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De Luz de Agosto, de Faulkner

“La memoria cree antes de que el conocimiento recuerde. Cree más tiempo de lo que
tarda en recoger, más tiempo del que el conocimiento pueda imaginarse. Conoce,
recuerda, cree un pasillo de un edificio largo, mutilado, frío y lleno de ecos, de un
edificio de ladrillos de un rojo oscuro, tiznados por más chimeneas que las propias,
emplazado entre fábricas humeantes en un recinto sin hierba cubierto de cenizas y
rodeado, como si fuera una penitenciaría o un parque zoológico, por una cerca de hierro y
alambre de tres metros de alto; y del que, con intermitencias incalculables y con piar
infantil de gorriones, surgen vestidos con uniformes idénticos y azules de brin unos
huérfanos que entran y salen en el recuerdo, pero que en el conocimiento permanecen tan
constantes como las paredes lívidas, como las ventanas lívidas en que sobre el hollín de
las chimeneas cuyo número aumenta cada año, traza las lluvia unas rayas que parecen
lágrimas negras.

Había habido otra cosa de la que no iba a acordarse hasta más tarde, cuando la memoria
no aceptaba ya el semblante del hombre, no aceptaba la superficie del recuerdo.

Y la memoria sabe esto; veinte años más tarde, la memoria cree todavía Aquel día me
hice hombre.

Acababa de cumplir los ocho años. Habían de transcurrir varios antes de que su memoria
supiera lo que recordaba; desde aquella noche en que, una hora después, se levantó de la
cama, fue al rincón, se arrodilló como se había arrodillado en la estera e, inclinándose
sobre la comida escarnecida, agarrándola con las manos, la devoró como un salvaje,
como un perro.

De aquella cara impasible cuyos ojos bizqueaban detrás del rizado humo del cigarrillo,
que sin haber sido tocado ni una vez con la mano ardía hasta el final y era escupido y
aplastado con el tacón, iba a adquirir Joe una de sus maneras. Pero aún no. Aquello
vendría más tarde, cuando la vida empezara a transcurrir tan de prisa que la comprensión
ocuparía el lugar del saber y del creer. Ahora se limitó a mirar al hombre apoyado en el
mostrador por la parte de adentro y que tenía puesto un mandil sucio que llevaba como la
barba postiza que un bandido asume para un momento. El aceptar vendría más tarde
juntamente con la suma total de las ofensas a la credulidad: las dos personas que figuran
ser marido y mujer, el establecimiento como negocio de comidas, las camareras
sucesivamente importadas, torpes con los platos baratos de comida sencilla que justifican
el negocio; y él mismo –como un semental joven en estado de extático y descreído
asombro en un recóndito pastizal lleno de cansadas yeguas profesionales-
comprendiendo, asimilando durante su breve y violenta vacación, víctima él también, a
su vez, de un sinnúmero de hombres innominados.

No había olvidado lo que le había contado el chico. No hacía más que aceptarlo. Fue
como si hubiera dicho con una calma lógica y desesperada, Bien. De modo que es así.
Pero no para mí. No en mi vida ni en mi amor. Y aquello había sucedido hacía tres o
cuatro años y lo había olvidado, en el sentido de que un hecho queda olvidado en cuanto
sucumbe a la insistencia del espíritu en que no sea verdadero ni falso.
...
El conocimiento –y no el dolor- es el que recuerda mil calles salvajes y solitarias. Parten
de aquella noche en que yacía tendido, cuando oyó el paso final y el portazo final (ni
siquiera apagaron la luz) y siguió tendido en silencio, de espaldas y con los ojos abiertos,
mientras el globo suspendido ardía encima con un resplandor doloroso y constante, como
si en la casa hubieran muerto todos. No supo cuánto tiempo estuvo así. Ni pensaba, ni
sufría. Quizá tenía conciencia de él con los extremos cortados y sin tocarse, esperando a
tocarse, a anudarse de nuevo para que él pudiera moverse. Mientras los otros terminaban
los preparativos de la marcha, habían pasado de cuando en cuando sobre él como suele la
gente que se dispone a dejar vacante una casa pasar sobre algún objeto que tiene la
intención de abandonar.

Creía que de lo que trataba de escapar era de la soledad, y no de sí mismo. Y la calle
seguía. Como a un gato, todos los sitios le resultaban iguales. Pero la calle siempre
desierta, tenía sus cambios de carácter, sus fases. Joe podía haberse visto a sí mismo en
innumerables avatares, silencioso, condenado al movimiento, empujado por el valor de
una desesperación debilitada y aguijoneada, por la desesperación de un valor cuyas
oportunidades necesitaban ser debilitadas y aguijoneadas. Tenía treinta y tres años.

Saltando a la ventana, como una sombra que vuelve sin ruido y sin movimiento a la
oscuridad madre, penetró en la oscura cocina. Quizá se acordó de aquella otra ventana
que solía utilizar y de la cuerda de la que dependía; y quizá no.
Es posible que no se acordara más de lo que un gato se acordaría de otra ventana; y al
avanzar sin titubeo hacia la comida que buscaba como si supiera que había de encontrarla
allí, parecía ver en la oscuridad como un gato; como un gato o como si fuera manipulado
por un agente al que desconocía. Con dedos invisibles, comió algo de un plato invisible;
comida invisible. No le importaba lo que fuera. No se dio cuenta de haber pensado en ello
ni de haber sentido el gusto, hasta que la mandíbula se detuvo a medio masticar y el
pensamiento voló veinticinco años atrás calle abajo, hacia las esquinas imperceptibles de
derrotas amargas y de triunfos aún más amargos, cinco millas más allá de la esquina en
que, en la época terrible del amor primerizo, solía esperara a alguien cuyo nombre había
olvidado; voló hasta cinco millas más allá de aquello Dentro de un minuto lo sabré. Ya lo
he comido antes en alguna parte. Dentro de un minuto la memoria empezará a saber.
Veo veo más de lo que oigo oigo veo mi cabeza inclinada oigo la monótona y dogmática
voz que me parece que no va a cesar nunca y al escrutar veo la indómita cabeza en
forma de bala y la barba recortada y áspera también inclinadas y pienso cómo es
posible que él tenga esa falta de apetito y huelo que mi boca y mi lengua lloran la
ardiente sal de la espera y mis ojos gustan el vaho ardiente del plato “Son guisantes”,
dijo en voz alta. “Jesucristo. Guisantes con melaza”.

Fue al día siguiente; mirándola cuando ella le hablaba, le parecía que aquello de que la
memoria estaba segura había sucedido menos de doce horas antes no había podido
suceder, y pensaba Debajo de la ropa ni siquiera está hecha como si hubiera podido
suceder.
William Faulkner, Luz de agosto,Juan Goyanarte editor, traducción de Pedro Lecuona,
Bs. As., 1970, páginas 105, 127, 129, 136, 156, 162, 193, 198, 201, 205/6.

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