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EL HOMBRE INACABADO

Uno

Lleva tiempo sin moverse, no sabría precisar cuánto. De una de las


vigas que atraviesan el techo abuhardillado cuelga una diminuta araña
que se detiene a mitad del recorrido, justo antes de llegar a la cama
donde yace sin mover un músculo desde no sabe cuándo. Se queda
mirando a la araña; las arañas siempre le han causado miedo, una extraña
fobia derivada de esas patas amenazantes diseñadas para andar en
silencio sobre la frágil tela que van tejiendo, ese hilo del que cuelga
ahora una diminuta esfera negra. Se imagina colgando de un hilo
mientras piensa que es normal que haya arañas en una casa toda de
madera, con pequeñas grietas entre las vigas decimonónicas, rincones
que nunca se detiene a mirar donde seguramente habiten familias de
arañas, aunque las arañas son seres solitarios, piensa sin moverse, como
si colgara de un hilo, no tienen familia.

El dibujo que hacen las vetas de la madera le tiene sobrecogido.


Cuando, a fuerza de ver multitud de imágenes en una misma
combinación de marrones y negros que se entrelazan y acaban
discurriendo de forma sinuosa por una misma viga, deja de ver imágenes
en el techo, gira con brusquedad su cabeza hacia la mesilla de noche. Se
incorpora ligeramente, toma un lapicero y escribe en el cuaderno:

“Suele decirse que todas las historias de amor son la misma


historia, con su principio, desarrollo y final. Todos los amores el amor,
que diría Cortázar. El amante da comienzo a la primera página en
blanco del amor en medio de una creciente sensación de euforia, los
latidos del corazón parecen acelerarse y el mundo se reduce a la
persona amada, el centro de su pensamiento. A partir de ahí, todos sus
esfuerzos tenderán a satisfacer su deseo de posesión, la vida cobrará
sentido a partir del objeto deseado, el tiempo discurrirá a velocidad de
vértigo a su lado, todo tendrá la apariencia de nuevo y nada salvo la
ausencia enturbiará la imaginación del amante, que se precipitará al
vacío con esa extraña sensación química y envolvente.”
Lee lo que ha escrito y le parece patético, no se ve a él mismo
escribiendo lo que acaba de leer. No se ve a sí mismo de ningún modo.
No soy nada, quién soy yo, piensa. Nadie.
Arranca la página de cuajo y vuelve a escribir en la siguiente:
 
“Todas las historias son la misma historia, no para el amante que
inicia el discurso amoroso con un descubrimiento único. Son los actores
de ese encuentro amoroso los que hacen del mismo algo irrepetible, sin
parecido alguno con cualquier otra relación. De este modo, los actores
confieren singularidad al proceso, son el elemento diferenciador. Somos
únicos e irrepetibles, solo hay un Yo, construido por los demás, según
nos dicen los filósofos. De tal modo que es ese Otro el que construye al
Yo en el discurso amoroso, y a ese Otro nos debemos, nos entregamos y
nos abandonamos. La especificidad de quien se entrega explica el que
cada relación sea un mundo aparte de los demás. Nos abandonamos,
confiamos en el Otro, al que salvamos de la inmundicia externa, sin
pensar en las consecuencias del amor, que puede discurrir por cauce
tranquilo, como un largo río apacible y silencioso, hasta que se adentra
en terrenos umbríos donde comienzan a sucederse los saltos y las
fuertes corrientes. Lo que en un principio transitaba por la vida en
calma y viaje feliz se ha convertido, siendo el mismo río, en algo difícil
de controlar, sujeto a las embestidas de la corriente, salvaje. El
navegante diestro y experimentado sorteará los riesgos y los rápidos
con audacia, seguro de sí mismo. No así quien actúa como en la calma,
que acabará engullido por la corriente, dominado por el torbellino,
ahogado.”

Leo deja el cuaderno sobre la mesilla, le duele la espalda. La araña


no está donde estaba, no ha dejado huella de su recorrido, es astuta.
Sacude la cama y se incorpora plenamente. Observa sus piernas
desnudas durante un buen rato, parecen responderle a la pregunta quién
soy yo, pero ve las piernas de un niño donde deberían estar las de un
hombre. Vuelve a abrir el cuaderno sobre sus piernas, los pies descalzos
apoyados en la madera del suelo. Lee lo que acaba de escribir e
inmediatamente lo arranca, hace una bola de papel y lo arroja sobre la
barandilla del dormitorio, acabando la pelota encima del sofá del salón.
Traga saliva con dificultad mientras coge enérgicamente el lápiz y
escribe. Leo escribe

“La historia entre dos amantes comienza, prosigue y termina, sin


perjuicio de que uno y otro comiencen otras historias distintas a la
anterior, aunque esta separación entre sujeto y objeto no siempre es
posible. En algunos casos, una de las dos partes sucumbe al mismo
tiempo que la relación, como si ésta fuera la balsa que le mantenía a
flote entre las dos orillas. Nadie ama al mismo tiempo que el otro.
Siempre hay uno que sufre”

Leo se detiene, lee porque no sabe lo que ha escrito, rompe con


rabia el lapicero, arroja el cuaderno a la mesilla y vuelve a tumbarse en
la cama, encogiendo las piernas, en posición fetal, queriendo volver al
huevo. Se agarra las piernas y no consigue cerrar los ojos. Intenta llorar,
pero tampoco lo consigue.

II

Aproximadamente en mitad de la relación, un piano entró en la


casa. Marta y Leo se habían conocido viviendo en el mismo barrio, en el
centro de Madrid. Como todas las parejas, redujeron las dos casas casi
vecinas a un mismo domicilio común. Para poner fin a una acalorada
discusión telefónica, un día Leo colgó sin más el móvil y condujo su
coche a toda velocidad a casa en pleno horario laboral. Subió las
escaleras sofocado, aflojándose el nudo de la corbata, se presentó
sorpresivamente en casa, se arrodilló delante de Marta, volvió a ajustarse
el nudo y le preguntó si quería ser su mujer. Marta se emocionó y entre
lágrimas le dio el sí. También fue ella la que le dio el impulso definitivo
para comprarse el piano, no solo emocional, también pecuniario. Poco
antes de la boda, Leo se sienta al piano y ensaya una melodía que poco a
poco va tomando forma. Marta , habitualmente callada mientras él toca
el piano, le pregunta por esa nueva pieza; Leo no piensa ni un segundo la
respuesta, y sin dejar de tocar le va diciendo que se trata de una sonata
que está componiendo para ella, que si le gusta seguirá componiéndola
hasta el final. Ella dice que le encanta, Leo sonríe y vuelve al principio.

- Si tanto te gusta, la tendré lista para la boda. Será mi regalo.


- Ole papa –responde riendo Marta.
- Las sonatas pueden tener dos, tres movimientos y hasta cuatro.
Me gustan las Sonatas de dos movimientos de John Field, pero
creo que tu Sonata va a tener tres movimientos, así que me
tengo que dar prisa.
- Pues dale a los pedales.
La nueva construcción musical se sustenta principalmente en tres
acordes, do menor, fa menor y sol mayor, cambiando en un momento
dado a mi bemol mayor, respirando esos aires del sur que por un
momento recuerdan a las “Noches en los jardines de España”, de Manuel
de Falla. Leo compone mientras Marta se ocupa de todos los
preparativos para la gran celebración.

Tras la multitudinaria boda y el regreso de México, corriendo en


paralelo al deterioro de la relación, Leo pone fin al primer movimiento
de la Sonata en Do Menor, comenzando el segundo movimiento poco
antes de que Marta abandone la casa para vivir sola en un piso de
Vallecas.

III

 
Leo abre la puerta de la ducha y sale a tientas buscando la toalla y
se planta frente al espejo con su cabeza dentro, en la oscuridad, donde
permanece unos instantes hasta que se deshace de ella y trata de
reconocerse en el que tiene frente a sí. Quién eres, triste; esa cara ojerosa
sin afeitar, desprendiendo gotas que al erguirse caen sobre su propio
pecho. Es una sensación agradable, refrescante, con la que trata de
prepararse para el calor abrasador del mes de julio en Madrid.
Numerosas gotitas de agua resbalan por un rostro irreconocible, caen de
la cara nuevamente sobre su cuerpo; nacen de su pelo progresivamente
blanco y prosiguen por las arrugas de su frente atravesando la enorme
tristeza que se ha depositado en su rostro, que se paraliza al detenerse en
el cepillo de dientes de ella que aún reposa en el vaso de cerámica, junto
al espejo. Cuánto tiempo lleva mirando ese cepillo verde sin mover ni un
músculo; siente tanto no haberlo quitado antes, más que nada para evitar
este mareo repentino, y el quitarlo y ponerlo delicadamente en el armario
de madera le hace sentirse todavía peor, sentarse en el escalón, apoyado
en el bidet, hundirse nada más empezar el día; a Leo nada le gustaría
más que llorar pero no tiene lágrimas.
 
“El día se colaba por las rendijas de la persiana de madera,
avanzaba por el cuarto de estar, cruzaba el pasillo, proseguía por la
cocina y ahí se detenía, dudando si regresar por donde había venido o
introducirse por debajo de la puerta y despertar al pequeño Leo. El
cuarto de los juguetes era su habitación, su reino, su castillo. Dormía
agazapado en un refugio hábilmente construido al final de la cama,
entre la pared y una fortaleza hecha a base de una larguísima
almohada, las sábanas y una gruesa manta. No le despertó el amanecer,
sino un leve ruido apenas perceptible, algo así como una puerta cerrada
lentamente para no hacer ruido. Con todo, la puerta cerrándose
suavemente despertó al muchacho, que fue poco a poco saliendo de su
parapeto, incorporándose en la oscuridad, distinguiendo la raya de luz
al final de la habitación, bajo la puerta a la que se dirigía casi en
sueños, que abrió justo antes de proferir el primer nombre, la primera
palabra, el principio de todo.
 
-          ¿Mamá? – los ojos aún medio cerrados, la mano sin soltar la
manija.
 
Fue entonces cuando dudó si regresar rápidamente al fuerte o
seguir avanzando por la cocina, temeroso, sabedor de que cuanto más
avanzara más certera era la sensación de estar solo en casa.
 
-          ¿Mamá? ¡¿Tata?! – el silencio frío y angustioso de la mañana
como única respuesta.
 
Siguió descalzo por el terrazo, enfiló el pasillo, dejó a la derecha
el baño, a la izquierda dormía el bebé en su cuarto, qué feliz, pensó. El
dormitorio de sus padres, al fondo el salón que de no entrar le infundía
un terror inexplicable, repleto de visiones que a él le estaban vetadas, la
puerta de la calle. Tuvo que ponerse de puntillas para abrir, el frío
invadió el corredor, bajó las escaleras tiritando, andaba como
sonámbulo pero cada vez estaba más despierto. Llegó al portal y salió a
la calle, puede que todavía estuviera helando cuando de frente se
encontró a la Tata , que, subiendo la calle con prisa aceleró aun más el
paso al ver a su nieto en pijama y descalzo en medio de la acera.”
 
Es sabido que el miedo paraliza, o al menos él lo sabe, y en eso
radica su peligrosidad. Para librarnos del miedo hemos de dar con su
causa, es un proceso lento de progresiva distensión: comienzo a
relajarme cuando considero descomunalmente exageradas las causas
del miedo, la imaginación me ha llevado demasiado lejos una vez más.
Es entonces cuando, apoyándose en el lavabo, se levanta del escalón,
deja la toalla y sale a la cocina. Da un par de vueltas sobre sí antes de
comenzar a hacer cualquier cosa; el miedo ha dado paso a un alarmante
estado de taquicardia, palpa su corazón para verificar los más de cien
latidos por minuto, se sienta y se dice a sí mismo, “No me está pasando
nada. Nada en absoluto. Yo mismo estoy esperando a que mi cuerpo se
conecte con mi cerebro para empezar el día con un buen desayuno”; ese
pensamiento pone fin a un alarmante estado de indecisión, la materia ha
ido a conectarse con el espíritu por un inextricable nudo de
comunicaciones del que felizmente ha conseguido salir.
 
El miedo, la soledad y el llanto como respuesta natural,
nacemos llorando y el llanto retorna con frecuencia ante lo que nos
incomoda, el llanto como el aullido de un cachorro que se reproduce para
llamar la atención y dejar de sentirse solo, dejar de tener miedo, dejar de
llorar cuando no le prestan atención y no le quedan lágrimas ni ganas de
seguir llorando. Leo trata de llorar pero no puede. Se queda mirando los
pelos, tan escasos y lacios que se han quedado todos pegados al antebrazo.
“Estos brazos de niño, tengo el mismo brazo que tenía con catorce años”.
Levanta la tapa del piano, sin pensarlo repite una melodía en do menor. Sol
– fa – mi bemol - re – do. Durante varios minutos no sale de esas cinco
notas hasta que el corazón de su mano derecha se posa en el la bemol. Del
acorde en fa menor pasa al sol mayor. Juega con esos tres acordes en una
suerte de tango despechado y chanson francesa cantada por Charles
Aznavour.

IV

A mediados de julio, Leo se levanta por última vez de su mesa de


trabajo y entra sin llamar, también por última vez, en el despacho de su
jefe, quien se muestra algo sorprendido ante su aparición repentina y
resuelta. Le comunica su intención de no volver por la oficina nunca más y
la de interponer esa misma semana una demanda de conciliación por
despido improcedente ante el Juzgado de lo Social competente como
requisito previo para acceder al Fondo de Garantía Salarial. Leo lleva sin
cobrar desde enero, y hay un acuerdo tácito con la empresa en despedirle
para que pueda tener derecho a todas las prestaciones sin dificultad. Lo que
ocurre es que nadie le ha dicho a Leo que deje de ir por la oficina, así que
sigue yendo a llenar las horas de forma absurda, como aquel personaje
existencialista de Onetti en una mugrienta oficina de Santa María. El jefe
accede inmediatamente ante la actitud pausada pero firme de Leo, que
suelta lentamente las palabras sin dejar de mirarle con la tranquilidad de un
profesor de yoga. Añade, sin intención de haberlo hecho en ningún
momento, tal vez porque su jefe fue de los invitados a la boda el único que
no les hizo regalo alguno, que la situación generada estos últimos meses ha
hecho trizas su matrimonio, que se encuentra en trance de separación y que
necesita estos días para poner orden en su vida y empezar de nuevo. “Lo
siento de verdad. No sabía nada”, le responde el Jefe sin mirarle a la cara
ni a ningún sitio en concreto. “Nos vemos en el Juzgado. Gracias por
todo”, llega a decir Leo mientras se levanta y le da la mano antes de salir.
“Muchas gracias a ti y de veras que siento todo esto que ha pasado. En la
conciliación no habrá acuerdo, para que en el juicio podamos decir que sí
a todas tus peticiones. Mucha suerte, León”.

Ni siquiera una mirada a su silla cuando Leo abandona la oficina,


abrazándose a la secretaria y apresurándose torpemente hacia la salida para
que no le vean emocionarse por catorce años de trabajo que se precipitan al
vacío. Leo llega a casa, se tiende en el sofá y se duerme con las gafas
puestas. Al despertar, más tranquilo, llama a Marta, pues solo tiene claro
que no ha de llamarla sino cuando esté por entero tranquilo, como ahora lo
está.

- Hola Leo. Ahora tengo teléfono fijo, apunta.

Leo anota el teléfono de su nuevo piso y le pregunta qué tal está.


Marta le habla de lo increíblemente espacioso y diáfano que es el piso en
lugar de hablarle de ella mientras Leo escucha cantar al pájaro
desaforadamente.

- ¡¿Le oyes?! ¿Escuchas al Camarón?


- Claro que le oigo. Está contento.
- (Marta se dirige al Camarón) ¡Olé mi niño! ¿Oyes a papá? ¡Es
papá! ¡Pero cómo canta mi niño! ¡Ay mi Camarón!

Leo se aparta del teléfono y el llanto amenaza esta vez con salirle a
raudales cuando escucha a Marta tratar al pájaro como si fuera el hijo que
no tuvieron. Consigue preguntar por dos o tres banalidades más antes de
colgar apresuradamente. Ahora Leo se sienta al piano sin dejar de mirar el
número de teléfono que ella le dio. Se da cuenta de que no le ha dicho que
ya no trabaja, aquél era precisamente el motivo de la llamada. Trata de no
pensar en nada.

Se asusta del tiempo que lleva al piano sin tocar nada. Resuelve
meter cuatro cosas en la mochila e irse a nadar. Lleva mucho tiempo sin
salir de casa a otro sitio que no sea la oficina.

La mujer de la limpieza que con su bata azul y sus auriculares


blancos avanza arrastrando el cubo y la fregona por las duchas vacías,
cantando a ratos el último éxito de Enrique Iglesias, que triunfa más en su
Cuba natal que en Madrid, encuentra una puerta cerrada, deja la fregona y
se despoja de sus auriculares blancos. No corre el agua pero la puerta está
cerrada, así que la mujer se asusta y golpea temblorosa con los nudillos,
hay alguien ahí. La mujer golpea más fuerte la puerta de la ducha aunque
solo tenga un metro cuadrado y los golpes se escuchen en todas las duchas
vacías; duda y al final se agacha con dificultad, y observa que alguien está
sentado en la ducha, está cerrado señor, las instalaciones hace tiempo que
han cerrado señor, voy a avisar al personal señor, tiene que retirarse…
Cuando la mujer se vuelve, alguien corre el cerrojo y la puerta se abre al
instante.

Llora de menos a más, sin levantar la cabeza, la mujer piensa salir


corriendo ante tanta desnudez, nada hay más desnudo que un hombre que
rompe a llorar sin consuelo alguno, ahora con sollozos entrecortados y
gemidos ahogados, qué le pasa señor, la mujer con la bata azul se ha
quedado pétrea, y tampoco se mueve cuando el hombre desnudo se
aproxima a ella llorando como un niño, deteniéndose a un palmo, subiendo
la cabeza y los brazos, mirándola al fin, ni siquiera cuando la abraza y
sumerge su cabeza en su pelo negro. No pasa nada, señor, qué le pasa, ay
mami, tranquilícese, le dice mientras aquel hombre se vuelve niño y
tiembla y se aprieta a ella llorando a moco tendido las últimas lágrimas que
le quedan, desnudo, como los hijos de la mar, no pasa nada señor.

Decidió no salir de casa y afrontar su pérdida como lo que era,


sabiendo que el dolor cubriría con mayor o menor intensidad cada uno de
sus actos, intentó no recordar y, por supuesto, no llamarla en este estado.
Por su hermana, también llamada Marta, supo de un psicólogo. Nunca
había tenido mucha fe en esa clase de terapias, pero en menos del tiempo
esperado, y acuciado por su hermana pequeña, acudió a su consulta. Su
terca negativa hasta ese momento estaba basada en un argumento
irrefutable: si acudes a un psicólogo porque nada tiene sentido y no
encuentras armonía alguna a tu alrededor es una especie de último remedio,
el último lugar al que puedes acudir en busca de la anhelada solución a tus
problemas internos. De tal modo que si ese último bastión al que te aferras
con todas tus fuerzas, si esa ultima ratio falla… quedaría únicamente el
suicidio como única forma plausible de bálsamo definitivo, el descanso
final. Por otro lado, tal argumento irrebatible no se lo expuso al psicólogo
cuando éste le instó a hablar. Tuvo que volver a recordar, lógicamente le
habló del final de la relación, y hasta de su desarrollo, e incluso del
comienzo, cuando todo iba a pedir de boca. De cuándo se jodió, de cómo se
jodió, del nacimiento de la violencia, la falta de respeto, los portazos y la
desolación. A la sazón, consideró adecuado introducir un matiz aclaratorio
acerca de su naturaleza sexual, un tanto extraña; el psicólogo le rogó que
precisara un poco más. Se remontó entonces a su adolescencia, a los
tiempos en que su madre se ponía delante del televisor, a coger un libro,
justo cuando en la película que estaban viendo en ese momento tenía lugar
una “escena de cama”. El pudor sexual, los fantasmas de los padres
proyectados en la inocencia de los hijos, que comienzan a sospechar que
algo malo se esconde tras esos impulsos de la Naturaleza, el sexto
mandamiento, la pureza, los tiempos del Opus Dei… todo eso hubo de
desembocar por su propia fuerza en una vida sexual desordenada y
ralentizada en el tiempo. Imaginaba un nombre para ese tabú que con los
ojos cerrados se han ido transmitiendo las generaciones anteriores a la suya
y que ahora le llegaba a él, donde finalizaba la estirpe, como si no supiera
qué hacer con tantos prejuicios acumulados. El hombre sin gafas le dejaba
explicarse y asentía sin anotar nada, otra imagen prefabricada, que no
concebía psicólogos sin gafas ni libreta, y en un momento en el que éste
miraba al suelo buscando en el pasado soltó su frase:

- Por qué no escribes todo esto. Creo que no estaría mal, relatar tu
pasado, tu infancia, tus miedos.
- ¿Quiere que le presente todo lo que le estoy diciendo por escrito?
- De ningún modo; no tienes por qué enseñármelo. Escribe solo para
ti.

A la hora justa abandonó la consulta en el frío de la noche de un


acomodado barrio madrileño. Se metió en el coche y encendió un
cigarro, con la única idea de llegar a casa y escribir del Leo niño,
incluso pensó en remontarse más atrás de su nacimiento. Resolvió
escribir en tercera persona, a modo del narrador omniscente, pero a
los pocos párrafos abandonó esta fórmula y se dijo “estoy más a
gusto en primera persona”. También pensó en decírselo a ella, pero
el mero recuerdo le entristeció, justo en el punto en que dicen se
acumulan los nervios, en la boca del estómago. Bajó la ventanilla,
tiró el cigarro, contuvo una arcada. Encendió el motor y la radio, en
la que en ese momento sonaba la versión con la que Ella y Louis,
Louis y Ella, inmortalizaron el “Cheek to Cheek”, y se alejó de aquel
barrio pijo.

VI

Recibe algunas visitas, pocas; la mayor parte de las veces no se


molesta en coger el teléfono, ni siquiera el telefonillo. Esta vez se ha
levantado a abrir a su amigo Boris, algo preocupado por su estado. Cuando
una pareja se rompe, los amigos lo toman como una muerte y te dan el
pésame, piensa. Lo siento, dicen, bajan la cabeza y procuran no hablar
mucho del tema hasta que desaparezca el afectado. Sin embargo, Marta ni
siquiera había desaparecido, estaba en todas partes. Su cara, su presencia,
su voz. Tenía que tener cuidado con los cajones que abría, y más de un
disgusto fatal hubo de llevarse al encontrarse súbitamente en alguno de
ellos con la rutina de los días con Marta, esa coraza con la que las parejas
se defienden de la nada. Resolvió no abrir ningún cajón para no volver a
sufrir, al menos durante algún tiempo.

- No te preocupes tanto, Boris. Estoy yendo a un psicólogo, ¿sabes? –


pronuncia con sonrisa forzada “psicólogo”.
- Bueno, mucha gente lo hace, aunque no lo diga –se da cuenta de la
inconveniencia de haber dicho “aunque no lo diga” mientras lo dice
y se revuelve incómodo en el sillón.
- Sí, es como una puta. Pagas por hablar, más o menos lo que a una
puta. Un confesor te lo haría gratis. No puedo ofrecerte nada, no hay
alcohol en la casa, ¿quieres una tila?
- Mira, vamos a dar una vuelta. Vives en el centro de Madrid, en los
bares preguntan por ti. Anda, vamos a tomar unas cañas.

La idea no le parece del todo descabellada. Cierra la tapa del piano y


va a decir algo cuando el amigo le ataja con una declaración solemne:

- No hables de ella si no quieres.


- No es que no quiera, es que no puedo. Puedo hablarte de todo lo
demás. Llevo muchos días sin hablar. Creo que hablo solo. He vuelto
a escribir.
- Entonces es que estás mal. Uno solo escribe cuando está realmente
mal –sentencia Boris con la sensación inmediata de haber metido de
nuevo la pata. Por otro lado, el amigo Boris pertenecía a ese tipo de
gente que solía extraer a menudo acontecimientos cotidianos como
paradigmas de la vida.

Continuaron la conversación en La Taberna de los Conspiradores, el bar


de abajo con el que solían iniciar la larga peregrinación nocturna, taberna
que la mayor parte de las veces resultaba ser la única parada, el bar donde
conoció a Marta. Esta vez siguieron cruzando la calle Atocha y
adentrándose en Lavapiés. Boris y él tenían una ruta marcada por los sitios
que pinchaban con aguja, donde la cantidad de vinilos era considerable y
sonaba la buena música. Así que bajaron por Ave María y se detuvieron a
beber en El Aguja, continuaron en El Oliva y así siguieron tomando cañas
en La Huelga y en el Travelling Bar de la calle Olivar. En ellos, el
camarero que hacía las veces de DJ dejaba el disco de corrido, limitándose
a darle la vuelta cuando la aguja retornaba a su sitio una vez que llegaba al
final del surco. La cuestión es que era buena música, la música de siempre
que les hacía seguir bebiendo sin sed. Tras tomarse un par de vasos en El
Juglar bajaron hasta La Mancha, donde sirven las mejores cañas de Madrid,
y la incesante conversación de Boris extrayendo paradigmas de la vida y
arremetiendo constantemente contra el sistema desde el corazón del mismo,
como quien desea reventarlo todo desde dentro, toda esa rabia, confortaron
el corazón de Leo, que no dejaba de pensar en su problema, pues le dolía y
el dolor impide el olvido, pero le llegaba a parecer minúsculo al lado de
toda esa injusticia labrada que oprimía a los más desfavorecidos. La crisis
estaba golpeando fuerte, la gente se arrojaba por el balcón ante el inminente
desahucio, y lo lamentable era que uno se acostumbrara a leer esas noticias
ante la desesperación que se repite. Uno puede llegar al suicidio, piensa
Leo mientras pide otras dos cañas en La Mancha, basta con no poder
soportarlo más, cualquier cosa preferible a este dolor, y dentro de cualquier
cosa está la muerte. Uno puede vivir sin amor, piensa, sin trabajo pero no
sin un techo bajo el que cobijarse. Se imagina por un instante viviendo con
ella debajo del puente y le parece hermoso.

Boris apuesta por entrar en La Tabacalera, pero se lo encuentran cerrado


a esas horas; Boris no sabía que era tan tarde pues no tiene reloj, y se
adentra rápidamente en la Estación de Cercanías en la Glorieta de
Embajadores para coger el último tren. Leo camina despacio y algo bebido
a su casa. “El alcohol vuelve a los hombres niños y hace a los niños
hombres”. La frase le hace gracia; sonríe pensando en Alicia en el País de
las Maravillas bebiendo de ese licor que la vuelve pequeña y posibilita su
salida por una puerta diminuta. Pero al llegar a casa y cerrar la puerta tras
él vuelve a estar tremendamente solo, con esa certera soledad que se
extiende en el espacio y en el tiempo, pues piensa que siempre va a estar
así de solo.

“En el primer día de colegio, Leo iba de la mano de su madre y de su


abuelo. El padre y su joven hija se resistían a dejar al niño en la escuela,
ella se agachaba una vez más para abrocharle el último botón de la trenca
que él tendría que desabrocharse minutos después, al entrar en el aula,
cuando le mostraran esos percheros de latón sujetos a una tabla de
madera bajo el ventanal desde donde aún observaban su madre y su
abuelo y dejara la cartera en el suelo con el estuche sin estrenar y la
cartilla sin abrir y colgara la trenca él solito en el perchero y mirara por
última vez a su madre a través del cristal y fuera caminando hasta el
pupitre que le habían asignado y se sentara con los demás niños justo
antes de volver casi sin querer su cabeza para darse cuenta que ya no
había nadie en el cristal, que estaba solo en medio de sus compañeros”

VII

Lo triste es el convencimiento de que esa tristeza no se irá jamás,


piensa, aunque desaparezca temporalmente. Un resorte se ha soltado en su
cabeza inoculando las gotas de la amargura y el remordimiento, sellando de
por vida el sentimiento, no siendo necesario que la herida vuelva a sangrar
para que retornen la tristeza infinita y la bondad juntas y conformar en Leo
un estado, una nueva forma de ser que transfigura y hace evolucionar su
rostro. El tiempo todo locura que ha de pasar para que la tristeza vuelva
cada vez más amortiguada, piensa Leo. La certeza de que ese nuevo estado
ahora insoportable se convertirá en una manifestación externa de tu
personalidad, un rasgo ostensible de tu carácter. Volverás a ella más veces
de las deseadas, y cuando el tiempo que todo lo cura la revista como la
persona más importante de tu vida, quién si no, sentirás su pérdida como
un arrebato, y en esa impotencia por haber sido privado de ella, en esa
tristeza quedará todo este desasosiego, esta furia. No volverán esos
momentos en que tras la cena os sentabais pegados en el sofá con toda una
vida por delante y ese convencimiento que te hizo asegurar ante ella con la
solemnidad de un juramento, una noche de otoño: “No te dejaré jamás”.
Es duro, no volverán sus contestaciones rápidas, lanzadas como si me
leyera el pensamiento, facultad que le permitía saber incluso antes que yo
lo que yo mismo iba a decirle. Se fue con su humor inteligente, sus
respuestas procaces, sus enfados crecientes ante los locutores de televisión
que le hicieron no volver a ver los telediarios. Se llevó con ella la alegría
espontánea de vivir, las coplas con que acompañaba sus quehaceres, que
le recordaban a las que cantaba la tata en la cocina, junto al cuarto de los
juguetes; se llevó el pájaro que compró a unas niñas en el pueblo de la
tata, un canario amarillo al que llamó nuestro hijo y puso por nombre
Camarón, al que saludaba cada vez que llegaba a casa como si llevara
meses en lugar de horas sin verle. Se llevó la armonía del Universo con
ella, los eclipses que vaticinaba, se llevó la luz del sol y la oscuridad
invadió esta buhardilla. Fue ese último año, al dejar de tocar aquella pieza
que se asemejaba a una de esas sonatas andaluzas de Falla o de Albéniz por
sus aires sureños, cuando ella le preguntó qué era aquello que tocaba y él le
respondió “una sonata que te estoy componiendo”.

Vuelve a la Sonata, interpreta el segundo movimiento y le parece


algo realmente bueno. No sabe dónde dejar las manos cuando termina, se
sienta en el sofá, contempla el estuche de una película que descansa junto a
algún libro, un par de revistas y algunos folletos bajo la mesa, una película
cuyo título, “Es fácil dejar de fumar si sabes cómo”, le hace encender al fin
un cigarro. Marta había dejado de fumar con esa película basada en un
superventas. La vio con ella; vio cómo encendía dos cigarrillos durante el
visionado porque el presentador decía que esos dos serían los últimos
cigarrillos que el espectador iba a fumar en su vida, y Marta dejó de fumar.
Debería aprovechar esos bruscos giros del destino para dejar de hacer
cosas, dejar de beber, de salir, de fumar, dejar de autocompadecerse y hasta
dejar de vivir por un tiempo.

VIII

Decidió viajar, salir de la esclerosis que le atenazaba aquel mes


tórrido de verano; el viaje al Sur le mantuvo ocho horas quieto al volante
con buena parte de la discografía de Lou Reed sonando en el equipo,
desperdigadas las carátulas de los CDs en el asiento de ella. Cuando su
ausencia se hizo insoportable, en plena Ruta de la Plata, antes de entrar en
Andalucía, detuvo el auto, a duras penas salió de la rigidez en la que se
hallaba inmerso tras media jornada al volante, pidió que le llenaran el
depósito y entró en el bar. Tras un montado de lomo en la tierra del mejor
lomo ibérico, un botellín de Mahou y un café cortado, se encontró en
condiciones de proseguir la jornada, aún quedaba medio viaje. En Isla
Cristina le esperaba una amiga, aquella por la que había sentido algo más
que amistad durante toda su vida, casi en secreto, sin poder demostrar
nunca ese sentimiento callado. Porque, desde aquel largo viaje en que
comenzaron sus visitas a las diversas partes del mundo por las que Carmen
fue viviendo a lo largo de su vida, ella siempre tuvo novio, y Leo respetó
siempre, o casi siempre, esas largas relaciones de su amiga.

Al llegar a Isla, Carmen le encontró pálido, la cara adquiría una


cierta tonalidad verdosa, estaba desencajado, a punto de llorar, y lo hubiera
hecho si no fuera porque se encontraba junto a un hombre desconocido, el
chico de Carmen, que se había ofrecido para llevarle ante ella sin que por
otro lado fuera necesario, porque ella ya le estaba llamando desde su
ventana: “¡León!”

Recogió el equipaje de la furgoneta, su rostro compuso una extraña


mueca cuando trató de sonreír a Carmen, que le observaba encaminarse con
aquel chico, un tal Julio, a su casa. Subieron; Julio extrajo una llave suelta
de su bolsillo y abrió la puerta. Ella estaba en la cocina, le tendió los
brazos, se asustó al verle en ese estado, bromeó:
- Vaya temporada llevas, hijo. Tú que precisamente estabas bien
casado, con tu trabajo de toda la vida… ¡Pues toma!

A veces una bofetada a tiempo, y nadie como Carmen para sacarle de


esa encorsetada soledad en la que se ahogaba, nadie como esa mujer de
mar, libre y salvaje como el viento del Sur, nada como el sentido del humor
perdido y reencontrado en una décima de segundo. Ahí consiguió reír
durante esos cuatro días que pasó en la playa infinita, en la noche
interminable del pueblo viejo, en los despertares a media mañana con las
hijas de Carmen, que dormía en la caravana con su chico donde primero
alumbraba el sol.

Llegó extraordinariamente pálido de muy lejos a aquella tierra de


salinas, dunas, flamencos y playas que no acababan nunca; no podía
separarse de Carmen, de su compañero, de sus hijas porque en soledad le
invadía el vértigo y la sinrazón que le hacía decirse “Esto no es real, así
que no debo temerlo. Esta gente que ahora me rodea es lo único real que
tengo en este momento, así que debo estar tranquilo”. Al tercer día decidió
invitarles a cenar por ahí para compensar tanta hospitalidad. Reconoció que
disfrutó de la cena por primera vez en mucho tiempo, y por un momento se
olvidó del miedo. Tras la cena, en ese local, el Cubanito, había un piano,
algunas de cuyas teclas incluso funcionaban. De éstas, muchas de ellas
estaban afinadas, así que nuestro pianista se sentó al piano, y poco a poco
se aproximaron los amigos, el resto del bar… Leo tocó el blues de doce
compases con exagerado entusiasmo provocado por el vino y el hachís, y al
cesar los aplausos, también exagerados, un hombre menudo que se había
colocado justo al lado del piano a mitad del blues le espetó con una
seriedad asimismo exagerada: “Quiero que toques mi piano. NO este
piano, sino mi piano, ¿estarías dispuesto? Me llamo Álex y regento todas
las actividades de un lugar extraordinario”, terminó, mientras le extendía
la mano. Leo por supuesto aceptó la invitación, y cuando se lo dijo a
Carmen ésta no dudó ni un momento cómo había de responderle.

- ¿Conoces a ese chico, Álex?


- Ese muchacho es el que ha creado aquí la Noche Blanca. Es de
Madrid, un chico inquieto que ahora trabaja en el Hotel Reina
Cristina, un pedazo hotel, de los buenos.
- Me ha dicho que allí tiene su piano, en un gran escenario, recién
afinado, que puedo tocar allí, que cuál es mi caché. ¡Mi caché,
Carmen!
- Pues claro. Y qué le has dicho.
- Cien euros la actuación.
- Muy bien. Sí señor, qué menos. Tenías que haber dicho doscientos.
Te valoras demasiado poco.
- No tengo caché. No puedo decir doscientos. Y no sé qué voy a tocar.
No tengo repertorio para un concierto como no empiece a repetirme
a mitad de actuación.
- Toca la Sonata de la que me has hablado.
- ¡Pero si está inacabada! No puedo tocar una…
- ¡Y qué sabe la gente que está inacabada! Seguro que es preciosa.

IX

Los días en Isla Cristina fueron apaciguando la ansiedad y sus


miedos a la soledad. Si bien es cierto que la compañía actúa como un
calmante, el dolor está lejos de desaparecer. Leo se siente mal, como un
enfermo al que han ido a visitar algunos amigos. Le espanta verse
llorando delante de Carmen, aunque a veces no ha podido contener
alguna lágrima furtiva, que hace desaparecer enseguida con un gesto
rápido de la mano. Cuando ella le sorprende escribiendo, Leo le dice
que se trata de una especie de terapia. Hablando de su niñez, de su
despertar sexual, es como una capa preparada con esmero para tenderse
después sobre ella; no le dice que se lo ha recomendado un psicólogo.
Cuando llega el día del concierto, en el Hotel, sobre un gran escenario
situado al final de un larguísimo comedor abovedado, Leo está nervioso.
Ha vomitado pero no ha dicho nada. No encuentra a nadie antes del
concierto, y sube a la majestuosa azotea que corona el Hotel, desde
donde se divisan las salinas que les separan de la tierra firme. Mientras
contempla el pueblo y más allá el puerto, una de las camareras ha
subido a avisarle de que ha de comenzar el concierto, es la hora.

“La fugacidad del tiempo, eso en lo que no piensas cuando eres niño y el
tiempo se detiene, la olla exprés del sábado por la mañana te despierta en
el cuarto de los juguetes en lugar de la Tata, esa válvula loca de la
Magefesa, abres la puerta del cuarto de los juguetes el sábado a la cocina
con el olor a lentejas y ni siquiera lo piensas, la vida ha de ser siempre así,
rezas para que nada cambie, para que los abuelos no se mueran nunca. La
brevedad, el despertar del domingo por la mañana con mis padres en casa,
el olor a Varon Dandy en el cuarto de baño, todo tan fresco, el sol de León
y la carretera de Nava, el paseo. Desde pequeño me acostumbraron a los
bares, me gustaba hasta la conversación de los mayores, raramente me
aburría, por lo que no tenía que llamar a mi amigo imaginario. “Un
butano para el chaval”, aquellos bares con serrín, el olor a gambas, a
fritura, las mesas de mármol y mis sandalias azules colgando que dejaban
ver los calcetines blancos de punto balanceándose sobre aquellas
geometrías de las baldosas hidráulicas, la conversación de los mayores, el
vaso naranja de butano. El final del domingo: aquella vuelta a casa en la
fría ciudad de provincias tras la velada en casa de los Álvarez, junto al
Cine Abella, donde terminaba León por el noreste camino de Carbajal de
la Legua. Recostado en el asiento trasero del ochocientos cincuenta me
entregaba por entero al viaje comandado por mi padre, aquellas cuestas
que bordeaban el colegio, la carretera de Asturias y el ruido del motor
metiendo la directa conseguían sumergirme en uno de esos momentos que
no dura mucho, se van mientras te quedas dormido y concluyen cuando mi
madre vuelve la mirada y nos dice “niños, llegamos”.

Leo sube al escenario sin mirar al público, que aplaude en cuanto


dirige sus pasos al piano y abre la tapa. Mira casi de reojo al respetable y
observa a la derecha a sus amigos, a Carmen, bellísima, a su amante
inseparable. Las mesas ocupadas, los comensales que dejan por un
momento de entrechocar sus cubiertos, el silencio y otra vez los amigos:
“¡Ese pianista!” Abrumado al ser la primera vez que le aplauden en
público, Leo coloca sus manos sobre el teclado y comienza a tocar un blues
en modo menor, en si bemol mayor, que se va acelerando progresivamente,
ganando en intensidad sin dejar los doce compases. Leo tocaba esta pieza
de memoria, para soltar los dedos, a modo de calentamiento. Atemorizado
por encontrarse otra vez con un nuevo aplauso, enlaza la pieza con una
versión sincopada del “All of me”. Leo toca entre el murmullo de quienes
cenan en el Hotel, las copas que no solo los amigos toman en la barra, y ese
runrún le tranquiliza, al saber que no se ocupan de su recital, que figura
como un mero animador musical de hotel, y por ello se sorprende cuando
deja de tocar y alguien aplaude por un momento. Ataca entonces con furia
un tercer tema que de repente se tranquiliza cuando suenan los acordes del
“Summertime”. Alguien se ha dado cuenta a la primera de cambio y ha
emitido un grito de reconocimiento; suele ocurrir cuando el público conoce
una melodía, aunque de momento no la identifique con ninguna en
concreto.

Tras la versión larga de Gerswhin, Leo se pone en pie para saludar,


pues los amigos gritan, aplauden, silban y exageran de diversas formas esa
forma de pasárselo bien en verano, cuando uno de ellos se ha erigido de
algún modo en protagonista. Es entonces cuando encuentra a Carmen con
la mirada, quien parece decirle con los ojos que arranque con la Sonata
inacabada. Sin micrófono, Leo comienza a decir unas palabras, pero lo deja
cuando se da cuenta de que nadie le está oyendo.
- A continuación, voy a interpretar una Sonata inacabada… -murmura
casi para sí entre gritos de reconocimiento y euforia. Casi nadie se ha
dado cuenta de su presentación truncada.

Leo comienza a interpretar su Sonata en Do Menor entre carcajadas y


las voces que, para hacerse oír, han de elevar el tono. Cae alguna copa:
entre ese ruido de cristales, el pianista consigue recogerse, plegarse,
doblarse en dos y concebir las teclas como una prolongación de su mano,
que a su vez es una prolongación extrema de su corazón y de su memoria.
Con los dedos llega el pianista a las cuerdas que percute en la oscuridad
interior del instrumento, los ojos cerrados, la frente muy cerca del teclado.
Hay un fuerte contraste entre esa imagen seria, mística, y las risas de
público que no han parado de crecer. Absorto, ausente por completo de
todo ese ruido, Leo sigue desmembrando la Sonata, acentuando cada uno
de sus matices. Tiene la cara de Marta, su rostro sonriente mientras le
escucha, su voz, sus largos brazos blancos, su mano medio abierta
apoyando el dorso en la pierna en esa forma única que tenía de sentarse, su
pelo negro. Tiene Leo incrustado en el corazón su olor y todos sus secretos,
y a medida que avanza el murmullo va decreciendo. Cuando, en el segundo
movimiento, cambia a la tonalidad de fa menor, comienza una despiadada
lucha consigo mismo, pues la mano derecha amenaza con marcharse hacia
los tonos más agudos, volviendo repetida e insistentemente a esas cuatro
notas, resistiéndose a abandonarlas. La lucha entre esas cuatro notas
acapara entonces la atención del público, e incluso quienes degustaban el
atún en sus mesas, venidos de Alemania, Francia e Italia en su mayor parte,
se mantienen en suspenso, cejando en sus conversaciones y hasta en su
deglución, como si el cenar fuera un acto de mala educación en medio de
ese inexplicable pero arrebatador movimiento musical. Leo comienza a
sudar, y los dedos le resbalan sobre el marfil blanco y negro mientras
procura no dar ni una sola nota en falso que quiebre toda esa expectación,
todo ese silencio creado. Sin darse cuenta, en medio de toda esa emoción
transmitida, Leo comienza a llorar con los ojos cerrados; sería una locura
abrirlos en este momento, pues la gente quiere emocionarse, pero el hecho
de que tú te emociones no sería un buen gesto. Así que a duras penas traga
saliva, le duele la garganta mientras galopa alternando las teclas de la mano
izquierda con las de la derecha en un perfecto ensamble que se vendría
abajo al mínimo fallo de una u otra mano. Contrasta una y otra vez el fa
menor con el mismo acorde pero sustituyendo el do por el do sostenido, el
efecto es realmente sobrecogedor, y Leo lo repite fortíssimo una y otra vez,
cuidando de que los dedos sudorosos no le resbalen sobre el teclado y
caigan sobre la madera negra del piano, con lo que todo, hasta él mismo, se
vendría abajo.
X

“Los primeros recuerdos de la vida son inconexos, retazos de un cachorro


que echa a andar entre dos padres jóvenes pasillo adelante, yo en los
brazos de mi padre, a quien parecía no preocupar que me diera con los
tobillos cada vez que doblaba una esquina; la textura de una colcha sobre
la que me echaban y me decían “ajito”, solo recuerdo la textura de la
colcha, los brazos de mi madre, el abundante pelo negro de mi padre al
que me agarraba. No recuerdo el nacimiento del bebé, tal vez una de las
razones sea la afirmación tajante de mi madre que desarbolaba esa teoría
infundada de los celos cuando viene al mundo un hermano a los pocos
años y las atenciones del primer alumbramiento se desvían ahora al recién
nacido:

- Tú nunca tuviste pelusa.

Tal vez fuera eso o puede que el deslumbramiento de las primeras


cosas, que poco a poco abría mis ojos cada vez más y que me hizo ver al
bebé como algo natural; la vida que sin saberlo otorgamos a cuanto nos
rodea y el asombro que rodea a un niño al que nada le falta, al que todos
miman con cuidado de que no se caiga o de que no se levante, de que no se
vaya, no se queme, no coja frío o no pase calor; lanzándose sin sentido
mutuos reproches acerca del exceso de cuidado, no vaya a convertirse en
un niño consentido, en un niño malcriado. Recuerdo sin embargo que, al
caerme en las múltiples correrías de un muchacho de barrio que jugaba en
la calle recién asfaltada por la que aún era extraño que pasaran coches –
en cuyo caso retirábamos velozmente el balón, nos subíamos a la acera y
esperábamos a que el coche subiera a la carretera de Asturias o bajara a
la de Nava-, mi madre no se andaba con ningún miramiento a la hora de
curarme la herida, lo cual me hacía gritar mientras buscaba el agua
oxigenada y la mercromina, que me echaba causándome un daño
innecesario, pensaba yo, aunque ella decía que había que desinfectar
aquel desastre de pierna. Quizás fuera eso lo que me hizo contemplar al
bebé como una cosa normal más que instalaron en la habitación que hasta
entonces ocupaba yo, en la mitad del pasillo, cerca del dormitorio de mis
padres, desterrándome a mí al paraíso del final de la casa, el cuarto de los
juguetes. Allí siempre acudía un amigo inexistente a mi llamada, se
llamaba K, el aburrimiento no era posible. Tenía toda aquella colección de
juguetes que dormían debajo del armario, el Ford Comansi, los Juegos
Reunidos Geyper, un garaje que ensamblaba en cadena todas y cada una
de las piezas de un diminuto coche... Recuerdo como uno de los instantes
más felices de mi vida la mañana del día de Reyes, cuando en el salón
aparecían con aquella maravillosa brusquedad de un día mágico de
verdad todos aquellos juguetes esperados. Felicidad inolvidable que
alcanzaba el éxtasis al acercarme y tocar con mis manos el ajedrez y cada
una de sus piezas relucientes, la guitarra de niño, la bicicleta blanca BH.
Al recordar ese momento muchos años después uno comienza a entender
que la vida es un soplo y que sus ojos no volverán a contemplar nunca esa
felicidad.”

Tras toda esa belleza, vuelve el pianista en el tercer movimiento a


retomar el do menor, pero ahora en las últimas teclas del piano, que suena
como si fuera una celesta, pues las notas son acentuadas en picado. Con el
sudor entrándole en los ojos, va descendiendo lentamente por el teclado
hasta colocarse justo en medio, aumentando considerablemente toda esa
sonoridad sin abandonar los acordes: do menor, sol menor y, sorpresa,
como un atisbo de esperanza, fa mayor. Una y otra vez alterna los tres
acordes hasta que la melodía que iniciaba la sonata se cuela de forma
imperceptible, adquiriendo progresivamente mayor intensidad. Una última
melodía que recuerda a una chanson francesa se alterna con la melodía
original, y juntas caminan de la mano hasta el final. El pianista improvisa
una cadencia, pues la Sonata todavía no tiene final, aunque nadie parece
darse cuenta. El pianista desciende por el teclado hasta las notas más
graves, y no ve forma de concluir aquello. El pianista teme que la gente se
dé cuenta y piense que todo aquello es una farsa, el pianista piensa por un
momento que se está riendo de todos, cuando, sin levantar la mano
izquierda del do grave, baja la cabeza sin darse cuenta, eleva el pie del
pedal y eleva en el momento justo su mano izquierda, quedando toda la
inmensa galería en silencio por unos segundos. Hasta que un aplauso
enfervorizado rompe todo, y es entonces cuando Leo vuelve a la realidad.
Poniéndose en pie, se toca el corazón con su mano derecha al comprobar la
sinceridad de todo ese reconocimiento. Incluso los alemanes de la mesa
redonda se han puesto en pie. Alguien grita “¡Bravo!”, Leo busca con la
mirada a Carmen pero no la encuentra, hasta que se da cuenta de que se ha
acercado al mismo escenario para aplaudirle en primer lugar. Leo se dirige
a ella, pero Carmen le insta a que se quede en el escenario y salude, y
entonces lo hace como siempre lo ha visto hacer, doblando la mitad del
cuerpo hacia delante de forma reverencial.

XI

- ¡Que nos perdemos la puesta de sol! –exclamó Carmen masticando


un níspero con el que bajaba de su casa. Leo y Julio terminaron sus
cervezas en la terraza de La Higuerita y la siguieron hasta la playa.
Cara al poniente, observaron en silencio toda la paleta cambiante de
colores de un cielo sin nubes, del azul tornándose rosa que poco a
poco vira al naranja y al rojo una vez que el sol se oculta y hace
hervir el Océano.

Julio se lía un canuto mientras explica la ruta de un enorme carguero


que divisamos cruzando el horizonte.

- Ese carguero probablemente esté haciendo la ruta que une los dos
canales, el de Suez y el de Panamá, para acabar descargando en el
Pacífico Sur. Son los más grandes. Desde aquí se les distingue bien,
a todos, los buques pesqueros, los petroleros, los cargueros y los que
fondean justo ahí enfrente para la pesca de bajura, aunque aquí como
ves todavía salen los botes a pescar –comienza a decir. Huelga
preguntarse por qué Julio sabe tanto de tantas cosas; es un hombre
hecho a sí mismo, es un hombre que ha trabajado en multitud de
oficios a lo largo de su vida, un hombre con un ansia desmedida por
conocer los entresijos, el engranaje de cualquier mecanismo; es muy
hábil. Tampoco hace falta preguntarse si todo lo que cuenta será
realmente cierto porque sus historias son entretenidas y en ocasiones
de una belleza extraordinaria, aunque el objeto de su disertación sean
los residuos del mundo entero, que van a parar todos a ese mismo
vórtice de plásticos ubicado en el Pacífico Norte donde confluyen
todas las basuras del mundo. O cuando nos hace enmudecer con la
medida del Tiempo:
- No solo los mayas tenían la prodigiosa facultad de medir el tiempo;
los egipcios sabían también bastante del tema. Imaginaos el sol, Dios
al que veneraban por encima de todos los dioses. Imaginad las
pirámides, recubiertas con esas losas reflectantes, suaves como el
alabastro, por las que el sol iniciaba cada día su recorrido hasta
situarse en lo más alto y colarse por ese único orificio que dejaban
con el propósito de que el sol se introdujera por él, en el mismo
vértice superior de la pirámide. Un haz cegador penetra por ese único
agujero, impacta en el suelo recubierto de oro –todo ese tesoro fue lo
primero que se llevaron, dejando esas pirámides de arenisca,
desnudas, que hoy contemplamos-, que refleja el potente rayo e
impacta sobre las paredes inclinadas del templo. Imaginaos ese
impacto sobre los egipcios, anonadados, subyugados ante aquel
espectáculo de luz y color.

Julio pasa el cigarrillo perfectamente manufacturado a Carmen, que lo


enciende en silencio. El sol se oculta a lo lejos. Ella se vuelve.

- ¿Qué vas a hacer, León? –pregunta expulsando el humo.


- Tengo que volver a Madrid, arreglar papeles, el juicio contra la
empresa y demás… Pero volveré, a tocar. Un día volveré. Dejaré
atado el burro frente a la puerta de tu casa, junto a La Higuerita –dice
con el rojo del ocaso dándole en la cara -. Esa será la señal.

Dos

Tiene algo el viaje de redención; ese desplazamiento en el espacio


supone un viaje interior que transmuta nuestra percepción de las cosas y
nos hace niños, algo más cercanos a la nada, desprotegidos por la ausencia
de esa coraza que proporciona el hogar, el dulce hogar. Leo se acostumbró
a Marta como una parte fundamental de ese hogar; la escuchaba trajinar por
la casa mientras se iba quedando dormido en el sofá y en esos momentos
inefables conformados por los sonidos de Marta que provocaban y
aceleraban la llegada del sueño pensaba en ocasiones Leo que residía la
esencia de los días. Tanto que ahora, cuando alcanzaba ese estado de
duermevela en la solitaria casa, seguía pensando que ella andaba por ahí
atrás, y ese movimiento le confortaba y le llevaba directo al sueño, hasta
que tomaba nuevamente conciencia de la realidad y su marcha se
agigantaba más y más, lo que le impulsaba repentinamente a incorporarse y
sentarse de nuevo en el sofá con el corazón acelerado.

Hacía poco más de un año, pensando que Marta se encontraba en la


parte de arriba, había comenzado a referirle desde la cocina toda una
sucesión de hechos que por sí solos hacían insostenible su continuidad en la
empresa. Algo sorprendido al dejarle hablar sin interrupción alguna, pues
de sobra sabía que ella estaba en total desacuerdo con que él siguiera yendo
día tras día a una oficina en la que nada funcionaba como debiera,
prosiguió su relato despotricando severamente, renegando de toda aquella
rutina que le iba consumiendo. Sin dejar de hablar subió la escalera; la
impresión de ver la cama totalmente hecha y vacía le desconcertó, en
principio, pero el hecho de llevar hablando solo en voz alta durante todo
ese tiempo le asustó hasta el punto de coger el teléfono y llamar a Marta,
que no acostumbraba a salir de casa. Volvió a llamarla al no obtener
respuesta, lo que acrecentó su incomodidad, que se transformó en
nerviosismo. Sentado en la escalera hizo una tercera, y hasta una cuarta
llamada. Pensó salir a la calle y buscarla, pero inmediatamente descartó la
idea, le pareció absurdo. Le envió entonces un mensaje rogándole por favor
que le llamara, aunque no había ninguna urgencia que precisara ese
requerimiento, e incluso envió un mensaje a través del facebook a la mejor
amiga de su mujer preguntándole si sabía algo de Marta. Tras una larga
lista de llamadas e imaginando cada vez más un infortunio, un accidente al
que la imprudencia o la falta de previsión de Marta tarde o temprano
habrían de conducirla, la puerta se abrió, ella entró con la mejor de sus
sonrisas y una bolsa de comida y, antes de cerrar, declaró: “Qué día es
hoy”.

- Pues no sé. Qué día es hoy; un día de mierda, como todos –respondió
Leo algo contrariado.
- ¿Ah, sí? Pues relájate, cariño, que hoy te voy a hacer yo la cena. Hoy
es nuestro primer aniversario de boda y hay que celebrarlo.
Llevaban un mes casados; Leo presentía que muy dentro del enorme
corazón de Marta subyacía la idea de extender la celebración de aquella
boda durante todo el año siguiente, si ello fuera posible.

La presencia de Marta dotó al hogar de una personalidad propia y


distinta. Pintaron de nuevo la casa, algo que no se le habría ocurrido a Leo
hasta transcurridos unos cuantos años más, cuando fuera ya irreconocible el
color original de las paredes. Incluso se le ocurrió empapelar el muro del
fondo, en el que estaban las ventanas, con lo que la casa parecía en realidad
otra. “Es increíble lo que cambia una habitación con un papel pintado”,
pensó Leo admirando las ideas y la laboriosidad de su mujer.

Ahora regresaba a aquella casa mutilada, silenciosa –pues desde que se


fue no había vuelto a poner un disco en el equipo, temeroso tal vez de
forma inconsciente de que la música alterase aún más su conciencia,
haciéndole bascular hacia el sentimentalismo: pensaba que la música podría
ablandarle aun más -, que mostraba sus heridas abiertas; el fuego todavía
humeaba en aquel campo de batalla del que salió como un soldado herido,
un prófugo que huye de la desolación.

“El miedo estaba siempre presente. Dormía pertrechado en un refugio


al final de la cama, pegado a la pared, de la última habitación de la casa,
cuya puerta nunca dejaba abierta, y cualquier ruido me impedía dormir.
Tenía que reunir un buen cargamento de coraje para recorrer aquel largo
pasillo que incluso dejaba la puerta de la calle a un lado y concluía en un
salón al que nunca entrábamos, que mi imaginación pobló de seres mudos
que nunca salían de aquella estancia. Recuerdo emprender el camino
pasillo adelante y volver despavorido sin haber culminado la hazaña,
asustado por cualquiera de los numerosos ruidos en aquella casa que
parecía amplificarlos.
El miedo y la soledad entre mayores me hicieron imaginar un amigo
imaginario que únicamente aparecía en el cuarto de los juguetes. Hablaba
con él, jugaba con él cuando me cansaba del Ford Comansi; aquel amigo
se llamaba K. El cuarto de los juguetes era la parte final de la casa, la
imaginación allí no tenía límites, nadie nos molestaba.
Aquella casa frente al Cuartel, cuyo balcón estaba situado por
encima de los muros tras los que permanecía acuartelado el Regimiento de
Caballería Los Dragones de Almansa, y desde el que se veía el enorme
hangar donde dormían los tanques y los camiones semiorugas; aquella
casa gris con escaleras frías de mármol blanco hasta el entresuelo, que se
sumía en la oscuridad al adentrarse en el primero, que en realidad era el
segundo, como si el primero no existiese, no estaba situada lejos del
colegio donde pasaba la otra mitad de mi primera vida. Únicamente había
que bordear el inmenso cuartel y cruzar la carretera de Asturias, por
donde entraba unas veces más rápido que otras aquel frío del Norte que se
estrellaba en las garitas y los muros del cuartel, deambulando a
continuación sin prisa por aquellas calles del barrio. Yo veía aquel frío de
color azul desde el balcón cerrado, al que mi padre había puesto un
burlete para impedir que las heladas que blanqueaban y escarchaban los
cristales se colaran por las rendijas. El camino al colegio, a las Anejas,
era una de las sendas que salían de aquella casa. En sentido contrario,
bordeando el edificio, aquel bloque de viviendas donde se alojaban los
empleados de la empresa en la que trabajaban mis padres, se llegaba a la
carretera de Nava, que se introducía en León, esa ciudad de la que
permanecí ausente los once primeros años de mi vida, cuando vivía en el
Barrio de las Ventas y aquel era todo el mundo que conocía. K, al igual
que los seres mudos que habitaban en el salón, nunca salía de aquella
casa”

II

Con ella también puso fin al viaje en solitario que se regalaba todos
los años, desde que, mucho tiempo atrás, descubrió que la mejor forma de
viajar de todas las posibles combinaciones es viajar solo. Había puesto fin a
su relación anterior, hacía ya diez años, con un viaje a Amsterdam en el
que conoció ese estado de gozo que inflama el corazón, alentado por la
libertad extrema de trazar un viaje a su antojo, libre incluso para poder
modificar la ruta sobre la marcha. Se había despedido de ella en la frontera
de Irún; la dejó en un autobús con lunas tintadas, con lo que tuvo que
imaginar, saludando, diciendo adiós con la mano a tientas, a quien sabía
que no volvería a ver. Esa tristeza de no haberla visto por última vez le
duró únicamente hasta llegar a Saint Émilion, un pueblo de ensueño y
piedra, una villa medieval cercana a Montaigne, en medio de las viñas de
las que se consigue el mejor burdeos del mundo y continuó la feliz travesía
del solitario.

Ahora, mientras Levon Helm se desgañita, la música puesta a un


volumen ciertamente alto, Leo se da ánimos diciéndose que podría volver a
viajar solo cuando quisiese. Los numerosos viajes que había hecho con ella
no habían dado el resultado deseado. Aunque nunca olvidaría ese
maravilloso viaje con Marta a Budapest, los problemas, el desencuentro, ya
habían comenzado a su paso por Vicenza, volvieron a aparecer con menor
intensidad en Venecia y les hizo llorar en la bellísima capital húngara,
donde incluso intentaron encontrar la paz que les faltaba buscándola en
solitario, en aquellos baños termales que constituyen una de las tradiciones
mejor conservadas de Hungría. Tampoco en Menorca les fue mejor, aunque
Leo nunca olvidará la imagen de Marta al otro lado de la puerta de
embarque en el aeropuerto de Mahón, esperándole con aquel vestido de
verano que no conocía. Leo traga saliva al recordarla con aquel vestido;
toda aquella alegría que llevó a la isla se tornó en sombra cuando
aparecieron los primeros síntomas de la insatisfacción: la falta de atención,
las noches en que se quedaba dormida al fin, tras horas esperándole en la
cama, las contestaciones bruscas, las palabras vertidas con el único fin de
dar donde más duele. Puertas que se cierran e impiden recorrer el sentido
inverso, pues cada vez iban más allá, traspasando las barreras que ellos
mismos se imponían hasta terminar faltando al respeto de quien eligieron
para compartir toda una vida. En el viaje de novios solo ella se comportó
como una novia; Leo se resistía a admitir la realidad, el enorme torbellino
que le había arrastrado a aquella situación, a un hotel resort de México con
todas las comodidades donde no podía estar más incómodo.

Respira, mientras The Band le devuelve al mundo real; piensa en lo


que ha dejado atrás, en Isla Cristina, y en los asuntos que le reclaman en
Madrid. Tiene por bien dicha una frase que le gustaba a Marta hasta el
punto de hacerla suya cuando la vida le pasaba por encima: no acobardarse
ante la dificultad, desmembrarla y enfrentarse a ella, primero una cosa,
después la otra. Esto, que parecía tan simple, requería grandes dosis de
paciencia y tesón; pero era la única forma de despojar de complejidad
añadida a lo que ya la tenía de por sí. Nos empeñamos en hacer las cosas
más difíciles de lo que ya son, le tenía dicho a su mujer, que en ocasiones
estaba de acuerdo, pero en otras no. Trataba de consolarse con la manida
frase de que todos los males vienen juntos, cuando no hay nada que pruebe
la veracidad de dicha afirmación, indefensos como estamos ante los
tempestuosos vaivenes de la vida.

Llegó pues a la buhardilla decidido a aplicar esa máxima, resolver


los asuntos, llamar a su abogado y puede que a ella también, y volver a Isla
lo antes posible. Sin pensarlo siquiera deshizo todo el equipaje mientras
sonaba Bach en la casa, al fin, pensó. Como si el detener todo ese trajín
pudiera traer consigo la angustia, se afanó en hacer una cosa y después
otra: puso una lavadora, se duchó, extrajo una pizza del congelador, cenó y
se dedicó a continuación a recopilar la documentación que habría de
entregar al abogado. Subió las escaleras, se acostó pero no durmió. Harto
de dar vueltas, encendió la luz, volvió a bajar las escaleras y trató de
calmarse liándose un cigarrillo. Había vuelto a fumar, pero eso no tenía
importancia a estas alturas de la madrugada. Bebió un vaso de agua, se
fumó el cigarro en el tejado y volvió a la cama. El sueño acabará llegando,
pensó; es tan simple, dormir…
“Cada día era la Tata quien me despertaba al abrir la puerta,
cuyo picaporte estaba tan incrustado en la jamba –era necesario empujar
con fuerza la puerta para cerrarla- que el sonido metálico del resbalón al
liberarse de la presión funcionaba como detonante del día. “Arriba,
nene”, eran las palabras de la Tata al atravesar el cuarto de los juguetes y
abrir la persiana, una de aquellas persianas verdes que se enrollaban con
un cordel justo en el medio que servía de polea. Recuerdo aquí y ahora
uno de aquellos despertares algo distinto a los demás, dada la alegría de
la Tata, su entusiasmo irreprimible e incluso el hecho mismo de
despertarle un día que no había colegio. Necesitaba transmitirle su
inmensa felicidad.
 
- Vamos, nene, arriba, que hoy no hay clase – la Tata me seguía
llamando nene aunque Leo se hallaba ya ante las puertas de la pubertad.
- ¡Entonces por qué me despiertas, Tata! – respondo en sueños,
parapetado en mi fortaleza de almohada, sábanas, manta y colcha.
- Mira qué bien que no tienes clase. ¡Ea! ¡A desayunar se ha dicho!
- Cómo es que no hay clase hoy – incrédulo, pues nadie ayer me dijo
nada, ni había sonado por el altavoz del aula aquella voz robótica de Don
Francisco, el Director, anunciando aquel feliz “¡Atención,
atención!: Mañana no hay clase”.
- Franco ha muerto, nene – la Tata se detuvo y al mismo tiempo
congeló su sonrisa radiante, preocupada tal vez por haber vertido en la
misma frase al ser más odiado y al ser más querido. ¡Ea, sal de aquí que te
vas a quedar frío!
  Salté de la cama e introduje mis pies en las zapatillas de paño a
cuadros y me fui corriendo al baño, más feliz por disfrutar de un día sin
clase que por la muerte de aquel hombre gris y pellejudo que nunca
sonreía. Precisamente, hace unos días me habían hecho dibujar en el
colegio a aquel señor omnipresente, sentado en un trono, con uniforme
militar y semblante solemne de años atrás, tal vez para fijar en el
pensamiento de los muchachos un poderoso general e infundir temor hacia
el mismo, alejado de aquel rostro moribundo y sin vida de los últimos
años. El dibujo fue algo horrible, una pesadilla. La página del cuaderno
donde el maestro había ordenado el retrato del Generalísimo fue
entregada con magulladuras, casi rota de tanto usar la goma de borrar.
Aquel día comprendí que no tenía ni de lejos facultades para el dibujo”.

III
Le despertó a media mañana una llamada de la clínica donde había
asistido a las sesiones de una hora con el psicólogo. Una auxiliar exhibía un
tono inadecuado que a Leo, aturdido por las pocas horas de sueño y el
brusco despertar, le pareció inadmisible. La mujer por poco no llegaba a
reprenderle al no haber acudido a la cita, que por otra parte, le dijo, debería
pagar como si hubiera ido, ya que el psicólogo había cancelado otras citas.

- ¿Ha sido por mi culpa? ¿Todo eso ha sido por mi culpa? –preguntó
Leo, volviendo a cerrar los ojos por el exceso de luz.
- Desde luego. Si usted no viene, debería haber llamado
comunicándonoslo.
- ¿Sí? Pues ahora le voy a comunicar algo. Puede usted cancelar todas
mis visitas, romper mi ficha y hacer con los trocitos de papel lo que
usted quiera porque no pienso volver a aparecer por allí.

Eso fue que dijo, antes de colgar con tanta fuerza el teléfono que cayó al
suelo, rajándose la pantalla. Le dolía la cabeza, un síntoma extraño, pues a
Leo nunca le dolía la cabeza. Pensó volver a la cama, pero se dirigió a la
nevera, donde no había más que una botella de agua, un limón cubierto de
moho y un trozo de unto, su secreto para el caldo gallego que hacía las
delicias de Marta. En ese estado, la visión de Marta halagando su caldo fue
como un disparo que le hizo literalmente doblarse y sentarse a duras penas
en el sillón blanco en el que ella solía sentarse para comer. Todo le seguía
recordando a Marta, el viaje al parecer no había servido de nada. Probó la
respiración a cuatro tiempos, pero a mitad de ese saludo al sol llamaron a la
puerta. Leo se dirigía a abrir la puerta cuando se dio cuenta de que estaba
totalmente desnudo. En lugar de ponerse algo, y ante una segunda llamada
insistente –no se atrevió siquiera a poner el ojo en la mirilla, no fuera a
crujir la madera, haciendo ver a quien estuviera al otro lado de la puerta
que ahí dentro había alguien que no estaba dispuesto a abrir-, se recogió
como una de esas orugas de campo dentro de sí mismo, haciéndose un
ovillo y dejándose caer de costado en el suelo, donde permaneció un buen
rato contemplando la buhardilla desde una perspectiva inédita, y su
pequeñez y la persona que había ahí fuera dándose la vuelta, golpeando con
sus tacones los escalones de madera, le hicieron reír hasta que volvió a
quedarse dormido. Soñó inmediatamente con la Sonata inacabada: la estaba
tocando en un auditorio más o menos lleno, se divertía tocando, lo cual
solamente ocurre cuando está seguro, plenamente confiado, formando un
único cuerpo con el piano. Sin embargo, cuando vuelve la vista al público
no hay nadie, lo cual le hace dejar de tocar en el acto. Una voz surge de la
oscuridad, que le obliga a seguir tocando. En efecto; al final del patio de
butacas una persona insiste en que ha pagado la entrada y por tanto tiene
derecho a escucharle. Leo se levanta, pero la distancia del escenario al
patio es gigantesca, semejante a la de un acantilado, así que el pianista se
encuentra atrapado en el escenario. “Sigue tocando”, le ordena la única
persona que hay allí abajo, aquella voz proveniente de más allá de las luces
cegadoras, pero Leo únicamente quiere salir de allí. A pesar de todo, se
sienta al piano, intenta dar un acorde pero las teclas no se mueven, como
las de esos pianos de cola en miniatura; Leo observa que si hace una
descomunal fuerza sobre cada una de las teclas, éstas terminan por ceder,
pero se ve al borde del precipicio, decide arriesgarse y saltar por encima de
los focos situados justo en el límite del acantilado; cae al suelo, la distancia
no era tanta, y trata de correr hacia esa voz que percibe en las últimas filas,
pero no puede moverse. Intenta correr, pero lo hace ralentizando todos y
cada uno de sus movimientos, y apenas puede andar. Entonces un hombre
sale al escenario, un hombre de púrpura al que todo le brilla, el bigote, la
chaqueta, el pelo, los zapatos, todo desprende un fulgor excesivo que daña
la vista; un hombre que solicita las disculpas del respetable por tal
lamentable espectáculo. Leo se despierta sobresaltado, siente frío, a pesar
del calor que comienza a hacer un día cualquiera de agosto en Madrid, y sin
dejar de pensar en el hombre brillante cierra con fuerza tras de sí la
mampara de la ducha.

“Las pesadillas eran frecuentes cuando era niño, mucho más que
ahora, que apenas recuerdo los sueños. La más recurrente era a su vez la
más terrorífica. Tras esa pesadilla absolutamente malvada, con monstruos
que nunca veía pero que siempre estaban al final del pasillo, con la gente
muda que allí habitaba, me despertaba al fin a punto de llorar pero
aliviado por volver al mundo real. Ponía los pies en el suelo, los
introducía en las zapatillas de paño a cuadros perfectamente colocadas
junto a la cama en posición de comenzar a andar, atravesaba la
habitación, abría el picaporte que emitía un golpe escandaloso y me
relajaba del todo al escuchar a la familia desempeñando sus tareas por la
casa. En la cocina, la tata se preocupaba de la comida y me daba los
buenos días. Entonces aparecía el abuelo, pero no era exactamente él, sino
un ser gigantesco y con el pelo alborotado que se hacía pasar por mi
abuelo. Yo comenzaba a gritar, pero la tata se reía de aquellos gritos, y
entonces me daba cuenta de que tampoco esa era mi abuela, con los labios
y los ojos pintados y el pelo negro totalmente despeinado, como una bruja.
Volvía corriendo a la cama, cerraba los ojos y trataba de dormir dentro
del sueño, para despertarme por fin de verdad. Entonces era más cauto y,
sospechando que aún podría estar dentro de una pesadilla, iba verificando
rincón por rincón de mi habitación todo cuanto había dejado la noche
anterior, pues nadie conocía el cuarto de los juguetes mejor que yo. Allí
estaba el Ford Comansi aún sin recoger, los dos mazos de cromos sobre la
mesilla, la guitarra apoyada en la mesa, la puerta cerrada. Volví a salir a
la cocina con el corazón en vilo y vi a mi madre al fondo, en la sala,
buscando su bolso. Todo parecía al fin normal. Entonces mi madre me
decía que tenía que irse, pero yo sabía que jamás me dejaban solo, así que
no entendía aquel comportamiento. Mucho menos cuando mi cara
asustada pareció enfurecerla aun más; yo trataba de decirle que aquello
era un sueño, que quería salir de allí, pero no me salía la voz.

Cuando despiertas de verdad, solo entonces, reconoces la diferencia


entre el sueño y la realidad. Ni que moverme de la cama tuve para saber
que estaba despierto, bañado en sudor, en el refugio creado la noche
anterior con la sensación de haber llorado de verdad –el corazón en un
puño, el llanto aún presente hace cinco segundos, mi madre abandonando
la casa con un gran portazo-, pero con los ojos totalmente secos, para
darme cuenta de que todo había sido un mal sueño, esos falsos despertares
que volverían a repetirse hasta hacerse inolvidables.”

IV

Transcurrido un tiempo indefinido de silencio en el que apenas sí


salió de casa para asistir al acto de conciliación con la empresa, deambular
sin destino prefijado en un caminar que inevitablemente le llevaba siempre
al Retiro y comprar los congelados imprescindibles para mantenerse vivo,
pues había perdido definitivamente el placer de cocinar, un día cogió el
dispositivo, sentado en un banco junto al lago, y marcó el número de ella.
No se lo cogió, pero cuando volvía al barrio, cabizbajo y sin ninguna gana
de llegar a casa, el único de todos los números que se sabía de memoria
volvió a aparecer en la pantalla. Aceleró inconscientemente el paso,
descolgó y oyó su voz al otro lado.

- ¿Leo? Oye, que acabo de ver tu llamada… Dime.


- Nada, qué tal estás –preguntó sin querer preguntar nada, sino
hablarle de que estaba bien, que había dejado el trabajo, que había
bajado al Sur y había tocado la sonata que había compuesto para ella.
- Bieeen –respondió ella, enfatizando el final de “bien” para no dejar
dudas. El que ella se encontrara bien provocaba un efecto balsámico
en Leo, lo único que a estas alturas podía acercarle la lejana
felicidad. Leo pensaba que él había sido el causante de todo; estaba
convencido de que su inmadurez había terminado con todo vestigio
de amor, mientras que Marta trataba de hacerle ver que sus
prejuicios judeocristianos, decía, le mantenían anclado en ese
sentimiento de culpabilidad que tanto daño hace, no solo a quien lo
padece.
- No sabes cuánto me alegro. El que tú estés bien me hace por un
momento olvidar todo el daño que te hice. ¿Sigues sin fumar?
- Déjate de culpas, Leo, que no llevan a ningún lado. Claro que sigo
sin fumar. Cuarenta y dos días con sus noches.
- Me gustaría verte –dice él, asombrado tanto de que por fin le haya
salido una frase veraz, pues tiene la certeza adquirida de que nunca
ha sabido hablar por teléfono, como de la fuerza de voluntad de
aquella mujer de acero.
- Pues ven por aquí y ves el piso. Apunta.

Abandona El Retiro con un ánimo muy distinto al que le llevó a la zona


más umbría del parque, e incluso se permite hacer algún plan de futuro por
primera vez en mucho tiempo, que inmediatamente descarta. Esa noche se
acuesta temprano pensando en la cita del día siguiente, apaga la luz y se
queda dormido tras noches enteras de pertinaz insomnio, despertando al
cabo de un lapso que a Leo le ha parecido casi inexistente, como si no
hubiera dormido nada. Una vez más, el convencimiento de que ella dormía
a su lado, al igual que todas y cada una de las noches de estos seis últimos
años, le ha hecho volverse bruscamente hacia el otro lado para comprobar
que no hay nadie. Se queda entonces mirando su lado y recuerda cada
noche; recuerda la forma en que ponía su mano para que ella apoyara la
espalda mientras tomaba una pastilla excesivamente grande y él vigilaba
sin soltarla hasta comprobar que la enorme gragea viajaba ya camino del
estómago. Entonces ella también se acostaba, le preguntaba si molestaba
con aquel programa de radio, ese en el que su locutor favorito disertaba con
afán divulgativo sobre un determinado momento o personaje de relevancia
histórica, le daba un beso y se disponía a dormir dándole la espalda.

Leo dio con la casa sin dificultad, ubicada en una zona arbolada al sur
de Madrid. Le pareció un barrio auténtico, y la idea de que aquel rincón era
mucho más adecuado para vivir que el centro de la gran ciudad, donde todo
el mundo era anónimo, penetró en su mente con la misma fuerza que la
corrección, el acierto, la desenvoltura con que Marta tomaba las decisiones
que al fin y al cabo son como las llaves que nos hacen pasar de un estado
vital a otro. Encontró confortable la alegría que se respiraba en aquella
plazoleta donde unos niños jugaban a la sombra de un gran plátano dando
patadas a un balón de reglamento con el mismo entusiasmo que si
estuvieran en un campo de fútbol. Subió al piso donde ahora vivía su
mujer, encontró la puerta abierta, escuchó “¡pasa!” antes de entrar, entró y
vio a Marta con todo su pelo negro envuelto en una enorme toalla. Pudo
verla tal y como era, realmente guapa, la piel suave (había dejado el tabaco
mientras que él había vuelto a fumar), el albornoz blanco y las zapatillas
que se habían traído del hotel mexicano donde pasaron la luna de miel. Le
mostró enseguida al Camarón, que él había olvidado con los nervios del
reencuentro; le enseñó una cantidad considerable de vinilos que se había
encontrado apilados en la calle, algunos de ellos realmente buenos. Le dijo
que pusiera el que quisiera; Leo eligió un recopilatorio de los Animals. Le
preguntó por el verano en Isla Cristina, Leo le habló del éxito que la Sonata
compuesta para ella había cosechado en el sur, que era la pieza que más le
pedían y demás. Cuando ambos habían ido a la cocina a por la misma cosa,
dejaron lo que tenían sobre la encimera y se abrazaron. Leo comenzó a
llorar desconsoladamente, aunque esto era lo último que se había propuesto
hacer esa tarde.

- No sé lo que quiero, Marta, pero sí sé que no quiero esto, quiero lo


mejor para ti… -las palabras se le amontonaban antes de salir con
claridad de su boca.
- Lo que tienes que hacer es encontrar lo que quieres, y para eso tienes
que saber lo que quieres –dice ella.
- Ya lo he encontrado –dice él mirándola fijamente.
- Dolor, mucho dolor es lo que hemos encontrado –dice ella.
- Mucho más del necesario –dice él.
- Tú te comprometiste conmigo a algo que no cumpliste –dice ella.
- Lo sé –dice él.
- Y yo me aferré a una idea estúpida mucho más tiempo del que
debería haber estado contigo. Hemos ido arrastrando esa pesada
carga hasta que por fin nos hemos desprendido de ella –dice ella.
- No es fácil ni lo uno ni lo otro –dice él.
- No sé cómo no nos hemos destrozado el uno al otro –dice ella.
- Lo hicimos –dice él -. Yo aún vivo en el campo de batalla. Por todos
los lugares hay sangre.

El Camarón inicia su piar incesante in crescendo que transforma la


cara de Marta, haciéndola sonreír hasta el límite de sus mejillas,
mostrando todos sus dientes, señalándole al pájaro. “¿Reconoces a tu
padre, Camarón?”, dice.

- Yo siempre quise tener hijos –dice Leo sin saber por qué, olvidando
una vez más que la verdad suele hacer más daño que la mentira.
- No vuelvas a decirme eso. Tú no quieres tener hijos, me lo has
demostrado bastantes veces, no me hagas recordártelo. Eres tú quien
tiene una vocación de hijo, un hijo a perpetuidad eres. Vocación de
hijo, de nieto tal vez, pero no de padre.
Leo se abraza fuertemente a ella y piensa en aquel aforismo aprendido
en el Derecho de Familia e impreso con letras de fuego en su memoria
según el cual el afecto primero desciende, después asciende y por último se
extiende hacia los lados; imagina que si el amor a los hijos es aun superior
al que tiene por sus padres, al que sigue teniendo por sus abuelos, ese amor
crecería tanto que explotaría en algún momento, y el miedo a que esos hijos
desaparecieran o le abandonaran al fin le atemorizaría tanto que tal vez
fuera verdad: ese miedo a amar tanto le impedía salir de esa situación en la
que desempeñaba el papel de hijo hasta el final de la obra. Mientras se pega
a su cuerpo, Marta le abraza a su vez, frotándole con fuerza la espalda.

- Debes dejar de pensar tanto en mí y concentrarte más en ti –le dice.


- Eso mismo le dice Caroline a Jim.
- Pues aplícate el cuento.

Marta sale al balcón, Leo la sigue.

- Tienes que encontrarte, escribiendo, viajando, cambiando


radicalmente de vida o siguiendo entre esas asfixiantes cuatro
paredes o tocando el piano o haciendo lo que te salga de la punta del
nabo, pero tienes que realizarte, saber lo que quieres porque puedes
si no hacer mucho daño a los que te rodean. Y en el fondo, muy en el
fondo, eres una buena persona –dice Marta, sonriendo al fin.

Leo la observa, está radiante. Ahora, cuando la crisis ha pasado,


escucha el canto vespertino del Camarón al que tanto se acostumbraron en
otras tardes y, como si el tiempo no hubiera transcurrido dejando una
pesada huella de dolor en sus vidas, como si, prescindiendo de esos días de
infinita tristeza y soledad cercanas a la muerte, pudiera ensamblar aquellas
tardes de armonía con esta en la que vuelve a sentirse tremendamente vivo,
siente el olor penetrante de ella cuando pasa rozándole por delante,
cuidando de no dañar los geranios, el ficus y los cactus de aloe, para
sentarse a su lado, sabiendo perfectamente en qué ocupa él sus
pensamientos y, casi sin tocarse, en paralelo, adquiere por fin la certeza de
que él siempre estará a su lado, como una forma de estar superior a
cualquier tipo de amor carnal conocido, aunque nunca pueda poseerlo. Así,
esas dos criaturas parecen haber encontrado definitivamente al otro,
diluyendo el desamparo y la inseguridad que nos acompañan desde que nos
lanzan desnudos a este mundo en una complicidad sin igual, y Leo, como
un niño, desea una vez más que ese momento de pura vida no termine
nunca, mientras miran en silencio, rozándose con el dorso de sus manos
apoyadas en sus respectivas sillas, las plantas que cuelgan del balcón de
Marta, y un poco más allá el enorme plátano de sombra que sofoca el calor
del verano, y más allá las ramas por las que de vez en cuando se cuelan los
destellos de un sol cansado que a fuerza de acortar los días con la misma
rutina año tras año demuestra su indiferencia por esas dos almas en paralelo
tan solas que hacen suyo todo ese cielo que cubre Madrid, como si
haciéndolo de los dos les escuchara y atendiera sus plegarias.

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