nariz que tiene; a mis observaciones sobre el particular, ella
responde que no hay motivo para preocuparse, ya que yo tengo suficiente nariz para
los dos, y sobra; etcétera; pero lo que a ella le molesta, a pesar de sus campañas
antinicotínicas, no es el cigarro —sería lo de menos—, sino lo que me hace fumar,
que es como decir que le molesto yo; cuando se lo insinúo, monta infaliblemente en
cólera —feroz cabalgadura—, llora y protesta que estoy cansado de ella y que por eso
invento —yo— cosas como ésa; la calmo, la consuelo; hacemos el amor; más tarde
fumo; vuelve el ciclo a empezar); todo este paréntesis interminable no es más que una
intentona, algo excesiva, es cierto, por dejar claro que no soy el lobo estepario, pero
que no me gusta conversar; por lo menos, no especialmente; y que el fumar me sirve
de coraza o caracol como a otros de trampolín, enlace o contraseña —¿tiene
fósforos?, por ejemplo, y de ahí a charlotear de cualquier cosa, desde pelota a sexo—;
y, en fin, que no veo por qué tendría que ser de otra manera; lo que la gente llama
conversación no es hablar de verdad, sino cambiar palabras, o darse mutuamente la
oportunidad de reforzar los egos respectivos por medio de abundosas excreciones
verbales, que al otro no interesan; o soltar y escuchar palabras para no pensar; o
sentirse, de tal modo, cointegrantes de algo, como el círculo de humoristas del cuento
que tenían ya todos sus Justes sabidos y numerados, torciéndose de risa en cuanto
alguno citaba el diez, o el veintidós; o cualquier cosa, en fin, excepto una
conversación verdadera, entendiendo por conversación verdadera el intento de
comprender a sí mismo y al otro con ayuda del verbo —y esta definición es pobre y
es oscura, pero me extiendo demasiado y necesito contar una historia, ceñirla paso a
paso para entenderla, y a cada paso me aparto del camino en pos de alguna de mis
ideas fijas (afirma Martha, a propósito, que soy esquizoide, y además obsesivo; ella

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debe saberlo, pues estudia Psicología, esa carrera demencial); las ideas fijas, que son
como mariposas y como señuelos que van tentando fuera de su camino al narrador—;
acabando de una vez con digresión tanta diré que, para asombro mío y escándalo del
universo, los libros que pedí me fueron entregados antes de terminar el segundo
cigarro; cojeando me dirigí a mi mesa, no sin antes comprobar que ninguna de a uno
estaba libre —la vieja del tacón volvía hacia mí un cráneo que brillaba, ceroso, bajo
unas greñas grises cuidadosamente presilladas—, fumé lo que quedaba del segundo
cigarro, abrí un libro, empecé a leer; no hay sedante que iguale —ni siquiera el suave
movimiento, el ballet en ralentí de los peces de acuario tras el vidrio— a la prosa
geométrica de un ensayo francés, aun traducido; está todo tan en su lugar como en la
fachada del Petit Trianon, y el efecto es el mismo; el de algo armonioso, preciso, no
muy imponente, es cierto —la imponencia es virtud sajónica—, un poco de juguete,
pero calculado hasta la millonésima de fracción; busqué, a tientas y mecánicamente,
el cigarro tercero y la caja de fósforos que bostezó vacía cuando la abrí (pero yo
hubiera jurado que estaba llena); mi recién vecino de mesa me tendió una fosforera
metálica, pesada y oroviejo con un reptil llameado que reconocí al tiempo de intentar,
vanamente, prenderla; ardió al instante sin embargo, de un chispazo esmeralda, en
manos del vecino; le brindé otro cigarro; gracias, dijo, no fumo; yo volví a mi lectura;
¿Medusa y Cía?, preguntó al rato; ¿qué?, dije yo; Medusa y Cía, repitió, que si es lo
que estás leyendo; le dije que sí; no es mal libro, dijo; lo miré; tenía tanta cara de
habérselo leído como yo de San Juan Evangelista; en lugar de eso le pregunté si lo
había hecho; sí, hace tiempo, no está mal, pero no acaba de gustarme, aunque
contiene una idea muy interesante, o más bien la sugiere; ¿cuál?, le pregunté, ya
resignado, esperando llegase pronto en mi socorro alguna de las avinagradas
bibliotecarias y nos mandase callar; la idea de la naturaleza como imaginación, sonrió
mi vecino con los ojos verdes, gatofelinos; Caillois encuentra analogías entre la
actividad natural —verbigracia, dibujos del mármol y las mariposas, ocelos y danza
de la mantis— y la humana —pintura, mascaradas rituales de las edades líticas— (se
veía absurdamente joven, mi vecino, pronunciando palabras como aquéllas con su
tranquilidad); natura naturans, natura naturata, indecisión, indefinición,
mtercambiabilidad de ambas; luego esa idea tiene como un segundo encanto, y es que
podemos invertirla, virarla del revés como un bolsillo, y encontrar en su reverso una
idea no menos interesante, la de imaginación como naturaleza, le dije que eso de virar
las ideas del revés no parecía un procedimiento precisamente respetable, ni
muchísimo menos; al contrario, me afirmó mi vecino, es ésa la piedra de loque de las
ideas; las ideas que perecen, tripas al aire, al ser viradas del revés son las ideas pulpo,
las ideas sin verdadero agarre natural; pura dialéctica, mi socio; en este caso, de todos
modos, no veo la relación, un poco molesto, aunque ya interesado; ¿cómo que no?; la
imaginación como naturaleza, es ya una idea platónica, por no ir más lejos y
remontarnos al maya hindú o al hugalaya de los tibetanos; son cosas muy distintas,
dije yo; tan sólo en apariencia, dijo mi vecino de suéter arlequinado; el mundo como

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emanación aparencial del topus uranus, pleroma o sefirot, y el mundo como tejido de
apariencias o rueda de metamorfosis ilusorias nos viene resultando, a estas alturas, el
mismo perro con distinto bozal; una fuente de imágenes, el soterrado trípode de las
madres o ménades —mónadas, perdón— crea y contiene en sí, en tales concepciones,
todo lo que percibimos en duración, duración incluida —el tiempo es, sin duda
alguna, la mayor ilusión—, o sea, como dirían los físicos, nuestro continuum espacio-
temporal, el mundo; dejando a un lado, como cosa ociosa, las connotaciones
ontológicas y el llamado problema último de las filosofías, esta idea arroja fecundas
iluminaciones sobre la cultura humana, pues ¿qué es esa cultura, sino una segunda
naturaleza, creada, creadora, la cual, sirviendo de habitación al hombre, espacio
segregado, constituye por tanto la natura más importante y vital para él?; si
invertimos la famosa sentencia de Thomas Browne, según la cual todas las cosas son
artificiales, pues la Naturaleza es el Arte de Dios, tendremos que todas las cosas son
naturales, puesto que el Arte (techné o poiesis, actividad creadora) es la Naturaleza
del Hombre, idea de una mayor fertilidad desde este punto de vista; las ideas, pues,
son tan naturales como un plátano o como este cigarro que, dicho sea de paso, se ha
acabado; tendió su fosforera y yo, de manera mecánica, el cigarro, la llama se elevó
verdeprofundo; ¿qué gas tiene esa cosa, pregunté, que ha dejado al cigarro como un
sabor de azufre?; eso se le pasa, dijo mi vecino; el azufre, en este caso, es sólo una
señal; ¿una señal de qué?; el vecino se reía con ojos verdelucientes, ¿de qué
hablábamos?, dijo, de la imaginación, creo yo, le respondí; tenemos entonces que la
imaginación resulta el ser más preciado, el ser del hombre y su natura —naturata y
naturans, y perdona que insista en tales latinajos, pero me gustan tanto—, precioso
más que el alma misma; le pregunté qué entendía por el alma, y me dijo que era un
viejo concepto, demodé y en desuso, pero muy interesante, lástima no pudiéramos
hablar ahora un poco sobre el tema porque había recordado que tenía una cita, que
otro día nos veríamos, levantándose, mi nombre es Ofiel; Efraín, dije yo; su mano era
fría, mano de gente muy blanca; se alejó, ancha espalda, suéter rojogastado, cojeando
un poco; afortunadamente, la vieja del tacón se había ido, Dios sabe cuándo o cómo;
ocupé feliz su asiento junto a la ventana de persianas metálicas que el viento ululante
estremecía; al sentarme toqué algo con el pie dolorido; una polvera antigua, de un
metal como bronce; supuse que, de seguro, se le cayó a la vieja; me miré en el
espejito ovalado, y decidí peinarme; aquí termina lo normal del relato; cuando volví a
mirarme en el espejo, vi en el lugar del mío un rostro de muchacha —miré atrás; miré
el espejo; me miré yo (sin espejo); lo acerqué bien (el espejo); la muchacha tenía ojos
verdiamarillos; vestía un como ropón basto, atado a la cintura con un cordón
trenzado; en los cabellos largos, oscuros, revueltos, llevaba flores, muchas flores,
flores sin orden ni ganas de adornar, sencillamente flores, amarillas y verdes,
enredadas dondequiera; no estoy seguro de que fuese hermosa; parecía muy cansada;
permanecía de pie, centinela descalza, junto al gran espejo; me echó los brazos al
cuello, me miró de muy cerca, ojos verdedorados, ven, es la hora; nos cercaba una

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tiniebla profunda, cavernosa, total, y el resplandor verdehumo del espejo, ¿venía de
tras de mí o del mismo espejo, adonde ella señalaba, ven conmigo?; eso no es una
puerta, es un espejo, dije; no es un umbral, dijo ella, es una puerta de luz, te lo ruego,
amor mío, recuerda; es la hora de buscar, ¿de buscar qué?, la hora de buscar, buscar la
fresa, buscar la copa, da igual, es lo mismo, se iba echando hacia atrás, fresa de
piedra, vaso de dulce carne, o yo estaba cayendo sobre ella, néctar es sangre, íbamos
a caer abrazados sobre el espejo, sima es cima, que ahora era como una mesa, soma
es soma, y como una gema fulgurante, summum sum!; ven, es la hora, sabemos lo
que somos, mas no sabemos lo que podríamos ser, caíamos ya; algo, un repeluzno,
me hizo desasirme bruscamente de sus brazos, recuerda, amor; la polvera cayó al
suelo con sonido metálico y pesado; una saeta última de sol dio sobre la tapa y vi
brillar un áureo instante, borrosa pero allí, las escamas de la sierpe de luego.

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¿Por qué llora Leslie Caron?
Roberto Uría

El Instituto de Meteorología ha dicho que hoy será un día cálido y soleado. Y luego
de hacer sus respectivas acrobacias con las probabilidades y porcientos de lluvia,
vientos y oleaje, ha concluido que las temperaturas máximas en la tarde oscilarán
entre veintinueve y treinta y dos grados centígrados. Habrá sido un día cálido y
soleado, pero yo he amanecido con frío, un frío que nace en el abdomen, y con
mucho viento, y un oleaje de espanto me recorre todo el cuerpo. Estoy casi lluvioso.
Invernal.
Después que me hicieron nacer, hubo grandes disputas familiares por mi nombre.
Héctor contra Alejandro; Enrique contra Jorge. Que si Hugo, que si Javier. Al final,
triunfó Francisco. Pero todos estos años he venido siendo Panchito y, en ocasiones,
Panchy con «i» griega para que sea más sexy… Sólo que yo he llegado a preferir, por
sobre todos los nombres, el de Leslie Caron. Es tan musical, tan europeo. Además,
mis compinches admiten que entre ella, la actriz, y yo, existe un gran parecido, la
misma gracia y la misma condición etérea…
Pertenezco a una familia «sagrada», de esas que ya no vienen más, casi perfectas.
Con una madre, un padre, adorable hermanita, un perro y muchas plantas, resulta ser
un clan apretado y ajeno. La casa, por supuesto, es el clásico nidito decorado y
decoroso. En fin, que al parecer yo termino siendo la única nube gris que empaña la
prosperidad de tal cielo azul.
Porque hay que admitir que en mí la dialéctica funcionó mal; o tan bien que no se
ajusta a las imperfecciones de nuestros tiempos. No sé. El caso es que los miembros
de mi familia, como casi todos, son «entes productivos», «social-men-te-ú-ti-les»,
asalariados del progreso y la concordia, santos y vírgenes bastiones de la economía…
Y yo, por mi triste parte, me siento solo como una mariposa o una caracola: soy una
bella parásita. Me preocupo de embellecerme y alegrarme hoy, y no pienso en el tan
venerado mañana, que cada vez más promete ser atómico o neutrónico o qué sé yo…
No he seguido estudiando porque me aburre sobremanera que durante cinco o seis
horas diarias haya especialistas que me atiborren de esquemas, prejuicios, sucesión de
calamidades y errores, falsas perspectivas y redundancias. Me harté, simplemente. Y
el futuro al carajo.
¿Y dónde podría ganarme «la sal» con el sudor de mi frente? ¿Dónde sin perecer
calcinado en el frío horno de los horarios y las reuniones? ¡Qué tiempos tan bárbaros
éstos!, diría Atila.

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Yo prefiero ejercer de «alegre». La alegría más volátil es la mía; cada trozo de
calle o de ciudad es mi escenario, y yo soy la más cotizada vedette. Me sepulto bajo
una montaña de lentejuelas y luces de mercurio, no vaya a ser que perezca ahogado
por el peso de mis propias luces… Por esto, adoro las paradas de guaguas, los
parques, las tiendas y los mercados, las colas de los cines. Eso sí, jamás he tenido un
baño público en mi currículum. Soy demasiado hipocondríaca y romántica todavía.
Lo mío son las flores, la música —Barbra Streisand es mi ídolo—, los helados, y
la playa con el sol, la espuma del mar y las gentes; sobre todo las gentes, ¡cielos! Casi
casi desnudas. ¡Qué paisito éste! Es la isla mágica de los hombres lindos. Todo el
mundo es bello. Por todas las partes me cercan y me devoran hombres jóvenes,
fuertes, de todas las formas y colores. Son mamutes que te aplastan con tanta
vitalidad. Me cercan —como «un collar de palpitantes ostras sexuales», diría Neruda
—, pero tan pocos me pertenecen alguna vez. Porque si mirar es bueno, tocar es
mejor.
Tocar: perecer. Un instante, un golpe de ala y a volar a lomos de un tiempo
implacablemente epidérmico. ¡Qué manera de perjudicarnos! Pero en fin…
El caso es que me paro frente al espejo y me veo siempre y termino preguntando:
¿qué será de esta loca? ¿Qué puedo hacer contigo, Leslie Caron? ¿Por qué habré
tenido que ser así? He intentado cambiar, pero no logro hallar nada que
verdaderamente me interese. Nada ni nadie. La mayor parte de las gentes me inspira
lástima; son vacíos, tan falsos; se mueven a través de los estrechos márgenes de los
esquemas que les imponen. Yo he optado por esta esclavitud. No me he elegido a mí
mismo, mas acepto las cartas servidas y hago mi juego mortal como cualquier otro.
Es como el color de los ojos; no me gusta éste, sin embargo, no queda otra alternativa
que utilizarlos para ver. ¡Y qué cosas he visto y veo!
He visto a un padre que trabaja demasiado y que «se reúne» todavía más; que
cuando no pesca con los socios, anda con las queridas; un padre que jamás ha
recordado qué día nacieron los hijos.
He visto a una madre que también trabaja como una mula; que se encarcela en su
propia piel siempre atiborrada de coldcream; que cuando no sufre las machangadas
del marido, pone al hijo a peinar sus pelucas y luego va a olvidar las penas. He visto a
una hermana que se casa con un tipo sólo porque tiene una casa en Miramar y un
carro y una videocasetera y un etcétera larguísimo; una hermana que se va y deja sin
ajuar, casi desnuda, a la loca del hermano. ¡Y cómo la envidian todos! Sí, veo
claramente.
Y veré a un pobre pájaro alicaído, arrugado, solo, sin familia ni amigos reales; tal
vez, rodeado de algunos cómplices tan fantasmas y viejos como él. Un pájaro
esperando que algún día termine esta concatenación de muertes cotidianas a las que
se ha sometido. No me hipoteco el futuro ni dramatizo y ojalá que no sea del todo así.
Pero: ¿qué hacer? ¿Qué golpe milagroso podría cambiar el curso de estas visiones?

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Y hay veces que mando al carajo la fobia a las arrugas y me dejo cobrar un precio
exorbitante y —créanme— lloro y lloro como una niña. Sí, amanezco frío y lluvioso,
y me vengo, así, de la utilería tan perfecta de un día cálido y soleado y de las
realidades sádicas…
Y si alguien preguntara: «¿Por qué llora Leslie Caron?», sólo respondería:
«Porque la vida es una cabrona».

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Corazón partido bajo otra circunstancia
Alberto Guerra Naranjo

Para E. Cordero

Desde niño me obsesiono con ciertas imágenes, ésta me persigue en los últimos
tiempos: Una mujer corre desnuda por un campo de flores al amanecer. Quizás haya
salido de algún filme impreciso o de alguna lectura que ya no recuerdo, lo cierto es
que se instaló en mi cabeza y de ella no sale. La veo correr (a la mujer, por supuesto)
pero cuando no aparece me invento su carrera. De tanto imaginar, lo que al principio
resultó placentero (la desnudez del cuerpo, el pelo en armonía con los pasos, sus
senos saltando sin maldad, el sol a contraluz, el campo de flores) se ha ido
convirtiendo en su contrario. Una mujer corre desnuda por un campo de flores al
amanecer, resulta una imagen infeliz, precisamente, por estar plagada de felicidad.
No puedo resignarme a tanto idilio. El amanecer, las flores, el sol a contraluz, me
ofrecen el tono de la cámara lenta. Para el espectador más simple, fuera de encuadre
debería esperarla otro joven con los brazos abiertos. Siempre es así, en el cine y en
todas partes. Al principio era yo mismo ese joven, durante un tiempo me fue
reconfortable recibirla desnudo y hacerle el amor entre las flores. Luego, cuando me
ganó el aburrimiento, opté por sustituirme. Como buen voyeur puse a otro en mi
lugar hasta que se gastó la imagen.
Debo aclarar que cuando pienso en la mujer desnuda por el campo de flores al
amanecer, a continuación tejo una historia y convivo meses con ella en mi cerebro.
De un tiempo a esta parte me cuestiono ese campo de flores, lo encuentro cursi,
manido. La última vez, por simple omisión, con sólo agregar una bolsa de nylon a la
mujer, logré sustituirlo. Lo que me resultaba idílico, casi irreal, de golpe quedó
convertido en una imagen difícil. Una mujer corre desnuda en el amanecer con una
bolsa de nylon, ya es otra cosa. Con sólo agregar bolsa de nylon, paso de mi placer
habitual a un estado de angustia inquietante. Entonces, mientras la veo correr en mi
cabeza, presiento que se llama Laura Miranda, o que por lo menos, así le dicen. Con
otro nombre me hubiera sido imposible hilvanar la cadena de hechos que proporciona
el cambio. Laura Miranda, llamarse así, resulta paladeable, fértil, completamente
opuesto a Julia Pérez Pérez, por ejemplo. La imagino vestida, joven, vital, saliendo
apurada de algún sitio importante. Pudiera ser de una empresa o de algún ministerio.
Pero cuando me la invento tan común ocurre que después no me apasiona, se
pierde entre papeles o entre la multitud y ya no puedo atraparla. Por otra parte,

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llamarse Laura Miranda no me parece apropiado para oficinistas ni para ingenieras, el
nombre se malgastaría puerilmente en la oficina. Prefiero, por ejemplo, utilizarlo en
la radio. Laura Miranda pudiera ser una notable actriz de radionovelas que con cierta
prisa acaba de salir de la emisora. La imagino discreta, cotidiana, ausente del mundo
exterior, pidiendo el último en la cola del camello. No resulta complejo, al menos
para mí, concebir a una mujer de nombre Laura Miranda esperando impaciente en
una cola que aborrece y que a la vez tiene en cuenta. Supongo, entonces, que la
palabra ensimismada podría ser la ideal para definirla durante su estancia en la cola.
Digamos que está pensando en regresar al trabajo. Un angustiante motivo para quien
espera el camello es concebir la palabra «regreso» cuando aún no se ha partido.
Además, «regreso», encierra otra interrogante: ¿por qué?
Imaginándola en el borde de la acera, viendo los autos pasar hacia occidente, le
propongo la siguiente coartada:
Laura Miranda debe regresar al trabajo porque esa noche se celebraría, por todo
lo alto, un homenaje a Félix B. Caignet. Hace señas, detiene su mirada en los carros
con chapas estatales, maldice su poca suerte cuando los choferes continúan
impasibles, o cuando responden con otra seña pretextando que van cerca. El padre
universal de la radionovela, es decir, Félix B. Caignet, artista sumamente olvidado,
resucita otra vez gracias al talento de Laura Miranda. Por azar, por esos malabares
que contiene la palabra azar, ella dio con uno de sus guiones inconclusos y,
finalmente, lograba imponerlo. De la noche a la mañana, ante los ojos incrédulos de
numerosos colegas, dejó de ser la simple actriz de papeles secundarios para
convertirse en la mejor realizadora. En silencio, forcejeó con sus palabras y las del
maestro, adecuando Corazón partido a las nuevas circunstancias, y después, ya con el
título y el guión adaptado, se dedicó en alma y cuerpo a convencer al director de la
emisora. Una maniobra tan difícil como detener un carro a esa hora de la tarde. En
corto tiempo los televidentes, como por arte de magia posmoderna, volvieron a
convertirse en oyentes devotos de las radionovelas, gracias a Félix B. Caignet y al
esfuerzo de Laura Miranda. Incluso, una corporación de equipos electrónicos
aprovechó ese éxito para inundar la ciudad con unos radiecitos baratos marca Sonido.
A pesar del ligero contratiempo en la parada la imagino feliz imaginando el giro que
ocurriría en su vida, cuando unas horas más tarde regresara al trabajo. Corazón
partido es un éxito rotundo y de ninguna manera ella, Laura Miranda, la precursora
del éxito, podía perderse la fiesta donde la felicitaría el propio Ministro de Cultura.
He aquí la razón por la cual Laura Miranda ha marcado en la cola del camello.
Imagino su insistencia en detener algún carro, el calor sofocante, el dedo atento, un
sinnúmero de ideas taladrando su mente de artista atrapada. Debía llegar, bañarse,
comer algo, cerciorarse de que todo marchaba bien con la vieja Amalia, y luego
volver. Los únicos veinte pesos que tiene en su cartera están reservados para alquilar
algún carro si la coge un poco tarde.

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Laura Miranda, en el borde de la acera, podría pensar que conociendo al Ministro
de Cultura, la televisión y el cine la recibirían con los brazos abiertos. Dios no daba
muchas oportunidades, pero le había dado ésa. Corazón partido es el mayor
escándalo cultural del país y todavía ella, Laura Miranda, no cuenta en su currículum
con un minuto de televisión. Nadie me conoce, se dice, pero a partir de esta noche me
van a conocer demasiado.
Luego, de pie, apretujada, con la cartera delante para evitar carteristas, continúa
sus reflexiones en el vientre del camello. La imagino dichosa, aferrada a la cartera,
asegurando su mano al espaldar de un asiento. Como si no fuera el causante de su
dulce existencia permito que actúe, la dejo ser la libre protagonista de mis sueños,
aunque de vez en vez, me permita un torcimiento en su historia. Por la ventanilla
observa el desconsuelo de quienes no pudieron tomar ese camello, comprueba que
afuera ha empezado a llover y, de paso, como si no estuviera en planes advertirlo,
descubre el reflejo de su rostro en el cristal. Laura Miranda es una mujer fea, delgada,
con demasiada nariz para los protagónicos, pocos con ese rostro se arriesgarían en el
cine o en la televisión. Ella lo sabe, supongo que lo sabe, pero desde su infancia
cuenta con un viejo coro de famosos narizones como atenuante. Los descubrió en las
películas del sábado. En numerosos instantes depresivos, ese coro, unas veces
dirigido por Barbra Streisand y otras por el pequeño Dustin Hoffman, canta en su
oído que los feos también tienen su oportunidad sobre la tierra. Si por lo menos
contara con un par de senos similares a los de la rubia que viaja a su lado, o con
menos nariz, y unos labios carnosos donde mostrase la pintura a plenitud, entonces
las cosas marcharan de otro modo. Qué carajo, piensa, entonces no fuera yo misma
sino esa mujer, rubia, alta, con uñas listas para la lima en cualquier parte, y no habría
existido Corazón partido, ni Félix B. Caignet habría dejado de ser un artista olvidado.
Lo importante es no detenerse, se dice Laura Miranda, y de repente, como si
dialogara consigo misma, escucha su propia voz en otra parte.
Un pasajero al final del pasillo trae un radio entre sus manos, dichoso, como si
con ello estuviese prestando un gran servicio al país. El pequeño radio de pilas marca
Sonido permite a su alrededor que todos estén pendientes de la voz de Laura
Miranda. Pronto comprende que no es ése el único radio marca Sonido que propaga
su voz, porque al otro lado de la rubia alguien con portafolios también extrajo el
suyo, permitiendo a los oídos de una señora regordeta con jabas, de varios escolares
de secundaria básica y de la propia rubia que estén al tanto de los sinsabores y
desgracias de la protagonista. En el camello hay mucha gente alrededor de esos
radios marca Sonido, gracias a Laura Miranda. Pero la radio es otra cosa, en la radio
lo importante es la voz, y ella, la mejor actriz de su maldita emisora, de ese antro de
envidias, de ese espacio frustrante y de cargas negativas, se siente muy mal. No la
soportan, los mediocres no soportan el éxito de nadie, se dice. Y recuerda que Roque,
el director de la emisora, le había dicho hacía un rato:
—Laurita, las cosas no son como tú piensas.

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—¿Y cómo son, Roque, si puede saberse?
—Despacio, para que camines rápido.
—¿Todavía más despacio?
—Yo en tu lugar no me quejaba tanto. Eres una gente con suerte. ¿Sabes cuántos
pasan por aquí buscando un chance con sus guiones bajo el brazo? Tú lo lograste.
—No me convences, Roque, de verdad que no.
—Dale despacio, actúa con cautela.
Cautela mierda, Roque, piensa, cuando su mano está a punto de soltar el espaldar
del asiento. Bordean la rotonda de la Ciudad Deportiva y la curva remueve a la
compacta multitud que se aplasta contra Laura Miranda. Faltó poco para que cayeran
al suelo los dos radios marca Sonido que mantienen viva su voz en el camello. Con
cautela Caignet estuviera olvidado y la emisora no fuera la de mayor audiencia.
Corazón partido es un éxito, Roque, hay que retransmitirlo si los oyentes lo piden.
—Pero yo sólo soy el director, Laurita, no te olvides de eso. Nada más que el
director.
—La radio es mierda, Roque, efímera, una máquina de moler instantánea.
Aprovechamos ahora o nos jodemos para siempre.
—Corazón no puede salir dos veces al aire —dijo Roque, entretenido con el
bolígrafo.
Ese cabrón nunca me mira a los ojos, se dice Laura Miranda. Pocos en la emisora
se atreven a mirarla de frente. Quizás el C. V. P., en su afán de cerciorarse del
personal que entra y sale, o Digna, la recepcionista, que le brinda café fuerte en pomo
de medicinas a cambio de que le escuche uno de sus cuentos de ladronzuelos
asechando turistas, o los del violador que desde hace meses se ha convertido en un
látigo para las mujeres de la ciudad. Puros cuentos, salidos por esa boca con aliento a
café, acentuados hasta el delirio para emular con su talento y el de Caignet y
terminados con una frase cortante de recepcionista, que la mira fijamente a los ojos.
Pero el resto del personal, comenzando por Roque, prefieren jugar con los bolígrafos
y pensar que mientras en un camello haya dos tipos con radio marca Sonido,
permitiendo en su vientre la radionovela, todo marcha muy bien en la ciudad.
—¿Y las cartas, Roque, no me digas que yo inventé las cartas?
—Ahora tengo reunión, pero esto lo seguimos hablando en la fiesta, porque tú
vienes a la fiesta, ¿verdad?
Claro que viene a la fiesta, claro que voy a la fiesta, se dice Laura Miranda, a
punto de bajar del camello, ¿quién sino yo tiene más derecho a esa fiesta? ¿Quién
sino ella tiene más derecho a esa fiesta? Corazón partido se retransmite aunque me
deje de llamar Laura Miranda. Luego escucha su voz en los dos radios y se siente
feliz, es una artista con éxito, con mucho éxito. Observa cada uno de los rostros
atentos al destino trágico de su personaje y sonríe. Aunque ninguno de esos seres, sus
oyentes, la reconoce, se sabe admirada, gracias al talento de Félix B. Caignet y a la
suerte de haberse topado con su guión inconcluso.

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Las piernas de Laura Miranda evitan los charcos, atentas al menor resbalón. No
lleva tacones, pero sabe que debe cuidarse. Camina por la acera del bar de la esquina,
ensimismada, reflexiva, sin ánimos para comprobar, como siempre, a los habituales
tomadores de ron concentrados en la suerte de los personajes de Corazón partido.
Muchas veces al bajar del camello se ha detenido en el rostro del barman, en el sinfín
de codos sobre el mostrador, en los vasos con mugre de alcohol pendenciero, en
quien ordena silencio al que llega gritando. Pero esta vez, esta única vez, no tiene en
cuenta a la gente del bar. De haber mirado hubiese visto, como siempre, su cuerpo en
el espejo, los mismos borrachos, y a un nuevo inquilino con barbas, mochila y trago
en mano, que concentrado en la radionovela, al mismo tiempo, examina las piernas
de las varias mujeres que acaban de bajar.
A tal punto la mente de Laura Miranda permanece en la conversación, a tal punto
el bolígrafo de Roque todavía bailotea en su cerebro, que, justo en el cruce de la línea
del tren, un hombre en bicicleta le grita una barbaridad para que atienda. Los planes,
las palabras pensadas al Ministro, los aplausos, el diploma que iría a recibir, de no ser
por la esquiva del hombre, y por los buenos frenos de la bicicleta, hubiesen quedado
truncos junto a un cuerpo adolorido por el golpe.
Es curioso, a partir de ese grito, del gesto del hombre, del asombro de ella, mi
insistencia en la imagen de Laura Miranda pierde interés. La siento distante, como si
nunca me hubiese inventado una mujer con ese nombre. Permito que camine junto al
grupo que se bajó del camello, sin mayores contratiempos. Es una más perdida entre
la multitud que esquiva charcos dejados por la lluvia. Al llegar a ese instante, la
historia se vuelve incontinuable. Regreso, simplemente, a la imagen del campo de
flores, tratando de empezar otra vez. Pero es en vano, llego al cruce de la línea del
tren, le gritan a Laura Miranda, y luego me enquisto.
Sin embargo, hace unos días encontré una brecha en mi cerebro, en vez de
continuar la trayectoria de Laura Miranda, me detengo en la imagen que ofrece ese
hombre en bicicleta. Empiezo a configurarlo empleando el mismo método y las cosas
me cambian, sobre el enquistamiento prevalece la fluidez. Invento a ese hombre con
un viejo pulóver, prominencia de estómago, mocho de tabaco apagado entre los
dientes y dos latas de salcocho en la parrilla. Pedalea lento, hago que eluda guaguas,
peatones diversos, otras bicicletas, mientras deja atrás el cruce de la línea del tren y el
grito que dio a la mujer. Por supuesto, desconoce que se trata de Laura Miranda, la
famosa protagonista de Corazón partido, aunque de ello pudiera enterarse unas horas
después.
En ocasiones resulto excesivo construyendo su imagen. Pero en los últimos
tiempos, con simples pinceladas, he logrado ser preciso. Verlo pedalear en mi cabeza
me permite esbozarle su asunto inmediato:
llegarse al hospital donde trabaja Yunaisy, recoger el salcocho, comprar un litro
de ron y alimentar los puercos de la casa. Creo prudente imaginar que los puercos no
sean suyos, ni tampoco la casa. Por primera vez los muslos de Yunaisy lo serán,

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podría llamarse Navarrete y desde los tiempos de la guerra de Angola ser la
sombra de su jefe, ahora gerente de una Corporación,
como el jefe no está, Navarrete garantiza la vida de los puercos y de paso cuida la
casa en compañía de los muslos de Yunaisy,
Yunaisy, pantrista del hospital, comenta con los enfermos Corazón partido, pero
desde la ventana se interrumpe cuando ve a Navarrete en dirección al patio,
Navarrete sumerge sus manos en los latones del Hospital y Yunaisy, dichosa, lo
espera junto al par de bicicletas, porque van a pasar un buen día,
imagino los codos de Navarrete con restos de arroz con frijoles, las latas de
salcocho rebosantes, el mocho de tabaco equilibrado, peste, mucha peste, cuando
acomodan la carga en la parrilla,
ahora pedalean sobre la humedad del pavimento, Navarrete compra ron en el bar,
Yunaisy, mucho más joven que él, lo espera, lo ve venir satisfecho por la compra,
guarda la botella en la cajita de madera de su propia parrilla y protesta porque ya está
repleta,
Navarrete, descamisado, sudoroso, sin mocho de tabaco en la boca, voltea el
salcocho en el corral, acomoda la comida con sus manos, acaricia los puercos,
acompañado por dos perros pastores, y es feliz imaginando el par de muslos de
Yunaisy,
Navarrete, desde el patio, todavía con los codos embarrados, adivina lo que está
cocinando Yunaisy, adivina lo que guarda entre sus muslos Yunaisy, y los perros,
babeados, con sus grandes colmillos al asecho, se recuestan al muro,
Navarrete, convencido de que no hay ladrón que salte ese muro, lo observa mejor
para sentirse tranquilo y toca el bulto que tiene en la entrepierna, porque es la primera
vez que va a gozar con Yunaisy,
Yunaisy, cocinando, escuchando por enésima vez el cassettico con Corazón
partido que le prestó un paciente, es todo llanto por las lágrimas de Laura Miranda,
mientras Navarrete, impertinente, sin sentimientos, con maldad parecida al malhechor
de la novela, se le acerca, le levanta el vestido y a pesar de su vientre, la conecta con
furia por atrás.
Esas imágenes mundanas me permiten continuar con la historia de Laura
Miranda. Inexplicablemente, vuelvo al cruce de la línea del tren. Navarrete le grita, A
ver por dónde caminas, comemierda, y ella cae en la cuenta de que poco faltó para
que la aplastaran con esa bicicleta. Pero no sólo ella cayó en esa cuenta, desde el bar
cercano a la línea, por el espejo, varios ojos pudieron apreciarlo. Entre ellos, los del
hombre barbado y con mochila, que, dejando el capítulo de la radionovela
inconcluso, acabó de un trago el medio vaso de ron y empezó a caminar detrás de
Laura Miranda. Mejor dicho, detrás de la rubia que bajó del camello junto a Laura
Miranda. Para el hombre, desde el mismo instante en que las vio aparecer, las piernas
de esa rubia le proporcionaron un indescriptible cosquilleo, una erección incalculable,
un deseo de seguir tras sus pasos sin medir las consecuencias. Y si detectó la

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presencia de la otra, es decir, la de Laura Miranda, fue por causa del grito del hombre
en bicicleta.
Dos cuadras después, mochila al hombro, alcohol de mala muerte en la cabeza, él
continúa su persecución placentera. La boca salivea imaginando muy cerca esas
piernas, el peso de la mochila no existe, las gotas esporádicas de lluvia no caen sobre
su cuerpo cansado, a Laura Miranda jamás le han gritado desde una bicicleta. Laura
Miranda, como todo lo demás, es un simple espejismo. Nada existe para el hombre
barbado, salvo la belleza de esas piernas. Los tres se alejan en la misma dirección,
cada uno ensimismado en sus propios pensamientos. Para el perseguidor, sin
embargo, habrá un instante favorable. Tiene que haberlo. Apelando a un filoso
cuchillo esa rubia tendrá que aceptar y ser suya. Lo sabe, por eso siente confianza,
camina despacio, sin tener en cuenta a esa otra que avanza a su lado. Todo es cuestión
de ganar la otra cuadra. Pero, contrario al pronóstico, por azar, por esos malabares
que contiene la palabra azar, alguien, capa en mano, sale al encuentro de la rubia, la
abraza, besa su boca con total espaviento, brinda protección inesperada, dejando al
pobre hombre, barbado, con mochila y cuchillo dispuesto, sin saber dónde meter sus
pretensiones.
La ve partir bajo la capa, bajo el brazo del aparecido, y siente deseos de llorar. El
mundo vuelve a ser el mundo otra vez, las aceras vuelven a tener charcos de agua, la
noche está a punto de caer y la mujer delgada a quien gritaron comemierda, en la
línea del tren, vuelve a ser Laura Miranda. Por supuesto, él no conoce su nombre, y
tampoco pudiera imaginar que esa enjuta figura pertenezca a la actriz que le apasiona
los sueños. Queda unos segundos jadeante, con las gotas de lluvia resbalándole en la
cara, las piernas de la rubia en el cerebro y la erección dispuesta. Pero no todo está
perdido, piensa el hombre catando ese cuerpo, aferrando sus dedos al filoso cuchillo,
caminando de prisa, apretando ese cuello. No todo está perdido, gracias al azar, a esos
malabares que contiene la palabra azar.
Para Laura Miranda el vaho cercano de ese hombre resulta inexplicable,
amenazante, mucho más el cuchillo. Quiere obedecer como Dios manda, pero el hilo
de su orina resbala por las piernas y encharca sus zapatos. Camina o te pico, putica,
mi putica, escucha en el oído con dureza de alcohol y con vaho. Siente el brazo
encima de su hombro tan familiar como el del hombre que esperaba a la rubia, y sin
saber cómo, se va alejando de los charcos, las guaguas, los camellos, las calles, la
ciudad, la vida. La hoja de un cuchillo, a cada instante, le recuerda que pertenece por
entero a ese hombre. Toma por trillos, por ciertos caseríos, bordea las paredes de un
muro alto que protege una gran casa, siente perros ladrar del otro lado, siente la voz
de un dueño que controla, siente puercos, siente su propia voz en Corazón partido,
sin poder avisar a sus oyentes que ella es Laura Miranda y se acaba de orinar en sus
zapatos. Quiere gritar a cuatro vientos que por culpa de un hombre y de un filoso
cuchillo se va cortando el cuello cuando el desnivel del camino lo propicia. Pero
detrás queda la posibilidad de auxilio, el accidente, el tropiezo con alguien capaz de

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comprender, a simple vista, lo imposible que es la relación de un tipo con ese estalaje
y una mujer que acaba de salir de una emisora.
En un rincón de una antigua escuela primaria se ve desnuda, amarrada, muy cerca
del vaho y de todo el rencor de ese hombre. La humedad dejada por la lluvia, sin
embargo, la salva un poco del sometimiento, le permite respirar, oler a tierra recién
removida. Pero de inmediato descubre, a menos de dos metros, el hueco proporcional
a su tamaño donde va a ser enterrada. Laura Miranda, con la mordaza impidiéndole el
grito, suelta lágrimas para aplacar la cercanía de ese hueco. Comprende el final del
guión inconcluso que es su vida. Llora. Maldice haber tomado el camello, maldice al
mismísimo Ministro de Cultura, maldice a Félix B. Caignet y a Corazón partido,
maldice a la vieja Amalia. Siempre digo que va a durar más que yo y miren esto,
piensa. Laura Miranda podía haber quedado en la emisora hasta la hora de la fiesta,
soportando los cuentos de la recepcionista, entibiando sus labios con café fuerte en
pomo de medicinas, esquivando miraditas rabiosas de colegas en celo, editando,
calculando sus palabras al Ministro. Pero Amalia, la vieja Amalia, siempre, desde una
ancha butaca, le exige su vuelta de agregada. ¿Acaso cuando me muera no te vas a
quedar con todo esto?, gánatelo entonces, le dice. ¿Quién la mandó a ella, a Laura
Miranda, no haber nacido en uno de esos hospitales de La Habana? ¿Quién la bautizó
con sus problemas de vivienda? ¿Quién la sacó del pueblecito, la puso en un tren a
probar suerte y luego dejó caer ante sus ojos el maldito guión de Corazón partido?
Por el momento llorar es un consuelo. Mientras, el hombre se da un trago de
alcohol, sin apuro, convencido de que es el dueño de la noche y de Laura Miranda. A
su lado está el cuchillo, filoso, ofreciendo seguridad de culpable; más cercanos, el
pico y la pequeña pala que permitieron abrir ese hueco. Laura Miranda vuelve a mirar
el hueco. Tanto desgastarse con las palabras de Félix B. Caignet, sus giros
lingüísticos, las mudas temporales, la vieja Amalia, rufianes y señoritas prudentes
adaptados a los tiempos que corren, para, finalmente, terminar en un húmedo hueco.
Su llanto aflora incontenible, se siente perdida, pero el propio instinto de vivir hace
que no pierda de vista cada gesto del hombre. Lo observa, le siente el olor a larga
ausencia de baño, el silbido fúnebre, la sonrisita maliciosa cuando le mira el sexo. Lo
ve rascarse la barba y darse otro trago, como si estuviera en el medio del monte, de
campismo.
—Vas a gozar de lo lindo, cabroncita —dice, cuando le toca el sexo, pero no
siente erección acariciándolo. Hubiera preferido cualquier otro. Tiene que pensar en
las piernas de la rubia para sentirse a gusto. Por más que la mira, con ella, con Laura
Miranda, los deseos no aparecen. Mientras la toca, quizás revise en su memoria la
colección de buenas piernas que ha tenido, y de paso, las veces que luego de alcanzar
el placer, sin más remedio, apenado, casi llorando, ha pedido un humilde perdón a
esas mujeres antes de acuchillarlas. Para él, cualquiera de aquellas piernas resultan
superiores a la carne de gallina que ahora acaricia, y cuando sus dedos recorren con
desgano ese cuerpo, quizás esté augurando su última vez. Por eso, y por su mala

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figura, nada en ella le resulta apetecible, pero el azar, esos malabares que contiene la
palabra azar, la puso en su camino para su mala suerte. El daño ya está hecho,
cabroncita, dice, sólo falta que éste se pare, y de rodillas aproxima su cuerpo a la
carne de gallina de Laura Miranda. Repasa cada parte sonriendo, frotando el pantalón
en la entrepierna, pero su esfuerzo es inútil. Entonces, prefiere ganar tiempo, abrir
con cuidado la mochila, extraer una bolsa de nylon, un radiecito marca Sonido, un
farol que prende al instante y unos panes con pasta.
Ella lo ve comer recostado a la pared de la escuelita, eructar como un puerco,
sintonizar el radio, prender un popular humedecido, darse un largo trago y saborearlo
satisfecho. Digna, la recepcionista, no se equivocó cuando advertía la presencia del
tipo en la ciudad. Sus cuentos, de tanto repetirlos, parecían argumentos de películas
del sábado. Nadie en la emisora soportó esas historias con la misma paciencia de
Laura Miranda. Las víctimas eran personajes cercanos, vecinos de la recepcionista,
amigos de amigos de amigos que cobraban forma gracias a su lengua con aliento a
café. Niñas, jovencitos y mujeres violadas, descuartizadas, enterradas, de manera
increíble pasaron por su boca, como mismo ella pasaría cuando alguien topara con su
cuerpo, convertido en una pasta hirviente de gusanos, y después transmitiera la
noticia.
—Cabroncita, tú eres una cabroncita —dice el hombre desnudo, ya conseguida la
erección, el cigarro a medio terminar, arrodillado otra vez entre las piernas de Laura
Miranda. La repasa con fuerza y no siente la carne de gallina en la mujer, porque se le
ha convertido en la rubia. Esas piernas que toca son las de la rubia. El bajo vientre
que escupe, tratando de lubricar una carne imposible, es el de la rubia. La penetración
furiosa, el vaho alcoholizado y las palabrotas que suelta cuando gime, se pierden en
el cuerpo de la rubia. Pero quien se estremece, muy cerca de un hueco, es Laura
Miranda, la actriz principal de Corazón partido, alguien que sufre como sus
personajes y se siente morir bajo la torpeza de un hombre. Goza cabroncita, le grita
desesperado, y la taladra, la muerde, la destroza, mientras ella concentra el
pensamiento en el amarre de sus manos. Lo importante es vivir, Laura Miranda,
alejarte un buen tiempo de ese hueco, continuar con Corazón partido, retransmitirlo
las veces que los oyentes sugieran, conseguir casa propia, convencer a Roque, al
Ministro, llegar de una vez y por todas al cine y a la televisión. Suficientes motivos
para lacerar su carne con la soga, sentir el rasguño en la piel, la lágrima que rueda en
su mejilla. Lo importante es vivir, Laura Miranda, aunque barbado y satisfecho, ese
hombre se incline gritando a cuatro vientos: Goza esto, cabroncita, para después caer
exhausto sobre el cuerpo imaginado de la rubia, como un niño al cumplir con sus
deberes.
Desde hace algún tiempo me cuestiono esas lágrimas de Laura Miranda. En vez
de permitir que ellas afloren, muy contenida, la pongo a respirar en la humedad. Sin
que el hombre barbado despierte tratará de escurrirse para luego intentar la carrera.
Pero antes, deberá forcejear con un nudo. A tientas, con mucho vaho y aliento de

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alcohol pendenciero, lo tendrá que intentar. La imagino nerviosa, sudando, como si
hubiese disfrutado de la fornicación. Ese hombre dormido sobre ella, con todo el
tiempo del mundo a su favor, dentro de poco la enterrará para siempre. Sólo podrá
impedirlo si vence el amarre. Todas sus fuerzas las concentra en descifrar ese amarre.
Los relojes del universo detienen su marcha para que Laura Miranda desate un
amarre. Pero sus nervios no lo tienen en cuenta, la traicionan. El nudo es mayor que
su deseo. La intención, superior a la confianza. Desde el radio marca Sonido escucha
las palabras del viejo Estanislao, la voz de la emisora, su emisora, que le llegan como
si fuese un milagro. Ese viejo, con múltiples disculpas, informa a los amables
radioyentes que en lugar del programa acostumbrado, transmitirán otro especial con
la presencia del Ministro. Laura Miranda se concentra en la voz. Tiene que hacerlo.
El ronquido del hombre barbado no impide que pueda imaginar a ese otro, ojeroso,
con su saco dril cien de ceremonias oficiales, dichoso por su ausencia. Ella debía
estar allí, en la emisora, impidiendo que el viejo locutor le gane espacio, pero el azar,
esos malabares que contiene la palabra, la ha puesto muy cerca de un hueco. Laura
Miranda forcejea con el nudo, llora, es la figura principal, y no ese viejo mediocre.
Bastante ha sufrido por su histórica voz. Buches que resultaron amargos por su causa.
Habladurías. Chismes de pasillo. Maquinaciones para que Corazón partido se
frustrara bajo cualquier circunstancia. Laura Miranda, muy cerca del Ministro, le
intenta explicar su problema de vivienda, los sinsabores, sus angustias, el anhelo de
llegar alguna vez al cine o a la televisión. Pero sus nervios, como siempre, la
traicionan. Balbucea palabras inexactas y el Ministro comprende, da palmaditas en su
hombro y la invita a caminar por la emisora. Laura Miranda es una artista feliz,
Roque también es feliz, un director de emisora feliz. Ella va a decirle, mire, Ministro,
necesito que usted, pero las palmadas continúan en su hombro. No tiene tiempo de
hablarle porque el viejo locutor también lo asedia. Y Roque, y el C. V. P., y la
recepcionista y todos los que jamás imaginaron su presencia en la emisora. Laura
Miranda tiene al Ministro delante y no le salen las palabras. Pero del nudo, esa
trampa que el azar le interpuso, ha logrado zafarse. Sólo queda intentar,
discretamente, un buen desplazamiento. Luego, correr, perderse para siempre del
rencor y del vaho.
—Estimados radioyentes —repite el locutor, y el hombre barbado despierta. El
hilo de saliva que une su boca con el cuerpo de Laura Miranda se corta cuando
comienza a moverse. Ha descubierto que en el radio las cosas no marchan como
siempre y tarda unos segundos concentrado en las palabras del viejo Estanislao.
Luego comprende.
—Ahora tocaba Musicalia —dice—, parece que no la van a poner. Siempre es lo
mismo.
Despegándose de Laura Miranda bosteza todavía agradecido, la mira con malicia
y se lamenta otra vez por la ausencia de la rubia. Recostado a la pared, maldice las
palabras del viejo locutor, prende un cigarro y se da un largo trago. Por el modo casi

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brutal con que empina la botella llego a intuir que la necesita demasiado para sentirse
a gusto. Su méntula, muerta por el reciente goce, descansa muy encogida entre las
piernas. Pero gracias al efecto del alcohol, dentro de poco, la tendrá tiesa
nuevamente. Él lo sabe, la toca, la rasca con cierto placer y luego mira al radio.
—Lástima que hoy no pongan Musicalia —dice, dispuesto a conversar,
gesticulante, como si se encontrase en un inmenso teatro y Laura Miranda no fuese la
única espectadora asustada. Entonces, parlanchín, rasca su entrepierna, explica con
lenguaje tropeloso que él es medio romántico, tú sabes, enfermo a Musicalia, que la
hubieran pasado mejor con canciones románticas, gozado de verdad, mi cabroncita,
porque no hay nada como templar con buena música, que por él no había quedado,
que, como dice la canción, quiero que pases bien tu última noche, pero quitaron
Musicalia, que el Ministro en persona felicita a esa gente, que mira si están en alza
con esa novela, que debe ser tremenda esa Laura Miranda, que seguro tiene pesos
cantidad, que es la directora, la escritora, la artista principal, y a la que más
entrevistan por el radio, que quién lo viera con Laura Miranda, que si a ella,
cabroncita, le gustaba esa novela, que él es buen observador, que le ve cara de
culturosa, nariz larga como las putas, que se burlan de quienes oyen novelas, que
quién lo viera, caramba, con Laura Miranda, que va y un día se pone a esperar cuando
salga y la trae hasta aquí, que le hizo una pregunta y no había respondido, que lo
perdonara, que con ese trapo en la boca no hay quien responda, que ya vamos
entrando en confianza, que fíjate bien, que voy a quitarte ese trapo, que si gritas te
jodes, que aquí nadie te oye, ¿me entendiste?, que si te gusta esa novela, recoño.
—Claro que me gusta —dice Laura Miranda y le parece que es la voz de una
muerta la que escucha. Pero tiene que hablar, entretenerlo, contemplar cómo se gasta
en la botella, esperar a que duerma.
—Esa Laura Miranda es del cará —insiste el hombre sin dejar de mirarla—.
Tiene revuelto hasta al propio Ministro. Él dirigía antes la UNECA, yo me acuerdo,
eso está en el Vedado.
—La UNEAC —dice Laura Miranda.
—¿Cómo dijiste?
—Que no es la UNECA, es la UNEAC —ella se anima desde el suelo—. La
Unión de Escritores y Artistas de Cuba.
—Da lo mismo, cabroncita, todas esas cosas son iguales —dice el hombre, y otra
vez le aparece la erección, pero prefiere escuchar las palabras del Ministro, cuando
felicite a los actores de Corazón partido. Aún el viejo Estanislao, con música de
fondo, engola su voz, y el hombre, pensativo, concentrado en la botella, siente cómo
el radio comienza a fallar. Son las pilas, se dice, son las pilas. Quita su mano de la
méntula tiesa y decide cambiarlas. Busca en la bolsa de nylon, vuelca sobre el suelo,
húmedos cigarros, mugrientos carneses plasticados, viejos recortes de periódicos y
dos pilas bien envueltas. Pero, por mucho que se emplee en su maniobra, no olvida la
última frase de Laura Miranda, sonríe, se siente adivino, casi sicólogo por su

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descubrimiento. En asuntos de siglas, no todo el mundo es capaz de establecer las
diferencias.
—Ves, en eso yo nunca fallo, tú eres culturosa. Quién quita que seas un peje
importante, y uno todavía sin saberlo. ¿A ver, dime cómo te llamas?
—Laura Miranda —dice Laura Miranda.
El hombre casi suelta el radio con semejante noticia, las pilas caen, se riegan por
el suelo, pero las deja para mirar a la mujer, profundamente. Luego, sin poder
evitarlo, intenta contener la carcajada:
—¿Así que tú eres Laura Miranda? ¿La de Corazón partido?
—La misma.
—Chica, tú piensas que yo soy comemierda.
—Si quieres te cuento la novela —dice Laura Miranda—, te digo lo que pasa al
final con la muchacha.
—Tú no tienes vergüenza. Con lo mala que estás ya quisieras ser la uña de Laura
Miranda.
—Aunque no lo creas, soy Laura Miranda.
—Cabroncita —dice el hombre cavilante, incrédulo, burlón, detectivesco, con las
pilas otra vez entre los dedos— más fácil se coge al mentiroso que al cojo.
—Pregúntame lo que quieras —suplica Laura Miranda.
—No, si no voy a preguntar —él estira su mano, tantea la cartera, registra,
encuentra el carné de identidad, abre páginas, lee, se muere de la risa—. Así que
Laura Miranda, no me jodas.
—Ése es mi nombre artístico.
—Aquí dice Julia Pérez Pérez y esto no falla, comemierda.
—Te digo los nombres de todos los actores, el del operador de sonido, el del
C. V. P. Hace cinco años que conozco a esa gente. Yo soy Laura Miranda.
—Mhija —dice el hombre, etilizado, burlón—, de poco te sirve ese cuento. Hoy
en día todo el mundo quiere ser Laura Miranda. Hasta yo voy a hacerme esa idea. Tú
eres Laura Miranda.
Imagino a ese hombre, varios minutos después, acomodándose sobre Julia Pérez
Pérez, como si lo hiciera sobre Laura Miranda. Me lo invento, además, mordiendo su
boca, como el malvado de la radionovela, repasando su carne de gallina, ya
convertida en la mejor de las carnes, gracias al alcohol pendenciero, para después
desgarrarla con el poder de su méntula. Mientras, el Ministro, desde el radio, entrega
diplomas al valioso colectivo de Corazón partido, y los oyentes del país, junto al
personal de la emisora, son testigos de sus exhortaciones a enfrentar con el espíritu en
alto los desafíos de la Cultura para el próximo milenio.
—Porque la Identidad Nacional, compañeros —explica el Ministro—, hoy, a cada
instante, nos pone a prueba, y ustedes, este abnegado colectivo, con su entrega total,
ayuda a consolidarla.

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Aplausos, palabras del Ministro, movimientos que taladran. Aplausos, palabras,
movimientos. Lágrimas. Voz del locutor. Café fuerte en pomo de medicinas. Dedo
viejo amenazante de Amalia. Ojos escrutadores de C. V. P. Bolígrafo de Roque.
Piernas de la rubia. Dientes manchados de la recepcionista. Palmaditas en el hombro.
Movimiento. Aplausos. Palabras. Promesas. Movimientos. Y una enorme gota salada
que comienza a rodar por la mejilla de la mujer más triste del mundo. Julia Pérez
Pérez es un pedazo de carne ensalivada por el vaho de un pobre hombre. Llora, se
siente morir, tiene encima un cuerpo exhausto que yace satisfecho, mientras los
aplausos ahogan las últimas frases de un Ministro. Los ronquidos del hombre no
impiden la resonancia del discurso. Ni las palabras del viejo Estanislao, anunciando
que la normalidad continúa en la emisora, destruyen su nudo en la garganta. Julia
Pérez Pérez suplica para que el vaho de ese hombre se convierta en un sueño
profundo. Necesita de un sueño profundo. Mira telarañas imprecisas en el techo, en
espera de un sueño profundo. Mira cómo el farol chino comienza a pestañear,
deseando ese sueño profundo. Mira el cuchillo, la bolsa de nylon, su cartera.
Empezará despacio el sutil desplazamiento. Tendrá que imaginar, como si no
estuviera bajo un cuerpo pesado, muy cerca de un hueco, que también sus palmadas
forman parte del coro que aplaude. Debe pensar de ese modo. Tiene que pensar de
ese modo. Es una más en la emisora para decir que fue bueno el discurso. Con suma
discreción, aparta un brazo del hombre. Camina entre el tumulto de colegas que
también la felicita. Logra quitar su cabeza de la cabeza del hombre. Debe hablar con
el Ministro. Otra vez se parte el hilo de saliva conectado a su hombro. Está casi en la
calle. Está casi fuera del hombre. Roque y los demás dirigentes rodean al Ministro.
Sólo quedan sus piernas atrapadas en las piernas del hombre. La recepcionista brinda
café, le enseña el pomo. Sólo tiene una pierna atrapada entre las piernas del hombre.
El Ministro, antes de marcharse, hace señas, la saluda. Ella contiene un suspiro muy
cerca del hombre. El Ministro se siente turbado, no se explica la mirada de angustia
de Laura Miranda. Ella intenta acercarse, quiere decirle que no es Laura Miranda. Él
la mira. Ella siente desnudo su cuerpo de Julia Pérez Pérez. El Ministro se siente
turbado, no se explica esas manchas de sangre y esperma en una artista tan fuerte.
Ella yace nerviosa, a un costado del hombre. El Ministro la mira tocándose el pelo.
Ella intenta explicar que está muy cerca de un hueco. El Ministro no entiende. La
recepcionista muestra su pomo, grita que siempre lo ha dicho. El Ministro no
entiende. Ella quiere llorar, ella sabe que no puede llorar, pero Roque sonríe,
Estanislao sonríe, la recepcionista sonríe, la vieja Amalia sonríe. El Ministro
contempla su embarre por última vez; dice adiós desde la ventanilla del auto. Ella
también dice adiós. Lo ve partir inclinada en el borde del hueco. Respira hondo.
Siente la pequeña escuelita al revés. Su cabeza está a punto de estallar. Todo da
vueltas. Todos sonríen.
Pero el hombre barbado, totalmente borracho, extraña la ausencia de mujer bajo
su cuerpo, tantea, la encuentra, la vuelve a acomodar y la penetra, balbucea palabras

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inconclusas, maldice la vida, se incorpora también a las vueltas que agobian a su
víctima, como si en la penetración una extraña descarga pudiera transmitir ese mareo,
pero a diferencia de ella, se trata de un hombre feliz, encima de la mujer que pensaba
escaparse, borracho, pero feliz, inseguro, pero feliz, babeante, pero feliz, con el poder
de una méntula tiesa para garantizar esos golpes, con el poder del alcohol
pendenciero para no arrepentirse, con el poder de una lista anterior de mujeres, con el
poder de un inmenso cuchillo, y se siente feliz, y se duerme otra vez, y otra vez
volverá la mujer a intentar la escapada, y otra vez el jalón hacia abajo del cuerpo, y
otra vez esa méntula en las mismas entrañas, otra vez, y otra vez, y otra vez, nueve,
diez, catorce veces durante la noche.
La emisora dejó de transmitir desde hace mucho y el radio emite ruidos como
prueba de su lamentación. Amanece, los gallos cantan, a lo lejos se escuchan
automóviles y Julia Pérez Pérez, ausente de todos los ruidos, insiste. Su cuerpo logra
salir de ese cuerpo otra vez. Luego, casi sin fuerzas, de pie, mira al hombre barbado
totalmente borracho. Necesita correr y no puede. Necesita ser Laura Miranda y no
puede. Necesita bordear discretamente ese hueco y no puede. Necesita dejar de
pensar en la sangre que corre por sus piernas y no puede. Necesita no ser puro nervio,
y mareo, y esperma, y no puede. Sólo apoya el cuerpo a la pared, contiene el llanto,
descubre al hombre en su eterno tanteo, casi despierto, y con torpeza, sobrepuesta a la
náusea que la agobia, toma la bolsa de nylon como si fuese su cartera, sabiendo que
ha perdido mucho tiempo.
Una mujer corre desnuda por un campo de flores al amanecer, para que Félix B.
Caignet, antes de partir, con saco dril cien y bigotico de los años cincuenta, cansado
de esperar, no aplaste su cigarro todavía. El amanecer, las flores, el sol a contraluz,
indican que Félix B. Caignet, pudiera quedarse un rato más fuera de encuadre, y la
mujer, descrita por la voz engolada del viejo locutor, se idealice en la mente de cada
radioescucha, apareciendo feliz, entre aplausos, griticos y emociones, en el capítulo
final de la novela. Pero en este ordinario amanecer no son posibles las flores, ni la
cámara lenta, ni la voz engolada, ni el mismísimo cigarro de Félix B. Caignet, cuando
su zapato lo aplasta con estilo de los años cincuenta. La mujer no aparece, y el artista,
otra vez olvidado, con todo el clamor de la tristeza en su garganta, acomoda para
siempre su saco dril cien, y se marcha. Nadie puede resignarse a tanto idilio. El
amanecer, las flores, el sol a contraluz, desaparecen con Félix B. Caignet, porque esa
misma mujer, desmida, corre con una bolsa de nylon, y eso ya es otra cosa. Con solo
agregar bolsa de nylon, del placer habitual se transita a un estado de angustia
inquietante. El jadeo, la sangre, la esperma, el mal aliento, un filoso cuchillo, se
imponen brutalmente en la memoria, y también la desnudez de ese hombre barbado,
dispuesto a silenciar toda la imagen. Ella lo intenta borrar con una torpe carrera.
Resbala. Cae. Se levanta. Vuelve a caer. Pero no suelta la bolsa de nylon. Su cartera
quedó junto a un hueco y la bolsa tiene dentro el pasado del hombre: húmedos
cigarros, recortes de periódicos, carneses que pudieran hundirlo para siempre en su

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miseria. Él lo sabe. Pero ella no piensa ni en bolsas ni en carteras. Sólo quiere vivir,
apartar para siempre el rencor de un cuchillo. Imagen lacónica, triste, alejada de su
origen plañidero, cuando se pudiera imaginar que ese hombre barbado conoce que al
final del camino, un muro alto protege a una gran casa y pondrá límites a tanto jadeo.
Por eso él corre con cierta confianza. Ese muro, como si fuese la muralla de un gran
feudo, cuando aparezca ante su vista, será el punto final de la carrera. Un final de
cuchillo en el vientre de la protagonista confusa por la trampa de un muro, alto,
bordeante, protector, dueño de todos los límites cuando se acerca un cuchillo.
Pero el azar, esos malabares de la palabra azar, hace que Laura Miranda, por un
instante, deje de ser Julia Pérez Pérez, para que también la buena suerte le acompañe.
La buena suerte desde lo alto del muro, convertida en un grupo de personas
expectantes, que le gritan, No te puedes morir Laura Miranda. Si te mueres, si te
matan, quién nos contará buenas historias para olvidar las otras, quién nos venderá
los sueños que sólo tú puedes, quién ocultará las frustraciones, los baches de las
calles, las colas, los derrumbes, la muerte, la tristeza, si te mueres, si te dejas matar.
No te puedes morir Laura Miranda. Desde lo alto, sentados y en profunda tensión, el
Ministro, Roque, la recepcionista, el viejo locutor, el hombre del radiecito en el
camello, el del portafolios, la rubia, la viejita con jabas, los estudiantes de secundaria,
el grupo de clientes del bar y el mismísimo Félix B. Caignet gritan, señalan, apuntan
con sus índices hacia el único hueco del muro, para que en la inercia de la propia
carrera esa muchacha, desnuda, no pierda el impulso y se apoye, se alce, se sienta
escapar, como un ángel de cuentos de hadas, cuando esté a punto de entrarle el
cuchillo.
Sus admiradores, frenéticos, nerviosos, envueltos todavía en la pasión del
comentario, son testigos del salto de Laura Miranda. Gracias al punto de apoyo, la
vieron caer del otro lado, como si no fuese Julia Pérez Pérez. Para ellos, nunca será
exacta esa altura, ni el tamaño del filoso cuchillo, ni la angustia, ni el jadeo del
hombre barbado, que maldiciente, resignado, sumergido también en el asombro,
vuelve sobre sus pasos, antes de que alguien lo advierta desnudo y con cierto
cuchillo. Fin de tragedia feliz. Cuando se piense en su suerte, podría suponerse que
todas sus culpas las tendrá que pagar como buen malhechor de novelas, porque Laura
Miranda jamás ha soltado la bolsa de nylon. Fin de tragedia feliz. La recepcionista lo
comenta con el viejo locutor, y Roque y el Ministro lo aprueban moviendo sus
cabezas. Caignet, resignado, después de tanta angustia, toma su saco dril cien y se
marcha. Éstos no son tiempos de él, sino de Laura Miranda. Desde el muro,
conmovidos, todos lo ven marchar con su tristeza y un telón de mala muerte
comienza a caer. Fin de tragedia feliz, de no ser por el ladrido de unos perros. Con la
tensión de la carrera se olvidaron de los perros.
Pero Navarrete, impertinente, sin sentimientos, con maldad parecida al malhechor
de la novela, dueño de toda la confianza, porque no hay ladrón que salte ese muro,
continúa conectado a las carnes de Yunaisy, por enésima vez. Yunaisy, ojerosa,

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satisfecha, equilibrada en la méntula tiesa, todavía es todo llanto por las lágrimas de
Laura Miranda. Ambos casi rompen la silla cuando escuchan el ladrido de los perros.
No esperaban el ladrido de los perros. Tampoco ese ruido en el corral de los puercos.
Chillan los puercos. Ladran los perros, y vienen hacia Laura Miranda. Van a
destrozarla con sus dientes babeados. Chillan los puercos. Ella intenta correr. Ladran
los perros. Tiene que ganar esa puerta. Corre. Chillan los puercos. Llega a la puerta
del patio. Cierra primero. Llega primero. Entra primero. Ladran los perros. Y
Navarrete se siente culpable con su méntula muerta. Tiene en la silla a Yunaisy
desnuda y se siente culpable. Dos mujeres desnudas y se siente culpable. Una,
dichosa por la orgía de la noche, y esa otra, marcada para siempre, que tiembla y se
cae.

7 de septiembre de 1998

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Clemencia bajo el sol
Adelaida Fernández de Juan

A L. Koldenkova

Evangelina de las Mercedes Concepción de los Montes y Carvajal, razón por la cual
me dicen Cuqui. No me atormente, señor, déjeme decirlo todo a mi manera. Sí, yo
maté, aunque mi intención no era tanta, a Mireya, la querida de Reyes. El día usted lo
sabe y la hora también. A Reyes lo conozco desde hace quince años; lo sé con
exactitud porque ésa es la edad de Volodia, el hijo que tuvo con Ekaterina, la rusa.
¿Que eso no importa? Usted verá que sí. Ya estoy condenada, déjeme hablar, hablar
hasta por los codos y las rodillas, que buena falta me hace.

Reyes y Ekaterina vinieron a vivir en el cuarto de al lado cuando él terminó de


estudiar en Rusia. Sí, en aquel entonces se decía Unión Soviética, pero como mi tío,
el que me crió, aquel calvo que está en el último banco, siempre dijo Rusia, pues así
digo yo cuando no estoy con mi hijo Miguel, porque a él no le gusta así. ¿Mi hijo?
Catorce años, uno menos que Volodia. Sí, él sabe que yo maté a Mireya, y está un
poco atemorizado, aunque en el fondo sé que está orgulloso de mí. Soy soltera, señor,
y tengo compromisos en plural no sólo con hombres, que eso es lo de menos, sino
con otras personas y sobre todo con varias cosas que supongo que se llamen ideas, no
sé mucho del lenguaje.
Le decía que Reyes y Ekaterina eran mis vecinos. Le seré franca. La primera vez
que la vi, a Ekaterina, me pareció insoportable, estirada, era una rusa de la cabeza a
los pies, tan blanca que dejaba pasar el sol por sus ojos, con el pelo rubio medio
enredado, y era delgada como una caña tierna, y para colmo venía preñada. Parecía
un fideo con un nudo en el centro.
Lucía orgullosa, respingada, y entró en el pasillo sin saludar, hasta molesta
cuando Reyes empezó a repartir besos y abrazos. Imagínese, usted sabe cómo somos
nosotros, por más que le pese, usted también debe ser así. La curiosidad puede más
que la decencia, y en cuanto tuve oportunidad me metí en el cuarto de Reyes. Eso fue
a la semana de haber llegado ellos. Desde que me asomé (con el plato de arroz con
leche en la mano, para disimular) sentí ese olor a nuevo, a tienda, que tienen los
cuartos cuando se visten por primera vez. Sí, porque Reyes y Ekaterina trajeron todo
de Rusia, parece que para hacerse la idea de que seguirían viviendo allá. Figúrese

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usted, con tanta bulla, tanto calor y tantas moscas, ¿cómo iban a lograrlo? Pero
bueno, de eso se encargó el tiempo. Ella se puso de pie cuando me vio, a la defensiva,
como hacen las gallinas cuando una perra olfatea la jaula, pero yo le extendí el plato
y sonreí, con mis veintiséis años de mulata, y ella me dejó pasar.
¿Que eso no tiene relación con la occisa? ¿Qué occisa? ¡Ah, la muerta! Pero, por
favor, déjeme hablar, claro que tiene relación mi historia con esa puta que maté sin
querer. Tenga paciencia, ya me declaré culpable, escúcheme y que todos me oigan
también, a ver si de alguna manera nos limpiamos un poco.
Ekaterina no sabía ni papa de español, me di cuenta aquel día. Quería darme las
gracias, y no podía. Yo puse el dulce encima de la mesa, y le tomé las manos. Cuqui,
dije yo, ¿y tú? Estaba desesperada, pobrecita. Entonces puse su mano encima de mi
pecho y repetí: Cuqui. Así varias veces, hasta que ella, porque era inteligente la muy
cabrona, se dio cuenta y dijo: Cuqui. Luego hice lo mismo con mi mano en su pecho,
diciendo Ekaterina, Ekaterina.

¿Reyes? No, hijo, Reyes estaba en el trabajo, si llega a estar allí, no habríamos
logrado ni una palabra. Ustedes los hombres son tan torpes que lo complican todo y
lo echan a perder. Busqué una cuchara y le di a probar el arroz con leche, que óigame,
difícil que la mujer de usted lo haga como yo, con cascarita de naranja dulce y canela
molida por encima, sin que se ensope el arroz, y con la leche… perdón, ahora sí me
parece que me desvié un poco. Es que ¿sabe usted? fue así como Ekaterina aprendió
español. Yo le iba diciendo Arroz, señalándolo, Leche, Azúcar, cogiendo los granitos
con los dedos, vaya, como se dice, de forma audiovisual, y mientras tanto la barriga
de Ekaterina creciendo.

Todavía mi hijo Miguel no existía, así que yo tenía tiempo de sobra. Mi tío salía
desde temprano para la tabaquería, y yo iba a la bodega a comprar mis cosas y las de
Ekaterina, luego cargaba agua para las dos, y ya al mediodía empezábamos las clases.
¿Que por qué lo hacía? ¿Será usted bruto, con perdón, o es la estupidez propia de
los hombres? Para mí era una diversión inmensa, me hacía la idea de estar viajando,
tenga en cuenta que yo no he salido más allá del túnel de La Habana. Ella me iba
diciendo poco a poco su historia, a medida que agarraba las palabras que yo le daba.
Un día extendió un mapa enorme encima de la cama y me fue señalando dónde nació,
dónde estudió, el lugar en que conoció a Reyes. Decía: Gusta mucho, Rey. Ella le
decía Rey, y se ponía una corona de aire en la cabeza. Claro que entendí. Para ella era
como un rey. Yo le dije: No, Ekaterina, todos hombres ser cabrones, ser diablos. No
sé por qué le hablaba así, como los indios de los muñequitos. El caso fue que nos
acostumbramos a estar juntas. Yo comí por primera vez en su casa sopa de

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remolacha, col y yogur, ella me explicó que se llamaba borsch, y óigame, los cubos
de té que me daba eran imponentes.
No, yo nunca le presenté a Osvaldo, el padre de mi hijo, ni él tiene nada que ver
con este asunto. Es más, no voy a decir sus apellidos ni su dirección, él es casado, y
aunque es el hombre que más me ha gustado en esta vida (y he tenido unos cuantos),
tiene la cobardía natural que yo me conozco de ustedes; no creo que soporte una sola
pregunta. En aquellos días Osvaldo iba mucho a mi cuarto, y en un descuido mío
quedé embarazada. Cuando me di cuenta ya era tarde, y no me arrepiento, Virgen
Santa, Miguel es lo mejor y casi lo único que tengo en esta vida.
¡Cuqui, venir, venir! fue como Ekaterina gritó cuando se puso de parto. Reyes
estaba para las minas y no llegaba hasta dos días después. Pasé las de Caín
ayudándola a bajar la escalera de caracol de la cuartería, y en la calle no había ni un
gato. Al fin capturé a un policía en moto que nos hizo el favor de llevarnos al
hospital. Volodia nació flaco y transparente como su madre, y si usted la hubiera
visto, llorando y diciéndome: spasiva Cuqui, spasiva. Bueno, aquello fue del carajo.
Dice mi tío que eso se llama el alma rusa, pero yo creo que era algo más.
Me encargué de hablarle en español a Volodia; Ekaterina y Reyes sólo hablaban
en ruso, y figúrese, ese angelito tenía que aprender de mí, y buenísimo que resultó
cuando creció. Como a los ocho meses de nacer Volodia, llegó el día de mis dolores
de parto.
Le pedí a Ekaterina que cuidara a mi tío, que yo iba sola al hospital. Miguel fue
un tronco desde el primer día, tragón, grande y hermoso como su padre. ¿Y sabe
usted una cosa? La única visita que tuve fue la de Ekaterina. Llegó bajo la lluvia, y
cuando la vi, ensopada hasta los talones, con un termo de té y un pozuelo de arroz
con leche, no sabía si echarme a reír o a llorar. ¿Quién ha visto a una rusa haciendo
dulces criollos?
Nuestros hijos crecieron juntos, con decirle que Miguel tiene delirio con el té, y
Volodia, Dios mediante, debe seguir enviciado con el café carretero que yo hago.
A Mireya la vi por primera vez en el cuarto de Reyes y Ekaterina, hará cosa de
cinco años. Reyes la llevó allí porque, según dijo, era una famosa alergista y quería
que viera a Volodia, por la tos del niño. Me dio mala espina desde que la vi. Llamé
aparte a Ekaterina y le dije: No es buena, no la dejes estar aquí en el cuarto. ¿Por qué,
Cuqui? Haz lo que te digo, rusa, y no preguntes tanto. El caso fue que Mireya empezó
a visitarlos todas las semanas, y hasta llegó a preguntarme si yo aceptaba que ella le
pusiera tratamiento a Miguel, que de vez en cuando tosía por la noche. No señor,
siempre supe que los niños tosen en La Habana Vieja por el polvo de las paredes, eso
se les quita cuando crecen, yo sí la espanté rápidamente, y un buen día dejó de ir por
allá.
Ekaterina consiguió trabajo como traductora. Eran los años en que el ruso estaba
de moda. Llevaba los escritos para el cuarto y en una máquina de escribir rarísima, de
esas del tiempo de Nana Seré, pasaba horas y horas traduciendo. Yo me encargaba de

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llevar los niños a la escuela, y de todo lo demás. ¿Yo? ¿De qué yo vivo? De lo que
gana mi tío, de las visitas de Osvaldo, y de vender arroz con leche. No es mucho,
pero me las arreglo, señor, y Ekaterina me ayudó mucho, muchísimo. También vivo
de la ilusión de lo que he leído, a mí no me apena decir que he leído a los rusos.

Todo empezó cuando ella consiguió libros traducidos para ayudarse en su trabajo, y
me animó a leerlos. Yo le advertí que no resultaría, que yo no llegaba ni al final de los
periódicos, pero ella insistió tanto que empecé. Óigame, yo creía que los hombres
rusos eran toscos y brutos como los osos, con los dedos cuadrados y los muslos fofos
de no usarlos como es debido, hasta que leí Ana Karenina. ¡Válgame Dios! Eso sí
que es una novela, no las de la televisión. ¿Y qué me dice de Chejov? Era el preferido
de ella. Me acuerdo que siempre que terminaba La dama del perrito se echaba a
llorar. El alma rusa, decía mi tío, pero yo creo que era ella misma la que lloraba, no el
alma.

Las cosas que habían comprado se fueron destiñendo en el cuarto, y ella se ponía
furiosa con cada cucharón de madera que se partía, con los relojes en forma de llave
del Kremlin que se detenían, cansados para siempre, oxidados por el salitre, y sobre
todo cuando se despegó la foto inmensa de la catedral de San Basilio, que los niños
usaron para papalotes.
A mí todo eso me pareció natural, siempre le dije que las cosas rusas eran una
mierda, pero comprendía su dolor, y déjeme decirle, a mí también me daba pena.
Estábamos tan acostumbrados a los relojes de pulsera que pesaban una tonelada y a
los zapatones que parecían de ladrillo que, cuando de pronto desaparecieron, no
sabíamos qué hacer. ¿Y qué me dice de la carne enlatada? No, no voy a bajar la voz,
yo no tengo pelos en la lengua ni horchata en las venas, mucha hambre que matamos
con la carne rusa y con las manzanas de pomo. Es verdad que sabían a rayo
encendido, pero ¿ahora qué? Ahora ni trueno ni rayo ni la madre que los parió.

Pobre Ekaterina. No eran sólo sus cosas las que se desmoronaban. Reyes empezó a
hablar en voz alta, y a gritar también, en ruso siempre, y Volodia, angelito, salía
corriendo y se metía en mi cuarto. No fueron pocas las noches en que durmió con
Miguel. Yo me quedaba muy preocupada, pero al día siguiente Ekaterina seguía
tecleando y Reyes volvía a las minas, a veces por toda una semana.
Uno de esos días, mientras yo vendía mi arroz con leche en el parque, vi a
Mireya. Me preguntó primero por Miguel, luego por Volodia, y al fin por Reyes: que
si yo sabía algo de él. ¿Para qué lo buscas?, dije yo. Para saludarlo, nada más. Eso
dijo, y entonces supe que se había acostado con él. Recogí mis cantinas y me fui.

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Tuve por primera vez la seguridad de que todo se acababa. Yo también
preguntaba por Osvaldo cuando se me perdía más de la cuenta. No, no es igual, no se
vaya a creer que Mireya y yo tenemos algo en común por estar con hombres casados.
Mira que se lo dije a Ekaterina: ¡Muchacha, deja esa bobera de hablar en ruso
todo el tiempo con Reyes!, cuando te acuestes con él tienes que decirle Papi
riquísimo, me vuelves loca. Ella se reía y se reía y se ruborizaba como una niña; no
me hizo caso, y mire, ahí tiene el resultado.
Hace más de un año que fue por última vez a mi cuarto. A mí me extrañó verla
tan tarde, con el último vestido ruso que le quedaba y que sólo se ponía cuando iba a
entregar las traducciones en el Palacio de las Convenciones.
No sabía cómo decirme que se iba. Empezó por recordar el primer arroz con leche
que le llevé, el día que nació Volodia, los fines de año que festejamos juntas,
abrazando a los niños por el frío. ¿Es que vas a escribir tus memorias o qué diablos te
pasa? Que me voy, y que me llevo a Volodia, y que no vuelvo más, y que apenas
puedo aguantar los deseos de llorar, y con la misma se me echó al cuello, con una
fuerza que, óigame, yo le digo a usted que no nos caímos por puro milagro.
No despiertes a Miguel, no puedo despedirme de él. Luego tú le explicas. Y ya se
iba corriendo por la escalera de caracol, cuando yo, todavía asombradísima, le caí
atrás y le grité: ¡Oye, Ekaterina! ¿Te hace falta algo? ¿Te puedo ayudar? Sí, me gritó,
suerte, deséame suerte, Cuqui. Y se largó. El llanto de Volodia todavía lo tengo
clavado aquí, en el mismísimo centro del pecho, y el recuerdo de su carita de angustia
a través del cristal del taxi todavía me despierta por la noche.

Todo lo ruso se fue. Yo ya estoy cansada de lo que viene y se va. Se puede ser fuerte,
pero existe un límite; no hay que exagerar. Ya ve, yo también lloro, y eso que no
tengo el alma rusa que dice mi tío.

¿Cómo? Sí, señor, ya estoy terminando. No habían pasado ni tres meses cuando
Mireya llegó y se instaló en el cuarto de Reyes, con el desparpajo de una mujer que
está de vuelta de todo. Empezó por hacer una limpieza general, y fue sacando uno a
uno los muebles para el pasillo, y los restregaba con un cepillo así de grande, y tiraba
agua y más agua, pero qué va, el olor de Ekaterina y de Volodia estaba allí todavía, y
a una le parecía que en cualquier momento iban a aparecerse por detrás de la puerta
pidiendo café acabado de colar.
Mireya lo sabía, y estaba desquiciada con la tiradera de agua, que ya era por
paredes y ventanas, hasta por el techo, que también cogió su ramalazo de jabón. Yo
soporté todo aquello en silencio, me repetí muchas veces que no era asunto mío, más
me dolía la tristeza de Miguel que la alegría de Reyes, pero usted comprenderá que
no me era fácil.

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Reyes cambió mucho. Yo creo que del trabajo lo botaron porque siempre estaba
allí con ella, ayudando a renovar el cuarto. Me llamó la atención cuando empecé a
verlos con bultos y maletas saliendo y entrando, pero traté de tranquilizar mi
encabronamiento repitiéndome que no era problema mío. Pues resulta que estaban
vendiéndolo todo, y por dólares, fíjese usted, yo lo supe varias semanas después
cuando estaba en mi sitio del parque con mi cazuela de arroz con leche, y los vi, tres
bancos más allá, exponiendo las cosas sobre el césped, como si fueran gitanos. La
gente se detenía y cogía cada objeto para examinarlo y a mí se me estrujaba el
corazón reconociendo desde lejos los primeros zapaticos de Volodia, la bata de
maternidad de Ekaterina, el velocípedo en que rodó mi hijo Miguel, el juego de
cazuelas esmaltadas con flores rojas. Hasta las matrioshkas estaban allí en hilera, de
mayor a menor, como las ponía Ekaterina encima del televisor. Y yo allí, viendo
cómo se evaporaban los recuerdos, una parte de mi vida. Para serle franca, fue allí, en
el parque, donde me nació la idea de golpear a Mireya. A Reyes también, pero me
acordé de Ekaterina poniéndose la corona, y lo dejé pasar. Tarde o temprano
Ekaterina se va a enterar de todo, y sé que no me perdonaría si yo destimbalo al
desgraciado ese, que bien vistas las cosas es hasta más culpable que Mireya.
El cucharón con que sirvo el arroz con leche, regalo de mi tío, pesa más que el
carajo. Esa mañana llegué al parque bien temprano. Yo nunca me fijo en el sol ni en
las nubes, pero ese día sí, qué curioso, ¿verdad? Había un cielo azul claro, clarísimo,
tan claro que se parecía a los ojos de Ekaterina, y yo no sé por qué le sonreí al viento,
plenamente satisfecha.
Le di tres golpes en la cabeza, con toda la fuerza que tienen mis brazos de mujer.
Yo sé que usted no me lo va a creer, pero no estaba en mis planes matarla, lo único
que quería era castigarla como se merecía la muy puta. ¿Qué dice? No, no me
arrepiento. ¿Qué quiere que le diga? Mire, si algo tengo que lamentar, es que la
sangre de la puñetera esa salpicara tan irremediablemente los libros de Tolstói y de
Chejov que estaban, tirados en la hierba, como esperando clemencia bajo el sol.

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El tartamudo y la rusa
José Manuel Prieto

La idea que nos servirá de tema para nuestro próximo relato nunca se anuncia como
tal desde un primer momento. Incluso no creo que exista el criterio que nos permita
desecharla o aceptarla como buena. Sencillamente hemos oído o visto algo que le ha
dado otra «vuelta de tuerca» a determinado aspecto del mundo que conocemos y lo
masticamos lentamente sin poder determinar su naturaleza. Esa nube, amorfa y sin
sabor, es sometida a análisis. Entreabriendo los labios dejamos escapar algo de ella
para observarla a trasluz: ajá, una historia de amor. ¿Una interesante historia de
amor? ¿Un vulgar triángulo tal vez?
A partir de aquí iniciamos un cotejo inconsciente con todo lo que sabemos y
recordamos al respecto. Se verifica, para expresarnos más claro, un proceso de
búsqueda de un modelo literario (o modelo adquirido por medio de la lectura) que
nos permita acercarnos con mayor o menor acierto a esta nueva experiencia y
valorarla a la luz del conjunto de criterios y situaciones previamente formalizadas que
lo conforman.
Si damos con el modelo adecuado, el problema —en la mayoría de los casos—
deja de interesarnos: nos limitamos a comprobar su identidad con alguno conocido
(pueden ser necesarias ciertas aproximaciones que tengan en cuenta las
especificidades del caso) y se le nombra.
De no hallar uno que «cubra» o responda adecuadamente a nuestra historia surge
un segundo problema que puede denominarse como «Problema de la formación de un
modelo primario». Un análisis de este proceso y de la posterior utilización de los
modelos ya existentes comportaría un especial interés pues quizá permitiría develar
las causas que nos impulsan a escribir.
Así, es la falta del modelo adecuado lo que nos lleva —una vez convencidos de
que no conocemos alguno semejante— a conformar uno personal para explicarnos
mejor una situación nueva, una historia, o, de resultar esto imposible, al menos
formalizarla: convertirla en una unidad o bloque asociativo estable con el que nos sea
más fácil operar sin «perdernos en la variedad»[1].
También es cierto que el modelo casi siempre existe porque ¿es acaso posible que
en los muchos siglos de literatura no hayan surgido modelos universales, abarcadores
de casi toda la experiencia humana? Resulta entonces una suerte que una vida normal
no alcance para leerlo todo. Aunque dudo realmente que esto llegase a limitar a algún
escritor muy leído pues siempre se registran mutaciones capaces de alterar la
fidelidad del modelo. (Existen, no obstante, ciertas invariantes relacionadas con

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nuestra condición de humanos que fácilmente pueden ser explicadas por unos pocos
modelos literarios y no literarios, pues los primeros no son sino reflejos de los
segundos, vigentes desde siempre.)
A veces el modelo es tan ajustable al problema que nos ocupa, que si alguna
locación o algún nuevo matiz capaz de introducir un error de aproximación nos
tientan a conformar uno propio, nos remuerde la conciencia y escribimos «como
ocurre en un cuento de Poe», «una idea tomada de Chéjov», etc. Los exergos y citas
no son sino eso: referencias al modelo literario que más se acerca a lo que uno mismo
quiere decir.
Esta historia del tartamudo y la rusa —para la cual no pude hallar en mi memoria
un modelo ya listo— la oí de labios de un hombre que una noche me confundió con
mi hermano mayor, médico de profesión.
La contaré sin trampas, sin ocultar nada a pesar de haberme «visto de perfil»[2] en
más de un momento mientras la escuchaba. Esa noche un tal Jorge Torres,
tomándome por médico, me pidió ayuda, facultativa para su esposa y espiritual para
él. Esta última era la que yo estaba más posibilitado de dar y resultó ser, a fin de
cuentas, la única necesaria en aquel caso. Digo que la contaré sin trampas porque
quiero exponer el modelo que me conformé y tratar de hacer ver al lector qué
paralelos encontré en mi memoria para determinados episodios a medida que iba
escuchando y tiempo después por obra de pensar en ello. Esas llamadas que calzan el
texto son como las fuentes de este trabajo y para ampliarlo habría que acudir a ellas.
Por ejemplo cuando escribo «otra vuelta de tuerca» el lector enterado sabe a qué me
refiero y qué idea debe asociarse a esta «pieza» de mi construcción. Así, y del mismo
modo, todo lo demás. Tal vez sea muy joven para poder de otra forma: no he vivido
casi y en cambio he leído mucho. Pude haber empezado in media res para azuzar el
interés del lector, pero no lo quise por no alterar la lógica de lo que iba a exponer;
porque primero medité extensamente sobre los modelos, luego sobre su posible
utilización, y así lo he expuesto. La historia de amor, el tratamiento dramático
también aparecerán, pero ya limpio de disquisiciones teóricas. A partir de aquí este es
un cuento como cualquier otro.

La sala está casi a oscuras porque he olvidado encender la luz y continúo leyendo con
la claridad que entra por la ventana. Afuera llueve y, sea porque la luz es ya tan tenue
que no consigo distinguir lo escrito, sea porque me atrae el rumor de la lluvia, levanto
la vista y sigo así, atento al freír de las gotas contra mi ventana. Al rato me envuelve
una total oscuridad, he cerrado el libro y dejo que la brisa bañe mi espalda.
Cuando por fin me dispongo a encender la lámpara, oigo el «chas» de unos pasos
junto a mi verja. Pienso que es alguien que tiene prisa en llegar a su casa aguijoneado
por el mal tiempo, pero no, los pasos vuelven, escucho que se abre la verja y tocan a

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mi puerta. Grito: «entre» sin haber prendido todavía la luz y mi visitante, que no me
puede ver, al franquear el umbral se detiene en seco, asombrado ante mi habitación a
oscuras.
Acciono por fin el interruptor y lo invito a pasar. Le pregunto a quién busca.
Quiere contestarme, lo veo boquear, levantar la cabeza y tensar el cuello como un
asmático falto de aire y pienso que sufre uno de esos fuertes ataques que provoca la
humedad de este mes del año.
—Siéntese, ahora se le pasa —le digo tomándolo todavía por un asmático, y sólo
cuando lo oigo balbucear con gran trabajo «¿Ud. es el doctor?» caigo en la cuenta de
que se trata de un gago o tartamudo que al parecer, por el esfuerzo que le cuesta
articular las palabras, está dominado por un gran nerviosismo.
Como no se hace entender, me indica por señas que salga al portal: no es él quien
necesita ayuda, sino su mujer, «mi mujer» acaba por decir y repite: «mi mujer, mi
mujer». Una amiga suya, su novia, sabe Dios quién, yace sin conocimiento en el
portal. Tiene el vestido desgarrado y está descalza.
Entre los dos la entramos a la casa.
—¿Qué le ha ocurrido? ¿Un accidente?
El hombre niega con la cabeza.
—¿Un ataque?
—No, doctor, un desmayo.
Lo miro sorprendido porque se ha expresado sin dificultad y le pregunto:
—¿Un desmayo? ¿A causa de qué?
—¿A causa de qué? De que le he estado pegando como media hora y ella sin
decir palabra… Morirse es lo que debería.
Le doy un vaso de agua para que se calme y le pido que tome asiento mientras me
ocupo de su mujer. Como me ha llamado «Doctor» comprendo que me ha tomado por
mi hermano mayor, el médico, que alguien debe haberle dicho que vive en esta casa.
No intento sacarlo de su error porque la lluvia ha arreciado y, como al parecer, no es
nada grave, la presencia de un verdadero médico no es necesaria.
Le tomo el pulso a la mujer que sigue sin volver en sí, con una sonrisa en los
labios. No parece que el marido le hubiese pegado mucho como dijo: no descubro
hematomas grandes ni enrojecimientos, más bien parece un desmayo provocado por
la tensión nerviosa.
Estoy de espaldas a mi visitante, junto a su mujer, cuando una segunda voz me
interfiere y, por un momento, pienso que alguien más ha entrado a la sala. No es la
voz que me ha dicho entrecortadamente «mi mujer, mi mujer», ni tampoco la que ha
silabeado ceceando: «morirse es lo que debería». Ésta es una voz grave, la voz de
otro hombre.

II

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Estuve por decirle que su historia no me interesaba. Pero dejé pasar el instante
intrigado por el milagro de su nueva voz y cuando quise deshacerme de aquella
historia que no quería oír, comprendí que de hacerlo cometería un crimen con ese
hombre que necesitaba desahogarse con alguien.
La historia se abría en un vuelo a once mil metros de altura[3]. Entre él, Jorge
Torres, que asistiría a unos cursillos en la URSS, y una bella mujer sentada al otro
lado del pasillo se había establecido una corriente de simpatía: sorpresa fingida ante
el complicado cierre del cinturón de seguridad, falso brindis por el suave despegue…
Por fin ella hizo una pregunta que el aire algodonado de a bordo se tragó y Jorge,
obligado a responder algo, se preparó a capturar al vuelo el asombro que provocaría
su respuesta. Tardó un segundo en hacerlo, le sonrió de nuevo (lo había estado
haciendo desde que notara las piernas de su vecina) y suspirando dijo por fin:
—Yo soy gago, señora. Discúlpeme si no logra entenderme.
Si era gago ¿para qué le había estado sonriendo a su simpática vecina?, se quejó
ahora, ¿buscándose el problema? Balbucear «soy gago señora» (soy un desgraciado)
era una petición de indulgencia, una vieja maniobra suya para incitar la lástima.
Me dijo Jorge Torres que al momento se sintió bien bajo la mirada ligeramente
estrábica de su interlocutora, porque sus ojos no lo miraron con la fijeza
escudriñadora a que estaba acostumbrado, sino que flotaron frente a él como
buscando alguna parte de su cara en la que posarse y, al no encontrarla, fueron a
esconderse tras la banda de pelo rojo que cubría la mitad de su propio rostro. Después
fueron sus manos las que puso en movimiento y, medio rostro cubierto aún por el
pelo, sacándolas de sí como lo haría un hombre envuelto en un hábito, tomó las de
Jorge entre las suyas y le dijo sin mirarle:
—No se preocupe por eso, la tartamudez no es nada anormal.

Al contarme esto, Jorge Torres se incorporó de un salto y haciendo un gran esfuerzo


(de pronto se había alterado) me dijo:
—¿Se puede usted imaginar que ya en el avión usó esas palabras: «la
tartamudez», y no fui capaz de cortar ahí mismo nuestra conversación?
Lamentarse ahora no tenía sentido. Cualquiera hubiera cometido el mismo error;
además, la mujer era rusa. Hablaba el español bien pero con un acento que un año de
estancia en La Habana, adonde había viajado para perfeccionarlo, no había
eliminado.
Jorge me enseñó una foto que llevaba consigo en la billetera. Una postal muy
nítida hecha en un estudio de Moscú, con una dedicatoria en diagonal al reverso[4].
Luego debía tener en cuenta aquel viaje en avión —su primer viaje en avión—, la
suerte de encontrar una mujer que a las primeras palabras dichas con la inseguridad
provocada por experiencias similares, le estrechó las manos e hizo el ademán de
llevárselas a su regazo. Porque él registró ese ademán, ese gesto que no evolucionó

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porque aún no se conocían bien y que tiempo después llegó a serle tan familiar que
ahora, al rememorar aquella escena, esbozó una sonrisa que resumía todo lo trágico
—él se empeña en verlo así— de la historia de ellos.

Una vez en tierra, ya amigos, tomaron un taxi que los llevó hasta Moscú. No sabía si
volvería a verla otra vez pero era suficiente lo poco que ya tenía de su lado: el
recuerdo del contacto con la piel suave de sus manos, el brillo de sus ojos y de su
pelo rojo, lo muelle del asiento del taxi en el que viajaba relajado, hablando sin oírse,
tan feliz que el mismo problema de su tartamudez, al que tantos disgustos le debía, no
se le antojaba ahora digno de atención.
Se acercaban a la ciudad. Las siluetas de los edificios se recortaban contra el
fondo gris del cielo. Kilómetro a kilómetro se iba desvaneciendo el equilibrio que
había surgido entre ellos dos, los abedules al borde del camino y las casas de campo
entrevistas al paso con sus huertos y animales. El resto del viaje lo hicieron en
silencio. Como él mismo expresó, «ya había dejado de gaguear alegremente». Estaba
convencido de que esa ciudad fría y desconocida se la tragaría irremediablemente y le
entró el temor de que se separarían y no volvería a verla jamás[5].
Se despidieron en los bajos del hotel con un apretón de manos. Ella debía
apresurarse para no alarmar a quienes la esperaban; pero mañana, bueno, hoy, lo
llamaría a su habitación para saber cómo se había instalado.

—¿Era agosto o julio? —le pregunté a Torres desde la cocina adonde había ido a
preparar una limonada.
—Agosto. Allí son muy frescas las noches en agosto, se siente bastante frío.
Estuve parado en la acera hasta que el taxi se perdió de vista. Entonces entré al
vestíbulo del hotel que a pesar de lo avanzado de la hora encontré lleno de gente:
varios árabes que identifiqué por la manera de vestir, un grupo de italianos que
parecían haberse reunido allí abajo con el propósito expreso de gastarse bromas y tres
circunspectos ancianos de nacionalidad indefinida que regresaban de algún paseo y,
esperando el elevador, estudiaban el comportamiento de los italianos con la vista fija,
como científicos que observaran un fenómeno raro sin la menor simpatía.
A los quince minutos ya estaba en mi habitación preparándome para dormir. Me
senté en el borde de la cama frente a una gran ventana panorámica que permitía ver
gran parte de la ciudad. Aquí y allá titilaban las vallas de neón y las luces de los
apartamentos. Veía también la franja acerada de un río. ¿El Moskvá? Me caía de
sueño. Busqué la frazada tanteando, sin volverme y apagué la lámpara de mesa. Ya
debía estar bien lejos dentro del sueño cuando el timbre del teléfono me hizo
desandar el tramo recorrido.
Levanté el auricular.

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—Oigo, ¿quién habla? —no me acordaba de nada y me hacía en mi casa, en
Cuba.
—¿Es usted, Jorge? Es Elena quien le habla. ¿Ya está durmiendo? Me alegro, así
sé que no tuvo problemas. Le volveré a llamar mañana. ¡Que duerma bien! ¡Chao!

III

Traje de la cocina una jarra con limonada y salimos al portal para no despertar a
Elena. La había acostado sobre el diván de la sala, arropado con una manta, y ahora
dormía profundamente. Afuera había cesado la lluvia. Torres prosiguió su historia:
—Al día siguiente, al despertarme, descubrí a mi compañero de cuarto. Un
hombre delgado, de unos treinta y cinco años, que ocupaba una cama junto a la mía.
La noche anterior lo había sentido llegar como una hora después de la llamada de
Elena y, aunque ya era hora de desayunar, seguía durmiendo. Lo zarandeé y volvió
hacia mí una cara angelical por la paz del sueño. A mí me intrigó esa cara de justo
que, como supe después, no tenía nada en común con su dueño. Pasados unos días,
cuando sentado en el hall junto a Elena trataba de convencerla para que subiera a mi
habitación, ella me preguntó con quién compartía el cuarto. Yo comencé a contarle
sobre el cara de ángel y su vocación de playboy, cuando aquel pasó por nuestro lado
haciendo correr su vista dos o tres veces de las piernas de Elena a su cara y
limitándose a saludarme en voz alta pero sin mirarme.
A ella pareció caerle bien porque le sonrió en respuesta. Me dijo: «Apuesto a que
en Cuba trabaja en una cafetería (resultó ser cierto: estaba en Moscú como premio
por su buen trabajo). ¿No ves lo bien peinado que va?». No acababa de decírmelo y
ya el hombre se estaba rehaciendo el peinado frente al mármol reluciente de una de
las columnas del hall. Se volvió para mirarnos: ¿lo estábamos viendo hacer? y,
acodándose frente a la recepcionista, puso en juego con otra sonrisa angelical su
atractivo irresistible.
Elena me dijo: «Hasta aquí me llegó el olor de su colonia. Un hombre muy
atractivo como quiera que lo mires. ¿Treinta y cinco años? Ni gota de grasa, rostro
angelical como tú mismo dices: mi amigo es un lovets duch (pescador de almas)».
Parece que en ruso la frase le sonaba mucho más convincente, porque Elena
siempre la repitió en ruso. Yo, por mi parte, nunca la había oído y me pareció muy
afortunada para Ángel (era su verdadero nombre) y así lo hemos seguido llamando
entre nosotros.
Nos reímos los dos, pero a mí me desagradaba esa atención de ella por cosas
ajenas a nosotros. Ella, simplemente, estaba igual de nerviosa; pero yo pensé que
trataba de desviar el curso de la conversación y no acceder a subir conmigo al cuarto.
Sentía mi cabeza como a dos palmos de mi tronco. Ésa era la sensación: como si la
tuviera desprendida del cuerpo. Sería una victoria pírrica (hay cosas más difíciles que

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llevar una mujer a la cama), pero cuando uno se lo ha propuesto llega a ofuscarse con
ello y no quiere saber de nada más.
—Yo esperaba su respuesta muy exaltado —había tenido un día completo para
imaginármela— pero en su rostro ya se hacía visible cómo al empuje de mi
vehemencia iban cayendo uno tras otro los tabiques que la separaban de mí. Se había
recostado a mi hombro; yo sentía el olor de su pelo, el calor que emanaba su cuerpo,
la flacidez agradable de sus brazos desnudos. Era la segunda entrada de aquel motivo
casi musical de la primera vez, en el taxi; lo sentía ir llegando y se alegraba mi alma.
Alrededor nuestro, en el hall, no había nadie, o por lo menos así me parecía, ya
incapaz de percibir otra cosa que no fuera ella. Entonces, en el momento en que,
aunque nada había ocurrido físicamente, «ya era mía», le tomé las manos y el ligero
chasquido de una descarga eléctrica se dejó escuchar nítidamente.
—Nos miramos asombrados. Yo no sabía qué explicación darle a esa descarga
eléctrica, porque es algo que no ocurre aquí. Ella sin embargo conocía su origen nada
sobrenatural y a pesar de esto, como después llego a confesármelo, asoció esa
pequeña descarga eléctrica a una presencia demoníaca que se dio a conocer, informó
allí de su presencia, de esta manera. Era como si se nos hubiera advertido «nada
bueno saldrá de esto». Pero ¿qué podía pasarme? No estaba para pensar en fantasmas
y ella no podía dar marcha atrás aun queriendo. Fuimos a tomar el elevador. Allí
estaba también mi vecino esperándolo y, como nos resultaba violento estar ahí, frente
al lift, sin decir palabra, Elena dijo:
—¿Cuándo acabará de bajar el lift?
A lo que mi vecino reaccionó sorprendido:
—¡Ah! ¿Pero se dice lift? ¿Se llama lift en ruso?[6]

Sobre la mesita de portal sudaba la jarra con la limonada. Jorge tenía los pies
extendidos y sorbía su limonada lentamente. Yo lo mismo y pensaba vagamente en lo
que me había contado. Consideré que podía cortar su relato allí porque él ya estaba
calmado y a mí, a decir verdad, me daba igual. No había logrado interesarme y le
continuaba oyendo más bien por cortesía. Claro que no me había cogido por el cuello
de la camisa y dicho en un susurro, como para abrirme el apetito: «Le voy a contar
algo realmente extraordinario, algo sobre lo que nunca oyó hablar». Simplemente, el
pobre gago, pasando miles de trabajos, me refería su historia que yo escuchaba
aparentando interés porque, para no confundirles, a los tartamudos se les presta una
atención desmedida, que no observamos con un interlocutor normal. Esto genera
escenas cargadas de misterio, alarmantes, como la visión que una vez tuve de una
plática en la que uno de los interlocutores era tartamudo, detalle que yo desconocía.
Conversaban un hombre joven y una muchacha con el torso inclinado hacia adelante
y el oído vuelto hacia él, como el que está oyendo. Pero como en ese justo instante no
estaba oyendo nada en realidad debido a los grandes intervalos de silencio entre frase

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y frase, se daba la situación única de estar oyendo sin oír. La vista de esta escena me
recordó esos cuadros de pintura galante en los que uno de los personajes está
«hablando» y el otro «oyendo». Mas de un cuadro no se puede esperar sonido alguno
y yo aquella vez estuve cosa de un minuto sin saber a qué atribuir aquel silencio.

IV

Fue todo amor los cinco días que estuvo en Moscú, me dijo. ¿Moscú la ciudad
blanca, la capital asiática? ¿Las almenas kirguizas del Kremlin?[7] Nada de eso. Le
quedó muchísimo por ver de Moscú. Ahora lo único que contaba eran los paseos
largos que se dio con Elena por sus calles.
Elena era una mujer muy bella, de una belleza que sugería esplendidez y no
frivolidad ni perfidia. Me la hizo ver sentada frente a él, vistiendo una blusa blanca
tiesa por el almidón, sus antebrazos descansando en la minúscula mesilla de un café.
¿Cómo podía suponer que aquella mujer buena era el amor de su vida? La
escuchaba sin tomarla mucho en cuenta. Muy enamorado, eso sí, cualquiera haría lo
mismo, pero sin interesarse por la primera vez que ella había visto el mar, ni por nada
que no fuera saber que hoy estaba sentado frente a ella acodado a la minúscula
mesilla del café.
Elena le contó que uno se acostumbra tanto al invierno que al sexto mes de ver
caer nieve y soportar heladas la existencia del trópico, del ecuador, se antoja un fino
engaño, semejante a la fe en la resurrección y en la vida del más allá en la que cifra
todas sus esperanzas el creyente. De modo que los reportajes de la TV que mostraban
los países cálidos adquirían el inseguro valor de la estampa que en el texto religioso
ilustra la vida regalada que se le reserva al justo, al paciente, al que sabe esperar.
A Dios gracias no había que esperar toda una vida. En marzo aumentaban las
horas de sol y la nieve comenzaba a fundirse en las aceras. Carámbanos del grosor de
un brazo se desprendían de los aleros y se estrellaban con fuerza contra el pavimento,
el fragor del hielo al fragmentarse llenando el aire. (Los largos paseos y las pláticas
tocaban a su fin: él viajaría a otra ciudad para asistir a unos cursos.)
La víspera del viaje ocurrió un incidente que le abrió los ojos a Jorge Torres. Ese
día, al querer entrar en la habitación, usualmente abierta a esa hora, se le hizo esperar
unos minutos[8]. Cuando por fin cedió el picaporte encontró a Elena y a Ángel
sentados junto a la ventana. Los observó llevar su conversación ficticia, saludarlo sin
querer terminar la falsa…
Jorge Torres me miró fijamente a los ojos a través del humo del cigarro para ver
la impresión que esta parte del relato causaría en mí. Yo debía saltar intrigado y
aventurar una suposición de esa índole: «¿Lo había estado engañando?» o bien:
«¿Qué hacía esa mujer encerrada con aquel hombre cuando Ud. no estaba?». Torres
esperó en vano la pregunta y aquello terminó por agradarle. Yo no habría entendido

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nada de haber formulado tal pregunta, me habría quedado tras el primero de los
círculos concéntricos de su relato.
Esa pregunta, tal conjetura, estaba excluida. ¡Qué fácil todo si se hubiera podido
encontrar una pregunta así, una conjetura así para esta historia!
Por fin descubrió una camisa nueva que le proporcionó la clave del misterio y se
quedó «mudo de asombro». Desconocía cómo habían podido averiguar la fecha de su
cumpleaños (Ángel le había estado dando el visto bueno a aquella camisa de regalo
para Jorge).
—¿Estaba siendo traicionado por aquel hombre, por Ángel?
—Precisamente, y eso era lo grave. Perdí los estribos. Le pregunté qué pretendía
con aquello, le grité que no tenía madre y que se merecía que le pegara.
No intentó defenderse. Comprendía muy bien la gravedad del hecho.
¿Aconsejándola en lo de la camisa? Sí, muy buena justificación. Gracias. Esa mujer
lo que andaba buscando era que yo cargase con ella. ¿Acaso no se daba cuenta? ¿No
lo sabía?
El bueno de mi vecino sólo atinó a responderme con una de sus sonrisas de ángel:
¡Pero ella es tan buena!
Mejor hubiera dicho «de una virtud ejemplar» y esa hubiera sido la frase exacta.
¡Qué miedo sentí! ¡Nunca había sentido tanto! Amar significa un compromiso tan
grande que la mayoría de las gentes se desentienden de él, despavoridos.

—Al día siguiente partí para la ciudad del Volga donde recibiría mis clases. Subí al
tren, y al verla llorosa junto al pescante, me dije que no la vería nunca más[9]. Ahí se
quedaba en Moscú entre la niebla y el gentío agitando un pañuelo de despedida.
Conmigo viajaba ahora un representante de la fábrica que había organizado los
cursillos. Un ruso taciturno amigo de hacer chistes inextricables con la mayor
seriedad del mundo.
Yo viajaba al encuentro de la Rusia que conocía por los libros: mozos membrudos
de cabellos descoloridos, los tártaros de rostro impasible, el kazajo de las revistas
ilustradas con radio transistorizado, sus arqueadas piernas enfundadas en flamantes
jeans. La multitud que cascaba indolente pepitas de girasol… Mi oído captaba
sonoridades siglo XIX, de literatura clásica rusa: Kostromá, Riazán, Saratov… A
Saratov iba yo.
Llegamos al día siguiente. Descendí al andén y respiré hondo. Habíamos cruzado
un puente, avistado un río, los remolques avanzando trabajosamente corriente arriba,
tirando de barcazas. ¿Qué me esperaba en aquella ciudad? ¿Qué otra Elena? No,
ninguna otra. Di media vuelta tocado por la certidumbre de que la vería ahora mismo
y, efectivamente, allá venía corriendo, desbocada, muy alegre de haberme hallado.

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—¿Increíble?
—Para Ud. y para mí tal vez sí. A ella no le había costado nada tomar esa
decisión. El misterio de la mujer. (¿De la mujer rusa?[10]) No había dudado un
segundo, al verme ir tan feliz en el tren, de que me seguiría. Compró un boleto de
avión, cubrió cientos de kilómetros. Allí estaba. ¿No me alegraba de verla?
Aquello me emocionó, no pudo disgustarme. La besé amigablemente, atraje su
cabeza y aspiré el aroma de su pelo.
¡Estaba en casa!
Ella tomó mis manos, se las llevó al regazo y fijó en mí unos ojos aún secos que
no tardaron en cubrirse de lágrimas…
Salimos caminando seguidos del ruso que no dio muestras de asombro. Al llegar
a la parada del trolebús se limitó a preguntarme si sabría encontrar el hotel. Le
aseguré que sí, y yo y Elena nos fuimos a pasear por un maleconcito junto a aquel
mismo río que había visto desde el tren. Nos habíamos encontrado de nuevo. ¿Qué
significaba esto? ¿Para toda la vida? ¿Había venido a encontrar mujer a miles de
kilómetros de casa? ¿Acaso me quería tanto? ¿Acaso se puede querer tanto a alguien?
Yo tenía veinticinco años y nunca le había preguntado si me quería o no, si me
amaba o no. Se tiene esa edad y se estudia uno siempre como desde afuera, ¿qué tal
me veo? ¿No estoy haciendo el ridículo? A veces se montan unas escapadas y se vive
despreocupadamente, se permite uno hacer piruetas en público, gaguear a gusto,
imaginarse libre por un momento; pero nunca se deja engañar por estas fugaces
vacaciones y, en general, somos aburridos y, lo que es peor aún, pusilánimes. Ser así
nos salva de dar pasos en falso, pero lo trágico de esta actitud sin discernimiento es
que te guarda lo mismo de lo bueno que de lo malo. Y cuando alguien te quiere de
verdad y le preguntas: ¿Me quieres? Su respuesta no te interesa nada porque al oír:
«Sí, te quiero», se es tan pobre de espíritu que uno piensa para sí, ¿y a quién más
quieres con esas piernas que tienes?
Ese día, allí en el corazón de Rusia, mi pregunta de siempre recibió una respuesta
que dejó mal la estimación que me tengo, que todos nos tenemos.
—¿Acaso te dije alguna vez que te quería? —me respondió—. Yo no te quiero, ni
«te aaamo», para que lo entiendas mejor. Me he guardado muy bien de hacerlo
porque me gustas y no quiero buscarme ningún otro hombre ahora que te he
encontrado, pero estás muy enfermo para permitirme el lujo de quererte. Perdóname
que te sea sincera, pero al oírte preguntar esto pensé que te podía perder. Créeme, sé
muy bien lo que digo. ¡Te presto mi cuerpo para ponerte a flote y me vienes con esa
pregunta! Perdóname, pero me asustaste tanto que debo decírtelo así. Si quieres
puedes pensar que te quiero y para ti será verdad. Mucha gente vive con menos que
eso y les va bien.

Yo me le reí a Jorge en la cara:

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—No me digas que le creyó. Lo estaba engañando como a un niño.
—Yo también pensé lo mismo. Pero un engaño así, de existir, tiene la misma
fuerza que la verdad porque no me lo decía sólo para aparentar. Una actitud así, aun
siendo falsa, es llevada por el orgullo hasta sus últimas consecuencias, al menos en
ese momento yo la creía capaz de eso y también me asusté.

—Vivimos en esa ciudad tres meses. Lo que para mí no representaba nada parecía ser
mucho para ella. Me quedé de una pieza cuando comprendí que se casaría conmigo
en cuanto se lo propusiese. Así fue. No me dijo nada, ni gritó de alegría, ni hizo un
gesto. El ligero estrabismo de su mirada se acentuó más por un momento. Parpadeó
una o dos veces, y como siempre ocurría, sin transición visible en su rostro, los ojos
se le llenaron de lágrimas. Al momento me arrepentí de haberlo hecho. Su
comportamiento era imprevisible. Una mujer demasiado frágil para mí. Nunca
llegaría a entenderla. Estoy seguro de que Ud. tampoco podría, y conozco a pocos
hombres capaces de hacerlo. He pensado mucho en esto. Es horrible. Ese mismo día
le pegué.
No soy un degenerado ni un alma negra (al menos quiero creerlo). Cuando por fin
vinimos a vivir a Cuba, pensé que eso se acabaría, pero me engañaba. Mientras más
hacía por mí, más le pegaba.
Aprendí a hablar de nuevo a los veinticinco años porque ella no quiso que yo
siguiera siendo un gago sin remedio. Pasé meses con un logopeda y ya podía pedir
algo en la calle sin que la gente se fijara en mí. Me recogía piedrecitas para llenarme
la boca y me daba conversación por las noches para que mi lengua aprendiera a
moverse sin tropiezos. Me enseñó a cocinar muy bien. A veces invitábamos a
nuestros amigos y yo preparaba el almuerzo. Ángel venía a vernos. Seguían siendo
los buenos amigos de siempre. Él con una mujer nueva cada vez. Se quedaban
conversando en la sala y yo me llevaba a su amiga a la cocina para que no se
aburriera sola en la terraza. Alguna pensaría que yo era un triste gago consentidor.
Con todo, al margen de esos domingos apacibles, se perdían muchas cosas, pero
ya yo no sabía si eso podía interesarme o no. Ella me había tomado como objeto de
su servidumbre y era feliz sirviéndome[11]. No era que me compadeciera. Todos
padecemos de algo y todos podemos ser compadecidos por algo. La única diferencia
consiste en que mi defecto es más visible, o audible, si se quiere; pero esa entrega
total, esa comprensión total que no objetaba nada me desconcertaba[12]. Como si con
su inteligencia de mujer hubiese dado con la verdad de los mártires. Nunca me
reprochaba los días y las noches idas en refriegas y discusiones. Para ella esa era su
vida y no tenía sentido eludirla. Me exasperaba. Le pegaba, le pego fuerte por
cualquier cosa hasta hacerle sangre y le dejo grandes hematomas que se mantienen
por semanas enteras.

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Una noche la maniaté después de haberla golpeado. La alcé en vilo y la tiré en la
cama. Lloraba como siempre, sin sollozos, y me preguntaba con un hilo de voz:
«¿Pero qué estás haciendo? Tú eres bueno. ¿Por qué?».
Salí dejándola amarrada. La hubiera matado ese día. Si hubiera estado seguro de
que nadie se enteraría, de que hubiese podido desaparecer su cuerpo por ahí, arrojarla
al mar sin ser visto, no habría dudado en hacerlo. Caminaba por la calle muy alterado,
a grandes trancos, pronunciaba en alta voz su nombre. La mataría. ¿Qué hacía esa
rusa aquí? La mandaría de vuelta lo más rápido posible. Le había pegado poco; debía
haberle roto sus bellos dientes, fracturado un brazo. De pronto, parándome de golpe,
grité: «¡Por Dios Elena! ¿Qué he hecho contigo?» y me lancé a correr hacia mi casa.
La luz del cuarto estaba apagada y pensé que se habría ido a algún lado. «¡Y yo
corriendo!», me dije. ¿Qué hace esa mujer sola por La Habana, vejada por mí?
Busqué algo con qué pegarle cuando volviera. Junto a la verja escondí un palo que
encontré en el jardín.
Abrí la puerta. Encendí la luz y entonces la vi sobre la cama, dormida con las
manos amarradas aún sobre la espalda. «¡Elena! ¡Elena!» Le desaté las manos, me
tomó la cabeza y la llevó a su regazo.
No dijo nada. Seguía llorando con mis manos entre las suyas. Yo me arrodillé
frente a ella. Sentía tanta vergüenza que no sabía qué hacer, qué decirle. Empecé por
prometerle que aquello no se repetiría jamás. Ella me escuchaba sin decir palabra. Me
puse de pie y le dije que después de lo ocurrido no podíamos seguir juntos, que ella
debía irse, yo no era el hombre que le convenía. Le pegaba. Mañana mismo
reservaríamos su pasaje… Entonces me dijo que lo que yo quería era deshacerme de
ella. Que era lo que buscaba y que lo veía bien claro.
No pude creer aquello. ¡Estúpida! Pensé en el palo de junto a la verja, pero no
corrí por él. De un puñetazo la senté en la cama. Se cubrió el rostro con las manos y
le pegué hasta que me dolieron los nudillos. ¡Estúpida! No sé qué hacer con ella.

—¿Cuánto tiempo hace de eso?


—Cosa de un año pero todo este tiempo ha sido así. Hoy ha vuelto a suceder.
Ahora se desmaya a los primeros golpes. Le he dado mil vueltas en la cabeza a esto.
No nos hacen falta las mujeres virtuosas. La virtud no es para degenerados como Ud.
o como yo. Todos somos unos degenerados y usted, por ejemplo, lo sabe bien.
—Quizá tenga razón… Sí, seguramente… —me interrumpí porque vi a Elena
junto a la puerta. Había comenzado a amanecer.
—Oiga, Torres, tengo que decirle algo. Yo no soy médico. Es mi hermano mayor.
Él vive aquí pero hoy…
Jorge Torres se paró y avanzó hacia ella mientras me hacía un gesto con la
cabeza: «¿Qué importancia tenía eso ahora?». Se veía de nuevo frente a una historia
que al contarla tal vez habría creído acabada.

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Recostada al marco de la puerta Elena lo miraba a los ojos. Él fue hasta ella y,
tomándole las manos, le dijo en voz baja: «Vete al baño y péinate. Ahora mismo nos
vamos».
Cuando Elena se internó de nuevo en mi casa, le dije a Torres:
—No tiene por qué sentir pena de haberme contado todo eso, quiero que sepa…
—¿Pena? —me replicó Torres sonriendo—. ¿Pena?
Elena volvió en ese instante, tomó a Torres por el brazo y, con la cabeza apoyada
en el hombro de él, ambos salieron caminando hasta la verja.
Antes de perderse por la esquina, ella volvió su rostro hacia mí y sonrió. Su pelo
rojo brillaba al sol.
—¿Pena? —me había dicho Jorge Torres—. ¿Pena por qué?

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Greenpeace
Eduardo del Llano

Rigoberto Molina, alias Gravilla, Prisciliano Jiménez, alias Sangre’e mono y Bárbaro
Casas, alias Negroemierda, estaban acurrucados y mustios en un rincón de la celda
cuando un agente que parecía una mezcla de los tres abrió la puerta y se hizo a un
lado para dejarme pasar.
—Si hay algún problema, grite —me advirtió—, yo estaré aquí cerca, viendo la
telenovela. Anoche se acabó buenísima.
Dije que sí y el policía se retiró. Moví una silla hasta ponerla frente a los
detenidos, me senté y los miré solidariamente. Ellos me contemplaron con La
expresión huidiza de tipos en cola para hacerse un espermograma.
—Mi nombre es Nicanor O’Donnell —anuncié—, soy el abogado que va a
defenderlos. Quiero que me lo cuenten todo sin ocultar ningún detalle, como se lo
contarían a un amigo.
Ninguno habló durante un par de minutos. Claro, habrían reaccionado ante el
instructor, porque un oficial es un poder invulnerable, y es mejor avenirse con lo que
no puede ser derrotado; mi cortesía, en cambio, estaría a sus ojos tiznada de
debilidad, y en el débil uno puede vengar lo que el fuerte le hizo. Encendí un cigarro
y les brindé la cajetilla. Sangre’e mono aceptó el convite, y me introduje por esa
brecha.
—¿Los han tratado bien?
—Nos han tratado como a delincuentes —dijo Gravilla, en un tono vibrante que
no dejaba dudas acerca de la injusticia implícita— y nada de lo que usted haga les
quitará esa idea de la cabeza. El juicio va a ser una farsa, como siempre.
—Debo entender que ustedes se consideran inocentes.
Me miraron, belicosos.
—¿Y usted no?
—Yo lo único que sé es que los acusan de atentado al patrimonio cultural,
sabotaje, distribución de propaganda enemiga, intento de sacrificio ilegal de ganado,
agresión física al administrador de una granja estatal y usurpación de funciones, para
empezar. Tienen que convencerme de que no son culpables, para que yo pueda
convencer al juez.
—¿Qué quiere decir usurpación de funciones?
—Que estaban vestidos de milicianos cuando iban a matar a la vaca.
—¡No estábamos matando a ninguna puñetera vaca! —chilló Sangre’e mono—,
¡al revés, queríamos salvarla! ¡Lo que pasa es que basta que vean a tres tipos

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disfrazados entrándole a golpes a otro, de noche, en la manigua y con una vaca al
lado, para que piensen que los tres tipos son los malos!
Convine en que la gente es muy superficial y dada a llevarse por las apariencias.
—De todas formas, sigo sin entender —añadí con sinceridad—, ¿por qué no me
lo cuentan desde el principio? Yo no tengo apuro. Pueden coger todos los cigarros
que quieran.
En definitiva lo hicieron. Gravilla no se mostró muy convencido de que valiera la
pena, pero Sangre’e mono y Negroemierda estaban locos por reconstruirlo todo de
nuevo, con la elocuencia que el oficial instructor les fragmentó y piloteó en el
interrogatorio. Y yo, que había aceptado el caso de puro oficio y a desgana, comencé
a descubrirme fascinado con el relato. Incluso le di algún dinero al policía para que
fuera a comprar unos tabacos.

Tres meses antes, Gravilla había citado a los otros dos en su barbacoa.
Sangre’e mono había estado preso por tenencia ilegal de divisas, cuando tener
divisas era ilegal. Y negroemierda pasó una noche en la tercera estación por darle dos
pescozones en público a una mulata. Sin embargo, ninguno de ellos era un
delincuente de raza. Los tres se habían desentendido de sus empleos y se ganaban la
vida en el invento, es decir, vendiendo pulóveres, jabones y cassettes. En el barrio
todo el mundo bacía lo mismo.
Belén es una de esas vecindades en que se diluyen los silogismos y las fronteras.
En cierto modo, nadie está al margen de la ley, y todos lo están. Geográficamente
situada en la zona más densa de la ciudad, no ha perdido el espíritu de aldea. La
habita la gente más pobre, y a un tiempo la más alejada de la naturaleza, pues no hay
árboles ni flores ni agua suficiente. Es una barriada histórica, pero se vive al día. Y
Sangre’e mono y negroemierda, con todo y ser folklóricamente incapaces de llegar
puntuales a cualquier reunión social, se encontraron con Gravilla cinco minutos antes
de lo acordado.
—¿Cuál es el misterio, Gravilla? —preguntaron simultáneamente, después de una
ronda de alcohol que en el contexto equivalía al five o’clock tea.
—No es un negocio —aclaró Rigoberto—, es otra onda. Se los digo para que no
se vayan afilando los dientes.
Los demás no comentaron nada. Eran amigos desde antes de aprender a caminar,
y durante todo ese tiempo Gravilla se había ganado entre ellos una indiscutida
reputación de ideólogo. Viniera con lo que viniera, valdría la pena escucharlo.
El anfitrión fue hasta la ventana y regresó con una maceta en la que campeaba un
arbusto marchito. Posicionó el tiesto en el centro del corro y miró gravemente a los
demás. Hubo un silencio especulativo.
—¿Mariguana? —preguntó Sangre’e mono, con las membranas de la nariz
vibrando como hocico de curiel.

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—No seas verraco —dijo Gravilla—, es un helécho. Bueno, un helecho muerto.
La vieja lo cultivó y me lo dejó, y una semana después de partirse ella se muere el
helecho.
Los otros se miraron. Ya le habían dado el pésame a Gravilla en tiempo y forma.
Por el fallecimiento de la madre, naturalmente.
—¿Religión? —aventuró Negroemierda—. ¿Quieres decir que el alma de la vieja
estaba enlazada con la de la matica esa?
—Por algo te dicen Negroemierda. Coño, ¿ustedes no vieron la televisión
anoche? No hubo apagón ni descarga ni motivito ni nada, así que tuvieron que verla.
—¿La novela?
—No. El programa sobre la destrucción del medio ambiente.
Los invitados pestañearon, inseguros.
—Yo lo vi —asintió Sangre’e mono— pero no le hice cráneo. ¿Por qué no te
explicas de una vez, Gravilla? ¿Quieres vender helechos a los extranjeros?
—Quiero —dijo Gravilla, con especial resonancia— fundar un Comando
Ecológico.
Aquello fue como una reunión del Consejo de Seguridad de la ONU en plena
huelga de traductores simultáneos. Negroemierda se quedó incólume, pero Sangre’e
mono saltó y corrió hacia la puerta.
—¿Tú estás loco, asere? Yo no quiero volver al tanque, y mucho menos por
candelas políticas. Si vas a poner bombas o regar papeles, gózalo tú solo. Voy
echando.
—Siéntate, Prisciliano —ordenó Gravilla—, o acaba de ponerte en cuatro patas y
comer yerba. Un Comando Ecológico no tiene nada que ver con la política.
Desconcertado al oírse llamar por su nombre de pila, Sangre’e mono obedeció, no
sin persignarse furtivamente.
—Oigan, y entiendan. Una de las cosas que le juré a la vieja antes de partirse fue
precisamente que no iba a acercarme al tanque ni para que me cogieran las medidas.
No, yo tampoco quiero meterme en rollos, ni pasarme la vida vendiendo jabones o
toreando una alemana. No, caballero, hay cosas más importantes, vaya, que le atañen
a todo el mundo. ¿Saben ustedes que todos los días desaparecen miles de animales y
plantas?
—¿Se los roban? —infirió Negroemierda.
—No, seboruco, se mueren, se extinguen. ¿Desde cuándo ustedes no ven una
cotorra suelta? Ya no quedan ni en Isla de Pinos. Mi abuelo cazaba venados en el
monte, miren a ver si encuentran uno ahora. ¿Y jutías? Y eso que en Cuba no estamos
tan mal. Ya casi no hay ballenas, por ejemplo. Ni tigres, ni ese tipo de oso chino,
blanco y negro con una mancha en el ojo, no me acuerdo cómo se llama. ¿Les parece
puerco el río Almendares? Bueno, así está el mar dondequiera.
—Es verdad —admitió Sangre’e mono—, el domingo fui a la playa y había un
mojón flotando.

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—¿Se dan cuenta? ¿Y los árboles? Sin árboles no va a haber aire, va a crecer el
hueco ese del ozono y nos vamos a achicharrar todos. Coño, la muerte de la vieja y
del helecho me puso a pensar. En lugar de vivir en la que se cae, hay que pensar en
cosas grandes, caballero, o el mundo se te hace muy chiquito.
Negroemierda llevaba más de un minuto moviendo la cabeza de arriba abajo, y
siguió haciéndolo. Sangre’e mono encendió un cigarro, gesticuló como un rapero y
soltó una andanada de objeciones.
—¿Y qué carajo vamos a hacer nosotros tres, Gravilla? Eso es cosa del gobierno.
Aquí todo tiene que estar controlado; si armas un grupúsculo, aunque sea de
tomadores de refresco con pajita, te miran atravesao. ¿Y de qué vamos a vivir, si nos
pasamos todo el tiempo en lo del Comandado Escatológico?
—Ecológico. La ecología es la ciencia que estudia cómo hacer que los animales y
las plantas no se mueran. Ahora en todo el mundo hay mucha gente preocupada por
eso. Se llaman los Verdes, y tienen hasta partidos.
—¿Partidos? ¿Y me estás diciendo eso para tranquilizarme? Candeeela…
—Déjame hablar, cojones. Miren, nosotros no vamos a hacer nada malo.
Dondequiera que alguien amague con tumbar una mata por gusto, le caemos y
discutimos con él. Si un tipo piensa echarse un animal o lo hace sufrir, le bajamos una
muela. El gobierno no tiene que enterarse. ¿Y de qué vamos a vivir? Chico, por el
momento, de lo mismo. Tú puedes convencer a un tipo de que no tumbe un pino, y
después venderle un pulóver. No hay ningún conflicto ideológico en eso. Lo
importante es saber que estamos haciendo algo útil para que los helechos no se
mueran.
Dicho esto, Gravilla les pasó la botella de alcohol. Negroemierda bebió con
parsimonia, y luego le palmeó el hombro al anfitrión.
—Chico, lo que es a mí, ya me tocaste la bomba. Coño, si parece una cosa linda,
como cuando éramos pioneros. Y hasta podemos conseguir una pincha decente y salir
de una vez del giro de los jabones. ¿Tú crees que haría bien si voy y hablo en la
fundición, a ver si tienen algo para mí?
—Claro —dijo Gravilla.

El primer Comando Ecológico independiente del país, o de la ciudad, o por lo menos


del barrio de Belén, se proyectó a la vida social el domingo siguiente. En los días que
mediaron entre la reunión constitutiva y el fin de semana, Negroemierda, elegido jefe
de Información, recortó y archivó cuanto artículo sobre el tema le cayó en las manos,
incluyendo una vieja edición de Robin Hood. Partiendo de lo que se decía en aquellos
textos, era indudable que los ecologistas constituían una fuerza noble y pujante en el
mundo civilizado, y que Greenpeace, su blasón, contaba con barcos y aviones y
oficinas. Sangre’e mono sugirió ponerle un nombre al Comando, cualquier nombre
menos inquietante que Comando, y lanzó algunos, que iban desde El rayo Verde hasta

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José Martí, pasando por un verso de Lorca. Gravilla dijo que no, que el nombre no
hacía falta, y Negroemierda, que era un tipo influenciable, estuvo de acuerdo.
El domingo, a guisa de debut, Gravilla convocó a una ofensiva para ayudar a los
animales callejeros. Recogieron cincuenta gatos, dieciocho perros, cuatro ratones, una
jicotea, doce lagartijas, seis gallinas y alrededor de noventa cucarachas.
Concretamente fue Sangre’e mono quien trajo las cucarachas, y Gravilla lo amonestó
en el seno de la organización.
—No seas animal. Las cucarachas son bichos dañinos.
—¿Y qué? Tú no pusiste límites. Dijiste que hay que proteger a todos los
animales. Las cucarachas no tienen la culpa de ser cucarachas y de que les guste
posársele encima a la gente.
—Bueno, pero hay prioridades. Las jicoteas pueden extinguirse, pero nunca he
leído que se extingan las cucarachas. Al contrario, cada vez hay más. Suéltalas. Y
échale los ratones a los gatos.
—Eso plantea un dilema ético —dijo Negroemierda, que había leído muchísimo
en los últimos días—; ¿vamos a propiciar la muerte de los ratones? A lo mejor los
gatos se los comían, a lo mejor no, pero si se los echamos seguro que se los comerán,
y es del carajo que seamos nosotros los que alteremos el equilibrio ecológico
causando la muerte de cinco roedores.
—Está bien. Dales un poco de ventaja. Ponlos a un metro de los gatos y suéltalos.
Y ya que hablaste de dilemas éticos, devuelve las gallinas.
—Eran gallinas callejeras —se defendió Negroemierda, pero los demás lo
miraron de arriba abajo y cedió un poco—, bueno, casi, casi. Había una posada en la
cerca.
En definitiva, se pusieron con cincuenta pesos cada uno —cotización mensual,
según Gravilla—, compraron dos libras de leche en polvo y se la dieron a los perros y
los gatos y los reptiles. Estos últimos, en franco desprecio por la iniciativa Verde,
echaron a reptar y se escaparon, pero los demás agradecieron el alimento, si bien un
gato arañó a Sangre’e mono.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó el herido—, ¿vamos a vender pulóveres para
mantener a los perros y los gatos cada semana?
—Éste es un acto simbólico, animal. Somos un Comando, y hacemos lo que
podemos.
—No vuelvas a decirme animal, asere. Se supone que los estamos defendiendo,
no podemos usarlos como insulto.
Negroemierda empezó a trabajar de sereno en la fundición, y se llevó todos los
libros para leerlos en su puesto. A la semana le contó a los otros que Buda prohibía
matar cualquier cosa que alentara, y que los budistas se habían agotado en polémicas
seculares para dirimir si un discípulo de Siddharta tenía derecho a pisar hormigas a su
paso, toda vez que podía aplastar a un sabio reencarnado. Para no chapotear en el
mismo pantano lógico, Gravilla dispuso considerar especies protegidas a los animales

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mayores de cinco centímetros, principalmente mamíferos y aves, domésticos o no,
siempre que no fueran vectores de enfermedades o no los estuvieran criando para el
fin de año. Y ésta fue, a grandes rasgos, la política que siguió el Comando en lo
tocante a la fauna local.
La flora preocupaba especialmente a Gravilla. Su devoción conservacionista
nació de un helecho con valor filial; así, al domingo siguiente llevó a sus mesnadas a
una cuadra del Vedado en que se planificaba podar arbustos con trabajo voluntario.
La encendida filípica con que fustigaron a los irresponsables devolvió como secuela
una inesperada acusación de saboteadores del trabajo del CDR, y la consecuente
amenaza de llamar a la policía. El Comando optó por una retirada táctica, pero esa
misma noche, bajo los ronquidos de la guardia cederista, desenterraron los arbustos
mutilados, los llevaron al Bosque de La Habana y los plantaron allí.
Dos meses después de la asamblea fundacional, la ejecutoria del Comando incluía
operaciones tan sonadas como las que se relacionan:
1. Concienzudo vapuleo de un viejo, dueño de un coche y un caballo, por montar
treinta niños —a dos pesos per cápita— en cada vuelta recreativa a la manzana, con
innegable perjuicio físico y, presumiblemente, moral para el equino. En lo adelante,
el anciano montó a sólo diez niños, bien que a seis pesos el boleto. Los padres de los
niños se quejaron, el viejo delató al Comando, pero la cosa no pasó de ahí porque el
caballo pereció ese mismo día, de una hernia monstruosa.
2. Excursión a un balneario costero para recoger latas y desperdicios. La basura,
en seis grandes bolsas de nylon, fue acarreada por los tres miembros del Comando y
otras tantas muchachas, conocidas ocasionales de la playa, hasta un vertedero
clandestino en medio del barrio. Después se prendió fuego al vertedero, con el saldo
colateral de dos tendederas chamuscadas y tres gatos absolutamente carbonizados;
entre ellos, el agresor de Sangre’e mono. Los cadáveres fueron llevados
subrepticiamente al Zoológico y arrojados como ofrenda en la jaula de los tigres.
3. Trasquilado de un perro de raza husky, mascota de un vecino, en consideración
a lo que debía sufrir un animal oriundo de Alaska en plena canícula habanera. El
dueño del perro intentó protestar; se le dieron una explicación y un puñetazo, aunque
no en ese orden. Después, para compensarlo, se le vendió un pulóver barato.
4. Siembra de árboles en zonas excesivamente urbanizadas y polutas, como el
propio barrio de Belén. En vista de que no había mucho espacio ad hoc, el Comando
decidió romper algunos tramos de acera, traer tierra vegetal de un solar yermo, cegar
con ella los huecos y plantar ahí las posturas. Helechos, ante todo. Los niños
sorprendidos arrancando los retoños fueron inmediata y drásticamente reprimidos.
Etcétera. Un largo etcétera.
Al cabo de los dos meses, Negroemierda perdió su trabajo, y los demás no habían
conseguido uno. El subatendido negocio de los pulóveres y jabones apenas si bastaba
para cotizar. En cambio, la pasión ecologista había subido en la columna de mercurio.

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Hacer el bien social es un virus de acción rápida, y la enormidad del mal que se ha
retado exige y encandila. Basta, si no, mirar el planeta desde cualquier ángulo.
—Estuve pensando —dijo un día Negroemierda, devenido el verdadero teórico
del movimiento, en tanto que Gravilla se ocupaba cada vez más del plano operativo
—: coño, todavía no hay nada que nos identifique. Hay que jugar al duro. Esto viene
desde los ascetas, pasando por Robin Hood, Rousseau y los hippies. Todos ellos
volvieron a la naturaleza. Al verde. Nosotros somos Verdes. Tendríamos que adoptar
un uniforme, para vestirlo durante las acciones ecológicas.
—Un uniforme… —reflexionó Sangre’e mono—, bueno, yo puedo resolver unos
metros de poliéster verde con un socito, pero nos va a salir caro.
—No hace falta —dijo Gravilla— caballero, con tres uniformes de miliciano
resolvemos. Yo tengo dos mudas, de cuando me movilizaban por la Reserva.
—Y yo tengo otro —anunció Negroemierda—, ¿ven? Es lo que yo digo, hay que
empezar por la imagen. A los uniformes les bordaremos un almiquí en el bolsillo.
También podríamos dejarnos el pelo largo y meternos a vegetarianos. La onda
natural, ya saben. Pero de nada servirá si no subimos la parada. Hay que hacerse
sentir de verdad, lograr que la gente hable de nosotros.
La propuesta de restringir la alimentación a lo aportado por el reino vegetal no
tuvo buena acogida, pero las otras sí. Durante el tercer mes, unos locos peludos y
barbudos, vistiendo uniformes verde olivo recientemente entallados, empezaron a
hacer leyenda en la ciudad. Sobre todo después de que alguien dijo haberlos visto
rondando por allí la noche antes de que apareciera un helecho arborescente, de diez
metros, trasplantado en medio de la Plaza de la Catedral.
La barbacoa fue rebautizada Cuartel General, y abrió una oficina de atención al
público. Cualquiera podía ir allí y denunciar un caso de crueldad con animales o
plantas, de irresponsable deterioro del entorno. Gravilla y Negroemierda intentaron
matricularse en un Taller Internacional de Política Ecológica, convocado por la
Academia de Ciencias, pero, quién sabe por qué, ambas solicitudes fueron
rechazadas. Sangre’e mono asumió entonces la tarea de contactar activistas
extranjeros, pero a la segunda noche hubo una redada frente al hotel y logró
escabullirse a duras penas.
El Comando no era una facción política. Pero eso sólo lo sabían ellos. Cuando
escuchó planes para bloquear con hormigón las tuberías que desaguaban en el
Almendares y con mierda la chimenea de una fábrica de accesorios plásticos, la
mujer de Sangre’e mono lo dejó, vaticinándole un porvenir enrejado. En el barrio, la
gente dejó de saludarlos, tomándolos por informantes o provocadores. En respuesta,
el trío distribuyó carteles manuscritos con la leyenda PARA VIVIR EN ESTE PAÍS,
PRIMERO HAY QUE LIMPIARLO.
Entonces, en el clímax underground, un simpatizante, que los había, acudió al
Cuartel General a contarles del oscuro contubernio entre el administrador de una
granja estatal y unos delincuentes ahí para sacrificar una que otra vaca a su cuidado, a

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cambio de un rotundo porcentaje. Y les dijo que la noche siguiente iban a matar una
Holstein, lechera recordista.
—Tenemos que salvarla —dijo Gravilla, exultante—; vale más una sola vida que
todas las posesiones del hombre más rico de la tierra.
Y esa noche hicieron un juramento de sangre y Gravilla dijo que Negroemierda
tenía razón, que había que ser vegetariano, e incluso debían buscar una forma de no
comer tampoco vegetales, porque un verdadero ecologista debía superar a Buda. Y
meditaron, y casi levitaron, y después se fueron a la vaquería y sorprendieron al
administrador y le cayeron a trompadas pero en eso llegó la policía, porque el
simpatizante, que era el dueño del cabrón gato que arañó a Sangre’e mono y luego
murió achicharrado, les había tendido una trampa, y basta que vean a tres tipos
disfrazados entrándole a golpes a otro, de noche, en la manigua y con una vaca al
lado, para que piensen que los tres tipos son los malos, abogado.

Eran las tres de la mañana, y Negroemierda se fumaba el último tabaco.


—La desgracia fue vestirnos de verde —concluyó—; ahí nos volvimos locos.
Pero coño, abogado, es que hay tanto por hacer… ¿Dónde jugarán los niños? ¿Lo ha
pensado?
No contesté. Gravilla, vuelto hacia la pared, parecía dormir. No había
pronunciado palabra durante el largo relato de sus cómplices. Sangre’e mono lloraba
sin pudor.
—¿Podría hacer algo por nosotros? —preguntó, sorbiendo ruidosamente por la
nariz.
—Algo —dije—, pero va a ser difícil.
El policía asomó en el umbral.
—¿No está aburrido, abogado? Descanse un poco. Oiga, se perdió el mejor
capítulo de la telenovela.
—Ya voy —dije, y miré en silencio a los tres ecologistas. Tres marginales sin
vínculo laboral, con cargos suficientes para diez vidas. La imagen rampante de la
derrota. Me incorporé.
—Si necesitan alguna cosa de momento, quizás pueda resolverlo. ¿Más cigarros?
No contestaron. Fui hacia la puerta. Cuando iba a salir, escuché la voz de
Gravilla.
—Hay algo que quiero pedirle.
Me volví. Gravilla tenía una expresión indefinible, entre suplicante y divertida.
—Si está a mi alcance… —repuse.
—Seguro que lo está. Un helécho. ¿Puede conseguirme un helecho? Uno
pequeñito.
Dije que ya vería, y me fui.

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4 de julio de 1996

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El día que no fui a Nueva York
Mylene Fernández Pintado

A Sonia: Versión moderna del hada de los deseos

DEAR MRS. FERNANDEZ: YOU ARE INVITED y en el membrete de la hoja la


dirección del HUNTER COLLEGE: LEXINGTON AVE. AND 68 STREET, NEW
YORK, NUEVA YORK. Levanté la vista hacia los rascacielos de la Gran Manzana,
donde dicen que no da el sol en las calles, y me encontré con la luz cegadora de La
Habana al mediodía.
Empecé a soñar. A ir a Nueva York. Y Paseo se convirtió en Fifth Avenue y el
Almendares en Central Park. El Malecón era simbiosis del Hudson y el East. El art
déco «López Serrano» el Empire State y La Torre el mirador del World Trade Center
y desde allí, en la noche, el Vedado se hizo Manhattan.
Y pensé que, hasta ese día, mi vida había sido una serie de actos preparatorios de
este viaje porque Nueva York me estaba esperando desde la primera postal y porque
algo en mi persona vivía allí desde siempre. Y que si mi alma se conciliaba con algún
otro espacio era con Nueva York. Una ciudad repleta de personas que dicen ser
newyorquinas. Que tolera el enjambre y recibe a todos sin saludar a nadie. Donde
todos son extranjeros y los turistas se sienten en casa. La ciudad. La que hicieron los
inmigrantes para mostrarla al resto del mundo.
Dejé de vivir. Dividí mi tiempo en actos racionales y dementes. Entre los
primeros solicité mi permiso de salida, insistí day by day hasta tenerlo. Llené mis
planillas y las envié a la Sección de Intereses. Y me dediqué a desesperar.
Comencé a vivir una vida prestada. Días que sólo tendrían sentido por ser los
anteriores al viaje. De día era un robot haciendo movimientos mecánicos mientras mi
cabeza hacía planes, itinerarios, cambiaba de metros y gritaba en las calles (dicen que
en Nueva York se puede hacer todo y nada es causa de asombro) porque era
intensamente feliz. Y Woody Allen tocaba clarinete en mi oído, mientras Sinatra y
Liza Minelli cantaban New York, New York.
Pero las noches eran fascinantes. Inmóvil entre la ansiedad y el terror, pensaba en
New York y cada pedazo de mí se estremecía en la espera. La ciudad me aguardaba y
yo iba hacia ella. Y había en esto deseo, lujuria y todas las sensaciones se
aglomeraban y mezclaban. Mundana, peligrosa, atrayente, sabia, snob, culta, naif,
marginal, famosa. A un amante no se le podía pedir más. Quería zambullirme en las

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luces y la gente y que la ciudad se tragara mi persona con sus pequeñas vanidades en
modesto sacrificio a esta diosa pagana.
San Juan de Letrán se parece a St. Patrick. Sobre todo el altar de la derecha,
donde está Dios con los dos ángeles. Nunca voy a estar más cerca de Nueva York que
en esta esquina blanca, oscura y gótica. Y pedí: no salud, ni bienestar, ni prosperidad,
ni paz. Bendiciones abstractas y duraderas. Sino algo muy concreto. Ir a Nueva York,
aunque sólo pudiera caminar por las calles como una vagabunda. Miré a Dios para
asegurarme de que me escuchaba. Yo nunca pido nada material. No es el síndrome
del viaje que padecemos en esta isla sin fronteras, es algo más, me urge ir. Te
prometo que si voy te llevaré flores a St. Patrick aunque tenga que robar los tulipanes
de Park Avenue.
Old New York. Uno de los trece estados originales que primero se llamó New
Amsterdam y fue rebautizado en 1674 por el duque de York. Dentro: New York y allí
Manhattan.
Manhattan: mía y de Woody Allen, el psicoanálisis y la anhedonia. Con su gente
apurada, sus yellows cabs y sus taxi drivers árabes, el embotellamiento y todo su
mundo subterráneo de metros, reggae y hard rock. Conglomerado de modernas
lombrices de tierra con bufanda y portafolio violando la dermis de la ciudad from
uptown to downtown, to Chinatown con los chinos que conocen Pekín y Shangai por
las historias gastadas de sus abuelos. To Little Italy con su Carrusel napolitano de
Spaghettis y Tarantelas.
¿Y si no voy? ¿Y si esto es una jugarreta del destino para probar mi estabilidad
emocional, mi capacidad para enfrentar la decepción? No puede ser, toda la fuerza de
mis estrellas, astronómicas y astrológicas, dibuja una constelación y lo que veo en el
cielo es la hemorragia de luces de la siempre insomne.
Descendí una escalera improvisada, sin pasamanos. Junto al río se levanta un
boceto de casa, en esta parte el agua no es sucia. Me siento en un banco que alguien
seguramente botó por estar roto y me siento Mariel Hemingway o Diane Keaton in
the bank of the river. Mientras, observo hipnotizada las manos apergaminadas que
sostienen la baraja y me miran para que mis ojos le digan más de lo que ven y las
cartas comienzan a hablar de lo que vendrá. La Sota de Espadas: un viaje. El As de
Bastos: firmeza y luego, uno detrás de otro: 5 de Oro, 3 de Copas y 3 de Oro. De
nuevo un viaje. ¿Seguro? Inquirí sintiéndome recoger mi equipaje en el Kennedy.
Casi. Sota de Copas: Santa Bárbara, que será primero funcionaria de inmigración,
luego de la Sección de Intereses y al final aeromoza que me llevará allá.
Improvisé mi pequeño altar con flores y velas y a solas pedí, supliqué, rogué,
imploré, mandé, ordené, exigí, requerí: Quiero ir a Nueva York. Y miré a la santa
guerrera que en mi estampita tornasolada andaba el camino del destino. Tú sabes que
no es Roma la Ciudad Eterna, sino esta, donde dicen que todo el mundo está loco.
Claro, hay que ser muy insensible para permanecer cuerdo allí, inmerso en tanto
superlativo sin caer en el estado de gracia de la demencia. O el caminito de la imagen

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se me antojaba Broadway, atrevidamente sinuosa entre tanto trazado perfecto de
calles y llena de teatros con entradas carísimas para ver antológicas puestas en escena
de El Fantasma de la Ópera o Los Miserables.
Nueva York: colmo de todo, coctel de verbos, actriz de cine, mezcla de olores,
sabores, cosmopolitismo con mayúsculas. Novia de todos y ciudad de nadie, que
tiene el pasado en el MET, el presente en las calles y el futuro en el celuloide.
¿Y si de veras voy? ¿Y si se convierte en asfalto bajo mis pies y sus edificios en
techo para mi cabeza llena de sueños, y el metro sólo en un simple servidor
encargado de llevarme rápido de un lugar a otro? ¿Qué hace uno cuando los sueños se
convierten en realidad? ¿Dónde guardo mi fantasía, mis cientos de New York
acumulados para que estén a buen recaudo? ¿Cómo preservar la ciudad imaginada en
mi cabeza y en mi corazón? Nunca la realidad ha superado los sueños y siempre la
víspera ha sido mejor que el mañana. Entonces, cuando nos veamos, la habré perdido
para siempre porque será la de todos y habrá quedado aprisionada en el vulgar lente
de una cámara fotográfica: arquitectónica e inmóvil. Y se habrá acabado el
platonismo, lo inalcanzable y ya no voy a poder amarla porque sólo se ama
eternamente lo que…

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Un arte de hacer ruinas
Antonio José Ponte

Para Reina María Rodríguez

«Cuando necesitas aumentar el tamaño de tu casa y no hay patio donde construir más,
ni jardín que ocupar, ni siquiera balcón, cuando necesitas ampliarte y vives con la
familia en un apartamento interior, lo único que te queda es elevar los ojos al cielo y
descubrir que en tanta altura de techo bien cabría otro piso, una barbacoa. Descubres,
en suma, la generosidad vertical de tu espacio, que permite levantar otra casa allá
adentro.»
«Cuando ya has fabricado la barbacoa y vives, si así puede decirse, en cierta
comodidad con la familia, si tu suegra y una sobrina de tu mujer vienen de
provincias, dispuestas a pasar en tu casa una temporada tan larga como la vida
misma, lo único que te queda es hacerle la visita al psiquiatra. Porque odias ya tanto a
la madre de tu mujer (por no hablar de la sobrinita) que no puedes sentarte a la mesa
con ella. Y también porque, apiñados como viven, te has vuelto incapaz de acostarte
con tu esposa y eso te llevará al divorcio, que es lo de menos, por no decir a la locura
y el suicidio.»
«El psiquiatra va a preguntarte entonces si estás dispuesto a obedecer a todo
cuanto él te indique, no importa cuán taro parezca. Y tú dices que sí porque quieres
curarte, porque ya te consideras enfermo. ¿Tiene manera de conseguir un chivo?, te
pregunta. Un chivo vivo, aclara. Sí, respondes. Cómprelo y llévelo a su casa, es lo
que te ordena. Y que vuelvas por la consulta en dos semanas.»
«Criar un chivo en una barbacoa puede ser menos raro que vivir con la suegra.
Regresas al apartamento con el animal (dentro de sus casas tus vecinos crían cerdos y
patos y gallinas) y lo pones a vivir en familia. Aunque vivir con él se hace imposible
enseguida. Para empezar se ha merendado el forro de todos los muebles, un maletín
de la suegra y una bata de casa. Caga por todas partes, huele a chivo, y de noche no
deja dormir. Tú resistes un día, al segundo le pegas una buena tunda al animal, y al
tercero regresas al psiquiatra mucho antes del plazo convenido.»
«Tiene que estar más loco que los locos que vienen a su consulta. ¿Qué clase de
tratamiento es éste?, gritas ante sus ojos. Y resulta que el tratamiento empieza ahora,
como declara él. ¿Ahora qué va a mandarme?, le preguntas con lágrimas. Saque ese
chivo expiatorio de su casa, dice.»

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«Obedeces de nuevo, revendes el dichoso animal (una transacción tan rápida no te
permite ganar nada) y al otro día estás de nuevo en la consulta. Pues dormiste, de
madrugada te despertó tu mujer, tuvieron sexo tan bueno como antes, y a la hora del
desayuno, la familia completa a la mesa, te has dado cuenta del cariño con el que tu
suegra te echaba más café en el café con leche. Comprendiste de pronto que la vida
sin chivo puede ser maravillosa.»
Yo quería encabezar así mi tesis sobre las barbacoas. No lo había inventado ni
leído, se trataba de un caso real. Me lo había contado el psiquiatra.

«¿Sabes qué quiere decir tu apellido?», me preguntó quien todavía no era el tutor de
mi tesis, los dos sentados en un banco de la estación de trenes.
«Constructor», respondí.
«Le envidié siempre ese apellido a tu abuelo.»
Él llevaba gafas oscuras para esconder sus ojos de la luz.
«Vas a ser urbanista en una familia de urbanistas.»
La voz de los altoparlantes anunció que en unos minutos arribaría el tren que él
esperaba.
«¿Y tu padre no puede servirte?»
Mi padre trabajaría hasta fines de año en una universidad extranjera.
«Me imagino que pensaste en mí como hubieras pensado en tu abuelo, de estar
vivo.»
Yo asentí.
«Pero llevo tanto tiempo retirado de la facultad que deberías buscarte otro tutor.»
«¿Por qué una tesis sobre las barbacoas?», preguntó.
El tren hizo entrada ruidosamente.
«¿Hacia dónde está creciendo esta ciudad?», le dije por encima del estrépito.
«Hacia adentro, en barbacoas.»
Él se puso en pie para examinar a los que pasaban.
«Hacia adentro.»
Descubrió entre el montón de gente a uno, y se apuró en ayudarlo con el equipaje.
Debió presentarme como estudiante o como el nieto de su mejor amigo. En cambio,
de aquel hombre no me dijo nada.
«Tengo el carro aquí cerca», le ofreció.
Salimos de la terminal y los vi subir al viejo automóvil soviético del profesor.
«Intentémoslo», dijo antes de que el motor impidiera cualquier conversación. «Ve
por casa.»

En la facultad hacía años que lo daban por fallecido y parecían satisfechos ahora de
que volviera a su departamento.

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«Explícame de qué se trata», me pidió, dispuesto a entrar en materia.
Las ventanas de su apartamento permanecían completamente cerradas. La piel y
los dorados de algunos lomos de libros brillaban a la luz artificial en pleno día, y la
temperatura era la que podría encontrarse dentro de una caverna. De niño yo visitaba
a mi tutor en otro apartamento, ese mismo con las ventanas abiertas.
«Una idea valiosa», consideró.
Evidentemente gozaba de aquel momento en que todavía éramos libres.
«Luego vendrá el trabajo», me advirtió. «La falta de alegría, la redacción, el
acabamiento, un sistema.»
Todavía en aquel encuentro la corriente podía arrastrarnos hacia cualquier sitio,
nadábamos como dos borrachos. Mi tutor recordó todas las ciudades que iba a ser
esta ciudad. Hubo un momento en que sentí que, de abrir una ventana, no la
encontraríamos allá afuera.
A solas en el estudio, alcancé a examinar un plano antiguo colgado entre los
libros. Representaba la parte más vieja de la ciudad y llevaba una fecha: 1832. Sentí,
mientras leía esa fecha, que una sombra cruzaba hacia el fondo de la casa. Y pensé
entonces en el hombre bajado del tren.
«Había cólera ese año», explicó mi tutor al regresar de la cocina, «y en una
bodega en la esquina de Cuba y Lamparilla vendían esos planos».
Aquel plano describía el itinerario del cólera, el avance de la muerte por la
ciudad.
La leche formó una nube en la taza de té. Quise preguntar si estábamos solos en el
apartamento, pero no me atreví. Al despedirme reparé en el cuenco de monedas junto
a la puerta. Siempre que mi abuelo me traía yo sacaba una. Habían monedas de todas
partes del mundo y la que eligiera podría servirme de destino.
También mi tutor sonrió por los recuerdos.
«Por última vez», accedió.
Metí la mano en el cuenco y saqué un botón metálico con un ancla a relieve.
«De un uniforme de Marina. No vale, saca una moneda.»
Removí el contenido del cuenco y elegí una áspera.
«Vamos a ver a dónde te lleva.»
Al tacto parecía una pieza sin terminar.
«A mí me ronca arriba», llegué a leer antes de que me fuera arrebatada.
Al final del pasillo, en una de las habitaciones del apartamento, relampagueó una
luz muy grande. Mi tutor escondió la moneda.
«No es más que un juguete», intentó convencerme. «No sirve de nada.»
Abrió la puerta del apartamento y se apuró en sacarme.

La sombra en el apartamento, la moneda y el fogonazo que brilló detrás de una de las


puertas: todo era misterioso. Devoré los primeros libros, preparé notas y una semana

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más tarde, a la hora convenida, toqué el timbre de su casa.
Al centro de la puerta se abría un ojo mágico y alguien lo usó sin decidirse a abrir.
Pulsé otra vez el timbre, y quienquiera que fuera se marchó. Iba a bajar las escaleras
en el mismo momento en que mi tutor llegó con una bolsa de la que sobresalía un
mazo de vegetales marchitos. Pidió disculpas por su tardanza, ya no tenía con él a su
criada de siempre.
Las ventanas se encontraban tan cerradas como en mi visita anterior, tras la puerta
del final del pasillo no brillaba luz alguna. Y me asombré de hallar en su lugar de
siempre el cuenco.
«Rincón», me dijo al entregarme un vaso de agua.
Yo no entendí.
«La bodega donde vendían planos del cólera… Bodega de Rincón, en Cuba y
Lamparilla.»
Bajamos a buscar su auto y dentro del auto me interesé por la moneda.
«Nunca te llamó la atención que hubiera de distintas épocas», empezó a decir.
«De niño la geografía apasiona mucho más que la historia. Otros países importan más
que otras épocas… Será que todavía no tenemos que empezar nuestros viajes en el
tiempo.»
«Claro», acoté sin comprender qué relación habría entre esa conversación y la
moneda.
«El cuenco de casa está lleno de dinero de muchas partes y de muchas épocas.»
«Sí.»
«Uno no sabe a dónde va a parar. Sales a comprar vegetales una mañana
cualquiera…»
Se interrumpió frente a una señal de calle cerrada por reparaciones.
«Un momento», me pidió al bajar del auto.
Habló con alguien de la cuadrilla que trabajaba en la calle, echó una ojeada a un
registro subterráneo destapado y regresó al auto.
«Sales a comprar vegetales en una mañana cualquiera, y descubres que el cólera
recorre la ciudad. Saliste a mil ochocientos treinta y dos, sin tiempo para asombrarte.
De momento necesitas una moneda, porque sabes que en la bodega de Rincón, en
Cuba y Lamparilla, te la cambian por un plano que va a guiarte en ese laberinto.»
«¿De cuándo es la moneda que saqué?», corté sus divagaciones.
«Era un juguete, tal como te dije. Para uno de esos juegos donde compras y
vendes propiedades.»
Tuvo que hacer otro desvío por obras en la calle.
«Ya no eres el niño que tu abuelo traía a casa. El tiempo, como deben haberte
enseñado, es un espacio más. Ahora te toca explorarlo.»
Sentí que lo más importante me había sido escamoteado. Mi tutor detuvo el auto y
resultaba increíble el silencio.
«Quiero que conozcas a alguien», dijo.

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El edificio adonde entramos había sido declarado inhabitable y nadie parecía vivir en
él. Era el lugar menos pensado para hacer una visita. Encontramos a dos hombres que
retiraban madera de un apuntalamiento y la cargaban hacia los pisos de arriba. Mi
tutor llamó a una puerta con candado. En la puerta se abrió una puerta más pequeña y
una mano salida a través de ella abrió el candado.
Pasamos a una sala que podía ser trastienda de algún anticuario. Un sofá cama era
la única concesión hecha a una casa. Se ofrecían bancos de parque en lugar de
muebles, el espacio estaba subdividido por pedazos de rejas. Las lámparas eran
enormes faroles de portales y en las paredes colgaban rótulos de calles. Hallamos a
un hombre a quien mi tutor preguntó por su salud.
«El profesor D», me fue presentado.
«Ex profesor.»
Resultaba irreconocible aunque lo había visto durante mis primeros años de
carrera. Ahora fumaba sin parar, daba paseos entre sus pertenencias y llamó nuestra
atención hacia un vaso de cristal lleno hasta el borde.
«¿Lo ven?»
No fue lo menos raro allí hasta que el agua se agitó como si la removiera una
mano invisible.
«Explosiones subterráneas», dictaminó.
La brigada con que nos tropezáramos tendía el cable coaxial para teléfonos, la
construcción del metro había sido abandonada…
«Refugios antiaéreos», supuse.
El líquido dejó de estremecerse y mi tutor sacó un paquete.
«Verde», declaró. «No había negro.»
«El verde es bueno para el esmalte.»
Tenía los dientes manchados de fumar, puso la mano del cigarro en uno de mis
hombros.
«¿Ves todo esto?», me dijo. «Ya no encuentra sitio en esta ciudad. Lo saqué de
donde no va a levantarse nunca, y ni yo mismo supe en qué iba a convertirse mi casa
cuando traje las primeras.»
No aclaró en qué se había convertido, si en un rastro o en un basurero. Tuve que
evitar que la ceniza me cayera encima.
«En mi edificio una mujer empezó por un perro abandonado y va por quince ya.»
Me miró como si no entendiera. En el piso de arriba empezaron a dar martillazos.
«No hago té porque no hay gas», convino.
Dejaron de clavar.
«Barbacoas por arriba y explosiones por debajo.»
«Un milagro seguir vivos», murmuró mi tutor.

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«El escándalo de todos los congresos de urbanistas», sostuvo D. «Una ciudad con
tan pocos cimientos y que carga más de lo soportable, sólo puede explicarse por
flotación.»
Se dejó caer en el sofá.
«Estática milagrosa.»
Volvieron a martillar en el piso de arriba y mi tutor se acercó el vaso del
experimento a los ojos.
«Creí que era agua», reconoció.
«Un poco más denso, profesor. El ron de marzo.»
La superficie de aquel ron estaba cubierta de polvo del techo. Mi tutor miró hacia
arriba.
«Quiero que le prestes tu libro a este muchacho», pidió al fin.
Sentado en medio de sus arqueologías, D miró a la punta encendida del cigarro.
«Pero él no me ha contado qué busca.»
Así que empecé por lo del chivo en el apartamento.
«Muchas de esas cosas las robó antes de que les llegara la hora del derrumbe»,
dijo mi tutor a la salida.
«Que no se enteren en la facultad», me advirtió del libro.
Era un volumen mecanuscrito de unas trescientas páginas. Su autor, el entonces
profesor D, lo había titulado Tratado breve de estática milagrosa.

Me preocupé de llegar a la próxima cita con una hora de antelación. Sin ser visto,
espié los movimientos de mi tutor en la estación de trenes. Lo acompañaba el mismo
tipo que había venido a recoger unas semanas antes y el tipo le entregaba algo que
supuse dinero. Mi tutor lo tomó, se despidió de él y fue hasta su auto. Allí buscó un
cuaderno donde escribió durante un rato. Y cuando el tren salió de la estación fue a
sentarse en un banco, decidido a esperarme.
Sin embargo, toda mi prevención de llegar antes y espiar fue desarmada, porque
él reconoció que le alquilaba un cuarto de su casa a aquel hombre. Ambos tenían una
relación de negocios, no había ningún misterio. Estiró las piernas como si le llegara
una felicidad repentina y preguntó por mi lectura del tratado.
Yo había encontrado en aquel libro un término que podía serme útil.
«Escribes tugurización en tu tesis», anunció mi tutor, «y…».
La gente podía copar un edificio hasta hacerlo caer. Se hacían un espacio donde
no parecía haber más, empujaban hasta meter sus vidas. Y tanto intento de vivir
terminaba casi siempre en lo contrario.
A nuestro alrededor se abrazaban y despedían, se ayudaban con sus bultos.
Y estaba, por otra parte, el empeño de esos edificios en no caer, en no volverse
ruinas. De modo que la perseverancia de toda una ciudad podía entenderse como
lucha entre tugurización y estática milagrosa.

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Llegó otro tren repleto.
Pero si lo que yo quería era conseguir mi título de urbanista, no había oído hablar
de nada de eso, porque un jurado de la facultad no querría saber de derrumbes. La
ciudad tenía los mismos bordes fijos, no daba seña ninguna de extenderse. Donde
caía una edificación no levantaban otra. Salíamos del derrumbe del modo más barato,
con la construcción de un parque, de un espacio vacío. Las parejas hallaban los
rincones que podían, las mujeres quedaban preñadas en aquellas citas, las salas de
maternidad se repletaban, los muertos demoraban en morirse…
Mi tutor y yo veíamos cómo se vaciaba otra vez la terminal de trenes, cómo
arribaban a la ciudad oleadas de tugures.

Una semana más tarde recibí la visita del profesor D. Iban a publicarle su libro y
venía a buscarlo, y esta esperanza hizo que se extendiera a hablar de proyectos.
Encendía con un cigarro el inicio de otro y conversaba de los libros que vendrían.
Prometió que esperaría a mi graduación para sumarme a sus investigaciones, quería
también que mi tutor entrara en ellas. Habló de formar un equipo de trabajo como el
que había tenido alguna vez. Luego, sin causa aparente, se desanimó, dejó de hacer
planes, y descreyó incluso de la publicación prometida.
Fue entonces que le oí hablar de los tugures. El cigarro en la boca o lo sombrío de
su ánimo impedía a veces entender sus palabras, pero aquí está lo que alcancé:
Los más viejos edificios de la ciudad llamaban la atención de los tugures. No
pasaba mucho tiempo hasta que un primer tugur se iba a vivir al edificio merodeado.
Ese primero conseguía traer a otros y poco a poco lo llenaba todo con su gente.
Reunidos en el edificio (mientras más alto mejor y mejor todavía mientras más
soberbio), sacaban de una habitación chiquita cuatro habitaciones, de un piso hacían
dos. Horadaban las paredes para meter las vigas de sus barbacoas. Y parían sin piedad
las mujeres tugures, y llamaban cada vez a parientes más lejanos.
Cada noche al acostarse, dejaban caer sus cabezas en la almohada con deseos de
dar el último golpe sobre la tierra. Buscaban el derrumbe por todos los medios. Y no
para morir, pues un tugur legítimo propiciaba la caída de un edificio sin que se le
posara encima ni el polvo de un ladrillo. Sus triunfos consistían en regresar a casa y
no encontrarla en pie. Había que verlos entonces entre quienes de verdad sufrían,
haciéndose contar, con la más hipócrita de las expresiones en la cara, cada uno de los
pormenores del desastre.
«¿Para qué?»
D no pareció entenderme.
«¿Para qué echan abajo los edificios?», concreté mi pregunta.
«Son de sombra ligera, tienen sangre de nómadas», me dijo. «Y es duro ser así en
una isla pequeña.»

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«Piensa en que el horizonte se alcanza enseguida. Das dos pasos, llegas a la costa,
y todas las promesas que te fue ron hechas como nómada resultan nada. Lo que la
sangre te dicta en cada anochecer es cuento de camino si la tierra no sigue.»
«Pero si no puedes salir, entonces entra», recomendó. «Quieto no vas a quedarte.»
Su entusiasmo había vuelto a la carga.
«Cuando no encuentras tierra nueva, cuando estás cercado, puede quedarte
todavía un recurso: sacar a relucir la que está debajo de lo construido. Excavar,
caminar en lo vertical. Buscar la conexión de la isla con el continente, la clave del
horizonte.»
Encendió el último cigarro que le quedaba. Hicimos silencio durante unos
minutos.
«Nada es como que se derrumbe el edificio donde vives», soltó.
«Si tu casa se viene abajo, te queda todavía la propiedad sobre la tierra. Te queda
tu rincón y puedes empezar de nuevo.»
Miró el estado de mi apartamento y pareció encontrarlo demasiado sólido.
«Pero cuando cae el edificio donde has vivido toda tu vida», agregó, «descubres
que hasta entonces no has tenido más que aire, más que el poder de flotar
inconscientemente a cierta altura del suelo. Y perdido ese privilegio, ya no te queda
nada».
Consumió su cigarro hasta que labios y mejillas no pudieron sacarle más humo.
«Entonces las circunstancias hacen de ti un tugur», fue lo último que dijo, y una o
dos horas antes del amanecer se marchó.

«¿Tienes contigo el tratado?», tuvo que repetirme esa misma tarde la voz de mi tutor
en el teléfono.
Miré el reloj sin ver la hora, me aclaré la garganta para decirle que el libro ya
estaba devuelto.
«D vino anoche y hablamos toda la madrugada… Me acabo de despertar ahora
mismo.»
«Discúlpame, pero esta mañana D murió en un derrumbe.»
Eran casi las cinco de la tarde.
«Le cayó encima el techo de su casa.»
Prometí que estaría en el apartamento de mi tutor cuanto antes. Y todavía sin
recuperarme de la noticia, recordé a aquellos tipos que desmontaban madera de un
apuntalamiento y clavaban encima del techo de D.
Había sido el único en morir.
«Le construyeron una barbacoa encima.»
«Más bien parece un suicidio», dijo lleno de calma mi tutor. El edificio estaba
declarado inhabitable y él quiso correr el riesgo de seguir adentro.

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«Hablé con su ex mujer en el reconocimiento del cadáver. Será mejor no remover
las cosas.»
Ex mujer, ex profesor… Ya estaba de lleno en el tiempo que parecía
corresponderle.
«Voy a hacer un café», consideró mi tutor.
Yo me fui al baño. Algo que no sabría explicar, una sospecha, hizo que empujara
otra puerta, y entrar a la habitación del final del pasillo fue como entrar a otra casa.
El piso había sido levantado y era apenas de cemento sin frotar. En una esquina se
alzaba un horno hasta la altura del techo y en otra quedaba la vieja mesa de dibujo de
cuando mi tutor era estudiante. Al avanzar, con cuidado de no hacer ruido alguno,
una cuerda rodeó mi cuello.
Tendida de pared a pared, colgaban de ella papeles humedecidos que la oscuridad
me dejó reconocer como billetes. Junto al horno encontré una maleta llena de
monedas como la que yo había sacado del cuenco. Hechas de la misma aspereza del
piso de la habitación, habrían salido de aquel horno. Mi tutor alquilaba el cuarto al
hombre de la terminal no precisamente como dormitorio.
Oí ruidos de afuera y sólo tuve tiempo para guardarme unas monedas. Los billetes
húmedos, raros también seguramente, quedaron en la tendedera.
«Fue una trampa lo del libro», dijo mi tutor al entregarme la taza.
Si le habían prometido publicárselo, quienquiera que le hubiera hecho tal promesa
quería el libro hundido en el derrumbe, debajo de los escombros, sepultado.
Razonaba ahora con las razones de su amigo muerto.
«Quiero mostrarte algo», me indicó en voz baja.
Metí una mano en el bolsillo y palpé las monedas robadas. En un estante de
libros, junto al extraño plano del cólera, él guardaba un cuaderno de lomo de tela. Le
puso un dedo encima y estuve a punto de creer que el estante se abriría a un corredor
secreto.
«Si algo pasara», me confió, «aquí están mis notas de lecturas. Es lo único que
queda de ese libro».
«¿Qué puede pasar?», pregunté con sonrisa poco verosímil.
El viejo profesor expulsó todo el aire de sus pulmones.
«Un accidente cualquiera.»
Se sirvió otra taza de café, como nunca acostumbraba.
«No lo sabía», me dijo. «Cuando te llevé allá, quiero decir. Cuando te lo puse en
las manos.»
Pregunté qué era lo que no sabía entonces.
«Los que han estado cerca de ese libro han terminado mal», dijo.
Enumeró personas y accidentes. Todo el equipo del profesor D había encontrado
finales poco halagüeños. Pero hasta hace unas horas el autor de aquel libro vivía y lo
ocurrido podía tomarse como una cadena de casualidades.
«Ahora quedamos tú y yo.»

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El asesinato perfecto derrumbaba, con el muerto, la escena del crimen.
«Perdóname.»
Pregunté qué debía hacer con esas notas en caso de que sucediera algo.
«Salvarte», ordenó mi tutor.
En la calle, a la luz de la tarde, revisé las monedas. «A mí me ronca arriba»,
estaba inscripto en una de sus caras. «A mí me ronca abajo», se leía al voltearlas.

De noche, cuando el derrumbe dejó de ser atendido por curiosos, estuve allí. Un perro
daba vueltas y se coló entre los escombros, en busca de algo. Después alguien silbó,
unos pedazos de pared se removieron, y el perro salió del túnel que había excavado.
Al fondo, como en esos juguetes de niñas a los que se les abren las fachadas, la única
pared en pie conservaba los rótulos de calles del profesor D. Y me acordé del título
de un libro que él planeaba escribir: Un arte de hacer ruinas. Entre volverse un tugur
o ser un muerto, había elegido lo segundo.
Después de la muerte de D, lo primero que hacía cada mañana era asegurarme de
que mi tutor se encontraba sano y salvo. La tesis avanzaba lentamente y la puerta de
la habitación del fondo no volvió a estar abierta. Una tarde en que estuve solo en el
estudio, mientras hojeaba el cuaderno de lomo de tela, vi reflejado al huésped de la
habitación del fondo en un cristal y, al volverme, no lo encontré ya.
A la siguiente mañana nadie levantaba el teléfono de aquella casa. Hallaron a mi
tutor sentado en una de las butacas de su estudio, muerto. La luz entraba por las
ventanas como hacía mucho tiempo. En la biblioteca faltaba el cuaderno y la
habitación del fondo guardaba solamente una mesa de dibujo. Ni rastro del horno y la
tendedera de billetes falsos.
«Infarto del miocardio», dictaminó el forense.
La muerte parecía haberlo encontrado en su butaca mientras reposaba. No se le
había desplomado el techo encima y no se percibían señales de violencia en el
cadáver. Tenía puestas sus gafas de leer sin libro alguno a mano, hojeaba seguramente
el cuaderno robado.
«Salvarte», me había aconsejado.
Yo guardaba en un bolsillo las únicas pruebas del extraño trabajo clandestino en
la habitación del fondo, y no tenía claro qué participación había sido la de mi tutor en
ello.

Durante semanas mantuve la vigilancia por los alrededores de la estación de trenes,


me vi obligado a abandonar el trabajo en mi tesis. Una tarde, a punto de desistir ya, vi
bajar de un tren al antiguo huésped de mi tutor.
Cargaba la maleta que ya le conocía y hablaba con una mujer que lo sobrepasaba
en estatura. A diferencia de otros recién llegados, no llevaba prisa. Fuimos de aquí a

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allá en paseos inútiles. Por lo nimio de sus ocupaciones sospeché que esperaba la
hora de una cita.
Ya de noche lo seguí por una avenida sin iluminar. Los árboles hacían más oscuro
el sitio y él se detuvo ante la boca de un túnel que debía ser refugio antiaéreo. Miró
hacia todos lados sin conseguir verme, abrió una reja y entró.
Un auto iluminó por un instante el sitio y estuve a punto de convencerme de que
nada era real, ni la reja sin cierre en la boca de un túnel, ni la pared de piedra detrás
de los árboles. Yo seguía a un desconocido sin saber bien para qué.
Dentro del túnel, demoré en descubrir claridad suficiente. Abrí una cuchilla que
llevaba conmigo y traté en vano de escuchar pasos. La poca altura obligaba a avanzar
encorvado. Pronto el piso se volvió de cemento y llegué a la intersección con otro
túnel completamente a oscuras, de diámetro más grande.
Unos tablones de madera indicaban la continuación del camino, por el suelo
corrían hilos de agua.
«Un ramal del metro que no será», me dije.
Aumentó la pendiente, el cemento rugoso se agarraba a las suelas de los zapatos.
Me pareció escuchar pasos, me detuve, pero al silencio que hice no lo interrumpió
nada. La iluminación empezó a ser brillante y descubrí que el camino desembocaba
en una gran luz. Debía tratarse de otra intersección, esta vez iluminada. Cuando un
brazo me detuvo, dejé caer la cuchilla.
Detrás de los barrotes de una de las paredes, una mujer me extendía su brazo.
Miré el tinte encendido de su pelo, la cuchilla en el piso y la luz del final, más allá de
la cual no parecía haber nada.
«A mí me ronca arriba», pronunció con la mano extendida.
Apilaba monedas como las que yo guardaba en mi bolsillo. Hizo un gesto de
impaciencia y lo aplaqué, dejé una de esas extrañas monedas en su mano.
«A mí me ronca arriba», repitió sin dejarme pasar.
«A mí me ronca abajo», completé la contraseña.
Si a tantos metros bajo tierra se abría una taquilla, el espectáculo que me esperaba
tendría que ser muy raro. Di un paso atrás y la cuchilla ya no se encontraba. Al final
del túnel la luz brillaba más que en un día soleado. El espacio, una vez que se entraba
a tanta claridad, era enorme. Reflectores dispuestos en el techo no permitían imaginar
que existiera techo alguno. Un cielo de playa, de radiante verano, se abría sobre mi
cabeza.
Pocas cosas ocupaban ese espacio que parecía no tener fin. No se veía a nadie y la
desolación de tan gran lugar no invitaba a avanzar. Sería tan aburrido como recorrer
un sol. Luego percibí unas líneas, un plano de ciudad trazado a escala natural. Y no
demoré en ver, aquí y allá, distantes unas de otras, algunas edificaciones. El
entendimiento, lo mismo que la vista en medio de tanta luz, se abriría poco a poco a
certidumbres que prefería no tener. Así que intenté el regreso.

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Pero me fue imposible hallar salida. Había llegado a una ciudad de pesadilla y no
sabía despertarme. Saqué las monedas en espera de algo que no ocurrió y me acordé,
sin razón, de la esquina de Cuba y Lamparilla. O con no menos razón que la de estar
en aquel sitio bajo tierra.
De no salir inmediatamente, tendría que reconocer que allí existía una ciudad muy
parecida a la de arriba. Tan parecida que habría sido planeada por quienes
propiciaban los derrumbes. Y frente a un edificio al que faltaba una de sus paredes,
comprendí que esa pared, en pie aún en el mundo de arriba, no demoraría en llegarle.
Se trataba del edificio del profesor D levantado de nuevo. Yo tendría que cruzar
su entrada y buscar la puerta que contenía una puerta más pequeña, tendría que
cerciorarme de que era en todo igual. Sólo así, más entrampado aún que al atravesar
una taquilla y meterme en tan gran luz, habría llegado a Tuguria, la ciudad hundida,
donde todo se conservaba como en la memoria.
«Mi pensamiento está muy lejos, en la soledad de Bethmoora, cuyas puertas baten
en el silencio, golpean y crujen en el viento, pero nadie las oye. Son de cobre verde,
muy bellas, pero nadie las ve. El viento del desierto vierte arena en sus goznes, pero
nadie llega a suavizarlos. Ningún centinela vigila las almenadas murallas de
Bethmoora, ningún enemigo las asalta. No hay luces en sus casas ni pisadas en sus
calles. Está muerta y sola más allá de los montes, y yo quisiera ver de nuevo a
Bethmoora pero no me atrevo.»
Le escuché muchas veces a mi abuelo esta frase. Aprendí sus palabras sin
comprenderlas del todo, sin saber si aludían a una ciudad real o imaginaria. Y como
ocurre con tantas citas de la memoria, su momento definitivo le llegó tiempo después,
inesperadamente.

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No hay regreso para Johnny
David Mitrani

Aquí estar yo, ¿qué querer ustedes?, nos ha desafiado el gigante. Huevi y yo nos
miramos sorprendidos, asustados, escépticos. No es el mismo. Se asemeja pero no es
el mismo. A mucho estirar le llega al pecho mi depilada testa, y Huevi, algo más
corpulento que yo, es un fleco de borlas comparado con el descomunal rubio de las
huestes norteñas. Antes nos pareció un hombre de talla mediana, de fuerza mediana,
de cólera mediana, y ahora ha evolucionado a pivot de la NBA, con la caja torácica
dilatada, queriendo zafar los botones de la camisa, señalándonos con un dedo grueso
como palo de escoba. Se ha convertido en un guerrero de la edad media, con
músculos curtidos por innumerables batallas, con parsimonia de veterano gladiador.
No es el mismo. Doscientas libras y pico distribuidas mayormente en el tren superior,
un temible melón con patas que antes parecía derrotable por cualquiera de nosotros, y
ahora verificamos que ni siquiera cayéndole juntos nos bastamos para arañarlo, que
una trompada suya, asestada sobre nuestros pómulos, provocaría hematomas,
derrames, consultas con el oculista, burlas, remordimientos.
Hace un rato —balbucea Huevi—, usted maltrató a un amigo nuestro. ¡Ah!,
amigo suyo, ¿no? —ironiza el pivot, sobrevalora sus fuerzas, se arrasca la nuca,
contrae intencionalmente el bíceps derecho, saborea el temblor vocal de mi amigo, y
agrega: A mí eso importarme una pinga. Nos impresiona que, pese al acento inglés,
domine la semiótica del arrabal, la secular jerga asere; que parado ahí, acechando
desde el umbral de cemento, apriete las patas delanteras, y adopte postura de
imponente gorila. Nos impresiona que no tiemble una sola de sus facciones, que sólo
haya abierto las aletas de la nariz y los ojos azules, y que, mostrando desprecio hacia
nosotros, simples mortales antillanos, haya puesto boca de pez.

Con Lila yo pasarla bien, gozar de verdad. Negrita buena, bonita. Mujeres cubanas no
ser igual que las nuestras. Las nuestras mezcla con saxons, fríos, tiesos… y acá,
cubanas, mezcla con españoles, árabes, africanos. You are different, yes. Lila camina,
baila, mover cin-tu-ra, manos: Celia Cruz, yes, Celia Cruz. Ustedes ignoran eso
porque están dentro y no darse cuenta. A Cuba, falta money, a lot of money. If I had…
eh… Si yo tengo money, hacer tiendas, muchas, and hotels en playas, muchos, and…
ustedes ver pros-pe-ri-dad. Esto es país lindo, de gente linda and hot, I mean… fuego,
yes, caliente. Yo algún día veo gran cosa aquí. Nosotros, I mean, mis amigos, creo en
lo futuro ser buen país esto. Cada vez yo vengo a Cuba, traigo ropas para ustedes,

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para niños, porque allá sobrar. Personas echan en basura algo que ustedes pueden
usar. Allá preguntan a mí ¿servir esto a cubanos, Johnny? Yes, yes, yo decir,
everything, todo servir. Siempre sueño venir a esta isla. Mi abuelo estar en La Habana
en mil-ocho-cientos-noventa-ocho, con ejército nuestro, and… siempre hablarme de
acá. Como yo ser niño, imagine, yes… imagino jugar con soldaditos, carritos, que yo
vengo a combatir contra españoles. Yo tengo risa hoy, antes no, era una ob-se-sión.
Después yo crezco, estudio historia de ustedes, saber de Maceo, the battles… eh… los
mujeres que él tiene, los hijos… Ése ser el más grande de Cuba. Tiene valor, y ser
hombre fuerte, muy fuerte.

¡Ay, mamá, claro que es igual que con un cubano! Existen detalles. Por ejemplo, él
siempre habla en inglés pero a veces lo hace en español, sobre todo ciertas palabras…
Tú sabes, las que a una se le escapan cuando está volá. Sí, vieja, ¿no me digas que tú
no las decías con papi? Bueno, esas mismas, las grita, con acento, claro, pero con una
fuerza que llega a gustarme más que si las dijera un cubano. Tampoco imagines que
todo es color de rosas. A veces se manda una peste en los sobacos, de dios me libre
con dios me ampare. Al principio ni muerta se lo confesaba, pero ahora, sin pena
ninguna le digo: Juega agua, papi. Y él, pobrecito, se va derecho al baño sin decir ni
pío. ¿Y tú crees que se le quita? ¡Qué va! Siempre le queda un tufito, muy leve, pero
más molesto que el de un baño público. Sin embargo los europeos son peores. ¿Qué
si sí? Jean Pierre se mandaba un grajo. Menos mal que nuestra relación duró sólo dos
semanas. Gato al agua, aquel francés. Entraba al baño, se afeitaba, se echaba
desodorante, perfume, y ya se creía limpio. Para mí que no tenía olfato. Cuando
estaba con él, sí, en la pisadera, vieja, me entraban unos mareos y unas ganas de
vomitar. También se le ocurrían cada cosas. Si veía, vamos a suponer, a un hombre
pidiendo para San Lázaro, se acercaba a él y se ponía a conversar como si estuviera
hablando con el historiador de la ciudad. ¿Sería comemierda, anormal, o qué? Johnny
no. Tú lo has visto. Es parecido a nosotros en el sentido del humor y en la forma de
comportarse. Lo mismo hace un cuento de Pepito, que baila casino, como el día de la
fiestesita, ¿te acuerdas? Aunque, de verdad, verdad, una no llega a sentir la misma
conexión que con un cubano. Con mis primeros novios yo conversaba muchísimo,
sobre cualquier bobería: de las fajazones en el barrio, de la shopping, de la telenovela
brasileña… Pero a partir de que me empaté con el primer yuma, empecé a aburrirme
porque hablan mierdas cantidad. Encontrarme con Johnny ha sido, en parte, una
suerte. Él no es lindo. Una, guiada por las películas que ve, piensa que el yuma del
ligue tiene que parecerse a los protagonistas, y olvida que en el mundo, ya sea en
Cuba o en el yanki, hay tonga de calvos, dentusos, orejones. Tú dices que Johnny se
parece al hombre lobo, es tu opinión. Nunca has tenido buen gusto. El único defecto
que le veo son las piernas. El otro día estaba en cueros, peinándose frente a la luna de
la cómoda, de espaldas a mí, y pude vacilarlo sin que lo notara. Tiene músculos por

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toda la espalda, así, hasta las nalgas, que son peluitas, y duras como las de un
bailarín. Hasta ahí estaba perfecto. Ahora, me puse a mirarle los muslos, y son flacos,
y las rodillas dos pelotones gordos, y las canillitas parecen que van a partirse. Sí, sí,
lo vacilé cuanto me dio la gana. Hasta que se viró y me sorprendió mirándolo y me
preguntó: ¿Qué, yo estoy bien? Respondí sin fijarme en sus piernas, mirando siempre
al pecho, al abdomen: Riquísimo, papi, riquísimo.

La pegada que carga en ambas manos está garantizada. Con la víctima reciente ha
hecho de las suyas, tal vez por eso su mano izquierda parezca el guante de un
cirujano lleno de aire, o más bien, la ubre de una vaca Holstein. Porque flageló a sus
anchas el semblante del anterior oponente, porque, insensible al dolor, sació
totalmente su furia, la dejó salir de su cuerpo como un fluido más, como si el río
sanguíneo: hirviente, tempestivo, drenara en forma de puños contra el quejoso
borracho. Hasta que llegaron los vecinos y lo rodearon y el yuma se dio a la fuga
porque algo grave iba a ocurrir. Después, asistido por los espectadores, el apaleado se
incorporó, subió a su camión y terminamos el viaje. En medio de un animado grupo
que vino a recibirlo, descendió finalmente el colchón en casa de la prometida de
Huevi. Antes de perderse de nuestra vista, antes de acelerar el vehículo, el camionero
nos había conmovido cuando molesto por nuestra pasividad nos acusó de cobardes,
llamándonos pencos, ratones, pendejos; nos acusó de apóstatas, de pro-
norteamericanos, llamándonos guatacas, hueleculos. Salimos, entonces, a la captura
del fugitivo norteño. Fue difícil encontrar su madriguera. Primero regresamos al lugar
de los hechos pero nadie supo de él. Los vecinos, suponiendo estrechos nexos entre el
camionero y nosotros, nos encuestaron con sincera preocupación. Va mejorando, los
tranquilizó Huevi. Rastreamos Habana Vieja y Centro Habana, indagando,
enfrentando miradas desconfiadas, respuestas inútiles, evasivas. Casi nos damos por
derrotados antes de investigar en Diez de Octubre, y bueno, hallamos este tallercito
cercano a la esquina de Toyo donde divisamos el Chevrolet azul del cincuenta y siete
con su puerta abollada, y supimos que habíamos encontrado al yuma. Estamos
agotados por el viaje. Desde las diez de la mañana hasta las cinco de la tarde,
cabalgando en una bicicleta china, pedaleando urgidos de venganza, turnándonos el
pedaleo y la parrilla, porque Huevi ya no es el de antes, que no se cansaba, ahora,
después que una horda de parásitos tapizó su intestino, está más débil y teme
constantemente que la poderosa válvula anal ceda ante el empuje de la osmótica
diarrea. La idea no ha sido feliz, me enrolé equivocado en este barco, porque yo iba
hacia un territorio menos conflictivo, a ver a mi abuelita, cuando Huevi, lobo feroz,
me interceptó, rogó que lo ayudara, que el colchón lo disfrutarían él y su novia
después de la boda, que yo sería testigo, que me bebería una cuantas cervezas gratis.
Con tales argumentos no pude negarme. La misión era trasladarlo a casa de sus
suegros y para ello había que hallar el transporte adecuado. En la Virgen del Camino,

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por la cuadra delgada que ladea el restaurante Terry, emergió aquel camión verde
churrioso, parqueado solito, como esperándonos. Yo no soy casado, la casada es mi
mujer, pude leer en el extremo superior del parabrisas. El chofer dormía, roncaba, se
babeaba. Nos asomamos a la ventana: Eh, mi tío —aparto el pompón del retrovisor,
lo toco por el hombro—, ¿alquila? El camionero de mala gana, como si mascara una
croqueta cruda, nos informa que si no aflojamos cincuenta pesos no va el negocio.
Hoy me siento sin ganas de coger el timón, añade cruzándose de brazos, si no quieren
pagar se van pa’l carajo. Nos miró con ojos henchidos de cerveza, torció la boca y
escupió por la ventanilla, haciendo volar un plomizo gargajo por encima de nuestras
cabezas, humedeciéndonos el rostro con el rocío de la alcohólica saliva. Sin embargo,
pese a nuestra estrechez económica y al desagrado sensorial que nos brindaba el
conjunto chofer-cabina de camión, aceptamos la tarifa. Está bien, se resignó Huevi, y
me preguntó si podía prestarle veinte para completar, contesté que sí, que por gusto
no iba a ser testigo de su boda. Decidimos subir el vetusto colchón matrimonial. Para
sostenerlo con mayor firmeza introduje la mano por uno de los agujeros, agarré una
pareja de muelles, y tiré hacia arriba. Huevi y el camionero empujaban desde abajo.
Primero subió una mitad. Saqué la mano del hueco, y, sin poder evitar romper la tela,
lo halé por una de las esquinas y la mitad restante cayó sobre la cama del camión.
Montamos los tres en la cabina, y en la primera curva, apenas por un azaroso corte
del volante, el beodo evitó atropellar una lenta y escuálida motocicleta Karpaty. Ya
desde entonces comenzó a preocuparnos la ebriedad del camionero. Mientras
recuerdo esto, Huevi, sin mediar palabras, respondiendo al desafío del yanki, ha
echado mano a un tubo galvanizado de media pulgada que le queda cercano, y yo, por
mi parte, me apodero de una llave española treinta y seis.

Johnny no va a aprender español nunca, Lilita. Si continúa reuniéndose con tu primo


Tato y con los del solar, va a terminar hablando como ellos. Ayer le escuché decir las
primeras groserías, y hoy, en cuanto bajó del carro, soltó otra. Le dio una patada a
una goma porque se había ponchado y dijo: ¡Pinga!, sin importarle un comino que lo
escucharan los que andaban por ahí. Al parecer lo hace para congraciarse porque los
que estaban en la acera se echaron a reír y al final él también se rió. Como quiera que
sea cae simpático y desde que trajo los regalos se ha echado al solar en un bolsillo.
Ese gesto no lo hace cualquiera, fíjate que no se olvidó de nadie: a Tato le trajo las
cuchillas de afeitar, a Nelsa un par de blúmeres, hasta Felipe el bobo enganchó una
gorra… Igual que la forma que tiene de relacionarse con los vecinos. Mira si no mide
en ponerse a hablar con la gente que el otro día, el martes, cuando se quedó aquí
contigo, me levanté por la mañanita para lavar y tender la sobrecama, y lo sorprendo
conversando con Meña. Me dio una risa. Tú sabes que Meña está medio loca. Ella
quejándose como siempre, de que si falta la leche, de que si el apagón, y él —para
que tú veas lo que son las cosas— empezó a hablarle de lo mismito que habla Fidel,

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de que si los hospitales son gratis, de que si las operaciones allá cuestan miles de
dólares y aquí hasta uno de nosotros puede hacerse una. Hasta de Martí habló. Meña
quedó calladita sin saber qué decir primero pero ya como vencida contestó: Bueno, tú
puedes explicarme y requetexplicarme, yo sólo sé que hay mucha hambre… y con la
misma, se metió en su casa, y allá adentro siguió hablando sola. Johnny es un vacilón.
Pero si Tato insiste en enseñarle esas chusmerías, el día menos pensado nos va a
hacer pasar un bochorno. Anteayer oí que tu primo le decía que para invitar a un
trago a una muchacha tenía que preguntar: ¿Quieres templar, mi cielo? Y que en vez
de decir: Tengo ganas de dormir, dijera: Me apena dejarlos solos, señores, pero me
estoy… No te voy a repetir la grosería pero es grande. ¿Tú imaginas eso, Lilita? No
te rías. Suerte que tú siempre andas con él y lo salvas de pronunciar esas cochinadas.
¡Ojalá no se le ocurra soltarlas delante de alguien importante!

Este Chevrolet, así, costar mucho dinero allá, lo que yo pedir. Con piezas originales y
no tiene nunca choque, vale mucho. Cuando yo abro y veo motor brillante, it looks
wonderful, then yo querer alquilarlo porque siento bien manejar auto viejo, porque yo
estoy en otro tiempo, ir para atrás, yo pongo música: Nat King Colé, Frank Sinatra,
even Elvis Presley… and then, eh… sueño, amigo, sueño. Así gusta a mí la vida.
Hoteles, piscinas, restaurants son shit, mierda. Mejor entre ustedes, tomo ron, como
chicharrones, juego dominó, y Lila conmigo siempre para dar besitos. Ustedes no
saben que ser felices. Mi país no es humano, sino máquina, no amar, sino piensa en
dinero. Ustedes ser so-cia-bles. Allá no. Gente decir: calor entrar en el alma igual que
frío. It’s bull shit. No es cierto. Calor no es sol, no aire, no mar, no playa, no ron.
¿Entienden? It’s culture, yes, cul-tura, rumba, idioma, mezcla pieles, religiones, ¡yes!,
mezcla como sustancias, y reaccionar y surgir calor. No sé decir en español. ¿Exo-ter-
mis-mo? ¿No? También calor viene de ustedes, de risa, de cuentos.

No creo que lo haga. El yuma debe esperar a que seamos nosotros quienes ataquemos
aunque yo, por mi parte, aguarde a que sea Huevi quien tome la iniciativa. El
mecánico ha encendido la antorcha, el acetileno brota inflamado, complejo de ángel
le ha entrado a este mulato que cuida su negocio como el hortelano a las flores, que
mantiene distancia de advertencia. Antes nos ha amenazado, si había problemas no
los iba a tolerar, y arrimó la llama a mi rostro, quemándome casi. Sé lo que se traen
pero si arman bronca voy a intervenir, concluyó. Huevi había prometido que no. Sólo
quería que el tipo se disculpara. Lo mismo me había prometido antes, hace unas
horas, cuando el borracho lo insultó y él lo conminó a bajar del camión. No te fajes
Huevi —le aconsejé—, recoge el colchón y lo llevamos caminando, ya estamos
cerca, asere. Mi amigo se disponía a entender cuando el camionero abandonó en son
de guerra su asiento y vino hacia nosotros. Ora manoteaba a la altura de la barbilla de

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Huevi y hacía como si se limpiara las manos con violencia, ora escupía en el piso, ora
gritaba improperios con apasionada y vulgar prosa: te despingo y te piso la cabeza, so
yegua. Huevi al fin lo golpeó. Recto al mentón y cayó de rodillas el ofendido timonel.
El hombre volvió a pararse y Huevi combinó mejor: izquierda, derecha recta, swing
de izquierda para rematar, y le partió ligeramente la nariz, y el hombre cayó sentado.
Luego intervine. Aplaqué los ánimos. El borracho ofendió con saña demoledora a
Huevi: hijueputasingaoporculo te voy a picar las nalgas maricóndelcoñoetumadre, y
no sé cómo logré que volviéramos a subir los tres al vehículo, y continuáramos viaje
entre los recovecos de La Habana Vieja. El borracho siguió soltando malas palabras,
decía que nosotros lo habíamos metido en una pendejera de calles que nadie entendía,
que la comemierduría se pegaba, que por ende, nosotros éramos unos traga mojones.
Huevi tragaba en seco, contenía el enfado, y yo, temiendo que por segunda vez el
camionero se negara a llevarnos, guiñaba un ojo pacificador a Huevi, y le sonreía. No
como ahora, claro. Ahora le sonrío para que desista del combate desigual. El rubio se
ha puesto en guardia, pero no como un púgil principiante, sino con la seguridad y
elegancia que exhibiría Rocky Marciano en sus mejores tiempos. Extiende su mano
zurda hacia delante, lista para, cual serpentino látigo, fustigar en jab nuestros
entrecejos. El poderoso puño diestro permanece al acecho, como resorte comprimido,
a la altura del mentón. De modo que el yuma parece esculpido en bronce, un coloso
invencible, y nuestras armas podrían poco contra él. Sí, mejor sería batirse en retirada
ahora mismo y decir: Nos equivocamos, mister, adiós.

Mira, hija, no es para ponerse brava. Verdad que Johnny ha sido muy bueno con
nosotras, con Tato, con la familia en general, y también con los del barrio. Pero hay
que entender a la gente. Cuando tú saliste de la casa, lo peor había pasado, no viste
nada. Aquel hombre ni se defendía. Verdad que estaba borracho como una cuba pero
¿quién hoy no se emborracha? Tu primo Tato lo hace diariamente ¿y por eso merece
una paliza? Sabes que no. Tu novio es muy impulsivo, mi hija. Salió como una fiera a
comerse al pobre hombre. Comprendo la obsesión que tiene con ese carro, que desde
que lo vio le cayó al dueño con la picuita y hasta que no se lo alquilaron no estuvo
tranquilo. Siempre fregándolo, pasándole el trapo como si fuera de él, y buscando la
mejor música para su cacharrito. A mí también me hubiera gustado tener uno así, me
recuerda al que tenía tu abuelo, aunque el del viejo era un Ford que vendió antes de
morir… Cuando vi que el camión aquel dobló como un cohete la esquina, me
horroricé, cerré los ojos, y ya cuando los abrí, había chocado. Jamás pensé que
Johnny se fuera a las manos con el camionero, no había razón para tanta agresividad.
Lo mejor que puedes hacer, mi hijita, es arreglarte con la gente. Llama a cada uno de
los vecinos, discúlpate con ellos. ¿Qué tú querías que hicieran? Si al menos Johnny se
hubiera contentado con los portazos, pero no, tuvo que bajar al infeliz, agarrarlo por
el pescuezo y caerle a piñazos. Bastante aguantó la gente, Lilita. Si demoras un poco

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más, no sé qué hubiera ocurrido. ¿Te fijaste cómo renqueaba el pobre hombre cuando
fue hasta su camión, o nada más viste lo que te convino? Y todavía dices que se iba a
bajar para fajarse con Johnny. No fastidies. Si ese hombre de soplarlo nada más se
caía, Lilita; y, además, se notaba que era un alma de dios, cuando chocó lo primero
que hizo, de la vergüenza que sentía, fue poner la cabeza sobre el timón y lamentarse
como un muchacho. Si Johnny no llega a trabarle la pierna con la puerta estoy seguro
de que se hubieran arreglado, porque el camionero no parecía malo. Iba a bajarse para
explicar, como es costumbre. El animal de tu novio —sí, porque es un animal—
agarró la puerta, y pámpata, pámpata, contra la pierna del infeliz. No, chica, no, la
gente fue más que buena. ¿Para qué tenías que insultarlas? Lo mejor que hiciste fue
aconsejarle a tu novio que se perdiera, porque después, tú viste, que cuando vieron
bien los moretones que tenía el camionero y oyeron los quejidos que daba, unos
cuantos querían cogerle el lomo a Johnny. Dos de ellos, los que venían en el camión,
creo, regresaron hace un rato por aquí buscándolo. Dios quiera no lo encuentren
porque yo le tengo cariño a él y me disgustaría que le pasara algo… Arréglate con la
gente, Lilita. Si cantidad de veces le advertí a Johnny que no parqueara ese carro
aquí, en esta cuadra, no sólo por los ladrones, sino porque estas calles son muy
estrechas, y el accidente no avisa.

Lo quiero, mami. Sí, no te rías. ¿Piensas que, porque me burlo de él, no lo quiero?
Me ha hecho persona. Antes, cuando estaba en el Pre, las blanquitas me miraban por
en cima del hombro y me acomplejaban. Tú las veías moviendo el pelo, hablando de
que si tal champú daba caspa, de que si tenían que ir a la playa a solearse, de que si
tal bronceado!… Me acomplejaban. ¿Y en doce grado? Peor. Éramos tres negritas,
Nelsa, Katiuska, y yo, y había dos mulatas de pelo bueno que no se juntaban con
nosotras. Las tres éramos igualiticas, tímidas a más no poder… En otras aulas no
pasaba igual, las negras formaban sus grupos y se la pasaban bonchando a las
blanquitas y las berreaban con facilidad… ¡La vida hubiera dado por estar en aquellas
otras aulas! Cuando me embullaste a que empezara la Universidad creí que mejoraría.
La cultura ayuda mucho, pensé. Pero ¡qué va! Las únicas negras, como digo yo, de
pura cepa, éramos una congolesa, que ni recuerdo cómo se llamaba, y yo. Para colmo,
aquella muchacha se pegó a mí como una ladilla. Tú has visto esos perritos callejeros
que de pronto empiezan a perseguirte y a mover el rabito y se quieren hacer tuyos a la
tuerza. Bueno, era igual. Yo quería cortar con ella pero se sentaba a mi lado en las
conferencias y después también en las clases prácticas. Te darás cuenta cómo me
sentí cuando la gente empezó a llamarnos las congolesas. Mi peor deseo realizado.
Encima el solar distrayéndome, sacándome de paso. La propia Nelsa se dedicó al
bisne, y me daba envidia que se echara arriba buena ropa y yo con aquel vestido
verde, ¿te acuerdas? Y los tenis negros llenos de etiquetas tapando los huecos, ¿qué
parecería cuando entraba a la facultad? No, mami, tú no tenías culpa. Nunca te he

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reprochado nada. La vida es así. Mira ahora la cara que pone la gente cuando me bajo
del carro con Johnny. Me miran y hacen lo indecible por saludarme. Hasta Katiuska,
el otro día, que yo iba con él a la tienda, se acercó de lo más efusiva, y a sacarle
fiesta, hablándole en inglés y todo. Me dio una risa por dentro. ¿Ella no quería ser
médico? ¡Ah! Que se joda. Cuando más embullada estaba le corté la conversación y,
dándole una envidia espantosa, me fui con mi rubio. Antes por nada del mundo yo
hacía algo semejante. Cuando dejé la Universidad, hasta Katiuska me viró la espalda
considerándome una fracasada. A partir de que conocí a Johnny mi vida cambio.
Empecé una relación verdadera. Yo misma empecé a verme distinta, a descubrir mis
virtudes, a darme valor… Por eso me preocupa lo que pasó el otro día, y a la vez me
jode, porque Johnny, incluso con sus defectos, es más buena gente que nosotros. Él
pudiera venir a Cuba sólo a disfrutar su dinero, y no lo hace. Siempre preocupándose
por ayudar, por unirse a nosotros. Tú recuerdas la vez que me puse bravísima porque
no me dio dinero para comprar el cuartico que Nelsa vendía, y en cambio se gastó
una millonada en traer el aparato de oxígeno para el policlínico, bueno, aquella vez lo
traté que ni a un perro, y fue cuando supe cuánto me quería ese hombre. Me regaló un
relojito de pulsera más lindo, y dos cerditos de peluche con una banderita que decía:
Amigos para siempre. Me llegó al corazón aquel día. Por eso después le perdoné que
hubiera ido a trabajar al campo con los comuñangas. Tú no lo sabes, pero estaba tan
embullado que no faltó nada para que me arrastrara con él. Menos mal que la sangre
no llegó al río, y me quedé, y fueron aquellos días en que me enredé con Giacomo y
Vittorio. Cuando Johnny regresó después de un mes, tenía tierra por todas partes: en
las orejas se podía sembrar un boniatal, y las uñas parecían pezuñas de puerco. Le di
un baño con estropajo que lo dejé más oloroso que a un bebito. Menos mal que no se
le ocurrió repetir esa locura y se dedicó más a las donaciones.

Huevi ha demostrado que tiene huevos tan desmesurados como los de Maceo. Yo no,
yo, mientras él avanza, he ido retrasándome precavidamente, y será porque mis
huevos son de tamaño normal, y porque pienso que, total, la idea fue de Huevi, y que
él debe llevarla a cabo. Aun así me aflige que mi amigo avance hacia nuestro
adversario solitariamente, y que el mecánico, neutral hasta hace un rato, se apreste a
cortarle el paso con la flamígera arma, mientras yo, penquísimo, siento fatiga por una
insólita hipotensión, una reacción vagal diría el médico, fatiguita dirían los socios del
barrio, pendejitis aguda diría mi papá. Se nublan los personajes, y a la vez me da
lástima que el Huevón, como le decíamos en el Pre, sea tan valiente que ni siquiera
me obligue a imitarlo. Y me adelanto llave en mano —vikingo blandiendo su maza,
mordiéndose la lengua, afeando los rasgos— hacia el temible melón con patas, el
aberrado amante del Chevrolet. El yanki me observa, abre los ojos conmovido, como
si fuera yo la pequeña copia de Frankenstein, y abre también las manos y las alza en
señal de rendición, y dice: Okay, I give up, qué querer ustedes. El mecánico se aparta.

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Sorpresivamente el gigante empequeñece. Yo, disculparme con ustedes, dice, yo
crazy porque amigo de ustedes romper auto, y ese auto no ser mío, yo prometer
cuidarlo… Mientras habla dedica una triste mirada a la puerta del Chevrolet. Y sigue
hablando, casi lloroso: Mi vida ser muy feliz hasta hoy, mirar ustedes ese auto, mirar
la puerta, un desastre (la voz le vibra), yo sentirlo por su amigo, yo… Baja la cabeza,
se pasa la mano por la frente. Huevi, algo más atrás que yo, amenaza inflexible: Te
despingamos si no sueltas el fula, oíste, las disculpas no bastan. Amenaza, mueve la
tubería, enarca las cejas Huevi. El yuma no entender, no saber qué pretender
nosotros. Hay que indemnizarnos, digo yo. Mueve la cánula letal mi compañero de
lucha, un touche con tal armamento promete lesión y quién sabe qué más. Me muerdo
otra vez la lengua, método Stanislavski, ser matón, gángster, pendenciero, miro
atravesado. ¿In-dem-ni-what? No comprender el rubito que nuestro amigo ya no
podrá trabajar por unos cuantos días, que necesita dinero, sí, dólares para comprar
aceite, malangas, jabón, y, con el menudo, chupa-chupas. No comprender que nuestro
amigo ser padre de cinco niñitos, y que él, ponerlo fuera de combate, que él
desfigurarle el rostro, partirle el tabique, sacarle un diente, y eso sancionarse por la
ley como en todas partes del mundo. ¿Dinero? Sí, por lo menos quinientos, exige
Huevi. No por gusto tiene un par de macrotestículos. El arma ahora es un implemento
deportivo, un liviano bate, y Huevi un bateador impaciente por abatir al pivot de la
NBA reducido a pícher de Grandes Ligas. Okay, yo darte cuatrocientos. Mete mano
en el bolsillo al ver que deponemos las armas, y el rubio sorprenderse con los
cubanos cada día, aunque los cubanos perdonen cariñosamente mientras paga peaje
por haber transitado sus innobles puños por la jeta del camionero; aunque los cubanos
estrechen la mano como si fueran amigos de siempre; aunque cubanos sonrían y
digan: Zenkiu, y él responda: You are welcome.

Maestro, yo soy hombre a todas. ¿Tú no te has fijado en la guampara que tengo en mi
camión? Tiene un filo que al que me cuquée mucho, no digas tú la mano, hasta la
cabeza le arranco. Jamás me meto con nadie pero quien me busca me encuentra, y
dios ampare a quien me haga una mierda porque no perdono. ¿Te acuerdas de aquel
mulato que me jorobó el dedo que hasta yeso hubo que ponerme después? Por poco
lo mato. Lo que pasó es que luego vino y se disculpó, que había sido sin querer, y lo
perdoné porque está casado con una media prima mía y tiene un chama de dos años, y
a mí a los chamas no me gusta dejarlos huérfanos. De todas maneras el dedo me sanó
y la mano quedó como nueva. Todavía es y cuando me acuerdo de aquello hay que
aguantarme. Como el otro día que después de darme unos tragos fui a buscarlo a su
casa y le salvó que no estaba porque si no, hoy, ya estuviera enterrado. Yo soy
peligroso, maestro. Tú ves que estoy lleno de magulladuras, bueno, es porque no le
paso una a nadie. La última vez me di tremenda enredá con un yuma. El tipo, porque
le choqué el Chevrolet, cogió un vértigo, y a querer coger mango bajito conmigo. Si

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tú lo ves. Era un escaparate, cada brazo parecía un muslo mío. Idéntico el tipo, ¿tú
sabes a quién?, a este actor yanki que hizo de Rocky, ¿cómo se llama? Bueno, le soné
un gaznatón que le viré la cara. Como era de piel muy blanca, los cinco dedos se los
dejé marcados. Ya lo tenía en punto de mate cuando me cayó la pandilla de jineteros
que andaba con él y me pelaron a golpes, pero yo también di, y a uno de ellos le partí
la nariz y le soné una patada por el estómago que lo dejé sin aire. Después salió la
puta que andaba con el yuma, una negra que parecía un macaco, y también cogió lo
suyo. Lo que armé allí fue terrible. Me dejaron la pierna izquierda trozada y me
fracturaron la mandíbula, es verdad, pero te juro que no me quedé dado. En firme te
lo digo, y tú, si quieres, no me creas: a mí hay que respetarme o mamármela, maestro,
así flaco como me ves.

Mami, lo hemos defraudado. Imagínate, la gente que él tanto quería se puso de parte
de aquel borracho que ni agradeció nada ni un carajo. Ayer lo noté muy triste, no
quiso ni entrar a la cuadra, me dejó en el parque de la terminal y me dijo: Nos vemos
aquí, mañana. Habíamos almorzado juntos y me había dicho que se iba dentro de una
semana y que no pensaba volver. Está decepcionado. No lo ha dicho con esas
palabras pero me doy cuenta. Si se va no vuelve, mami. La tapa al pomo se la
pusieron los dos que salieron a buscarlo. Johnny estaba hecho un manojo de nervios
cuando me lo contó. Dos delincuentes, mami, con cabillas y cuchillos, por poco lo
matan, suerte que un hombre salió y lo defendió porque si no… Los cuatrocientos
fulas que me iba a dejar para el televisor tuyo se jodieron, mami, se los tuvo que dar a
los delincuentes. Pero no te preocupes, mañana busco al irlandés que ayer me
presentó Nelsa y en menos de un mes tú estás viendo la telenovela en colores.

El mecánico observa pacífico el canje: perdón por dinero. Nos retiramos. Miramos
por última vez al yuma. Caminamos en silencio sin creer que lo hayamos logrado,
regresamos a la Habana Vieja, hablamos del asunto por primera vez. Se admira de mi
valor Huevi. Yo estaba cagado, confiesa. Se arratonó gracias a ti, agrega. Eres un
pingúo, grita. No hago comentarios. Lo invito a tomar cervezas. Los hombres como
tú, así, de poco hablar, son los más valerosos, se franquea conmigo. Yo soy
penquísimo, se autocritica. Tomamos cerveza, nos dividimos el dinero discretamente
sentados en la mesa que está pegada a la pared. Temblando de emoción mis manos
capturan el botín. ¿Por fin te operaron alguna vez del agua en los huevos?, le
pregunto. Responde que sí, claro, pero los huevos no variaron su tamaño. ¿No te
molestan?, vuelvo a interrogarlo. Jamás me he sentado arriba de ellos, contesta serio.
Parecían mameyes cuando estábamos en la beca, rememoro. Me han dado tremenda
suerte con las jevas, se defiende. Pensarán que tienes más leche que nadie, comento.
No creo que sea eso, ¿no te gustan a ti las tetas grandes? Río y bebo un trago largo.

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La jevita esa, la que salió detrás del yunta, fue novia mía, me confiesa Huevi y añade,
fue hace tanto tiempo que ni ella ni la loca de su madre se acordaron de mí.

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La guagua
Alexis Díaz-Pimienta

Calle Monte, llegando a Belascoaín. Sudo en el calor de una 15 que se detiene en el


semáforo. Ventanillas cerradas porque afuera llovizna. Sudo por los demás y ellos por
mí. Quizás un solo cuerpo provoca esta asfixia, quizás si hubiera un cuerpo menos
dentro de este rectángulo enlatado el aire alcanzaría para refrescarnos a todos. Esa
cuota de aire que consume el anónimo pasajero n.º X, sería suficiente para no respirar
el sudor ajeno, el dióxido carbónico de otros. «Pero acaso yo sea el que sobra»,
pienso, y me trago el deseo de culpar a alguien que a su vez piensa que pudiera ser él
y se traga el deseo de culparme a mí. Estoy casi en la puerta, detrás de una muchacha
que me roza, un blando nalgatorio que amenaza mi estabilidad sobre el pie izquierdo;
me balanceo cuerdaflójicamente, evitando rozarla y que me rocen, porque no puedo
voltearme a ver qué tengo atrás, una rodilla, un codo, un portafolio. Comprimido y
ahogándome. Hundido aquí el Grenoille de Süskind se hubiera asfixiado. Y de pronto
un tufillo de comida de ayer, un tufillo sin dueño y silencioso, el colmo, la apoteosis.
Hay rabillos de ojo sospechando de todos. Forcejeo enconado por el aire. Vuelvo a
culpar a alguien que a su vez culpa a otro que a su vez me culpa. Una nariz golpea a
otra. Surgen los primeros codazos, los empujones exprofesos. Ya no es el balanceo de
la guagua sino el empuja-empuja.
El chofer tiene un ventilador pequeño. El chofer tiene su ventanilla abierta. El
chofer no mira para atrás ni siente peste. El chofer ve mucha gente en Monte y Aguila
y no para; abre las puertas más allá pero el tufillo es el único que se apea; los demás
aprovechan para «cargarse» de aire pero no descienden. El chofer cierra la puerta y
va a arrancar de nuevo, pero oye un silbido. (Claro, como el chofer no está
asfixiándose puede oír un silbido; incluso puede identificar al que ha silbado con la
lengua doblada entre los dientes, con la mano gritando «espérame, mi socio, dame un
chance».) El chofer, frente al ventilador de aspas pequeñas, abre la puerta delantera y
el silbador se monta. Como está sofocado espira fuerte y el aire cálido choca en
nuestras narices. El chofer, con la ventana abierta (la lluvia sabe que ése es el chofer,
por ahí no entra), dice que si no cierra la puerta ahí nos quedamos.
Vuelven a empujar y rozo… bueno, rozo no: aprieto, comprimo, siento, las nalgas
de la muchacha que tengo delante. (¿O será la muchacha quien aprieta, comprime,
siente, el cuerpo del hombre que tiene detrás?) Es una cadena de empujones. Como el
famoso juego de bolos: tocas a uno y todos se desploman. Desde la última puerta
alguien grita «no empujen, no empujen», y el silbador responde desde la primera,
«pero suban, ¿no?».

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Recuerdo que nos comprimimos. Recuerdo que nos​apretamos​unos​sobre​otros y
que el chofer, al fin, cerró la puerta. No había espacio para sacar pañuelos, para agitar
periódicos, para estirar los labios y soplamos mutuamente. Afuera había escampado,
¿pero en qué espacio levantar una mano, llevarla hasta la ventanilla de cristal y
abrirla? No había espacio más que para mirarse. Las narices al hincharse chocaban y,
lógicamente, al chocar se golpeaban, se mordían, «¡este átomo es mío, es mío, es
mío!», y aspiraba cada uno con idéntica fuerza, de modo que el átomo de oxígeno se
quedaba en el medio. Ya los «sentados» tenían otros sentados en las piernas, y el
neutral vacío inter-asientos, ese huequillo entre las rodillas de unos y el espaldar de
otros, ya había sido ocupado. Las mujeres ni pensaban en aprovechamientos o
rescabucheos pese al contacto directo y forzoso con los hombres, que tenían, como
ellas, todas sus partes insensibilizadas. En esta inmovilidad absoluta —seguramente
mortal para un claustrófobo— sentí fatiga, escalofríos, ganas de caerme, pero me
mantenían en pie los otros cuerpos. El aire estaba en proceso de extinción. Los
cuellos, flácidos, comenzaron ladeándose y luego cayeron las cabezas unas sobre
otras, como una gran multitud de borrachos.
Desfallecidos e inmóviles todos supimos a la vez que aquello era una trampa.
Todos supimos —instinto de conservación, gravitación del miedo, telepatía del
espanto— que en la próxima parada el chofer intentaría abrir las puertas en vano: no
habría espacio para que éstas se abrieran. En una guagua llena la clave es el empuje:
cuando la puerta presiona hacia dentro para abrirse, el más próximo a ella empuja al
inmediato, se activa la cadena empujadora y, al final, queda un mínimo espacio para
la puerta abierta. Pero en una guagua saturada la presión de la puerta se anula, el
pasajero inmediato está anulado y los demás también. Recuerdo que el chofer, frente
al ventilador pequeño, ni se dio cuenta. Todos comprobamos que aquello era una
trampa. Enmudecidos de terror y asfixia vimos llegar otras paradas. Las puertas
gemían intentando abrirse, las puertas lloraban de impotencia. Al chofer le extrañó
que nadie las golpeara, que nadie gritara «¡Abre atrás, abre atrás!», y que no lo
ofendieran. Al llegar a la última parada intentó, inútilmente, abrirlas. Sólo entonces
miró a su alrededor. Parecíamos maniquíes con la boca abierta. Junto a él vio a dos
hombres, frente a frente, sobreviviendo cada uno del aliento del otro. El chofer sintió
que le faltaba el aire. Enloquecido rompió la ventanilla y salló a tierra. Corrió
pidiendo auxilio. Vino gente, demasiada gente. La policía, los bomberos. No sabían
qué hacer. Sólo veían una guagua atiborrada de gente, caras aplastadas contra los
cristales, ojos abiertísimos, bocas abiertísimas. Empezaron a tironear las puertas
intentando arrancarlas. Inútil. Era espantoso el cuadro. Correteo de patrullas y
ambulancias. Los bomberos trajeron cizallas de mano y varios oxicortes. «¡Hay que
cortar la guagua, hay que cortarla!» Balones de oxígeno y de acetileno; mangueras y
relojes contadores; llamas azules cercenando el metal. Discutían: «Hay que tener
cuidado de no quemarlos; hay que cortar por esta franja». Hubo un previo cordón
policial, un «para atrás, para atrás todo el mundo», coro de comentarios, miedo.

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Seguía llegando gente, crecía el murmullo, la expectación, hasta que el último
bombero dio el último corte. La guagua se abrió en dos, se partió al medio, la
reacción físico-lógica hubiera sido que ambas partes de la guagua cayeran contra el
suelo y que el personal rodara hacia el vacío. Pero no. La guagua quedó rota, con una
cicatriz oscura, pero sobre sus ruedas.
Se movilizaron todos. Policías, bomberos, civiles. Unos por el frente y otros por
detrás. Cada grupo comenzó a halar la guagua. Cada parte de ella rodaría, se separaría
de la otra y nosotros caeríamos en el medio. Pero ocurrió algo insólito. La guagua se
abría, cada parte de ella rodaba, se separaba de la otra, pero la masa de personas
seguía compacta. La guagua había moldeado al grupo que ahora era un rectángulo de
caras, espaldas, perfiles; un cuadro tridimensional de ojos y bocas terriblemente
abiertos. Parecía la tétrica obra de un artista, tallada en mármol o hielo.
Algunos, los de la periferia, se veían casi íntegros. Otros eran sólo un brazo o una
oreja o el zapato derecho, como yo. Desde arriba era una vista única de cabellos,
calvicies, hombros inacabados y sombras. Desde abajo era un óleo impresionista de
zapatos. Cada lado merecía la firma de Velázquez, de Rembrandt, de Picasso: qué
rostros, qué contrastes de luz, qué figuras geométricas.
Desalojaron al público como frente a un incendio. Nos tiraron una enorme pollera
por encima y nos llevaron, primero, al parqueo del edificio del MITRANS, y luego
aquí, Museo Nacional de Bellas Artes, donde el público pasa de martes a domingo, de
2 de la tarde a 9 de la noche, y algunos —casi siempre extranjeros— preguntan quién
es el autor de tan magnífica obra, o se marchan pensando que es un tal Mitrán, de
apellido italiano porque confunden el autor con el donante.

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Fallen Angels
Joel Cano

And the winner is… Ignacio Rodríguez for Fallen Angels.


Well… I want to say thanks to my mother, my family in general and Little Jane for
her support in this film. Thanks a lot, I love you.
A Ignacio siempre le gustó comer de la que pica el pollo. Seguramente pensó
hasta el final que lo había traicionado. Cuando llegué ante la puerta de su cuarto
escuché aplausos. Eran su único vicio, los aplausos. Los grababa en los teatros, en los
actos revolucionarios, en los encuentros deportivos… y después tenía la facultad de
creerse que eran suyos cuando los escuchaba absorto en una grabadora Sony, de ésas
de cinta que se usaban para las clases de inglés y que él se había robado con su amigo
el Tommy una noche del año setenta y ocho. Por supuesto, estaba tan pasada de moda
y tan maltrecha que sus bocinas transformaban aquellos aplausos en aguacero
tropical, en fogata crepitante, en cascada… pero él escuchaba el aplauso celestial que
le tributaba el mundo de las artes y agradecía por un viejo micrófono Toa, en inglés
por supuesto, a la imaginaria concurrencia. Así lo había sorprendido varias veces a
través de la puerta entreabierta de su cuarto. En esos momentos su cara parecía
iluminada por una expresión de plenitud tan intensa que cualquier persona que no lo
conociera se habría horrorizado. Cuando yo venía subiendo las escaleras escuché mi
nombre o más bien el nombre artístico con el cual me había bautizado, la petite.
Juana Ortiz no se vería bien, según él decía, en los créditos, menos aún en los de la
gran película que salvaría al cine cubano del olvido y lo que era más importante, del
ridículo. A veces no decía petite sino Little Jane, como aquel día. Debo decir que en
eso de las tuercas sueltas yo no me quedo muy atrás. El problema es que siempre he
deseado ser actriz de cine y viviendo como vivo eso no puede ocurrírsele más que a
una loca de atar. Mi ex marido, que también es ex director de teatro experimental, sí,
experimental, me decía que yo poseía más dotes histéricas que histriónicas y quizás
hasta tenga razón el muy degenerado. Sin embargo yo seguía tratando de ser una
actriz de respeto así como Rosita Fornés o Deysi Granados, de esas que cuando su
nombre se pone en el cartel de un teatro, aunque sea con acuarela, todo el mundo
acude en masa, a lo mejor por ver si salen en cueros, pero qué más da con tal de que
vengan. Yo se lo había dicho a Ignacio, a mí con tal de ser famosa me podían ver
hasta el esófago, que eso abre muchas puertas, y las mías habían estado cerradas tanto
tiempo que no sabía si era capaz de dar un paso en un escenario, o de lograr que
alguien se interesara en mis pechos, más bien pechitos. De todos modos había tenido
la suerte de encontrarme con Ignacio. Él sería un enajenado como diría mi ex, que en

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todo se metía, pero además de ese problemita con lo de los aplausos su única y
verdadera pasión era el cine. Día a día se decía a sí mismo que sería el primer cubano
en ganarse el oscar. Ya había repetido y ensayado la escena de la entrega de premios
tantas veces que por momentos uno tenía la ilusión pasajera de que realmente habría
una oportunidad para él en aquel paraíso reservado para los que salen con las pupilas
enrojecidas por los flashes en las revistas del corazón. Tenía las paredes tapizadas
hasta el techo de fotos de artistas de cine, incluidos los de Mosfilm, y cuando se
deprimía le daba por refugiarse en esa escena fabricada de la premiación. Yo venía a
buscarlo para que me acompañara al aeropuerto a despedir a Francis, y cuando
escuché tras la puerta el sonido catarroso del micrófono Toa me dije Solavaya, éste
está más vola’o que una olla de presión. No era cosa de juegos. Ya se había robado,
para los menesteres de su hipotético viaje a Los Angeles, un traje de etiqueta durante
la filmación de una película en la que trabajaba de extra. Sí, de extra, aunque eso no
le molestaba en lo absoluto. Otra de sus facultades era encontrar una justificación
para todo, y lo de ser el peldaño más bajo de la infinita escalera hacia el Olimpo
cinematográfico era considerado por él como una tradición natural, un obstáculo
necesario en la ruta hacia el Hollywood soñado, idealizado, reclamado hasta en las
nochebuenas junto a los arbolitos de Navidad improvisados por su tía con cascarones
de huevo coloreados y bolitas de papel metálico, de ese que cubre los litros de
leche… Yo pensaba por momentos que sus aspiraciones alcanzaban la dimensión de
un delirio, como el de esa tía fabricando un arbolito de Navidad con una ramita de
pino seco que al final sólo el entusiasmo hacía ver como un abeto. Y sin embargo esa
misma euforia enloquecida me llevaba a creer que todo sería posible, que él ganara el
oscar, que yo fuera estrella de cine, que su tía sustituyera con el algodón de dos
íntimas sacrificadas la nieve falsa que se compra por centavos en los mercados del
mundo… Tal vez el entusiasmo de la locura me había atrapado. Como diría mi ex,
eso se contagia tan fácil como un catarro, o tal vez sea yo también una enajenada.
Escuché en las escaleras el sonido de las plataformas cada vez más fuerte a
medida que subía. Me imaginé la escena filmada por Néstor Almendros. La mano
apoyada en el pasamanos que una vez fuera de mármol se desliza suavemente,
alrededor todo está en penumbras. La mano asciende, cortada del cuerpo que se
adivina tenso; los pies sin embargo se apoyan seguros, haciendo restallar un eco de
madera contra las paredes, dejándose escuchar más y más cerca en la garganta
decrépita del edificio. Por un momento pensé que la petite podía condensarse en un
sonido estridente como el de esas plataformas de jirafa que le había enviado de
Europa su cherí del alma, como ella le decía con su voz de matrona trasnochada que
siempre era una sorpresa para quienes no la conocían. Eso era ella, el sonido de la
calle irrumpiendo, la voz de la noche repleta de estrellas y borrachos y perros
sarnosos que se derramaba sobre el piso de mosaicos gastados. Mirándolo imaginaba
el ir y venir de tantos inquilinos que me habían precedido en aquel cuarto de mala
muerte. Ese taconeo a lo Jane Harlow me sacó de mi concentración en el preciso

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instante en que el público, de pie, aplaudía mi pequeño speech de agradecimiento.
Justamente la estaba mencionando a ella por su apoyo incondicional cuando dejó
aparecer su perfil bergmaniano. Debí imaginar en aquel preciso instante que su
expresión de hermetismo ocultaba la peor de las elucubraciones. Después se sonrió
dejando ver sus dientes separados y aquel celaje de duda desapareció de mi cabeza.
Aunque mi excentricidad la hacía reír yo sé que en el fondo me comprendía por tener
ella también la suya, que era de padre y señor mío. Cuando la petite desembarcaba en
una calle nadie quedaba ajeno al espectáculo. Muchos se preguntaban si era una
cabaretera despistada o si habían adelantado los carnavales al ver semejantes
indumentarias a la luz del día. Ella de la lentejuela no bajaba, y caminaba como si
todo el tiempo su existencia fuera un clip de MTV. Era de esos personajes pintorescos
del neorrealismo italiano que por una razón inexplicable crecen en La Habana como
la mala yerba dejando boquiabiertos a los turistas. Ella se sabía Julietta Massina y
juntos habíamos decidido que si el primer milagro se produjo en Milán, el segundo
ocurriría aquí cuando estrenáramos nuestra película. A pesar de que fuera inculta y un
tanto vulgar yo la apreciaba. Basta conocer un capítulo de su vida para llenarse de
admiración por su persona. Aunque más lástima me daba su ex. Más que lástima es
compasión lo que me inspiraba… ¿Cómo pudo casarse con la petite? Y peor aún,
pretender hacer con ella teatro de vanguardia… Sólo a un loco escapado de Mazorra
le pasa una idea semejante por la mollera. Bueno, a Mazorra lo llevó su
experimentación teatral. A la petite por su parte hubo que ingresarla y todo después
de haber sido sometida, por él, a sesiones de electrochoc para indagar en la naturaleza
esencial de la tortura… Era una época convulsa y sus influencias estéticas oscilaban
entre la cultura occidental de los Hippies y la lucha antiimperialista con sus
correspondientes ponchos, quilapayunes, quenas y charangos. Esa mezcla de política
y vanguardia teatral fue un coctel demasiado fuerte para ellos… los tiró por la lona.
Como siempre llegó con la lengua afuera, cosa comprensible dadas las dimensiones
de sus zapatos y los siete pisos que había que devorar para llegar a mi embajada,
término empleado por la presidenta del Comité de vecinos para referirse a la vocación
antisocial de mi existencia, y antes de saludarme sacó de su cartera una inmensa
bobina metálica que dejó caer pesadamente. Su cherí se había acordado de nuestra
penuria y nos obsequiaba el material para filmar. Yo me quedé en silencio, mirando
largamente la reluciente caja de metal y nos vi desde fuera en un plano general, detrás
de la ventana, un plano convencional que demuestra claramente la poca importancia
del suceso para los demás, y aproveché para que se me escapara una lágrima de
agradecimiento que en un plano general, y estando yo de espaldas a la cámara, no se
veía. La petite no le dio mucha importancia a mis lagrimones; como siempre traía una
de esas urgencias imponderables que la hacían más teatral que una pionera
declamando una poesía de Bonifacio Byrne. Con gestos a lo Raquel Revuelta en
Lucía cuando pide la gardenia me exigió que la acompañara al aeropuerto para
despedir a su cherí, el de las plataformas, que regresaba a Europa. Normalmente me

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pongo histérico cuando se me interrumpe la escena del oscar pero después de
semejante obsequio tenía el deber moral de acompañar a la petite y a nuestro
benefactor. Me puse el traje de las ocasiones serias e importantes y abandoné de su
brazo mi embajada. Su extranjero nos esperaba frente al edificio, rodeado de negritos
que le pedían chicle en cualquier idioma. Yo lo divisé desde la ventana en un plano
nouvelle vague. Luego descendimos tanteando la oscuridad. Descender por las
escaleras es el lado flojo de una película. Parece no tener importancia para nadie
salvo para Joan Crawford cuando, paralítica, trata de escapar de la endemoniada
Bette Davis. Por lo demás las escaleras sirven para subir o caerse en las comedias
silentes, o en los melodramas de Mirta Legrand… Nuestro descenso por la escalera
fue tenebroso. Podía sentirse la presencia gélida de Macuca la del comité detrás de su
puerta como un animal en acecho, con el aparatico del asma apretado en la mano, en
completa osmosis con el herrumbre centenario del cerrojo, que nos contemplaba en
subjetiva de Alien… Luz azulada, susurros en el corredor, doly in, doly in, doly in
hacia nuestros rostros asustados en la oscuridad de los escalones, ajenos al peligro, al
Alien Macuca que se nos encima. Doly in, Doly in, Doly in… un segundo más en el
descanso y seremos presa de la lengua viscosa del monstruo asmático, ya llega la
calle, el francés, el Panataxi…
Dice un pájaro amigo mío que el aeropuerto es una máquina del tiempo, desde allí
uno se va para el futuro y por allí mismo regresa al pasado. Visto así tiene razón. Ésa
era la impresión que me daba el aeropuerto cuando iba a despedir a Francis. Del otro
lado, en el salón de espera, ya se sabía que uno estaba en otro país, que era decir otra
época. Desde allí se escapaba un olor perfumado a extranjero como el que brotaba de
la maleta de Francis cada vez que él la abría y por eso me había hecho la idea de que
París olía como la ropa que se apretujaba en aquella maleta de cuero sintético, y
entonces el regreso a mi Habana Vieja era dos veces más triste porque no sólo la veía
más vieja y despintada sino también más apestosa. Por eso había buscado a Ignacio.
Así, mientras él me contaba sus ideas descabelladas sobre cómo iba a ser nuestra
película, yo no veía nada a mi alrededor, ni las calles más llenas de huecos que un
gruyere, ni los balcones colgando amenazantes sobre las aceras, ni las colas infinitas,
ni el sol reverberando contra el asfalto ya blando de tanto calor. A Ignacio se le había
ocurrido una escena de terror en una escalera que incluía entre otros personajes a la
presidenta del Comité de Defensa, a la mensajera de la bodega, a unas pioneras sin
dientes, a un policía que ejercía como chulo de una jinetera, a un travesti, a un viejo
rescabucheador, a un mercader de cuadros, a Jesucristo, los santos africanos… y a
todo esto lo quería llamar secuencia de actualidades. En la escena una pareja
intentaba escapar de un edificio en ruinas con una sospechosa maleta mientras una
representación simbólica del pueblo se oponía por la fuerza. A todo esto yo respondí
diciéndole que había olvidado a los campesinos, él objetó que esta clase ya había
desaparecido aniquilada por la urbanización forzosa de los campos y que además el
policía resumía con su presencia lo más rural de la población y que esto estaba

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sociológicamente probado… Entre este delirio cinemato-demográfico y los besos
etílicos y pegajosos con los que Francis me tatuaba el cuello, no hallé otra solución
que sacar la cabeza del Panataxi para respirar una larga bocanada de aire habanero,
bien repleto de petróleo en suspensión y polvo… y esencias albañales diversas. Por
un instante presentí que no había sido una buena idea traer a Ignacio, pero el cherí
estaba encantadísimo con la idea de la película. De todas maneras era él quien había
comprado los rollos y más que nadie tenía el derecho de saber qué cosa se iba a
filmar sobre ellos. Claro que borracho como estaba no podía comprender lo que
Ignacio se proponía con la escena. De saberlo nos lanzaba a los dos desde el Panataxi
en movimiento. Él era francés y comunista; a mí me parecía que allá eso era un lujo y
no una obligación, y venía a Cuba para ayudar a un amigo en dificultades. Por
supuesto, ese amigo no era yo, ni Ignacio. En su idea el amigo resumía a todo el
pueblo trabajador incluidos los niños y ancianos, como si el Titanic estuviese
hundiéndose y él debiera repartir los botes salvavidas que nadie ha reclamado.
Ignacio me ha contagiado además de su locura esa manía de comparar todas las
situaciones cotidianas con escenas de películas clásicas y a veces tengo la impresión
de no ser yo la que habla, o que soy la muñeca de un ventrílocuo tarado. En eso
nuestra relación se asemeja un poco a la que tuve con mi ex… Yo por mi parte me
encargué de que el amigo cambiara de sexo y disminuyera de tamaño en su cabeza y
ahora el comunista francés venía todos los años a ver a su amiga, a su amiguita, a su
petite princesse, una servidora. Ignacio continuaba hablando de aquella película
surrealista y el cherí se interesó tanto en la historia que primero se me desprendió del
cuello y luego se incorporó en el asiento, se frotó los ojos enrojecidos por la
borrachera y no me hizo el menor caso hasta que llegamos al aeropuerto.
Eran la Lola y el profesor del Ángel azul. Parecía que él tenía los ojos aguados
por el alcohol pero lloraba realmente y la sola idea de abandonar a su petite lo hacía
temblar de tristeza. El ron incluso no le gustaba, se había emborrachado para soportar
la escena. La petite era toda Dietrich con sus brazos apoyados en jarras sobre las
caderas y mirando entretenida hacia todas partes, ajena a las lágrimas del cherí como
a las mías delante de la caja metálica. El francés se separó de nosotros para embarcar
sus maletas y al hacerlo la petite me agarró por el brazo y con un sincero tono de
desesperación me dijo: Tengo que llorar, coño, tengo que llorar. Tuve una revelación.
Si ella me había traído no era únicamente para que la entretuviese. Yo estaba allí en
calidad de director cinematográfico y era por tanto el encargado del éxito de aquella
escena de despedida que no aparece en El ángel azul. Es verdad que Francis había
estado a la altura de la tradición melodramática francesa pero Juanita, ni metiéndose
los dedos en los ojos, lograría igualarlo. Le dije: Vamos un momento al baño. Había
una vieja lavándose la cara… No me importó. Agarré a la petite por el moño y le di
una entrada de galletas que la dejé ceniza. Al principio no entendió y quiso correr
pero la volví a agarrar por los pelos y resbaló; al hacerlo se viró el tobillo, perdió los
aretes y se rasgo el vestido, todo en un solo movimiento. Pero no llegó al piso, la

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levanté en peso antes de que se acabara de regar como los yaquis y la sacudí cual
plumero. Eso me pareció cuando vi su pelo rubio oxigenado agitándose en el espacio
azulejeado del baño, y a la vez me recordó una película underground que había ido a
ver bajo la lluvia en el vídeo que le había prestado al Tommy, un esnobista de turno, o
tal vez me pareció que una escena así podría incluirla en la película Una escena de
violencia sin antecedentes lógicos es siempre un puñetazo expresivo. De todas formas
el público, como el pueblo, se encarga de dar sentido a la insensatez del creador… La
volví a sacudir con violencia para ver el efecto que produciría en slow-motion. Quedé
satisfecho con el resultado. Aunque no todo es de buen gusto con ese efecto. La petite
sin embargo abrió los ojos desmesuradamente creyéndome loco de remate, con una
buena música su expresión sería perfecta, y comenzó a llorar como Meryl Streep en
Sophie’s choice, sí, ésa es la escena; hasta que comprendió y me dijo gracias. La
vieja, al lado, se había quedado boquiabierta. Esa expresión era la que debería tener el
público la noche del estreno. Recogí los aretes y se los di. Ella repitió gracias y salió
cojeando, enternecida en llanto, a despedir a su francés, a su cherí del alma como ella
le decía. Un fade lento hubiera sido perfecto.
Él vio al cherí dándome unos dólares para que regresáramos en taxi a La Habana
Vieja y parece que se lo creyó, pero cuando el Francis se perdió camino de su avión y
estuvimos solos le dije: Olvida el taxi, que esto es camello que tú conoces. Él
respondió que ni muerto se subía en ese invento de bugarrones, que sería capaz de
regresar a pie. Claro que tenía razón. Nada más a un aprovechador podía ocurrírsele
fabricar un ómnibus en el que caben cuatrocientas personas amontonadas como las
bestias. En provincia en lugar de camello lo llaman vacabús… Y bien, en el vacabús
regresamos, como vacas, apestando a todo cuanto se puede apestar y poniéndonos al
día en lo que a groserías se refiere. Miren que la gente es puerca. Y volviendo a él,
¿qué pensaba?, ¿que iba a pagarle el viaje en Panataxi hasta Regla? Que la virgen me
ampare pues hasta hoy nada le debo, pero con lo que me cuesta sacarle un dólar al
cherí no estoy en condiciones de mantener a directores de cine; y mucho menos a
Ignacio que pasa su vida diciendo que yo malgasto mi existencia por las calles detrás
de los turistas. A él le es muy fácil juzgar a los demás teniendo su renta que cae como
bendición celeste from Haialeah. Bueno, para qué me quejo si incluso a su familia la
critica, que si tienen mal gusto, que si se pasan el tiempo esperando que el de la barba
se caiga, que no piensan en otra cosa que en comer… Nunca olvidaré el escándalo
que le dio a su madre por teléfono, seguramente por una frase nostálgica de más. Me
gustaría verlo en mi situación. Él iba a saber lo que es comer candela. Yo sé que
piensa que soy una burda jinetera, lo que no se atreve a decírmelo, y entonces lo
disfraza llamándome criatura pintoresca, neorrealista, Julietta Massina y otras
comeduras de bola por el estilo. En el fondo no se atreve a decirme lo que piensa cara
a cara porque sabe que no soy ninguna putica de ésas que se venden por un par de
jabones, no. Conmigo la cosa es más complicada de lo que parece. Si juntara a todos
los novios y maridos que han pasado por mi barbacoa, la lista sería aún más

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estrambótica que la que él ha inventado para la escena de la escalera. Yo no sé lo que
busco, pero sí lo que no busco. Ése es el problema, un tanto chesperiano como diría
Ignacio. De los sementales de producción nacional sólo he recibido bofetones,
traiciones, amenazas, obligaciones, abortos y los electrochocs de mi querido
experimental; y eso no lo tienen en su currículum ni las masoquistas danesas, que me
han dicho que son de lo más sofisticado que hay en la porno de hoy día. Sí, de
nuestros machos únicamente la carne me ha dejado un buen sabor, aunque difícil de
recordar gracias a su condimento de violencia. Y así, sin pretenderlo, he probado
otras sazones que me han sido menos agresivas, por decirlo culinariamente. Cuando
comencé en eso de los extranjeros era casi la única y entonces me llamaban
excéntrica, claro, no existían los problemitas economicomentales que aquejan a las
chicas de hoy día, así que de excéntrica llegué a jinetera sin culpa ni juicio. Sí, porque
de los europeos del este pasamos sin transición lógica a los del oeste, como en el
teatro experimental, nada de justificar o de explicar; actuar, actuar, sobrevivir,
regatear, violentarlo todo, destruirlo todo. Mi ex debe de estar contento. Ay, Ignacio,
si tú supieras cuántas veces te vi pasar y no quise que me vieras… y en las cosas que
me he visto metida, hasta el cuello, sin una mano que se tendiera para sacarme de
esos pozos que se me abrían ante los pies sin que tuviera tiempo de averiguar la
causa. Manos había en cambio para hundirme bien hondo, bien profundo. Antes yo
creía que era por lo de ser jipi, después le eché la culpa al teatro experimental, luego a
mi excentricidad a lo Madonna, al hecho de reír en exceso, y por último a mis
extranjeras compañías, pero viendo que a mi alrededor ya todas las manos se habían
cambiado los guantes de cortar caña por otros de seda y que aquí se preparaba un
gran banquete al que no me habían invitado, llegué a la conclusión de que todos esos
abismos en los que mi conciencia cayó eran el fruto de la mediocridad circundante.
Las manos que aniquilan son como aquellas que hurgaron la llaga del Cristo
moribundo. Mi ausencia de cultura me lleva a pensar cubanamente que a todo eso
habría que llamarlo placer de joder, porque eso es, una gran jodedera monumental
que se prolonga en el tiempo y en el espacio variando cual ópera interminable y en la
que cada quien busca la forma de joder sin ser jodido. Si existiera una cuarta
dimensión, ésa sería la nuestra, la jodedera, y si se fuese menos hipócrita, la
tendríamos como primer renglón exportable. La jodedera, llámesele hijeputada o
puñalá trapera, puede incluso respirarse por las calles y llego a pensar que debe de ser
ella la causante de la fetidez del aire. Ignacio no se parece sin embargo a los otros
cubanos que he conocido. Él tiene un aspecto de asceta integrista que no todos los
jipis buscadores del nirvana lograron. Nunca he podido sorprenderlo borracho, o con
una novia, o novio, que también eso le pega a algunos que se hacen pasar por ascetas
o meditadores. Tampoco he despertado en él ninguna reacción carnal. Parece ser que
lo del cine le ha dado alergia a los seres humanos. Me doy cuenta de que de mí le
gusta la imagen virtual sobre una pantalla de cine. Con su cámara de video él se
realiza filmando las distintas expresiones de mi cara, manipulándome a su antojo

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como lo haría un sádico con una prostituta. Abre los ojos, mira a la derecha, muérdete
los labios, suéltate el pelo… Por momentos tengo la impresión de que podría eyacular
con una visión de La Falconetti martirizada o algo así bien dramático, en blanco y
negro y silente. Ignacio detesta el ruido, salvo el de los aplausos que graba para la
entrega de premios. Nuestra película será silente, en blanco y negro y bien dramática.
Ésta es la naturaleza misma del cine, sombras y luces danzando sobre la pantalla
inmensa, decía viéndose ya con el oscar apretado en la mano. No sé quién podría
soportar una película cubana sin sonido, sin colores y más aún sin chistes. Yo me
negué a ser flagelada en blanco y negro sin siquiera la posibilidad de gritar. Y de mis
gritos yo estoy orgullosa. Son impresionantes y me han salvado en más de una
ocasión. Yo he gritado desde un balcón del cual un novio deportista que tuve me
quería tirar, yo he estado amarrada a mi cama y rociada con petróleo por otro amante
que no podía soportar que yo lo compartiera con un músico de la orquesta sinfónica y
mis gritos de película americana han despertado a los vecinos, yo he gritado para que
la mujer de otro amante no me raje la cara con un pico de botella en una parada de
ómnibus, he gritado para pedir auxilio mientras me ahogaba en la playa de Santa
María, he pedido EL ÚLTIMO a voz en cuello en cualquier cola y siempre me lo han
dado, he gritado en las reuniones para discutir un televisor que se va a adjudicar, para
elegir al trabajador vanguardia, para que se fuera la escoria mientras pensaba que era
yo más escoria que ellos por gritarles y quedarme con las ganas de irme. Me
desgañité para que Fidel viviera, y la revolución. Me he quedado ronca vociferando
contra los aviones espías, contra las plagas, los ciclones… No digo yo si tengo
derecho a que mis gritos se inmortalicen en una película si son ellos quienes me han
sacado de lo profundo de los hoyos; los gritos de una jodedora más, que jode antes de
que la jodan. Sin embargo Ignacio decía que ya habíamos hablado y gritado por gusto
durante demasiados años y que lo que hablaría a la gente sería el silencio de las
imágenes, eso, el silencio. Seguro lo dice porque no tiene dinero para grabar el
sonido… Aunque debo reconocer que es el único hombre que sin ser maricón no me
ha querido meter mano. Bueno, en el baño del aeropuerto casi me revienta a golpes,
todavía cuando me acuerdo me duele la cara. Pero resultó, porque Francis partió
felicísimo después de ver las cataratas que brotaban de mis ojos. Tuvo una visita
gratis al Niágara. Después me quedé pensando si en la película Ignacio iba a poner
una escena semejante pues en ese caso tendría que ir a darle los galletazos a su madre
allá en Miami Beach, que lo que es a mí, ni muerta.
Lo más gracioso fue verla correr por todo San Lázaro, con aquellas plataformas,
disfrazada de Madonna en su Show de Erótica, dando traspiés en los baches mal
alumbrados y perseguida por Donna Summer, Whitney Houston, Sarita Montiel,
Celia Cruz, Maggie Carlés y otros tantos pájaros y travestis de Centro Habana en
embravecida jauría. Fue una versión sin editar de Julieta de los espíritus. Yo en el
fondo me alegré de un acto de repudio semejante. Esas cosas le pasan por fresca. Eso
sí, hay que reconocer que lo que ella hizo no lo logró ni Carmen Maura en La ley del

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deseo, ni Almodóvar con todo y lo pájara que es lo pudo imaginar. Ahora quizás lo
crea, después de haber pasado por La Habana, pero imaginarlo… todavía no puede.
La petite tenía du vécu como diría su cherí y había logrado engañar a todos
haciéndose pasar por un pájaro y hacía un número de travestismo en una azotea cerca
de Infanta. Hasta un premio se había ganado en un festival nacional de transformismo
gracias al cual nos fuimos una semana gratis al hotel Hanabanilla. Ya incluso algunos
travestis le tenían envidia por ser tan mujer. Lograr engañarlos a ellos, que son la
trampa en facones, eso es duro en La Habana y más duro en Centro Habana, región
de todas las delincuencias tradicionales y de las que están aún en experimentación, y
ella así tan chiquitica lo logró. Y lo seguiría logrando si no se lo hubiera dicho a su ex
para dárselas de actriz. Él la delató en pleno show como la peor de las cederistas, y
las locas presentes no pudieron soportarlo y, cual pueblo combatiente rumbo a la
plaza, partieron sobre ella. Ni Ana Fidelia la hubiera alcanzado en aquel sprint calle
abajo en dirección al hospital Ameijeiras. No sé qué necesidad imperiosa de afocar la
hacía capaz de tales hazañas. Como consecuencia de aquel pasaje ignominioso por
los bajos fondos hubo unos cuantos travestis rondando mi edificio para averiguar el
paradero de Supremo Delirio, nombre de guerra de la petite para actuar en aquellos
antros. Si me salvé de sus amenazas de desfiguración de rostro fue gracias a Macuca,
que las amenazaba a su vez con mandarlas para la zafra y cortarles las uñas y el pelo.
Esos argumentos las mantenían a raya, pero de la acera de enfrente lanzaban las
peores injurias. Para la petite reservaban los insultos superlativos. La trataron de peor
maricón de la Habana, de pájaro con cartera; la catalogaron como la tortillera más
fuerte que habían visto en su vida lo cual, dada la situación, no se sabía si era un
insulto o un cumplido. A mí me trataron de mariconsaurio intelectual y otras tantas
metáforas tan barrocas como los portales repletos de columnas que los albergaban de
Macuca y en los que Carpentier no imaginó semejantes escenas. En eso anduvieron
hasta que se cansaron, o a lo mejor se las llevaron de verdad para la caña. Mi silencio
fue ejemplar aunque nada heroico. Ni yo mismo sabía el paradero de la petite. Su ex
la estuvo buscando y pasó también por el cuarto. Me dijo que el verla así, de travesti,
lo había excitado y quería volver con ella. Me pareció normal. Él era una caricatura
de la Flower generation, y con la petite sin dudas había querido tener una relación a
lo John y Yoko. Llevaba incluso pantalones pata de elefante y estaba barbudo que
daba asco. En el hospital psiquiátrico le habían dado pase. De golpe me dije, ¿y si
todo esto no es más que un teatro suyo? A fin de cuentas en esta ciudad hay más
gente haciéndose la loca que enfermos reales. Y éste es un experimental puro y duro,
de los que tienen a Artaud como modelo, y Artaud estaba más loco que una cafetera
Impud, así que la locura es para él un estado creativo, o sea que él está clarito clarito
y seguramente busca a la petite para electrocutarla o algo por el estilo. Y yo era el
encargado de impedirlo. Me asustó la posibilidad de que la petite entrara por la puerta
con su perfil bergmaniano y aquel loco de atar provocara allí una escena de terror
digna de John Carpenter. Me separé de la ventana, yo era el único cómplice de la

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petite, y de alguna manera su rival. Gracias a mí ella sería famosa en el mundo entero
mientras que él quedaría olvidado en un hospitalucho de las afueras entre locos, y no
tan locos… como Salieri. Sí, estaba celoso, a lo Forman, a lo Griffith, era eso; y había
venido para eliminarme. Él sabía que delatar a la petite podía ser fatal para ella y sin
embargo lo había hecho. ¿Qué no sería capaz de hacer? Decididamente tenía cara de
serial killer. La luz del cuarto pestañeó y luego nos quedamos a oscuras. Alguien
desde una ventana lanzó un escupitajo al Olimpo en forma de blasfemia. El apagón
siempre será la inversa del deus ex machina, llega para complicarlo todo. La
oscuridad parecía agigantar la respiración nerviosa del loco. Me creí una víctima de
Viernes trece. Traté de buscar los fósforos evitando la dirección de los resoplidos pero
una mano firme me detuvo a ferrándome el brazo: Padezco de claustrofobia, dijo.
Sácame de aquí o me tiro por la ventana. Tragué en seco, y como pude le aparté el
brazo no fuera a ser que me arrastrara consigo en su descenso. Una sinfonía de Bela
Bartok retumbó en mis oídos e inundó el cuarto. Llegué a la puerta y bajamos las
escaleras… Ni Almendros hubiera podido retratar semejante atmósfera de caos. Esa
vez no hizo falta Macuca para que la escena de la escalera fuese un remake de
Vértigo con su mareíto y todo. En la puerta del edificio me despedí de él y no sé
cómo regresó. A esa hora ya no salían guaguas para La Habana, y la lanchita de
Regla estaría anclada en la Bahía esperando un amanecer soviético de obreros en
colores violáceos de mala copia. En qué lugar de esta isla, pensé, en qué cama, con
qué criatura estrafalaria estará durmiendo o revolcándose la petite. Tal vez en ese
momento estaba planeando su traición en brazos del francés. Pero eso no lo sabré
nunca. A lo lejos, en el aire de la madrugada se escuchaba un Bembé y por temor a la
escalera en penumbras y a los ojos del Alien, me encaminé hacia la alegría invisible
de los tambores. Decididamente ninguna película termina así.
I like to put you in a trance… En esa misma frase hizo su entrada mi ex en la
azotea y empezó a gritar como lo que es, un loco, ¡Madonna no tiene picha!
¡Madonna es mi mujer! ¡Encuérenla! Yo me quedé con la boca abierta, incapaz de
doblar la canción, que seguía impasible a los gritos de mi ex… Erotic, erotic, put
your hands all over my body…
Aquella noche la azotea parecía el gallinero del teatro García Lorca cuando
Rosario Suárez bailaba El lago de los cisnes. No cabía una pájara, y todas se
quedaron atónitas ante la irrupción de aquel hombre que evidentemente estaba fuera
de contexto. La música se detuvo. Un murmullo se instaló, y Sissi Emperatriz y Rosa
Bombón, la anfitriona, trataron de sacarlo de allí por las buenas, pero él continuaba
gritando a voz en cuello, como en los setenta cuando, a puro plexo solar, pretendía
derribar la pared de la cuartería en que vivíamos. ¡Que es una mujer! ¡Que es mi jeva!
Esa palabrita que tan mal me cae… Para mi número yo utilizaba una fusta de cuero
que mi cherí me había enviado en una donación humanitaria con un amigo suyo, y no
pude contenerme y le entré a fustazos allí mismo. Hasta la Bombón cogió lo suyo por
interponerse. Ese ataque de ira fue mi perdición. Mártir Sonriente, que era una

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travesti que nada tenía que ver con el patriotismo y menos con la alegría, hacía
tiempo que me tenía envidia porque era fea y prieta como una noche oscura y con un
cuello gordo y unas piernas torcidas que no se podían disimular ni con guata de
colchoneta, y al verme enredada con mi ex dio un grito que estremeció la azotea.
Vamos a encuerarla, vamos a encuerarla a ver si es de las que paren… No le di
tiempo a pestañear con sus pestañas postizas; el último grito lo escuché desde la
planta baja. No sé cómo llegué a la calle, ni cómo corrí por San Lázaro para abajo
con mis plataformas y el antifaz y los mitones y la fusta… el asunto es que con lo que
venía detrás no tenía derecho al error así que doblé por Marqués González y fui a dar
a la funeraria de Zanja, y allí me quedé quietecita quietecita, oyendo las biografías
sollozadas que los familiares contaban sobre sus difuntos, y otras tantas
conversaciones que rellenaban la madrugada y flotaban con olor a café nocturno
mezclado con chícharos. La gente estaba tan agotada que no me prestó la menor
atención. O tal vez se imaginaron gracias al cansancio que era el diablo en persona
que se había materializado en la funeraria. Luego me dormí hasta que vino el
limpiapisos a molestarme con su escoba. Ésa fue la última noche que vi a Ignacio,
antes de que el espectáculo comenzara. Como siempre estaba un poco incómodo
entre tantas plumas, pero por mí era capaz de soportarlas, y de hacer el papel de
marido, de compromiso como se dice en el ambiente. A fin de cuentas yo era una
amiga incondicional hasta que pasó lo que pasó. Cuando decidí ser travesti se alarmó,
por supuesto, y después me hizo las mil y una preguntas que dejé sin respuestas. Era
un hombre y no habría entendido por qué una mujer trata de ser mujer entre hombres
que hace tiempo se convencieron de que eran mujeres. Él pensaba que era una
manera más de afocar o de buscarme unos dólares divirtiéndome, pero para mí estaba
muy claro que aquél era realmente el teatro para el cual estaba destinada. Allí la única
consigna y meta era ser mujer; y eso es lo único que he sabido ser con claridad. Mi
gran iluminación fue descubrir que hasta los homosexuales son machistas en
potencia. Todas aquellas locas se creían con más derecho que una mujer a ser
femeninas por el simple hecho de tener un rabo entre las patas. Pero la culpa es de
nosotras dejando a los hombres cortarnos el pelo, maquillarnos, vestirnos, enseñarnos
a caminar, a bailar para ellos. De alguna manera el desafío me parecía interesante.
Eso de ser más mujer que los hombres puede resultar una idiotez para el que lo
escucha, pero en la práctica es como jugar a la ruleta rusa. Por eso para los travestis
era tan importante castigar mi atrevimiento. Por eso Ignacio jugaba a modelarme
como si yo fuese una muñeca de plastilina sin voluntad. Por eso mi ex no podía
admitir que yo fuera capaz de desafiar a los hombres allí, donde más les dolía: en su
feminidad. Aquella noche tuve la prueba de que al menos para mí no estaba claro
quién era, ni cómo debía caminar, reír, bailar… Y la explosión había tenido lugar.
Una mujer proclamada mujer siendo hombre entre los hombres. Si Ignacio no fuera
hombre haría una película sobre este dilema existencial, aunque tampoco se puede ser
mujer según la tradición masculina. Se correría el riesgo de ser feminista y actuar por

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reacción sexuada. Volví a verlo dos años después y me guardé para mí sola esa
ilusión bergmaniana, en los ojos. Aunque supe de los asedios de las locas frente a su
edificio y de la visita de mi ex… En La Habana todo se sabe. Es obvio que mi ex no
estaba loco. Después de despedirse de Ignacio se fue en dirección al puerto y al
amanecer se subió en la lanchita de Regla y trató de desviarla para los Estados
Unidos con una pistola. Prefiero no saber de dónde la sacó, y estoy muy contenta de
que no me haya encontrado, pues seguramente me buscaba para que lo acompañase
en su viaje. De milagro no arrastró a Ignacio en su locura. Aunque él por estar lejos
de la madre es capaz de soportar otra Revolución. Preso está mi ex, bajo cuatro llaves
como en los muñequitos rusos. Lo fui a ver por lástima y también para tratar de
entender por qué había logrado que me casara con él. Estando allí tuve la impresión
pasajera de que era él quien me visitaba y que la cárcel se encontraba de mi lado, y
con ella la locura, la frustración. En sus ojos adiviné la mirada de un niño que
descubre demasiado tarde que su juego ha ido muy lejos y que el castigo es
irreversible. Yo le había traído una biografía de Antonin Artaud pero la rechazó con
desgano. El guardia se quedó con la jaba de comida y yo me fui llorando con el libro
bajo el brazo y preguntándome por qué había venido.
En la postal se veía París como se ve siempre, con un amago de llovizna que no
llega nunca a aguacero y una avenida neoclásica que se perdía en la bruma invernal.
En el reverso estaba escrito: Lo logré. Un beso. Tu petite JUANA ORTIZ. Más abajo
estaba impresa la huella de un beso muy colorado poblado de estrías. El conjunto era
un tanto patético, pero me alegró saber que estaba sana y salva. Después me llegaron
cartas y fotos, y felicitaciones por mi cumpleaños, y hasta un arbolito de Navidad
para mi tía que lo colocó en una esquina de su cuarto como altar para la Virgen, y allí
se quedó por los años de los años dándome la incómoda impresión de que el tiempo
se había detenido para nosotros. En París, sin embargo, los días pasaban estirados
como gatos siameses. Las cartas de la petite se iban alargando también y entre sus
palabras frías se podía escuchar la llovizna monótona empañando los bulevares. Si
uno ordenaba las fotos y las cartas cronológicamente, en una secuencia argentina o
mexicana de los cincuenta, donde los días y los nombres de las ciudades se suceden
con una sinfonía de fondo, veía cómo el vestuario y el lenguaje de la petite se hacían
cada vez más sobrios, y su mirada menos luminosa. Quizás era la tranquilidad quien
le había impregnado aquella expresión de equilibrio tan inusual en su cara. De todas
formas ella me seguía prometiendo regresar para filmar nuestra siemprehablada y
nuncafilmada película. Su cherí del alma estaba muy interesado en la historia de
todos esos seres debatiéndose por sobrevivir en una realidad en plena mutación, y
había jurado aparecerse con un equipo de filmación completamente francés para que
no hubiese malentendidos entre los técnicos. Yo me encargaría de encontrar los
actores y las locaciones de la película. No cabía en mi cuarto de lo contento que
estaba. Ya hacía tiempo que me había olvidado de todos mis proyectos y me dedicaba
a filmar bodas y fiestas de quinceañeras para ir liquidando los días con un plato de

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arroz y frijoles, y poder pagar los arreglos de mis achacosos equipos
electrodomésticos. Ya la bobina que me había regalado el francés se había echado a
perder y acabé por regalársela a Macuca para que adornara la calle durante la fiesta
del Comité. La otra parte del tiempo la empleaba en esconderme del presidente de la
Asociación de jóvenes artistas, que se aparecía todas las semanas para reclamarme la
cámara, que era un medio básico de dicha entidad. Y como yo a mi vez me
consideraba un medio básico de la Revolución, por demás abandonado, me sentía con
el derecho moral de no devolver una cámara que mis manos transformaban en un
medio de subsistencia. Macuca se limitaba a informarle mis entradas y salidas. Desde
su encontronazo con la petite estaba tranquilita tranquilita. Fue en la época del
travestismo y la petite venía a coser su ropa en el cuarto de mi tía, del otro lado del
pasillo, pero su periplo siempre terminaba en el solitario cojín de cuero de mi angosta
morada, con una taza de té en la mano. A Macuca le caía mal aquella criatura
afocante que ella no podía catalogar en sus ficheros, y buscó al jefe de sector para que
me hiciera un registro con la supuesta intención de detectar un tráfico de marihuana.
El mulatón se apareció con otro policía flaquísimo y al abrirles la puerta me creí por
unos segundos en una comedia de Buster Keaton. Ambos actuaban con la misma
crispación que aquellos legendarios perseguidores de vagabundos que inundaban los
cines en los años veinte. Revolcaron todo lo que les pareció sospechoso, y a cada rato
se asomaban a la ventana y en plano nouvelle vague le hacían señas al chofer del
carro patrullero de que aún no habían encontrado nada. Macuca lo observaba todo
desde la puerta entreabierta y aprovechaba para descubrir en detalle mi embajada.
Los dos energúmenos me arrancaron todas las fotos de las paredes y las palparon con
avidez buscando un escondrijo. En ese momento la petite hizo una entrada
almodovariana y al verla los ojos de la pareja de policías brillaron y se dirigieron a
ella. La pusieron de frente a la pared, la obligaron a abrir las piernas y fueron directo
hacia sus nalgas. El flaquito introdujo su mano huesuda en el blúmer y la retiró
asqueado. Tiene la regla. La petite se sacó la íntima ensangrentada y les dijo:
Regístrenla si quieren. Eso bastó para que se fueran después de lanzar una mirada de
reproche a Macuca, quien no halló otra cosa que encogerse de hombros. La petite no
esperó a que los policías acabaran de bajar las escaleras y se paró delante del Alien
cederista: Esto es para que aprendas a chivatear a las mujeres. Y le restregó la íntima
por la cara. Cuídate porque la próxima vez te la vas a comer. Los policías tuvieron
que llevarse a Macuca en el carro patrullero con un ataque agudo de asma. A la petite
le levantaron un acta de advertencia por peligrosidad, pero desde aquel día reinó la
paz entre nosotros. Y dos años después, en medio de aquel clima de armonía
nacional, se apareció Juanita Ortiz, vestida de negro de pies a cabeza, con gafas
oscuras, como los existencialistas de Saint Germain. Hasta eso le quedaba bien.
Decididamente lo suyo eran los disfraces. El cherí, desde el primer día, mostró sus
uñas de capitalista. De repente era él el director de la película. Según dijo las leyes
del mercado francés no le permitían arriesgarse con un director nuevo y yo, a pesar

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de ser su amigo, no había realizado más que un cortometraje demasiado cubano para
ser comprendido en Francia. Yo pasaba a ser una especie de asesor local. Ni siquiera
había tenido la vergüenza de respetar mi guión. Lo que era una ficción se transformó
en un documental costumbrista que él pretendía rodar en mi edificio. Todos mis
amigos actores, a los cuales había prometido papeles estelares y hasta un posible
ascenso por la escalera alfombrada en el Festival de Cannes, se quedaron con las
ganas y me llenaron la puerta de muñecas alfileteadas y mazorcas de maíz con cintas
rojas y quilos prietos. La petite por su parte no hacía nada para evitar aquella
catástrofe cultural. Yo le expliqué pero ella se limitó a decirme: ¿Acaso no te
conviene lo que te paga? Habla con él, pero te advierto, lo mejor que haces es coger
todos esos dólares y hacer lo tuyo por tu lado. Me sentía traicionado. Ella tendría
defectos pero era fiel, incluso fue a la cárcel a visitar a su ex; por qué entonces no
quería interceder para que el francés me diera una oportunidad. Lo más deprimente
fue ver las reacciones de mis vecinos cuando se enteraron de que iban a ser filmados
por unos extranjeros. Macuca era toda dulzura conmigo, me subía café por la mañana
para evitarle a mi tía ese trabajo, una señora muy decente de los bajos me trajo a su
sobrina que quería ser artista y la obligó a recitarme Nemecia, flor carbonera, nació
con los pies descalzos… y luego la muchacha se me aparecía todas las noches para
que le presentara a los franceses, y cada vez sus sayitas eran más y más cortas hasta
que llegó claramente a la indecencia. Todo se transformaba a una velocidad
vertiginosa en un pasaje de Memorias del subdesarrollo, y aquella orgía giraba en
torno a mí, me arrastraba, me emborrachaba… La cosa acabó de empeorarse cuando
la filmación comenzó. Todo el mundo quería salir en el reportaje y sin el menor
pudor abrían a los franceses sus cuartuchos mal decorados en los que se alternaban
los cuadros de las vírgenes con las fotos de mártires y cantantes populares. Ése era el
nirvana del francés, la colección impresionante y condensada de exotismo decadente
y color local. Las respuestas tenían la profundidad de las preguntas; que si el agua
faltaba, que si el edificio no se había pintado desde que la paloma descendió del cielo,
que si la libreta de abastecimiento, que si el bloqueo económico. Aquello era el
mercado de la miseria con todas las mercancías reunidas. Las quinceañeras alentadas
por sus madres merodeaban alrededor del equipo técnico y hubo entre ellas más de
una disputa. La petite tenía un papel de ficción. Ella aparecía como hacía dos años,
disfrazada de jinetera o travesti y sentada en mi cama. Desde allí contaba las penurias
y dificultades de la vida cubana como si todavía estuviese aquí, y después vino la
parte artística del reportaje. Entonces el cherí fue fiel a mi guión y filmó al pie de la
letra las secuencias de la escalera, las escenas del ex asaltando la lanchita de Regla,
las sesiones de electrochoc de la petite en su taller de Teatro Experimental. Su idea
era mezclar todo eso a las imágenes reales para dar la idea de la esquizofrenia
nacional. En un principio yo no hubiera tenido nada en contra si no fuese él quien
filmaba, pero saber que nuestra miseria serviría para que se pagara sus cajas de
Partagás y los vestidos negros de la petite, me ponía al borde de la apoplejía. Me

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negué entonces a aparecer en el documental y ante mi asombro contrató a uno de los
actores que yo le había recomendado para que hiciera mi papel. La petite se dio gusto
improvisando. El muchacho tenía tipo de galán. Ella incluyó escenas de sexo que
nunca acontecieron en la realidad, y siempre quedaban mal y había que repetirlas
bajo el ojo atento del francés. Muy ambiguo todo. Ésa fue la última vez que la vi;
sobre la cama, como si hiciera el amor conmigo, o con otro yo mejorado, iluminado
el carnal conjunto con reflectores rojo bermellón. Supongo que el francés habrá
intercalado vistas del malecón, puestas de sol, mulatas riéndose en los balcones… Sin
embargo lo peor era la traición. Hasta el Tommy había organizado un mercado negro
de cuadros a mis espaldas y proyectaba instalarse en París y abrir allí una galería. No
me quedó otro remedio que irme en fade, sin mucho ruido, transformado en un final
de Charlot.
—C’est vraiment du bon boulot…
—Adorable. Quelles vues magnifiques…
—Il faudra le proposer à Arte…
—L’histoire est absolument frappante…
—Il nous manque des émissions comme celle-ci…
—Et le scénario… rien à ajouter…
Decían cosas como ésas, cursilerías del bel esprit. A mí me parecía un espanto el
reportaje de Francis y durante toda la proyección no hacía otra cosa que pensar en
Ignacio y reprocharme todo lo que le había dicho. Nunca dejaré de ser una imbécil.
Tanto que me las doy de ser una veterana y no se me ocurrió jamás pensar que el
cherí fuera director de cine. Por supuesto que Ignacio no puede creer que yo no lo
supiera. Como en Cuba eso de ser comunista es ya una profesión yo creía que acá era
un poco la misma cosa. Ante mis ojos se abría París cual una fruta madura pero el
apetito se me había quitado hacía ya mucho. Vivía a mis anchas y aburrida como una
ostra. La estabilidad nunca ha sido mi fuerte. Me faltaban esas drogas que son la
carencia, la incomodidad, el hambre, la vulgaridad… es extraño. Claro que son
reflexiones que pueden hacerse con la boca llena, frente a un televisor con cuarenta
canales. Mi único vicio es apretar el selector para ver desfilar a la humanidad entera
en una peregrinación catódica, fugaz, esquizofrénica. Basta una sesión de media hora
para convertirse en existencialista. Me horrorizaba saber que gracias al reportaje de
Francis entraría en esa danza macabra. Seguiría siendo una imagen que los demás
manipulan irresponsablemente a su antojo para matar el aburrimiento. Mi desgracia
íntima sería un rostro anónimo puesto en igualitaria convivencia junto a otros rostros
y otras desgracias o felicidades flotando en la gran marea de la electrónica. El
televisor se había vuelto para mí la materialización del rostro de Siddhartha
conteniendo en su calma aparente el sufrimiento y el regocijo, el horror y la belleza.
Me sentía impotente y burlada. La cotidianeidad nuestra de cada día era el
espectáculo de feria del momento, como años antes lo fue la Rusia soviética, y lo
mejor es que Francis tenía para todo la excusa humanitaria. Para él había que

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denunciar las tergiversaciones marxistas que habían llevado al comunismo al caos.
Dijera lo que dijera nos había mostrado como a unos fenómenos tropicales, y de paso
había robado sin la más mínima elegancia la idea de la película a Ignacio. Y yo no
hice nada para evitarlo. No, nunca me lo perdonará. Para colmo está convencido de
que todo fue idea mía. De vez en cuando para olvidarme de mis tormentos me voy a
recorrer las calles como una perra vagabunda que persiguiera la Luna. Y mientras
taconeo por los adoquines húmedos de sereno me confieso a la ciudad. Ya quizás no
vuelva a ver a Ignacio. He vuelto a La Habana pero en su edificio una señora me dijo
con cara de contrariedad: Ése está en Miami hace rato. Subí a ver a su tía. En su
cuartico vivía ahora una pareja de jovencitos. La viejita murió y Reforma Urbana nos
entregó su casa porque la de nosotros se derrumbó con el ciclón. Seguí por el pasillo
oscuro y me detuve ante la puerta de Ignacio, un gran sello de papel amarillento
estaba pegado a ella. Al bajar vi a través de la puerta entreabierta de Macuca el
arbolito de navidad. Lo había puesto en la sala y las guirnaldas hacían guiños de luz
en todas direcciones. Bajé la escalera llorando como Mirta Legrand en Perdiz con
chocolate, y en la entrada me eché en brazos de Maikel, el actor que doblaba a
Ignacio en el reportaje, y me apreté bien fuerte contra su pecho. Seguro me está
jineteando, me dije, pero yo lo estoy gozando. Al menos Ignacio está ahora más cerca
de Los Ángeles, y de seguro tiene una grabadora estéreo para sus aplausos. Espero de
veras que logre el oscar. Así podré verlo en uno de mis cuarenta canales. Abrazada a
mi pepillo fui hasta el malecón, no hay otra solución en La Habana. Era noviembre y
el frente frío agitaba el mar rizándolo como en las estampas japonesas… y las olas
golpeaban los arrecifes con sus crestas saladas y, poco a poco, el estrépito del mar se
fue confundiendo en mi cabeza con los aplausos de la vieja grabadora Sony…
… and the winner is… Ignacio Rodríguez for Fallen Angels…
Well, I’m very very excited but I want to say thanks with all my heart to Little
Jane for her support in this film…

París, 30 de septiembre de 1997

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Cosas esenciales
Jorge Luis Arzola

Para Yuslenis, para Francis

Muchas cosas son ahora un espacio negro en mi memoria. Pero había el mar, el
camino oloroso y la galera, ¿de Cartago?; y aquel muchacho tan parecido a mí (mi
amigo, creo), con su amante, aquella muchacha cuyos ojos hablaban de deseos y de
cosas que yo no conocía entonces… ¿O era yo el amante, y el muchacho el que
vibraba al recibir en su boca el mínimo seno salado de la mujer?
Pero yo pudiera también haber sido la amante. Y probablemente veníamos del
occidente los tres, ¿de Roma, de la Galia, de algún confín del futuro: del reino de
Castilla, de la República Socialista de Cuba?… ¿O veníamos del pasado, mis dos
muchachos trigueños, de sedosos embriones de rosas entre mis labios; la muchacha
que una noche de luna me enseñaba, regalaba el primer bocado de un seno hecho
justamente para mis labios de adolescente, casi de muchacha, detrás de una caja de
sal?
Yo venía huyendo: la muchacha y su amante, y también el otro, veníamos
escapando: ¿de qué, de quién, desde dónde y hacia dónde? Yo venía, iba, regresaba
huyendo, y había olor a mar, y por supuesto un mar, y un puerto desde donde zarpar,
y una galera, un velero, un inmenso barco de vapor para zarpar.
Nadie puede ahora precisar las circunstancias de esta historia. Los tres huíamos,
es todo lo que puede saberse. Pero el punto de partida era seguramente una aldea
irrespirable, y habíamos echado la suerte a la vastedad del mar.
Yo era amigo del amante, y no deseaba SU muchacha, pero nunca había deseado
a nadie como a esa muchacha. Y allá en aquella aldea detestable yo solía espiarlos
cuando él se bamboleaba como un barco hecho a la mar entre sus piernas.
¿Pero acaso no era yo la muchacha? ¿Y quién espiaba a quién?… A veces yo
sentía pena de verlos mirándonos, pero era tan agradable esa visión a lo lejos, casi
asustado… Y entonces yo tendía a mi amante sobre la hierba y me le sentaba encima
hasta llenarme, y le ofrecía a él (al muchacho), la vista de mis senos erguidos como
promesas que palpitan.
(Ah, dioses, ¿no era así como palpitaban aquellas uvas en los racimos cruzados
sobre el lomo de una mula que un campesino conducía al mercado desde un viñedo
de la aldea?)

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Yo era la muchacha, yo era el amante, yo era el amigo que soñaba con la
muchacha sentándosele encima, no sobre su pubis, sino en su pecho, sobre su boca.
Yo era entonces el amante que intuía los velados ofrecimientos de mi muchacha y el
rubor codicioso de mi amigo.
¿Y quién de nosotros planeó la huida? ¿Quién convenció a quién de que había un
motivo para huir?
Reconozco que pude haber sido yo, el amigo de los amantes. Motivos pude tener
muchos. La muchacha me deseaba, y yo la deseaba a ella. Y una vez, por cierto, me
mostró como al descuido un seno encantador, mientras le decía a su amante que
tenían naranjas de sobra aquel año y que podían vender algunas.
Pero lo importante es que decidimos escapar de aquella aldea los tres juntos. Y un
día temprano partimos. Recuerdo que fueron difíciles las marchas hasta encontrar el
mar, y sentir que anulábamos a lo lejos aquella aldea ahora insospechable, que tal vez
no haya sido nunca sino un recurso mío, nuestro, para nombrar al miedo, aunque
ahora ya ni sé por qué la he mencionado, si no he hablado de vecinos ni de jueces, de
los cuales están repletas todas las aldeas del mundo desde siempre.
Lo cierto es que un día dimos con el mar y que zarpamos alegremente, y que otro
día, por fin, mi amada y el muchacho se encontraron detrás de una caja de sal, en
cubierta. Yo estaba entonces en mi camarote de primera clase (?), bebiendo ¿whisky?,
o conversando con el capataz de la galera, mientras este azotaba a los remeros escitas
que no cesaban de refunfuñar.
Pero yo pude haber sido la muchacha. Yo era la muchacha, y a veces creo
recordar a mi amado allá en el puerto ¿de Samos?, ¿de New York?, mientras nuestra
nave se alelaba velozmente. Todavía puedo sentir la pena inesperada de verlo
abandonado, allá, haciendo aquellos gestos y gritando… Pero ante nosotros estaba
inmenso todo el mar y en mi cintura sentí de pronto la mano del muchacho. Era una
mano delicada, casi de doncella.
El sol se ponía a lo lejos y había brisa y éramos libres. Y entonces ya no sentí
tanta pena.

Marzo de 1997

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Lobos en la noche
Ángel Santiesteban

—¿Listo, Esteban? —y con un gesto de cabeza responde un sí atemorizado. Salimos


bien tarde en la noche, bajo una llovizna que amenaza con afiebrarnos. Mantenemos
los pasos ligeros y suaves para no llamar la atención. Suerte que ya nadie hace
guardia del comité en las cuadras como antes, y pueda delatarnos por sospechosos.
Las calles están frías y solitarias: éste parece ser el día perfecto. Pasar por la estación
de policía nos atemoriza porque el guardia de la puerta nos mira con recelo. Parece
un espantapájaros, dice Esteban, y no quiero reír porque si el centinela se percata de
la burla puede hacer un movimiento con uno de sus dedos y estaríamos llorando largo
tiempo en un calabozo. Aprieto el saco donde traigo todo lo necesario: dos cuchillos,
chágara, nylons y soga. Me alegra que la luna sea minúscula y nos proteja. Vuelvo a
preguntarle a Esteban si recogió el carné y me palpo el bolsillo para comprobar que
llevo el mío. Le pido, casi en súplica, que no deje caer los pies con tanta fuerza sobre
los charcos, Esteban, me parece sentir el eco también temeroso de los pasos
rebotando en las paredes y eso puede delatarnos. Vuelvo a insistir que pise todavía
más suave, coño. Me mira impaciente y hace una mueca. Pienso que tal vez estoy
exagerando y lo que hago es ponerlo más nervioso de lo que normalmente está.
El saco pesa cada vez más por la lluvia. Lo cambio de hombro. Un gato negro
cruza la calle y aunque evito mirar a Esteban, sé que tienen los ojos sobre mí.
Pregunta si mejor no sería regresar. En este momento pasamos por debajo del farol de
la esquina y Esteban se percata de mi incomodidad. No seas cobarde, le digo cuando
ya esquiva mi mirada. Pero recuerdo la humedad y el mal olor de las celdas, y
también me siento apendejado. Y para darle ánimos, no sé si a él o a mí, le recuerdo
que Orula nos había dado permiso, y que el padrino Miranda dice que Orula nunca se
equivoca. Entonces se persigna, besa el collar de Oshún que cuelga de su cuello y
enciende un cigarro.
Antes de llegar a la parada del tren dejo a Esteban con el saco escondido en un
portal. Apenas avanzo unos pasos me pide que no me demore, avísame pronto para
no estar mucho rato solo, mira a su alrededor y se abraza para ahuyentar el frío. Hago
un gesto con la cabeza y con las manos le pido que no se impaciente, todo va a salir
bien, ya verás. Me acerco a la parada, buenas noches, y nadie me responde, aquí no
hay nadie educado, lo que sugiere un nivel escolar ínfimo, que trae consigo un orden
social bajo, quizás demasiado bajo, el exacto para estos menesteres. Paneo con la
vista para reconocer las caras. Se ve que todos son maleantes, que el miedo y la

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amargura les han comido la voz y las palabras, porque aquí lo que se necesita es
silencio, y concentración.
Pido el último y miro las caras y todas parecen las de siempre. Alguien desde una
esquina levanta y deja caer el brazo con rapidez. Me convenzo de que todo el grupo
está en lo mismo y no hay infiltrados que sacarán algún carnecito avisando que
estamos detenidos. Saco el pañuelo y me sacudo la nariz, que es la contraseña, y veo
acercarse la silueta de Esteban. Le digo que ponga los sacos en la esquinita de
siempre, hasta que asome el tren, para no tener nada arriba que nos comprometa por
si vienen registrando. Ahora corre y lo deposita detrás de unas matas y regresa con
los mismos salticos, se detienen frente a mí y me sonríe. Le propongo que encienda
un cigarro, con la intención de tenerlo ocupado, lo toma, continúa sonriéndome, los
fósforos se le han humedecido y se desespera, me mira angustiado y sigue
insistiendo, con dificultad le quito la caja y rato algunos hasta lograrlo.
Nos guarecemos en la parada junto con el resto de los pasajeros, pero el viento
nos tira el agua en ráfagas a la cara. Hemos acabado de llegar y ya estamos
impacientes, deseo que ese tren acabe de asomar su nariz y nos recoja. Esteban se
agacha para escudar la lluvia y enciende otro cigarro con la colilla anterior. Está muy
pegado a mí, quizás buscando el calor de su cama. No quiero recordarle que el humo
me molesta, prefiero verlo sedado. Conozco su nerviosismo. Temo perderlo porque es
muy difícil encontrar un compañero que acepte correr estos riesgos; somos más
perseguidos que los asesinos y casi nunca podemos contar la historia porque nos
disparan a matar. Cuando vemos el reflejo de la luz del tren en el horizonte, se
organiza la cola. Le hago una seña a Esteban y enseguida trae los sacos.
El calor de la locomotora nos acoge como senos de mujer. Escojo el vagón más
oscuro y me siento cerca de la puerta. Esteban nunca se queja y me persigue con la
fidelidad de un perro. Se sienta a mi lado. No te duermas, por lo que más quieras, le
digo y mueve la cabeza como un caballo para decir que no. ¿Por qué no rezamos un
poco?, se lo prometimos al padrino, Esteban, murmuro sin que me oiga. Ahora está
callado con la vista fija mirando al techo.
Aunque hace frío las ventanas se mantienen abiertas. Asomamos la cabeza y el
torso para mirar al camino, descubrir a tiempo alguna encerrona de la policía y tener
la oportunidad de escapar. Siento los latigazos de la lluvia golpeándome el rostro y
después recorriéndome el cuerpo hasta los pies. Esteban tira desesperado de mi
camisa para preguntarme si no veo nada. Nada, le respondo y le pido que no vuelva a
halarme la ropa, sabes que me molesta. Se queda tranquilo como un niño apenado
que al momento se olvida y hace cualquier pregunta tonta. Trato de evitarlo, me
levanto y finjo ir al baño para saber cómo anda el ambiente. Me sujeta el brazo y
suplica que no me demore. A veces me confunde y no sé qué contestarle, no se da
cuenta de que en este marginalismo, cualquiera que nos vea con esa necesidad del
uno por el otro, no pensará que somos amigos de niños, que a pesar de todo tenemos
buenos sentimientos, y que si estamos en esto es porque no tenemos otra alternativa;

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lo que podría suceder es que nos confundan y nos crean una parejita de esos hombres
que se besan. Nada más que de pensarlo me dan deseos de darle un piñazo por el
pecho a Esteban para que aprenda a comportarse. Miro a los que nos rodean; pero
cada uno está en lo suyo. Nadie está dormido. Todos permanecen atentos a cualquier
ruido que les avise que ésta será una noche de suerte. Logro que me suelte un brazo.
Camino lentamente por el pasillo sujetándome de los asientos. El policía ferroviario
conversa en voz baja en medio de un grupo que se calla al verme, hasta que vuelvo a
alejarme. Seguramente son sus cómplices que le darán su parte y la del maquinista. A
la mayoría les brillan los ojos de felinos desconfiados, los mueven nerviosos de un
lado a otro. Tengo sueño y saco la cabeza por la ventanilla. Veo las luces del tren
espantando la oscuridad hasta que se apagan. Enseguida la alegría me invade y voy a
buscar a Esteban que ya está dormido. Lo sacudo y se despabila. Sorpresa, le digo, y
me voy hacia la puerta. Cuando el tren enciende las luces nuevamente, ya está cerca
el grupo de reses que dormita sobre el calor de los polines. Esteban me hala la camisa
incesantemente para preguntarme si son muchas. De repente, la intensa claridad en
plena noche ilumina los ojos de aquellos animales, que brillan en la oscuridad como
linternas, creando un cuadro perfecto para el pintor que hubiese querido ser. No
puedo evitar una sonrisa de emoción. Las reses intentan levantarse con demasiada
lentitud para el peso de sus cuerpos y, encandiladas, no pueden escapar de los golpes
que el tren les va propinando. Una de ellas cae al barranco y la persigo con la vista
tratando de marcar el lugar. Corremos hacia una de las puertas traseras. Miro a
Esteban y tiene las manos vacías, le grito que busque el saco y se sorprende, con
torpeza se dirige a los asientos dando tumbos y regresa con el saco, me molesta su
incompetencia pero no quiero ofenderlo para no echar a perder esto a última hora.
El tren afloja la marcha, el policía se me interpone en el camino para que su gente
pueda bajarse primero, finalmente, logro esquivarlo y saltamos como lobos sobre las
presas. Noto que hay pocas para tanta gente, la mayoría ya tiene sus matarifes
trabajándola, y le grito a Esteban que me siga. Lo único que responde es: aquí, aquí,
ya, ésta; pero es muy difícil adueñarse de una sin que otros la rodeen al mismo
tiempo. No quiero que me suceda lo que a muchos, que en la desesperación, la
ambición y el odio, los cuchillos se confundan y se introduzcan en mi brazo, cercenen
dedos, o amanezca al otro día al lado de los restos deshuesados de estas reses con un
orificio en la aorta. Sigo corriendo y digo que me haga caso, quiero una para nosotros
solos, sabiendo que si no la encuentro tendremos que esperar a que terminen los otros
para recoger sus sobras. Él grita que me he vuelto loco, que me detenga. Pero no le
hago caso. Bajo por el barranco y allí mismo está esperándonos, en silencio; mientras
Esteban sonríe con la ingenuidad y alegría de un niño, le amarra la boca para que su
llanto no delate y avise a cualquier policía de camino, saco el cuchillo y se lo clavo
por una de las patas y un chorro de sangre se estrella contra mi cara y me ladeo y
cierro los ojos y la boca, pero sigo cortando. Ella quiere levantarse pero no puede.
Cuando deja caer la cabeza, Esteban comienza a cortar. Pienso en lo preocupada que

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estará mi mujer, quizá esperando la noticia de que ya estoy detenido en la estación.
Pienso en lo alegres que se pondrán su rostro y su barriga, sabiendo que va a
descansar del sabor a pescado con fango, del picadillo de soya y la pasta de oca.
Pienso en el cajón de medallas y diplomas que guardo bajo la cama. En lo
sorprendidos que se quedarían aquellos que compartieron conmigo momentos
históricos, como le dicen ahora.
Después envolvemos la carne en los nylons y dentro de los sacos. Me paso la
mano por la cara. Estoy agotado. Aunque nos sea imposible calcularlo por el
nerviosismo, llevamos cortando cerca de una hora. Hay que apurarse para llegar a la
parada porque el tren ya está por regresar, Esteban. No le pregunto si me escuchó
para evitar que me responda en mala forma y yo lo ofenda y terminemos a puñetazos.
El saco pesa, casi no puedo con él y camino dando tumbos. Envidio la fuerza de mulo
de Esteban que carga el suyo sin contratiempos; pero él es lento físicamente y más
aún de pensamiento. Y como lo sabe, porque estuvo en una escuela especial para
retrasados mentales, generalmente es dócil y me acepta de jefe.
—Apúrate, Esteban, cuando el tren pase, tira el saco y súbete rápido, no vaya a
ser que te quedes, recuerda que no se detiene en firme.
—No me dejes solo… en esta oscuridad me pondría a dar gritos hasta que alguien
me recoja. Júrame que no me vas a dejar aquí.
Es lógico que me provoque risa esa respuesta; pero he perdido el humor, al menos
en estas circunstancias, no sé qué tiempo hace que no me río con ganas; quizás podría
darme lástima con Esteban, pero tampoco me sale; en estos momentos no estimo a
nadie como a mí, porque dependen de mi destino tres mujeres que no saben hacer
otra cosa que agradecer mi esfuerzo.
—Te lo juro, no te voy a abandonar; pero no jodas más con lo mismo y cállate.
Llegamos a la parada y temo estar embarrado de sangre, aunque ahora llueve con
más fuerza. Busco un charco de agua y me lavo la cara y la camisa para borrar
cualquier rastro. Me duele la mandíbula de tanto apretarla, no sé si por el frío o por el
miedo. Los mismos hombres desconfiados del trayecto volvemos a formar una masa
oscura y silenciosa en la parada. Vemos la luz del tren que viene de regreso, surge de
la lejanía como un pequeño sol que despedaza la oscuridad. Los minutos que se
demora en llegar me parecen horas. Nos acercamos a los rieles, escucho los hierros
rechinando como gritos. Y lo abordo casi sin detenerse; Esteban tira el saco y la mano
no le llega al tubo de la puerta porque el tren ha vuelto a acelerar su marcha, sus
dedos quedan extendidos, su cuerpo se inclina, estiro el brazo para alcanzarlo, no
puedo, apenas veo su rostro espantado, lo imagino, me llama, su voz de niño se
pierde en el ruido de los hierros y el silencio de la noche, no distingo su cuerpo por la
oscuridad, me pongo nervioso, si lo sorprenden a lo mejor me delata. Muevo los
sacos de la puerta para que los otros no tropiecen más y dejen escapar un silbido de
impaciencia o lo peor, que nos los roben. Lo acomodo en un asiento vacío como los
demás matarifes, para decir que no son nuestros ni sabemos quién es el dueño, en

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caso de un registro de los policías de carretera. Esteban se me acerca, me empuja y
aunque no veo su cara de loco, la conozco.
—Te pedí que no me dejaras solo —dice en voz alta.
—No te dejé solo y suéltame la camisa.
—Lo hiciste, y te advertí que no me dejaras solo.
—No lo hice, simplemente porque nunca lo haría, ¿me entiendes? Sabía que ibas
a poder subir por alguna otra puerta, y en el caso de que no lo lograras, iba a esconder
los bultos cerca de la parada, llegar hasta la casa para recoger la bicicleta y regresaba
a buscarte; yo no soy un mierda y no grites más.
—Pero yo necesito saber que nunca me dejarías en esa oscuridad.
—Por supuesto que nunca lo haría, ¿cómo coño tú crees que yo iba a poder
trasladar toda esta carne sin tu ayuda? Yo también necesito tu presencia, por algo te
traje, ¿no?, y habla bajito que nos están mirando.
Entonces comienza a suavizarse y mira a su alrededor percatándose de lo que está
haciendo. Se sienta a mi lado sin quitarme la vista, tratando de adivinar mis
verdaderas intenciones.
—¿Hubieses regresado de verdad?
Le digo que sí, la carne viene y va igual que el dinero; pero la amistad no,
Esteban. Y ya, un poco más tranquilo, acomoda su cuerpo sobre el asiento, deja caer
la cabeza hacia atrás. Me pregunta si estoy molesto y le digo que no jodas más,
duérmete. Aprovecho para relajar también el cuerpo, aunque no la mente. El policía
ferroviario finge dormir, como siempre, y no hay manera de que me adapte a su
presencia. Sigo desconfiado; temo que en algún momento se levante y diga están
detenidos. Le miro la pistola y me pregunto si dentro de ella está la bala que arrancará
el llanto de mi familia.
Pienso nuevamente en la alegría de tener algo de comer para llevar a mi casa. En
lo bien que se siente un hombre cuando puede hacerlo. En el miedo y la presión con
que se hace. En que descansaría por unos días de los reproches de mi mujer por no
aceptar abandonar el país. Todavía queda un trecho de peligro y los sacos mojados de
agua y sangre pesan más. Ahora Esteban no se duerme. A pesar de la ligera alegría
que demuestra, fuma un cigarro tras otro, y también mira desconfiado al uniformado
que aún finge dormir y me toca con el codo avisándome cada vez que hace un gesto
para acomodarse.
Desde que ven las primeras luces de la ciudad, comienza el movimiento de las
personas y los sacos para acercarse a las puertas y, a la vez, vigilar para correr y
buscar monte, por si nos esperan para registrar como la mayoría de las veces. Con el
reflejo de la luz del tren descubro el brillo de la chapa blanca del patrullero y las
siluetas de los policías en el andén. Mi primer impulso es lanzarme al vacío y a la
oscuridad con mi saco; pero sé que mi compañero no podrá hacerlo y seguramente su
llanto avisará de la encerrona al resto de los pasajeros y querrán hacer lo mismo que
yo, lo que alertará a la policía y con un cerco nos detendrán a todos. Voy hasta donde

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está Esteban y casi con la voz quebrada le digo que hale su saco detrás de mí, me va a
preguntar qué pasa y le aprieto el hombro, le digo que haga todo lo que le pida sin
preguntar, al menos por esta vez; asiente sin mirarme a los ojos y arrastra el saco,
llegamos hasta una de las puertas contraria a la estación, busco algo que me sirva
para reconocer el lugar, un árbol, y lanzo mi saco lo más lejos que puedo del tren,
Esteban me mira con el rostro espantado, pido que haga lo mismo y se demora, no
quiere hacerlo, niega, mueve la cabeza desesperado, es mía, dice, y nadie me la va a
quitar y abraza el saco con fuerza, me agacho y le pido que entonces haga lo que le
pido, está temblando, le tomo sus manos con las mías y sin que pueda reaccionar le
quito el saco y lo lanzo también, me empuja y me doy un golpe en la cabeza que no
me deja ripostar, apenas levanto la rodilla y evito que vuelva a tocarme, grita por qué
lo hiciste y quiere tirarse del tren para buscarlo pero la oscuridad lo detiene como un
muro que no puede saltar, queda indeciso y temo que por el miedo quede atrapado
debajo del tren, lo sujeto por una pierna y logro hacerle perder el equilibrio y cae
sentado a mi lado. Me le acerco con dificultad al oído y le digo que la estación está
llena de policías, entonces queda estupefacto, con esos ojos inmensos de loco con que
suele mirarme cuando el peligro lo acecha. Nos levantamos, le advierto que no haga
comentarios, y cuando los policías te pregunten, le contestas lo de siempre: venimos
de casa de unos amigos que viven por la Loma del Tanque, ahora dice a todo que sí,
todavía siento el dolor en la cabeza. Nos sentamos a esperar que el tren acabe de
detenerse. Alguien grita dando la alerta. Vemos el corre corre de los demás al
percatarse de la encerrona, pero ya no pueden ocultar la carne, sólo se alejan de ella
con gesto de incomodidad. El policía ferroviario corre a esconderse en la locomotora
diciendo que no vio nada. Por varias puertas suben los agentes que van directamente
hacia los bultos. Preguntan quiénes son los dueños, pero por supuesto, nadie
responde, quedamos mirándonos inocentemente. Indagan nuestra presencia en el tren
mientras revisan los carnés de identidad, preguntan en qué trabajamos. Comprendo,
por todo el temor que tratan de sembrarnos, que no van a llevarnos a la estación de
policía, y seguramente que la carne tampoco irá. Dicen que como no han encontrado
dueño alguno de esos sacos tendrán que llevárselos. Los arrastran y después entregan
los documentos de identificación y nos dejan sentados en aquella oscuridad sin decir
nada hasta que vemos las luces de los autos alejarse.
Descendemos y observo las marcas de los autos patrulleros en el fango. La parada
está en calma. Ahora no tendremos que agradecerle a la lluvia su incesante
monotonía para que mantenga alejados a los policías salvavidas, aunque después nos
cueste una semana de fiebre y de tos. Los pasajeros tomamos rumbos distintos. Le
digo a Esteban que mejor esperamos que se alejen porque pueden pedirnos una parte
o querer quitárnosla a la fuerza. Nos acercamos al lugar y busco el árbol que me avise
que estoy cerca de mi saco. Esteban encuentra el suyo primero, suerte que tiene a
pesar de estar loco. Al fin encuentro la mía y emprendemos el regreso. Casi no se
puede con los sacos y avanzamos muy lentamente. Evitamos pasar cerca de la

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estación de la policía, no importa que el tramo se nos haga un poco más largo. A
veces vemos acercarse las luces de un carro, y soltamos los bultos por si es un
patrullero, o un cooperante que avise a los guardias y no den tiempo ni a rendirnos y
nos disparen con sus armas de fuego, como casi siempre hacen en estos casos de
sacrificio de ganado.
Cuando entro en la cuadra, rápidamente paso revista a las puertas y ventanas
donde pueden delatarnos, por la envidia de no conseguir un pedazo de carne, o no
poder arriesgarse por su cobardía. Por eso siempre que alguien me ve, le regalo lo
suyo, y todo queda en el olvido. Desde entonces nos vigilan para vernos salir, y
esperan el regreso para recibir su parte. Pero esta vez Esteban y yo acordamos
engañarlos, saltar el muro del fondo y encontrarnos en la funeraria, estoy seguro que
los despistamos y nos hacen durmiendo a esta hora.
Me asusta ver una pareja en la entrada del pasillo de mi casa. Quiero soltar el saco
pero sé que la poca fuerza que me queda es para llegar justamente hasta allí; después
no podría volver a levantarlo. Así que me arriesgo y me acerco temeroso hasta que
reconozco a mi mujer y a mi madre que me esperan cubriéndose con un nylon.
—¿Qué coño hacen mojándose? —les digo mientras me ayudan a sostener el
saco. Esteban cruza la calle y tira el saco en su puerta para abrirla. Entramos en
silencio por la cuartería donde vivimos aunque no podemos evitar que nuestras
pisadas se escuchen como una estampida de caballos. Llego hasta mi entrada y lo
dejo caer tras la puerta: un hilillo de sangre corre por las losas.
Primero me siento a esperar que se me pase el dolor del cuello, los brazos y la
espalda. Mi madre, después de agradecer a los santos que mantiene con velas
encendidas, ron y un tabaco humeante, viene hasta mí con una pastilla y un vaso de
agua. Mi mujer me quita los zapatos, sonríe y le brillan los ojos cuando mira el saco:
me recuerda las reses mientras el tren las golpeaba; ahora no se queja de que tengo
mal olor en los pies y me los frota con sus manos y sus senos.
En estos momentos y a pesar de todo, me siento orgulloso y le paso la mano por
la cabeza apenado por las preocupaciones que le causo: un gesto de disculpa por esta
manera de vivir que no merece, o no merecemos. Y miro a mi madre que tiene los
ojos cerrados y mueve los labios en silencio y a cada rato se persigna.
Tocan a la puerta y el corazón se me desboca. Mi mujer intenta inútilmente
arrastrar el saco para esconderlo. Mi madre abre los ojos y mira nerviosa los santos
rogándoles que no le hagan esta mierda a última hora. Soy yo, Esteban, dice, y
avanzo buscando la voz con temblores en las piernas. Miro por la rendija para
cerciorarme de que es él y abro la puerta. ¿Qué piensas hacer con la tuya?, me
pregunta. Comérmela, le respondo, no voy a correr el riesgo de querer venderla y me
cojan preso. Y tú, mira a ver qué cono haces, porque si te agarran, pórtate como un
hombrecito y no menciones mi nombre. Lo mejor que puedes hacer es comértela
también y olvidarte del mundo por estos días. Dice que seguramente no querré volver
a llevarlo porque se porta mal. Le digo que mañana hablamos, es muy tarde. De todas

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formas, dice, no sé si tendré valor para volver a acompañarte, creo que te agradecería
que no me invitaras más. Le digo que estoy cansado y empujo la puerta para cerrarla.
No me responde y se va sin decir otra palabra. Siempre que llegamos me hace lo
mismo, y después que transcurren unos días y se le acaba la carne y el dinero
comienza a presionarme, me pregunta constantemente cuándo lo repetimos.
Cierro la puerta y vacío el saco sobre la mesa. Aparecen unas inmensas bolas
rojas. Digo que enciendan el fogón que vamos a estar comiendo hasta reventar. Mi
madre corre para la cocina para llenar el tanque de luz brillante, mi mujer prepara las
cazuelas y me mira con entusiasmo.
Vuelven a tocar a la puerta, y aunque esta vez nos volvemos a asustar sabemos
que es Esteban para otra de sus preguntas. Abro la puerta y es la vecina del frente con
un platico. Siento la voz de mi madre que dice que esto ya es insoportable, mi mujer
asegura que es un chantaje, miro a la señora y descubro que quiere esconder sus ojos
tras sus arrugas, le descubro la vergüenza por hacerlo, tomo el plato y corto un
pedazo y se lo entrego, antes de cerrar la puerta veo tres siluetas, son las otras
vecinas, una me dice que tiene la niña enferma, y mi mujer dice que la lleve al
consultorio del médico, pero ella insiste, ruega con su mirada que la ayude y la
mandíbula le tiembla, dejo escapar el aliento mientras tomo los tres platos para salir
de eso de una vez y por todas y poder descansar, intentarlo, al menos, ver disfrutar a
mi familia del placer de comérselo, mientras corto las partes de las vecinas, ellas se
quejan de que Esteban no quiso ni abrirles la puerta, dicen que no es buen vecino
como nosotros. Mi madre les explica que no debemos cocinar todos a la vez porque
el olor se sentirá en todo el vecindario y nos delatará. Mueven la cabeza aceptando.
Les pide que nos den las primeras dos horas, después te toca a ti, y señala a una que
mueve la cabeza con obediencia, después tú y termina ella. Mi esposa se los entrega y
tira la puerta con fuerza por la rabia. Mamá dice que es injusto que tenga que darles
puesto, que ellas tienen hijos y esposos también, por qué no se sacrifican como yo,
que si caigo preso, y ni que Dios lo quiera, se persigna, ninguna hará nada por mí,
sólo darle a la lengua y decirles a todos que eres un delincuente de mala cabeza. Le
paso el brazo por el hombro y digo que por favor, quiero descansar la mente,
entonces sonríe, me besa las manos y vuelve a la cocina.
Comienzan a freír los primeros filetes y según van cocinándose los devoran. Los
toman con las manos y soplan, desesperadas por morderlos. Terminan casi al
amanecer. Mi madre a veces eructa sin poder evitarlo, siento el regocijo con que lo
hace. Mi mujer se ha zafado el botón de la saya por la llenura, aunque mira, como
una hambrienta insaciable, el resto de la carne. Tiene preparados algunos bistecs para
el desayuno de mi hija antes de ir para la escuela. Al menos por ahora no tendrá que
escuchar todas las mañanas los lamentos de su mamá por no montarnos en una balsa
para huir a Miami. Yo no he podido probar ni siquiera un miserable pedazo de carne.
Todavía siento el nerviosismo por la tensión de la noche y el frío impregnado a los
huesos. Me asusta pensar que cuando ésta se acabe, otra vez tendré que correr los

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mismos riesgos. Por eso, miro a los santos de mi madre y les pido que ocurra algo tan
grande en mi vida que me salve de volver a intentarlo.
Quién sabe hasta cuándo me dure la suerte.

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El regreso
Rodolfo Martínez

Caminaba, como quien cuenta cada espacio recorrido, pretendiendo reducir la


distancia entre el recuerdo y la nostalgia, andaba con pasos lentos y seguros tan
distintos a los de antes, a pesar de ser el mismo, y tener en los ojos esa interrogación
por todo lo desconocido.
Eran las mismas casas, igual gente llenando las esquinas, allí estaba además
intacto el parque donde tantas veces le pareció vivir escondido del mundo, pero ahora
lo veía sin un velo en los ojos, no ya como un refugio para una adolescencia inútil.
Pudo cambiarle el color a las paredes, después de todo, sólo algunas habían
variado la forma. Bastaba con imaginar menos deteriorados los muros, convertir en
césped la espesura de hierba en el jardín de aquella mansión, y desprender más tarde
el sello que impedía la entrada a la antigua casa de su abuela Cecilia.
Tuvo el instinto de tirarle fotos, imaginando por segundos que se las mostraría en
Miami; luego le pareció estúpido el haber olvidado, en un breve espacio de tiempo,
que su abuela había muerto; pensó que siempre le sucedían estas cosas, y de haber
sido un viejo, él mismo se burlaría de su demencia senil, pero era joven aún, y al
menos para otras cosas tenía una gran memoria.
Iba mirando cada rincón de la cuadra, mientras buscaba en su mente la imagen
que justificara la vanidad de poseer la facultad de indagar en forma fácil los
recuerdos. Otra vez dirigió su mirada al parque, éste aún conservaba su jardín de
rosas en el centro, el escenario que lo hacía semejar un anfiteatro estaba también
igual, y sólo había variación, después de tantos años, en la consigna que hoy decía
«RESISTIREMOS».
Una broma en su pensamiento lo hizo reírse levemente; pensó que al regresar a
Miami le diría a su amigo Jaime que habían puesto aquel cartel en su memoria, ya
que éste era el lugar preferido de él para ser poseído por todos sus amantes. Allí lo
había descubierto, por primera vez, besándose con Alberto. Recordaba el sonrojo de
aquel día de forma extraña, primero, fue la sensación de ira, al descubrir que su mejor
amigo era un maricón; después esta impresión se redujo al asombro, y al final, las
palabras de Jaime le provocaron risa: ¡Qué clase de civilizado eres!, le dijo éste, así
de simple, como si nada hubiese sucedido, como una forma de censura por su
incomprensión. Realmente le costó trabajo ver el mundo diferente; «es muy difícil
llegar a ser tolerante», pensó. De niño solía lanzarle piedras a Juan Manuel, junto a
sus amigos, que eran implacables con todo aquel que mostrara un signo de debilidad.

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A Juan Manuel lo apodaban «tojosa», y él se vanagloriaba de haber roto un huevo
sobre su cabeza para «enseñarlo a ser hombre».
Sin embargo, la llegada de Jaime a su vida lo había alejado de las piedras, lo
había acercado a un mundo más infantil y lleno de fantasías internas que le
provocaban más excitación que su vida anterior.
Había abandonado las cacerías de abejas, y el sacrificio de lagartijas ya no
formaba parte de sus pasatiempos. Ahora eran otros los sueños, conoció el esotérico
mundo de la creación. A Jaime le encantaba dibujar a personas desnudas, y quizás por
estos dibujos se acrecentaba en él la necesidad prematura del erotismo. Un día fueron
sorprendidos espiando a Sandra, mientras orinaba en la letrina de su derruida
vivienda, la madre de ésta les prohibió volver a entrar en aquella casa, y un enorme
castigo para ambos fue la consecuencia de aquel acto.
Después, cada padre pensaba que su hijo era el inocente, provocando la
separación de los dos hasta la adolescencia… y en esta etapa de su vida había
descubierto que su amigo era maricón, ¡vaya ironía!
Esperó la noche, procurando no hacerse evidente, se vistió con la peor ropa traída
en el viaje, y aún así, no pudo evadir los reclamos de un niño, que le preguntaba si
tenía chiclet o algún dólar que le regalase. Después de hacerlo, seguido por las
promesas del niño de no comentarlo a ningún vecino, se aprovechó de la oscuridad
para cruzar la verja que estaba en el frente de la casa, se dirigió rápidamente a través
del pasillo lateral, hasta el punto de ésta, y al llegar allí, sacó una llave maestra
preparada para aquella ocasión. Después de varios intentos, pudo al fin abrir la
puerta. Despegó al hacerlo, el sello que la unía a la pared del portal, lo estrujó entre
sus manos, y logró finalmente penetrar en la habitación.
Un ligero temor comenzó a multiplicarse en su interior, al atravesar la puerta del
cuarto de su abuela Cecilia. «Después de todo», pensó para calmarse, «ella murió en
Miami», pero un recuerdo ineludible, de alguien que le había dicho que los muertos
regresan al lugar donde más quieren, le hizo volver a su anterior estado.
En medio de la lucha entre el miedo y su obsesión, acudió al arma de la memoria;
su temor era por los muertos, y ya entonces, al volverla a ver viva, su pánico se iría
agotando hasta desaparecer totalmente. Allí estaba otra vez su abuela Cecilia
enseñándole las últimas fotos Polaroid recibidas de su madre. «Ella nos va a sacar de
esta mierda», le decía, «y a esta ñángara de basura la vamos a dejar aquí, para que no
joda más».
«Pobre abuela», pensó, «quizás mi tía Ana o, como ella la llamaba, “la ñángara”
no la hubiese metido tanto tiempo en un home, como lo hizo mi madre, o en este caso
en un asilo, lo que sucede es que la ausencia nos lleva a idealizar a la gente, y los
defectos de un familiar cercano nos hacen canonizar a aquellos que ya no están,
cuando sería más fácil comprender y tolerar a los que aún no ños han abandonado».
Al hacer alusión a su tía Ana, en la mente, dirigió sus pasos al cuarto que había
sido de ella. Le pareció sentir aún el olor a tabaco que siempre salía de atrás de la

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puerta, allí donde estaba la estatua de San Lázaro con las muletas, y al que su tía
llamaba Babalú. «Hasta en nombrar a ese santo tenían divergencias Cecilia y su tía»,
pensó él, «esta guerra de ambas era algo más que simples peleas generacionales, que
siempre existen, era, más bien, la causa, la forma de actuar ante los hechos». «La
percepción del mundo está dada por las circunstancias», meditaba él, a medida que se
adentraba aún más en el pasado; «la vida nos hace ver las cosas de diferentes ángulos,
y en base al modo en que nos afecte, actuamos frente a ella; para abuela Cecilia, la
vida se reducía en soñar cómo salir un día de aquel lugar que odiaba, pensando
siempre que la reclamaría aquella que un día nos dejó a todos, aquella que nos
mandaba cartas perfumadas, para escapar de este mal olor que provocaba el sudor y
el cansancio de los días; aquella que, después de todo, nunca dejó de ser mi madre»,
pensó, a pesar de que una noche lo había dejado a su suerte, algo que nunca le
perdonó, aun cuando no se lo reprochase.
El tiempo todo lo repara, para bien o para mal, el tiempo todo lo cambia, nuestros
gestos, nuestras ideas varían en cada paso por el mundo, en cada palabra que se
asimila, y cada golpe que se recibe, y el tiempo, ahora, lo había puesto allí
nuevamente, enfrente de aquellas paredes, ayer llenas de cuadros, y hoy, llenas de
humedad, quizás provocada por el vacío. Iba volviendo a colocar cada figura, cada
imagen en la pared; el cuadro de Fidel en la sala, que su tía Ana arreglaba una y otra
vez, el santuario de Santa Bárbara, también de su tía, que dominaba todo un rincón
del cuarto de desahogo.
También volvían los gritos, los reproches de un lado y del otro:
—¡No lo enseñes a ser un inútil, coño, que mucho me he jodío yo para que
estudie, y tenga una carrera el día de mañana, y no sea un comemierda que se pase la
vida pensando en irse de aquí, y al final no sea nada!
—¡Algún día Dios te va a castigar por ser tan mala y tan grosera, y te vas a
quemar con todos tus brujos!
—Pues más te vale que eso no pase, porque entonces te vas a morir de hambre,
porque esa que tanto te quiere desde el Norte, no te va a mantener con las foticos y
sus postalitas musicales.
Después de aquello, recordaba que siempre llegaban los llantos de su abuela, los
gritos de nostalgia o de agonía, que clamaban por la hija ausente, este mismo llanto lo
volvió a ver en Miami, esta vez por la desolación y la angustia de sentirse culpable de
la muerte de su tía Ana en la soledad de aquella casa, que nunca volvería a ver. Se
acercó lentamente al espacio que ayer estuvo ocupado por el comedor, detrás de éste,
en la pared lateral, también colgaba un cuadro, era la Última cena, aquel que su tía
cambió más tarde por otro lleno de frutas tropicales. En aquel lugar brotaban, a veces,
los pocos momentos de paz en aquella casa, un ligero instante de dicha, los espacios
de tiempo que formaban la alegría, que justificara más tarde el deseo de recordar.
Volvía la imagen sonriente de Cecilia en un rincón de la mesa, un día de su
cumpleaños, donde siempre había regalos forrados por su tía Ana. Todo esto llegó a

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idealizarlo con el tiempo en Miami, haciendo de esta forma más dolorosa la nostalgia.
Su madre era menos pródiga en estos días, pensó, y para salvar el descuido del
olvido, firmaba un cheque para su abuela, el mismo día del cumpleaños, o una
mañana después; cheque este que él cambiaba, ya que Cecilia, tenía una especie de
locomofobia, que le impedía salir tan siquiera al portal.
En aquellos momentos, podía verse a Cecilia añorar, con humedad en los ojos,
otro tiempo perdido para siempre en la distancia, y ella misma se censuraba, diciendo
que había pasado su vida leyendo a San Agustín, y sin embargo, llegó a cometer los
mismos errores de la adolescencia de éste, antes de ser convertido, «viviendo de
espaldas a la luz, y de frente a todo lo que brille».
Pensaba que en esos días, él era muy joven aún para entenderlo, pero el tiempo le
había enseñado que a veces en la vida, los malos no resultan serlo tanto, y al final, los
buenos terminan siendo unos grandes hijos de puta. Él también había comprendido
todo aquello demasiado tarde, y nunca pudo apartar las culpas que ahora lo habían
llevado nuevamente hacia aquel lugar. Podía escuchar otra vez las sentencias de su tía
Ana, cuando le decía: Cuando veas a alguien tendido sobre el suelo, no lo patees,
extiéndele una mano, y si temes acaso que te contamines, extiéndele entonces una
vara, pero nunca lo abandones a su suerte, siempre que puedas hacer lo contrario…
Él nunca le había escrito, siguiendo las enseñanzas de su madre, ni aun cuando la
supo enferma y sola en un hospital de La Habana, pero ahora estaba allí para
redimirse, para abrazar a su sombra, si era posible, ya sin importarle el temor a los
muertos, después de todo, allí estaba su lugar, su infancia, su mundo perdido entre las
piedras y el fango de la miseria, el lugar donde pertenecía, sin importarle ya vivir
bajo una tiranía. Allí estaba el sitio que no podría apartar jamás de él, y detrás, estaba
el lejano refugio para el olvido, y la vida que siempre le pareció ajena, a pesar de
dominar el inglés casi a la perfección, y acostumbrarse a crecer, sin más raíz que la
tristeza de tenerla… se quedaría allí, entre la oscuridad de la ausencia, esperando ver
los fantasmas a los que pertenecía… a los que no abandonaría nunca…
Un ruido de golpes y pasos precipitados lo hicieron volver a la realidad, y un
diálogo en alta voz lo hizo palidecer, esta vez de temor.
—¡Llama a la policía, Facundo! ¡Ha de ser un ladrón, porque no creo que sea el
sobrino de Ana, que dicen que se volvió loco en el Norte!
—¡La puerta está rota, García! ¡Entre los dos lo podemos coger, yo tengo una
pistola que de algo me va a servir, y para acá viene Manolo, el de vigilancia!
… Ahora estaría atrapado de forma absurda, «quizás sería un buen pretexto para
no regresar jamás», pensó, mientras una extraña sonrisa acompañó su rostro, ya no
estaría lejos del futuro predestinado que le auguraba su tía… Ahora, ya sería
redimido para siempre.

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Diana cazadora and Colorado Springs
Alberto Garrido

Ni tú ni la luna, Diana, sino este infierno donde me hundo frente a un barman. Pedí
otro trago y fui metiendo en el vaso la ciudad, las putas, los poetas, borrachos, locos,
comunistas, disidentes, niños y viejos; los removí a conciencia, con rabia, y sorbí ese
coctel visceral y patriótico que me condujo a lugar inconfesado con sospechoso
cartelito de Toilette y que no era baño ni nada sino el meadero del sucio bar y mis
pies comenzaron a nadar en orine y vomité a aquella caterva de gentes que me había
bebido.
Los vomité despacio, primero a ellos y luego a toda la patria. Y ahora me siento
mejor, más rabioso y más solo.
La ciudad y tú, Diana. La ciudad fundada por el Adelantado antes de que Dios
fundara a Diana y de que yo la fundiera a mí y al Morro. Escena inicial: el Paraíso de
las Mulatas, noche tórrida, D se acerca a A y a G y deja caer un par de C. Traducción:
Diana se acercó a nosotros, miró con desprecio a Aida, mi costilla rencillosa, antes de
descargar su furibundo poema de amor por mí: dos regias laticas de cerveza, quien las
probó lo sabe.
Quién hubiera podido imaginar que tú, Cazadora, aparecerías con tu protagónico
fondillo mercenario y esa sentencia de «América para las americanas» que saltaba
por tus ojos brillantes. Qué encontronazo entre las dos culturas. Porque Diana tal vez
no sabía lo que es amor de mulata, de una cubana dispuesta a defender sus mejores
conquistas bajo este cielo y esta tierra. O sí lo sospechaba y se propuso exterminar
nuestro amor indígena con dos balazos de lata amarga y helada, mientras volvía a
cargar su rifle, sus dos ojos, para mirarme luciferina, vil, y yo, búfalo joven, urdía el
umbral de una aventura.
Esa noche agoté mis defensas contra esa forma de amor torpemente anexionista:
abundé en decúbitos pronos y supinos sobre Aida en la habitación de un hotelucho,
quemé las mejores páginas del Kamasutra sobre su piel, intenté borrar a Diana, la piel
de Diana en Aida, los ojos de gringa en los ojos oscuros, pero sólo conseguí
incorporarla a la escena y aunque intenté anularla con el recurso infalible de
imaginarla orinando, todo fue inútil. Por el pozo abierto de la ventana (no había
persianas sino un hueco por el que entraba la luna, es decir, Diana, fisgoneando) nos
sorprendió el amanecer, a Aida con las greñas jubilosas y a mí desamparado y
vencido por el fantasma de la noche anterior.
Sólo podía hacer una cosa: buscarte entre las ruinas, invocarte en las calles
sagradas, seguir tu estela por los bares decentes. No me fue fácil.

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Pero yo sabía que todos los caminos tenían que dar a ti, Diana, y te encontré
saliendo de las piedras de la iglesia Dolores, pulsando una camarita que movías como
un detector de fantasmas.
Diana quería visitar el Morro. Pareció feliz de poder compartir su español
conmigo, porque yo era un artista independiente, y porque la palabra independencia
la llevaba como un veneno saludable en el tuétano, mezcladas en dosis iguales las
Trece Colonias, la guerra de Secesión, los discursos de Lincoln y Luther King, las
canciones de Lennon y Bob Dylan, el grito de anarquía feminista y hasta el cine
independiente, del cual era fanática.
Yo no quise explicar qué es un artista independiente. La tarde prefiguraba una
tormenta de verano por encima del Morro. Y tú, enhorquetada sobre los cañones que
defendieron la ciudad contra aquellos piratas que de todos modos entraron y
arrasaron con tesoros y mujeres; tú, Diana, dentro del castillo, metías los dedos en la
historia como en un pastel, hasta quedar solos, bajo una torre que sirvió de atalaya a
algún vigía.
Supe así que un 23 de abril la primavera de Colorado S., en California, se había
asomado al hogar de Diana para verla manchar su primer pañal con un buen augurio.
Después pude estudiar todos sus rostros: la primera comunión, cumpleaños, días de
acción de gracias, Navidades, fiestas del 4 de julio y otras fotos ante una casa de
madera con techo a dos aguas (lo imaginé rojo y fresco), y junto a un hombre breve
(el padre) y una matrona sureña (la madre). También mostró algunos retratos de su
éxodo a la gran urbe de Manhattan, rodeada de hombres de negocios que le habían
dado a comer el árbol del bien y el mal.
Mientras guardaba las fotos, me aseguró que sólo había querido mostrar el lado
claro de su vida. Sonrió y me besó en los labios. Olía a dentífrico y a regalo. Olía a
postal, a campo y fruta. Olía a Norteamérica. En ese momento olía al lado claro de su
vida y me sumergí en ella, en un seno que cedió bajo el botón de la blusa, una
redonda manzana de California que mordí despacio. Diana cerró los ojos y aulló a la
noche todavía lejana, mientras el cielo se abría y asombraba una luna lívida en el
crepúsculo.
No ocurrió más porque estuvimos a punto de ser sorprendidos por una empleada
del castillo que pastoreaba a los visitantes retrasados hacia la salida. Nos despedimos
en el mismo corazón de la ciudad, frente al inmenso cadáver blanco del hotel Casa
Granda y mientras subía la fatigosa Enramadas, consideré mi futuro:
1) recalar en la casa de Aida y someterme a sus interrogatorios policiales y a los
fragores de su cuerpo;
2) regresar como un hijo pródigo al dulce hogar donde mi familia da gracias a
Dios por el pan negro de cada día;
3) buscarte, Diana, no en el aullido de loba amamantadora, sino en el show del
Casa Granda.

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Tiré a suerte, salió la primera opción, pero la deseché, encarándola con el
argumento servil de que la suerte es el pretexto de los fracasados.
Lustroso como un caballo de carreras me aposté frente al hotel y tuve que
soportar hasta las diez el río de turistas y la grey de putas que hacían el pan con amor
y escualidez. Por fortuna, Diana vino en mi rescate y me condujo Babel arriba hasta
la azotea. Había un show de toques de tambores batás y sobreabundantes poemas de
Guillén y mujeres con turbantes.
Obligué a Diana a despojarse de un collar amarillo con su arcano tan negro. ¿Por
qué lo hacía? Una noche memorable, en medio de un corte del fluido eléctrico, Aida
había acudido con una vela que puso sobre la mesita de noche. Bajo esa única luz
comenzamos un cuerpo a cuerpo. En medio de la batalla campal pude ver, con
asombro creciente, cómo Aida se iba transfigurando: primero su piel, que pasó del
ámbar al mármol con ese color que sólo tienen la muerte o el amor, y luego su boca
se tornó pequeña, del malva al rosa, y sus ojos donde cabía mi cuerpo se fueron
achinando, y toda su piel comenzó a brillar, a titilar, y cientos de espíritus cayeron
sobre mí para habitarme y poseerla.
Después encontré en una gaveta de Aida un papel que suscribía las recitaciones
de Santa Martha (la Virgen de las mujeres con desamparo vaginal, el demonio lúbrico
que amarraba de por vida a los amantes), y lo rompí para inutilizar el hechizo de
aquel espíritu obsesor que tomaba prestado el cuerpo de Aida.
¿Entiendes, Cazadora? Por eso se impuso el machismo nacional a la injerencia
norteña. El pretexto usado fue sabio, aunque apócrifo: el collar te quedaba horrible. Y
tú fingiste caer en la trampa, porque no te importaba, o porque confundías, émula de
los funcionarios nacionales, la Cultura con la Hechicería.
Diana no fumó Gauloises ni yo opté por Marlboros. Tampoco bebimos, ni
hicimos caso de la fiesta de aprendices de brujo. Nos bebimos el humo de su pasado,
la pérdida de su virginidad en un retiro de boy scouts, su trabajo como edito ra en un
periódico newyorquino, y le oí decir que había dos Nueva York: la de Woody Allen y
la de Martin Scorsese, dos ciudades y dos ficciones que se obstruían y negaban y
reproducían; a las dos ella las conocía a fondo, tenía una en cada pulmón, de ahí el
asma y el dolor en su vicioso pulmón izquierdo, que la atraía a la paz del hogar en
Colorado S. junto al padre y la matrona, y el soplo tormentoso de su pulmón derecho,
«Conqueror Worm», dijo, que le permitía trabajar como una yegua durante dos años
para gastarse después cada centavo en este viaje que había comenzado por el
grasiento México y que incluía a Cuba y América del Sur. No era el azar concurrente
lo que nos había puesto cara a cara en el Paraíso de las Estrellas, frente al Castillo del
Morro y como gatos sobre el tejado de zinc caliente del Casa Granda, sino su pulmón
derecho, su vocación de cowboy con faldas y su imperturbable resolución de vivir.
Esa noche las armas secretas de Aida hicieron su efecto en mí y Diana y yo no
hicimos el amor ni la guerra, sino que fui vencido por el sueño. Soñé que yo era un
tonto que se jugaba la vida en otro país, que recorría desaforadamente la isla de una

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punta a la otra, que ganaba el título mundial de ajedrez y le estrechaba una mano
colorada al Presidente. Y tú, Diana, eras la jinetera licenciosa que no oías consejos y
terminabas tu vida con la cara y el alma agujereadas en una linda casita en el
sanatorio de Los Cocos.
Luego de aquel sueño intranquilo, al menos no amanecí convertido en un
monstruoso insecto. Era el mismo, ahora sobre el regazo de Diana, quien me miraba
sin verme, reproduciendo a todas las matronas sureñas.
Compartimos un beso incestuoso y me rogó que la guiara a la Imprenta.
La Imprenta era un verdadero Museo en el cual los hombres me ignoraron para
adorar a Diana, el perfil lucífero de Diana en su vestido gris melancólico.
La llevaron como abejorros por cada una de las máquinas, aquellas Chandlers que
debieron reproducir, en un tiempo irrecobrable, entintados retratos de rufianes cuya
captura merecía una buena recompensa. Era como si Diana se reencontrara con la
historia de su país a través de un Aleph inaudito que el tedio de la mañana no podía
vencer.
Vanidad de vanidades, no pensaré en el almuerzo pantagruélico ni en otras
nimiedades que te diferencian, Cazadora furtiva, del resto de las historias de amor.
Pero si algo mi borrachera no hiperboliza es que la luna estuvo saliendo de día y de
noche. Te lo dije y tú sólo sonreiste, imponiéndome ese terror ancestral que tuvieron
los Conquistadores del Fuego.
Esa noche copularon tu idioma y el mío, y se hablaron Shakespeare y Cervantes,
las gaitas escocesas y las trompetas chinas, Presley y el Benny.
Y si junto al Morro Diana olía a Norteamérica, ahora su sabor me condujo de un
sueño a otro, abriendo puertas y laberintos tras sus muslos, peces de fuego: probé las
metáforas de los normandos que arponeaban sus ballenas en los mares glaciales;
probé a las tribus ojibwas reunidas junto a la pipa de la guerra, y las visitaciones del
peyotl; bebí de los rápidos entre los cañones de esplendor magnífico en El Colorado;
sorbí a los inmigrantes que levantaban negocios prósperos hablándose a gritos en
todas las lenguas del Viejo Continente; probé la quimera, la pepita de oro y el polvo
de los bisontes; mordí los comercios de Penny Lane y me sumergí en el Submarino
Amarillo; probé la cultura grecolatina, los cráteres lunares, el tiempo y el desamparo,
y los arcanos abiertos ante mis ojos. Probé a todas las Dianas reales y a todas las de
las pinturas, esculturas y literaturas. Me la bebí despacio, mezclé sus aguafuertes, la
pinté sobre mi piel y me pinté en ella, consagrado y exhausto.
Ya no era nadie. No debía dinero, no tenía hambre, no recordaba mi nombre.
Era el género humano, Adán sacado de su sueño y contemplando a su costilla
hecha mujer y lámpara. Diana respiraba a mi lado por su pulmón izquierdo, asmática
y dispuesta a todo. Pero poco a poco fuimos volviendo al mundo de los hechos reales,
y a la mañana siguiente ella tenía que partir hacia La Habana (dijo La Vana), y de allí
a México, porque en honor a la verdad estaba ilegal en mi patria, y de México
viajaría a Buenos Aires y de allí a Chile y de Chile a la luna, o quién sabe, porque

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mientras me hablaba la imaginé amando a todas las culturas, a rostros aindiados sobre
los volcanes y en las ambulancias de la Cruz Roja Internacional, a niños guerrilleros
de Sendero Luminoso sobre la vena de los Andes, a comerciantes de pinchos en
Machu Picchu y a los bebedores de coca y mate.
Abruptamente Diana comenzó a llorar, con ese llanto americano y universal.
Era demasiado para mí, Cazadora, saber que podías llorar despojada de la fiereza
del águila sobre un acosado islote masculino que aún se enredaba entre tus piernas.
Corriste hacia el baño y cerraste la puerta por dentro y temí lo peor, porque los
suicidios sólo son buenos en los filmes. Pero luego saliste del baño, Diana, con esa
hermosura que sólo dan la tristeza y la maternidad, más perfecta que la Diana de
Boucher y que todas las Dianas vestidas y desnudas que la vasta Pinacoteca Universal
ofrece a los voyeuristas de las Artes. Por primera vez tuve conciencia de tu desnudez,
mientras te frotabas el sexo con una toalla como si fueras a sacar conejos o palomas o
alguna réplica de mí mismo que pudieras llevarte como souvenir para el Norte
revuelto y brutal que nos desprecia.
Después Diana sacó de una maleta una piara de fotos, las tiró sobre la cama y
anunció que me quería mostrar un secreto, lo verdadero detrás de lo real, el lado
sombrío de su vida, para el cual bastaba sólo un ojo de asombro.
Eran pocas, pero estaban ordenadas sádicamente, revelando la concurrencia del
doctor Jeckyll y de mister Hyde en Diana. La primera rehacía a un hombre de barba
cansada, espejuelos redondos y cara de premio Nobel, sonriendo a la cámara. Diana
explicó que se trataba de un amigo de su padre, de un reconocido pacifista con
muchos libros que advertían el auge creciente de los grupos neonazis en California.
Pues ese hombre, dijo, ese hombre que merecía la confianza de su padre y de la
nación la había violado, sí, a ella, a Diana, en una cabaña en Las Rocosas. Sin darme
tiempo a reaccionar mostró otra foto: se trataba esta vez de un negro viejo con una
gabardina.
Parecía humilde y azorado. Diana dijo: Éste es el amor de mi vida, mi entrada al
New York de Scorsese. Su nombre, Jim. Era un líder de los panteras. Jim no me hacía
el amor, sólo exigía un fellatio. Me enseñó todas las drogas: marihuana, cocaína, el
crack. Era un alma noble y atormentada.
Decía que Cristo tenía que ser negro. Era un espíritu demasiado elevado para mi
país. Apareció en un carro con un tiro en la sien.
La inocencia de cada foto hacía su testimonio más absurdo, pero también más
probable. Pero yo no quería creer lo que decía, aunque el mundo esté lleno de
viciosos, violadores y espíritus atormentados. No sé por qué, comencé a sospechar
que todo aquello era una trampa para destruir ese tiempo en que la sublimación de un
ser en otro conmociona toda seguridad personal.
Diana podía estar destruyendo cualquier atisbo de amor, las llamas roja y azul
bajo un cubo de agua helada. Tal vez yo era uno más alcanzado por la flecha de

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Diana y ella, en otro país, volvería a encender y a apagar la llama doble, huyendo del
amor, asentada en su oficio de cazadora solitaria.
Nunca podré probarlo. Sólo puedo asirme a la madrugada última, en la cual
jugamos a Lady Godiva y el caballo, al Cowboy y la pistola Rosa, a la Guerrillera y
su Fusil, a la CIA y el G-2, a si tú me la Paramount Pictures yo te la Metro Goldwyn
Mayer. Nunca antes nada, ni el Beowulf, ni el cuadro más bullicioso de Picasso,
asistió a tal combinación de palabras y gestos. Diáspora y resaca, polifonía que los
sentidos iban traduciendo, españinglés gun​man​ven​yeah​muérdeme​así​please​ay​
mamacita​yes​vírate​oh​mother toma​la​pink​gun​ahora​now?​si​coño​ahora​never​ay​así​yes​oh​
yes​ayayay​ayayayay​AUUUUUUHHH.
………… Riquíiiiiisimo B i n g o We are the champions.
Dormimos en el suelo y en el aire, y amanecimos recordando que había pasado la
noche de un día difícil y que ya, ahora mismo, eran el boleto, la despedida, el vuelo.
Olor a petróleo. Caras estresadas. Empleados que chequean boletines y equipajes.
Diana se muerde el corazón y mira la luna. Entrego sus maletas.
Ella me arregla el cuello de la camisa y cierra el botón superior como si hiciera
mucho frío. Pero el calor cae como un huevo frito sobre nosotros.
Anuncian que los pasajeros pueden abordar el avión. Ella saca de la nada un sobre
y me dice que es un regalo. Le digo que no. ¿Dinero? Ella sonríe, llora: Nada de eso,
una foto. Sé que es dinero, pero abro el sobre y veo que sí, que es una fotografía. No
de Washington ni de sus bucles afeminados ni de la Casa Blanca. Estamos Diana y yo
en Colorado S., ante una casa de madera con el tejado fresco y rojizo, a dos aguas.
Para que sobrevivas, me dice mientras yo guardo el sobre. Nos besamos y ella
murmura algo así como «Creo que éste es el comienzo de una larga amistad», antes
de desaparecer en el ruido de los motores del avión. Y cae el happy end y yo vuelvo a
resbalar en la peste a ron y a excrementos.
Diana Correcaminos, te fuiste oliendo a mala noche y a mi país, no a ese olor
folklórico de los posters, sino a mi olor, a raíz de hombre, a leche cortada y a llanto
de niño con hambre y con calor. Y así huele esta Toilette en la que estoy doblado,
mirando ese cuadro abstracto que el vómito hace, y en el cual quise meter la ciudad
completa, con sus negros y sus parejas y sus locos y sus comunistas y sus niños y
piedras. Todos bajo la misma soledad y la falta de amor que nos constriñe.
Tú estallarás entre los frutos de Colorado S. o estarás metiendo entre tus piernas a
la Gran Urbe Universal. Te desnudarás sobre el Empire State y te vestirás bajo las
cataratas del Niágara. Quién sabe. Pero yo, antes de regresar a casa junto a mi
familia, que me juzgará necio y perdido, o a los brazos de Aida, quien me despreciará
o se rendirá, quiero mirarte en esa luna, Diana, donde tú estás, Cazadora, mejor que
en cualquier lienzo, desde antes que caminara sobre ti el primer astronauta, antes de
que te desflorara un boy scout y un pacifista te violara o te obligara un Negro Pantera
a los fellatios y la droga. Allí tú, Diana, aún estás limpia, dando una luz que no te
pertenece, sino a los hombres que como yo te andan buscando.

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Esperando a Elio
Ana Lidia Vega

Me desperté de repente sintiendo esa horrible presión en la vejiga sobrecargada de


líquido, que roza con el dolor. Luché un rato entre las ganas de orinar y las de seguir
durmiendo. Al fin no lo soporté más, me levanté y me encaminé tambaleándome
hacia el baño. Ya sobre la tasa observé la pelambre que tenía debajo del vientre y
descubrí una cana.
En aquella época yo vivía un romance con un muchacho más joven que yo, pero
hasta ese preciso instante no había tenido conciencia de mi edad y el tiempo que pasa
tan de prisa y todos esos detalles tan patéticos. Corrí de vuelta a la cama y me tapé la
cabeza con la almohada. Estaba verdaderamente deprimida y cuando me deprimo me
da por meter la cabeza bajo la almohada o cualquier otro sitio oscuro. Tenía ganas de
morir.
Creo que fue justo en ese momento, no estoy segura, que se me ocurrió la idea
que lo solucionaría todo. Quise consultarla con mi hermana, pero nadie contestó al
teléfono. Entonces llamé a Elio, el muchacho con el que estaba saliendo.
—Sí —dijo al noveno o décimo timbrazo—, dígame.
—Hola —respondí—, soy yo.
—¿Cómo estás, amor? —su voz me entraba por la oreja izquierda y se expandía
por todo el cuerpo en ondas eléctricas.
—Tengo deseos de verte —anuncié sin preámbulos—, me muero de las ganas de
verte.
—Ven para acá —pidió—, ¿puedes venir?
—Volando —grité—, tengo que contarte algo.
—Te espero —dijo y colgó.
Me vestí de prisa y fui a su casa a pie. Pude haber tomado una guagua, la
distancia era considerable, pero me encontraba ansiosa y no creo que me hubiera
sentido cómoda aprisionada entre cuerpos con sus respectivos olores y auras y
locuras.
En general evito el contacto con los demás humanos, salvo cuando es
absolutamente indispensable, como en el caso del sexo o los saludos y esas cosas. Es
una especie de fobia a las personas, su proximidad me marea, me da náuseas, fatiga,
algo verdaderamente espantoso.
Cuando llegué a casa de Elio, hallé una nota: «Tuve que salir urgente. Volveré
dentro de unas dos horas. Te quiero». La releí varias veces intentando controlarme.
Estaba furiosa.

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Bajando la escalera me torcí un tobillo. El dolor me obligó a sentarme ahí mismo.
Un hombre subía con un bolso de leche en la mano. Me aparté un poco para darle
paso. Se detuvo frente a mí. Me estreché más contra la pared y observé mis uñas.
Descubrí churre debajo de la del índice e intenté sacarlo con los dientes.
—¿Esperas a alguien? —preguntó al fin el sujeto.
Moví un hombro para no mostrarme demasiado descortés.
—Si quieres, puedes esperar en mi casa…
Lo miré. Parecía un par de años mayor que yo. «¿Tendría él canas en los pelos de
la ingle?», me pregunté.
—Vivo en el tercer piso —hizo un gesto hacia arriba—. Vamos, te invito a un té.
Me levanté y bajé cojeando. El tobillo me dolía como si estuviera lleno de abejas
rabiosas.
En la esquina había una especie de parque: bancos, un poco de hierba, dos o tres
matas. Me senté en el banco más próximo, conté hasta sesenta, doblé un dedo, volví a
contar hasta sesenta, doblé otro dedo, así hasta tener ambos puños cerrados. Habían
pasado diez minutos.
«Debo comprarme un reloj», pensé.
Una vieja se acomodó a mi lado. La miré de reojo: era muy vieja y fea, con toda
la cabeza canosa y las cejas y también le salían canas de las orejas. Me la imaginé
desnuda y me subió una bola del estómago a la garganta.
—¡Arrrrribamaní! —gritó de repente—. ¡Rrrrricomaní! ¡Coooompraturricomaní!
Tenía en la mano cuatro o cinco cucuruchos de papel. La mano le temblaba
bastante y los cucuruchos danzaban en el aire. Sentí asco y además ese olor como si
jamás en su vida se hubiera bañado. Un niño se le acercó, le extendió un peso a
cambio de un cucurucho, lo abrió y se metió un montón de granos en la boca. Eso era
más de lo que yo podía soportar.
Me trasladé apresurada a otro banco. El tobillo estaba hinchado, a cada pisada
respondía con una ola de dolor punzante.
Una pareja de perros se acoplaban sin la menor vergüenza frente a mi banco. Ella
era más grande y él pasaba trabajo montándola. Los observé un tiempo largo, parecía
que nunca iban a terminar. Sentí que estaba húmeda; sin darme cuenta me excité
mirando a esos cochinos perros.
Saqué un cigarro, lo prendí e intenté volver a contar los segundos.
—¿Me permites? —un policía se me había acercado con un cigarro entre los
dedos. Le extendí la fosforera—. ¿Vives por aquí? —preguntó con mi fosforera en la
mano.
Hay que tener cuidado al hablar con los policías. Aunque sepas que estás limpio y
no tienes nada que temer, debes tener cuidado.
—No —respondí delicadamente.
—¿Estás tomando sol? —tenía mi fosforera en su mano y no acababa de darle
fuego a su cigarro.

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—Sí —dije—, hace un buen sol.
—¿Y tú no trabajas?
Lo miré adivinando sus intenciones. Parecía amistoso, pero nunca se sabe.
—Trabajo —respondí—, trabajo en cultura, tengo horario abierto.
—¿En cultura? —se animó—. ¿Eres artista?
—Sí —dije—, algo así…
Clavé la vista en mi fosforera con angustia. Creo que lo notó, porque al fin
encendió su cigarro y me la devolvió.
—Ven acá —pronunció en tono confidencial—, quiero que me aclares algo…
—Sí —lo animé con desgano—, ¿dime?
—¿Es verdad que todos los artistas están locos?
No sé si me preguntó en serio. No sabía qué responderle de manera que no se
ofendiera. A lo mejor, era un policía buena gente que estaba aburrido y tenía ganas de
conversar sobre la vida de los artistas. A lo mejor era un tipo soñador que se realizaba
mirando telenovelas después de reprender a algunos delincuentes y mandarlos para la
cárcel y se imaginaba en secreto actuando para el público. A lo mejor tenía un par de
canas en los cojones.
—No sé —le dije—, todo el mundo, artistas o no, están un poco locos… ¿No
crees?
—Sí —respondió pensativo y sonrió—, gracias por el fuego.
Se alejó, volviéndose un par de veces para mirarme. Le hice un adiós con la
mano, sonriendo también. Los perros ya no estaban, me perdí el final del show.
Me quedé pensando en el policía, en que un policía no es justamente lo que uno
se imagina; al menos no siempre. Entonces volví a ver al tipo ese, el vecino de Elio
del tercer piso. Venía empujando un sillón de ruedas, lo parqueó debajo de una mata,
a la sombra, y se sentó en el banco justo al lado. No me vio. Hablaba algo que yo no
oía con el ser sentado en el sillón.
Se trataba de alguien con una cabeza muy grande y extremidades minúsculas.
Tenía un gorro sobre la cabeza, por eso no estaba claro si era hembra o varón. De su
boca semiabierta y floja colgaban hilos de baba que el vecino de Elio limpiaba de vez
en vez con un pañuelo. Pero lo más impresionante eran los ojos. Muy grandes y muy
azules, unos ojos verdaderamente inteligentes en ese rostro estúpido.
Yo estaba fumando ya mi tercer cigarro cuando el vecino de Elio me descubrió
observándolos. Hizo un gesto de reconocimiento y no me quedó más remedio que
acercarme a ellos.
—Éste es Max —me presentó al dueño del sillón de ruedas.
—Hola Max —saludé a los ojos azules que me miraban asustados.
Pestañeó y desvió la vista. El vecino de Elio pasó el pañuelo por los labios
babeados de Max.
—¿Qué tienes en el pie? —señaló mi tobillo.
—Me lo torcí —respondí frotándomelo.

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—A ver —se arrodilló ante mí, tomó mi pie y se lo puso encima del muslo. Luego
haló muy rápido haciéndome gritar del dolor. De repente sentí que se me había
aliviado bastante.
—¿Eres médico? —retiré mi pie de su muslo y lo moví para arriba, para abajo y
para los lados.
—No —dijo—, pero uno aprende de todo.
—Sí —miré a Max. Me pareció que sonreía.
—¿Podrías decirme la hora? —le pedí.
—No sé —me señaló el reloj que llevaba en la muñeca—, está parado desde hace
años.
No comprendo para qué la gente usa relojes parados. Max soltó una especie de
gruñido y su acompañante se levantó.
—Quiere que lo pasee un rato —explicó.
—¿Puedo empujarlo un poquito? —agarré las maniguetas del trono de Max.
Asintió. Me paré y caminé guiando el sillón entre los bancos.
—Despacio —dijo el hombre—, con cuidado.
Me sentí como una mamá con el cochecito de su bebé y el padre feliz a su lado.
Imaginé mis senos cargados de leche y tuve deseos de besar al vecino de Elio. Lo
miré. Tenía una cara muy triste. No sé cómo no lo había notado antes, era muy lindo
y triste. Sus labios parecían desear también un beso. Me detuve. Max gruñó
inconforme.
—¿Te cansaste? —preguntó el vecino de Elio—. ¿Te aburriste y ya quieres irte?
—No —respondí volviendo a empujar a Max—, simplemente recordé algo. Debo
llamar a una persona… ¿Hay algún teléfono público por aquí?
—Yo tengo teléfono en la casa —respondió— y lo del té sigue en pie…
El vecino de Elio era un buen tipo. Me caía bien. Le sonreí, saqué el pañuelo que
traía en el bolso y le limpié la baba a Max. Sus ojos azules me miraron agradecidos.
Aquella casa no parecía ser una casa de hombre soltero. Tal vez había una mujer
tras todo eso, no lo sé. No me atreví a preguntar y él no me explicó nada. Subió con
Max en los brazos, me señaló el teléfono, llevó la criatura a uno de los cuartos y bajó
a buscar el sillón. Lo hacía todo con una seguridad que indicaba que venía haciéndolo
desde siempre. Marqué el número de mi hermana, me dio ocupado, marqué el de
Elio, por si acaso, nadie contestó, conté veinte timbrazos, volví a llamar a Diana,
seguía ocupado y colgué.
Me puse a mirar el cuadro que había en la pared frente a mí, mientras el vecino de
Elio preparaba el té. Era un cuadro abstracto, pero se me antojaba lleno de pingas de
colores. Muy bonito.
—Miró —dijo el vecino de Elio entrando con una bandeja en la que, además de té
traía platicos con galletas, queso y otras chucherías.
—¿Cómo?, no lo entendí.
—Joan Miró. Un pintor español…

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—¡Ah! —comprendí que se refería a la Naturaleza muerta con pingas de colores.
—Muy lindo.
—Sí —sonrió invitándome a la mesa—, ¿lograste comunicar?
—No —revolví el azúcar en la tasa.
Hizo un gesto de cuánto lo siento y se levantó.
—Disculpa, voy a ver cómo está Max —desapareció en el cuarto.
Se demoró un poco. Cuando volvió, ya yo me había comido casi todo el queso.
Puso una música extraña y se sentó a beber su té.
—Voy a volver a intentarlo —señalé el teléfono.
Asintió ensimismado.
Esta vez mi hermana contestó al primer timbrazo, parece que no se había movido
de al lado del aparato.
—Hola soy yo —dije—, ¿cómo andas?
—Hola —se alegró al escucharme—, ¡qué bueno que llamaste!
—Te estaba llamando desde hace quinientos años. He tomado una decisión
trascendental y necesito comentártela.
—¿Qué te pasó?
—Me voy a suicidar —anuncié feliz—, creo que estoy comenzando a envejecer y
no quiero seguir viviendo.
—¿Y eso? —se sorprendió Diana—, ¿cómo se te ocurrió?
—Esta mañana —bajé la voz porque se trataba de cosas personales, aunque el
vecino de Elio no parecía prestarme ninguna atención tomando su té— he descubierto
una cana en mi cuerpo.
—Tienes la cabeza llena de canas —protestó ella— desde que tenías dieciocho
años te la he visto llena de canas…
—No fue en la cabeza —le expliqué en susurros—, fue AHÍ.
—¡Ah! —dijo—, creo que debemos discutirlo…
—No —la corté—, no hay nada que discutir. Soy una persona sensata. Despídeme
de tu padre.
Su padre era mi padre, pero como ella vivía con él, era más suyo que de nadie.
—¡Espera! —gritó—. ¿Podrías dejarme tu vestido indio? Y también el collar de
acerina, ¿sí? ¡Por favor!
—Está bien, haré un sobre con las cosas para ti. ¿Crees que puedas quedarte
también con Dorotea?
Dorotea era mi jicotea de tres años. Necesitaba a alguien que se ocupara de ella.
—Claro —dijo Diana—. ¿Ya pensaste en cómo lo harás?
—No —respondí turbada—. Ésa es la parte problemática del asunto. Pero ya se
me ocurrirá algo…
El vecino de Elio estaba recogiendo las tasas. Me alegré de que no estuviera
escuchando mi conversación, pero me daba pena extenderme por más tiempo.
—Bueno —dije—, chao.

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—Chao —respondió—, te quiero.
—Yo también te quiero. Pásala bien —le deseé.
—Sí —dijo—, tú también. Suerte.
Colgué. Marqué el número de Elio. Veinte timbrazos estériles. Tenía ganas de
templar con Elio antes de suicidarme. Soy un poco sentimental en esas cosas.
—¿Ya acabaste? —preguntó el vecino de Elio regresando de la cocina.
Asentí.
El cassette se había acabado, él lo viró y volvió a presionar el «play». Era una
música verdaderamente extraña.
—¿Es hindú? —le pregunté.
—No, argelina.
Se sentó frente a mí, justo debajo del cuadro erótico. Saqué la caja de cigarros, le
extendí uno, pero lo rechazó con un gesto.
—No fumo —confesó—, lo dejé.
—Siempre he admirado a la gente que ha logrado dejar de fumar —aspiré el
humo con placer.
—Es mi sobrino. El hijo de mi hermana melliza —me miró de frente.
—¿Quién? —pregunté tontamente.
—El mes próximo cumple trece años.
—¿Max? —adiviné.
—¿No es adorable? —sonrió.
—Sí —asentí apagando el cigarro—, tiene unos ojos preciosos.
—Ven —se levantó y me tendió la mano.
Lo seguí. Entramos al cuarto donde se encontraba Max. Estaba en penumbras,
pero pude distinguir una cuna en el centro, algunos muebles para bebés, juguetes,
todo muy bonito y limpio. En una esquina estaba un pequeño columpio.
Nos acercamos a la cuna y lo vimos dormir. Con los ojos cerrados parecía
horrible. Sentí muchos deseos de irme, no tenía nada que hacer en ese lugar, con esa
gente, pero el vecino de Elio me sostenía muy fuerte de la mano. Miraba con ternura
la criatura grotesca y sonreía.
Después suspiró y me guió en silencio a la sala.
—Me voy —le dije recogiendo el bolso.
—Sí —contestó—, hasta luego.
Me detuve ante la puerta ya abierta. Me daba un no sé qué irme, como si faltara
algo.
Entonces él lo dijo.
—Mi hermana se suicidó hace trece años.
No supe qué decir. Miré el cuadro de las pingas a su espalda, después su cara
linda y triste, me acerqué y le di un beso.
Después me fui.

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Un poema para Alicia
Karla Suárez

Alicia, Alicia mía, hemos crecido tanto, y demasiado solos.


Frank Abel Dopico

Sé que te llamabas Alicia y te sentabas en el último asiento de la fila, junto a la


ventana. Sé que pasabas la clase mirando afuera, mientras el profesor enunciaba
leyes de Kirchhoff y un montón de cosas más. Sé que mirabas de soslayo y te reías de
los dibujitos en el pizarrón, para continuar observando el mundo perfecto que
construía el barredor del patio allá abajo, a seis pisos de ti, apartando las hojas
secas cuadro a cuadro, con un orden que se te antojaba hipnótico, mágica rutina
para escapar a la voz del profesor anunciando «estudio individual» con preguntas
iniciales para la próxima clase. Sé que te llamabas Alicia y nunca contestabas y el
profesor te mandaba a sentar colocando un 2 junto a tu nombre para recordarlo.
Todo lo sé porque el profesor era mi amigo que luego llegaba a casa hablando de ti y
yo escribía tu historia mientras lo amaba a escondidas.
Lo de hacerse amigos fue cosa del tiempo. Primero él te citaba a su cátedra para
hablar de tus malas notas y se empeñaba en explicar lo que no escuchabas, bajando
la vista de tu rostro triste y jugueteando con el lápiz entre los dedos.
—a la universidad no se viene a perder el tiempo, Alicia.
Tú levantabas los ojos cansados y suspirabas moviendo la cabeza desde la
puerta. Él veía tu delgada figura alejarse caminando despacio y se juraba a sí mismo
que haría de ti una buena estudiante, aunque algo me decía que no eran tus notas lo
que llamaba su atención, quizás tu cara triste, el desinterés por todo, no sé, algo que
lo obligaba a citarte todas las semanas y preguntar al resto de los profesores y
buscarte en los pasillos y el patio donde te encontró aquel día que no te presentaste
en el examen.
—¿qué pasa, Alicia?
Alicia aparta la vista del libro que está leyendo y tropieza con los ojos del
profesor de física.
—ya se enteró… —hace una mueca con los labios— nada, llegué tarde y ya no
podía entrar.
—no te hablo del examen, Alicia, hablo de ti, ¿qué pasa?
La muchacha baja la vista y guarda el libro en la mochila diciendo que no es
nada. El otro se sienta en la hierba junto a ella y repite su pregunta.

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—no es nada, profesor… él ya no me quiere, es eso, ya no me quiere.
Sé que mi amigo sonrió tomándote la mano para levantarte e invitarte a irse
juntos, lejos de la universidad, tomar un helado por ahí, cualquier cosa, otro
ambiente donde se pudiera conversar como hicieron aquel día.
—usted no entiende, profesor, si él me deja yo me mato, él es mi vida, mi todo,
mi dios, si él deja de quererme yo ya no quiero vivir.
—a los veinte años se es muy apasionado, Alicia, pero todo va pasando, acabas de
empezar tu vida, estás estudiando una carrera, ¿no quieres ser ingeniera?
Alicia sonríe tristemente y mira al mar diciendo que detesta la electrónica.
—pero a él le gusta mucho, ¿sabe?, siempre está inventando cosas con cables y
corrientes y yo quiero ayudarlo, por eso empecé a estudiar esto, para estar más cerca
de él.
Mi amigo quedó triste después de esa primera conversación y llegó a casa
contándome que hacía mucho tiempo vivías con un hombre mayor que tú, al que
amabas mucho, con la total entrega de la juventud, y mi amigo quiso ayudarte, quiso
mudar tu rostro gris y tu desgana y su cátedra se convirtió en el sitio donde
encontrarse y hablar de cualquier cosa, incluso de las leyes de Kirchhoff que tanto
detestabas.
—ahora sí me muero, profesor.
Alicia entra bruscamente y se sienta colocando los codos encima de la mesa y
apoyando la cara entre las manos para llorar. El otro se acerca intentando abrazarla.
—¿qué pasa, Alicia?
—que no me quiere, me rechaza, me detesta, me trata como a un perro, yo esperé
unos días como usted me dijo para ver si se sentía mal, pero continuó indiferente,
vagando por la casa como un fantasma que no me quiere ver, ayer… —Alicia se
incorpora secándose las lágrimas— él llegó tarde pero yo estaba despierta, lo sentí
trasteando en los calderos y me levanté para calentarle la comida, dijo que lo dejara
en paz, que me ocupara de lo mío, él sabía arreglárselas solo, entonces pregunté qué
pasaba y tiró el plato al piso con una fuerza que me hizo salir corriendo espantada, lo
sentí ir al cuarto, quitarse la ropa y acostarse… antes, cuando nos molestábamos por
algo, yo llegaba a hurtadillas frente a la cama y me desnudaba, entonces empezaba a
besarlo, despacito, recorriendo su cuerpo que descansaba bocabajo, mordiéndole los
pelos de las piernas con mis labios y subiendo las manos para alcanzarle… —Alicia
mira al profesor y éste asiente callado— y apretárselo todo, le bajaba el calzoncillo y
pasaba mi lengua entre sus nalgas, yo sabía que estaba despierto y le gustaba, quería
seguir y entonces yo dejaba correr mi saliva y le abría las nalgas con mi cara mientras
lo apretaba allá abajo pasándole la lengua por todas partes, hasta que bruscamente él
se viraba boca arriba, agarrándome por los pelos y dirigiéndome la cabeza para
tragarme su sexo mientras repetía «Alicia, Alicia mía, hemos crecido tanto», y el
poema nos gustaba tanto a los dos que entonces yo ya no podía parar y seguía ahí,
tragándomelo despacio, absorbiéndolo hasta sentir que se venía en mi boca y yo era

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tan feliz, profesor, tan feliz de verlo feliz, y satisfecho conmigo, con su Alicia… —la
muchacha calla unos instantes y el profesor respira— pero ayer, cuando se tiró en la
cama, yo esperé un ratico y entonces fui al cuarto y cuando empecé a besarlo se
levantó furioso, dio un tirón a su cuerpo y me agarró por el pelo apartándome la cara
y gritando que me largara, me alejara de él, yo empecé a llorar y me empujó para
afuera, gritó que yo era una enferma, una loca y un montón de cosas más que no
escuché porque cerró la puerta… ya no me quiere, profesor, ¿qué voy a hacer?, ya no
me quiere…
Sé que mi amigo te abrazó mientras llorabas y luego secó tus lágrimas, te
acomodó el pelo y dijo que debías abandonarlo, hacer una nueva vida, buscar un
muchacho de tu edad.
—usted no entiende, profesor, hay cadenas que nos unen, yo estoy ligada a él por
demasiadas cosas, condenada a su suerte, lo que él sea seré yo, a donde vaya iré y si
no puede ser así, yo muero…
Mi amigo hablaba de ti con cierto brillo en los ojos que me bacía sospechar que
más que pena, más que lástima por aquella muchacha angustiada, más que un simple
cariño de profesor, estaba naciendo otra cosa, más fuerte y más nociva para él y
para mí, que escuchaba en silencio.
—otra vez leyendo poesía sin entrar a clases, eso no está bien, Alicia.
—es que… él me leía poemas antes, ¿sabe?, nos acostábamos juntos y me
abrazaba fuerte, cuando se sentía triste yo enseguida lo notaba y entonces me tendía
junto a él para que me pasara la mano por el pelo mientras le leía, a veces lo veía
llorar con los ojos cerrados y besaba sus párpados, él me abrazaba fuerte, muy fuerte,
repitiéndome el poema y apretándome la carne, yo sentía que se iba enfureciendo
muy adentro y entonces había que apagar la luz y quitarse la ropa, él se volvía una
bestia, me tapaba la cara con un almohadón y empezaba a besarme y morderme todo
el cuerpo, diciendo cosas pero yo no podía hablar, permanecía callada con el rostro
tapado mientras él me abría las piernas y me metía los dedos con fuerza, yo movía
mis caderas para él y me apretaba el pubis para sentir cómo bufaba y casi enloquecía
masturbándose con la otra mano y pidiendo más, un poquito más hasta que sentía su
esperma caliente corriendo sobre mí y cómo se tendía bocabajo en la cama,
respirando aún agitado, entonces yo debía levantarme silenciosa y dejarlo solo,
dejarlo que se quedara dormido en sus recuerdos, y me sentía tan feliz de verlo
reposado que al día siguiente le preparaba el desayuno que más le gustaba.
Mi amigo escuchaba las confesiones que luego me contaba. Tú permanecías
distante en el último asiento de la fila y él te veía alejarte mientras mirabas afuera
con esos ojos de abandono. Yo trataba de animarlo diciendo que cada cual hace su
vida según le convenga, pero él quería ayudarte, quería devolverte el brillo de tus
veinte años, aunque nunca te gustara su asignatura, de la que ya apenas se hablaba
en la cátedra de física.
—¿qué tienes, Alicia?

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—no es nada, profesor, vine a aclarar una duda para el examen.
—¿pero qué tienes en la frente?
Alicia se revuelve el pelo intentando sonreír, pero el profesor la toma por el brazo
y le aparta los mechones para ver el morado en la frente.
—no es nada… me caí…
El profesor insiste y ella sacude el brazo molesta y gritando que la suelte, que él
no tiene derecho sobre su cuerpo, nadie tiene derecho. Él se aparta y la muchacha se
sienta bajando la cabeza.
—disculpe… usted es mi amigo… —suspira— fue un accidente, profesor, un
accidente, me golpeé con la pared.
—¿él tuvo algo que ver?
Alicia calla haciendo un mohín con los labios, luego aparta la vista y suspira
resignada.
—él está muy solo, los dos estamos solos, nos tenemos el uno al otro, eso es
todo… yo siento su tristeza y soy el doble de triste porque no puedo ayudarlo, por eso
siempre trato de ser lo mejor para él, yo lo amo, profesor, es lo único que amo,
prescindiría de todo por recuperarlo, pero él quiere alejarse… ayer cuando salía del
baño, yo siempre salgo envuelta en una toalla, y en eso él abrió la puerta de la calle,
nos quedamos uno frente al otro, yo bajé la vista pero supe que me miraba, entonces
sentí que la puerta volvía a cerrarse porque él se había marchado, por la noche estaba
estudiando en la mesa de la cocina y lo sentí llegar con una mujer, esto me
desconcertó, traté de no hacer bulla y ellos ni notaron mi presencia, se metieron en el
cuarto riendo, me sentí muy mal, profesor, muy mal… —Alicia aprieta los labios
tragándose las ganas de llorar y continúa— sentí las risas de la mujer, habían bebido,
parece, y no se percataban de la hora, yo me acerqué a la puerta sin hacer ruido, y vi
cómo ella se desnudaba bailando alrededor de él que decía groserías, y se tambaleaba
un poco, entonces la mujer empezó a quitarle la camisa y a lamerle el pecho, con
maneras de puta, sin poesía, profesor, sin ternura le zafó el pantalón y se la agarró
para metérsela en la boca, él seguía allí tambaleándose y mirando al techo hasta que
bajó la vista y algún ruido tuve que hacer yo para que me descubriera y me gritara, la
mujer viró la cabeza asustada y él gritó que si quería mirar me sentara en la cama,
que lo viera templándose a una hembra de verdad, él estaba muy borracho, él no es
así, profesor, pero la mujer se levantó molesta y empezó a vestirse y a insultarlo
diciendo que se iba, yo no sabía qué hacer, me quedé allí parada con el libro de física
en las manos mientras ella pasó por mi lado sin mirarme y él atrás enredado con el
pantalón tratando de alcanzarla hasta que la puerta se cerró de golpe, entonces él se
acercó a mí, caminando despacio, apagó la luz y empezó a hablar entre dientes,
colérico y borracho, dijo que yo lo único que hacía era joderle la existencia,
preguntándome qué quería, yo no podía retroceder porque estaba contra la pared
aterrada viendo a su sombra acercarse y sus palabras cuestionándome qué quería, y
llamándome putica, putica mía, hasta que me agarró fuerte por el pelo virándome de

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espaldas y me subió el pullover agarrándome aquí abajo muy fuerte y preguntando si
lo que quería era eso, diciendo que yo no iba a acabar con su vida y empezó a
golpearme la cabeza contra la pared apretándome hasta que me arrancó el blúmer y…
—Alicia calla y se tapa la cara, el profesor se acerca pero ella levanta bruscamente la
cabeza con los ojos muy abiertos— él nunca me había penetrado, profesor, nunca,
siempre nos masturbábamos, pero ayer… cuando sentí sus espasmos mezclados con
mi dolor, sentí sus brazos apretándome desde la espalda y lloramos los dos, nos
tiramos en el piso a llorar y él pidió perdón en medio de las lágrimas y lo abracé
fuerte, sin mirarlo, para que no estuviera solo y no me sentí sola, estamos
encadenados, profesor, ¿usted puede entenderlo?, y la única forma de salvarnos, la
única forma de apartar todo lo malo de nuestras vidas es quedándonos juntos, hasta el
final juntos, profesor… —la muchacha lo mira fijamente y él la ve temblar, morderse
los labios— en un momento se levantó, buscó la camisa y se fue… yo no pude
terminar de estudiar, pero siento que me ama, todavía me ama y yo lo amo más.
Mi amigo fumaba nerviosamente mientras hablaba de ti, sufría por no poder
hacer nada porque a cada intento suyo, tú levantabas la vista salvajemente
repitiendo que lo amabas. Yo intentaba cambiar la conversación con aquello de
«entre marido y mujer nadie se debe meter», pero él insistía, volvía a fumar y
hablaba de hacer algo, ir a tu casa y golpear al tipo, acusarlo ante la policía, pero
una mujer de veinte años es ya una mujer y nada puede hacerse. Tú seguías con las
ojeras y tu rostro gris mientras él te miraba desde el pizarrón, evitando preguntarte
en clases algo que sabía no responderías porque tú ya estabas en alguna parte, lejos
del aula y los libros, lejos de los muchachos del grupo organizando juegos deportivos
y festivales culturales. Tú ya estabas perdida, Alicia, cuando mi amigo te conoció
para empezar a amarte.
—me dijiste que ibas a ir al juego del domingo, ganó tu grupo.
—no pude ir, profesor, es que… el domingo fue su cumpleaños.
—¿y qué tal?
—bien, él no estaba en casa y yo pasé todo el día limpiando y organizando una
cena, cuando llegó estaba un poco esquivo, pero yo me esmeré preparando lo que
más le gusta y la pasamos bien, sin muchas palabras, pero bien, comimos juntos y
hasta nos tomamos una botella de vino como en los buenos tiempos, yo le regalé un
libro de poesía y otro de electrónica —sonríe— y él se sintió feliz, sólo que después
cometí un error… —Alicia suspira y se rasca la cabeza— dije que tenía una sorpresa,
apagué la luz y me fui al cuarto, al rato aparecí con una vela en las manos y vestida
con uno de los vestidos viejos que guarda en el ropero, un vestido de su ex mujer…
—se muerde los labios— ella murió, profesor, y él la amaba tanto que yo pensé que
quizás su recuerdo en este día lo haría feliz, pero me equivoqué, de repente se levantó
furioso, encendió la luz, golpeó la vela de mis manos haciéndola caer al piso y me
arrastró tomándome por el cuello, hasta el espejo, me pegó la cara diciendo que yo
era una embustera y una loca, que nunca iba a parecerme a ella y entonces me rompió

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el vestido lleno de ira, y me dejó en blúmers diciéndome que ni siquiera era una
mujer, que tenía cuerpo de niña, y cara de niña y pensamiento de niña estúpida y que
nunca, nunca más volviera a hacer eso, que nunca más me atreviera a profanar el
recuerdo de la mujer que amó como no va a amar a nadie, porque nadie en el mundo
va a parecerse a ella y menos yo, entonces me quedé llorando, estoy tan sola,
profesor, no entiendo por qué dejó de amarme si antes no era así, antes el día de su
cumpleaños era una fiesta para los dos, fue este día la primera vez que nos amamos,
él bebió completa la botella de vino, nos tendimos en el piso y empezó a acariciarme,
era tan tierno y recitaba mi poema, «Alicia, Alicia mía…», mientras bebía pasándome
la mano por el pelo, así tan dulce que yo sentí que su soledad me pertenecía, estaba
entregándomela entera para curarse de todo, sentí que me necesitaba tanto, y lo vi tan
vulnerable ante mis manos que acariciaban sus labios, que entonces supe que era mío
para siempre y yo suya para siempre, por eso dejé que sus manos recorrieran mi
cuerpo, que amasaran mis senos y tocaran mi vientre virgen hasta llegar al centro de
mis piernas, mientras me besaba, muy dulcemente, con mucho cuidado para que yo
no sintiera dolor, murmurando ternura en mis oídos, ternura, ¿sabe qué cosa es eso?,
yo era virgen y sus dedos conocían cómo acariciar el cuerpo de una mujer, cómo
penetrar despacio haciéndome suya para siempre, rompiendo mi adolescencia y
convirtiéndome en hembra que sangraba desnuda para él, abierta para él, jadeando
para él, porque este cuerpo es suyo, profesor, no lo ha sido de nadie más porque no
quiero, él es todo para mí, y mi cuerpo y mi alma y mi pensamiento y toda yo le
pertenezco.
Yo veía que tu tristeza iba profanando el cuerpo de mi amigo, sus visitas eran
sólo tú, Alicia y sus ojos mustios, sus palabras sombrías, su pasión por aquel hombre
que mi amigo odiaba sin conocer. Mi amigo que se volvió taciturno y fue apagando
su risa mientras tú lo calabas despacio, alejándolo de mí, haciéndote centro y
necesidad y parte de su cuerpo o casi obsesión, porque él quería protegerte, tender
su mano hasta ti y amarte, Alicia, mi amigo quería amarte y entonces yo pasaba mi
mano por su pelo respirando resignada.
—¿dónde estabas, Alicia?, hace tres días no vienes a la universidad, te estaba
esperando.
—vine a despedirme, profesor, usted ha sido tan bueno conmigo, pero él tiene
razón, yo no sirvo.
Alicia comienza a caminar pesadamente desde la puerta, y él la ve cojear un poco
y sentarse con desgana. El pelo le cae sobre el rostro donde las ojeras resaltan encima
de su palidez.
—hice todo lo que pude por recuperarlo, pero nada tiene sentido, ya nada tiene
sentido para mí.
—¿qué te hizo, Alicia?, ¿qué pasó?
—no es él, profesor, soy yo la que no sirve para nada, ¿sabe?, siempre traté de ser
todo para él, llenar sus espacios huecos, sin comprender que hay vacíos insustituibles,

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es que no sirvo, ¿ve?, ya nada tiene sentido.
—sí tiene sentido, sí tiene sentido, Alicia, sólo hay que volver a empezar, tú
tienes todo el tiempo del mundo, y no estás sola, yo estoy contigo.
Alicia levanta la vista sonriendo amargamente mientras él se agacha a sus pies
tomándole una mano.
—se acabó… —suspira y aparta la vista— el otro día cuando llegó a la casa dijo
que tenía que irme, ya no podíamos continuar juntos, yo debía hacer mi vida lejos de
él, ¿pero qué es vivir si él ya no está?, me acerqué hablando dulcemente y él me dio
la espalda diciendo que su decisión era irrevocable, pero no lo escuché, lo abracé por
la espalda implorando que no me dejara sola y me apartó bruscamente, dijo que
estábamos enfermos y para curarnos teníamos que estar alejados, yo volví a abrazarlo
llorando, sabía que iba a enfurecerse pero necesitaba abrazarlo y continué hasta que
me dio un puñetazo y me tiró al piso, dijo que no quería hacerme daño pero si insistía
tendría que demostrarme que éste era el fin, yo no lo podía creer, profesor, yo lo amo,
y tantos años juntos… ¿qué iba a hacer lejos de él?, entonces lo agarré por los pies y
empecé a besarlo jurando que haría todo lo que me pidiera, todo sin molestarme, sólo
para hacerlo feliz y de repente enloqueció, dijo que él me enseñaría cuál era la
felicidad que me esperaba si me quedaba, se quitó el cinto y comenzó a golpearme
por todo el cuerpo, yo seguía en el piso sin decir nada, aguantando hasta que me alzó
por el pelo y me arrastró como una bestia loca hasta la cama, hizo que me quitara la
ropa y fue hasta el clóset, sacó unas cadenas y me ordenó acostarme boca arriba con
los brazos y las piernas abiertos, yo no podía negarme, profesor, no podía, y él
amarró las cadenas a mis muñecas y mis tobillos, sosteniéndome de las cuatro
esquinas de la cama, entonces, sin apagar la luz se quitó la ropa delante de mí, es la
primera vez que lo vi desnudo totalmente y quise cerrar los ojos, pero gritó
obligándome a abrirlos y lo vi, totalmente desnudo delante de mí exigiendo que lo
mirara bien, que le mirara a la cara, fue hasta la gaveta y buscó una foto de su antigua
mujer, una foto donde ella sonreía y dijo que quería que nos viera, que la viera yo a
ella para que acabara de convencerme que nunca iba a sustituirla y entonces se lanzó
sobre mi cuerpo y empezó a besarme, pasarme la lengua por los senos mientras yo
lloraba y él frotaba su sexo contra el mío, moviéndose más, llenándome el vientre de
saliva, hasta que levantó su cabeza encima de mi pubis y dijo el poema, «Alicia,
Alicia mía», sonriendo como un loco, yo no podía moverme y lo miraba y lo sentía
lamiéndome allá abajo, y apretando mis caderas, lastimando las llagas de los cintazos
hasta que se incorporó agarrándose el sexo sin dejar de mirarme y preguntando si de
veras quería quedarme, llamándome «putica enferma, Alicia de porquería», que lo
único que tenía para mí era eso, y eso era lo que hundía en mi vagina, moviéndose de
arriba abajo, penetrando con fuerza, con mucha fuerza mientras yo lloraba viéndolo
reír como un loco, hundiéndose bruscamente dentro de mí, sin ternura, profesor,
diciendo palabras locas hasta que de repente me la sacó y comenzó a pasarla por mi
vientre llenándome de esperma y repitiendo que si eso era lo que yo quería y no era

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eso, profesor, no era eso… —el profesor hace un ademán de abrir los labios pero ella
coloca su mano encima sin mirarlo— estuve toda la tarde amarrada, yo estaba
muerta, profesor, estoy muerta, por la noche él volvió, apagó la luz y soltó las
cadenas sin dirigirme la palabra, yo logré levantarme y caminar casi a rastras hasta el
baño, él se encerró en su cuarto y yo abrí la ducha, dejé que el agua corriera por mi
cuerpo, limpiándome de todo… no sé cuánto estuve allí, tampoco sé a qué hora
volvió a marcharse, por la mañana recogí algunas cosas y me fui… he estado dando
vueltas, no sé, ya estoy muerta, profesor, no sé ni a dónde voy, pero pensé en usted,
usted ha sido tan bueno conmigo y pensé que a lo mejor saldría a buscarme a la casa
donde ya no vivo y por eso vine a despedirme, ahora, déjeme ir…
El profesor acaricia las muñecas marcadas de la muchacha y de repente se levanta
con furia.
—tú no vas a ninguna parte, te vas a quedar conmigo y a él lo voy a denunciar,
Alicia, esto no se va a quedar así.
Alicia se levanta despacio.
—usted no puede hacer eso, profesor.
—lo puedo hacer, claro que lo puedo hacer, por ti voy a hacer cualquier cosa, ¿tus
padres saben esto?
Ella comienza a andar dándole la espalda.
—yo estoy sola, profesor, mi madre murió hace muchos años, cuando yo era una
niña, y mi padre no cuenta…
El profesor se interpone entre la puerta y la muchacha, la toma de los hombros y
la abraza, le besa la cabeza y siente ganas de llorar, una mezcla de dulzura y soberbia
y amor por tanta soledad.
—tú no estás sola, mi niña, yo estoy contigo, y esto no se va a quedar así, yo lo
denuncio, te juro que lo denuncio, coño, lo mato, y aunque no quieras voy a hablar
con tu padre, esto no se va a quedar inmune.
—usted no puede hacer eso, profesor… —Alicia levanta el rostro, le acaricia la
mejilla, y lo mira, mudando de una sonrisa tierna, mueca tragando en seco, hasta
quedar en un gesto de asco— usted no puede hacer eso porque yo lo amo.
El profesor siente cómo ella suelta sus brazos y se aparta, dándole la espalda
nuevamente hasta llegar a la puerta y detenerse.
—si habla con mi padre, profesor, dígale que Alicia, su Alicia, lo seguirá amando
a pesar de cualquier cosa.
Sé que te llamabas Alicia y nunca más te sentaste en el último asiento de la fila.
El profesor de física no volvió a mencionar tu nombre en clases, ni siquiera se
atrevió a acompañar a los muchachos del grupo a la casa, donde tu padre les dijo
que te habías mudado lejos. Sé que mi amigo estaba muerto en algún sitio de su alma
y ni siquiera yo podía llegar, cuando lo veía sentarse en el piso, abrazando sus
rodillas, sin hablar, así toda la noche, basta que el curso terminó y él abandonó la

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universidad y el pizarrón y tu asiento vacío desde donde se veía el patio llenándose
de hojas secas, tan solo como nosotros, Alicia, demasiado solos.

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La causa que refresca
José Miguel Sánchez (Yoss)

Bienvenida. Sí, yo siempre estoy aquí, en la entrada del aeropuerto o del hotel,
esperando por ti. Veo en tu sonrisa que tú también me has reconocido a la primera
ojeada. Yo soy lo que soñaste todos estos años, justamente lo que buscas. Tengo ojos
mestizos y la piel mordida por el sol y el salitre, pelo indómito y músculos de trabajo
y no de gimnasio. O lo que queda de esos músculos, porque, como bien sabes, la
situación está dura. Tengo cara de intelectual autodidacta y partyman, todo en una
sola pieza. Natural, encantadoramente medioharapiento. ¿Lo ves? En mis facciones
está el peligro, el delicado riesgo del robo o la enfermedad venérea, pero también la
dulzura de la caña, la sincera amistad, el buen salvaje de Rousseau. Bienvenida. Sí,
yo seré tu guía.
¿Dónde quieres ir primero? Claro, al hotel… cinco estrellas, capital extranjero, of
course, lleno de typical tropical, tan auténtico como un dólar impreso en papel
higiénico. Para disfrutar de la piscina y asombrar a mi natividad con los milagros del
aire acondicionado y el servicio de habitaciones. Para quejarte de los altos precios y
de la falsa imagen de las giras y recorridos por la parte histórica de la ciudad, donde
los guías hablan de colonizadores muy muy malos y de indios y negros muy muy
buenos. Pero no te preocupes: eso también es parte del juego, el necesario preludio.
Ahora, por supuesto, Amistur. Porque tengo un amigo que tiene un cuarto vacío y
te lo alquilará por el simple encanto de tu sonrisa y una cifra casi ridicula en tu
moneda fuerte duramente ganada con el sudor de tu frente. Por solidaridad proletaria,
porque tú, se ve por encima de la ropa, no eres ni una millonada ni una capitalista
explotadora, y tu auto y tu casa no son tu culpa, sino la división Norte-Sur, al que le
tocó le tocó, y comoquiera los dejaste lejos, en tu casa, y aquí no cuentan (qué
lástima). Sabemos que tú lanzaste adoquines en la Universidad, cuando el 68, y tienes
prendidas con alfileres a tu pelo las canciones de Silvio y Pablito, y en tu cuarto el
póster del Fidel. Y el pueblo unido jamás será vencido, y la sonrisa indígena y
doliente de Rigoberta Menchú, Premio Nobel de la Paz, un gallardete del Frente
Farabundo Martí y la foto de Camilo Torres, el cura guerrillero. Y por eso eres
elemento activo en las tómbolas de ayuda a los niños huérfanos de Guatemala y
discutes hasta las once en el pub de la esquina de tu casa sobre la verdadera identidad
del subcomandante Marcos, y el futuro de las reformas en la isla.
No te preocupes, todos sabemos eso. Eres una de nosotros disfrutando de los
colores y la inconstancia y el sabroso contacto latino del transporte público, en su
variante hipersalvaje del metrobús, vulgo camello. Guarda (por el momento) tu

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moneda fuerte, entrégate al juego de la cola y de ser usuaria y no cliente. Mimetízate
en pocas semanas, nadie te reconocerá, es la regla del juego. Serás una de nosotros,
pese a tu tez lechosa y tu alta estatura, a tu pelo irrigado por los mejores champús, a
tu metabolismo sin granos ni grasas sobrantes, a toda tu imagen de perfecta factura,
de la que, lo sabemos, tú no tienes la culpa. Porque no se escoge el lugar donde nacer.
Tú nunca quisiste mirar los toros desde la barrera, la vida desde el ómnibus
climatizado, la realidad desde la prensa. Ven, entonces. Vamos a los barrios
marginales, marihuana, navaja y folklore, machismo y aguardiente, tan colorido, tan
auténtico. No te cohíbas, toma tus fotos. Es gratis. Vamos a la playa sin auto y sin
nevera portátil, aunque tu dorador te delate y tampoco aquí puedas librarte de los
niños que ruegan «una monedita, señora», y tengas que contener tu deseo del topless
ante el sol del trópico. Ven al concierto de la Nueva Trova, luego al del grupo de rock
alternativo que canta en un exótico spanglish. Ven al underground, la otra cara de la
moneda, con sus teatristas frustrados y sus poetas de vanguardia y sus etéreas,
girovagantes damiselas de buena familia, mezclilla en sus ropas, letreros en mil
idiomas, poses de crítica al gobierno pero siempre sonrisas afables. Ven, yo conozco
todo. ¿Quieres oír de Bob Marley y el planeta rastafari? ¿De Carlos Vareta y el
mundo trova? ¿De Pello el Afrokán y la galaxia rumba? Yo soy el poste indicador de
los caminos, ven. Bienvenida a la otra Ciudad Esmeralda, pequeña Dorothy.
A ti, claro, no te interesa ver lo otro. Eso que ya conoces, que no encaja en este
ambiente tan paradisíaco de palmeras y salitre. No te llaman la atención ni las tiendas
de autoservicio ni las discotecas ni las imitaciones de Mc Donalds, todo en dólares,
claro. Ni la juventud de cromo que las ronda. Tú lo sabes, porque has leído a Bataille
y a Foucault y a Lyotard y hasta a Alvin Toffler, es la cultura pop que explotará como
una burbuja, el desarrollo, lo artificial, lo falso, antifolklórico deshumanizado, sin
alma… Sí, me apetece un helado, y yo tampoco tengo ganas de hacer cola,
¿entramos? Para esto te dije que guardaras tu moneda fuerte. ¡Fantásticos estos
Burguis!, ¿eh?
He aquí tu pequeño ladrillo en el muro, tu obra de caridad focalizada. Se sabe que
tú no puedes cambiar el mundo, ni nadie te lo pide. Que no eres rica ni estás
entrenada para la lucha, porque si no… si tú tuvieras un lanzacohetes, algunos hijos
de puta caerían, ¿verdad? ¿Conoces la canción de Bruce Cotburn, no es cierto? No lo
tienes, pero tus escasos ahorros… es una buena idea dar esa fiesta, yo invitaré a
todos, consigue tú la comida y la bebida, y si quieres algo más… ¿tal vez la granja
que nos acerca a Jah?, también. La ley no importa mucho, ¿verdad? La ley es la
culpable, la ley la hizo el colonizador, nosotros haremos la trampa.
¿La estás pasando bien? Es hermoso lo bien que te sientes, lo satisfactorio de
hacer regalos a quien no tiene. Gracias por este pantalón y el par de tenis, no puedes
imaginarte la falta que me hacían. ¿Quieres leer mis poemas? No los he publicado, no
venden, la industria editorial es una mafia, pero ¿verdad que te conmueven, te llegan,
te ilustran la dura realidad? Y con el necesario fondo de optimismo de un pueblo que,

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a pesar de todo, lucha y no se rinde. Te regalo algunos… no importa, si logras
publicarlos me mandas el libro… puedes mandarme otros libros, claro. Se supone que
yo no sepa cuán cara es la cultura en esos países malos donde se hacen las cosas
buenas.
Por supuesto, seis semanas es poco tiempo, tu novio allá no tendrá ni tiempo para
extrañarte, con todo su trabajo en la productora de discos y las tasas de interés… ¿que
es un asqueroso yuppie sin conciencia social? No digas eso, él también estuvo en las
barricadas, pero claro, nunca se atrevió a venir, a confrontar su sueño con la realidad.
Todo es distinto a como lo imaginaste entonces. Pero vale la pena, ¿no es cierto? Y ya
tú sabías que la Tierra Prometida no era… no, no llores… o si tienes que hacerlo,
aquí tienes mi hombro… no eres culpable, anda, límpiate esos preciosos ojos azules,
ven conmigo, déjate hacer. Seis semanas es poco tiempo, pero pueden pasar muchas
cosas…
Disfruta el tablero de ajedrez de mi cuero tostado sobre tu piel nivea, mientras te
doy una y dos y cien veces jaque mate entre jadeos. ¿Tú eras de las que creía que eso
de la virilidad afrocaribeña era otro mito? Y el cariño que empalaga del contacto
continuo de los cuerpos sudorosos en el cuarto sin aire acondicionado, y tus orgasmos
al principio silentes, contenidos, luego adaptándote a ésta, la escuela latina, del grito
y el arañazo y la mala palabra desvirtuándose de su sentido ofensivo en medio de la
pasión que borra las diferencias entre países. En la cama todos somos iguales, ¿no? Y
podrás nombrarme ipso facto dictador con plenos poderes en la República De Tu
Cuerpo Horizontal (y vertical y hasta oblicuo, que hay que tener imaginación). Y
pedirme que contigo nunca tenga esa democracia, ni monarquía constitucional ni
nada civilizado, sólo este puro salvajismo que tanto te complace. La bella y la bestia,
la turista y el nativo. La primermundista y el subdesarrollado.
Tú y yo sabemos que esto no tiene futuro, pero dice el zen que el mañana no
existe. Ven a mi vida, conoce a mi familia. Mi hermano murió en la guerra, mi primo
está preso… líos políticos, no, tú no entiendes… en realidad, él tampoco, por eso está
preso. ¿Si alguien entiende?… Mira, ésta es una foto de mi hermana, se casó con un
italiano y a veces escribe desde Milán, le va bien, pero ésa estaría igual debajo de una
piedra con tal de tener ropa y comida y carro y vídeo. Pero tú y yo sabemos que eso
no lo es todo. Por eso estás aquí, ¿verdad? Porque para ti también hay algo más.
Le caes bien a mi mamá, ¿te fijaste? Y no te preocupes, no hablas tan mal el
español, mis amigos se ríen siempre. Es que somos así, risueños, nos burlamos de
todo. Es el choteo criollo. Pero también somos tristes, con la secular melancolía del
indio extinto y el negro arrancado de su tierra. Somos como somos. No intentes
explicarnos. Éste es el país de la Siguaraya. ¿Y eso qué significa? Ah, interesante…
lástima que casi no quede tiempo.
Seis semanas es poco. Tenía que llegar este momento. ¿Quedarte conmigo? Por
favor… Ya sabes que no se puede, no es tu mundo, no es igual que ir de visita… ¿Yo?
Me encantaría, claro, pero tanto gasto… claro, si tú insistes… No llores, no hagas

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promesas falsas. Seis semanas son sólo mes y medio. Te arreglarás con tu novio. Él te
quiere, no es tan yuppie después de todo. ¿Serías tan amable de llevar estas cartas? Es
que el correo internacional, a veces… Claro, puedes escribirme. Conoces mi talla, no
creo que vaya a engordar. Yo también te quiero, ya sé que tratarás de volver lo antes
posible, embulla a tus amigas… los míos ya están ansiosos por conocerlas. Corre, que
se te va el avión, no dejes tu bolsa de souvenirs, cuidado, se te cae el afiche de
Camilo con el Che. El último beso. Buen viaje, linda…
Seis semanas son sólo mes y medio. Yo sólo soy un guía. En cierto modo un
sacerdote que ha escuchado tu confesión del pecado de ser del Primer Mundo, de no
pasar hambre, de tener cultura, de poder viajar, de no ser latina, de cambiar los
sueños y el idealismo por la tranquilidad material. Y te absuelvo por tu penitencia de
expiar tu culpa bendiciéndonos con moneda fuerte, con tu ingenua simpatía, con tus
maletas que llegaron llenas y se van casi vacías, por tu caridad y tu satisfacción de
estar haciendo algo por la justicia social. Yo te absuelvo y te dejo suficiente culpa
para que regreses pronto a esta Cuba de detrás de la postal, a este juego de máscaras
que somos y eres, a esta identidad folklórica y postmoderna. Para que te sientas
luchadora por la libertad, mujer activa, hembra con conciencia social, y en las noches
después del cansancio del trabajo puedas dormirte con la sonrisa en los labios, porque
tú estás ayudando a que el mundo ande mejor. Yo te absuelvo y renuevo en tu
corazón la fe en la causa, una causa de seis semanas al año, de amor latino y sabor
prohibido, de idealismo y sexo. Una causa hecha justo a tu medida de mujer atrapada
en la vorágine de la vida moderna. Segura y cómoda, fácil de llevar. La causa que
refresca.
Y amén, no faltaba más.

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El retrato
Pedro de Jesús

Ella se llamará Ana. Será pintora.


Él se llamó Jorge. Fue propietario de un Chevrolet 57 y chofer.
Ellos se llaman Gabriel y Héctor. El primero es bello. El segundo posee al
primero.

Ana conocerá a Jorge en la acera del hotel Presidente un día en que ella intentará
llevar hasta Ánimas 112, su cuarto, a dos marchands norteamericanos. Ellos pagarán
los cinco dólares que Jorge les cobró por el viaje, y Ana invitará al chofer,
provocativa, a visitarla cuando él fuera de nuevo por La Habana Vieja.
Él fue la semana siguiente, sin pretextos, viajes imaginarios o casualidades de
última hora. A ella le habrá gustado mucho su cuerpo robusto y velludo, el desenfado
casi vulgar de su jerga, el bulto preciso y compacto de su pelvis, las manos gruesas, el
cabello cortísimo y negro, la barba incipiente, las patillas largas y profusas, las orejas
sin las argollas de moda, el torso breve y musculoso. Ella lo bautizará Toulouse-
Lautrec aunque no se lo diga. Le habrá gustado su piel trigueña, continuamente
sudada, y la despreocupación con que dejaba acumular las pequeñas gotas de la frente
y desplazar las grandes del pecho y el abdomen. A lo sumo él se abría la camisa y
trataba de ventilarse batiendo la tela contra la carne. A ella le habrá gustado su
primitivismo y la seguridad con que lo exhibía. A ella le gustarán los hombres que
gustaban antes de las revoluciones sexuales y los movimientos feministas. Adorará
sentirse penetrada, avasallada por un cuerpo grávido que la cubra completamente
hasta llegar a los umbrales de la asfixia. Sólo eso le insuflará fuerzas para pintar y se
las quitará de nuevo: un ciclo eterno que la arruinará como artista. «Yo no soy
pintora; soy una de las putas de Toulouse-Lautrec», escribirá en un diario que a nadie
le interesará leer: nunca aparecerá: no existirá.
Ella abrirá la puerta, se sorprenderá realmente, y así sorprendida le preparará una
infusión de canela y jengibre porque no tendrá café. Será de noche. Estarán solos.
Mientras hierva el agua ella correrá al espejo del baño para escrutarse, obsesiva, la
fealdad del rostro largo y enjuto, la nariz escabrosa, la frente ancha, el pelo lacio y
demasiado seco, el cuello raquítico. No intentará maquillarse; se dirá que la
expresividad de la mirada la torna bonita, y con esa convicción regresará a la sala.

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Él le preguntó por los norteamericanos, y ella le responderá que no habrá tenido
suerte, a ellos no les habrá interesado su pintura. Fue entonces cuando él supo que
ella será pintora. Pintora. La palabra no le sugirió nada preciso, sólo una extraña
imagen se posó en su mente: los dedos de Ana apretando una brocha, tal vez un
pincel. Ana atravesará esa imagen con una rapidez fotográfica: Ana rozándole el
miembro por encima de los pantalones. Ella le pedirá desnudarse inmediatamente y le
aclarará que no puede sostener una relación con hombre alguno sin verle antes la
pinga.
Él lo hizo, parsimonioso, y eso aumentará el deseo de ella; las rodillas le
temblarán de tanto deseo. Sentirá un ahogo, y creerá haber perdido la voz para
siempre. Pero la mirada no: la fijeza de la mirada le arrebatará las ropas a Jorge como
arañazos sordos. La vivacidad del pene durante la ceremonia del desnudamiento le
servirá a Ana para corroborar que aquel hombre habrá sido correctamente elegido. Un
hombre que no se preguntaba nada. Un hombre que sabía percibir la furia de su
mirada y no le reprochaba una frialdad que no existirá. Varias veces escribirá esa idea
en el diario y estará tentada a decir que esa conducta suya será la de una mujer
posterior a las revoluciones sexuales. Pero no lo escribirá, no lo pensará siquiera.
Sólo afirmará: «Detesto las contradicciones».
Jorge desnudo fue la destrucción de Ana. Ella vestida se arrastrará arrodillada
hasta la destrucción, a unos centímetros de su boca. Pondrá unos cojines para
alcanzarla. La mojará con la punta de la lengua, la pellizcará con los labios, la
morderá muy suavemente, la succionará, la esconderá dentro de sí con la falsa
tranquilidad de que las cosas sumergidas terminan por desaparecer. Ella jugará con la
destrucción, querrá tenerla y dejarla, la sacará y volverá a descubrirla, enorme —¿por
qué ella habrá de suponer siempre que la destrucción es algo enorme?—, y no se
atreverá a tocarla por miedo a perder la posibilidad de destruirse. Llorará.
Jorge trató de incorporarla tomándola por los codos, pero Ana se resistirá con
desgano. Estará fláccida. Él cobró más fuerzas y repitió el movimiento. Ana tendrá
que ceder, erguirse hasta que el pene le roce el ombligo. Sentirá el frío de la saliva en
el vientre. Le implorará a Jorge caminar por la habitación.
Él se desplazaba con la torpeza del asombro. (Era un chofer modelando.) Pero su
pene seguía vibrátil, balanceándose precariamente en el aire. Ana se secará las
lágrimas y extática empezará a sugerir posturas atrevidas. Al final, después de una
veintena de poses, él estuvo obligado a machihembrarla encima del piso, en una
esquina de la sala, con la cabeza de ella chocando contra la pata de una vieja silla de
mimbre.
Cuando Gabriel y Héctor tocan a la puerta, Jorge había eyaculado tres veces y
Ana estará deseosa de coger los pinceles abandonados durante semanas, desde su
última aventura erótica. Tendrá una idea muy vaga. Querrá pintar su propia mirada.
Jorge se vistió con premura. Ana lo hará despacio. Gabriel y Héctor entran
intempestivos, sin importarles la presencia del desconocido, como si no existiera.

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Jorge se fue apenas presentado: ella no soportará la mezcolanza de sus amantes con
sus amigos gays. Después de saludar a Ana con la espectacularidad típica de quienes
no se ven desde hace un año, Héctor comenta la huida de Jorge en tono jocoso. Ana
defenderá una vez más su concepto separatista del mundo. Héctor riposta-frase
célebre:
—No es que tú pongas las yaguas antes de caer las goteras, sino que tienes el
techo forrado de yaguas siempre. Eso es fraude.
Ella tal vez la consignará en el diario, como prueba del ingenio del amigo.
Tratando de cambiar el curso de la conversación, Ana le preguntará a Héctor
sobre sus andanzas en España. Él se extiende en la respuesta pero lo hace con la
misma neutralidad que siempre usa cuando habla delante de Gabriel. El único énfasis
se lo dedica al centro Humboldt en las islas Canarias: «un lugar de ambiente donde
no van ni travestis ni transexuales ni gays muy afeminados; por supuesto, tampoco
lesbianas. Son cuatro pisos dispuestos alrededor de un parque que tiene un lumínico
con el emblema del centro: un dinosaurio. Los pisos están repletos de discotecas,
bares, cines porno, saunas, cuartos oscuros… Es inmenso, cinco o seis veces La
Manzana de Gómez».
Ella no abrirá la boca para admirarse. Gabriel se mantiene mudo. Ella se tomará
demasiado en serio su papel de anfitriona y querrá introducirlo en el diálogo:
—¿Y tú, Gabriel, extrañaste mucho a Héctor?
«Estúpida interrogante», anotará ella. Gabriel lo extraña mucho, ha vivido
extrañándolo desde el principio de esa relación, como si todo el tiempo Héctor
hubiera estado muy lejos suyo. Pero esa clase de distancia no es posible tocarla,
empieza por respirarse: es como un aire denso que se le va acumulando a Gabriel y
llega a impedirle la respiración misma; se queda ciego, sordo, pierde la capacidad de
sentir la distancia. Se enajena. Vivir es saber cuán distantes están los otros de uno. El
viaje del que ama le otorga a Gabriel el privilegio de esa lucidez. Qué alivio saber
que un océano real lo separa de Héctor y no esa insondable asfixia cotidiana.
—Muchísimo.
Ana se mostrará inquieta y dispersa. Terminará declarándose incapaz de continuar
atendiéndolos. Utilizará como pretexto a la musa. Antes de despedirse, Héctor saca
de la mochila un estuche con tubos de óleo. Ana casi se desmayará de felicidad por el
regalo, tan oportuno. Besará al amigo mil quinientas veces en las mejillas y la boca.
Ya al final, cuando la pareja está en la calle, Ana elogiará a Gabriel desde el umbral:
—Sigues bello.
En realidad esa frase irá dirigida a Héctor, sólo él la disfruta. Abraza fuerte a
Gabriel por los hombros, como diciendo: «Eres bello, me perteneces». En alta voz
inquiere:
—¿De verdad me extrañaste muchísimo?
El silencio. La manera más absoluta de despojarnos de toda propiedad.
—¿De verdad?

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La insistencia. El intento de exorcizar el silencio, esa fisura por donde intuimos
que el otro se nos va escapando.
—Casi me muero.
Héctor lo besa en la boca. Manifiesta deseos de hacer el amor.
Hacer el amor. Hacer el amor es encuerarse y pedirle al maestro, por favor
maestro… alza mi culo basta tu cintura/…por favor maestro hazme decir por favor
maestro jódeme ahora, por favor/… por favor acaricia tu verga con blancas cremas/
por favor maestro toca con la cabeza de tu pene mi arrugado agujero del ser/ por
favor maestro vete metiéndómela suavemente…/ por favor maestro métemela un
poquito, un poquito, un poquito,/ por favor maestro húndeme tu enorme cosa en el
trasero/ y por favor maestro hazme retorcer mi trasero para devorar el tronco de tu
pene/ por favor maestro, por favor jódeme de nuevo con tu ser, por favor jódeme. Por
favor/ Maestro empuja hasta que me duela la blandura hasta la/ Blandura por favor
maestro haz el amor a mi culo… y jódeme de verdad como a una chica/…/ Por favor
maestro hazme gemir sobre la mesa/ Hazme gemir por favor maestro jódeme así/…
Por favor maestro llámame perro, bestia anal, culo húmedo/ y jódeme con más
violencia…/ y lánzate dentro de mí en un brutal latigazo final…/ y vibra durante
cinco segundos para eyacular tu calor de semen/ una y otra vez, metiéndomela a
golpes mientras yo grito tu nombre Cómo te amo/ por favor Maestro.
Héctor lee en España un largo poema de Allen Ginsberg; se reconoce en algunos
versos, los copia, los recuerda como si en realidad esos fragmentos constituyeran
todo el poema. Pero no se los trae a Gabriel. En Angola, su jefe, también su amante,
lo ha poseído así, brutal, sobre el escritorio donde Héctor ha mecanografiado tantos
informes de la compañía. Los empujones han fracturado el cristal y herido un muslo
de Héctor. Pero Gabriel no debe leer esas cosas, no debe saber nada de ese capitán,
ese maestro. La primera vez que Héctor y Gabriel se acuestan, Gabriel se interesa por
la cicatriz. «Me caí cuando niño sobre una botella rota.» La primera vez que Gabriel
se acuesta con un hombre ese hombre tiene una cicatriz; Gabriel pregunta por ella y
lo engañan.
Hacer el amor es para Gabriel que Héctor se le encime, lo bese, lo toque, lo lama,
lo siga besando, lo toque más, lo succione, lo bese, lo bese, ay, y lo masturbe. Gabriel
es el espejo de Héctor. Hacer el amor es para Gabriel vivir la experiencia de esa
simetría. ¿Cuántas veces ha querido romper esa imagen, esos reflejos? Sería deshacer
el amor.
Debe haber algo que diferencie el erotismo homosexual, le explica Héctor sin que
Gabriel nunca le haya preguntado. El reino de Gabriel es el silencio. La superioridad
de los homosexuales sobre los heterosexuales radica en que los primeros pueden
prescindir de la penetración, cifrar la entrega en la ternura, la espiritualidad, sigue
argumentando Héctor. El reino de Héctor es la insistencia.
Héctor es artesano. Tiene treinta y dos años. Gabriel estudia filosofía en la
universidad. Tiene veinte. Esta noche hacen el amor. ¿Qué es hacer el amor?

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«Hacer el amor con un hombre que no piense que hace el amor, me inspira»,
escribirá Ana en su diario. Después de irse Héctor y Gabriel, Jorge regresó. Ella lo
abrazará, le pedirá disculpas por la demora de la visita, no habrá podido acortarla
más. Le enseñará el regalo, le acariciará la verga, lo despojará de la ropa y le pedirá
tenderse sobre el sofá, quieto.
Ana tendrá un lienzo ya preparado. Lo embadurnará con timidez. Ella querrá
aprehender la fuerza devastadora de su mirada sobre el cuerpo de Jorge, no detallar
los rasgos de los ojos que la producirán. «El dibujo carece de fuerza, no me sirve. No
puede haber retrato, ni rostro, ni nada definible. La fuerza carece de forma»,
¿escribirá?, sabiendo que la idea no será original ni completamente verdadera. Eso no
le importará; ella será una puta, no una pintora. Podrá permitirse cualquier
desfachatez, cualquier locura: lanzar brochazos eufóricos sobre la tela pasivísima.
Jorge se durmió sin emitir comentario alguno. Dormido así será más profanable.
Ella gozará esa indefensión, lo escrutará hasta la fiebre. Los ojos enrojecidos. El
llanto otra vez. Pero se le ocurrirá que habrá de ser más excitante hacerlo reposar en
una habitación que habrá de tener una ranura, a través de la cual ella habrá podido
observarlo sin que él posara para ella. Ana precisará la existencia de un límite, una
barrera; sólo saber que ese cuerpo no le pertenecerá la impulsará a su conquista. Ella
necesitará el susto de la prohibición, el placer del hurto. «Héctor siempre me dice que
yo soy un maricón con tetas. Creo que es cierto.» No podrá pintar más, tapará a Jorge
con una sábana.
¿Será una mujer posterior a las revoluciones sexuales? ¿Qué deberá ser una mujer
después de las revoluciones sexuales? Esos pensamientos la contaminarán, fugaces,
pero no los escribirá. No los habrá pensado siquiera. «Detesto las contradicciones»
será la frase que más repetirá en el diario y nunca la explicará.
—¿Me fuiste infiel? —Héctor persiste en la misma pregunta y aprovecha ahora
para quitarle la sábana a Gabriel y obligarlo a mostrar la belleza de su desnudez.
Pudoroso, Gabriel vuelve a cubrirse. Al fin decide quebrar el silencio.
—Nunca.
—No sé si creerte —y lo destapa de nuevo, lascivo.
¿Qué es la creencia?: lo que no existe. Lo que existe es la necesidad de la
creencia (Manuscrito de Gabriel: Apuntes filosóficos, página 34).
—Deseo hacer el amor otra vez —insiste Héctor, reaccionando al mutismo de
Gabriel.
Ninguno de los dos desea al otro. ¿Qué es el deseo? Una creencia. Algo que no
existe. Lo que existe es la necesidad del deseo (Ídem, página 78).
Gabriel no responde, se entrega, busca el deseo.

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Ana le contará a Héctor cada detalle de su relación con Jorge y la necesidad de
encontrar un lugar idóneo para observar al amante a hurtadillas. A cambio, Héctor le
narra las aventuras suyas con los hombres españoles, debidamente calladas en la
última visita.
Ana adorará a ese Héctor confesional y exaltado que se devela cuando está solo.
Sin embargo, le preguntará por el otro. Ana no entenderá cómo un muchacho tan
bello puede vivir enclaustrado como si fuera una mujer del siglo XIX. Héctor replica,
argumenta que Gabriel sale para lo imprescindible: la universidad. Ni a las
bibliotecas tiene que ir porque él le ha traído los libros de España. La calle está muy
mala, Ana; a Gabriel no le falta nada. Héctor se lo da todo: dinero, ropa, comida…
Ana estará tentada a recriminar el egoísmo del amigo, pero la contendrá la
sensatez.
Héctor comenta que los dos cuartos pequeños de su casa que él acostumbra
alquilar, están desocupados ahora; son contiguos y entre ellos es posible agenciarse el
espionaje. Ella aclarará que no tendrá dinero, él se los ofrece gratuitamente hasta que
el cuadro esté listo. Ana dudará de tanta bondad, pensará que Jorge pudo sentirse mal
en la casa de unos gays, a ella también le molestará esa proximidad. ¿Valdrá la pena
poner en peligro su relación con Toulouse-Lautrec por aquella idea?
Ana aceptará e inventará una causa distinta para explicarle el cambio a Jorge. Él
le creyó.
Gabriel no comprende el altruismo repentino de Héctor, tan reacio a compartir su
espacio incluso con amigos a quienes les apremia más la ayuda. Pero calla, recibe a
los refugiados con la cara bella e inexpresiva de siempre. No soporta la chabacanería
del chofer, no entiende esa mezcla entre pintura y jerga solariega, pero calla. Su
silencio es total.
Ana alabará el minucioso trabajo de marquetería que la separará de Jorge. Él se
sorprendió al encontrarse aquel cuarto inmenso dividido en dos, y cuando se
quedaron solos manifestó su aturdimiento. ¿No vinieron aquí a estar juntos, Ana? Sí,
pero cuando él hubo muerto por el cansancio de tanto fornicar, ella quedará sola y
pintará, sobreponiéndose a la destrucción física. Él lo acató todo, aún sin comprender.
Él no tenía que comprender.
Por minúsculos resquicios que habrá entre las figuras geométricas que
compondrán la pared, Ana escrutará el cuerpo de Jorge. Ella le pedirá dormir
desnudo. Él no indagó razones, le bastó el masaje casi etéreo que ella le propinará en
los genitales para intuir la pertinencia de obedecerla. Unicamente después, cuando
estuvo solo, empezó a extrañarse. Miraba el techo, las imágenes formadas en la
madera, la lámpara. ¿Qué hacía él allí? Había algo incomprensible en todo aquello;
nunca antes se tropezó con una mujer así, tan rara.
Cuando la palabra «rara» apareció en la mente de Jorge, Ana inundará el lienzo
de un ocre intenso que irá transfigurando las pequeñísimas manchas de amarillo del
primer día. Avanzará, frenética. Destapará otro tubo de óleo: verde. Dudará. Sentirá

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que algo la observará lascivamente desde el cuadro en ciernes. Querrá liberarse de
toda la ropa, impúdica, conminada por esa fuerza. ¿Será su propia mirada que habrá
comenzado a revelarse? ¿Existirá su mirada más allá de ella realmente?
Cuando la palabra «rara» apareció en la mente de Jorge, él se incorporó, palpó las
decenas de triángulos, óvalos y pirámides que se interpondrán entre la rareza y él.
Casi por instinto pegó las pestañas al barniz. Buscó. Vio a la pintora en cueros, de
espaldas, encabritada sobre un trípode, balanceándose como una esquizofrénica en
crisis, derrochando óleo a diestra y siniestra. Se creyó repentinamente descubierto,
tuvo miedo y se alejó un instante del resquicio. Pero la atracción fue mayor.
No será el cuerpo delgado de Ana quien lo seducirá sino un efluvio cálido e
indescifrable. Empezó a masturbarse mirando a Ana porque será lo único concreto
que se le ofrecía. Sintió que él también se estaba convirtiendo en un hombre raro.
Imaginaba otros cuerpos y los iba superponiendo sobre el de Ana. Ninguno lo
motivaba. La causa de su enardecimiento era otra.
Ana estará hierática, inclinada hacia delante, el clítoris rozando el cuerpo del
trípode. No sabrá qué la irá excitando hasta obligarla a aferrarse con los dedos al
asiento. ¿Querrá hacer el amor con Jorge? ¿Querrá hacer el amor? Tendrá que buscar
a Toulouse-Lautrec para saberlo. Tendrá que buscar a alguien.
Ana se levantará e irá lenta, tiesa y contraída.
Jorge se tendió nuevamente, con los ojos abiertos y la verga dura, fracturable.
Ella no lo mirará.
Él tampoco la miró.
Ella sentirá ese temblor repetido.
Él se derramó como pinceladas epilépticas.
Ella y él, por vez primera irreconocibles, ajenos.
Héctor no puede conciliar el sueño, suda, enciende la luz del escritorio, deambula
por el cuarto. Gabriel lo vigila con los ojos semicerrados, la sábana tensa, atrapada
por los talones y los dedos de las manos. Héctor sale del cuarto, camina por el pasillo,
se detiene ante la puerta de la otra habitación. Se enardece. Piensa en Gabriel pero en
verdad no piensa en Gabriel. Se enardece. No puede salir para la calle, caminar,
buscar en la oscuridad. Piensa en Gabriel, se lo dice muchas veces para creerlo.
Retrocede, abre la puerta, se le aproxima con furia, le arrebata la sábana, le baja el
calzoncillo, intenta succionarlo. Gabriel está yerto, aterrorizado. Los ojos se le han
hecho dos globos enormes, el pene es una arruga gruesa inatrapable. Héctor se le
sienta encima, frota su ano contra la arruga, que va dejando de existir. Se estruja
contra lo que ya no existe. Procura los labios de Gabriel, que apenas se entreabren.
Los lame, la lengua toda afuera. Gabriel tirita. El aire acondicionado está muy frío.
Gabriel no habla, Héctor recobra la lucidez, se desmonta, quita el aire, apaga la luz,
se tiende, Gabriel se cubre. Héctor le dice que tuvo una pesadilla.
Ana se separará del cuerpo anónimo que la atravesó y paseará intensa e inacabada
por la habitación. Sentirá como si algo la conminara hasta el frenesí y el agotamiento.

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Si no lograra controlar eso, terminará golpeándose, lacerándose el cuerpo. Sin
embargo, no podrá nada. Moverá los objetos que encontrará a su paso, los apretará
hasta que amenacen romperse. Los impulsos la harán llegar delante del cuadro; la
idea de destruirlo la compulsará a contraer los dedos. «Es una mueca, una mueca de
las manos», pensará. No, no deberá descargar aquello contra su propia obra. Tratará
de preservar el cuadro colocándolo de frente a la pared.
Habrá un alivio paulatino, y después una quietud adormecedora. Ana reconocerá
a Jorge, lo abrazará. Él le besó, apacible, como quien hubiera rozado un recuerdo.

A la mañana siguiente, cuando Ana voltee el cuadro para seguir pintando, volverá a
experimentar el mismo desasosiego. Sin explicaciones plausibles que atribuirle,
terminará aceptando la única en la cual nunca habrá creído hasta entonces: la
genialidad. Una sensación tan extraña como aquélla sólo habrá podido provenir de
una conexión espiritual profundísima y esencial de la artista con su obra y de ambos
con los misteriosos ritmos cósmicos.
«Durante esos días no me sentí puta sino pintora; toda la energía sexual la
descargué en el lienzo. Fue tanta la entrega que olvidé a Toulouse-Lautrec. Era
simplemente Jorge. Ya ni era», podrá escribir.
Jorge también se despertó con apetencias descomunales. Esta vez, lejos de
provocarle inquietud, las asumió ufano, como naturales suyas. Aquella desmesura
ratificaba su virilidad.
Héctor abre los ojos, ha tenido un sueño fabuloso con el capitán, un sueño que no
sabe si es un recuerdo o una premonición o una fantasía. Lo que sea, es bueno:
Héctor no quiere desprenderse de semejante asidero.
Gabriel permanece estirado desde anoche, sufre de un encogimiento que no logra
articularse físicamente. El más mínimo roce lo convertiría en un ovillo.
Jorge caminó desnudo hasta Ana, eterna sobre el trípode. Le puso la verga erecta
sobre la espalda, la acomodó a lo largo de las vértebras, luego pegó su cuerpo al de
ella y pudo abrazarla por detrás. Con las manos le atrapó los senos. Ella se erizará.
Sin embargo, no dejará de maniobrar con el pincel para besar a Jorge. No le hablará.
No lo mirará. Él le respiró el fogaje de su aliento en el oído de ella. Ana estará todo el
tiempo enhebrada por espasmos, pisando la insistencia de un borde. Él se exacerbaba
más. Ella hará un levísimo ademán para separarse. Sin comprenderla, él acató la
distancia súbita.
Retrocedió tambaleante y enseguida volvió a acercársele, tratando de situarse
entre el cuadro y ella, pero el brazo de Ana se lo impedirá. Con su mano gruesa Jorge
inmovilizó aquel brazo. Ella reaccionará al fin, sabrá que él estaba ahí, que la
destrucción estuvo a unos centímetros de su boca. Cerrará los ojos, molesta, y los
abrirá, violenta casi, cuando sienta esa enorme cosa latiéndole en los labios. Con los

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pies impulsará el resto del cuerpo hacia atrás y el trípode caerá. Él la sujetó más
fuerte aún por el brazo y la obligó a erguirse. Los dedos de Ana habrán dejado libre el
pincel, que imprimirá una mancha azul sobre el piso.
Ella discutirá, hablará del respeto mutuo, de la necesidad artística, del ultraje. Él
le reprochó frialdad. Ella repetirá los mismos argumentos. Él desistió, alarmado por
aquella verborrea inusual en Ana, y la soltó.
Ana alzará el trípode, lo colocará en su sitio y volverá a sentarse. Tardará unos
minutos para recuperarse del temblor que le inutilizará la mano. Jorge salió del cuarto
y bajó las escaleras, furibundo. Héctor baja también, alucinado.
A través de los cristales de la sala, Jorge, sentado, trataba de diluirse en la inasible
rectitud del horizonte. La vista y la mente anhelaban una fijeza que fuera blancura,
despojo, nulidad. Imposible.
De pie, Héctor observa las líneas múltiples del cuerpo de Jorge. Sinuosas, nítidas,
alcanzables. Héctor pondera la nube magnífica que emergía de la cintura de Jorge y le
impide concentrarse en la integridad del paisaje.
Jorge no existió más. Sólo hay esa nube, sin horizonte, sin espacio real o
imaginario para apoyarse o flotar. Sólo hay ese impulso, esa fe, esas rodillas sobre el
piso, esa boca famélica que se va tragando la nube, esa lengua como un relámpago,
esa lluvia, esa acidez triunfal hasta el estómago.
La blancura. El despojo. La nulidad. Jorge apostaba, obstinado, a la línea del
horizonte, que poco a poco fue tornándose borrosa y absurda; luego se aferraba a los
cristales, demasiado limpios para negarle la imagen de Héctor arrodillado y
omnímodo; luego apretaba los párpados; luego no supo.
«Excesivamente abstracto», evaluará Ana su cuadro en un instante de desapego.
¿Aquellas manchas sin concierto, aquellos colores vivos degradados por antojo hasta
una palidez mortecina traducirán su mirada? El temor de haberse equivocado la
obligará a continuar, porque sólo en su mano, en el avance de su mano, hallaría la
respuesta.
La perseverancia es miedo. Toda pregunta repetida, toda búsqueda obsesiva,
están guiadas por la misma timidez esencial. No somos osados cuando interrogamos.
Inquirir algo es quedarse atrapado en la propia duda; todo movimiento creado por
ella es falso, encubre una inercia a la que somos incapaces de sobreponernos nunca.
¿Y qué es la vida: un acto afirmativo y arbitrario o una interrogante paralizadora?
(Ídem, página 99).
Gabriel se atreve a incorporarse en la cama. Cruza las piernas hasta hacer que los
pies toquen los glúteos. La sábana es un chal muy íntimo que cae con blandura sobre
sus hombros fornidos. Gabriel es libre. Sabe todo esto: Héctor y Jorge han bajado,
Ana pinta, nadie husmeará en la belleza de él: Gabriel goza de un olvido absoluto. No
existe. Quisiera correr por el cuarto, danzar, tararear una canción tal vez infantil. Ha
leído o alguien le ha dicho que la libertad es ese regocijo efímero que sobreviene con

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el olvido. La palabra efímero lo detiene, ¿o han sido más bien los deseos quienes se
han escurrido de pronto y lo han hecho pensar en la palabra?
Flexiona el tronco, alcanza con la mano la gaveta adosada a la cama, hurga dentro
de ella y encuentra el tarot, la espiga de incienso y la fosforera. Gabriel sabe que
abajo, después de succionar a Jorge, Héctor se ha parado y empieza a masturbarse
frente a él. El chofer se sorprendió por la grandiosidad de aquel pene. Descomunal y
robusto. Terso y uniforme. Imperioso. Altanero. Gabriel sabe que Héctor no pretende
posar para el otro, incluso la sospecha de que ese oteo hondo a sus genitales sea un
reproche, una blasfemia o una culpa recóndita, lo induce a voltearse. Sus nalgas son
rotundas.
Gabriel sabe que a través de los cristales Héctor fija los ojos en el cuerpo
exquisitamente lánguido de Jorge sobre el sofá, como si fuera un horizonte que una
vez pudo hacerse táctil en un sueño y ahora es sólo eso: memoria, tristeza, capitán
moribundo, horizonte mayúsculo hasta la ceguera.
Pero Gabriel sabe que Jorge arrasó con los paisajes. Tormenta. Impetuoso avanzó,
enhiesto para siempre, dispuesto a desdibujarlo todo. Y sabe también que Héctor,
cortés y valiente, se dobla hacia delante en una reverencia secular, y con las dos
manos separa las nalgas una de otra y está a punto de llamarle Maestro a Jorge.
«Demasiado académico», valorará Ana. Gabriel sabe que ella, al contrario de sus
propias intenciones, habrá contorneado una nube casi perfecta en el lienzo. «¡Y
pensar que lo he entregado y arriesgado todo por una imagen que al final no era mi
mirada!» Pero Gabriel sabe que ése no es el final; Ana insistirá, se empeñará en
borrar o perpetuar la imagen después de preguntarse si en realidad su mirada no sería
esa nube y no poder responderse.
El final es siempre un acto afirmativo y arbitrario. Enemigo acérrimo de las
interrogantes (Ídem, página 112).
Gabriel sabe que Jorge se la fue metiendo suavemente a Héctor, un poquito, un
poquito, un poquito, y terminó hundiéndosela por completo en el trasero. Sin cremas
blancas, sin mesa, sin que mediara una súplica o una indicación; sin que Jorge lo
nombrara perro, bestia anal, culo húmedo, ni nada. ¿Qué es hacer el amor? ¿Qué debe
ser? ¿Qué puede?
Gabriel sabe que Jorge puso su mano sobre la de Héctor cuando Héctor comienza
a frotarse el pene. Jorge movía la cintura y la empujaba, agresivo, contra la nube; la
traspasaba, la convertía en una película transparente —un cristal en medio de la sala
—, cuya delgadez le permitía tocar la mano convulsa de Héctor, que dibujaba un
horizonte del otro lado.
Gabriel sabe que la violencia de los brochazos rápidos y opresivos de Toulouse-
Lautrec arremetió después contra esa mano, para eliminarla del paisaje y consumar la
creación del horizonte —recto, blanco, posible— con la suya sola, la única mano—:
lo peor.

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«Poético. Muy poético. Falso», juzgará Ana. A distancia del cuadro apreciará la
nube, que permanecerá allí, protuberante, inmovible como un reto, tal vez como una
verdad; maltrecha por las pinceladas, hendida, goteante de sí misma, casi una pérdida
total, pero jamás una pérdida: siempre allí.
«Primitivo. Común. Cursi», Ana prolongará su tormento.
Gabriel sabe que Jorge no se arrepentía de nada, ni siquiera meditaba sobre lo
sucedido; antes bien se dedicaba a imaginar con placer y morbo infinitos lo que hubo
de acontecer entre Héctor y él más tarde, enseguida, porque la intensidad de Jorge era
mucha y no admitía espera. Declaró:
—Si yo tuviera una pinga como la tuya, sería el hombre más feliz de Cuba.
Tendría miles de mujeres. Es una lástima.
Gabriel sabe que a Héctor le parece abominable la envidia de Jorge. Sabe que
Héctor ha cobijado a la pareja para seducir al chofer de una manera preconcebida e
inalterable: inaugurándolo Maestro, invistiéndolo Capitán, como quien otorga y
deposita sobre la cabeza, el cuerpo o la frente de algún elegido, una corona de laurel,
una toga o una diadema. (¿Desde cuándo Gabriel sabe esto?) Y Héctor no le perdona
a Jorge las atribuciones suyas para modificar y destruir los mejores y más importantes
actos del rito. Gabriel lo sabe: la espontaneidad de Jorge, su ausencia de culpa y su
deslumbramiento compulsivo con el pene de Héctor, son crímenes.
La fantasía es el reverso de la libertad, su antagonista irreconciliable. La
fantasía es dogmática y autoritaria; no admite réplicas ni exenciones. Por su
renuncia a las interrogantes tiene las apariencias de un final, de algo que se cierra.
Pero es un fin siempre, algo que debe y procura abrirse. De ahí su paradoja y su
patetismo (Ídem, página 127).
Héctor aclara —frase célebre si Ana la incluyera en el diario que no existirá:
—Y si yo tuviera la tuya sería el gay más feliz del mundo. Sólo te tendría a ti.
Sería un orgullo, pero sigue siendo una lástima.
Gabriel sabe que Jorge no pronunció otra palabra. Era más sencillo abalanzarse
contra Héctor y poseerlo, una y mil veces. Ahora, cuando Jorge emprendía la
enésima, Héctor, tendido de espaldas encima de la mesa de granito, siente necesidad
de suspenderlo todo, virarse —inventando un cristal debajo suyo— y proponerle al
chofer: «Te pago lo que pidas, hasta el mismísimo horizonte. Sé Maestro. Sé Capitán.
Yo seré Perro. Bestia Anal. Culo Húmedo. Muslo Roto».
Pero la gratuidad, las evidencias palmarias que han resultado de ella, seguirían
lacerando a Héctor. Después de los develamientos de la entrega el pago es imposible,
mucho más si Jorge le regalaba un beso profundísimo entonces, el primero: atroz,
prohibido, definitorio. Aquel beso lo destruía todo.
Gabriel sabe que Héctor se adentra en la destrucción, estoico y rebelde a un
tiempo, como si la novedad de la saliva, de los ojos que desaparecen y resurgen y se
pierden, del jadeo pausado hasta la inexistencia, de la caricia cada vez más caricia y

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melancolía, fueran una espesura de la que hay que cuidarse no obstante ser inútil toda
prevención, porque la espesura es eso: la realidad, el zarpazo, la muerte.
Vivir la fantasía es arriesgarse a convocar el vacío: cerrar y abrir una puerta al
unísono. La locura. Habría que ser la puerta, no la mano. Habría que ser (Ídem,
página 141).
Gabriel sabe que no ha escrito nada original, no porque haya leído o escuchado
palabras semejantes a las suyas, sino porque son tan obvias que remedan el eco de
una voz desconocida y sin embargo familiar, de una presencia inobjetable. Eso no lo
postra ni lo angustia. Sabe que es un joven bello, no un filósofo. Su manuscrito no
existe, sólo su juventud y su belleza. ¿Puede haber algo más?
Sabe que también ese gesto, esas tres cartas entresacadas al azar y dispuestas
sobre la cama, esa lectura tan personal que hace de ellas mientras el incienso arde,
son redundantes, prescindibles. La Emperatriz y La Torre y en medio El Diablo. Arte,
nihilismo, tentación. Trampa, deseo, descendimiento. Saber oscuro, peligro, dolor.
Sin matices ni fraseos curvos: tajante, collar de escasas pero pesadísimas perlas que
nos fuerza a doblar la nuca y caer prosternados sobre el suelo: cadena áurea.
Ana pinta un cuadro perturbador y bajo su influjo misterioso la paz y el orden se
desmoronan. En el centro está El Diablo. Gabriel sabe que alguien ha escrito esta
historia, que todo es una repetición confusa, casi etílica, de esa otra historia: el retrato
de un viejo cuyos ojos fueron trazados con tal excelencia que no parecían una copia,
miraban humanamente desde el lienzo y arruinaban su armonía. El viejo era El
Diablo. El retrato anduvo de mano en mano, sembrando sensaciones angustiosas y
sórdidas en quienes lo poseían, y al final alguien lo robó en una subasta.
«Genial. Era una obra maestra. Haberla perdido fue dejar de ser pintora, no
existir. Desde entonces fui una puta más, confundible», afirmará Ana meses antes de
morir en un diario que no aparecerá nunca.
«Genial. Es una obra maestra. Soy una pintora», pensará Ana frente a la nube
diseminada, aquel remolino grisáceo e informe, jaspeado con delgadísimas vetas
negruzcas y toscas salpicaduras de colores varios. Repetirá —salmo, estribillo— que
es genial. Tres, cinco, veinte veces. Se masturbará balbuceándolo y ronca se dormirá.
Gabriel sabe que él, con el chal sobre los hombros, entra en el cuarto donde Ana
yacerá. Encima del trípode la pintora habrá dejado la paleta y los pinceles. El joven,
bello como nunca, empuña uno al revés y mientras perfora el lienzo rítmicamente con
el arma improvisada, siente el óleo húmedo de las cerdas hociqueándole la palma de
la mano. Su respiración le dicta la frecuencia de las acometidas. Gabriel lo sabe: la
sábana resbala y cae sobre el piso manchado. Él no la recoge hasta que la mirada se
halle extinta, hasta que Héctor y Jorge se queden paralizados, uno de bruces contra la
mesa de granito; el otro, Maestro sólo unos segundos, de pechos contra la espalda de
Héctor.
Gabriel sabe que Jorge, extraño y asustado, se separó de Héctor y subió las
escaleras hincando el cemento con una rapidez que Héctor escucha como si fueran

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puñetazos, puertas, finales.
Gabriel sabe que pasa un largo rato antes de que Héctor se decida a subir
también. Roza los escalones cansadamente; el sudor de los pies descalzos marca la
trayectoria de esa lentitud.
Gabriel sabe que él se lava la mano embadurnada de pintura y luego hunde la
sábana en un cubo con agua y detergente para hacerla reposar hasta que Héctor y él
se queden solos.
Al amanecer Ana despertará sobresaltada ante los ripios de tela y el bastidor vacío
y se arrojará sobre Jorge zarandeándolo por los hombros e increpándole con gritos
histéricos el haberse dejado llevar por impulsos tan bajos, el haberla traicionado así,
de manera tan alevosa. Jorge supuso que Ana había descubierto la locura suya con
Héctor. No valía la pena refutar nada, ni siquiera justificarlo; era preferible abandonar
todo, vestirse sin mirarla y salir sin despedirse de nadie.
Gabriel sabe que Héctor consuela a la amiga sollozante, la ayuda a juntar sus
pertenencias en una mochila, la acompaña a la puerta de la sala y casi la empuja
dentro del ascensor. Hoja metálica. Imagen cercenada. Adiós inexpresivo.
Gabriel sabe que Héctor regresa, y que otro hombre, sin rostro ni señas, anónimo,
busca a Gabriel en alguna parte, y se detiene ahora, sobrecogido por la ausencia
temeraria del joven. Ese hombre lo desea. No hay un silencio que los inmunice y los
haga saludables y falsos. Sólo la noche, las palabras trémulas y vehementes de
Gabriel, incoercibles como los silabeos de un niño; sólo ese beso realmente cálido
después de las palabras, sólo sus cuerpos desnudos, ingrávidos, casi irreales. Sólo el
deseo, simple y atávico. Ese hombre es lo único que existe.
¿Quién es el otro que viene ahora hacia Gabriel? Él lo sabe, es Héctor, llega y se
sienta en el borde de la cama, mira a Gabriel acostado y llora mudo frente a él. Luego
se tiende al lado suyo y lo aprieta y sigue sin hablar nada. Atávico y simple como el
deseo. Gabriel se deja abrazar, sabe que el hombre desconocido empieza a moverse,
se va alejando mientras él se deja abrazar, y termina esfumándose en alguna esquina.
Sólo existen ellos dos, Héctor y Gabriel. Ana jamás se encontrará con Jorge; Jorge
nunca se encontró con Héctor. Todo es obra del Diablo. Gabriel lo sabe, se levanta y
va al baño, sumerge sus manos en el cubo y restriega la sábana con devoción.

Ella se llama Ana. Es pintora.


Él se llama Jorge. Es propietario de un Chevrolet 57 y chofer.
Ellos se llaman Gabriel y Héctor. El primero es bello. El segundo posee al
primero.

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enki
Daniel Díaz Mantilla

un día madre se fue a norteamérica soñando con playas y edificios inmensos donde
pasear siempre y divertirse, donde bailar y jugar. tener ropas, muchas ropas y comida.
madre se fue un día con la esperanza de llevarnos junto a ella. pero los años pasan y
apenas recuerdo su nombre. lo miento a veces a los policías para identificarme. lo
mientan a veces mis enemigos, pero es una ofensa vaga, sólo una frase repetida hasta
el cansancio. madre se fue un día a norteamérica, nos dejó su apellido y es bien poco,
una hermana vieja que con el tiempo se hizo freak por el cansancio y el hambre. sólo
eso y la hierba, sólo la hierba que fumo para olvidar el desastre de una madre que se
fue buscando el olimpo y un mundo de incienso, velas encendidas desafiando la
tormenta, sólo tormenta. madre se cansó un día de encender velas y se tejió una
alfombra mágica de hilos verdes. confió en ella y en sus números, y se fue a
norteamérica un día para alcoholizar a mi padre, y dejarme una hermana vieja que se
hizo freak con el tiempo y trajo hierba para calmar el hambre y el dolor de una vela
que se extingue irremediablemente. madre se fue, se cansó de todo y huyó a
norteamérica echando a la mar su alfombra tejida con hilos verdes. sólo nos queda el
tiempo y una vela que se apaga. madre se fue y aquí estamos sus huérfanos aliviando
con hierba su ausencia y las otras. aquí estamos sus huérfanos tejiendo con hambre
una vela inmensa. ya no más alfombras ni norteaméricas, ya no más madres. aquí
estamos sus huérfanos, su viudo ahogado en alcohol. ya no más viudos ni huérfanos,
sólo hierba y tormenta. sólo tormenta, porque ni madre, porque madre se fue un día
apagándolo todo y las velas, llevándose su alfombra y su olimpo consigo para no
dejar más que la hierba en medio de los años, y una promesa de llevarnos junto a ella
que el tiempo ha apagado, una vela. sólo eso, sólo una madre que se quedó en
norteamérica envuelta en su alfombra mientras los años pasaban. y aquí sus huérfanos
mascamos la hierba y nos retorcemos en la tormenta, sobreviviendo de algún modo
como velas encendidas, fuego inútil. aquí los huérfanos y la tormenta, sólo los
huérfanos porque madre se quedó para siempre y nos dejó en la tormenta. nos dejó la
tormenta como un océano de alcohol donde padre se ahoga y nosotros. como una vela
apagada nosotros asiéndonos a la hierba para sobrevivir, como una vela apagada nos
dejó en la tormenta y los años pasaron. los años pasan siempre la teledinamita explota
en las esquinas y los años pasan las farpas se rasgan y los años pasan la bandera arde
deshecha sin mástil y los años pasan las pingas se rompen contra el muro
inútilmente y los años pasan
la policía reina pistola en mano

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gobierna los años que pasan
los que no pasan
y las balas traspasan los años, pasan quemando
los hombres mueren y los años pasan
los conjuros se trocan con los años
las lenguas de los poetas reinciden
en las celdas
y los años pasan volando
la censura esconde la legalidad y los años pasan
pasan macerando sangre
como una trampa pasan
y los apóstoles se enlosan
y los perros guerrean
y los años pasan como bombas, matan
madre se quedó para
siempre en norteamérica y nosotros crecimos encendiendo velas para alumbrar la
noche, matando los años con hierba. madre se quedó y aquí sus huérfanos nos
hicimos un camino entre la tormenta y el hambre, llorando a un padre que se ahoga
irremediablemente en alcohol y en ausencia. madre se quedó para siempre en
norteamérica y aquí sus huérfanos miramos el humo y el polvo traídos con la
tormenta
1. ninkasi me ha hablado de los patos que nadan en el estanque sin conocer a
tormenta. me ha hablado del humo y del polvo, y me ha prevenido del viento
que sopla arrasando la tierra. con ella he aprendido a seguir las huellas del
humo, he conocido del camino que conduce al temploblanco. he conocido de la
montaña y me alegro, porque la montaña es el templo. pero ahora es como una
noche inmensa, como un asalto de sombra y grito que lo ocupa todo con sus
ecos. ahora es una confusión de voces en la mente, una invasión de palabras
mezcladas al azar que se crecen como una tormenta, como un dios terrible.
siento miedo ante su empuje. ninkasi camina rodeándola, con los ojos puestos
en mí y me invita a probarla. pero la montaña se multiplica alimentándose de
todo, y es un universo de fuego que desata tormentas para contenerse y no lo
logra. es una llama encendida sobre cada cuerpo, un incendio consumiéndonos.
la montaña está viva y me busca. yo me escondo, pero ella crece e invade los
territorios con su altura. yo me escondo, pero ninkasi da vueltas a su alrededor
con los ojos puestos en mí. me invita a probarla pero yo me escondo. ella se
eleva desde el paquete abierto sobre la mesa, domina las praderas y el océano
donde padre se ahoga irremediablemente. ella se eleva y domina los bosques
con su sombra. mis escondrijos saltan despedazados por su abrazo de fuego. la
tierra se cuartea y corro, pero entre las grietas la montaña derrama su aliento y
los animales mueren. yo corro, pero los caminos zigzaguean trayéndome sobre

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mis pasos. yo corro, el día y la noche corro, escuchando el llanto de las fieras,
viendo las nubes hincharse de humo, la tormenta acercarse. corro entre los
bosques y los océanos abiertos. pero mis fuerzas quiebran y al final la montaña
sigue en frente.

padre lleva años sentado a la mesa. la tierra se ha tornado árida y los rostros se han
cuarteado de tiempo, pero sólo él y la bandera continúan inmutables: la bandera sigue
en lo alto, luciendo su color gastado por la lluvia, sus farpas destruidas por las
piedras, sigue en lo alto como un presagio o una alucinación general. todos la miran,
sigue siendo la bandera a pesar de la tierra árida y los rostros cuarteados, sigue
gobernando ante el embate del viento. la bandera y padre sobreviven como si tal cosa,
como si no hubiese montañas. y es que a padre no le importan la bandera ni el
tiempo. lleva años sentado a la mesa, sin moverse, ignorando los días y las noches de
abstinencia. padre se abstiene. siempre. él sólo mira y se abstiene, nada y se abstiene.
sus ojos no se abren más que al océano en que nada. sólo al océano. nada, nada y se
abstiene mirando al infinito borde de la mesa, sentado desde hace años, comiendo
apenas, sobreviviendo. padre nada en su mar de alcohol. se disuelve en su mar de
alcohol. es el alcohol en que nada, padre es la nada, sólo eso. la nada, y el recuerdo de
una alfombra verde volando lejos sobre su océano. padre es el océano y madre, madre
se fue dejándonos el vacío en que padre se abstiene, se fue dejándonos a un padre
sentado a la mesa. madre nos dejó la mesa, nos dejó la nada y el océano; el océano,
ése es el único camino para padre. él no ve las montañas ni le importa; él no sueña
con banderas ni norteaméricas. sólo el océano. solo él y su océano. sólo la mesa sin
límites. ni banderas ni tierras, sólo la nada. siempre la nada creciendo como una
trampa. dentro están mi hermana y su montaña blanca. dentro estoy yo, están las
banderas deshechas, pero padre no mira. padre se esconde en su océano, nada y se
esconde, y sobrevive como puede. siempre mirando al vacío, siempre vacío, padre
sentado a la mesa viendo pasar los años y las alfombras. padre sin alfombras, sin
banderas ni madres. ya no más madres. ya no más, porque padre se ahoga en su
océano, esperando. y la montaña crece aliméntandose de todo y mi hermana. ya no
hay hermanos, sólo montaña. sólo un padre que se ahoga irremediablemente, dejando
pasar los años como si tal cosa. ya no más padres, madres. ni voces de auxilio para
salvarlo, sólo montañas. montañas y viento, una tormenta que se acerca desde
siempre agitando el océano. padre se ahoga. se ahoga irremediablemente viendo pasar
los años. padre y los años. padre y la alfombra y los siglos de abstinencia. todo se
hunde en el océano. todo se ahoga y padre. todo es océano, padre, todo es océano. no
hay montañas ni caminos, no hay madres ni norteaméricas. todo es océano. todo es la
nada inmensa en que se ahoga. océano, sólo eso. sólo una bandera que se derrumba,
una alfombra rota. el océano, sólo el océano creciendo como una trampa,
alimentándose de montañas y madres, de banderas deshechas. sólo el océano y padre
se ahoga. se ahoga mientras las mesas se hunden, y las madres y el tiempo. padre se

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ahoga mientras los años pasan. los años pasan siempre, y los caminos y las banderas
se hunden, y las alfombras y las farpas se rasgan, y el tiempo pasa. el tiempo pasa,
pasa y padre se ahoga. todo se hunde en el océano
queridos hijos:
sé que ustedes son muy pequeños para entender esta separación. pero las
personas mayores son muy complicadas, y a veces todo se pone tan difícil
que a una no le queda más remedio que hacer estas cosas. yo también los voy
a extrañar mucho. pero no se desanimen, pórtense bien y cuiden mucho a su
papá. ninkasi, tú que eres la más grande debes seguir estudiando y cuidar
mucho a tu hermanito. háblale de mí para que no me olvide. yo los mandaré
a buscar pronto, y viviremos juntos en una casa muy linda y siempre habrá
fiestas y juguetes.
los ama:
mami
padre lleva años sentado a la mesa, guardando un recuerdo inútil, unas fotos
amarillas sonriendo en kodak desde la pared. el océano ha crecido con el tiempo. la
alfombra y las banderas se han hundido y padre flota sobre las olas, hinchado de
alcohol y abstinencia. en el horizonte se eleva el humo de las ciudades. padres se
ahoga inevitablemente en su océano sin madres ni montañas, sin límites. padre se
ahoga.
2. al final la montaña sigue enfrente, como una trampa, un acertijo infranqueable.
ninkasi me mira invitándome a probarla y sujeta sus bordes, la estira sobre la
mesa, la alarga. ella muta y se escurre por los rincones, serpentea sobre el
paquete abierto, atrayéndome. yo camino despacio sobre la nieve, descubro su
presencia en cada huella que se borra, en cada árbol helado del bosque: todo es
pálido. la montaña está ahí y no le temo. no les temo a sus bordes sujetos ni a
las ventanas cerradas desde donde ninkasi me invita. no le temo a la nieve, no
le temo. yo camino despacio sobre ella, hundo mis pies abrazándola. sé que el
océano es frío, pero no le temo. ni a él ni al bosque, ni a las fieras que han
muerto junto al árbol helado. no les temo al bosque ni al hielo. el hielo se va, se
derrite bajo mis pasos y la tormenta avanza. respiro el polvo de la montaña
erosionada, ninkasi sujeta sus bordes y camina a mi lado. ya no hay nieve ni
océanos. ya no hay sino bosque y polvo: no hay montaña, sólo un punto de luz
al final, sólo el infinito en que camino. no hay temor ni fieras; sólo el bosque y
sus árboles pálidos
los árboles pálidos del bosque
los pálidos árboles
los árboles y el eterno zumbar del viento entre sus ramas, yo camino
despacio, y el bosque borra mis huellas, las deforma inevitablemente, las detiene para
siempre dejando sólo un zumbido

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sólo el zumbido ubicuo del viento rajando el tiempo, abriendo caminos
intransitables, zanjas invisibles donde mis huellas se pierden. camino despacio entre
tormentas y fieras muertas, buscando el centro, un infinito punto de luz al final. pero
mis huellas se pierden y al cabo sólo está el bosque, sólo la innúmera soledad del
bosque, el bosque y sus ramas mustias viviendo en la tormenta,
sólo el bosque
sólo el bosque y un zumbido eterno
un zumbido eterno

e
t
e
r
n
o

3. los árboles, el bosque, la tormenta horrible que destruye montañas y océanos, el


polvo y la nieve: tal vez todo sea una farsa, sólo una farsa y yo debatiéndome
dentro de ella como un muñeco de cera. tal vez no haya ni velas ni madres, tal
vez no haya nada, sólo un vacío inmenso, un hueco que llenamos
insistentemente de fantasmas, sólo fantasmas, y yo aquí creyendo

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La verticalidad de las cosas
Ronaldo Menéndez

Esta criatura de cabellos largos es bastante cargante. Por todas partes la encuentro
y a todas partes me sigue. Es algo que detesto, pues estoy acostumbrado a la
soledad. ¡Podría quedarse junto a los otros animales! El cielo está encapotado, sopla
viento del este. Creo que «vamos» a tener lluvia. He dicho «vamos». ¿Por qué hablo
en plural? Ah sí, lo be aprendido de la criatura de cabellos largos.

Mark Twain, El diario de Adán

Y si soy un hecho experimental, ¿soy el todo de este hecho?, ¿seré el todo? No; creo
que no. Lo que me rodea forma parte del mismo hecho. Yo soy la parte principal del
todo; no hay duda. Pero lo demás tiene también cierta significación.
¿Mi supervivencia está asegurada? ¿Deberé vivir atenta y cuidar de ella? Esto
último es acaso lo más acertado.

Mark Twain, El diario de Eva

Cuando Yeni me dijo que iba a suicidarse pensé más que nunca que pertenecía a esa
raza inconfundible: los bárbaros.
Tenía dieciocho años (todos alguna vez tuvimos dieciocho años, ella aún los
conserva aunque repentinamente encallecidos por la violencia del devenir). Sus ojos
demostraban, ajenos a todo escrúpulo, las nobles impertinencias de esa edad; pero
sobre todo mucha ignorancia, tanta como cabía en su cuerpo taponeado en 1.30 de
estatura. Esa ignorancia que a veces se confunde con ingenuidad y que ostentan con
equívoca convicción los habitantes de la sierra.
Los orientales. Los bárbaros, de los que Yeni formaba parte genealógicamente,
nacen con una ingenuidad diferente a la del resto de los mortales, pues en lugar de
aligerarse de ésta durante el empedrado transcurrir de los años e irse convirtiendo en
sinvergüenzas aptos para la vida, permanecen bajo el lastre de la ingenuidad y para
disimularlo muchos suelen esconderse tras una máscara de falsa suspicacia, de modo
que terminan convertidos en sinvergüenzas no aptos para la vida. Llegan a creerse
hombres (y mujeres, Yeni es el caso) con un talento de incuestionable valor, al que
llamarían sagacidad si el vocabulario se lo permitiera, pero que se limitan vagamente

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a identificar con una sonrisa que ellos consideran el colmo de la picardía, de la
felinidad. No se imaginan que el resto del mundo pueda entenderlo de otra manera.
Eso fue lo que más me llamó la atención aquella tarde en que tuvo lugar, en un
patio tan sombrío como el de cualquier Escuela Superior (tan sombrío como el patio
de los epicúreos, por poner un caso), nuestro primer tropiezo. Yo me detuve a mitad
del trillo que compromete los albergues hacia la parte docente, viendo ese vestido a
cuadros entallado en 1.30 de estatura que se me venía encima tranquilamente, pasito a
paso, con distraída lasitud, y no pude hacer otra cosa que permanecer como un
arbusto imprevisto en medio del camino. Entonces tropezamos. No hay que buscar
razones cuando se trata de la efímera irrupción de realidad que nace de una
coincidencia, y menos aún si es una nimia coincidencia. Tal vez actué así para
sentirme superior a 1.30 de estatura, o tentado por el aire remoto de aquel fémino, o
tal vez todo esto, pero además buscando un acercamiento que terminara en
intercambio de fluidos. (Todos los varones que se internan en aquella epicúrea selva
buscan el intercambio de fluidos con las becarias provincianas.) Yeni me miró
tendiendo contra mí un cosmos de picardía, pero que me pareció más bien la sonrisa
con que un alfarero había resuelto malograr a última hora su muñeca de porcelana.
Terminamos en la cama. En su cama. En la cama de su albergue. La abrupta
simplicidad de mi conquista tiene sus causas: el trópico, la ingravidez de una isla
sobre sus aguas, la ligereza innata de sus habitantes, sobre todo tratándose de Yeni,
por cuyas venas corre sangre bárbara, es decir, del oriente de la isla. Por supuesto,
antes tuvimos que reírnos del tropiezo, cartografiarnos con sendas miradas,
presentarnos a través de nuestros nombres. Ella se llamaba Yenisleidis, pero todo el
mundo le decía Yeni, no para abreviar sino por cariño. Yo podía ser cualquiera, y por
el momento preferí ser Alejandro Macro. Qué nombre más raro, me dijo, había un
conquistador que se llamaba así, ¿no? Más o menos, le dije, pero puedes llamarme
Ale como hacen todas mis conquistadas. Su primera carcajada dejó dos datos
fundamentales: que había entendido la última palabra de mi chiste casi libidinoso
porque siempre estaba pensando en eso, y lo otro era que quizá le agradaban mis
intenciones. Es simple: la clave de mi éxito con Yeni es que las becarias provincianas
se aburren.
Nos soportamos durante un preludio reglamentario agradándonos recíprocamente
hasta que no fue posible sostener la conversación sin tocarnos. Primero con los
labios, como al descuido, luego como si tuviéramos sed (su saliva conservaba el
sabor de alguna hierba), luego con las manos. Pude pensar que sus pechos se me
abrieron de pronto como ramos de Jacinto. Que sus piernas conservaban la fuerza de
lo elemental. Pero antes de darnos cuenta ya había transcurrido un tiempo imposible
de medir en los relojes y un horizonte de perros ladraba muy lejos del albergue.
No sé quién dijo primero vamos al albergue. Debió haber sido ella (yo tocaba su
cuerpo en silencio) que hablaba mientras se dejaba amasar. Todo el tiempo decía
cosas ridículas, como si le fuera imprescindible hacerme saber con palabras las

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reacciones de su carne. Así que fuimos al albergue, distribuido por cubículos y en
cada uno había dos literas. La oscuridad en el pasillo y en las habitaciones ocultaba el
sueño aburrido de las becarias, aunque no de todas, a juzgar por la inconfundible
naturaleza de ciertos suspiros. En los albergues hay que hacer el amor en silencio, me
había dicho Yeni mientras subíamos, no sé si como advertencia o para demostrar la
solidez de su currículum en esta materia.
Ni nardos ni caracolas tienen el cutis tan fino, pude haber pensado. Y eso que
Yeni pertenecía al oriente de la isla, donde la sinceridad ortogonal del sol y la
irresponsable costumbre de no aplicarse cremas (pues no las hay) garantizan cierta
condición apergaminada de la piel. Imagino que Yeni tenía algo de mulata, aunque no
se notara a simple vista. Para percibirlo se necesitaba una mirada activa, es decir,
cerrar los ojos, desnudarse y hacer contacto con su carne. Con la brutalidad de las
maniobras de su carne. En honor a la verdad, no puedo afirmar que aquella noche
troté el mejor de los caminos, ni siquiera que mi potra era de nácar (pues ya se sabe
que tenía algo de mulata), ni siquiera que se trató de algo extraordinario. Peculiar. Ésa
es la palabra exacta. Llegamos a su cubículo donde un interruptor quebró la
penumbra con una luz que parecía gastada como una ropa vieja. Ella enseguida tiró
su ropa que no era más que aquel vestido a cuadros, pues mi vista cayó al instante en
la mancha de su sexo sin ropa interior. Nunca hubiera imaginado este atrevimiento.
Sacarse la ropa de un solo golpe contra la luz de mi vista, casi fríamente. Andar por
las calles con un vestido que la mantenía descubierta. Fue necesario apagar la luz
para que las otras internas no saltaran del sueño aburrido a la fruición gratuita de un
sex show. Aunque de show hubo muy poco: Yeni ardía sobre la cama, pero sólo eso.
Yo estaba acostumbrado al sexo sofisticado de las muchachas de una Escuela
Superior, filósofas del amor libre, barrocas en el preludio, cubistas durante el
recorrido, y en el clímax era puro expresionismo abstracto. Lo de Yeni tenía más que
ver con el realismo limpio. Apenas nos acariciamos levemente en vertical, ella cayó
sobre la cama como si se tratara más bien de un examen clínico, hecha un temblor de
carne, y se hizo penetrar. Esto era peculiar, pero más aún lo eran sus sonidos en cada
orgasmo que alcanzaba con asombrosa rapidez, algo entre el gemido y la palabra. Es
decir: como hablaba todo el tiempo durante el recorrido, cuando alcanzaba el
orgasmo las palabras se torcían en espasmos y suspiros sin abandonar del todo su
naturaleza significante. La luz del entendimiento me hace ser muy comedido, de
modo que no repetiré las cosas que ella me dijo, baste con saberse que todo el tiempo
anunciaba lo que íbamos haciendo y lo que ella sentía, lo cual era bastante
minimalista, pero también es justo reconocer que, superado mi primer asombro, la
cosa comenzó a interesarme, prestaba atención y hasta me sorprendí bárbaramente
estimulado. Cuando amaneció, olíamos a falta de sueño, a sudor y a semen. Me
pregunto a qué hora de la noche llegó su compañera de cuarto, que se arropó
alevosamente a dos metros de nosotros como una comadreja.

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Con Yeni tenía mucho que hacer por las noches y poco de qué hablar, pero para
dos seres que se entregan al concubinato es inevitable ir pasando a un conocimiento
recíproco con la chismosa acumulación de los días. Así me fui enterando de su
pasado: vivía en oriente, por supuesto. Toda su familia era de allá, de la sierra donde
se escondió el pacífico ejército rebelde, del fin del mundo, de la punta de la cabeza
del cocodrilo. Pero ahora sólo quedaban su madre y su padre, porque ya ella había
dado el salto más grande de su vida, pues la luz del saber llega a los más opacos
ángulos de la ingrávida isla, hasta a esa aldea agroalfarera donde las muchachas se
llaman Yenisleidis, Isnaildis, Leyanis, y donde se dan también todas las
oportunidades, por supuesto que se dan todas las oportunidades, ya que el pacífico
ejército rebelde tuvo por allá sus comandancias, sus quilombos, sus cuarteles
generales en la manigua, y luego fue avanzando de oriente a occidente, todos se
marchan de oriente y llegan a occidente, donde está la capital, la acrópolis, y una vez
establecido el nuevo poder en la capital, por todos y para el bien de todos, también la
sierra se ve encandilada por la luz del saber, las oportunidades para los descendientes
de esos veteranos de cuyos cerdos y vacas se alimentó el ejército rebelde, y por eso
fue que Yenisleidis, Isnaildis, Leyanis, hicieron sus exámenes de ingreso para la
Escuela Superior, cualquier Escuela Superior con tal de alcanzar el centro, con su
ágora ciudadana, sus sofistas, sus perdularios y traficantes de baja estofa. De modo
que Yeni aprueba el examen, un triunfo para toda la familia que con el tiempo ya se
ha ido estableciendo en la acrópolis, voy a estudiar para la capital, luego ayudo a mis
padres a mudarse para allá así que tal vez la aldea quede desierta como esos templos
sin dioses, viva Yeni, el cerebro y la esperanza de la familia. Porque todo oriental
nace con una idea fija: mudarse a la acrópolis, aunque sea bajo un puente, en una
buhardilla, dentro del acueducto. Pero tienes que cuidarte porque allá la gente es muy
viva, muy mañosa, y entonces es cuando brilla esa sonrisa pícara en el rostro de los
orientales, el colmo de la felinidad, los bárbaros triunfadores que se naturalizan en la
Roma imperial, en Cartago, en Lima, en el Distrito Federal, en cualquier acrópolis
superpoblada, que soportan dentro del cuerpo cantidades navegables de aguardiente,
que traen sus dioses díscolos y todas sus costumbres, como la de cocer los alimentos
en hogueras utilizando los muebles estilo Chippendale para combustible, o esa otra
de andar semidesnudos en las recepciones eclesiásticas haciendo temblar los
monóculos de recatadas solteronas. Yeni era parte de ellos, de los bárbaros, de la
alteridad selvática que se nos venía encima.
Todo esto es predecible: la invasión de oriente a occidente, el General mulato que
tuvo la suerte de ser enterrado en la capital señalando el camino a los gendarmes
orientales que han ido llegando, temibles y malhabladores del acento citadino.
Demasiado predecible, de modo que más vulneraba mi curiosidad el pretérito sexual
de Yeni. Entre uno y otro escarceo, y como venía al caso, fui enterándome de que mi
concubina había llegado virgen a la acrópolis, inmaculada como un pájaro de vidrio y
desesperada por dejar de serlo. En lugar de ir a ofrecer su jugo primigenio al templo

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de Ishtar, y ante la vergonzosa perspectiva de ser una excepción entre las filósofas
del amor libre que pululan en una Escuela Superior, decidió sacrificarse al primer
peregrino que le echó el ojo. Anduvo algunos meses fornicando democráticamente
con dos o tres, aprendiendo a cuidarse a base de instinto, empirismo, referencias de
sus compañeras de albergue, y sobre todo mucha suerte que es lo fundamental en
estos menesteres. En algún momento tuvo la convicción de que si la Virgen había sin
pecado concebido, ella podría pecar sin concebir, es decir, se percató de la
excepcional circunstancia de que no quedaba grávida aunque prescindiera de los
anticonceptivos. Ya tendré tiempo, me dijo, cuando se me antoje salir preñada, de
hacerme un tratamiento.
Llegábamos al albergue todas las noches hartos de las clases y de devorar comida
barata en los alrededores, todavía con un excedente de hambre que debía ser
postergado para el día siguiente, pero al final nada de esto nos importaba, sólo nos
urgía lo otro, sobre las sábanas amarillas (las sábanas de una becaria nunca son
blancas), siempre de la misma manera: ella se quitaba de golpe su vestido a cuadros u
otros dos que tenía, ofreciendo su abrupta desnudez (de alguna manera supe que sólo
contaba con dos calzones para ocasiones precisas, de ahí su atrevimiento), apenas me
dejaba divagar sobre su carne me empujaba a caer machihembrados sobre el angosto
rectángulo. Luego venían sus monosílabos, sus frases de lugares comunes con voz
pringosa, a veces alguna pregunta de cuya respuesta parecía depender la intensidad
del instante próximo. Las ligeras variaciones nos las inducía su compañera de cuarto,
inveterada activista del amor libre que casi nunca regresaba al albergue, pero cuando
nos cogía la delantera la encontrábamos arropada en la cama con apenas un breve
calzón, haciéndose la dormida a sólo dos metros de nosotros que íbamos directo al
rectángulo a hacernos los dormidos no por mucho tiempo, pues enseguida Yeni se
tragaba su silencio devolviéndolo en forma de carne abierta, y sólo durante aquellas
sesiones de tácito exhibicionismo notábamos cuanto crujía nuestra litera, y sobre todo
Yeni rebajaba sus soliloquios a apretados monosílabos, con tal sacrificio de su parte
que a veces daba la impresión de que iba a implotar tragándose mi cuerpo. Esto era
todo, aunque había más. Pero entonces yo no lo sabía. No podía tomar distancia ante
aquel cuerpo macizo apretado en 1.30 de estatura que sólo hablaba cuando hacíamos
el sexo (según Yeni, hacíamos el amor).
Hay tres tipos de seres de naturaleza silenciosa: los tímidos, los que gozan de un
mundo interior tan vasto como inefable, los que no tienen nada que decir. Yeni
pertenecía a este último grupo. Cada vez que yo intentaba extraer de nuestra relación
algo más que un intercambio de fluidos, me estrellaba contra el muro de una sonrisa
involuntaria pegada a una cabeza que imaginaba aquella alteración de sus músculos
faciales como el colmo de la picardía. Ni siquiera lograba arrancarle un destello de
inteligencia a sus ojos ámbar cuando le formulaba un chiste de alta elaboración, sino
simple y demoledoramente la misma sonrisa de quien no había comprendido y se
esforzaba por ocultarlo. (Nada dice más de una persona que su capacidad de reírse

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con exactitud.) La risa de Yeni era mecánica y evidente como la estupidez, pero ella
imaginaba todo lo contrario.
En algún momento Yeni comenzó a espaciar a dos o tres veces por semana lo
único que teníamos, nuestro invaluable tesoro, la piedra ontológica de nuestra
relación: el intercambio de fluidos. Aquella tarde pastoril en que casi nada nos
habíamos dicho bajo un álamo, ella abrió la boca para decirme, hoy no, papito (le
había dado por llamarme de aquella manera tan pedestre, yo hubiera preferido ser
Alejandro Macro), hoy no, que estoy cansadísima. Era justo, ella estaba cansada y
pensándolo bien yo me sentía molido, licuado y luego deshidratado. Cada vez más
frecuentemente ella tomaba la iniciativa de sentirse cansada y entonces yo buscaba la
forma de también estarlo. Nos vemos mañana.
Cuando se abrieron aquellos paréntesis me di cuenta que mis noches solitarias
eran un abismo de molicie. Me estaba volviendo adicto a nuestro rectángulo.
Entonces comencé a intuir que eso era todo, pero había más. Aunque por propia
voluntad no tomaba distancia ante aquel cuerpo macizo apretado en 1.30 de estatura,
era un hecho que ella me imponía la distancia con su ausencia. Me dio por
preguntarme cómo era posible que la estuviera necesitando si se trataba de un mínimo
cuerpo, es cierto que voluptuoso, pero al fin y al cabo sólo carne. Su silencio, su risa
bruta, y sólo carne monótona, abierta, rutinaria. Evidentemente, el asunto estaba en el
sexo, esa aplicación a golpe de metrónomo que Yeni convertía en algo tan elemental.
Era un misterio, pues Yeni me gustaba por gusto.
La tarde en que noté por primera vez que su boca sabía a tabaco tuve la certeza
física de que aquello no era la simple adquisición de un vicio. Yeni había empezado a
fumar unos inexplicables cigarrillos con filtro dorado, de esos que cuestan dos
dólares, y que en nada sintonizaban con la pecunia de quien no contaba con más de
dos calzones. En algún momento le hice notar que aquellas cajetillas representaban la
cuarta parte del sueldo de un profesional, pero ella me regaló su risa empeorada por
la expresión del fumador neófito, mientras me oponía sin más explicaciones que no le
costaban nada. Me las regalan. Nunca supe si ya en aquel momento le daba lo mismo
una cosa u otra con respecto a mí, o si se trataba de crasa imbecilidad, lo cual era lo
más probable, pues aquella respuesta era como dar agua salada a un hombre sediento.
Mi curiosidad aumentaba de forma estéril. No me atrevía a preguntarle nada, a
exigirle nada, y cada vez me conformaba con menos: tenía el regateo de su carne una
vez por semana sobre sus sábanas amarillas, a golpe de metrónomo, yo terminaba
sudando de placer, derramándome por los poros sobre su piel bárbara. Entonces no
me interesaba penetrar más allá de su carne, casi entendía su cansancio, justificaba
sus ausencias, me inexplicaba sistemáticamente ya no sólo sus cigarrillos con filtro,
sino sus nuevos calzones y su repentina parafernalia.
En algún lugar había leído que el sexo es la nostalgia del sexo. Con Yeni fui
comprendiendo el sentido vivo de esta frase, pues yo le hacía el sexo con nostalgia
por lo indefinible, con ubicuidad. (Para ella aún hacíamos el amor, aunque fuera una

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vez por semana.) Y necesariamente tenían que cambiar las cosas: me sorprendí una
tarde merodeando sin escrúpulos por los alrededores del albergue. Era el último día
de la semana, la última hora de la tarde, y aún no había poseído mi ración de Yeni.
Además de reírme de mí mismo, con angustia, pues ya no era Alejandro Macro sino
Napoleón en Waterloo, empezaba a sospechar que ni siquiera había sido en algún
momento un conquistador. Tenía que violentar el devenir.
Cuando le pedí explicaciones, dime qué pasa entre nosotros, háblame claro, y
cosas por el estilo, Yeni me observó con indiferencia, con desidia, y me soltó con
ensayada calma que tenía otra relación. Eso me dijo: sucede que conocí a un
muchacho y me empaté con él. Bueno, no es un muchacho, es un hombre y es
italiano.
A partir de entonces dejé de hacerle el amor con nostalgia: empecé a hacerlo con
angustia. Pero antes, según el brusco giro de los acontecimientos, tuvimos que
franquear el pequeño infierno de su confesión. El arrebato vino mucho después de sus
palabras, pues en aquel instante no sé cómo (desde entonces estoy convencido de que
la lucidez nace de la desesperación) pude intuir en sus ojos la inminencia de aquella
irreprimible sonrisa. Sería un final posible: si yo me hubiera desesperado desde el
primer momento, el nerviosismo de Yeni se hubiera fugado en aquella sonrisa,
entonces yo podría haberla matado a golpes. Encendí uno de los cigarros con filtro
dorado y le dije, está bien, está bien. Pero cuando te canses de él, búscame. Mi actitud
la desconcertó tanto que vi bocetearse el llanto en sus ojos ámbar, y creo que fue la
peor de las alternativas, porque enseguida pasé a preguntarle cómo había sido. Por
qué no me lo dijiste. Y ella: lo encontré paseando por el malecón, se me sentó al lado
y empezó habla que te habla, a darme conversación, y era tan educado y tan
inteligente, aunque casi no entendía el español y tenía que repetirle las cosas, luego
me invitó a comer un sándwich y de ahí a su habitación a ver unas fotos de Italia. Y
yo: y qué tal las fotos. Y ella: no sé (aquí apareció la sonrisa que era el colmo de la
picardía), no vimos las fotos. Y yo otra vez: por qué no me lo dijiste. Pero resulta ser
que Yeni no quería perderme (nuevamente el boceto del llanto en sus ojos ámbar), tú
también me gustas. Y ahora no te importa perderme, por eso me lo contaste todo.
Desconcierto, total y dramatizado desconcierto (mantiene húmedos sus ojos ámbar,
como miel adulterada en agua): no, no quiero que nos separemos. Aquí viene un corte
brusco en el pequeño infierno, pues ella me dice, te deseo, ahora mismo te deseo. Y
así fue como terminé haciéndole el sexo con angustia, otra vez en nuestro rectángulo,
toda la noche escuchando los lugares comunes de su voz, sintiendo sus piernas
elementales apretadas sobre mis riñones, sus corcoveos de hembra.
Dos días completos desaparecí con la fútil convicción de castigarla, de someterla
a mi ausencia, de demostrarme que la bárbara, la oriental, era saludablemente
prescindible. Me convencí de todo lo contrario al tercer día cuando decidí tragarme
mi estrecho amor propio como Júpiter devoró a su hijo, y monté guardia en los
alrededores del albergue. A eso de las dos de la madrugada mis ojos de búho supieron

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su llegada en el auto del fulano que parecía el carruaje encantado de cenicienta. Se
besaron tras el parabrisas (fue necesario para ellos la melosa despedida, para mí fue
necesario verlos). La angustia y la rabia se explican por sí solas ante esta escena, pero
yo no contaba con el ridículo cuando decidí ocultarme al paso de Yeni, y ella se
volvió tranquilamente (ya el fulano no estaba), para decirme, con un tono de voz
igual a su sonrisa: ¿estás jugando a los escondidos? Sólo atiné a preguntarme cómo
era posible que me hubiera descubierto, y me sentí culpable.
Tuve la claridad suficiente para vislumbrar lo absurdo de aquella circunstancia:
Yeni estaba mortalmente ofendida, pues yo ahora me dedicaba a espiarla, por tanto,
yo era el victimario y ella sufría por su agujereada intimidad. Siguió arremetiendo
con argumentos de hembra bárbara y yo comencé a percibirlo todo como en una obra
de teatro, aniquilado, ausente de toda posibilidad volitiva. Si yo lo sabía todo y había
aceptado las reglas del juego, por qué la espiaba (para Yeni aquello era un juego, con
reglas y todo); y creo que fue esto último lo que me hizo intervenir en la farsa como
un actor que había olvidado su papel, tartamudeando en medio del escenario, para no
golpearla la agarré con ambas manos del cabello y la sacudí (debió ser con frenética
dedicación), ella gritó que le dolía, carajo me duele, pero yo continué en esta función
todo el tiempo que necesité para calmarme. No creo que la desesperación sea ciega:
un hombre se encuentra desesperado y precisamente por ello es capaz de urdir un
crimen con la pesantez y frialdad de un iceberg. Mientras la zarandeaba, sobre la
pantalla de mi mente se desplegó una idea fija: la Sonata a Kreutzer; por absurdo que
parezca pensé en el título del libro, tensé por última vez su pelo y fue suficiente para
soltarla. Ella se repuso, lacrimosa, y ya no quería hablarme. Quería tenerme lejos,
lejos, lejos. Déjame sola. Pero yo persistía a su lado como si esperara obtener algo,
porque en el fondo más angosto de mi resentimiento esperaba obtener algo. Eso,
quería eso. Estaba tan excitado que a partir de ese momento cedí y concedí hasta lo
inverosímil para obtener su absolución. Y por inverosímil que resulte, al cabo de hora
y media Yeni estaba bárbaramente dispuesta a arrancarse el vestido, meterse conmigo
en el rectángulo y empezar a decirme al oído aquellas cosas ridiculas que tanto me
gustaban. (En algún momento me sentí con ventaja sobre el otro que no debía
entender bien el castellano erotizado de Yeni.)
Me gusta; fue el saludo con que me abrió los ojos a la mañana siguiente. Todavía
estaba desnuda porque habíamos amanecido solos en el cubículo. Enseguida, y sin
que yo se lo preguntara, me hizo saber qué era lo que le gustaba: la relación de
nosotros. ¿La relación de nosotros? Tampoco pude entender si era imbecilidad o
sadismo, cuando me aclaró que no. Nosotros no, la relación mía con Darío. Darío
Manera, así se llama el italiano. Él me quiere, está enamorado de mí y no me exige
nada. Vronsky, le dije, yo pensé que se llamaba Vronsky. Ella no me entendió, y
mucho menos cuando lloré con el único deseo de inspirarle lástima.
Cuando dejé el albergue como el ser más patético que había plantado su huella en
aquellas regiones, tuve un discreto acceso de dominio sobre mí mismo. Nombrar las

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cosas. Creí que el primer paso sería el de nombrar las cosas. Así, yo era un trapo.
Yeni era…, bueno, el hijo de Yeni sería un hijo de puta. Y el tal Darío Manera (tenía
que llamarse Darío, no podría ser de otro modo), por ahora era un ser sin muchos
atributos, sin una categoría definitiva para nuestro caso, era un turista más, que según
Yeni estaba enamorado de ella y no le exigía nada. Aquello, sin dudas, pertenecía a la
estirpe falaz de la carta a los Corintios. Me pregunté enseguida cómo podía
entenderse eso de estar enamorado sin exigir nada. Era como navegar sobre aguas sin
ancla. Y quien navega de ese modo es porque se va a ir lejos, lejos, lejos; como nacer
en Génova y venir a parar a las Américas. Cuántas indias orientales andan sueltas.
Cuánto fornicio viejo en el nuevo mundo. Y luego volverse a casa. El último grano de
lucidez en mi reloj de arena, cayó con el nombre de Poznisev, ese personaje de
Tolstói que asesina a su mujer, y luego afirmaba que la depravación empieza allí
donde el trasiego sexual no implica un compromiso moral.
Vaciado mi reloj de arena comenzó otro pequeño infierno. Busqué los lugares más
concurridos de la acrópolis para dejarme ver hecho una porquería humana (millones
de testigos no eran suficientes para mi angustia), dejé que los ojos se me licuaran ante
gentes que se me cruzaban en la acera, los miré con la afianzada esperanza de que
guardaran el recuerdo de un tipo que sufría. El verdadero infierno es que hacía todo
aquello en serio, sin la más mínima capacidad de reírme de mí mismo. De alguna
manera di fuego a uno de aquellos cigarros con filtro dorado que Yeni me otorgaba
(sentía inexplicables deseos de hacerme daño), fumé, y luego lo apagué sobre mi
muñeca izquierda, en el lugar donde suele llevarse la esfera del reloj.
¿Qué te pasó?, me dijo Yeñi al verme al cabo de unos días, en el rectángulo.
Ambos teníamos cara de mala noche por distintos motivos. Ella dejó penetrar con
impaciencia y comenzó a hacer cosas que no eran suyas. Primero me volteó bajo la
condición de su cuerpo macizo (casi nos salimos del angosto rectángulo) y ella quedó
encima, vertical, cabalgando y sobándose los pechos con aquella sonrisa tatuada en el
rostro. Aquello generó en mí, a un tiempo y por primera vez, la homogénea
combinación de angustia y placer, que con el tiempo degeneró en el placer de la
angustia.
Transcurrieron días de torcido equilibrio que Yeni confundió con la estabilidad
equilátera de un triángulo. Fue mostrándome aristas suyas que yo nunca había
sospechado. Darío estaba tan enamorado de ella que no le exigía nada, era un amor
superior, un amor italiano, hecho de restaurantes, cerveza enlatada, habitaciones de
hotel con aire acondicionado. ¿Y tú estás enamorada de Darío? Bueno, me voy a
enamorar de él, es muy inteligente y educado. Me compra cosas. Te compra cosas, y
qué más. Se va a casar conmigo y me va a llevar a Italia. Por supuesto que se va a
casar contigo, qué italiano no se casaría contigo. He tenido tremenda suerte. Has
tenido tremenda suerte, te empataste con un extranjero. Suerte, porque lo que todas
las muchachas del albergue están buscando a mí me cayó del cielo. El extranjero te
cayó del cielo, es una especie de ángel italiano, como Miguel Ángel, lástima que se

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llame Darío. No jodas, mira, tú deberías conocerlo, porque él es galerista y tú eres
pintor, a ver si te compra alguna obra y hasta te invita a Italia. Claro, en Roma
seríamos una sagrada familia…, pero, dime una cosa, ¿cómo sabes que está
enamorado de ti? Chico, porque me lo ha dicho, me lo dice siempre. Siempre. Pero te
lo dice en italiano ¿no? Ya, no fastidies. Tienes razón, te ha caído del cielo,
verticalmente: el que nace para árabe, del cielo le cae el camello. No seas así, chico,
tengo que aprovechar esta oportunidad (sonrisa picara por primera vez en la
conversación). Claro, no se puede despreciar un dromedario en este país que es una
tierra baldía. ¿Una qué? Eso, un desierto de miseria…, los bárbaros invaden Roma
por segunda vez, como Pompeya con el Vesubio. Ya, no fastidies que estoy hablando
en serio. Yeni estaba hablando en serio, de modo que por esos días de torcido
equilibrio yo me puse más serio que nunca.
Todo empezó porque en algún momento ella me confesó, en el colmo de su
confusión equilátera, que acababa de hacer el amor con Darío y ahora lo hacía
conmigo (sonrisa picara por segunda vez en aquellos días). Recordé lo imprescindible
de nombrar las cosas: yo ya no era un trapo, era El Trapo. ¿Y con quién te gustó
más? (Expresiva mueca de ella en sustitución del rubor ausente.) No fastidies, los dos
me gustan. Me había respondido y yo estaba otra vez excitado: aquello era el placer
de la angustia. Tuvimos sexo otra vez, y otra vez, y otra vez. Poco a poco la fui
llevando a que me contara lo que hacía con su italiano. La primera vez que
condescendió a darme algún detalle, me dijo, antes de caer sobre nuestro rectángulo,
hoy Darío salió del baño enjabonado y se me tiró encima, hicimos el amor así con el
aire acondicionado a todo lo que daba (sonrisa picara por tercera vez). Y siguió
riendo en lo sucesivo, temblando sobre mí, sudando debajo, riendo cada vez que me
contaba alguna cosita, como ella las llamaba, hasta que yo me desquicié casi
totalmente.
Así era el placer de la angustia, como una función cada vez más intensa por uno
de sus ejes y proporcionalmente degenerada por su otro eje. Comencé a tener accesos
de rabia y para no matarla a golpes recurría al método ya familiar de agarrarla por las
greñas con la intensidad de la música de la Sonata a Kreutzer. Luego caía en un pozo
de desesperación tratando de convencerla para volver a nuestro rectángulo. A veces lo
lograba. A veces no.
No sé si era parte del placer de la angustia lo que atizó mi curiosidad de conocer a
Darío Manera. Fue fácil pretextar mis deseos de relacionarme con un galerista
italiano, cosa que Yeni no conseguía explicarse que ya no hubiera ocurrido.
(Desplegó como nunca antes su sonrisa picara al ver confirmado su axioma: hay que
aprovechar las oportunidades.) Y fuimos al hotel.
Además de llamarse Darío, tenía yo otros motivos para predisponerme contra él,
pero ninguno fue tan definitivo como la carcajada con que nos salió al paso en el hall
del hotel, besó a Yeni coreográficamente y me palmeó la espalda con el entusiasmo
de un vikingo que se había excedido en el consumo de hidromiel. Era un galerista

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excepcional, pues no sólo desconocía el Arte contemporáneo, sino que cuando le
comenté algo sobre La escuela de Atenas, mi obra preferida del Renacimiento, él me
informó didácticamente que aquello quedaba en Grecia. Sobre todo le interesaba
hablar de arte culinario, que en nuestra ingrávida isla era equivalente a recitar la
Divina comedia en toscano para una tribu amazónica. Arte culinario: comida italiana,
mexicana, peruana, china, francesa; y entreveraba como un preciso sorbo de vino
entre uno y otro plato la expresión de que Yeni era una bambina belissima. (Aquí
aparecía la risa pícara de Yeni queriendo denotar profundo orgullo y sincero
agradecimiento.) Fue entonces que me revoloteó por primera vez la idea de mi
patraña.
Estaba claro. El tal Darío Manera era un auténtico epicúreo, o sea, un turista
italiano promedio, y Yeni era una bárbara sensual, voluptuosa, pero sobre todo barata,
aunque ella ya estuviera respirando la sombra de la columnata de Bernini. Le hice
saber esto sin piedad, con limpio resentimiento, por el bien de ambos, cuando unos
días después fui testigo de una charla telefónica que Yeni tuvo con su madre en
oriente. La pobre señora del otro lado de la línea escuchó, así, en medio de la sierra y
sin más preámbulo, que su hija se iba a Italia. Y debió preguntar dónde quedaba eso
porque Yeni le aclaró que era en la Península ibérica, en Europa. Pues conocí a un
italiano que se va a casar conmigo, ya lo tenemos todo hablado, cuando me instale los
mando a buscar a ustedes y nos quedamos todos allá. Estaba emocionada aunque
Italia no tuviera que ver con la Península ibérica más que Yeni con su compañera de
cuarto. Su madre al otro lado de la línea estaba a punto de morir de felicidad o del
susto, daba igual, en todo caso había que despedirse y colgar para evitar
complicaciones funerarias.
Le hice saber a Yeni mi interpretación de nuestra figura geométrica.
Inmediatamente me convirtió en la quinta rueda, arrojó contra el suelo con todas sus
fuerzas nuestro triángulo de vidrio, y me acusó de ser un pobre diablo, uno más que
se iba a morir en este país de mierda por no aprovechar las oportunidades. Y cuando
enloquecí y le dije que yo pensaba que ella era una estúpida, desde el primer
momento lo había pensado (ya su pelo se rompía entre mis manos), ella rió de dolor,
llorando al mismo tiempo, y me dijo lo único que no podía decirme en ese instante:
que yo era pésimo en la cama.
Cuando salí del albergue supe que los nudillos me sangraban no por haberla
golpeado (le di sólo una vez con la mano abierta), sino por el modo con que se me
impusieron las paredes cuando quise acabar con la firme verticalidad de las cosas.
Entonces no pensé en vengarme porque seguía queriendo lo mismo: meterme con
Yeni en nuestro rectángulo.
En los días que siguieron nunca fue bastante la humillación de perseguirla, de
rogarle. Era como si, ante la posibilidad de realizar mi idea fija, aquello no estuviera
sucediendo. Pero Yeni se iba a casar con Darío Manera, hasta se había enamorado de
él, me dijo, no sé cómo no te da vergüenza estar detrás de mí. Ella no había cedido un

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milímetro y yo no tenía argumentos: yo era mi único argumento para convencerla de
que volviéramos a tener sexo. No me imaginaba que sólo una cosa podía ser el fondo
de mi pozo ciego, y esa cosa ocurrió como una más entre tantas, pero fue la última.
Llegué al albergue con la primera esperanza de encontrar a Yeni, y con la segunda
esperanza de que estuviera sola, para facilitarme el nuevo lance de humillación. Se
cumplió sólo la primera condición, y al darme cuenta me quedé esperando tras el
tabique del cubículo contiguo. Yeni le explicaba a su compañera de cuarto los detalles
más sórdidos de mi lugar en el triángulo. Empleaba un vocabulario frío, ajeno, donde
yo no pasaba de ser el muchacho ese. Sólo se entusiasmó mientras le confesaba,
bajando la voz como si alguien más pudiera escucharla, que a Darío se lo había dado
todo. Anoche me cogió por detrás y me penetró. Me dolía, pero me gustaba.
Nunca he estado tan ciego como cuando salí huyendo del albergue. Prefería no
estar. No haber estado nunca en ninguna parte. Quise que fuera real mi patraña para
vengarme de Yeni, la que había ideado durante la conversación en el hotel.
Pensándolo bien, era probable que Darío Manera, epicúreo profesional, estuviera
infectado, por tanto nosotros también lo estaríamos. Yo sería el primero en enterarme,
iría a ver a Yeni y se lo soltaría para verla enloquecer aunque fuera sólo por unos
instantes. Estaba tan ciego que no podía ver del otro lado de mi patraña pueril,
imaginando que con ella pondría fin a mi mala sangre.
Dos días después llegué al albergue con el firme propósito de verla enloquecer y
reírme con indiferencia. No me importa, yo tengo el sida y tú también, ésas son las
oportunidades de la vida. La encontré en el rectángulo, con sólo un nimio calzón de
los que le compraba Darío Manera, sin cabeza (la cabeza se perdía bajo una sábana
que parecía quitarle la respiración). Cuando le hice darse vuelta me miró con un par
de ojos de muñeco, todo su cuerpo estaba mojado como un enorme pez muerto. Le
dije, tranquilamente, que me había hecho la prueba y me había dado seropositivo.
¿Qué cosa es eso? El sida, estúpida, tenemos el sida, y nos lo contagió Darío Manera.
Pero Yeni apenas se inmuta, observa el techo, observa la punta de su pie derecho, y
me dice que había decidido suicidarse.
Cuando Yeni me dijo que iba a suicidarse pensé más que nunca que pertenecía a
esa raza inconfundible: los bárbaros. Los dos estábamos rotos por el centro, y su
italiano se había marchado lejos, lejos, lejos, fugó como Narciso en pleamar, por la
ruta de las especias, otra vez a Génova o a casa del carajo, a Italia que daba lo mismo
si estaba o no en la Península ibérica, sin cumplir sus promesas de matrimonio,
innumerables como la ceniza, sin siquiera despedirse bajo el puente o sobre el
malecón de los suspiros, y a Yeniisleidis no le importaba tener el VIH, total, Darío la
había abandonado y ella se iba a suicidar porque no entendía que en el mundo hubiera
tanta maldad. A pesar de su estupidez congénita, supe que nunca le había tenido
lástima más que en ese instante. Ya que era indiferente a mi patraña, no podía
caberme la menor duda de su convicción suicida. Sólo era cuestión de tiempo que

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cambiara de idea. Después de esto, ¿me quedaba alguna posibilidad de volver a
nuestro rectángulo?
Cuando abandoné el albergue decidí hacerme un análisis de sangre. Nunca se
sabe.

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La reja
Waldo Pérez Cino

La niña, al piano, repite y repite con entusiasmo la misma frase de Haendel, se ríe,
concluye y espera aplausos, mientras, con parsimonia, se inclina para saludar a la
concurrencia. Adelanta un pie, se toma la falda del dobladillo —reverencia— y deja
estar (¿con gracioso encanto?) el ramo de rosas en su mano izquierda. Las flores,
recién sacadas de su jarrón, gotean el piso, su pantorrilla, y la gota la saca de su
ensimismamiento.
Excepción hecha de las gotas y el charquito, todo lo demás pareciera de una
postal —regalo para sus favorecedores— de los cigarros Aguilitas, lo que nos
autoriza a describirla así:
«En imagen de sepia, la niña se acoda sobre el arpa (quién dice que la postal deba
coincidir con su referente), y sonríe. Se lleva el índice a los labios, apoya, coqueta,
las rosas en la cintura. El sepia anula los brillos y las sombras, pero se le adivina el
pelo sedoso, los ojos de profunda mirada obscura. Como la imagen no quiere
fidelidades locales, el fondo se difumina en tonos de arena; la luz misma es arenosa,
punteada al grano, y sólo resalta la sonrisa de Roseta, primer plano sin fondo
discernible. Roseta lleva una túnica, una pulsera en la muñeca, un ramo que es un
primor.»
Roseta, la que tocaba piano (no arpa) olvida por un momento —y tal vez para
siempre— la gota en la pantorrilla, y se vuelve al jardín, donde acaba de llegar mamá
y al fin, parece, van a instalar la reja: muchos ires y venires que le ha costado la reja a
mamá, tardes de herrería para supervisar un trabajo fino.
Instalar la reja no es fácil: Roseta va y se sienta junto a la madre, en los escalones
del portal, mientras los hombres se afanan. Entre dos, levantan una de las puertas de
fierro. Otro empotra los goznes, donde ya uno hizo barreno en la cantería. Un otro
engrasa bisagras, que parecen reacias. Roseta los mira, al compás de la frase de
Haendel, y se duerme.
—Sueño pesado tiene esta niña, que no la sobresaltan martillazos.
La tarde cae, en ocaso de metales, barullo de ponientes, y ya está lista la reja,
soberano portón de cancela. Llena el arco de piedra de la entrada, o sea, andará por
los dos metros, más o menos; la filigrana de hierro es profusa y densa. Para mejor,
que la describan palabras:
«Volutas de fierro, volutas y el entramado que la luz, en numinosa indiferencia,
desdibujaba en mediodías y —gradualmente— iba abandonando a la tarde: ciudad de
balaustre en pirueta de la verja, de gozne clamoroso, donde ninguna visita es sorpresa

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de anunciada en chirridos de entreabrires (…). Rejones impuestos, por primera vez, a
las murallas, y cuyos más afinados conciertos remedan, igual, el rejón románico,
guarda y bastión, inmune a badajazos de ariete y enemiga tropelía; barroco que,
mudado en finta neoclásica en altares, sigue siendo placer de movimiento en los
rejones, en las cancelas mínimas incluso, en guardacantones (ese hermano bastardo
de la reja) y en verjas separa-balcones. Barroco en fierro, habanero al fin, barroco
nuestro.»
Persistente en el tiempo también, como gravedades y naderías barrocas, la Roseta
nuestra, que va ya para los veinte: con sueño ya menos pesado, que si no interrumpen
martillazos, sí temblores, resquemores de noche, manos suyas que se tocan a sí
misma, y otros entreabrires: entreabrires de piernas, de labios, sobre sábanas
demasiado frías y demasiado solas, también. En esos días de calores, Roseta sube al
minarete, y sigue con los ojos las sombras que pasan en la sombra, parejas que
regresan de la fiesta, hombres solos, mujeres en grupo, cuchicheando. Ahí está la
reja: a los que pasan más cerca de la casa, los ve Roseta al tamiz de su filigrana,
marcados por la reja, más allá de ella misma. La reja siempre ha estado ahí. Y en su
minarete, Roseta se mete la mano bajo el camisón, y se deja irse y venirse, tranquila.
La reja está ahí, resiste el embate de arietes, de tiempo y de ciclones, y hasta el odio
de Roseta.
La reja es una reja es una reja… Menos difícil que imaginar un primer nomotetes
asperjándole, con hisopo bautismal, agua de bendición y nombre —reja te llamas,
eres tu nombre y la mención de tu nombre una palabra, no eres palabra sino cosa,
pero por las palabras te conocerán—, es imaginar al yunque y al herrero, en un
atardecer cualquiera del Cerro, martillazo un poco ebrio, redundante, martillazo,
remache y calores de herrería. Al herrero se lo puede describir de muchos modos, tal
vez (¿por qué no?) así:

Son sin ton ni son,


pica el yunque,
bongó.
Sóngoro rejón
alza el vuelo,
tambor.
Tómate tu ron,
quiebra el fierro,
calor.

Etcétera, etcétera: tal tipo de descripción, abundosa en sóngoros y cosantes


(¿cosongos?), repugna a Roseta, probablemente (si algo hay que autorice a un
narrador a formular luidos estéticos) con razón. La madre de Roseta, en cambio,
supervisaba los trabajos sin ron ni tambor, más bien, con abanico y chalina:

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—Pero esos peces, maese Guzmán, desentonan con el estilo.
Que los quiere en puro estilo liberty, guirnaldas de fierro que sean volutas de
flores, entiéndase. E importuna labores, ensalza, condena, aprueba.
De aquellos tiempos, Roseta recuerda el piano, tardes y mañanas al piano, perdida
en el pentagrama y el jardín. Mamá, de supervisar herrerías, llegaba tarde, cansada
pero sonriente. La reja no estaba aún, pero sí estaba: algo estaba por ella, una
conmutación que indicaba una ausencia, marcado y no marcado, merkmalträgend.
Presencia prevista, acaso, en el subrayado de su ausencia, en el arco de piedra
huérfano de gozne y cerrojo, de cometido y función.
Presencia jeroglífica de la reja: como escrito en piedra (¿en la piedra Roseta?),
signos misteriosos que leen otros signos.
Síntoma de sí misma, en cambio —jeroglífico sin escoliasta—, la imagen de
Roseta más allá de los veinte, como una foto en blanco y negro de algún estudio de
Galeano: camina apresurada, se nota en el pelo que se mueve, y sola: esos extraños
lentes terminados en punta, combinación (¿no será la foto?) en negro y blanco, le
acentúan la edad. Silba, o parece que silba, alguna música. Sigue llevándose, a cada
rato, el índice a los labios, pertinaz. Los gestos, como las piedras, insisten en
perseverar en su ser, imitándose su propia forma.
Pero la Roseta real no va por Galeano, sino por Zapata, al cementerio. Flores,
también, pero no de niñita premiada, sino, más bien, domingo de duelo; Roseta
deambula entre los mármoles de Colón, precisa las tumbas conocidas entre los olivos,
reparte las rosas. El herrero que amaba a la dama de chalina y abanico debe ser
cadáver (¿mas polvo enamorado?) ha mucho, Roseta pone el ramo a la tumba de su
madre y razonablemente ignora la muerte del otro.
La reja, como piedra o gesto, sigue estando ahí, en el mismo lugar donde, hace
muchos años, la puso en el mundo —como Dios a sus criaturas— el herrero Guzmán.
—Maese Guzmán, que gloria hubo.
Gloria o glorias varias: una, secreta, casi murmullo, y otra de fanfarria y oropeles,
y otra última, tránsito de muerte, todas (aun las que no sabemos) gloria al fin, tanto de
vano y cuánto de ruido —y tanto menos de nueces.
Primera gloria: Guzmán trabaja entre fierro y cabilla, un día igual a los otros. Que
empieza a ser distinto cuando, de un sedán negro del veintinueve, desmonta una dama
que lo interpela:
—Usted es Guzmán, y le hizo una verja a los Peralta. Yo quiero una, más grande
y que sea más fina.
Para servirle; a tomar medidas se va Guzmán, sentado con un poco de engorro en
los asientos de cuero mientras la señora maneja. Pequeña gloria, y triunfo, ante
compañeros de gremio, pero hay más: la señora tararea, por lo bajo, a George Olsen y
beyond, beyond, beyond the blue horizon; entre tarareo y tarareo, la señora le describe
la reja —que, de prevista, ya existe—, y caballero se siente Guzmán, en escolta y
guardia de Dulcineas, caballero: más, más, cuando su fermosa dueña le refiere

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viudeces y soledades, pasado de sí misma, confianzas que (siente Guzmán) están
fuera del encargo.
—El que era mi marido quería esa reja, yo la quiero por cumplirle el deseo y por
la niña, no sea que se salga a la calle, y además ¿qué hace un muro sin cancela?
Roseta —Roseta niña, como en postal de colección— corretea por el jardín,
quiere que la midan con la cinta, pregunta vaguedades.
Roseta —Roseta en su minarete— busca como quien busca silencio, hace ya
tiempo, algo a que aferrarse: un hombre, un gran amor, verdades y respuestas o, más
bien, verdades y respuestas practicables. Sabe —y duele— de amores pasajeros,
hombres apenas entrevistos y felicidades en pérdida trocadas, verdades demasiado (o
demasiado poco) terrenales, y muy poco terrenables. Un día, en alguna despedida,
Roseta se aferra a los balaustres, por una hora, dos: el tiempo muere y con él todas las
cosas y —se dice Roseta— ella con él. Los relieves del fierro se le marcan en las
manos, a Roseta la saca de sí misma un aguacero de algún norte, y sabe que no puede
retornar ya de algún lugar que no precisa —algo como exilio o partida o afasia—;
saber el retorno imposible (piensa) es un alivio y una cruz.
Como en la caverna de Platón, las sombras le pasan por la reja, tras ella. Juego de
sombras chinescas, pantomima que no alcanza. Sombra y bulto son lo mismo.
Roseta no recuerda, por supuesto, que Guzmán —como Casandra diciendo lo que
no sabe— lo había dicho:
—Su niña tiene una mirada de otra parte, señora, de angelito.
Ni que su señora madre lo escuchaba, tarareando algo, y estamos en las glorias de
Guzmán: sobre las seis —cuando la herrería del Cerro se sumergía en soledades—
iba la madre de Roseta a supervisar trabajos y finezas de quien ya se sentía —para sí
solo y en secreto— caballero de fermosa dueña:
—No tan exuberante la cornucopia, mire usted, como que más quebrada,
digamos.
Las tardes en la calor de la forja ya iban siendo, para la señora, por lo menos
hábito, allelluias para Guzmán. Con ojos distintos (¿quién cree ya el milagro de la
mirada idéntica?) veían lo mismo: la reja formándose según (de un lado) un deseo, y
un oficio (del otro); un hombre y una mujer distantes —por muchas razones— en los
mismos doce metros cuadrados; la luz cenital y los ruidos del Cerro colándose en la
pieza, la —¿más bien enorme?— Calzada de Jesús del Monte.
Las diferencias explican el que una vez, tras haberle cambiado una llanta al sedán
de la señora, prevalecieran respetos sobre deseos: la señora apoya las manos sobre la
espalda de Guzmán, inclinada, y en lo mal puesto de un broche el herrero vislumbra
delicias de Cantar de los cantares, pezones de rosa, senos que lo tientan; pero se
vuelve y sigue trabajando, que algunas veneraciones distancian lo accesible. Y la
soledad distancia desmesuras: la madre de Roseta se incorpora, se arregla el escote,
recurre al abanico.

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También las diferencias explican el que Guzmán, que no durmió bien esa noche,
no haya resuelto (por ejemplo) desvelos así:

Posiblemente estar muerto;


Haber querido ser recto.
Por siempre ser en el coche
Aquel que escinde la noche.
Haber respetado un broche
Que ofreció dulce concierto.

Guzmán simplemente se esmera en su labor, hacedor de fierro fino; monta y


desmonta las volutas pidiéndole a la Virgen lo que él dejó pasar, cumple, en oficio de
herrero viejo, los deseos de la señora. Como los paneles de la reja, otros deseos se
forjan y se deshacen, también, en ligazón de querencias y acatares: la madre de
Roseta sabe cuándo Guzmán la mira —y se deja mirar—: beyond, beyond, beyond the
blue horizon.
También Roseta —Roseta, que va ya para los treinta— deja pasar cosas,
oportunidades, vidas: todos los días la reja se cierra tras ella, Roseta pasa los cerrojos
y deja fuera al gran amor, que no aparece, al hombre de su vida, que tampoco, a las
verdades y respuestas que prefiere buscar dentro, desde su minarete. Calladas
querencias que, de ser dichas fuera del Gran Amor, del hombre que no sea ése, a ras
del suelo, más allá de la reja, teme Roseta que serían polvo, arena, música que se
torna ruido. De cierto modo, Guzmán pide algo parecido a la Virgen: que su secreta
gloria no devenga —de un plumazo de desprecio— ridículo triste.
Las cosas son lo que son, sin arreglo —siente Roseta—: la reja es una reja es una
reja. Maese Guzmán, que más que filosofemas vive oraciones (y buen oficio),
meramente implora, y su oración se construye con las formas de la reja, panel tras
panel.
Como aquella historia del juglar de Nuestra Señora, que ejerció devotamente ante
María las habilidades de acróbata y de saltimbanqui, hasta que la Virgen, conmovida,
descendió en imagen para enjugarle el sudor de la frente. Los hombres olvidan —
intuye Guzmán, en hacienda de entramados— que la eficacia de la oración no está
casada a su forma, sino más bien a su fondo o tal vez a las circunstancias, como la
vida piadosa.
Bien distintos, entonces, de Guzmán, las glorias de Roseta: mañana odiará la
mañana, pero esta noche se escapa de su afasia y de su exilio, en callada fiesta hasta
el amanecer; la otra —la otra noche— se dejó ir con otro —otro hombre— en
locuacidades de alcoba, sólo por sentir que de algo se libraba; y siempre se despierta
Roseta odiando la luz, el mediodía, cansada. En vez del sepia de postalitas, más bien
parece Roseta a la noche una pin-up girl de Vargas, medias con ligueros y tetas
reventándole el corset; a la mañana, la misma imagen de revista, pero manoseada por

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todo un batallón en Normandía. Cuando al fin consigue despertarse, tras café y
cognac, Roseta sabe que otra vez está viviendo posposiciones, que su hombre no es el
de anoche, que no conoce su gran amor y que nadie entiende sus palabras —polvo,
arena, música vuelta ruido—. Alma jeroglífica de Roseta que, mientras no muestre su
otra cara, nadie va a leer: como la piedra Roseta, dice lo mismo en varias lenguas,
pero cubiertas por sí mismas, las caras descifrables van ocultas. De sí, Roseta muestra
lo que nadie entiende. Ella lo sabe, mas no sabe remediarlo, y siguen yendo y
viniendo, en chirrido de goznes, sombras tras la reja.
Demasiado lejos busca Roseta, ya lo dijo Guzmán:
—Algo de angelito, señora, tiene su niña.
El día que instalaron la reja, Roseta niña interrumpió su sesión de piano —tocaba
algo de Haendel, pero cómo recordar qué— y se sentó, en el quicio del portal, a ver
dar mandarria y barreno, empotrar las hojas, cerrar el jardín. Faltaba maese Guzmán
ese día, y mamá estaba extraña: Roseta, sin darse cuenta, se durmió con sus rosas
sobre el regazo, sin importarle martillazos.
Guzmán, en plenitud casi de éxtasis, daba gracias a la Virgen en la iglesia de
Regla. Guzmán, cumplido caballero, Guzmán en acción de gracias, y la Virgen —así
podemos imaginarlo— enjugándole la frente: Guzmán vive todavía (como si esos
momentos se le eternizaran) las últimas horas en su cuartón del Cerro, y la señora en
sus brazos; Guzmán se felicita por la palabra justa.
Que encontró en minutos de última sesión, cumplida en acabamiento de la verja;
en halagos se deshacía la señora, satisfecha, y encontró Guzmán requiebros; en
latidos se le fue el abanico a la señora, y luego al piso, mientras Guzmán le buscaba
el cuello y le deshacía la cofia y, tras el abanico, luego ellos: tan larga como su viudez
sintió la hora la madre de Roseta, tanto cuanto se iban, ella y el Cerro, en atardeceres
y éxtasis.
La reja descansaba sobre cuatro burros de herrería, a medio camino —sintió la
señora— entre el piso y el cielo. Y gracias, Virgen Santísima, Guzmán viendo los
fierros acabados, la promesa de Cantar de los cantares hecha carne, piernas, cuerpo.
Ahora da gracias, arrodillado en la iglesia; más atrás está la bahía y luego la ciudad y
más allá el mundo, en todas partes pasan cosas al mismo tiempo pero Guzmán es sólo
ese momento, colgado en la mirada de la Virgen.
Mística y placer, Cuba profunda, o tal vez, con cierta dejadez patriótica, oración y
recholata, a Dios gracias: Roseta espera y desespera su Gran Amor, aeterna res,
pasándola con hombres que le duran una noche. La reja se abre y se cierra, chirrido
tras chirrido, y sólo ella permanece, prisión de sí misma, en puro estilo liberty.
La reja empezó a estar en casa de Roseta —que era entonces la casa de la madre
de Roseta— a partir de aquel día: Guzmán cumplía promesas en Regla, la señora,
más alto que nunca, tarareaba (beyond, beyond, beyond the blue horizon) y, cuestión
de buena familia, un periodista tomaba nota. A esa nos referíamos, otra de las glorias
de Guzmán, papel impreso en la página de sociales:

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«Como grata noticia, nos llega la de que ayer fue develada, en sencillísima
ceremonia que dispendio la señora viuda de Sánchez-Cadals, el portón de su
residencia en las alturas del Vedado (…). Varias señoras, de lo más granado de sus
amistades y por ende, de la sociedad habanera, asistieron alborozadas al cocktail-
party, tras el cual, en breve exordio, la señora Sánchez-Cadals agradeció los buenos
oficios y maestría artística del artífice herrero que llevó a cabo la confección de la
reja, maese Pedro Guzmán, y dijo cumplir la voluntad del que fue su cónyuge al
disponer la realización de la obra en el más puro estilo liberty (art-nouveau). Los
últimos años de su vida, el señor Sánchez-Cadals había fungido como importador
para nuestro país de la renombrada casa Tiffany. Concluyó la ceremonia la preciosa
niña de la anfitriona, quien interpretó al piano, con prometedora gracia y encanto,
fragmentos de una sinfonía de Haendel, para regocijo de los asistentes.»
Los compañeros de Guzmán leen el periódico y lo felicitan, congratulaciones en
las que, tal vez, se filtre un poco la envidia, pero ahí está Guzmán, en su gloria.
Y entre los mármoles de Colón, pasea Roseta, un domingo al mes, ignorando —
cosa extraña— todo eso. Pero sabiendo otras cosas: Roseta deja las flores en la tumba
de mamá, y se pierde entre los panteones y los laureles buscando una suerte de paz —
paz en paz, no paz pulsada—. No es el silencio de Colón, ni la reverente cercanía de
los muertos, ni siquiera el que, en un camposanto, todos parezcan a todos ocupados:
no. Es la ausencia de la reja, que cerca al mundo en dos mitades, pero que no alcanza
a Colón. Tal vez porque el cementerio también está enrejado —y son ya los fueros de
otra reja—. Tal vez porque Roseta, sin darse cuenta, ha establecido ahí sus propios
fueros. O porque sí, porque es así: la reja es una reja es una reja, pero ahí el mundo
—al menos para Roseta— es otro. U otra la reja. Cuando Roseta, de regreso, cruza el
pórtico, siente de un modo pesado que va al encuentro de la suya, de la reja de
Guzmán, Petrus faciebat. Camina hacia la entrada sabiéndolo: qué se le va a hacer,
entonces.
La señora no fue más donde Guzmán; qué se le va a hacer, debe haber sentido,
pero de manera horra y profunda, Guzmán cuando ella le pidió que no la buscase: qué
se le va a hacer, duele Guzmán, caballero de su dama. Y hace con más desgano que
esmero unos cuantos encargos de otras casas —de las que, por supuesto, no viene
nadie a corregirle primores en el hierro—. Se mira a sí mismo: solo, en el Cerro
inmenso, aguardiente y martillazo. Se desgasta, tratando de repetir una reja como
aquélla, pero sabe que la única fue ésa: los mismos florones, en otras, son
ramplonería retórica; la misma ligazón de ramas de fierro, más oropel que engarce,
amasijo sin gracia.
Mas… ¿cómo imaginar la muerte del herrero?
«Camina en las riberas del incondicionado y el súbito, el ansioso. En su gravedad
pierde el peso, se mueve con los pies de Eco, aguijonada por los tábanos; entrevé
visiones momentáneas, de limbo y de infiernillo. Maese Guzmán seguía la faroleda
de Paula, guiado por la sierpe lucífuga, con reminiscencias, su paso, de la frase última

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de Goethe, mehr Licht, y las cortesanías contrapunteadas de la sentencia famosa de
Tertuliano, es posible porque es imposible. En esos acrecentamientos de conjura, no
esperada una figura es una flecha, fulge el súbito, disfrazado de hilo saturniano y
grito virotista. Los herreruelos de coyundas gremiales lo interpelan, primer fulgor de
lo incondicionado, la casualidad del encuentro en la Alameda de Paula, lejos de la
zona del trabajo y la camaradería de labores. Toman Arrechavala a pico de botella,
uno le pregunta, como para ir abonando pendencias, si puede descender de sus
copetes de auto y linajes rancios, para sumarse a las libaciones callejeras. Guzmán
ignora el agredido, un trago nunca se rechaza, más en noche de diciembre, quiere
aliviar de imantaciones nefastas el trato y sonríe, en medida cortesía. Pasa la ronda de
la botella y los herreruelos, en las sombras de su embeodura, quieren ahondar
camorras, preguntan por la rubia de la reja, Guzmán presiente que la noche se pierde
en irisaciones de muerte. Quiere volver sobre sus pasos, para que no se sobresalten
lindes, pero uno de los imberbes suelta la grosería cenagosa, como una espátula que
le raspa las heridas: ¿la puta del carro se te fue con otro, Guzmancillo?, ello convoca
las Parcas de la cólera, la cuchillería y la bronca. La maldición cainita se rompe en
botellazos, alguien se aparece con un cuchillo de matarife y Guzmán despacha al
insolente con el barquero de la Estigia, pero su ángel lo abandona, otro de los
peleadores le raja el cuello con una navaja, la sierpe lucífuga de las farolas de Paula
se le pierde en espiraloides, más luz, más luz, y se remonta en el río de la muerte. Su
destino estaba cumplido, cuando lo vi supe que estaba buscando las aguas del Leteo,
le dice un bachiller a la gendarmería que se arremolina, inquiriendo el sucedido.
Cumplida, la causalidad se ha replegado, dejando sitio a lo incondicionado, al fulgor
y a las voracidades saturninas.»
Más o menos así —cuestión de estilo— debió morirse Guzmán, sin penas ni
glorias: las glorias fueron sólo las suyas. Lo velaron en la capilla de Regla, cerca de
la Virgen que le concedió su milagro personal; como aquel santo juglar de Notre-
Dame, que en soledad vivió la oración y solo el milagro, y su gloria.
Que qué se le va a hacer, en fin.
Y más o menos en lo mismo, Roseta: su última adquisición fue un catalejo inglés,
desecho de la guerra de Corea. Le acerca las sombras, Roseta identifica personas que
pasan, le conoce los horarios a dos o tres, sabe a qué hora se acuesta el matrimonio de
enfrente. No conoce a ninguno por su nombre, pero le gusta burlar la reja: desde su
minarete, a veces distingue personas en el cementerio, una mujer, un entierro, el
capellán. De noche, la reja le compite visiones —y sólo distingue Roseta siluetas en
una ventana con luz, focos distorsionados (como las últimas luces de Guzmán) en
algún local de concurrencias—. Roseta se defiende de la reja, y se tiende, desnuda y a
obscuras, en el piso de su torre, persiguiendo sombras chinescas con su catalejo
mientras algún amante la posee; la imagen se le mueve, se le multiplica, se estremece
con ella, y Roseta se pierde en esas sombras que no alcanza a vislumbrar, sin cara y
sin nombres.

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Prisión de sí misma, la reja está ahí, su existencia es ocurrencia y acto y proceso:
siempre, entre sístoles y diástoles, se le va el catalejo o la vista a Roseta, y ahí están,
como moviéndose, las volutas de fierro en espiraloides vegetales, la balaustrada de
lirios y acantos, como si fueran —siente Roseta— los márgenes miniados de ella
misma. Páginas de un breviario jeroglífico, confundiéndose, en tupida mescolanza,
los signos que nadie entiende y las viñetas que los orlan.
La oración, también, de Roseta —el gran amor, el hombre de su vida, las
verdades y respuestas perdurables— se confunde con sus orladuras; dónde termina el
jeroglífico y empieza el oropel, ya no lo alcanza, los ojos pierden ese horizonte azul.
Un día, el jardín de Roseta se llena de gente, de curiosos; la reja está abierta y
sigue, por primera vez, abierta en mucho tiempo: cuánto le hubiera gustado a Roseta,
de par en par, un rato largo.
Pero ¿qué tal si tanta historia jeroglífica es falsa, si los actos de Roseta no se
entienden por lo que todos esos signos vagos muestran, si hay, en la reja y en Roseta,
sólo viñeta, ornamento, barrocas naderías? Tal vez todo mienta, desdibuje,
distorsione, pero una reja es una reja, sin duda, y la oración, ya en sus balbuceos, cosa
recabando cumplimientos, no más.
—Algo de angelito tiene la mirada de su niña, señora.
Diciendo lo que no sabe, como Casandra, Guzmán: ahora Roseta está muerta, a
unos hombres que no conoce les cabe determinar si fue asesinato, o suicidio, lo que la
lanzó del minarete, en vuelo de segundos, sobre el jardín. Entre dos, echan el cuerpo
a un lado; uno —después que los reporteros han hecho su trabajo— le tira una sábana
encima. Otro aguanta una hoja de la verja, para que la saquen en camilla, y le
acomoda una pierna, que se sale de la tela. Las cosas son lo que son, sin arreglo; dos
o tres periódicos, en crónica roja, publicarán la foto de un cadáver en un césped, y
todo lo que hay de cierto estará ahí. Tal vez —concedámoslo— falte en la foto la reja.

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El viejo, el asesino y yo
Ena Lucía Portela

Espero que no tenga usted nada que decir


en contra de la maldad, mi querido ingeniero.
En mi opinión, es el arma más resplandeciente de la razón
contra las potencias de las tinieblas y de la fealdad.
Thomas Mann, La montaña mágica

Es la noche y el viejo balconea. El aire golpea suavemente su rostro, que alguna vez
fue hermoso. Todavía lo es, aunque las huellas del tiempo en su piel no sean las que
suele dejar una existencia feliz. Está solo. Tanto que al asomarse a la calle parece el
hombre más solo del mundo.
Me deslizo hasta él sin hacer ruido. Me deslizo como una serpiente. Se percata.
Me mira con el rabillo del ojo, procurando tal vez que no me aproxime demasiado,
que no penetre en su aura. Lo mejor que se puede hacer con una serpiente es
mantenerla a distancia, lo comprendo.
Aunque quizás no le importe. Suele afirmar que a su edad casi nada importa,
conocer o desconocer, tomar champán o visitar a los amigos, nada. Le da muchas
vueltas a eso de la edad, por momentos parece obsesionado, se burla de sí mismo.
Que La Habana no es la de antes, los carros, los bares, los olores, la forma de vestir
—el amor en La Habana tampoco es el de antes—, que ya no quiere hacer otra cosa
demasiado distinta a mecerse en un sillón. Que los verdaderos amigos están muertos.
Nadie como él para instalarse en el pasado: justo donde no puedo alcanzarlo,
donde él puede reinar y yo no existo. Cierro los ojos y extiendo las manos en busca
del pasado, no puedo. Tu generación, mi generación, dice. Creo que se burla de sí
mismo a manera de ejercicio retórico, o quizás para evitar que alguien se le adelante.
Un ceremonial apotropaico, un conjuro. Dice lo que imagina que otros podrían decir
acerca de él, exagera y no queda más remedio que citarlo.
Me acerco más. El balcón es chico, la manga de su camisa me roza el hombro
desnudo. Es más alto que yo, es un hombre alto que, aun sin llevarlo, parece haber
nacido con un traje. Siempre me han gustado los hombres de traje: estadistas,
financieros, escritores famosos. Patriarcas, proceres, fundadores de algo. Cuando se
reúnen varios de ellos me parece asistir a un lugar de decisiones importantes, a una
especie de asamblea constituyente.

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El aire mueve diminutos fragmentos entre él y yo. Su espacio huele a lavanda, a
lejanía, a país extranjero donde cada año cae nieve y los árboles se deshojan; huele a
oscuridad cerrada y de elevado puntal, a mil novecientos cincuenta y tantos.
Mediados de un siglo que no es el mío. Porque su época, según él, es la anterior a la
caída del muro de Berlín; la mía es la siguiente. Todo cuanto escriba yo antes del XXI
será una obra de juventud. Después, ya se verá. Creo que es una manera elegante de
decir que estamos separados por un muro.
—¿En tu casa hay balcón?
No, pero sí una terraza con muchísimos cactos, cada uno en su maceta de barro o
porcelana con dibujitos. Para el caso es lo mismo. No adoro los cactos, pero se dan
fáciles. Proliferan entre el abandono y la tierra seca, arenosa, en mi versión reducida
del desierto de Oklahoma. Algunos tienen flores, otros parecen cubiertos por una fina
pelusa, pero hincan igual. Son las plantas más persistentes que conozco: aprendo de
ellos.
—No, pero sí una terraza —si me pongo a hablarle de mis cactos, capaz que se
vaya y me deje con la palabra en la boca.
Nunca lo ha hecho, Dios lo libre. Pero sé que puede hacerlo. Mejor dicho, que le
gustaría poder hacerlo. No es grosero (fue educado en un colegio religioso y todavía
se le nota, además, es cobarde), pero admira la grosería, la brutalidad deliberada
como una forma de independencia de no sé cuántas ataduras, convenciones o algo así.
Y no me imagino a mí misma sujetándolo por la manga de la camisa. Al menos por el
momento.
Así son las cosas. Temo aburrirlo. De hecho, tengo la impresión de que lo aburro.
¿Qué podría contarle yo, que apenas he salido del cascarón? «Una joven promesa de
la literatura cubana», es ridículo. ¡Él ha visto tanto! ¡Me lleva tantos años! ¡Lo repite
tan a menudo! Un caballero medieval bien enfundado en su armadura, en su
antigüedad. Temo al malentendido. Temo que escape justo en el momento de haber
alcanzado su definición mejor… temo. Cada vez que lo veo me lleno de temores (y
temblores) y aun así no puedo dejar de acercarme a él. No me lo explico. Es absurdo,
soy absurda. Revoloteo alrededor del viejo como una mariposilla veleidosa.

Como de costumbre, hay mucha gente en la casa. Ruedan de un lado a otro,


comentan, murmuran, toman ron. Parece una escena bajo el mar, dentro de una
pecera, en cámara lenta. Moluscos.
Otras tardes y otras noches resultan más animadas que ésta: discuten de literatura,
hablan de la gente que no está en la casa, se interrumpen unos a otros, se apasionan.
El viejo ironiza, grita, se queda ronco, le dan palpitaciones y luego es el insomnio, el
techo blanco. Se promete a sí mismo no volver a acalorarse y reincide. (Uno no
escribe con teorías —me ha dicho hoy y no estoy de acuerdo, pienso que nada es
desechable, que uno escribe con cualquier cosa, pero en fin—.) No he estado presente

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en esos barullos que horripilan a los editores extranjeros. (No se pelean, es su forma
de conversar, son cubanos —le ha dicho un mexicano a otro—.) Alguien me los
describe. Siempre hay alguien para contarme punto por punto lo que ocurre. Menos
mal, pienso.
Porque delante de mí sólo dicen banalidades, sin alzar la voz apenas, como
articulando muy a propósito unos diálogos más insípidos que los del Nouveau Roman
o el cine de Antonioni. La asepsia verbal, la sentencia descolorida, la
incomunicación. El gran aburrimiento. El viejo se pone elegiaco y cuenta de sus
viajes lo mismo que podría contar un turista cualquiera. Le ha dado la vuelta al
mundo más de una vez para cerciorarse, al parecer, de que todo lo que hay por ahí es
muy tedioso. Habla de los epitafios que ha visto y planea el suyo. Confunde los
detalles adrede. (Eso de que Esquilo participó en la batalla de Queronea no se lo cree
ni él.) Cualquier originalidad, incluso la que resulte de una vasta erudición, podría
resultar comprometedora a largo plazo y quizás antes. No se oyen nombres propios,
ni siquiera los nombres de los muertos, (sólo Esquilo, Byron, Lawrence de Arabia y
gente así), ninguno suelta prenda. Se repliegan. Cierran filas. Actúan como
conspiradores. En ocasiones, por provocar, hablo mal de alguien, de algún conocido
en el mundo de los vivos, y entonces todos se apresuran a defenderlo. «Es una
impresión errónea», me dicen. O se callan todavía más. No hay manera. Como en un
retrato de grupo, todos quieren quedar bien.
Sucede que tengo mala reputación. Yo, la peor de todas, en principio asumo el
comportamiento de un analista o un padre confesor. Me aprovecho de las crisis
existenciales, de las depresiones, de los arrebatos de cólera. De todo lo que
generalmente las personas no pueden controlar, al menos en nuestro clima tan fogoso.
Ofrezco confianza, complicidad, discreción, nunca advierto a mi interlocutor que
cualquier palabra que pronuncie puede ser utilizada en su contra; regalo alguna de
mis propias intimidades, la cual se trivializa en mi boca y al instante deja de serlo. De
ese modo, dicho sea de paso, he llegado a tener muy pocas intimidades (lo que no
quiero que se sepa no se lo digo a nadie y hasta procuro olvidarlo), mi techo no es de
vidrio.
Insisto: A ver, cuéntame de tu infancia, ¿tu padre era tiránico, opresivo? ¿Te
pegaba? ¿Era cruel, verdad? ¿Cómo lo hacía? Vamos, cuéntame todos tus pecados, ¿a
quién quisieras matar? ¿A quién matas cada noche antes de dormir? ¿Y en sueños?
¿Cómo lo haces? Y las personas hablan, claro que sí. Les encanta hablar de sí
mismas. Se desahogan, descargan, delegan sus culpas en mí. Entonces los absuelvo,
les digo que no son malos, los reconcilio consigo mismos, los ayudo a recuperar la
paz.
Como es de suponer, en realidad no adelantan nada. Qué van a adelantar.
Simplemente se vuelven adictos a mí, a mi inefable tolerancia. Conmigo, qué suerte,
se puede hablar de cualquier cosa. Sé escuchar. No interrumpo, no condeno. La
atención es una droga. Olvidan que en verdad no soy analista ni padre confesor.

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Peligrosa amnesia que procuro cultivar. Ellos se proyectan en mí, discurren cada vez
con mayor soltura hasta que sale a relucir algún material significativo. Mientras más
profundo es el sitio de donde proviene, más notable, más escalofriante es la
revelación.
He ahí el momento: con ese material significativo —y algunos otros elementos
tan secretos como el contenido preciso de una nganga— escribo mis libros. Cuentos,
relatos, novelas, siempre ficción. (Tal vez me gustaría escribir teatro, pero no sé por
qué desconfío de los autores que incursionan a la vez en géneros distintos y hasta
opuestos. Me he habituado a narrar.) Trabajo mucho, reviso y reviso cada frase, cada
palabra. Reinvento, juego, asumo otras voces, muevo las sombras de un lado a otro
como en un teatro de siluetas donde veinte manos delante de una vela pueden figurar
un gallo, desdibujo algunos contornos, cambio nombres y fechas, pero, desde luego,
los modelos siempre reconocen, en mis personajes y sus peripecias, sus propias
imágenes. Que son sagradas, claro está. Qué falta de respeto.
Su ingenuidad resulta curiosa. No se percatan de que, al darse por enterados y
poner el grito en el cielo, aportan a mis libros la imprescindible credibilidad que
algunos lectores exigen y, de paso, me hacen tremenda propaganda —no hay nada
como los trapos sucios para llamar la atención—. Gratis. Tampoco entienden que
dentro de cien años nadie que me lea, si aún me leen (ojalá), los va a reconocer. Y si
los reconocen, será porque de un modo u otro han accedido por lo menos a un trocito
de gloria. No digo que debieran estar agradecidos; no digo que los rostros de los
Médicis son aquellos que les inventó Miguel Ángel y no otros, porque la verdad es
que suena demasiado soberbio, justo el tipo de cosa que se me ocurre no debo decirle
a nadie.
Los lectores ajenos a los círculos literarios —son ésos los que más me gustan—
se asombran de mi desbordante y pervertida imaginación: ¿Cómo es posible crear
tantos y tales monstruos? ¿De dónde salen? Si supieran… Creo que algunos ya andan
investigando por ahí.
Los escandalitos van y vienen; me acusan a la vez de oficialista y de disidente de
un montón de causas; como tienden a hacer de todo una cuestión política, según las
filias y las fobias de cada uno, me ponen lo mismo en la extrema izquierda que en la
extrema derecha. Lo que sea, ¿acaso el dominico Fra Angélico no pintó a los
franciscanos en el infierno? Bien pudo ser al revés. Me atribuyen unas ideas sobre el
ser humano y eso, que ni siquiera comprendo muy bien, pues no acostumbro a pensar
en términos de semejante envergadura —más que la especie, me interesan los
individuos y, sobre todo, los individuos que me rodean. Me acusan de falta de
creatividad, de resentida y envidiosa, intentan bloquear mis relaciones de negocios —
de vez en cuando lo logran, un simple comentario delante de eso que llamo «el lector
poderoso» puede resultar demoledor—, recibo amenazas por teléfono, a mi oficina en
la editorial llegan constantemente anónimos plagados de injurias firmados por «La

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Espátula» y «La Mano Que Coge», me echan brujerías de todo tipo, en fin lo de
siempre.
A pesar de que en las «entrevistas» nunca uso grabadora (mi memoria para estos
asuntos es excelente, puedo recordar durante años un dato al parecer insignificante),
ninguno de mis modelos ha intentado hasta el momento desmentirme por escrito. No
importaría si lo hicieran: mis versiones son más dignas de crédito en virtud del
aforismo maquiavélico que dice «piensa mal y acertarás». Lo esencial es que nadie se
atreve a demandarme, porque las zonas más truculentas de esas historias, las zonas
más envenenadas y denigrantes, no las escribo, no les doy curso. Me las reservo
como garantía, como la última bala en el tambor. Eso se llama chantaje y es eficaz.
Sé que un día me van a asesinar y a veces me pregunto quién, cuál el último
rostro que me será dado ver.

Pero esta noche es especial. No persigo los crímenes recónditos ni los alucinantes
fraudes o las traiciones o los pequeños actos mezquinos que pueblan la historia
universal de la infamia. No provoco. Descanso. La inquietante proximidad del viejo
de alguna manera me hace feliz. Siento la mirada fija de su amante clavada en mi
espalda y eso me complace más. Me impide soñar que las cosas son diferentes. Ese
muchacho no podrá concentrarse hoy en el vaso de ron ni en la conversación
deshilachada que sostienen los demás ahí dentro. No podrá.
—Después de la segunda botella te pones insoportable —ha sentenciado el viejo.
Desde el balcón se divisa una callejuela tranquila. Estrecha, sucia hasta en la
oscuridad, con el pavimento roto y charcos y fanguizales por todas partes. Como si se
hubiese decretado un toque de queda, hoy ni los vecinos quieren alborotar. Del fondo
de la casa llegan los boleros de siempre y un ligero ruido ambiental de cristales que
chocan, fósforos que se encienden y crepitan, susurros similares al del océano que
habita en los caracoles, risitas fúnebres. El gato se frota contra el viejo, se enreda a
sus pies en un ovillo peludo. El viejo baja la vista, advierte que es sólo un gato y lo
deja hacer.
El fresco nocturno me rescata un poco de los furores de nuestro septiembre
ardiente, mientras el ron, incitante y áspero, me acaricia por dentro. Pienso en
Amelia. Los viernes, de cinco a siete, en la habitación de los altos de su taller. Divina.
Ella no habla casi porque hablar —afirma— le provoca dolor de cabeza y porque de
todos modos —sonríe lánguida— no tiene mucho que decir. Al menos no con
palabras. Pienso que la amo.
Por allá dentro flota una voz apagada, casi anónima entre las otras voces:
Recuerdas tú, aquella tarde gris / en el balcón aquel, donde te conocí… Puede ser el
bolero que ya pasó o el que está por venir. El mismo que oigo, a retazos, durante toda
la noche.

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El muchacho, lo presiento, trata de llamar la atención como si tuviera que
recobrar algo, como si hubiese algo por recobrar. Sube el volumen. Está loco,
febrilmente loco por el viejo y eso se entiende. Aunque podría hacerlo, no se acerca a
nosotros.

—Él dice que tú le coqueteas —me ha advertido con el entrecejo fruncido como si
dudara entre la risa y el enojo—. Ten cuidado.
—¿Y qué piensa? —he preguntado supongo que ansiosa—. ¿Le gusta? ¿Le
gusto?
—No sé —de pronto ha gritado—. ¡No sé!
—¿Qué crees tú? —he insistido casi con ternura—. Tú lo conoces mucho mejor
que yo. Bueno, en realidad yo no lo conozco nada. ¿Qué crees tú?
—Yo no creo nada —su voz ha sonado tensa, cargada de lúgubres premoniciones
—. Tú te volviste loca. Loca de remate. Vas a sufrir…
—¿Igual que tú?
Ha vuelto a mirarme fijo y sus ojos grises parecen dos punzones de acero.
Susurra:
—Yo te mato, ¿entiendes? Yo te mato.
He acariciado su mejilla hirsuta resbalando desde la sien hasta el mentón (tiene un
hoyito, como Kirk Douglas) y allí mis dedos se han detenido en una imitación casi
natural de las figuras de cierta cerámica griega muy antigua. En la vasija original, tan
auténtica como la página de un libro, aparecían dos muchachas. Fondo rojizo, siluetas
negras. Una acariciaba la mejilla de la otra de esa misma manera y el pie de grabado
aseguraba que se trataba de un gesto típicamente homosexual. Mira mira…
He tocado su frente y no ha hecho nada por impedirlo. Ni siquiera se ha movido.
Arde en fiebre.
—Eres una puta.
Es interesante que me considere un rival, pienso, aunque sólo sea por instantes y
después se diga que no, que no hay peligro. El mundo pertenece a los hombres y
todavía más a ciertos hombres, ya lo dijo Platón. ¿Una mujer? Bah.

Pienso en Amelia mientras observo el rostro del viejo, quien todo este tiempo ha
estado divagando despacioso y algo frívolo sobre la importancia de los balcones y las
terrazas en la vida de la gente. Recuerdas tú, la luna se asomó / para mirar feliz
nuestra escena de amor… Ambas imágenes se yuxtaponen, el viejo y Amelia. Se
cruzan. Parecen fundidas sin sutura, como las mitades de Bibi Andersson y Liv
Ullman en el famoso primer plano de Persona. Quizás el deseo pone en entredicho
las identidades, porque el viejo y Amelia se integran en una sola cara y no es el ron ni
el aire de la noche.

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Como aquella vez que lo vi desde mi oficina. Él estaba de pie en el pasillo,
diciéndole malevolencias a alguien, como siempre, tirando piedras. (Afirma que eso
de atacar al prójimo no luce bien a su edad; supongo, pues, que no puede resistir la
tentación de ejercitar el ingenio a costa de los demás: no debe ser fácil renunciar a un
hábito tan añejo. Muchos le temen y eso lo divierte.) En aquel tiempo él aún no tenía
noticias de mí. Nada, una muchacha ahí, una muchacha cualquiera. Pero yo, desde
mucho antes, llevaba siempre en mi cartera una foto suya recortada de una revista.
Una foto de archivo, treinta años atrás, un joven bellísimo frente a una máquina de
escribir. Amelia lo encuentra vulgar, de lo más corriente, pero ella no sabe nada de
hombres.
Ese día lo detallé desde la sombra, sin moverme de mi asiento, para descubrir al
fin la rara discrepancia entre sus rasgos y sus pretensiones. Nariz corta, respingadita,
graciosa. Labios llenos, sensuales, voluntariosos. Ojos soñadores, pestañas largas,
abundante pelo blanco. ¿Es ésa la cara de un viejo cínico que no cree —ni descree—
en nada ni en nadie? En el siglo XIX se creía que el rostro era el espejo del alma…
El viejo se aparta del balcón, donde ha permanecido quizás el tiempo necesario
—y suficiente— para convencer no sé a quién de la soberana indiferencia que le
inspiro. Como si yo fuera el mismísimo fresco de la noche, algo que pasa. A mí, por
ejemplo, ni siquiera hay que decirme que después de la segunda botella me pongo
insoportable: da lo mismo y, además, lo cierto es que no necesito alcohol para
ponerme insoportable en cualquier momento: es mi oficio. El muchacho, en cambio,
cuando no bebe es bastante simpático.
La espectacular indiferencia del viejo me convence a ratos (y lo que es peor, me
pone triste), sobre todo cuando olvido que no mirar es mirar, que la persona que te
ignora puede hacerlo porque sabe justamente dónde estás a cada instante. Supongo
que sea así, pues en realidad no guardo memoria de haber ignorado jamás a nadie.
¿Cómo pretender que no existe lo que a todas luces sí existe? ¿Solipsismo?
¿Pensamiento mágico? No sé, pero tampoco ahora puedo dejar de seguir al viejo
hasta el sillón donde se deja caer.
La mirada del muchacho —¿sorpresa?, ¿interés?, ¿miedo?— tampoco puede dejar
de seguirme a mí. Todo lo contrario de la indiferencia, su intensidad es tal que en ella
se pierden los matices. Me envuelve, me quema, me atraviesa. Es una mirada que
conozco al menos en su incertidumbre: he buscado en ella a mi asesino y no lo he
encontrado. Qué bueno. Pero de todas maneras podría ser él, pues los asesinos, ya se
sabe, no tienen necesariamente que tener miradas de asesinos. Muchos ni siquiera
saben que lo serán, que ya lo son. Al igual que la víctima, se enteran a última hora.
Cuando las emociones se precipitan y se escurren entre los dedos.
El viejo se mece en el sillón de lo más contento. La casa es del muchacho, pero
los sillones los ha comprado el viejo (he ahí la clase de detalles, domésticos si se
quiere, que siempre alguien me cuenta) porque viene de visita casi todas las tardes y
le encanta mecerse. ¿Qué otra cosa se puede hacer a mi edad? —es lo que dice. Y

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sonríe igual que Amelia cuando se describe a sí misma como una tímida cosita que
pinta tímidas naturalezas, vivas y muertas.

Me siento en una butaca frente a él. No dejo de observarlo. Por variar, mi insistencia
no lo sobresalta. No me mira como se mira a las personas empalagosas y
demostrativas. Incluso me asombra no advertir en él la más mínima inquietud. Sonríe
otra vez. No sé, en lo absurdo también debería quedar un rincón para la coherencia…

Ambos hemos leído recientemente esas páginas chismosas de A Common Life


(Simon & Schuster, 1994) donde David Laskin se extiende y se regodea en el amor
desolado que durante largo tiempo profesó Carson McCullers, la maliciosa chiquita
del cazador solitario, el ojo dorado y el café triste, a Katherine Anne Porter. Una
pasión a primera vista que de manera perversa fue derivando hacia un asedio
compulsivo, abierto, irresistible, maniático. Tal vez Carson también aprendía de los
cactos. Sus torturadas demandas inexorablemente fueron retribuidas con patadas y
más patadas, desprecios y desplantes de todo tipo, con un odio que se me antoja
inexplicable. Tan inexplicable y profundo como el amor (la diferencia) que lo había
suscitado.
—Nada de inexplicable —me dijo el viejo—. McCullers la perseguía, la
molestaba y nadie tiene por qué aguantar eso.
Sí, claro, sobre todo si estás en los calores de la menopausia y los hombres no te
quieren y las deudas te llegan al cuello y tus libros no tienen el éxito de los de tu
perseguidora. Si, encima, te asustan las lesbianas, tú sabrás por qué.
Yo pensaba sentada en el suelo (él, por supuesto, en el sillón) y anoté que al viejo
le disgustaba la vehemencia, el homenaje abrumador, la exuberancia intempestiva y
desbordada de quien se lanza en pos de sus fantasías sin contar para nada con el
protagonista de éstas. Un escritor no quiere ser descrito tan sólo como el objeto del
deseo (admiración, ambición) de otro escritor. Un deseo furioso puede llegar a ser
anulador (Katherine Anne: la deplorable mujercita que rechazó a Carson), un escritor
aspira a existir por sí mismo. Qué cosa.
Desde el suelo me preguntaba si el fuerte atractivo que el viejo ejercía sobre mí
podría arrastrarme alguna vez a los extremos de Carson. Aparecérmele en todas
partes con cara de sufrimiento de perro apaleado. Llamarlo todos los días por teléfono
—lo he llamado tres o cuatro veces y nunca reconozco su voz en el primer momento,
la plenitud de su voz, el registro grave, me recuerda más bien al joven de la foto en
mi cartera, siempre me dice «gracias por llamarme»—, llamarlo no para preguntar
por un conocido, por una fecha, no para hablar del tiempo, las yagrumas o nuestras
inclinaciones aristocratizantes: a ambos nos gustaría poseer un título de nobleza,
somos así. No, llamarlo para decirle que no hago más que pensar en él. Que me voy a

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suicidar y suya será la culpa. Acercar el auricular al tocadiscos: Yo te miré y en un
beso febril / que nos dimos tú y yo sellamos nuestro amor… Obligarlo a cambiar su
número, pesquisar el nuevo número. Volver a llamarlo. Mandarle cartas. Insistir,
insistir hasta el vértigo. Perseguirlo hasta su casa, gemir, dar golpes enloquecidos en
la puerta como en una habitación de la torre de Yaddo: «¡¡¡Katherine Anne, te
quiero!!! ¡¡¡Déjame entrar!!!». Permanecer tirada en el quicio toda la noche hasta que
él salga y pase por encima de mi cuerpo… No me importaría hacerlo, pensaba. ¿Y a
él? ¿Le importaría a él que yo lo hiciera? Quién sabe.
Todavía no he llegado a ese punto.

Por lo pronto me dejo llevar, no hago el menor esfuerzo por ahogar el impulso de
seguirlo, mirarlo, permanecer junto a él: encantador de serpientes. Sublime
encantador que mueve las manos mientras habla —de su árbol preferido: la yagruma,
se cubre de metáforas— como si dirigiera una orquesta sinfónica. El mismo gesto
demorado que le he visto hacer en la televisión, donde lo creí un truco de cámara.
(Conozco a la directora del programa, he estado pensando en ir a pedirle, de un modo
muy confidencial, que me permita sacar una copia del vídeo. Lo peor que puede
suceder es que diga no.)
Mi atención no le molesta. Ahora lo sé. Más bien creo saberlo. ¿Cómo le va a
molestar a un encantador la atención de una serpiente?
Soy discreta, no hago locuras. Soy discreta de una manera pública: todos a
nuestro alrededor ya van advirtiendo lo que ocurre. No hay que ser demasiado
perspicaz para darse cuenta de que el viejo, a menudo rispido, agresivo, negador —
cuando se empeña en demoler a alguien, ya lo dije, lo que sale por su boca es vitriolo
—, se comporta esta noche como un gentleman. Exquisito, elegante, sereno. Cuando
abre y cierra el abanico, su enorme abanico oscuro, una dama de sangre azul, la
marquesa de las amistades peligrosas. Y ese personaje, el de los chistes blancos y la
sonrisa fácil, el que acomoda mi silla y me cede el paso, el que ha servido los postres
con envidiable soltura (en la mesa siempre nos sentamos frente a frente y casi no
puedo comer), le va de maravilla. Algo tan evidente no debe ser importante, este
viejo es un hipócrita de siete suelas, un jesuita que sabe más que el diablo y se
protege de los zarpazos de la bandidita, es lo que leo en las demás caras y me
complace.
«No hago locuras», quiere decir que no convierto mi ansiedad en secreto. No
podría hacerlo aunque quisiera, pero basta con exhibirla para dar la impresión de ser
una persona muy segura de mí misma, una persona sobre quien resbalan las
opiniones, los comentarios ajenos. De cierta forma es verdad: mi imagen pública
difícilmente podría ser peor de lo que ya es. Hoy sólo me preocupa el
reconocimiento, la aprobación del viejo.

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El calor es suficiente para desabrochar un primer botón, sacarme el pelo de la
cara, cruzar las piernas y la falda sube. Estoy sentada frente al viejo y vuelvo a pensar
en Amelia, quien se marcha muy pronto a París con una beca por dos años de la
École de Beaux-Arts. Naturalezas vivas, espléndidas, regias naturalezas. La falda es
roja, breve sin incomodar. (En momentos así es cuando pienso que yo nunca sabría
llevar un título nobiliario como un personaje de Proust le recomienda a otro: igual
que lady Hamilton, tengo alma de cabaretera.) La blusa es gris como esos ojos que
me vigilan entre fascinados y sombríos. Fascinados no conmigo, sino con el conjunto.
El viejo y yo.
Cómo me gusta decirlo: el viejo y yo.

—¿Tú quieres algo con él y conmigo? —me ha preguntado el muchacho, conciliador.


—No —le he respondido suavemente—. Sólo con él.
—¡Eso no va a ocurrir nunca! —me ha dicho irritado—. Y si quieres te digo por
qué.
—¿Tienes muchas ganas de decirme por qué?
—Yo… este… yo… No, mejor no.

El viejo y yo conversamos. Es decir, parece que conversamos. Le pregunto algo sobre


uno de sus libros. La biografía de un amigo muerto, uno de los verdaderos, un lindo
libro donde el viejo se ha mostrado particularmente eficiente a la hora de escamotear
detalles. ¿Buen tono? ¿Temor? ¿Censura? Me gustaría interrogarlo en el estilo de un
paparazzi o un fiscal, en el estilo de Sócrates, enredarlo con su propia cuerda, hacerlo
caer en contradicciones. Me gustaría verlo evadirse, sortear todos los obstáculos y
pasar a la ofensiva. Me gustaría contradecirme yo y tocar su pelo blanco, apoyar un
pie descalzo en su rodilla, todo a la vez, y sé que no es el momento. Nunca será el
momento, ¿no es eso lo que me han dicho? En medio de una charla de salón me
seduce la imposibilidad.
—Nadie es como era él —afirma el viejo con una tristeza que no le conocía—.
Nadie.
Y no es la amistad entre escritores ni la cita de Montaigne. Es el pasado. Su reino.
La madre del muchacho nos trae café en unas tacitas de porcelana azul con sus
respectivos platicos también azules. Todo de lo más tierno, como jugando a ser una
familia. Me sonríe. Le sonrío. El viejo coge la tacita en un gesto maquinal,
ensimismado. Quizás piensa todavía en el muerto, un muerto que le sirve para
descalificar al resto de la humanidad conocida y por conocer. Empezando por mí,
desde luego, que no soy como era él. Para nada. Es lógico, pero me incomoda.
Pienso en la madre del muchacho, Normita. Una excelente cocinera que tiende a
apurarnos cuando el muchacho y yo nos demoramos ochenta años en pelar las papas

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o escoger el arroz, una excelente señora en sentido general. Es viuda y vive en un
pueblo del interior, sola en una casa muy amplia. Ahora está de visita por un par de
semanas o algo así —para el muchacho su presencia constituye un alivio, imagino
por qué la llama Normita en lugar de mamá—, pero se irá pronto, pues no soporta
vivir lejos de su casa y su tranquilidad en este manicomio que es La Habana.
Hemos descubierto (o construido) entre nosotras una afinidad peculiar. Me cuenta
deliciosas anécdotas sobre la infancia de su hijo para horror de él. Se ríe. «Ponme en
una de tus novelas», me dice y vuelve a reírse. «Así no vale, Normita», le digo. Es
Escorpión, igual que yo, y dice que la gente tiene muchos prejuicios con los
escorpiones, que en el fondo somos buenas personas. Si de verdad ella piensa que soy
una buena persona, cosa que me resisto a creer, no sé qué prejuicio en esta vida puede
quedarle a Normita. Pero siempre es reconfortante tener a alguien que le diga eso a
uno. ¡Si lo sabré yo!
Me ha invitado a irme con ella cuando regrese a su casa. O después si lo prefiero.
Necesito respirar aire puro, ya que, en su opinión, estoy medio chiflada.
Probablemente aceptaré. Quizás me resulte lacerante pasar por la calle de Amelia los
viernes de cinco a siete y ver el taller cerrado a cal y canto. No estoy segura, pero es
muy posible. Habrá que esperar a ver. Porque han sido años, casi desde que éramos
adolescentes, Amelia conoce mi cuerpo como nadie… y de pronto ¡zas! Sí, yo
también me iré. Dentro de poco hago así y cobro los derechos del último libro, pido
vacaciones en la editorial (los anónimos que váyan llegando me los pueden guardar, a
veces son utilizables), le doy todo el dinero a Normita y me instalo por tiempo
indefinido en un pueblo del interior. Mis cactos y mis modelos pueden sobrevivir sin
mí. No creo que me necesiten demasiado ni yo a ellos. ¿Podría escribir un libro
enteramente de ficción? ¿Acaso puede existir semejante libro? No lo sé. Tal vez sería
la mejor solución para todos, no lo sé.
El viejo y yo hemos estado hablando del placer que produce acostarse boca arriba
en la cama en el silencio en una tarde apacible y divagar. Deshacer los lazos que nos
atan al mundo, dejarnos fluir en la soledad que de algún modo ya hemos aceptado.
El muchacho se acerca a nosotros con el sempiterno vaso de ron en la mano. El
viejo desaprueba con los ojos. El muchacho lo enfrenta retador. Pienso que el
muchacho podría hacer algo desesperado en cualquier momento. Algo tan
desesperado como el silencio que se empeña en mantener o la ferocidad de sus
réplicas aisladas y no muy pertinentes…
Divagar. Las imágenes se suceden unas a otras, se interponen, se entrelazan.
Imágenes visuales, auditivas, aromáticas. Procedentes lo mismo de los libros, el cine
o la música, que de ese eidos con límites borrosos (esfumados como el background
de Monna Lisa) que por convención suele llamarse «la vida real». Una vida, a veces
no tan cierta, que no sólo incluye los viajes, el momento indescriptible en que se
descubre desde el avión cómo se alza vertiginosa Manhattan entre un mar de neblina,
o el ronroneo sobrecogedor del primer vuelo sobre el Atlántico o las blancas cimas de

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los Andes. Una vida que también abarca, como miss Liberty o el Cristo de Río, la
cotidianidad en apariencia más intranscendente, con sus afectos y desprecios, con sus
pasiones anónimas de pronto tan, pero tan inmersas en lo ficticio, en la fábula.
Porque mi mundo interior es impuro e inmediato, casi palpable, quienes me odian
dicen que no lo tengo, pienso.
Pero no menciono eso último por no perturbar al viejo, quien comprende y acepta
y hasta participa de mi misma noción de divagar. Después de todo, quienes me odian
son sus amigos. Con ellos comparte complicidades, credos estéticos, historias
vividas; con ellos tiene compromisos. Esos mismos que le impidieron hacer la
presentación de mi primera novela, donde me río un poquito de ellos (más de lo que
sus egos hipersensibles pueden soportar, qué horrendo delito, ja), les saco la lengua y
les guiño el ojo. Sé que ellos no significan para el viejo ni remotamente lo que
significó el muerto. Porque nadie es como era él, nadie. ¿No es así como decía? Sé
que el viejo está solo, que no lo olvida y siente miedo. Que los compromisos son los
compromisos. Por esa razón, y no por aquella otra que con aire freudiano insinuaba el
muchacho, entre el viejo y yo no puede suceder nada. He llegado demasiado tarde.
Hay un muro.
No quiero introducir asuntos espinosos ahora que nuestra divagación sobre la
divagación, más allá de rencillas y despropósitos, fluye tan armoniosa.
—Ustedes, ya que son tan cínicos, tan lengüinos, deberían discutir… ¿Por qué no
se enfrentan, eh? —sugiere el muchacho y el viejo se hace el sordo.
—Estamos discutiendo, lo que pasa es que tú no te das cuenta —comento y el
viejo sonríe.
¡Ay viejo! Querría decirte que a mí también me gusta tu muerto (quizás menos
que a ti, prefiero el teatro de O’Neill, su largo viaje del día hacia la noche es único, es
genial, es incomparable desde cualquier punto de vista y tu muerto debió saberlo, no
debió rechazar aquel desmesurado elogio desde la soberbia, lo siento, viejo, cada cual
se inclina sólo ante sus propios altares), querría decirte que me gusta sobre todo la
relación que hubo, que hay, entre ustedes, un viejo y un muerto, que me fascina tal y
como la describes en tu libro, que los envidio a los dos porque yo nunca tuve amigos
así…
Voy a hablar y el muchacho me interrumpe en el primer aliento para decir que la
divagación no es lo que creemos nosotros, sino un concepto muy diferente,
relacionado con el sexo o algo por el estilo. No lo entiendo bien. Habla como si no
pudiera evitarlo, como si las palabras salieran por su boca en un chorro a presión. Es
un hombre desmesurado, violento, pienso no sé por qué. El viejo hace un gesto de
impaciencia:
—Sigue tú con tus divagaciones y déjanos a nosotros con las nuestras —dice en
voz baja.
¿Las nuestras? ¿Las nuestras ha dicho? ¿Existe entonces algo que el viejo y yo
podemos designar como «nuestro», aunque no sea más que la imposible suma de dos

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soledades? Tal vez lo ha dicho para mortificar a su amante. Alguien tan entrometido
probablemente se merece que lo aparten de vez en cuando, al menos un par de
milímetros. Ellos, pienso, deben estar acostumbrados el uno al otro (como Amelia y
yo) con sus necesarios, vitales, imprescindibles conflictos; eso se les ve. El viejo me
utiliza. Pero no me importa: que haga lo que quiera, lo que pueda.
Porque me han contado que en una tarde bien tranquila, de esas que invitan a la
siesta y a la divagación, el viejo se apareció en esta misma casa, todo agitado, con un
ejemplar de mi primera novela en la mano. Se la tendió al muchacho y le dijo busca
la página tal y lee, lee en voz alta. Y el muchacho le dijo ¿no quieres té?, ¿por qué no
te sientas? Y el viejo le dijo lee, vamos, lee, como quien dice pellízcame a ver si no
estoy soñando. Y el muchacho leyó. Unas diez páginas, en voz alta.
Me han contado que el viejo, iracundo y alegre, caminaba de un lado a otro, se
alteraba, se reía, se ahogaba, volvía a reírse, a carcajadas, se tocaba el pecho, pedía
agua. Un desorden de emociones, el nacimiento de una nueva ambivalencia. ¿Tú has
visto qué mujer más mala? No, no es buena. Lo peor es que todo esto (el muchacho
señalaba el libro abierto como un pájaro con las alas desplegadas, como el diablo de
Akutagawa) es verdad. Malintencionado sí, pero falso no es. ¡Un poco más y pone
hasta los nombres de la gente con segundo apellido y todo! No, lo peor no es eso (el
viejo hablaba despacio, saboreando las palabras). ¿Qué es lo peor? Lo peor es que ese
librejo infame está bien escrito. Mira tú qué clase de oxímoron. Lo peor es que me
gusta y que esta mujer perversa hasta me cae simpática… (Me seduce imaginar al
viejo, con su voz tan envolvente, susurrándome al oído muchas veces la frase «mujer
perversa, mujer perversa, mujer perversa». Yo me erizo.) Sí, a mí también, pero te
juro que no quisiera verme en el lugar de esta gente. ¿Cómo se habrá enterado ella de
cosas tan íntimas, eh?
Ignoro si la escena transcurrió exactamente así. Lo anterior es un esbozo
tentativo, más o menos tragicómico. Pero en esencia fue así y así la concibo tomando
en cuenta los hechos posteriores: a partir de entonces mis relaciones con el viejo, que
antes apenas existían, se convirtieron en una diplomática sucesión de espacios vacíos,
en una fila versallesca de puertas cerradas o entreabiertas, con celosías y el año
pasado en Marienbad.
Ahora, cuando dice «nuestras» y me envuelve en ese plural excluyente, de alguna
manera me acerca. No sé. No es fácil interpretar al viejo —mi próximo libro, el que
escribiré en casa de Normita, podría llamarse El Viejo. An Introduction, como los
manuales anglosajones, y se lo enseño cuando aún esté en planas y podamos negociar
con los detalles, no vaya a ser que al pobrecito le dé un infarto ante tal muestra de
amor—, sólo siento que me acerca. Mejor aún, que ya estoy cerca aunque él no lo
diga. ¿Qué puede importarme si de paso me utiliza para fastidiar un poco al
muchacho?

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Permanecemos los tres en silencio. Normita y los otros conversan, toman café y
fuman como si no estuviera ocurriendo nada. Quizás no está ocurriendo nada y sólo
existe una persona, yo, colocada ahí para discurrir, suponer, para inventar historias
sobre la gente y cada día buscarse un enemigo más. Una enredadora profesional.
Miro al viejo, él me mira. Le sonrío, me sonríe. Cualquiera diría que somos un
par de idiotas. Como si hubiese escuchado mis pensamientos, él se levanta y, en el
tono más natural que ha podido encontrar, dice que se va. En mi cara algo debe haber
de súplica (esa expresión no la necesito para mi trabajo, pero también la he ensayado
frente al espejo, por si acaso se presentaba alguna coyuntura imprevista y aquí está),
pues me explica, como a un niño chiquito, que ya es muy tarde, que ha permanecido
incluso más tiempo que de costumbre. Que él es una persona mayor (un viejo) y no
debe trasnochar, a su edad los excesos son peligrosos.
¡A mí con ésas! Pienso que le gusta aparecer y desaparecer, darse poco, a
pedacitos, escurrirse entre las bambalinas y el humo de la ambientación, detrás de su
enorme abanico oscuro como la diva más seductora. No tiene apuro y yo, que soy
joven, tampoco debería tenerlo. Pero la edad no constituye ninguna garantía acerca de
quién va a morir primero. Lo inesperado acecha y nos hace mortales de repente,
nunca lo olvido. Como la gente abanderada del sesenta y ocho, quiero el mundo y lo
quiero ahora…
No sé de qué forma lo miro, porque sus ojos brillan y vuelven a soñar a pesar del
cansancio, de nuevo se transforma en el joven de la foto en mi cartera cuando se
aproxima, y él (el joven, el viejo, él), que nunca me ha tocado ni con el pétalo de una
flor, ni con la púa de un cacto —lo de la púa va y le gusta, quizás hasta sueña, mal
bicho, con arañarme la cara—, él, que se inquieta y hace muecas de pájaro incómodo
cuando penetro en su aura, se inclina y me besa en la boca. Bueno, más bien en la
comisura, pero pudo ser un error de cálculo, un levísimo desencuentro. Me besa
como alguien que se despide y quiere dejar un sello. O como alguien que flirtea sin
comprometerse, que juega a alimentar una pasión no correspondida. O como alguien
que simplemente se siente bien. Como Peter Pan y Wendy, el último de los cuentos de
hadas.
Es sabia la idea de perderse ahora, pienso.

No sé si el muchacho ha notado el gesto, es igual. Ellos intercambian algunas


palabras que no alcanzo a oír y que tampoco me importan. Me he quedado
petrificada, hecha una estatua de sal por asomarme a un pasado que no me pertenece,
y sólo atino a levantarme de la butaca cuando el viejo ya se ha ido. Corro, pues, al
balcón para verlo salir. Demora un poco en bajar la escalera (que es muy empinada y
con escalones de diverso tamaño, la locura) y cuando al fin descubro su cabeza
blanca, justo debajo del balcón, ya no sé si llamarlo, si gritar su nombre, si dejar caer

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sobre él la tacita de porcelana azul que aún conservo en la mano. Tú volverás, me
dice el corazón, / porque te espero yo, temblando de ansiedad…
No hago nada. Quizás porque he vuelto a sentir una mirada gris, más agresiva que
nunca, clavada en mi espalda. Pero no es necesario: al llegar a la esquina el viejo se
vuelve bajo la luz amarillenta de un farol callejero con algo de spotlight. Es la
estrella, no hay duda. Me saluda con la mano, de nuevo dirige una orquesta sinfónica.
Rachmaninof empecinado, dramático. Rapsodia sobre un tema de Paganini. No
distingo bien su rostro, se pierde entre la luz y la sombra, sigue siendo el joven de la
foto. No sé si se despide o si me llama. Prefiero creer que me llama. Si es así, me
esperará. Entro, pongo la tacita sobre la mesa, recojo mi cartera, un chao Normita —
besos no, ahora nadie puede tocarme la cara—, chao gente, la puerta y salgo.

El muchacho sale detrás de mí. Escucho sus pasos, su respiración anhelante. Me


alcanza en el primer descanso de la escalera. Me agarra por el brazo.
—Déjalo tranquilo —creo que dice, no lo entiendo bien.
—Quítame las manos de encima —trato de soltarme, él es más fuerte que yo.
—No —aprieta más—. Hoy tú te quedas a dormir aquí.
—Te dije que me quitaras las manos de encima.
Es raro, ninguno de los dos grita. Todo transcurre a media voz, en la penumbra de
un bombillo incandescente sobre una escalera de pesadilla. Al parecer no es algo
público, se trata de un asunto a resolver entre nosotros.
—¿Pero qué te has creído, puta?
Me sacude. Forcejeo. No consigo deshacerme de él. No sé por qué no grito.
Alguien tendría que venir. Vivimos en un mundo civilizado, ¿no? No se puede retener
a las personas contra su voluntad. ¿Y si gritara? Arriba están Normita y los demás.
Los boleros. En la esquina me espera el viejo. Y me darás… Tengo que sacarme a
este loco de arriba, como sea. Pero no grito. ¿Será verdad que vivimos en un mundo
civilizado? El viejo está en la esquina… tu amor igual que ayer… Con la mano libre
le doy una bofetada. Parpadea, por un segundo el estupor asoma a los ojos grises.
Después aparece la cólera y hay un instante donde me arrepiento… y en el balcón
aquel… ¿Por qué nos obligamos a esto? Me suelta para propinarme la bofetada más
grande, si mal no recuerdo la única, que haya recibido en mi vida. Tanto es así que
pierdo el equilibrio. Con la última frase mis dedos resbalan por el pasamanos.
Mármol frío. No hay nada bajo mis pies. Él trata de sujetarme y hay un instante
donde se arrepiente. Al menos eso parece, pues grita mi nombre y, en lugar de
«puta», oigo un «Dios mío». Su voz resuena, se multiplica, se fragmenta, viene de
muy lejos. Golpes, muchos, incontables astillan y quiebran. Por todas partes. En la
espalda y algo se congela. En la cabeza y cómo es posible tanto dolor y de repente
nada. Se acabó, final del juego. ¿Era tan fácil? A partir del segundo descanso no soy

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yo quien rueda por la escalera, es sólo mi cuerpo. Dejo de oír. Me siento flotar, algo
se hace lento. Hay un abismo, un resplandor. Pienso en Amelia.

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Notas biobibliográficas

Zoé Valdés
Nació en 1959 en La Habana, en cuya universidad estudió Filología. Trabajó en la
Delegación de Cuba ante la Unesco en París como documentalista cultural
(1983-1987), para después regresar a la isla, donde se dedicó a la escritura de guiones
de cine y donde fue subdirectora de la Revista de cine cubano (del ICAIC) hasta
finales de 1994. Desde 1995 vive con su hija y su marido exiliada en París. Ha
publicado libros de poemas (Respuestas para vivir. Letras Cubanas, La Habana 1968,
Premio Roque Dalton, Todo para una sombra, Taifa, Barcelona 1986, y Cuerdas para
el lince, Lumen, Barcelona 1999), así como novelas, algunas de las cuales han
obtenido un gran éxito y han sido traducidas a varias lenguas: Sangre azul (Letras
Cubanas y Actes Sud, 1993), La nada cotidiana (Emecé, Barcelona 1995), La hija
del embajador (Premio Novela Breve Juan March Cencido 1995), Cólera de ángeles
(Textual, 1996), Te di la vida entera (finalista del Premio Planeta, Barcelona 1996),
Café Nostalgia (Planeta, Barcelona 1997), Querido primer novio (Planeta, Barcelona
1999). También ha publicado un volumen de relatos, Traficantes de belleza (Planeta,
Barcelona 1998), del que se ha extraído el cuento «Retrato de una infancia
habanaviejera».

Rolando Sánchez Mejías


Nació en 1959 en Holguín, Cuba. Poeta y narrador, publicó varios libros de poesía y
prosa en La Habana, entre otros el poemario Derivas, y los libros de relatos La noche
profunda del mundo y Escrituras, por los que recibió, en 1993 y 1994, el Premio
Nacional de la Crítica. Varios de sus cuentos han aparecido en antologías europeas.
También ha editado dos antologías de poesía: Mapa imaginario. 26 nuevos poetas
cubanos, Instituto Cubano del Libro (1995), y 9 poetas cubanos del siglo XX
(Grijalbo-Mondadori, Barcelona 2000). Coordina el proyecto y la revista alternativa
de pensamiento y creación literaria Diásporas. En 1997 emigró a Barcelona, ciudad
en donde reside actualmente. Los 15 textos breves publicados en esta antología
constituyen una selección de su libro inédito 100 historias de Olmo.

Félix Lizárraga
Nació en 1959 en La Habana y obtuvo la licenciatura en Artes Escénicas en 1983. Ha
publicado la novela corta Beatrice (Premio David 1981) y los poemarios Busca del
Unicornio (La Puerta de Papel, La Habana 1991) y A la manera de Arcimboldo

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(Deleatur, Angers 1999). Sus poemas, cuentos y ensayos han aparecido en distintas
antologías y revistas literarias cubanas y extranjeras. Su poema «San Sebastián»
recibió el Premio Fronesis de Poesía Erótica de 1999 convocado por la revista de
Internet La Habana elegante. Actualmente trabaja en dos novelas, una de las cuales
se titulará Reflejos en un ojo de tigre. Desde 1994 reside en Miami. «Las aguas del
abismo» pertenece al volumen de relatos inédito La rosa secreta.

Roberto Uría
Nació en 1959 en La Habana y está licenciado en Filología. En 1987 obtuvo el
Premio de Cuentos 13 de marzo con el volumen de relatos ¿Por qué llora Leslie
Caron?; al año siguiente recibió una mención en el Concurso David (UNEAC) con
Infórmese, por favor, otra colección de cuentos. En 1990 ganó el Premio Nacional de
Crítica Literaria Mirta Aguirre con el ensayo sobre Virgilio Piñera Un bromista
colosal muere de luz y de orden (publicado por Casa de las Américas). En 1991 fue
expulsado de Casa de las Américas, donde trabajaba como editor. En 1995 consiguió
emigrar y desde entonces reside en Miami, ciudad donde trabaja como editor de la
revista Vogue. En la actualidad prepara su libro Fábulas afables y un nuevo volumen
de cuentos. El relato «¿Por qué llora Leslie Caron?» pertenece a Fábulas afables.

Alberto Guerra Naranjo


Nació en 1961 en La Habana, ciudad en la que reside, y es licenciado en Historia y
Ciencias Sociales y guionista de cine. Antes de dedicarse exclusivamente a la
escritura en 1998, trabajó como profesor de Secundaria y después en la Promoción
Cultural. Ha obtenido el Primer Premio de Cuentos de la revista La Gaceta de Cuba
en dos ocasiones: en 1997 con «Los heraldos negros» y en 1999 con «Corazón
partido bajo otra circunstancia», relato incluido en esta antología. También ha
recibido el Premio Ernest Hemingway por su cuento «Finca vigía» (1998). En 1999
fue becado durante tres meses por el DAAD en Berlín. Ha publicado dos colecciones
de relatos, Disparos en el aula (1992), Premio Luis Rogelio Nogueras, y Aporías de
la Feria (1994), Premio de la Ciudad. Además de trabajar en su primera novela, este
año publicará en La Habana un volumen de cuentos: Rapsodia para los amantes del
segundo piso.

Adelaida Fernández de Juan


Nació en 1961 en La Habana y, en 1985, se graduó en medicina general. De 1988 a
1990 trabajó en Zambia en una misión internacionalista. En 1992 se especializó en
medicina interna, profesión que ejerce en la actualidad en La Habana. En 1994
publicó su primer relato en Chile. Ese mismo año apareció en La Habana el volumen
Dolly y otros cuentos africanos, que ha sido traducido al inglés. Ha recibido varios

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premios, entre otros el Gran Premio Cecilia Valdés con «Clemencia bajo el sol», que
posteriormente fue adaptado al teatro. En 1998 publicó un segundo volumen de
relatos, Oh vida, con el que obtuvo el Premio Nacional de Cuento de la UNEAC.
Varios de sus textos han sido incluidos en diferentes antologías cubanas y extranjeras.
Actualmente trabaja en su primera novela. «Clemencia bajo el sol» pertenece al
volumen de relatos Oh vida.

José Manuel Prieto


Nació en 1962 en La Habana y, en 1986, se graduó como ingeniero en Novosibirsk,
capital de Siberia occidental. Ha residido en Rusia durante más de doce años, donde
ejerció su profesión de ingeniero antes de dedicarse a la traducción literaria (Anna
Ajmatova, Andrei Platonov y Josif Brodsky, entre otros). Ha publicado el volumen de
cuentos Nunca antes habías visto el rojo (La Habana 1996) y las novelas
Enciclopedia de una vida en Rusia (México 1998) y Livadia (Barcelona 1999), que
será publicada en el verano de 2000 por Grove/Atlantic Monthly (Estados Unidos),
Faber & Faber (Gran Bretaña) y Il Sagiattore (Italia). Actualmente vive en México,
donde trabaja en el Centro de Investigación y Docencia Económicas. «El tartamudo y
la rusa» está incluido en el volumen de relatos Nunca antes habías visto el rojo y ha
sido revisado por el autor para esta antología.

Eduardo del Llano


Nació en 1962 en Moscú y, en 1985, se licenció en Arte en la Universidad de La
Habana. De 1982 a 1997 fue miembro y director del grupo de creación literaria y
teatral NOS-Y-OTROS y, de 1990 a 1995, profesor de Historia del Arte
Latinoamericano en la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana.
Desde 1995 trabaja como escritor y guionista de cine free-lance. Ha publicado las
novelas Las doce apóstatas, Virus (Premio Abril 1992, escrita en colaboración con
Luis Felipe Calvo), Arena (Premio del Concurso Italo Calvino) y Obstáculo (Letras
Cubanas, La Habana 1997) y los volúmenes de cuentos Basura y otros desperdicios
(en colaboración con Luis Felipe Calvo) y El beso y el plan (Letras Cubanas, La
Habana 1997). «Greenpeace» pertenece a este último volumen de cuentos y quedó
finalista del concurso de La Gaceta de Cuba en 1996.

Mylene Fernández Pintado


Nació en 1963 en La Habana, ciudad en cuya universidad se licenció en Derecho en
1986, y es asesora legal del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos
(ICAIC). Ha obtenido mención en dos ocasiones en el concurso de la revista La
Gaceta de Cuba. En 1998 fue finalista del III Premio de NH de Relatos (España), año
en que ganó el Premio David de la UNEAC de cuentos con Anbedonia, publicado por

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la editorial Unión en 1999. Ha sido incluida en varias antologías de cuentos cubanos
y extranjeros. Vive en La Habana y pasa temporadas en Madrid. En la actualidad
prepara su primera novela: Al otro lado del espejo. «El día que no fui a Nueva York»
pertenece al volumen Anhedonia.

Antonio José Ponte


Nació en 1964 en Matanzas, Cuba, y es ingeniero hidráulico, guionista de cine, poeta,
narrador y ensayista. Ha publicado Trece poemas, Poesía (1982-1989), Premio
Nacional de la Crítica en 1991, así como el poemario Asiento en las ruinas, todos
editados en La Habana, ciudad en la que reside, por la editorial Letras Cubanas.
También ha escrito los ensayos Un seguidor de Montaigne mira La Habana (Vigía,
Matanzas), Premio Nacional de la Crítica en 1995, y Las comidas profundas
(Deleatur, Angers 1997). Como narrador ha publicado Corazón de Skitalietz (Reina
del Mar, Cienfuegos 1998), libro que ha sido traducido al francés (Autrement, París
1997). Actualmente prepara sus Cuentos cubanos de todas partes del Imperio
(Deleatur, Angers 2000), una selección de relatos (City Light Books, Estados Unidos)
y una novela, Contrabando de sombras, que será publicada por Tusquets. «Un arte de
hacer ruinas» está incluido en el volumen Cuentos cubanos de todas partes del
Imperio.

David Mitrani
Nació en 1966 en La Habana, ciudad en la que reside. Es ingeniero informático, poeta
y narrador. Ha obtenido el Premio Nacional de Cuento 26 de Julio (1990) y fue
finalista del Concurso Nacional de Cuento de La Gaceta de Cuba (1997) con el relato
«No hay regreso para Johnny», incluido en esta antología. También ha recibido
distintos premios por su obra poética. Entre sus libros publicados destacan Modelar el
barro (Letras Cubanas, La Habana 1994) y Santos lugares (Unión, 1997), ambos de
cuentos, y Robinson vuelve a salvarse (1994), un libro de décimas coescrito con
Alexis Díaz-Pimienta. En 1998 recibió el Premio de Ayuda a la Creación Anna
Seghers de Berlín y, en 1999, publicó la novela Ganedén en México (Lectorum). En
la actualidad trabaja en su segunda novela.

Alexis Díaz-Pimienta
Nació en 1966 en La Habana. Narrador, poeta, investigador y repentista, ha publicado
varios libros de poesía, cuento y novela, por los que ha recibido diferentes premios
nacionales e internacionales. Vive en La Habana y en Almería. Entre sus libros de
poesía destacan: Cuarto de Mala Música (Murcia 1994), En Almería casi nunca
llueve (Premio Internacional Surcos, Sevilla 1996), Pasajero de Tránsito (Premio
Ciudad de Palmas de Gran Canaria 1996), Los habitantes de Cipango (Unión, La

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Habana 1998). De su obra en prosa hay que mencionar Huitzel y Quetzal (Premio
Luis Rogelio Nogueras 1991), Los visitantes del sábado (Pinos Nuevos, Letras
Cubanas, La Habana 1994) y distintos cuentos publicados y premiados (26 de Julio,
Ernest Hemingway, etc.), así como la novela Prisionero del agua (Premio de Novela
de la editorial Alba, Barcelona 1998), que será traducida al italiano. Actualmente
prepara un volumen de cuentos (Alba, Barcelona 2000). En 1996 recibió la Medalla
por la Cultura Cubana por el conjunto de su obra artístico-literaria. «La guagua»
forma parte de Los visitantes del sábado.

Joel Cano
Nació en 1966 en Santa Clara, Cuba. Es dramaturgo, poeta, novelista y director
teatral. Pertenece a la generación de escritores de la segunda mitad de los años
ochenta, influida por la Perestroika y cargada de protesta contra un teatro momificado
por el realismo socialista. Se inició en el teatro con una serie de obras para niños
(Fábula de un país de cera, Fábula de nunca acabar, Fábula del insomnio, Los
aretes que le faltan a la Luna) escritas en verso. Después trabajó en obras más
experimentales como Timeball, Se vende, Por culpa de una rusa. En 1997 obtuvo el
Premio Juan Rulfo, que otorga Radio France Internationale, con el relato «Fallen
Angels», incluido en esta antología, y, en 1999, apareció su primera novela, El
maquillador de estrellas (Christian Bourgois, París), todavía inédita en España.
Actualmente reside en París.

Jorge Luis Arzola


Nació en 1966 en Jatibonico, Cuba. Ha publicado dos colecciones de cuentos, El
pájaro sin cabeza (Ávila, 1991) y Prisionero en el Círculo del Horizonte (Letras
Cubanas, La Habana 1994). Ha sido incluido en distintas antologías cubanas e
inglesas. En 2000 recibió el Premio Iberoamericano Alejo Carpentier por su
colección de cuentos La bandada infinita, a la que pertenece «Cosas esenciales».
Vive en Ciego de Ávila, Cuba.

Ángel Santiesteban
Nació en 1966 en La Habana. En 1985, terminó los estudios de Dirección de Cine y,
en 1989, obtuvo una mención en el concurso Juan Rulfo de Radio France
Internationale por su cuento «Sueño de un día de verano», que fue publicado por Le
Monde Diplomatique. En 1990 ganó el Concurso Nacional de los Talleres Literarios
con su relato «Sur. Latitud 13» y, en 1992, fue finalista del Premio Casa de las
Américas con un volumen de cuentos con el mismo título. En 1995 recibió el Premio
UNEAC de Cuento Luis Felipe Rodríguez y, en 1998, apareció su primer volumen de
cuentos, Sueño de un día de verano, que incorpora diferentes relatos escritos y

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premiados durante los años noventa, como por ejemplo «Sur. Latitud 13». Su libro La
puerca recibió el Premio César Galeano en 1999. Tiene terminadas dos novelas, así
como varios volúmenes de cuentos inéditos, entre ellos Lobos en la noche y Los
aretes que le faltan a la luna. Sus relatos han aparecido en numerosas antologías,
tanto en Cuba como en el extranjero. Vive en La Habana. «Lobos en la noche» forma
parte de un volumen de relatos inédito.

Rodolfo Martínez
Nació en 1966 en La Habana. Graduado en el Instituto Medio Superior de Economía
de La Habana, en 1989 llegó a Estados Unidos, donde cursó estudios de Lengua y
Literatura en el Dade Community College y de Periodismo en el Koubek Center de la
universidad, ambos de Miami. Actualmente trabaja en la sección de Literatura de la
revista Carteles, así como en la librería Libri Mundi. Su primer libro de relatos,
Contrastes, fue publicado por la editorial La Torre de Papel, Miami 1996. «El
regreso» está incluido en dicho volumen.

Alberto Garrido
Nació en 1966 en Santiago de Cuba. Es narrador y poeta. Ha publicado los libros de
relatos El otro viento del cristal, Nostalgias de septiembre y El muro de las
lamentaciones (1999), Premio de Cuento Casa de las Américas. En 1998 obtuvo el
Premio de Cuento de La Gaceta de Cuba. También ha publicado los poemarios Siglos
después de las fraguas de Vulcano y Sueños sobre la piedra. En 1998 ganó el Premio
de Novela Erótica La llama doble con La leve gracia de los desnudos (Letras
Cubanas, La Habana 1999). Ha sido incluido en antologías nacionales y extranjeras.
Vive en Las Tunas, Cuba. «Diana Cazadora and Colorado Springs» pertenece al
volumen de cuentos El muro de las lamentaciones. Acaba de terminar una nueva
novela: Los días del impío.

Ana Lidia Vega


Nació en 1968 en San Petersburgo, hija de un cubano y de una rusa. A los 20 años
decidió asentarse definitivamente en Cuba con el fin de aprender un idioma que casi
no conocía y de integrarse en el ambiente cultural cubano. Es bilingüe, aunque como
narradora y poeta solamente escribe en castellano. También se dedica a la pintura,
pero no expone ni conserva nada de su obra. En 1996 obtuvo el Premio Especial de la
Asociación Hermanos Saíz y, en 1997, el Premio David por el volumen de cuentos
Bad painting (Unión, 1998). Su segundo volumen de relatos, Catálogo de mascotas,
fue publicado en 1998 (Letras Cubanas). Sus narraciones han aparecido en antologías
nacionales y extranjeras. Actualmente está terminando una novela autobiográfica.

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Vive en La Habana. «Esperando a Elio» fue finalista del Concurso Nacional de
Cuento de La Gaceta de Cuba en 1999.

Karla Suárez
Nació en 1969 en La Habana y es ingeniera informática. Ha publicado el libro de
relatos Espuma (La Habana 1999). Algunos de sus cuentos han sido incluidos en
revistas y antologías, tanto en Cuba como en el extranjero. Silencios, su primera
novela, recibió en 1999 el V Premio Lengua de Trapo de Narrativa, ex aequo con
Ronaldo Menéndez. La traducción italiana de esta novela aparecerá este mismo año.
Actualmente reside en Roma. «Un poema para Alicia» obtuvo una mención en el
Concurso Nacional de Cuento de La Gaceta de Cuba en 1997.

José Miguel Sánchez (Yoss)


Nació en 1969 en La Habana y es licenciado en Biología. Ha obtenido varios premios
nacionales, como el David de Ciencia-Ficción (1988) y el Revolución y Cultura de
Cuento 1992, diferentes menciones de novela y cuento de la UNEAC en 1993 y 1995
y el Premio Ernest Hemingway. En 1994 su novela Jugando a rumiarse el tiempo
quedó finalista del Premio Casa de las Américas. Ha publicado los volúmenes de
relatos de ciencia-ficción Timshel (1990) y W (1997), así como la novela Los pecios y
los náufragos (2000). En sus obras aparecen elementos de un realismo marginal y
desenfadado. Es antologo y editor de la recopilación de cuentos cubanos de fantasía y
ciencia-ficción Reino eterno (1999). Tiene una novela inédita que no pertenece a este
último género. Vive en La Habana. «La causa que refresca» fue publicado por la
revista Encuentro, n.º 8-9, Madrid, verano de 1998.

Pedro de Jesús
Nació en 1970 en Fomento, Cuba. Es narrador y ensayista. En 1998 publicó Cuentos
frígidos (Olalla, Madrid 1998). Tiene un libro inédito sobre Severo Sarduy y acaba de
aparecer en La Habana su primera novela, Sibilas en Mercaderes (Letras Cubanas).
Ha sido seleccionado en diferentes antologías y colabora con varias revistas
nacionales y extranjeras. Vive en la provincia de La Habana. «El retrato» está
incluido en el libro Cuentos frígidos.

Daniel Díaz Mantilla


Nació en 1970 en La Habana. Trabaja como promotor de deportistas y ha publicado
Las palmeras domésticas (Abril, 1995), Premio Calendario de la Asociación
Hermanos Saíz, así como el libro en.trance, ganador del Premio Abril en 1997, que
es a la vez una novela y un volumen de relatos. Tiene terminado el libro de cuentos

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inéditos Templos y turbulencias. En la actualidad se dedica en exclusiva a la escritura.
Vive en La Habana, «enki» pertenece al libro en.trance.

Ronaldo Menéndez
Nació en La Habana en 1970, en cuya universidad se licenció en Historia del Arte. Su
obra narrativa consta de los libros de relatos Alguien se va lamiendo todo (Premio
David 1990, publicado en 1997), Hipocampos (Hermanos Loynaz, 1997) y El
derecho al pataleo de los ahorcados (Premio Casa de las Américas 1997, Lengua de
Trapo, Madrid 1999). Ha sido incluido en varias antologías nacionales y extranjeras.
También escribe poesía y ensayo. En 1999 obtuvo el V Premio Lengua de Trapo de
Narrativa, ex aequo con Karla Suárez, con su novela La piel de Inesa. Actualmente
reside en Lima, trabaja como columnista del diario El Comercio y es profesor de
Periodismo en la Universidad de Ciencias Aplicadas. «La verticalidad de las cosas»
es un relato inédito.

Waldo Pérez Cino


Nació en 1972 en La Habana, en cuya universidad se graduó en Letras en 1997 en la
especialidad de Filología Clásica. Su cuento «Los Gemelos» obtuvo la beca Onelio
Jorge Caldoso en 1997, concedida por La Gaceta de Cuba. Su libro de relatos La
demora fue publicado en 1997 (Letras Cubanas). Sus cuentos han aparecido en
diferentes revistas y antologías cubanas y extranjeras. Tiene terminada una novela, El
puente sobre el río Cuál. Desde 1997 reside en Madrid, donde trabaja como free-
lance en la edición. «La reja» pertenece al volumen de cuentos La demora.

Ena Lucía Portela


Nació en 1972 en La Habana, ciudad en la que reside. En 1997 obtuvo el Premio
Nacional de Novela de la UNEAC con El pájaro: tinta china y pincel (Letras
Cubanas y Casiopea, Barcelona 1999). En 1999 apareció su libro de cuentos Una
extraña entre las piedras (Letras Cubanas). Ha sido antologada en numerosas
ocasiones, tanto en Cuba como en el extranjero. Actualmente trabaja en su segunda
novela. «El viejo, el asesino y yo» recibió el Primer Premio de Cuento Juan Rulfo de
Radio France Internationale en 1999.

Michi Strausfeld
Nació en Alemania y estudió filología inglesa, francesa e hispánica en Colonia,
donde se doctoró con una tesis sobre «La nueva novela latinoamericana y un modelo:
Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez». Desde 1968 vive en España
(Madrid y Barcelona). Ha trabajado para Barral Editores y Alfaguara (como directora
de la colección infantil-juvenil entre 1977 y 1989). Actualmente es responsable de la

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colección Las Tres Edades de Ediciones Siruela. Desde 1974 se ocupa de la sección
de literatura española, portuguesa y latinoamericana de la editorial Suhrkamp
(Alemania). En 1982 organizó en Berlín la sección Literatura del Festival Horizonte,
dedicado a la cultura latinoamericana. Ha publicado en su país recopilaciones de
ensayos sobre literatura latinoamericana, brasileña y española, y las antologías
Historias de amor de América Latina, La luna roja. Historias fantásticas del Río de
la Plata, Literatura española 1975-1995 y Literatura portuguesa 1974-1999. En la
actualidad reside en París y Barcelona.

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Notas

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[1] Son palabras de Adrian Leverkühn (Doktor Faustus). Propugnaba el mismo
principio para la composición musical. <<

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[2] El momento más terrible de mi vida fue «haber visto de perfil a mi padre», dice

Vallejo. También asocio esa imagen a un pasaje de Aguas primaverales de


Turguenev, cuando el protagonista descubre la retirada furtiva de su padre que ha
estado visitando a la mujer que ambos aman. <<

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[3] En realidad no me especificó la altitud. He tomado el dato de una novelita policial,

Muerte en las nubes, de Agatha Christie. <<

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[4] En cuestión un pequeño poema que me trajo a la mente estos versos, también

escritos al dorso de una foto, de Juana Borrero a Carlos Pío Urbach:


Este retrato con mi amor recibe
y guárdalo en tu pecho cariñoso
ya que no puedo verme retratada
en la cámara oscura de tus ojos. <<

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[5] Este temor me remite al del ingeniero de La autopista sur de Julio Cortázar.

Relación igual de fugaz, rodeados de autos, la urbe monstruosa donde nos diluimos.
<<

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[6] En A la sombra de las muchachas en flor Bloch, el snob, importuna mucho a

Marcel. En cierta ocasión, frente a un elevador, también se asombra pero no de que se


llamase lift, cosa que él sabía, sino porque se pronunciaba lift y no laift, como él creía
correcto. <<

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[7] A los dieciséis años yo había visto a Bonaparte a las puertas de Moscú. Recuerdo

perfectamente que leía ese pasaje de La guerra y la paz la tarde que fuimos yo y mi
padre por mi Cédula de Identidad. <<

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[8] ¡Son tantas las historias que repiten este detalle! Yo personalmente recordé un

cuento de Jorge Castellanos (he olvidado el título) y visualicé esta escena en un portal
del Vedado, la pesada puerta de roble, el jardín con los flamencos de yeso pintados en
rosado: «¡Dios! ¿Qué pasará que no abren?». <<

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[9] Al oírle decir esto pensé que no había ocurrido en realidad y ahora Jorge lo

imaginaba. Sólo faltaba que me asegurase que le había recriminado su llanto y dado
un ligero empujón como cuando en El destino de un hombre, la conocida noveleta de
Mijaíl Sholojov, el protagonista se marcha al frente. <<

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[10] He leído que en Rusia existe el término «heroína de Turguenev», mujer dechado

de virtudes. En Alamedas sombrías de Iván Bunin, también hallé historias sobre


mujeres rusas formidables, beldades eslavas fieles hasta la tumba. <<

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[11] Esto de la servidumbre que Jorge menciona lo entendí muy bien tras leer fuego de

abalorios de Hesse. Viví un periodo como de seis meses muy preocupado por lograr
la paz de la servidumbre hasta que curé súbitamente cuando leí unos versos, muy
malos, de Rabindranath Tagore, que terminaban así: «¡Desperté y comprendí que el
servicio era alegría!». Yo, que también soñaba, experimenté un brusco despertar. <<

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[12] Ver en Tres mujeres de Musil una historia semejante. Un joven somete a su novia

a extensos interrogatorios y la humilla. Torres ni imaginar podía cuán de cerca me


tocaba esa historia que ya había tipificado gracias al cuento del autor austríaco. <<

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