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La situación social en Colombia y la tragedia de Sísifo

El asistencialismo y la atención a grupos de poder terminan en un reforzamiento de la situación inicial


de inequidad, inmovilidad y exclusión, en la cual el remedio ha sido peor que la enfermedad.
Sin duda alguna, el país ha venido avanzando en las coberturas sociales. Sin embargo, seguimos
empeorando en los índices de concentración del ingreso y de informalidad laboral.
En otras palabras, estamos ante una trampa social encadenada con la siguiente lógica: crecimiento sin
empleo, respuesta asistencialista del Estado que genera incentivos a la informalidad y desempleo
estructural, lo que conduce a una forma sofisticada de reproducir la pobreza y la desigualdad.
Más informalidad conduce a mayores demandas sociales y el ciclo nunca termina. Es el momento de
poner en práctica el enunciado de Bertrand Russell: “en todas las actividades es saludable poner un
signo de interrogación sobre las cosas que por mucho tiempo se han dado como seguras”. Quiero decir,
detenernos a pensar sobre el asistencialismo y la entrega de subsidios a diferentes sectores económicos,
como una forma de solucionar los problemas sociales.
El centro de los problemas sociales está en: I) la baja calidad de la educación que reciben los menos
favorecidos (i.e. la educación pública); II) el asistencialismo exagerado; III) la captura de recursos por
grupos de interés, y IV) la reproducción del poder (Las dos últimas, como consecuencia de una
democracia débil con baja representación de los más pobres y niveles de corrupción altos).
La trampa mencionada se refuerza cuando los beneficios del gasto social retornan a quienes pagan
impuestos (actualmente, casi la mitad del gasto público social es percibido por el 20 por ciento más rico
de la población), de tal forma que la desigualdad ha sido institucionalizada a través del ciclo de vida de
las personas pertenecientes a los grupos más desfavorecidos: los niños reciben educación de baja
calidad, los jóvenes no pueden entrar al mercado de trabajo formal, los adultos reciben salarios de
supervivencia y los adultos mayores no acceden a una pensión; son excluidos de la sociedad a lo largo
de su vida y dependientes del Estado a través de la limitada atención a la infancia, la educación pública
de baja calidad, la salud pública incompleta, los subsidios para informales y la subvención para los
adultos mayores.
En todos los casos, hay una transferencia de ingresos equivalente a una pequeña fracción del salario
mínimo o de la línea de pobreza. Mediante estas transferencias o subsidios, el sistema político y el
económico son soportados. El sistema, como lo sostiene Esping-Andersen, es “divisorio y apto para
institucionalizar las desigualdades”. Desde el inicio del ciclo, la educación organiza la sociedad
jerárquicamente (Bourdieu) y como consecuencia, la movilidad social es paquidérmica. Así,
observamos un crecimiento prorrico y una asistencia social deformada que deriva siempre en
asistencialismo.
Por otro lado, el Gobierno ha sugerido que la clase media ha venido creciendo en los últimos años. En
realidad, lo que ha crecido no es una clase media con representación política, sino una porción de la
distribución del ingreso alrededor de un ingreso que se supone es aquel que saca a las personas de la
pobreza y la vulnerabilidad (el concepto de ‘clase media’ utilizado es totalmente erróneo, pero hagamos
abstracción aquí de esto).
Si lo anterior es cierto, estaríamos observando una situación de crecimiento de la clase media y de la
inequidad simultáneamente, lo cual indicaría que la exclusión también es creciente. Si la clase media
crece y la inequidad permanece (o crece) el contrato social se convierte en simples demandas de
subsidios, situación en la cual queda atrapada la sociedad. El sentimiento de exclusión presiona a los
actores a la protesta, y ante una situación de inestabilidad política, el gobierno cede a la presión.
Grupos de interés toman un botín y los ministros lo entregan en bandeja de plata: realpolitik. Bajo esta
situación, el crecimiento económico no se convierte en inversión pública o social, sino que es
capturado por quienes tienen mayor fuerza para presionar al Gobierno. El botín capturado no es otra
cosa que una transferencia de ingresos de toda la sociedad para pagar las ineficiencias de los sectores
subsidiados.
Finalmente, el asistencialismo y la atención a grupos de poder terminan en un reforzamiento de la
situación inicial de inequidad, inmovilidad y exclusión, en la cual el remedio ha sido peor que la
enfermedad que se quiso combatir. Si no partimos de solucionar los problemas más profundos de la
sociedad, como la educación, la inclusión financiera, la formalización a largo plazo y la integración
regional, sino que, por el contrario, nos concentramos en atender las demandas de corto plazo, el país
continuará atrapado como en la tragedia de Sísifo, quien fue condenado a empujar eternamente una
roca a la cima de una montaña, que nuevamente se rodaba.
Retomando a Russell, sería saludable preguntarnos si la forma en que tenemos diseñadas nuestrs
políticas redistributiva y social es suficiente para romper la trampa que he descrito o si nos tocará sufrir
la condena de Sísifo eternamente.
Jairo Núñez Méndez / Exviceministro de Salud y Protección Social
POR:
 
REDACCIÓN PORTAFOLIO
 
MARZO 13 DE 2013
¿Para dónde va Colombia?
por ALEJANDRO SANTOS
Después de diez años el país ha conseguido grandes avances. Ahora, sin embargo, se enfrenta a nuevos

desafíos que requieren mucho liderazgo y capacidad para generar consensos que permitan tomar las

decisiones de fondo.

La semana pasada arrancó en firme la nueva década. En Davos se reunió la elite mundial para
discutir la necesidad de un capitalismo más social, la ONU y la ONG Oxfam publicaron sendos
informes donde revelan una desigualdad histórica en el mundo, el juicio a Trump entró en su
recta final en el Congreso, y en Colombia se reiniciaron las protestas. La élite pensando, la política
convulsionando y la calle protestando.
Este comienzo de 2020, nos invita a mirar en retrospectiva la década que termina para tratar de
entender y visualizar la que se viene. Lo primero que hay que decir es que fue una buena década para
Colombia. Si miramos los indicadores, el país ha hecho grandes avances.
1.La clase media pasó de ser el 22 por ciento al 32 por ciento de la población.
2.La pobreza bajó del 40 al 27 por ciento.
3.El crecimiento del PIB fue en promedio 3,7 por ciento en toda la década.
4.La cobertura de educación superior pasó de 31 por ciento en 2007 a 58 por ciento en 2019.
5.El ingreso per cápita aumento 52 por ciento en dólares corrientes.
6.Los ingresos por turismo pasaron de 3.400 millones de dólares en 2010 a 6.600 en 2018, casi el
doble.
7.En infraestructura las dobles calzadas pasaron de 700 kilómetros a 2.300. Los aeropuertos pasaron de
mover 16 millones de pasajeros a 38 millones.
8.Cerramos el 2019 con una cobertura en salud de 95 por ciento.
9.Se logró firmar la paz con las Farc después de más de medio siglo de conflicto armado.             * Los
homicidios cayeron de 35 a 22 por 100.000 habitantes. Hace 15 años había 600 municipios afectados
por la presencia de grupos armados ilegales, hoy hay 130.
10.La estructura empresarial colombiana se ha fortalecido. Hace 10 años había 56 empresas que
facturaban más de un billón de pesos. A finales de 2018 había 159 compañías, es decir tres veces más.
Además, en los últimos siete años el número de empresas -incluidas las pequeñas y medianas- creció
un 33 por ciento.
11.Colombia ha sido líder mundial en la defensa de los derechos sexuales y reproductivos y en la
protección constitucional de derechos de las minorías.
Por otro lado, más allá del pesimismo que cunde en el mundo frente a todo lo que represente el
establecimiento, Colombia ha demostrado tener una solidez institucional para enfrentar los embates de
la violencia, la corrupción política, la estabilidad económica y los desafíos sociales.
Pero quizá una de las fortalezas más significativas -y que emerge de la modernización del país- es el
nuevo poder de sus regiones. Colombia cuenta con seis grandes ciudades con más de un millón de
habitantes y decenas de ciudades intermedias distribuidas en todo el territorio que se han
beneficiado del crecimiento de la economía y de la repartición de las regalías. Sobre esos nuevos
epicentros de desarrollo cabalgará gran parte del dinamismo en la próxima década.
La despachada de Nancy Patricia contra el acuerdo de paz
Los increíbles datos detrás de las incapacidades laborales
Hoy, por ejemplo, tenemos 32 ciudades con más de 200.000 habitantes y 70 con más de 100.000. Son
enclaves en un territorio complejo y accidentado que permiten más movilidad social, más educación,
más crecimiento y mejor institucionalidad. Un termómetro de ese nuevo país regional es el creciente
protagonismo de alcaldes y gobernadores que han logrado proyectar su liderazgo político a nivel
nacional.
Sin duda este proceso de modernización, y también de búsqueda de identidad, no ha estado exento de
grandes obstáculos. El primero, la dicotomía entre país rural vs país urbano. Un territorio rural
marginado, donde no hay institucionalidad -o está capturada por mafias o clanes- donde asesinan
a los líderes sociales ante la impotencia del Estado y que ha protagonizado el conflicto la guerra
contra las guerrillas y los grupos ilegales y donde no ha existido el Estado por décadas es, y
seguirá siendo, un pesado lastre que nos impide abrazar enteramente el siglo XXI. El 60 por
ciento de nuestra desigualdad proviene de la brecha urbano-rural, según Rimisp. Es la tensión entre
esas dos Colombias donde radica gran parte de nuestro problema estructural.

La creciente desigualdad Las satisfactorias cifras macroeconómicas de la última


década y la acelerada generación de riqueza no se han reflejado en una mejor redistribución. Seguimos
siendo el tercer país con mayor desigualdad en América Latina y estamos en el 10 por ciento de
los más desiguales del mundo. Logramos convertirnos en un país de ingreso medio y ser el segundo
país que más ha crecido en el continente durante la última década, pero no hemos logrado que esa
prosperidad se reparta más equitativamente.
“Hay que impulsar la educación y empleo como se hizo con las 4G”: Cárdenas
Aquí el debate sobre impuestos como la principal fuente de redistribución se vuelve crucial. Tenemos
que superar las reformas tributarias cada 18 meses para tapar huecos para poder dar el salto hacia una
reforma estructural que amplíe la base gravable. En 2019, solo 2.459 grandes contribuyentes
representaron el 61 por ciento del recaudo tributario del país, es decir el 0,08 del total. Resolver este
problema pasa, inevitablemente, por superar la dificultad política para generar consensos y
tomar las decisiones de fondo.

El karma de la productividad Esta aguja, esencial para la eficiencia del trabajo y la


economía, no se ha movido en una década a pesar de todos los esfuerzos, debates, alianzas y políticas
públicas, o pese a ellas. Esto explica en gran parte nuestra dificultad para ser más competitivos,
innovar o exportar. Y aquí yace la pertinencia y la calidad de la educación frente a un entorno tan
cambiante. Mejorar la productividad es uno de nuestros grandes desafíos en momentos en que la
sociedad está envejeciendo.

El fantasma del narcotráfico Este flagelo, que nos ha perseguido por más de medio siglo,
está más vivo que nunca. Las casi 200.000 hectáreas de coca sembradas son un problema de seguridad
nacional. Aceitan el brazo armado de las disidencias y los grupos ilegales y es la principal causa de
muchos de los asesinatos de líderes sociales que tienen consternado al país. Ante el peligro de esta
nueva amenaza, la relación con Estados Unidos se volvió a narcotizar y el debate sobre seguridad
volvió a girar este año en torno a la aspersión aérea que el gobierno quiere revivir. Una
herramienta eficaz, no exenta de riesgos, y que sin duda tendrá un coletazo social y económico que
podría llevar a protestas cocaleras como las que vivimos a mediados de los años noventa.

La preocupación por la seguridad En todas las encuestas la principal preocupación de los


ciudadanos, muy por encima de las demás, es la inseguridad. Si bien los homicidios han bajado, la
gente se siente más insegura. Los nuevos alcaldes tendrán que reducir la inseguridad ciudadana y
el gobierno tendrá que controlar los grupos ilegales y las disidencias de una nueva violencia que
se está reciclando en los territorios y que ya tiene en alerta roja regiones como el Catatumbo, el
Bajo Atrato, el Bajo Cauca y la costa nariñense. Los ataques del ELN, el rearme de disidencias de
las Farc, la mutación de las bandas criminales, la retaguardia de Venezuela, los territorios en disputa, y
el creciente número de desplazados en estas zonas rojas son un cuadro dramático de un país que
creíamos haber dejado atrás. No podemos retroceder en este frente y será una gran prioridad en este
2020.

El desempleo El año 2019 terminó con un desempleo de 10,4 donde los


más castigados son los jóvenes y el campo. Este será sin duda uno de los desafíos más urgentes del
gobierno este año, sobre todo teniendo en cuenta que uno de los nuevos factores que según el Dane
están incidiendo es la tecnología y reconversión industrial.
A esto hay que sumarle que las nuevas tecnologías y plataformas colaborativas que presionan una
flexibilización laboral pero en la otra esquina se alza una voz en la calle que reclama más beneficios y
unos sindicatos que no están dispuestos a ceder en este terreno. ¿Es posible conciliar estas dos
posiciones? ¿Cómo modernizarse y ser competitivos sin afectar el empleo? ¿Cómo adaptarse a la
disrupción tecnológica sin afectar los derechos laborales? Este es un gran dilema en Colombia y el
mundo que el gobierno piensa resolver con un proyecto de ley que se presentará en la próxima
legislatura.
"El país debe pasar la página” dice el ex candidato Sergio Fajardo
Más allá de estas problemáticas, muchas heredadas y mal envejecidas, han surgido nuevos desafíos que
en poco tiempo se tomaron la agenda nacional y serán prioritarios este año.
El más evidente es la protesta social. La calle es el nuevo actor político en Colombia y el mundo. Sin
caras demasiado nítidas, con reivindicaciones legítimas y demandas utópicas, con marchantes pacíficos
e infiltrados violentos, la voz de la calle hay que oírla y saberla tramitar. Es un fenómeno global pero
tiene una identidad local. Las redes facilitan la movilización y exacerban la rabia, y la indignación
embiste a las élites, pero sus motivaciones varían según el país: algo va de las marchas de
Francia, a las de Chile, a las de Irán.
En Colombia, más allá de la naturaleza de las marchas, donde se conjugan muchos protagonistas, no
podemos dejar de advertir que la protesta social se expresó institucionalmente en las pasadas elecciones
regionales, con 22 millones de colombianos, la votación más alta en la historia.
La democracia expresó en las urnas el descontento social sin violencia y con legitimidad. Esas
elecciones regionales fueron el retrato más palpable de los cambios que vive el país. Una clase media
empoderada y más informada, que rechazó los extremos políticos, derrotó en muchas regiones la
politiquería, pidió una nueva agenda, reclamó la paz y giró al centro izquierda. En enero de 2020,
muchos de los que enarbolaban pancartas en las calles hace un par de años contra el gobierno, hoy
están gobernando: la alcaldesa de Bogotá, el alcalde de Medellín, el de Buenaventura, Manizales, o
Cartagena, entre muchos otros.
Colombia en 2020
¿Para dónde van las marchas? ¿Es una expresión ciudadana genuina y generalizada de un descontento
social acumulado? ¿Es un vehículo que instrumentaliza a la ciudadanía para construir una plataforma
política? ¿Es el mejor mecanismo de presión para defender unos intereses? Hay algo de todas las
anteriores: malestar, anhelos, intereses, ideología, violencia y esperanza de cambio. Sería equivocado
etiquetar las marchas bajo un solo rótulo. En ese sentido, es necesario profundizar la
conversación nacional que lidera el gobierno como un espacio de deliberación e interlocución que
ha dejado vacío la crisis de los partidos. Hoy, más que nunca, hay que oír para gobernar. ¿Habrá
un agotamiento de las marchas por la vía del impacto en movilidad y tranquilidad de los ciudadanos y
la violencia de los encapuchados? Las que arrancaron este año fueron más bien lánguidas y, sin el
ánimo de estigmatizarlas, la infiltración de los violentos les está haciendo daño.
El otro desafío es la migracion venezolana. A diciembre de 2019 habían llegado a Colombia, 1,9
millones de venezolanos y cerca de 500.000 colombianos retornados, es decir 2,4 millones de personas.
Las estimaciones del proyecto Migración Venezuela es que en 2022 los migrantes pueden llegar a 2,8
millones en el país. Hasta ahora los colombianos han recibido esta migración con compasión y
solidaridad pero ya se ven brotes de descontento y un aumento en la mala imagen de los
venezolanos en Colombia. En una encuesta de Invamer de julio de 2019, el 62 por ciento de los
colombianos dijo tener una opinión desfavorable de los venezolanos que llegaron para quedarse. Esa
cifra hoy seguramente es más alta.
La experiencia de los países europeos nos muestra que los sentimientos de xenofobia se van incubando
con el tiempo y son terreno fértil para el populismo y el nacionalismo. Aquí, como sociedad, tenemos
que evitar una estigmatización que discrimine y genere tensiones sociales, y lograr que esa población –
que llegó para quedarse- pueda ser atendida en el sistema de salud, se eduque y consiga trabajo.
¿Cuál es el futuro de Colombia?
El último es el envejecimiento de la sociedad. Este fenómeno, de la mano del fortalecimiento de la
clase media, es uno de los ejes de la transformación de la sociedad colombiana. La expectativa de vida
de los colombianos pasó de 69 a 77 años en menos de 15 años. Hoy la población mayor de 35 años
representa el 43 por ciento del total. Y en 10 años los mayores de 40 serán más de la mitad de la
población. Esta nueva pirámide demográfica tiene un profundo efecto en casi todas las variables
de política pública. Y en particular en el funcionamiento de la democracia y la lucha política,
porque si descontamos a los menores de 18 años (sin derecho a voto), en las próximas elecciones
presidenciales del país el 60 por ciento de las personas en edad de votar serán mayores de 35 años
y en el 2030 los mayores de 45 años podrían ser la mayoría de la población en edad de
votar. Recordemos cómo en el brexit la decisión sobre el futuro del Reino Unido se la arrebataron triste
y sorpresivamente las personas mayores a las nuevas generaciones.
Hablar de envejecimiento es tocar un tema tan estructural como espinoso y que muy posiblemente sea
parte importante de la agenda de 2020: la reforma pensional. Una bomba de tiempo que lleva años en
cuenta regresiva, pateada hacia adelante por los últimos cuatro gobiernos y que el presidente Duque
prometió enfrentar. Hoy la edad de pensión de los colombianos es de las más jóvenes del mundo. El
presidente ha dicho que no va a aumentar la edad ni las semanas de cotización. ¿Es eso posible?
¿Qué alternativas hay? ¿Cómo hacer una reforma pensional en medio de la rabia digital y el
inconformismo social?
Colombia inicia 2020 como un país en transición, resolviendo todavía flagelos del siglo XX y buscando
meterse de lleno en la agenda del siglo XXI. Los grandes avances que se han logrado siguen siendo
frágiles y no podemos ponerlos en riesgo.
La primera tarea del Gobierno este año será recuperar la gobernabilidad. Precisamente por estos días el
Palacio de Nariño está moviendo sus fichas para recomponer el ajedrez político y tener más margen de
maniobra para sacar adelante sus reformas. El Gobierno tendrá que hacer gala de un malabarismo
político que combine representación sin mermelada, y gobernabilidad sin sacrificar su bandera
de la nueva política. Es un segundo tiempo donde el presidente deberá encontrar una nueva narrativa
que interprete a un nuevo país y ayude a cohesionarlo.
En otro acto de contorsión política el Gobierno tendrá que conciliar este año el desarrollo con la
sostenibilidad en un tema tan sensible como el fracking, vital para la estabilidad económica pero el
coco de los ambientalistas y gran causa de la protesta callejera. La agenda medioambiental es cada día
más relevante y en esa dirección el presidente le dio un gran impulso con su apuesta por las energías
renovables. Si el Gobierno nacional y los regionales, de la mano del sector privado, logran
entender el territorio y respetar sus comunidades, Colombia podría convertirse en una potencia
energética e incluir a las regiones más apartadas.
La única forma de cerrar las brechas sociales es incluir a los territorios históricamente abandonados y
victimizados al desarrollo económico social y político. Y la punta de lanza de ese crecimiento
sostenible con altas dosis de legitimidad son el ecoturismo y el agro. Sobre estos dos pilares se debe
construir un modelo de desarrollo, con políticas de largo plazo y sostenibles, que permita reducir
nuestra dependencia económica del petróleo y la minería.
La década que se avecina no va a ser fácil. Se acabaron los años del `boom´ de los commodities, de los
pitos y serpentinas, de los aplausos en las bolsas y la codicia en los gobernantes Ya varios países en
América Latina han sufrido el guayabo de la fiesta a un alto costo social y cuyo coletazo ha hecho
naufragar a varios gobiernos. Atrás quedó supuesta década dorada de América Latina, que varios
anunciaron millones nunca vieron.
Ahora tendremos que encontrar un camino como país en medio de las guerras comerciales, los
desajustes del orden mundial, las pasiones de las redes y el desencanto en la democracia. Tenemos que
recuperar la confianza institucional en momentos en que pocos creen en las instituciones,
reivindicar la ética cuando nos sentimos abrumados por la corrupción, valorar el sentido de
sacrificio en un país de atajos, rescatar la humildad donde solo se exalta el ego en las redes, y
encontrar la verdad en medio de la pos verdad.
Se vienen años donde tendremos que lograr ponernos de acuerdo en los temas fundamentales, una
virtud esquiva en medio de tanto odio y polarización. Para un país que quiere proyectarse con
optimismo al futuro se necesita liderazgo y capacidad para generar consensos.
No solo del presidente y su Gobierno, porque un país va mucho más allá que sus gobernantes. De sus
empresarios, de sus intelectuales, de sus líderes sociales, de sus estudiantes, de todos los
liderazgos que emergen en un país de líderes y de mártires. Es el mejor homenaje que les podemos
hacer a todos los colombianos que han dado su vida en medio de la violencia por defender los valores
democráticos de respeto, inclusión, pluralismo y convivencia para que nosotros sigamos aquí,
comprometidos con el futuro del país y esperanzados en que siempre será mejor para nuestros hijos.

7. El más evidente es la protesta local. Las redes facilitan la movilización y exacerban


social
la rabia, y la indignación embiste a las elites, pero

sus motivaciones varían según el país: algo va de las marchas de Francia, a las de Chile, a

las de Irán.

En Colombia, más allá de la naturaleza de las marchas, donde se conjugan muchos

protagonistas, no podemos dejar de advertir que la protesta social se expresó

institucionalmente en las pasadas elecciones regionales, con 22 millones de

colombianos, la votación más alta en la historia.

La cacerola, el personaje 2019

La democracia expresó en las urnas el descontento social sin violencia y con legitimidad.

Esas elecciones regionales fueron el retrato más palpable de los cambios que vive el

país. Una clase media empoderada y más informada, que rechazó los extremos

políticos, derrotó en muchas regiones la politiquería, pidió una nueva agenda,

reclamó la paz y giró al centro izquierda. Muchos de los que enarbolaban pancartas

en las calles hace un par de años contra el Gobierno, hoy están gobernando: la alcaldesa

de Bogotá, el alcalde de Medellín, el de Buenaventura, Manizales, o Cartagena, entre

muchos otros.

Paro: peticiones radicales


¿Para dónde van las marchas? ¿Es una expresión ciudadana genuina y generalizada de

un descontento social acumulado? ¿Es un vehículo que instrumentaliza a la ciudadanía

para construir una plataforma política? ¿Es el mejor mecanismo de presión para

defender unos intereses? Hay algo de todas las anteriores: malestar, anhelos, intereses,

ideología, violencia y esperanza de cambio. Sería equivocado etiquetar las marchas bajo

un solo rótulo. En ese sentido, es necesario profundizar la conversación nacional

que lidera el Gobierno como un espacio de deliberación e interlocución que ha

dejado vacía la crisis de los partidos. Hoy, más que nunca, hay que oír para gobernar.

¿Habrá un agotamiento de las marchas por la vía del impacto en movilidad y tranquilidad

de los ciudadanos y la violencia de los encapuchados? Las que arrancaron este año

fueron más bien lánguidas y, sin el ánimo de estigmatizarlas, la infiltración de los

violentos les está haciendo daño.

8. El otro desafío es la migración A diciembre de 2019 habían llegado a Colombia, 1,9


venozolana
millones de venezolanos y cerca de 500.000

colombianos retornados, es decir 2,4 millones de personas. Las estimaciones del

Proyecto Migración Venezuela son que en 2022 los migrantes pueden llegar a 2,8

millones en el país. Hasta ahora los colombianos han recibido esta migración con

compasión y solidaridad pero ya se ven brotes de descontento y un aumento en la

mala imagen de los venezolanos en Colombia. En una encuesta de Invamer de julio de

2019, el 62 por ciento de los colombianos dijo tener una opinión desfavorable de los

venezolanos que llegaron para quedarse. Esa cifra hoy seguramente es más alta.

¿Está pensando en contratar a un venezolano? Siga estos pasos

La experiencia de los países europeos nos muestra que los sentimientos de xenofobia se

van incubando con el tiempo y son terreno fértil para el populismo y el

nacionalismo. Aquí, como sociedad, tenemos que evitar una estigmatización que


discrimine y genere tensiones sociales, y lograr que esa población –que llegó para

quedarse– pueda ser atendida en el sistema de salud, se eduque y consiga trabajo.

9. El último es el envejecimiento de la Este fenómeno, de la mano del fortalecimiento de la


sociedad
clase media, es uno de los ejes de la transformación

de la sociedad colombiana. La expectativa de vida de los colombianos pasó de 69 a 77

años en menos de 15 años. Hoy la población mayor de 35 años representa el 43 por

ciento del total. Y en 10 años los mayores de 40 serán más de la mitad de la

población. Esta nueva pirámide demográfica tiene un profundo efecto en casi

todas las variables de política pública. Y en particular en el funcionamiento de la

democracia y la lucha política, porque si descontamos a los menores de 18 años (sin

derecho a voto), en las próximas elecciones presidenciales del país el 60 por ciento de las

personas en edad de votar serán mayores de 35 años y en el 2030 los mayores de 45

años podrían ser la mayoría de la población en edad de votar. Recordemos cómo en el

brexit la decisión sobre el futuro del Reino Unido se la arrebataron triste y

sorpresivamente las personas mayores a las nuevas generaciones.

Hablar de envejecimiento es tocar un tema tan estructural como espinoso y que muy

posiblemente sea parte importante de la agenda de 2020: la reforma pensional. Una

bomba de tiempo que lleva años en cuenta regresiva, pateada hacia adelante por los

últimos cuatro gobiernos y que el presidente Duque prometió enfrentar. Hoy la edad de

pensión de los colombianos es de las más jóvenes del mundo. El presidente ha dicho

que no va a aumentar la edad ni las semanas de cotización. ¿Es eso posible? ¿Qué

alternativas hay? ¿Cómo hacer una reforma pensional en medio de la rabia digital y el

inconformismo social?
Colombia inicia 2020 como un país en transición, resolviendo todavía flagelos del siglo XX

y buscando meterse de lleno en la agenda del siglo XXI. Los grandes avances que se han

logrado siguen siendo frágiles y pueden estar en alto riesgo.

La primera tarea del Gobierno este año será recuperar la gobernabilidad. Precisamente

por estos días el Palacio de Nariño está moviendo sus fichas para recomponer el ajedrez

político y tener más margen de maniobra para sacar adelante sus reformas. El Gobierno

tendrá que hacer gala de un malabarismo político que combine representación sin

mermelada, y gobernabilidad sin sacrificar su bandera de la nueva política. Es un

segundo tiempo donde el presidente deberá encontrar una nueva narrativa que

interprete a un nuevo país y ayude a cohesionarlo.

En otro acto de contorsión política, el Gobierno tendrá que conciliar este año el

desarrollo con la sostenibilidad en un tema tan sensible como el fracking, vital para la

estabilidad económica pero el coco de los ambientalistas y una gran causa de la protesta

callejera. La agenda medioambiental es cada día más relevante y en esa dirección el

presidente le dio un gran impulso con su apuesta por las energías renovables. Si el

Gobierno nacional y los regionales, de la mano del sector privado, logran entender el

territorio y respetar sus comunidades, Colombia podría convertirse en una potencia

energética e incluir a las regiones más apartadas.

Qué es la Ocde, el club en el que Colombia fue admitida

La única forma de cerrar las brechas sociales es incluir a los territorios históricamente

abandonados y victimizados al desarrollo económico social y político. Y la punta de lanza

de ese crecimiento sostenible con altas dosis de legitimidad son el ecoturismo y el

agro. Sobre estos dos pilares se debe construir un modelo de desarrollo, con

políticas de largo plazo y sostenibles, que permita ir reduciendo nuestra

dependencia económica del petróleo y la minería.


La década que se avecina no va a ser fácil. Se acabaron los años del boom de los

commodities, de los pitos y serpentinas, de los aplausos en las bolsas y la codicia en los

gobernantes. Ya varios países en América Latina han sufrido el guayabo de la fiesta a un

alto costo social y cuyo coletazo ha hecho naufragar a varios gobiernos. Atrás quedó la

supuesta década dorada de América Latina, que varios anunciaron y millones nunca

vieron.

Ahora tendremos que encontrar un camino como país en medio de las guerras

comerciales, los desajustes del orden mundial, las pasiones de las redes y el

desencanto en la democracia. Tenemos que recuperar la confianza institucional en

momentos en que pocos creen en las instituciones, reivindicar la ética cuando nos

sentimos abrumados por la corrupción, valorar el sentido de sacrificio en un país de

atajos, rescatar la humildad donde solo se exalta el ego en las redes, y encontrar la

verdad en medio de la posverdad.

Se vienen años en los que tendremos que lograr ponernos de acuerdo en los temas

fundamentales, una virtud esquiva en medio de tanto odio y polarización. Para un país

que quiere proyectarse con optimismo al futuro se necesita liderazgo y capacidad para

generar consensos.

No solo del presidente y su Gobierno, porque un país va mucho más allá que sus

gobernantes. De sus empresarios, de sus intelectuales, de sus líderes sociales, de

sus estudiantes, de todos los liderazgos que emergen en un país de líderes y de

mártires. Es el mejor homenaje que les podemos hacer a todos los colombianos que

han dado su vida en medio de la violencia por defender los valores democráticos, para

que nosotros sigamos aquí, comprometidos con el futuro del país y esperanzados en

que siempre será mejor para nuestros hijos. 

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