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¿Fernanda Laguna es boluda? Si la boludez es la turbiedad que
desdibuja los límites del mundo y nos deja inermes, no es entonces
otra cosa que una de las vías matores que lleva a lo que el siglo XX
llamó “poesía”. Para ser menos generales, digamos que Laguna, al ser
boluda, pero autoconsciente, ha encontrado la manera de hacer de su
boludez una herramienta y un arma para interferir en la línea
Lamborghini-Aira, con lo que a estos escritores se les pasó o dejaron
en forma embrionaria, mientras se entretenían en la polémica y la
erudición. La boluda autoconsciente, al no estar segura de nada,
interroga todo; hay que vivir segundo a segundo, y sólo un imbécil se
pregunta en serio cómo se pasa de un segundo a otro. Pero este paso
es el punto débil de cualquier narrativa, y en esta ruina de la narrativa,
que sin embargo sigue corcoveando, se hace fuerte Laguna como
técnica de la poesía. Una vocación empecinada por lo inferior, lo
lateral, lo banal, lo repulsivo y lo impropio conforma un mundo que
al tipo de ideal de argentino –tan piola él– lo desconcierta porque lo
hace quedar como un gil: Laguna, poeta de la reversibilidad militante,
cruza y descruza las fronteras entre varias cosas, pero principalmente
entre la vergüenza y la desvergüenza, ente lo que no puede decirse y
lo que se arroja como un dardo a los ojos atónitos del
espectador/lector (para Laguna es lo mismo). Laguna, experta
noventista, aprendió en carne propia lo bueno que es incluir; su texto
incluye todo, en primer lugar a nosotros, tanto a nuestro desdén como
a nuestro asombro, a nuestra admiración no menos que a nuestro
tedio, y prosigue, cargándonos, hacia ese horizonte de estrellas y de
vacío que conforma la música que escuchamos sin poder reproducir.

Alejandro Rubio

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