Documente Academic
Documente Profesional
Documente Cultură
Uno
II
III
Leo abre la puerta de la ducha y sale a tientas buscando la toalla y
se planta frente al espejo con su cabeza dentro, en la oscuridad, donde
permanece unos instantes hasta que se deshace de ella y trata de
reconocerse en el que tiene frente a sí. Quién eres, triste; esa cara ojerosa
sin afeitar, desprendiendo gotas que al erguirse caen sobre su propio
pecho. Es una sensación agradable, refrescante, con la que trata de
prepararse para el calor abrasador del mes de julio en Madrid.
Numerosas gotitas de agua resbalan por un rostro irreconocible, caen de
la cara nuevamente sobre su cuerpo; nacen de su pelo progresivamente
blanco y prosiguen por las arrugas de su frente atravesando la enorme
tristeza que se ha depositado en su rostro, que se paraliza al detenerse en
el cepillo de dientes de ella que aún reposa en el vaso de cerámica, junto
al espejo. Cuánto tiempo lleva mirando ese cepillo verde sin mover ni un
músculo; siente tanto no haberlo quitado antes, más que nada para evitar
este mareo repentino, y el quitarlo y ponerlo delicadamente en el armario
de madera le hace sentirse todavía peor, sentarse en el escalón, apoyado
en el bidet, hundirse nada más empezar el día; a Leo nada le gustaría
más que llorar pero no tiene lágrimas.
“El día se colaba por las rendijas de la persiana de madera,
avanzaba por el cuarto de estar, cruzaba el pasillo, proseguía por la
cocina y ahí se detenía, dudando si regresar por donde había venido o
introducirse por debajo de la puerta y despertar al pequeño Leo. El
cuarto de los juguetes era su habitación, su reino, su castillo. Dormía
agazapado en un refugio hábilmente construido al final de la cama,
entre la pared y una fortaleza hecha a base de una larguísima
almohada, las sábanas y una gruesa manta. No le despertó el amanecer,
sino un leve ruido apenas perceptible, algo así como una puerta cerrada
lentamente para no hacer ruido. Con todo, la puerta cerrándose
suavemente despertó al muchacho, que fue poco a poco saliendo de su
parapeto, incorporándose en la oscuridad, distinguiendo la raya de luz
al final de la habitación, bajo la puerta a la que se dirigía casi en
sueños, que abrió justo antes de proferir el primer nombre, la primera
palabra, el principio de todo.
- ¿Mamá? – los ojos aún medio cerrados, la mano sin soltar la
manija.
Fue entonces cuando dudó si regresar rápidamente al fuerte o
seguir avanzando por la cocina, temeroso, sabedor de que cuanto más
avanzara más certera era la sensación de estar solo en casa.
- ¿Mamá? ¡¿Tata?! – el silencio frío y angustioso de la mañana
como única respuesta.
Siguió descalzo por el terrazo, enfiló el pasillo, dejó a la derecha
el baño, a la izquierda dormía el bebé en su cuarto, qué feliz, pensó. El
dormitorio de sus padres, al fondo el salón que de no entrar le infundía
un terror inexplicable, repleto de visiones que a él le estaban vetadas, la
puerta de la calle. Tuvo que ponerse de puntillas para abrir, el frío
invadió el corredor, bajó las escaleras tiritando, andaba como
sonámbulo pero cada vez estaba más despierto. Llegó al portal y salió a
la calle, puede que todavía estuviera helando cuando de frente se
encontró a la Tata , que, subiendo la calle con prisa aceleró aun más el
paso al ver a su nieto en pijama y descalzo en medio de la acera.”
Es sabido que el miedo paraliza, o al menos él lo sabe, y en eso
radica su peligrosidad. Para librarnos del miedo hemos de dar con su
causa, es un proceso lento de progresiva distensión: comienzo a
relajarme cuando considero descomunalmente exageradas las causas
del miedo, la imaginación me ha llevado demasiado lejos una vez más.
Es entonces cuando, apoyándose en el lavabo, se levanta del escalón,
deja la toalla y sale a la cocina. Da un par de vueltas sobre sí antes de
comenzar a hacer cualquier cosa; el miedo ha dado paso a un alarmante
estado de taquicardia, palpa su corazón para verificar los más de cien
latidos por minuto, se sienta y se dice a sí mismo, “No me está pasando
nada. Nada en absoluto. Yo mismo estoy esperando a que mi cuerpo se
conecte con mi cerebro para empezar el día con un buen desayuno”; ese
pensamiento pone fin a un alarmante estado de indecisión, la materia ha
ido a conectarse con el espíritu por un inextricable nudo de
comunicaciones del que felizmente ha conseguido salir.
El miedo, la soledad y el llanto como respuesta natural,
nacemos llorando y el llanto retorna con frecuencia ante lo que nos
incomoda, el llanto como el aullido de un cachorro que se reproduce para
llamar la atención y dejar de sentirse solo, dejar de tener miedo, dejar de
llorar cuando no le prestan atención y no le quedan lágrimas ni ganas de
seguir llorando. Leo trata de llorar pero no puede. Se queda mirando los
pelos, tan escasos y lacios que se han quedado todos pegados al antebrazo.
“Estos brazos de niño, tengo el mismo brazo que tenía con catorce años”.
Levanta la tapa del piano, sin pensarlo repite una melodía en do menor. Sol
– fa – mi bemol - re – do. Durante varios minutos no sale de esas cinco
notas hasta que el corazón de su mano derecha se posa en el la bemol. Del
acorde en fa menor pasa al sol mayor. Juega con esos tres acordes en una
suerte de tango despechado y chanson francesa cantada por Charles
Aznavour.
IV
Leo se aparta del teléfono y el llanto amenaza esta vez con salirle a
raudales cuando escucha a Marta tratar al pájaro como si fuera el hijo que
no tuvieron. Consigue preguntar por dos o tres banalidades más antes de
colgar apresuradamente. Ahora Leo se sienta al piano sin dejar de mirar el
número de teléfono que ella le dio. Se da cuenta de que no le ha dicho que
ya no trabaja, aquél era precisamente el motivo de la llamada. Trata de no
pensar en nada.
Se asusta del tiempo que lleva al piano sin tocar nada. Resuelve
meter cuatro cosas en la mochila e irse a nadar. Lleva mucho tiempo sin
salir de casa a otro sitio que no sea la oficina.
- Por qué no escribes todo esto. Creo que no estaría mal, relatar tu
pasado, tu infancia, tus miedos.
- ¿Quiere que le presente todo lo que le estoy diciendo por escrito?
- De ningún modo; no tienes por qué enseñármelo. Escribe solo para
ti.
VI
VII
VIII
IX
“La fugacidad del tiempo, eso en lo que no piensas cuando eres niño y el
tiempo se detiene, la olla exprés del sábado por la mañana te despierta en
el cuarto de los juguetes en lugar de la Tata, esa válvula loca de la
Magefesa, abres la puerta del cuarto de los juguetes el sábado a la cocina
con el olor a lentejas y ni siquiera lo piensas, la vida ha de ser siempre así,
rezas para que nada cambie, para que los abuelos no se mueran nunca. La
brevedad, el despertar del domingo por la mañana con mis padres en casa,
el olor a Varon Dandy en el cuarto de baño, todo tan fresco, el sol de León
y la carretera de Nava, el paseo. Desde pequeño me acostumbraron a los
bares, me gustaba hasta la conversación de los mayores, raramente me
aburría, por lo que no tenía que llamar a mi amigo imaginario. “Un
butano para el chaval”, aquellos bares con serrín, el olor a gambas, a
fritura, las mesas de mármol y mis sandalias azules colgando que dejaban
ver los calcetines blancos de punto balanceándose sobre aquellas
geometrías de las baldosas hidráulicas, la conversación de los mayores, el
vaso naranja de butano. El final del domingo: aquella vuelta a casa en la
fría ciudad de provincias tras la velada en casa de los Álvarez, junto al
Cine Abella, donde terminaba León por el noreste camino de Carbajal de
la Legua. Recostado en el asiento trasero del ochocientos cincuenta me
entregaba por entero al viaje comandado por mi padre, aquellas cuestas
que bordeaban el colegio, la carretera de Asturias y el ruido del motor
metiendo la directa conseguían sumergirme en uno de esos momentos que
no dura mucho, se van mientras te quedas dormido y concluyen cuando mi
madre vuelve la mirada y nos dice “niños, llegamos”.
XI
- Ese carguero probablemente esté haciendo la ruta que une los dos
canales, el de Suez y el de Panamá, para acabar descargando en el
Pacífico Sur. Son los más grandes. Desde aquí se les distingue bien,
a todos, los buques pesqueros, los petroleros, los cargueros y los que
fondean justo ahí enfrente para la pesca de bajura, aunque aquí como
ves todavía salen los botes a pescar –comienza a decir. Huelga
preguntarse por qué Julio sabe tanto de tantas cosas; es un hombre
hecho a sí mismo, es un hombre que ha trabajado en multitud de
oficios a lo largo de su vida, un hombre con un ansia desmedida por
conocer los entresijos, el engranaje de cualquier mecanismo; es muy
hábil. Tampoco hace falta preguntarse si todo lo que cuenta será
realmente cierto porque sus historias son entretenidas y en ocasiones
de una belleza extraordinaria, aunque el objeto de su disertación sean
los residuos del mundo entero, que van a parar todos a ese mismo
vórtice de plásticos ubicado en el Pacífico Norte donde confluyen
todas las basuras del mundo. O cuando nos hace enmudecer con la
medida del Tiempo:
- No solo los mayas tenían la prodigiosa facultad de medir el tiempo;
los egipcios sabían también bastante del tema. Imaginaos el sol, Dios
al que veneraban por encima de todos los dioses. Imaginad las
pirámides, recubiertas con esas losas reflectantes, suaves como el
alabastro, por las que el sol iniciaba cada día su recorrido hasta
situarse en lo más alto y colarse por ese único orificio que dejaban
con el propósito de que el sol se introdujera por él, en el mismo
vértice superior de la pirámide. Un haz cegador penetra por ese único
agujero, impacta en el suelo recubierto de oro –todo ese tesoro fue lo
primero que se llevaron, dejando esas pirámides de arenisca,
desnudas, que hoy contemplamos-, que refleja el potente rayo e
impacta sobre las paredes inclinadas del templo. Imaginaos ese
impacto sobre los egipcios, anonadados, subyugados ante aquel
espectáculo de luz y color.
Dos
- Pues no sé. Qué día es hoy; un día de mierda, como todos –respondió
Leo algo contrariado.
- ¿Ah, sí? Pues relájate, cariño, que hoy te voy a hacer yo la cena. Hoy
es nuestro primer aniversario de boda y hay que celebrarlo.
Llevaban un mes casados; Leo presentía que muy dentro del enorme
corazón de Marta subyacía la idea de extender la celebración de aquella
boda durante todo el año siguiente, si ello fuera posible.
II
Con ella también puso fin al viaje en solitario que se regalaba todos
los años, desde que, mucho tiempo atrás, descubrió que la mejor forma de
viajar de todas las posibles combinaciones es viajar solo. Había puesto fin a
su relación anterior, hacía ya diez años, con un viaje a Amsterdam en el
que conoció ese estado de gozo que inflama el corazón, alentado por la
libertad extrema de trazar un viaje a su antojo, libre incluso para poder
modificar la ruta sobre la marcha. Se había despedido de ella en la frontera
de Irún; la dejó en un autobús con lunas tintadas, con lo que tuvo que
imaginar, saludando, diciendo adiós con la mano a tientas, a quien sabía
que no volvería a ver. Esa tristeza de no haberla visto por última vez le
duró únicamente hasta llegar a Saint Émilion, un pueblo de ensueño y
piedra, una villa medieval cercana a Montaigne, en medio de las viñas de
las que se consigue el mejor burdeos del mundo y continuó la feliz travesía
del solitario.
III
Le despertó a media mañana una llamada de la clínica donde había
asistido a las sesiones de una hora con el psicólogo. Una auxiliar exhibía un
tono inadecuado que a Leo, aturdido por las pocas horas de sueño y el
brusco despertar, le pareció inadmisible. La mujer por poco no llegaba a
reprenderle al no haber acudido a la cita, que por otra parte, le dijo, debería
pagar como si hubiera ido, ya que el psicólogo había cancelado otras citas.
- ¿Ha sido por mi culpa? ¿Todo eso ha sido por mi culpa? –preguntó
Leo, volviendo a cerrar los ojos por el exceso de luz.
- Desde luego. Si usted no viene, debería haber llamado
comunicándonoslo.
- ¿Sí? Pues ahora le voy a comunicar algo. Puede usted cancelar todas
mis visitas, romper mi ficha y hacer con los trocitos de papel lo que
usted quiera porque no pienso volver a aparecer por allí.
Eso fue que dijo, antes de colgar con tanta fuerza el teléfono que cayó al
suelo, rajándose la pantalla. Le dolía la cabeza, un síntoma extraño, pues a
Leo nunca le dolía la cabeza. Pensó volver a la cama, pero se dirigió a la
nevera, donde no había más que una botella de agua, un limón cubierto de
moho y un trozo de unto, su secreto para el caldo gallego que hacía las
delicias de Marta. En ese estado, la visión de Marta halagando su caldo fue
como un disparo que le hizo literalmente doblarse y sentarse a duras penas
en el sillón blanco en el que ella solía sentarse para comer. Todo le seguía
recordando a Marta, el viaje al parecer no había servido de nada. Probó la
respiración a cuatro tiempos, pero a mitad de ese saludo al sol llamaron a la
puerta. Leo se dirigía a abrir la puerta cuando se dio cuenta de que estaba
totalmente desnudo. En lugar de ponerse algo, y ante una segunda llamada
insistente –no se atrevió siquiera a poner el ojo en la mirilla, no fuera a
crujir la madera, haciendo ver a quien estuviera al otro lado de la puerta
que ahí dentro había alguien que no estaba dispuesto a abrir-, se recogió
como una de esas orugas de campo dentro de sí mismo, haciéndose un
ovillo y dejándose caer de costado en el suelo, donde permaneció un buen
rato contemplando la buhardilla desde una perspectiva inédita, y su
pequeñez y la persona que había ahí fuera dándose la vuelta, golpeando con
sus tacones los escalones de madera, le hicieron reír hasta que volvió a
quedarse dormido. Soñó inmediatamente con la Sonata inacabada: la estaba
tocando en un auditorio más o menos lleno, se divertía tocando, lo cual
solamente ocurre cuando está seguro, plenamente confiado, formando un
único cuerpo con el piano. Sin embargo, cuando vuelve la vista al público
no hay nadie, lo cual le hace dejar de tocar en el acto. Una voz surge de la
oscuridad, que le obliga a seguir tocando. En efecto; al final del patio de
butacas una persona insiste en que ha pagado la entrada y por tanto tiene
derecho a escucharle. Leo se levanta, pero la distancia del escenario al
patio es gigantesca, semejante a la de un acantilado, así que el pianista se
encuentra atrapado en el escenario. “Sigue tocando”, le ordena la única
persona que hay allí abajo, aquella voz proveniente de más allá de las luces
cegadoras, pero Leo únicamente quiere salir de allí. A pesar de todo, se
sienta al piano, intenta dar un acorde pero las teclas no se mueven, como
las de esos pianos de cola en miniatura; Leo observa que si hace una
descomunal fuerza sobre cada una de las teclas, éstas terminan por ceder,
pero se ve al borde del precipicio, decide arriesgarse y saltar por encima de
los focos situados justo en el límite del acantilado; cae al suelo, la distancia
no era tanta, y trata de correr hacia esa voz que percibe en las últimas filas,
pero no puede moverse. Intenta correr, pero lo hace ralentizando todos y
cada uno de sus movimientos, y apenas puede andar. Entonces un hombre
sale al escenario, un hombre de púrpura al que todo le brilla, el bigote, la
chaqueta, el pelo, los zapatos, todo desprende un fulgor excesivo que daña
la vista; un hombre que solicita las disculpas del respetable por tal
lamentable espectáculo. Leo se despierta sobresaltado, siente frío, a pesar
del calor que comienza a hacer un día cualquiera de agosto en Madrid, y sin
dejar de pensar en el hombre brillante cierra con fuerza tras de sí la
mampara de la ducha.
“Las pesadillas eran frecuentes cuando era niño, mucho más que
ahora, que apenas recuerdo los sueños. La más recurrente era a su vez la
más terrorífica. Tras esa pesadilla absolutamente malvada, con monstruos
que nunca veía pero que siempre estaban al final del pasillo, con la gente
muda que allí habitaba, me despertaba al fin a punto de llorar pero
aliviado por volver al mundo real. Ponía los pies en el suelo, los
introducía en las zapatillas de paño a cuadros perfectamente colocadas
junto a la cama en posición de comenzar a andar, atravesaba la
habitación, abría el picaporte que emitía un golpe escandaloso y me
relajaba del todo al escuchar a la familia desempeñando sus tareas por la
casa. En la cocina, la tata se preocupaba de la comida y me daba los
buenos días. Entonces aparecía el abuelo, pero no era exactamente él, sino
un ser gigantesco y con el pelo alborotado que se hacía pasar por mi
abuelo. Yo comenzaba a gritar, pero la tata se reía de aquellos gritos, y
entonces me daba cuenta de que tampoco esa era mi abuela, con los labios
y los ojos pintados y el pelo negro totalmente despeinado, como una bruja.
Volvía corriendo a la cama, cerraba los ojos y trataba de dormir dentro
del sueño, para despertarme por fin de verdad. Entonces era más cauto y,
sospechando que aún podría estar dentro de una pesadilla, iba verificando
rincón por rincón de mi habitación todo cuanto había dejado la noche
anterior, pues nadie conocía el cuarto de los juguetes mejor que yo. Allí
estaba el Ford Comansi aún sin recoger, los dos mazos de cromos sobre la
mesilla, la guitarra apoyada en la mesa, la puerta cerrada. Volví a salir a
la cocina con el corazón en vilo y vi a mi madre al fondo, en la sala,
buscando su bolso. Todo parecía al fin normal. Entonces mi madre me
decía que tenía que irse, pero yo sabía que jamás me dejaban solo, así que
no entendía aquel comportamiento. Mucho menos cuando mi cara
asustada pareció enfurecerla aun más; yo trataba de decirle que aquello
era un sueño, que quería salir de allí, pero no me salía la voz.
IV
Leo dio con la casa sin dificultad, ubicada en una zona arbolada al sur
de Madrid. Le pareció un barrio auténtico, y la idea de que aquel rincón era
mucho más adecuado para vivir que el centro de la gran ciudad, donde todo
el mundo era anónimo, penetró en su mente con la misma fuerza que la
corrección, el acierto, la desenvoltura con que Marta tomaba las decisiones
que al fin y al cabo son como las llaves que nos hacen pasar de un estado
vital a otro. Encontró confortable la alegría que se respiraba en aquella
plazoleta donde unos niños jugaban a la sombra de un gran plátano dando
patadas a un balón de reglamento con el mismo entusiasmo que si
estuvieran en un campo de fútbol. Subió al piso donde ahora vivía su
mujer, encontró la puerta abierta, escuchó “¡pasa!” antes de entrar, entró y
vio a Marta con todo su pelo negro envuelto en una enorme toalla. Pudo
verla tal y como era, realmente guapa, la piel suave (había dejado el tabaco
mientras que él había vuelto a fumar), el albornoz blanco y las zapatillas
que se habían traído del hotel mexicano donde pasaron la luna de miel. Le
mostró enseguida al Camarón, que él había olvidado con los nervios del
reencuentro; le enseñó una cantidad considerable de vinilos que se había
encontrado apilados en la calle, algunos de ellos realmente buenos. Le dijo
que pusiera el que quisiera; Leo eligió un recopilatorio de los Animals. Le
preguntó por el verano en Isla Cristina, Leo le habló del éxito que la Sonata
compuesta para ella había cosechado en el sur, que era la pieza que más le
pedían y demás. Cuando ambos habían ido a la cocina a por la misma cosa,
dejaron lo que tenían sobre la encimera y se abrazaron. Leo comenzó a
llorar desconsoladamente, aunque esto era lo último que se había propuesto
hacer esa tarde.
- Yo siempre quise tener hijos –dice Leo sin saber por qué, olvidando
una vez más que la verdad suele hacer más daño que la mentira.
- No vuelvas a decirme eso. Tú no quieres tener hijos, me lo has
demostrado bastantes veces, no me hagas recordártelo. Eres tú quien
tiene una vocación de hijo, un hijo a perpetuidad eres. Vocación de
hijo, de nieto tal vez, pero no de padre.
Leo se abraza fuertemente a ella y piensa en aquel aforismo aprendido
en el Derecho de Familia e impreso con letras de fuego en su memoria
según el cual el afecto primero desciende, después asciende y por último se
extiende hacia los lados; imagina que si el amor a los hijos es aun superior
al que tiene por sus padres, al que sigue teniendo por sus abuelos, ese amor
crecería tanto que explotaría en algún momento, y el miedo a que esos hijos
desaparecieran o le abandonaran al fin le atemorizaría tanto que tal vez
fuera verdad: ese miedo a amar tanto le impedía salir de esa situación en la
que desempeñaba el papel de hijo hasta el final de la obra. Mientras se pega
a su cuerpo, Marta le abraza a su vez, frotándole con fuerza la espalda.