Sunteți pe pagina 1din 4

A los millennials de ayer

Este año cumplen tres décadas Tuca de Fabián Casas y El faro de


Guereño de D.G. Helder, dos libros muy distintos que transformaron la
poesía argentina.
4 de febrero de 2020
POR OSVALDO AGUIRRE

En “Seis propuestas para los próximos millenials”, su discurso de apertura en el último


Filba, Fabián Casas (Buenos Aires, 1965) presentó una serie de ideas que tienen una
larga decantación a través de su obra y de sus intervenciones públicas como escritor,
periodista cultural, tallerista: no se puede definir la poesía, en todo caso se la puede
reconocer, tentativamente; una vida dura necesita un lenguaje duro y eso es lo que
permite la literatura, formas de relatar y de comprender la experiencia; sobre todo, la
pretensión de originalidad es un obstáculo para escribir, hay que buscar no la voz
personal sino la voz extraña, “esa voz construida por muchísimas voces y que está ahí
afuera sonando desde el comienzo de los tiempos”.

Tuca, su primer libro, fue ya el registro de cierta voz extraña. Cuando se publicó, hace
treinta años, sorprendió como algo singular, que no solo se apartaba de la poesía
precedente sino que clausuraba una época, la descubría como “una pista de maniobras
herrumbada”, como dijo Jorge Aulicino en una temprana reseña. Casas habló desde un
primer momento de un proceso de escritura inscripto en el grupo que editó las
revistas La mineta, La trompa de Falopo y 18 Whiskys, entre 1989 y 1990: de una
versión inicial con casi 80 textos, las correcciones, las lecturas y las sugerencias de “los
amigos de la Whiskys” dejaron en pie quince poemas, un libro finito y poderoso.

En La trompa de Falopo apareció la primera versión de La zanjita, el poema de Juan


Desiderio donde Martín Gambarotta escuchó –y con él, otros poetas de la segunda mitad
de los años 90- “la voz de una tribu”, un punto de partida para escribir, “el habla como
materia prima para construir una máquina verbal que no necesariamente es coloquial”.
Esa voz extraña en la poesía se hizo escuchar en Tuca y en otro gran libro publicado
unos meses antes, también en 1990: El faro de Guereño, de Daniel García Helder
(Rosario, 1961). Los dos integraron la colección Todos bailan, de Libros de Tierra
Firme, y el dato no es anecdótico, porque el editor, José Luis Mangieri, emblema de la
poesía sesentista, tuvo un rol determinante no solo en la publicación sino también en el
modo en que esas obras impactaron en el ambiente literario.

1
Mangieri, Cauli, como lo llamaba Casas, escribió la contratapa de Tuca. El libro, dijo,
“encaja legítimamente” en la generación de “los chicos del rock”, los que cursaban la
escuela primaria en 1976, un fenómeno social que consideraba superpuesto al de “los
chicos de la guerra” y al de “los chicos de la calle”. Eran expresiones de una cultura
resistente, marginal: “No importa que algunos pasaran por la Universidad, ésta no pasó
por ellos: era imposible en ese tiempo. Ya lejos de los 60 no conocieron la imaginación
al poder. Pero ni la droga ni la dictadura pudieron vencerlos”.

La voz generacional es justamente la que dicta el primer poema de Tuca: “También


tuvimos una guerra./ Ahora somos parte de Hollywood./ Ese chico con la cabeza
vendada,/ que antes era Roli,/ dice llamarse Apollinaire”. La primera palabra,
“también”, alude quizá a la historia que comentaba Mangieri, pero el poema la deja
afuera o la da por sobreentendida. O quizá fue lo que quedó del trabajo de edición: el
título del libro es una referencia a la brevedad de los poemas –el más largo tiene
diecisiete versos-, a su condición de último resto de un cuerpo que se había consumido
en la lectura en grupo, y a la idea de que en ese resto se encontraba el mejor efecto, lo
que pegaba.

“Paso a nivel en Chacarita”, uno de los poemas más impactantes del libro, es un ejemplo
de ese trabajo de depuración. “Lo escribí una tarde después de visitar la tumba de mi
madre –contó Casas en una entrevista-. Era un poema largo, de más de dos o tres
páginas. Muy emotivo y muy malo. Después lo empecé a corregir de manera obsesiva.
Desapareció del poema mi vieja, mis sentimientos sobre ella y toda esa cháchara
sentimental. Al final sólo quería escribir un buen poema, como se construye una
máquina”. Dejó la imagen de un grupo de chicos que ponen monedas sobre las vías para
que el tren las alise y agregó un último verso: “bueno, eso es todo”.

El poema se limitaba a presentar una imagen y como remate introducía a un narrador


que descartaba cualquier agregado. El “eso es todo” fue una piedra de toque en la nueva
poesía que representaría Tuca, la señal de paso de una tendencia hacia los objetos, los
nombres propios, los territorios reconocibles, sin hacer de esas presencias un símbolo o
una alegoría. También fue una especie de firma de Casas, del tono característico de sus
remates. Se replicó en otros textos de la época –de Laura Wittner, de Ezequiel Alemián-
no como una cita sino como parte de una búsqueda compartida alrededor del suceso
poético concreto, sin comentarios añadidos, sin abstracciones.

En La vida que te agenciaste, la película de Mario Varela sobre 18 Whiskys –donde


increíblemente está ausente José Villa, uno de los protagonistas-, Casas recuerda la
época mientras sostiene una caminata con el director. Hay una frase que resume
posiblemente la conversación y es el momento en que Casas circunscribe lo que fue su
aprendizaje con la revista: la literatura como un trabajo colectivo y no individual. Las
voces que están ahí afuera y doblegan al yo. Helder podría decir lo mismo a propósito

2
de El faro de Guereño; de hecho, lo dijo, ya que en una entrevista publicada en Punto
de Vista ubicó al libro “en el marco de una búsqueda generacional y una búsqueda
grupal” con otros poetas de Rosario, el núcleo de lo que más tarde se llamó objetivismo.

Las notas sobre Helder suelen hacer foco en su rol como secretario de redacción del
periódico Diario de Poesía –entre 1986 y 2001-, en sus diversos desempeños como
editor, desde el portal poesía.com (1996-2006) hasta su actual trabajo en la Editorial
Municipal de Rosario, y en la influencia que tuvo el taller que coordinó con Arturo
Carrera precisamente desde 1990, un espacio donde se formaron muchos de los mejores
poetas de esa década y de la siguiente. Alejandro Rubio describió bien esa función:
“Helder no se mordía la lengua al llamar a lo pobre, pobre, a lo ininteligible,
ininteligible, y, en general, a lo mal escrito, mal escrito”. Pero en esas consideraciones
queda en segundo plano su obra como poeta, ensayista y narrador, que continuó con El
Guadal (1993), La vivienda del trabajador (2008), el aún inédito (Tomas para un
documental), los todavía no recopilados textos de El rencoroso –sus notables columnas
en Diario de Poesía- y numerosos artículos críticos sobre poetas argentinos y
latinoamericanos.

En el número 4 de Diario de Poesía (1987), Helder publicó “El neobarroco en


Argentina”, un artículo que provocó polémicas y ficciones conspirativas, fue visto como
una punta de lanza del objetivismo, y que él describió como una opinión discrepante
“respecto a una tendencia estética que por esos años parecía dominar el panorama de la
poesía rioplatense”. Ahora que ese debate es parte de la historia literaria quizá sea el
momento de notar que en el mismo número del Diario apareció un adelanto de El faro
de Guereño, un conjunto de ocho poemas que luego se incorporaron con algunas
correcciones al libro, y que quizá allí, más que en el artículo, estaba la novedad de su
contribución.

Entre esos textos se encontraba “Sobre la corrupción”, un poema al que Helder pasó del
verso a la prosa, para publicar en la revista, y de la prosa al verso, al incluirlo en el libro.
Pero en esos vaivenes lo que subsiste intacto es el el diálogo tácito que sostiene con una
tradición de la poesía a la que parece conceder la razón en los primeros versos -“Puede
ser que/ haya en cada cosa un gesto, una cifra”- que reafirma en el desarrollo –el poeta,
dice, puede creerse un sacerdote “capaz de convertir/ lo concreto en abstracción, lo
invisible/ en cosa visible”– para rebatirlo sobre el final: “Sea o no esto así, de algo estoy
seguro:/ no me conviene interpretar mensajes en nada”. Esa misma convicción es la que
atraviesa Tuca.

Guereño era una fábrica de jabón cuya planta en la periferia sur de Rosario aparece
como un mojón para un grupo de personajes que, en uno de los poemas de Helder, se
pierden al recorrer la zona en busca de una casa. Así como “Alisos en la orilla”, otro
poema de El faro de Guereño, describe la miniatura de un paisaje industrial y natural tal

3
como se refleja en el ojo de un pescado expuesto al sol, esa escena de los personajes que
deambulan de noche y encuentran una señal en el viejo faro permite leer, sino el
conjunto del libro, por lo menos el interés poético-antropológico de Helder por los
ambientes suburbanos, las zonas portuarias, los basurales, y el hecho de que
precisamente en esas edificaciones ruinosas encuentra una clave para ordenar el espacio,
para ubicarse, para comprender el mundo.

Tuca y El faro de Guereño son muy diferentes por las tradiciones que invocan –de
Joaquín Giannuzzi a la poesía rosarina de los años 70-, por el tipo de referencias
movilizadas –más culturales en Helder, con sus citas encriptadas de Borges, Calderón y
Faulkner, más juveniles en Casas, como podían ser las drogas, las canciones en la radio,
la heladera de Coca Cola que resplandece en un baldío- y el modo en que procesan sus
materiales, pero comparten una misma actitud sobre la escritura –quizás exasperada en
el caso de Helder-, una mirada vuelta al pasado como el ángel de la historia de Walter
Benjamin y, sobre todo, el hecho de haber dado receptado otras miradas y actitudes. La
voz de la poesía argentina ajena al lirismo adocenado, al sentimentalismo, a la
idealización del oficio suena en esos libros, desde el principio de los 90.

S-ar putea să vă placă și