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EL PROBLEMA DEL ERROR EN EL TRÁNSITO DE LA DUDA A LA CERTEZA

Lady Viviana Chicuazuque Ávila*

I. Introducción

El propósito del siguiente escrito es mostrar que las causas del error y la falsedad no
solamente devienen del intelecto y la voluntad o el libre albedrío, sino que además están
atravesadas por la reflexión cartesiana sobre el Dios garante del conocimiento verdadero y,
de igual forma, están directamente vinculadas con la facultad de juzgar, pues si todo lo que
está en el hombre viene de Dios y sumado a ello lo hizo poseedor de una mente con la cual
puede percibir lo que es claro y distinto, ¿por qué tiene esta tendencia a errar?, o más
específicamente, ¿por qué con frecuencia se extravían sus juicios?

Ahora bien, aunque la realización de dicho propósito nos lleva directamente a la Cuarta
Meditación, no se puede pasar por alto el camino que recorre Descartes para llegar en un
determinado punto a abordar el problema del error, de ahí que sea necesario, en primer
lugar, mostrar cuáles son las estrategias escépticas cartesianas que le posibilitarán el
tránsito de la duda a esa primera certeza en la cual después de comprobar la propia
existencia, se ratificará con ello que también existe Dios, en este punto se aludirá tanto al
argumento de la impronta divina como al argumento ontológico. En segundo y último
lugar, se mostrará en qué parte de ese tránsito tiene que ver el error, en qué consiste y qué
nos propone Descartes para adquirir el hábito de no errar, pues ésta sería la mayor y
principal perfección del hombre.

Para desarrollar lo anterior es menester tomar como referente principal el texto de las
Meditaciones Metafísicas, así como algunas consideraciones sobre el error que realiza

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Estudiante de III semestre de la Maestría en Filosofía Latinoamericana, Licenciada en Filosofía y Lengua
Castellana en la Universidad Santo Tomás.

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Descartes tanto en el Discurso del Método como en Los principios de la filosofía. De igual
forma, los planteamientos y análisis de José Luis Arce Carrascoso y John Cottingham
servirán para la precisión y contextualización de muchos de los argumentos de Descartes.

II. El camino que traza Descartes: la duda y la certeza

«Todo mi objetivo apuntaba únicamente a asegurarme y a descartar


la tierra movediza y la arena para encontrar la roca y la arcilla»
Descartes.

¿Cuál es el impulso del que Descartes parte para emprender un camino que lo llevara a un
conocimiento claro y seguro de todo lo que es útil para la vida? En el Discurso del método
el autor nos hace partícipes de ese deseo de llegar a poseer «un pensamiento tan ágil o la
imaginación tan nítida y distinta, o la memoria tan amplia y tan presente como algunos
otros» (Descartes, 1992: 14); sin embargo, encuentra que aunque había sido instruido en
letras en una de las más celebres escuelas de Europa, se hallaba aun enredado en tantas
dudas y errores que lo hacían notar su ignorancia. Parece superfluo rescatar este pasaje,
pero cómo enraizar en nuestro interior la ruta que Descartes nos propone, sino es fijando su
inquietud primaria e incluso cotidiana. Con todo, termina abandonando el estudio de las
letras decidiéndose «a no buscar más otra ciencia que la que pudiera encontrar en [sí]
mismo y en el gran libro del mundo» (Descartes, 1992: 22). Así, este darse cuenta de que
generalmente se cae en el error y queriendo, por otro lado, alcanzar las cualidades que
sirvan para alcanzar un perfeccionamiento del espíritu, Descartes fijará un camino en
búsqueda de la verdad, el cual promoverá reiterativamente por lo menos en las tres obras
del autor que servirán como herramienta para el propósito de este escrito. Ese camino
inicia, según lo expresa el autor, con la necesidad de desprenderse de todas las opiniones en
las que él creía, para introducir otras mejores y ajustadas a la razón:

Y así como al derrumbar una vieja morada uno reserva ordinariamente los materiales
de demolición para que sirvan en la construcción de una nueva, así también, hacía

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diversas observaciones y adquiría muchas experiencias que me han servido después
para establecer otras opiniones más ciertas (Descartes, 1992: 44).

A este primer paso de poner en duda todas las cosas con el fin de examinar la verdad
también aludirá Descartes tanto en el inicio de sus Meditaciones metafísicas como en Los
principios de la filosofía; sin embargo, las Meditaciones tendrán una figura ficticia que a
diferencia del carácter personal y de algún modo biográfico que posee el Discurso del
método, facilitarán la apropiación que se pueda tener sobre el texto mismo, dicha figura es,
pues, el meditador; quien advierte que con el pasar del tiempo se han asumido una gran
cantidad de cosas falsas como verdaderas y, de igual forma, que el tomar algunos juicios
precipitados impiden llegar a un conocimiento de la verdad, de ahí la necesidad de optar
por un ejercicio reflexivo que en provecho de los momentos de ocio y soledad nos permitan
derribar aquellos principios sobre los que se basan nuestras creencias, principios recibidos
de los sentidos y admitidos como verdaderos.

Ahora bien, como lo que proviene de los sentidos muchas veces es equívoco, será necesario
no sólo poner en duda todo lo que estos nos proporcionan, sino también considerar falso
todo aquello sobre lo cual cabe dudar, de esta forma Descartes nos conducirá por una senda
escepticismo para lograr –como él lo expresa– establecer algo firme y permanente en las
ciencias.

como en aquel momento yo deseaba dedicarme exclusivamente a buscar la verdad,


pensaba que me era necesario hacer todo lo contrario y rechazar como absolutamente
falso todo aquello en lo cual pudiera imaginar la menor duda, con el propósito de ver si
después de ello quedaba algo cierto en mi creencia que fuese enteramente indudable
(Descartes, 1992, 47).

Sin embargo, apartarse de la propia vista, del oído, de los demás sentidos pertenecientes al
cuerpo y de las cosas corporales en general, por un lado, y abandonar aquellos presupuestos
que se manifestaban como incuestionables, por el otro, supone en efecto una serie de
preguntas que se nos presentan como irresolubles: ¿qué puede haber verdadero cuando todo
en lo que creía se vuelve objeto de duda?, y más aún, ¿qué es lo verdadero?, ¿cómo se llega
a lo verdadero?, ¿quién es el garante de lo verdadero? Resolver tales cuestionamientos

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posibilita una vía para alcanzar cierta comprensión de lo que es el error y cómo adquirir el
hábito de no errar distinguiendo entre aquellos juicios en los cuales la verdad de la cosa no
es clara y aquellos en los que sí… pero, ¿no nos hallábamos acaso detenidos en el primer
paso que nos propone Descartes para llegar a algo verdadero, esto es: dudar de todas las
cosas que nos sean posibles y sobre lo que cabe dudar considerarlo falso? En efecto nos
encontrábamos en un estado escéptico ante las cosas, ¿cómo pasar ahora a tener al menos
una premisa verdadera? Descartes nos guiará a este respecto, pasaremos, en primer lugar,
por lo que –según explica Cottingham– se ha llamado el argumento de la impronta divina,
para en un segundo lugar abordar lo que se ha denominado el argumento ontológico, pues
la reflexión cartesiana sobre estos dos brindará luces sobre cómo el error tiene su
asentamiento en el tema de la veracidad divina.

En el texto se hace alusión a una antigua opinión: «Dios es quien puede todo y por quien he
sido creado tal como soy» (Descartes, 2009: 75), entonces, ¿cómo ha permitido Dios,
siendo tan bueno y perfecto, que los sentidos nos engañen? Teniendo en cuenta que es lícito
dudar y considerar como falso aun aquello que antes se creía verdadero para así ir
encontrando algo cierto, deviene la suposición de que en vez de un Dios óptimo fuente de
verdad, hay un genio maligno que ha utilizado sus habilidades para engañarme aun con
respecto a las cosas que parecen evidentes; empero, no se tiene todavía la certeza de que
haya algún Dios, mucho menos que sea engañador. ¿De dónde surgen, entonces, estos
pensamientos? En el tránsito por esta senda escéptica en la que desde el comienzo nos
decidimos a andar, y ante los múltiples cuestionamientos que invaden el espíritu por lo que
nos lleva a reflexionar Descartes, se presenta en la Segunda Meditación los visos de una
primera certeza: después de apartar la mente de los sentidos y negar a las demás cosas
corporales, el meditador encuentra que a pesar de todo esto no ha dejado de dudar, de
pensar, ¿acaso el haber negado todo incluye dudar de que se es, de que se existe?
Ciertamente no, pues en tanto que pienso, no puedo dudar que existo, ni siquiera un genio
maligno podría hacer que yo fuera nada de acuerdo a la certeza que se acaba de gestar.

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Ahora bien, si es cierto que existo: ¿qué soy? Lo primero que atisba a responder el
meditador en este sentido es: una cosa pensante: «¿Qué es eso? A saber, que duda, que
entiende, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina también y que
siente» (Descartes, 2009: 89). Todas estas cosas están en mí y hacen parte de mi
pensamiento. ¿Cómo estar seguros, sin embargo, de que esto es así? Pues bien, a partir de la
regla general de que es verdadero todo aquello que se percibe clara y distintamente. Pero
¿las cosas percibidas como claras y distintas no han sido también dudosas? En efecto
aquellas tomadas por los sentidos han sido objeto de nuestra duda, pero en este punto el
meditador reconoce que lo que hemos tomado con claridad de éstas ha sido las ideas o
pensamientos de las mismas; además, se juzgaron como dudables justamente por la idea de
un Dios engañador encargado de que me equivocara hasta con las cosas más evidentes.

Pero cada vez que se me presenta esta opinión preconcebida acerca de la omnipotencia
de Dios, no puedo menos que confesar que, si él quisiera, le sería fácil hacer que me
equivocara aun en aquellas cosas que considero ver con los ojos de la mente de la
manera más evidente (Descartes, 2009: 101).

Lo anterior resulta incierto en tanto que aún no se ha probado la existencia de Dios, ni


tampoco si es engañador; sin embargo, en la Tercera Meditación se examinará en cuáles de
los pensamientos dirigidos a las ideas como imágenes de las cosas se da propiamente la
verdad o la falsedad. En esta discriminación el meditador encuentra que la realidad objetiva
de algunas ideas no podía encontrarse en mí formal ni eminentemente, por lo tanto yo no
podría ser su causa. ¿Qué puede ser, entonces, la causa de esas ideas?, y además ¿existe en
mí la idea de aquella causa con la cual se argumenta la existencia de algunas cosas diversas
de mí? Dentro de las ideas que sobrevienen se encuentra la de Dios, idea por la cual se
entiende: «cierta sustancia infinita, independiente, supremamente inteligente,
supremamente poderosa, por quien, tanto yo mismo, como todo lo demás que existe, si algo
más existe, hemos sido creados» (Descartes, 2009: 117); advirtiendo lo anterior se
encuentra, primero, que Dios existe necesariamente, y segundo, teniendo presente la
naturaleza de la idea que me representa a Dios, no parece que ésta haya podido devenir
solamente de mí, sumado al hecho de que Dios se muestra como sustancia infinita. Puede

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estar en mí –dice el meditador– la idea de sustancia finita en cuanto soy igualmente
sustancia finita, pero la idea de una sustancia infinita sólo puede devenir de otra infinita.
¿Cómo puedo percibir entonces la idea de una sustancia infinita? Aunque no pueda
comprender todas las innumerables cosas que se encuentran en la sustancia infinita, puedo
percibirla a partir de una negación y ausencia de lo finito. ¿Puedo dudar de la idea de Dios?
No, en cuanto es una idea clara y distinta en el más alto grado:

esta idea del ente soberanamente perfecto e infinito es verdadera en sumo grado;
porque aunque tal vez se pueda inventar que un ente tal no existe, sin embargo no se
puede inventar que su idea no me muestre nada real […] También es clara y distinta en
sumo grado; porque todo lo que percibo de manera clara y distinta que es real y
verdadero, y que implica alguna perfección, se contiene por completo en ella
(Descartes, 2009: 118-119).

No es posible concebir, sin embargo, que uno logre alcanzar las perfecciones de Dios, ya
que éstas se hallan en mí en potencia, lo cual no pertenece a la idea de Dios, pues en éste
nada es potencial. Tampoco se debe esperar llegar a un conocimiento de lo infinito, pues
aun cuando dicho conocimiento aumente paulatinamente, lo infinito no puede ser
comprendido por mí en tanto que soy finito.

El meditador, por otro lado, también va a explicar que nuestro ser sólo puede venir Dios en
tanto que no se puede pensar nada más perfecto que él; además, por el sólo hecho de existir
y de que en mí se encuentra la idea del ente infinito y perfecto, se comprueba con ello que
Dios también existe. ¿De dónde proviene la idea de Dios? Ciertamente no ha sido una idea
hecha por mí, ni tampoco es producto de los sentidos. Al respecto Cottingham nos hace
caer en cuenta de que para argumentar la existencia de Dios primero fue necesario que el
meditador tomara consciencia de su propia existencia: «la aproximación cartesiana es
causal; pero los efectos en que se centra pertenecen por completo a la interioridad de la
mente del meditador» (Cottingham, 1995: 81). Después de comprobar la existencia de
Dios, deviene el argumento de la impronta divina según el cual Dios es quien ha puesto en
nosotros la idea de sí mismo.

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Y en verdad no hay por qué admirarse de que Dios, al crearme, me haya introducido
esa idea […] por el sólo hecho de que Dios me ha creado resulta muy creíble que yo
haya sido hecho en cierto modo a su imagen y semejanza, y que tal semejanza, en la
que está contenida la idea de Dios, sea percibida por mí con la misma facultad con la
que me percibo a mí mismo: esto es, que mientras dirijo la luz de mi mente hacia mí
mismo, no sólo entiendo que soy una cosa incompleta y dependiente de otro, y una
cosa que aspira de manera indefinida cada vez más y más, o hacia lo mejor; sino que a
la vez entiendo también que aquel de quien dependo tiene todas esas cosas mayores, no
sólo de manera indefinida y en potencia, sino en efecto de manera infinita, y que es así
Dios (Descartes, 2009: 127).

La conclusión de que Dios también existe fue denominada, después de la muerte de


Descartes, el argumento ontológico, el cual consiste en que si Dios se define como un ser
sumamente perfecto, esa suprema perfección implica existencia: «Un ser totalmente
perfecto puede poseer todas las perfecciones, y si se hace una lista de las perfecciones de
Dios, entonces junto a la omnipotencia, a la omnisciencia y así, uno tendría que incluir la
existencia» (Cottingham, 1995: 95-96).

La comprobación de la existencia de Dios implica para Descartes pasar de la contemplación


de éste a un conocimiento de las demás cosas, pues en Dios se hallan los tesoros de la
ciencia y la sabiduría. Al respecto Cottingham explica que los argumentos cartesianos
respecto de la existencia de Dios juegan un papel estructural en su sistema filosófico, pues
«el intento de probar la existencia de Dios no es meramente un caso en la lista de proyectos
para ampliar nuestro conocimiento de la realidad. Más bien es el único camino en que el
meditador cartesiano puede progresar» (Cottingham, 1995: 102).

Al hacer explícito que Dios existe porque es el ente perfecto en sumo grado, quiere decir
ello que tampoco puede ser engañador, ya que esto implicaría fraude e imperfección, de ahí
que también se abra la posibilidad de llegar a un conocimiento de las demás cosas; sin
embargo, nos encontraremos primero con el problema de que con frecuencia nos
equivocamos.

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III. El error y la falsedad en Descartes

Para abordar el problema del error Descartes alude en un primer grado al tema de la
veracidad divina, pues hace énfasis en la imposibilidad de que Dios nos engañe ya que
–como se acaba de advertir– eso sería señal de imperfección y debilidad, lo cual no cabría
en él; en un segundo grado el problema del error estará vinculado con la facultad de juzgar
que hemos recibido de Dios mismo, quien como no ha querido engañarnos, nos ha dado
dicha facultad para que usándola correctamente no podamos errar nunca; el problema es
que, como se mencionaba anteriormente, estamos constantemente sujetos al error aun
cuando Dios no nos ha dado en ningún momento alguna facultad para errar y tampoco en él
se ven causas de error o falsedad:

al buscar su causa me doy cuenta de que se me presenta no sólo una idea real y positiva
de Dios, o del ente perfecto en grado máximo, sino también, por decirlo así, una cierta
idea negativa de la nada o de aquello que se aparta por completo de toda perfección y
que yo me hallo de tal manera constituido como un cierto medio entre Dios y la nada, o
entre el ente supremo y el no ente, que, en cuanto soy creado por el ente supremo, no
hay ciertamente nada en mí por lo cual me equivoque y sea inducido a error, pero en
cuanto participo también de algún modo de la nada o del no ente, esto es, en cuanto yo
mismo no soy el ente supremo y me hace falta casi todo no es tan extraño que me
equivoque (Descartes, 2009: 133).

Parece extraño, no obstante, que siendo Dios la fuente de verdad deba haber error en
nosotros, cuando de antemano Descartes explica que él nos hizo poseedores de una mente
que nos sirve como instrumento de confianza para el conocimiento de la verdad. Además,
como la perfección de Dios no admite ninguna forma de no-ser, pues «la verdad consiste en
el ser y la falsedad en el no-ser, de manera que, como la idea de infinito comprende todo el
ser, comprende todo lo verdadero de las cosas y no puede albergar en sí nada falso»
(Clerselier citado en Arce Carrascoso, 1979: 28), entonces Dios no puede ser el origen de
alguna falsedad o error en el mundo cognoscitivo del hombre, en este punto nos
encontramos con la nada como una primera condición general del error, y como el hombre
participa también de la nada –según el mismo Descartes lo advierte–, en ese sentido
encontramos que el error adquiere sentido desde y con el hombre: «para errar no me hace

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falta alguna facultad otorgada por Dios para ese fin, sino que sucede que yerre porque la
facultad que tengo de él para juzgar lo verdadero no es en mí infinita» (Descartes, 2009,
133). Ahora bien, ¿qué es el error? En Dios como causa es negación, pero en el hombre es
también la privación o carencia de algún conocimiento que no posee y debería estar en él
mediante el ejercicio racional de sus facultades.

Teniendo en cuenta que las facultades que posee el hombre para conocer provienen de
Dios, no puede ser que ellas estén privadas de alguna perfección, puesto que ya sabemos
que la naturaleza de Dios es perfecta y en consecuencia dicha perfección repercute en su
obra: «en cuanto más perito es el artífice, tanto más perfectas son las obras que derivan de
él» (Descartes, 2009: 135); sin embargo, el problema del error y la falsedad indica aquí
experiencialmente lo contrario, ¿cómo coordinar entonces la perfección y veracidad de
Dios con este problema, y más aún cuando se abre la posibilidad de pensar que Dios pudo
crear al hombre de tal manera que no se equivocara? ¿Se puede decir, por otro lado, que
Dios aprueba la existencia del error? La respuesta aquí se encuentra en dos causas que
concurren al mismo tiempo en el hombre: la primera se refiere a la facultad de conocer o al
intelecto y la segunda es la facultad de elegir, el libre albedrío o la voluntad (Descartes,
2009: 137).

Ninguna de las dos son defectuosas, más bien diríamos que su alcance es restringido
justamente porque el hombre no alcanza la perfección divina: «ya sé que mi naturaleza es
limitada, mientras que la de Dios es inmensa, incomprensible e infinita, por ello sé también
a cabalidad que él puede innumerables cosas cuyas causas ignoro» (Descartes, 2000: 135).
Sin embargo, hay una gran diferencia entre el intelecto y la voluntad, diferencia con la cual
se estima que la fuente del error descansa más en la segunda que en la primera, ésta es: el
intelecto aunque es finito y limitado, es un instrumento que sirve al hombre para conocer la
verdad, mientras que la voluntad tiende a ser más amplia que el intelecto, puesto que al no
estar circunscrita dentro de ningún límite, puede extenderse a las cosas que tampoco
entiende el hombre, lo cual hace que éste fácilmente se desvíe entre lo que es verdadero de

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lo que es equívoco y falso, de ahí que al usar incorrectamente la voluntad se encuentra la
privación, aquella que constituye la forma del error en cuanto procede del hombre.

Para pasar de la posibilidad metafísica del error a su actualización en el hombre, por


ser éste un medio entre el sumo ser y la nada, se requiere de la actividad libre de la
voluntad que vaya más allá de lo que permite su recto uso, que se abandone el campo
de la evidencia para lanzarse al terreno brumoso de la oscuridad y confusión. El error
no consiste sino en el mal uso que se hace de una facultad por la que, si bien el hombre
se asemeja a Dios, ya que se experimenta como infinita, por su actividad incontrolada
manifiesta la imperfección y participación en la nada» (Arce Carrascoso, 1979: 29-30).

Para dar una respuesta más explícita a las preguntas anteriormente planteadas hay que decir
que aunque en Dios no es posible el error porque lo reconocemos como un ente
perfectísimo, sí admite la existencia del error en el hombre, de ahí que «tampoco deba
quejarme de que Dios concurra conmigo para efectuar aquellos actos de voluntad, o
aquellos juicios en los que me equivoco: porque esos actos son por completo verdaderos y
buenos en cuanto dependen de Dios» (Descartes, 2009: 143). Como Dios siempre quiere lo
óptimo, él hace algunas cosas cuyas razones el hombre no alcanza a entender, entre ellas el
hecho mismo de equivocarse; sin embargo, el errar, que se presenta siempre como un
fenómeno humano, también es un fenómenos superable.

Hasta el momento se ha visto cómo el problema del error y la falsedad encuadra con el
tema de la veracidad divina, y cómo la facultad de juzgar o deliberar incide también en
dicho problema, pues el momento en se efectúan las dos facultades que ayudan al hombre
en la búsqueda del conocimiento es cuando éste se decide por…, independientemente de si
tal juicio sea verdadero falso. Así, Descartes explica que el hombre obra correctamente
cuando se abstiene de dar un juicio en el cual no percibe con suficiente claridad y distinción
lo que es verdadero. Pero si haciendo uso incorrecto de la voluntad efectúa un juicio por
aquella parte falsa, se equivocará por completo y no tendrá menos culpa, no obstante, si cae
por casualidad en la verdad. ¿Cómo podemos, entonces, evitar el error? Debido a que éste
no se puede evitar por medio de la percepción evidente sobre las cosas que el hombre debe
deliberar, Descartes propone una regla con la cual lograré llegar a la verdad, la cual

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depende únicamente de que yo recuerde que hay que suspender el juicio cada vez que
la verdad de la cosa no es clara; porque, aunque experimento en mí la debilidad de no
poder mantenerme siempre fijo en un único conocimiento, sin embargo, con una
meditación atenta y repetida con frecuencia, puedo lograr que lo recuerde cada vez que
su uso lo exija, y que adquiera así el hábito de no errar (Descartes, 2009: 145).

Logrando cumplir esta regla se adquiere la mayor y principal perfección del hombre, en ese
caso no solamente el intelecto conseguiría preceder a la voluntad y guiar así sus
inclinaciones, sino que además ésta misma lograría atender únicamente a aquello que clara
y distintamente le muestra el entendimiento en el momento de deliberar por la opción más
verdadera. ¿Cómo se llegaría, sin embargo, a la correcta aplicación de la regla? Teniendo
en cuenta que en Descartes es común la elección del razonamiento matemático como
ejemplo para la aplicación de una percepción clara y distinta, será necesario acudir aquí a
un ejemplo de astronomía que el mismo autor nos brinda en la Tercera Meditación, ejemplo
en el cual se tienen dos ideas distintas del sol, una que deviene de los sentidos y la otra
deducida de las razones de la Astronomía, o es «sacada de algunas nociones que me son
innatas, o hecha por mí de algún otro modo, y por la cual se muestra varias veces mayor
que la tierra» (Descartes, 2009: 107); ahora bien, para saber el verdadero tamaño del sol sin
dejarnos llevar por el impulso ciego de los sentidos, lo que deberíamos hacer es «suspender
nuestros juicios hasta encontrar el argumento más seguro, del tipo del que un astrónomo
matemático puede proporcionar, que establecerá claramente el verdadero tamaño del sol
sobre la base del razonamiento claro y preciso» (Cottingham, 1995: 104).

¿Puede el hombre en su vida cotidiana realizar el ejercicio de suspender sus juicios cuando
la verdad de la cosa no se le presenta clara y distintamente? El razonamiento matemático
sin duda es una gran ayuda para Descartes en pro de efectuar las reglas que propone para la
búsqueda de la verdad, pero ¿qué sucede con los avatares a los que se enfrenta el hombre en
cada instante de su vida? Muchas veces en los afanes diarios, que seguramente el mismo
Descartes experimentó, no puede uno detenerse a reflexionar cuál es la opción que se
muestra como más verdadera, en ese caso ¿estamos condenados a errar? El autor no pasa
por alto este tema, él mismo es consciente de la rigurosidad que implica lograr el hábito de
no errar:

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Pero como la necesidad de lo que hay que hacer no siempre concede el tiempo para tan
cuidadoso examen, hay que confesar que la vida humana está sometida con frecuencia
a errores en cuestiones particulares, y hay que reconocer la debilidad de nuestra
naturaleza (Descartes, 2009: 195).

Conscientes, entonces, de que no es posible dejar de equivocarse porque así está constituido
el hombre, no se disminuye con ello el gran aporte que hace Descartes enseñándonos no
solamente lo que hay que hacer para evitar al máximo errar, sino también cómo se puede
llegar a un conocimiento de la verdad.

IV. Consideraciones finales

José Arce Carrascoso expresa que el hecho de que haya error en el hombre implica que éste
salga de su estado de confianza plena en el conocimiento y de sus creencias, guiándolo más
bien hacia una actitud crítica, y en efecto esto es lo que nos deja ver Descartes tanto en la
forma como nos plantea sus Meditaciones metafísicas como en los apuntes biográficos en
los que nos deja entrever aquello que lo llevó a sentir una especie de incomodidad con lo
que ignoraba y con los innumerables errores en los que se veía sometido. Sin embargo, esa
actitud crítica de la que habla Arce Carrascoso también logra exigírsela al lector, ¡y tanto
nos pide interiorizar Descartes este camino a la certeza que fue menester detenerse en los
motivos que lo llevaron a la duda!

También fue necesario, por otro lado, no obviar el camino proporcionado por Descartes, en
primer lugar, por temor a que en el transcurso del escrito se dieran por supuesto argumentos
dados por el autor en meditaciones anteriores a la cuarta; sin embargo, se procuró hacer
manifiesto cómo dicho proceso incidía al final en el problema del error. Y en segundo
lugar, también era conveniente pasar por el argumento de la impronta divina y el
argumento ontológico, pues al final la comprobación del Dios verdadero es el que va a
permitir a Descartes pasar al conocimiento de las demás cosas, encontrándose en medio de
ese tránsito con el problema del error y la falsedad. ¿Cómo soluciona Descartes dicho

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problema? El autor va a plantear que el hombre está provisto de facultades cognoscitivas
para la búsqueda de la verdad, las cuales deben usarse con precaución y método; así,
hallándose las causas de error en la facultad de conocer y en la facultad de deliberar, en la
libertad humana, la vía que propone el autor para evitar equivocarse se dará por medio del
potenciamiento de la memoria, el intelecto y la voluntad misma en el momento de decidir
por una determinada opción. Sin embargo, se presenta una inquietud con respecto a lo que
es el error en Descartes, pues si bien él asume que éste es privación o carencia de algún
conocimiento, ¿cómo puede en la ignorancia existir el error?, ¿acaso todo error no supone
de antemano algún conocimiento? De las dos facultades en las que descansaba el error, la
voluntad terminaba siendo la fuente del mismo; sin embargo, si el intelecto precedía a la
voluntad, y si los conocimientos que éste ofrece están errados, las inclinaciones de aquella
por consiguiente también estarán erradas.

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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Arce Carrascoso, J. L. (1971). Acercamiento a la problemática del error. Logos. Anales del
seminario de Metafísica, N° 6, 85-110

Arce Carrascoso, J. L. (1979). Dios y la gnoseología del error en Descartes. Logos. Anales
del seminario de Metafísica, N° 14, 25-46

Cottingham, J. (1995). Del Yo a Dios y al conocimiento del mundo. Descartes (L. Benítez
Grobel, Z. Monroy Nasr, L. Rocha Herrera y M. Rudoy Callejas). México:
Universidad Nacional Autónoma de México.

Descartes, R. (1987). Los principios de la filosofía (N. Ooms trad.). México: Universidad
Nacional Autónoma de México.

Descartes, R. (1992). Discurso del método (J. A. Díaz trad.). Bogotá, Colombia: Norma.

Descartes, R. (2009). Meditaciones acerca de la filosofía primera. Seguidas de las


objeciones y respuestas (J. A. Díaz trad.). Bogotá, Colombia: Universidad Nacional
de Colombia. Facultad de Ciencias Humanas.

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