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Como Zavalita, ignoro cuando se jodió Perú. Sin embargo, sí creo que podemos datar
con precisión de astrofísco cuando se jodió la política: en mayo del 68. En aquellos días
se acuñó una mirada adolescente que todavía es la nuestra, quizá por aquello de
Ortega y las generaciones, de que los jóvenes de entonces, que ahora mandan, se han
hecho mayores sin abandonar la ontología en la que se formaron, esa que condesaban
famosas consignas de aquellos días: “Sed realistas, exigid lo imposible” o “No
queremos un mundo donde la certeza de no morir de hambre viene contra el riesgo de
morir de aburrimiento”.
Las luchas sociales han sido sustituidas por una multiplicación de reclamaciones identitarias
No era fácil reconocer los problemas para los que crecieron bajo la consigna de que
podemos pedirlo todo, que todo cabe. Lo más común fue emborronar las propuestas y
escamotear aristas y dificultades. Las buenas palabras como conjuro frente a las
incompatibilidades entre programas y los intereses encontrados. La adolescencia
ciudadana de nuestras democracias, que maltrata a quienes recuerdan las dificultades
y premia a quienes, sin precisar nada, prometen todo a todo el mundo allanó el
camino para las medias verdades y los trucos de magia.
La siguiente convicción es también otra variación del mismo tema: la sustitución del
relato de la igualdad por el de la identidad. Una verdadera filigrana intelectual. El ideal
emancipador, que permite condenar las injusticias a partir de ciertos valores, resulta
de mal llevar con el supuesto de que todo vale, el punto de vista que, casi sin querer,
acabó por abrazarse cuando se pasó de la constatación de que en las sociedades
modernas conviven distintos modos de vida a considerar que todos ellos, por el hecho
de existir, resultan igualmente valiosos.
El clásico diagnóstico que veía en la división entre clases el eje explicativo de las
patologías sociales y el centro de gravitación de las luchas sociales se sustituyó por una
multiplicación de reclamaciones identitarias alentadas por entrepreneurs d’ethnicité et
de mémoire (Jean-Loup Amselle) que hablaban en nombre de “colectivos” de los que
ellos mismos se proclamaban portavoces: étnicos, culturales, sexuales o religiosos.
Todas las causas se consideraban igualmente valiosas por el hecho —discutible en más
de una ocasión— de proceder de sujetos excluidos o ignorados y a cada cual se lo
catalogaba según cierta característica (la lengua, el sexo, la religión) que explicaría sus
enteras vidas. El árabe de Marbella compartiría barricada con el de la banlieueparisina,
la campesina guatemalteca con la duquesa de Alba, el homosexual de Hollywood con
el de Kabul. Sus identidades enmarcaban un origen que sería un destino y todos ellos
juntos, cada uno en su respectivo lote, del lado bueno de la historia. Otra recreación
más. Verdaderas jaulas de hierro de las gentes, aisladas y recreadas en su salsa
“diferencial”, las identidades acabarán por oficiar como fuente de enconamiento entre
tribus, cada una resentida con la vecina, de la que nada sabe ni quiere saber. No
importaba que las identidades fueran inventadas, el odio no necesita de la verdad para
prender.
Pero quizá la disposición más engañosa, por su aparente radicalidad, es la que conduce
a valorar la realidad con el guión “lo que no es perfecto, es basura”. Entre nosotros ha
permitido el diagnóstico de que España no es una democracia y que, en lo esencial,
nada ha cambiado respecto al franquismo. Asoma por aquí una conocida
falacia (slippery slope) que, pasito a pasito, mediante pequeños desplazamientos,
acaba por presentar la versión extrema, en realidad falsa, de aquello que descalifica.
Así Chávez era Castro y, como Castro era Stalin, Chávez era Stalin. O, por la otra
esquina, Aznar, Fraga y Franco mediante, clavadito a Hitler.
Lo más engañoso es valorar la realidad con el guión de que “lo que no es perfecto, es basura”
Con una variante de este esquema se descalificará a la Constitución, a partir del
contraste con un idealizada situación hipotética. Estaría contaminada por la presencia
y parcial tutela —innegables— de los poderes franquistas durante el periodo de su
gestación. En ausencia de éstos, se dice, la Constitución hubiera sido otra,
verdaderamente democrática. La Transición, se concluye, nunca se ha cerrado.
Y sí, todo eso es trivialmente verdadero. Claro que, con ese guión, no queda títere con
cabeza. Si evaluáramos las constituciones bajo el contraste de otro mundo posible,
idealizado, todas a la hoguera. No serían legítimas ni la jacobina de 1793 ni la
republicana española de 1931, porque, entre otros defectos, no fueron votadas por las
mujeres. Ni la alemana, redactada bajo la tutela de los vencedores de la II Guerra
Mundial; ni la francesa, diseñada al dictado de un De Gaulle cuyo ascenso al poder vino
impuesto por un pronunciamiento militar en la Argelia francesa. Y como los
contrafácticos no tienen freno, toda legitimidad puede reducirse a escombros. Si de
aquí a veinte años, se adelanta el voto a los quince años, deberíamos considerar
ilegítima cualquier decisión actual. Entregados al bisturí subjuntivo, podemos destripar
cualquier cosa, pasada, presente o futura.