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cultural,
Instituto de la Mujer
construcción
de identidades
de género y
violencia:
formación para
la igualdad en la
103 adolescencia
ISBN: 978-84-7799-999-7
ESTUDIOS
SECRETARÍA
GENERAL
DE POLÍTICAS
DE IGUALDAD
GOBIERNO MINISTERIO DE
DE ESPAÑA IGUALDAD INSTITUTO
DE LA MUJER
La ‘violencia de género’ como problema social y como síntoma 2.
GÉNERO,
Cuando se habla de ‘violencia de género’ o de ‘violencia IDENTIDADES
contra las mujeres’, hay que tener en cuenta la amplitud y Y VIOLENCIA
heterogeneidad de un fenómeno que la ONU ha definido
como “todo acto de violencia basado en la pertenencia al Amparo Bonilla
sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado un Campos
daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para la mu- Universitat
jer, así como las amenazas de tales actos, la coacción o la de València.
privación arbitraria de la libertad, tanto si se producen en
la vida pública como en la vida privada” (ONU, 1993). Ca-
ben en esta definición muchas manifestaciones de la violen-
cia que, en distinta forma y grado, se ejerce contra las
mujeres en diferentes contextos, incluyendo algunos actos
que en otro momento histórico se pueden haber admitido
por habituales, como es el caso de la violencia psicológica,
junto a otros flagrantes como la mutilación genital femeni-
na, la violación como arma de guerra o la prostitución for-
zada. Lo cierto es que la preocupación por la violencia
contra las mujeres ha ido en aumento y, con ella, la necesi-
dad percibida de implementar medidas preventivas para
evitar aquellas expresiones que hoy en día se perciben
como especialmente inquietantes: el maltrato que se ejerce
contra las mujeres en las relaciones afectivas desde el abu-
so de poder, la fuerza o la dominación, un maltrato que es
percibido como una degeneración de las normas básicas
que debieran regir en las relaciones de afecto. En nuestro
país, la Ley de medidas de protección integral contra la
violencia de género (1/2004) insiste en la necesidad de la
detección precoz, por ejemplo a través de los servicios sani-
tarios, así como de la prevención desde la educación y los
medios de comunicación.
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están expuestas a violencias que hoy salen a la luz pública. El
movimiento y la teorización feministas han tenido mucho
que ver con esa visibilización de un asunto tradicionalmente
privado, aportando marcos de comprensión para su trata-
miento como un problema público (De Miguel, 2003; Ferrer y
Bosch, 2006).
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Como señala Anna Berga (2003, p.2), “un problema social es
algo que no acaba de funcionar, según las definiciones e in-
terpretaciones oficiales vigentes en una sociedad. Para que
un problema social se considere como tal, tiene que haber
un consenso, real o construido, en torno a la definición de
ese fenómeno como problemático. Por otro lado, existen
unos intereses detrás de esa definición, es decir, desde una
posición de poder se acaba estableciendo lo que hay que
considerar problemático socialmente o, en cambio, lo que
hay que considerar normal”. Desde ese punto de vista, he-
mos de preguntarnos: “¿Cuál es la violencia que percibimos
como problemática? ¿Quién define esas conductas como vio-
lentas? ¿Para quién son un problema?”. Y esto valdría tanto
para la ‘violencia de género’ como para el terrorismo o las
guerras: terrorismo de estado, kale borroka o violencia ca-
llejera, guerras preventivas… Así, unas expresiones de agre-
sividad son legitimadas (en el cine, la televisión o el deporte,
por ejemplo), mientras otras son sancionadas con el ‘estig-
ma de la violencia’ (por ejemplo, el movimiento okupa, que
se ha tratado a veces de criminalizar asociándolo al terroris-
mo). En general, desde una perspectiva histórica, se puede
decir que el propio proceso de modernización social ha con-
llevado que conductas que hace dos siglos se consideraban
normales pasen a definirse como violentas, antisociales o in-
humanas (Elías, 1989).
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frente a una ‘comunidad imaginada’ de relaciones fraternas
entre iguales o en proceso de devenir tales (Marugán y Vega,
2002). Así, por ejemplo, los análisis del ‘perfil’ de la violencia
(los recuentos de incidencias, las características de quienes
las protagonizan, los escenarios, los desencadenantes…)
tienden a descontextualizar los problemas o a desvincularlos
de su significación social, dando la impresión de que los pro-
blemas son de cierto tipo de individuos.
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el machismo o sexismo explícito y aun la agresión física o el
acoso sexual –contra los que combatió también en su día el
movimiento feminista (Marugán y Vega, 2001)–. Por el con-
trario, lo que se ha popularizado es el discurso de los dere-
chos en cuyo marco ha sido posible precisamente visibilizar
la violencia contra las mujeres como problema –la declara-
ción antes mencionada es una prueba de ello–, aunque a ve-
ces ese reconocimiento no vaya más allá de la simple
condena, en el sentido de considerar que “la violencia es
mala por sí misma” y que “los violentos son ‘los otros’”, lo
que también genera una ‘distancia emocional’ en relación al
sexismo, el racismo, la homofobia (‘yo no soy sexista’, etc.).
Plantear la violencia como problema culpabiliza y pone a la
defensiva. Por otro lado, la percepción de la violencia sólo
como problema conlleva a veces como única respuesta la so-
lución más fácil en apariencia: la sanción o el castigo de los
violentos, por supuesto, pero sobre todo la ‘protección’ y la
‘seguridad’ de las víctimas por parte de los poderes públi-
cos, responsables de responder ante una situación que es
percibida como un problema ‘de la sociedad’. Pero el simple
rechazo de la violencia puede acabar oscureciendo el con-
flicto (Berga, 2003; Marugán y Vega, 2002).
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Podemos acordar, pues, una definición de violencia como un
‘forzar o hacer mal’, ejercer la fuerza sobre alguien, el so-
metimiento de su voluntad, la falta de reconocimiento, la
desposesión de su identidad y su integridad personal o so-
cial, en suma, la reducción de la persona a objeto. En un
sentido más amplio y comprehensivo, se puede entender
que violencia “es imponer pensamientos o valores con la
fuerza, es hacerse valer con el miedo, es no entrar a dialo-
gar, es excluir e infravalorar todo lo que pone en cuestión el
poder de quien la pone en marcha y la utiliza” (Instituto de
la Mujer, 1998). Caben muchas manifestaciones en esta defi-
nición, aunque muchas de ellas pueden pasar por ‘natura-
les’ o ‘normales’ o ‘legítimas’. Como recuerda Anna Berga
(2003, p.3): “Más allá de la agresividad física o verbal, la vio-
lencia engloba un abanico de conductas que a menudo que-
dan ocultas y no se identifican como violentas, aunque su
capacidad para hacer daño a otra persona pueda ser tanto o
más grande que un puñetazo”.
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encuentro de nuestras diferentes formas de entender y actuar
en la realidad, no todas ellas tienen la misma capacidad de
imponer como legítimas definiciones y valores porque las re-
laciones de poder que articulan la sociedad son desiguales.
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Como señala Soledad Murillo (2002), la propia estructura que
presenta la violencia de género (sacrificio vs. dominio), los
mecanismos que se dan en ella (p.e. privatización) y el discur-
so autoexplicativo que en torno a los comportamientos violen-
tos hay en la pareja, llevan a pensar en costumbres, roles y
relaciones de género que bloquean toda forma de respuesta.
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naturalizadas en disposiciones afectivas, somáticas y psicoló-
gicas y que, en articulación con estructuras sociales y discur-
sivas, ofrecen legitimidad a formas más explícitas de
maltrato y discriminación. Los modelos de identidad de gé-
nero y la ideología de género que emanan del orden social
establecen relaciones de poder simbólico que, al ser interiori-
zadas en las identidades personales, llevan a adoptar posi-
ciones de sujeto vulnerables. En otras palabras, los lugares y
posiciones desde las que cada cual define sus propios pará-
metros existenciales, su forma de percibir e interpretar el
mundo, conllevan una disposición variable a la subordina-
ción o a la dominación en función de su ajuste a los modelos
hegemónicos de género.
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ras de percepción y de valoración del mundo que son propias
del orden dominante conlleva, como se ha dicho, una natura-
lización de las relaciones de poder simbólico que se presen-
tan como evidentes e incuestionables, e implica que esta
forma de violencia no sea vivida de hecho como violencia. Se
entiende por ello que la ‘existencia de acoso o intimidación’
no pueda ser sólo objeto de un discurso y una respuesta
consciente por parte de quienes –debido a su posición en el
orden social y simbólico– podrían experimentarla.
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Este ordenamiento social, que es aceptado o invisibilizado en
forma de violencia simbólica, conlleva, como denunció Rubin
(1975: 97), “la opresión de las mujeres, las minorías sexua-
les y algunos aspectos de la personalidad humana de los in-
dividuos”. El ajuste de la identidad a los referentes de
comparación que presentan los estereotipos de género supo-
ne limitaciones y tensiones en el desarrollo subjetivo que se
expresan en malestar corporal, psíquico e interpersonal. Así,
la negación de la experiencia emocional en la socialización
de los varones limita su capacidad para elaborar respuestas
a sentimientos de miedo o de inseguridad y para hacer frente
a los conflictos mediante la palabra y no a través de la impo-
sición o de la agresión. En las chicas, la violencia que subya-
ce a los mandatos de género se manifiesta en posiciones de
pasividad y de subordinación frente a los conflictos, así como
en el uso de estrategias emocionales o indirectas de relación
que delatan el aprendizaje de la sumisión, siendo un recono-
cimiento implícito de la misma.
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drocéntrico y heterosexista que condiciona la actitud que se
muestra hacia las personas en virtud de su sexo, los roles y
responsabilidad adecuados y las relaciones entre ellos. El nú-
cleo del sexismo está constituido por tres principios, según la
concepción de Glick y Fiske (1996): el paternalismo –que im-
plica una jerarquía y, como tal, supone una naturalización de
la relación de dominio-inferiorización–, la diferenciación en-
tre los sexos –con una división y separación de esferas que
neutraliza la competencia o rivalidad–, y la dependencia com-
plementaria y no recíproca de la heterosexualidad –que otor-
ga a las mujeres un ambiguo poder diádico, poder sexual, que
está sujeto a las necesidades masculinas y que impone un úni-
co modelo concebible de sexualidad–.
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fuerte relación que evidencia que se trata de dos caras del
mismo fenómeno (Glick, 2001; Lameiras, 2002; Moya, 2004).
Es cierto que son expresiones más sutiles de violencia las que
son así legitimadas, violencias de baja intensidad que se han
dado en llamar ‘micromachismos’ (Bonino, 2004), pero su
efecto es tanto o más pernicioso cuanto que pasan más desa-
percibidas y contribuyen a elevar el umbral de tolerancia ha-
cia formas más graves de violencia.
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Ellas se sienten llamadas a centrarse en las emociones y a
dar prioridad a la pareja, a demandar de ésta complicidad
emocional y a asumir la responsabilidad del control y la ra-
cionalización del deseo y del éxito de la relación misma. Este
estereotipo reitera la cosificación y sexualización del cuerpo
de las mujeres, convertido en herramienta de las relaciones
de poder que se dan entre los sexos. Se mantiene además la
ambigüedad de considerar el rol femenino, por un lado,
como algo frágil que hay que proteger y, por otro, como algo
fuerte capaz de responsabilizarse del control de la relación,
lo que otorga a las jóvenes un ambivalente poder de decisión
con respecto a la respuesta sexual que las condena a un per-
petuo autocuestionamiento y a una continua vigilancia, expo-
niéndolas a la inseguridad y a la culpa.
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o tolerables: una cuarta parte de los chicos adolescentes con-
cibe a las mujeres como débiles e inferiores (sexismo hostil),
y más de la mitad de ellos valora su papel ‘insustituible’ en el
hogar (sexismo benévolo); por su parte, casi la mitad de las
chicas considera justificadas las actitudes de control y domi-
nio sobre la pareja, por parte de los varones, desde actitudes
de protección y defensa (sexismo benévolo), y hasta una ter-
cera parte de ellas no ve indicadores de maltrato en conduc-
tas de aislamiento social, celos patológicos, destrucción de la
autoestima, inducción de indefensión aprendida y coerción
sexual ejercidas sobre la mujer (Fundación Mujeres, 2001).
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sino de abordar los desafíos que plantea la educación en la so-
ciedad en que vivimos. Y de reflexionar sobre el fracaso de un
modelo de educación que, a menudo, ignora o elude la com-
prensión del desarrollo sociomoral y afectivo de los sujetos en
su compleja interacción con los procesos de estructuración so-
cial, y por tanto, también las relaciones de poder en que la ins-
titución educativa y sus agentes se hallan inmersos, dado que
la convivencia, como los valores, no se dan en abstracto, sino
ligados a formas de existencia concretas.
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BIBLIOGRAFÍA
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logía, 35, 127-150.
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xism and Racism: Old–fashioned and Modern Prejudices,
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