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Difamación

Según el DRA, difamar es "desacreditar a uno, publicando cosas contra su buena


opinión y fama". Propiamente, la difamación supone que a alguien se le quita la fama de
modo público, hasta el punto de desacreditarse ante los demás.

La buena fama es un atributo de la persona, a la cual tiene derecho, pues


responde a su dignidad (* fama). Además, como enseña santo Tomás, la buena fama es
un "buen ejemplo para el prójimo" (Sum. Teológ. II-II, 73, 2-3). Y san Agustín escribió:
"Nosotros necesitamos la integridad de vida y el prójimo necesita nuestra fama" (De
bono viduitatis. PL 40, 440-449). Por ello, la difamación además de un mal para la
persona, connota un escándalo para el prójimo.

La injusta difamación no sólo es un pecado contra la caridad, sino también


contra la justicia, dado que el prójimo tiene derecho a su fama. En caso de que la
difamación injusta haya quitado gravemente la fama de una persona, se exige la
reparación y, si se ha causado un mal grave, se debe también la restitución o la
compensación incluso económica.

Fama

1. Definición y significado

La dignidad original del hombre no puede ser dañada, más aún debe ser
reconocida y honrada; es decir, ha de recibir el honor debido. La "fama" es la buena
opinión que se tiene de una persona; es la estima de la excelencia de alguien
exteriormente manifestada, y por eso merece admiración y elogio. El "honor" se define
clásicamente como testificación y reconocimiento de la excelencia de una persona.
Fama y honor son términos correlativos y reflejan la estima y el buen nombre que
merece y que se testifica de determinada la persona (* dignidad humana).

La antropología cristiana concede al hombre un especial lugar de honor. Aún


dentro de las distintas confesiones cristianas, la concepción católica es la más optimista,
dado que, aún supuesto el pecado de origen, el hombre sigue con la aureola de su
"imagen de Dios". Y, por el bautismo, se eleva su dignidad hasta el límite de la filiación
divina y se instala en un nuevo orden de ser y de existencia: su específico ser-en-Cristo.
De ahí que el tema de la "fama" adquiera en la antropología sobrenatural una especial
relevancia.

Pero la buena fama no sólo es exigencia de la dignidad humana, sino que


también es demandada por el bien común: la sociedad necesita de la buena fama de los
ciudadanos como ejemplos de buena conducta, dignos de ser imitados.

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2. Sentido de la fama

Es la misma persona la que ha de reconocer su propia dignidad y ha de procurar


conservarla y aún agrandarla con una conducta recta. De inmediato, son también los
demás quienes deben reconocer esa especial dignidad, lo cual no es posible cuando el
hombre y la mujer, por sus propios defectos, aminoran o pierden esa dignidad. Por eso
el cristiano tiene obligación de conservar su fama y defenderla cuando es injustamente
difamado. Asimismo, sólo a partir de esa dignidad radical de la persona, se puede hablar
del pecado de difamación y de calumnia, en el caso de que injustamente se le imputen
defectos o faltas que no ha cometido.

No obstante, el cristiano debe conjugar la fama y el buen nombre con la


humildad que le aleja de la soberbia, la cual, a su vez, le separa de los hombres y de
Dios. El modo de encontrar la síntesis entre humildad y fama es reconocer el origen
divino de esa dignidad personal, de la cual opina elogiosamente la gente. Ello hace
reconocer que el honor y la fama han de ser reflejo del honor y dignidad de Dios, lo cual
hace que, cuando el hombre absolutiza su fama se convierta en vanagloria o "gloria
vana" (Mt 6,1-4). La humildad es el reconocimiento de esa dignidad y la aceptación de
la dependencia de la grandeza de Dios. Tal dignidad participada, reconocida y
proclamada es lo que ocasiona la buena la fama de que disfruta una persona.

En consecuencia, con el buen nombre y con la fama, el hombre debe contribuir


al reconocimiento de la grandeza divina. Por eso, Jesús añade que el buen actuar
contribuye a la gloria de Dios: "Para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a
vuestra Padre que está en el cielo" (Mt 5,16). Y encomienda a sus discípulos que sean
"luz sobre el candelero", para que alumbre a los demás y vean esa luz (Mt 5, 14-15).

A pesar del valor de la fama y del buen nombre que éste comporta, el cristiano
también debe estar dispuesto a ser calumniado por el reino de Dios: "Bienaventurados
seréis cuando os injurien y persigan y digan mal de vosotros, mintiendo por causa mía.
Alegraos y regocijaos porque es grande vuestra recompensa en el cielo" (Mt 5,11-12).
La misma doctrina enseña san Pedro (1 Ped 4,14-15). Y es que el discípulo debe estar
dispuesto a perder su fama por Jesucristo, tal como afirma san Pablo: "En cuanto a mí,
jamás me glorié sino en la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo (Gál 6,14).

3. Obligación de conservar y defender la fama

Si la fama es "la buena opinión que los demás tienen de una persona" (DRAE), y esa
fama brota de la dignidad que el hombre ha recibido de Dios, parece lógico que toda
persona deba defender su fama, dado que con ello defiende el buen nombre de Dios.
En el AT el libro de los Proverbios profesa que "vale más el buen nombre que muchas
riquezas y es mejor que la plata y el oro" (Prov 22,1). El Eclesiastés afirma que la fama
"vale más que el óleo perfumado" (Ecl 7,1). Y el Eclesiástico advierte: "Preocúpate de tu
nombre, que eso te queda, vale más que mil grandes tesoros de oro. La vida buena
tiene un límite de días, pero el buen nombre permanece para siempre" (Eclo 41, 12-13).

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Asimismo, el Apóstol san Pedro aconseja velar por la fama: "Estad siempre
dispuestos a defenderos frente a cualquiera que os exija razón de vuestra esperanza,
mas con dulzura y respeto, en posesión de una buena conciencia para que se
avergüencen por su misma calumnia los que difaman vuestro buen comportamiento en
Cristo" (1 Ped 3,15-16).

El mismo Jesús se defendió ante las calumnias de los fariseos: "Yo no soy
endemoniado, sino que honro a mi padre; pero vosotros me deshonráis a mí. Mas yo no
busco mi gloria; hay quien la busca y juzga" (Jn 8,49-50). Y en momentos de especial
solemnidad, Jesucristo se defiende del injusto trato que recibe del siervo del sumo
sacerdote: "Si hablé mal, demuéstralo; y si bien, ¿por qué me pegas?" (Jn 18,23).

Siguiendo el ejemplo de Jesús, san Pablo defiende su buena fama ante la crítica que
le hacen algunos fieles de Corinto (1 Cor 9, 1-23). Asimismo, reclama su condición de
ministro del Evangelio (2 Cor 2,4-12) y a los cristianos de Galacia les asegura que tiene
derecho a su fama, pero que está dispuesto a renunciar a ella (Gál 1,8-10), si bien
algunos se edificaron con sus buenas obras (Gál 1,23-24).

La tradición teológica se ha mantenido en estas enseñanzas. Así, por ejemplo, san


Agustín anima a que el cristiano se preocupe por el buen nombre, "lo contrario no es
sólo imprudencia, es también crueldad", porque puede producir escándalo a los otros.
Por ello, "quien cuida de su fama es misericordioso con el prójimo". Y concluye con esta
máxima: "Nosotros necesitamos la integridad de vida y el prójimo necesita nuestra
buena fama" (De bono viduitatis. PL 40, 440-449).

Por su parte, Santo Tomás enseña que se debe procurar tener buena fama por tres
razones: 1. por nosotros mismos, dado que es el mayor bien externo que poseemos. 2.
porque nos libra de los pecados y nos facilita ser elegidos para desempeñar cargos
humanos. 3. porque sirve de buen ejemplo para los demás (Sum. Teológ. II-II, q. 73, aa.
2-3). Y el Aquinate se detiene en explicar los pecados que cometen quienes lesionan la
fama del prójimo. Seguidamente, santo Tomás enseña que la fama es el mejor bien
externo del que disponemos y la alaba en otros numerosos textos (Sum. Teológ. I-II, q.
2, a. 2 ad 1; II-II, q. 102, a. 1 ad 3; q. 129, a. 1; q. 131, a. 1 ad 2). Pero apetecer la fama
puede ser pecado por tres razones: si es desproporcionada, si no es para utilidad y si no
es referida a Dios (ibid. II-II, q. 131, a. 1).

En ocasiones, la obligación de defender la propia fama puede ser un deber grave,


cuando se sigue un escándalo o cuando se desempeña una oficio que requiere gozar de
una probada reputación.

Los pecados más graves contra la fama del prójimo son la difamación (* difamación)
y la calumnia (* calumnia). En ambos casos hay obligación de reparar, incluso con la
restitución (* restitución).

El Estado y la sociedad deben custodiar la buena fama de los ciudadanos. Es un


derecho fundamental reconocido en la Declaración de los Derechos del Hombre de la
ONU (a. 12) y en la Constitución Española del año 1978 (a. 18).

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BIBLIOGRAFÍA: P. LUMBRERAS, De iure ad famam, "Angel" 15 (1938) 88-91. P. PALAZZINI, Onore e
contumelia, en AA.VV., "Enciclopedia Cattólica". Città del Vaticano, 1949-1954, IX, 135-138. I. FARRAHER,
Detratio et ius in famam, "PerMorCanLit" 51 (1952) 6-35. A. Van KOL, Teología Moralis. Herder. Barcelona
1967, I, 717-725. B. Häring, La ley de Cristo. Herder. Barcelona, III, 600-619. A. FERNÁNDEZ, Fama, GER IX,
713-715. L. BABBINI, Honor, en AA.VV., "DETM". Paulinas. Madrid 1986, 461-465.

Calumnia

La calumnia se define como "acusación falsa, hecha maliciosamente para causar


daño" (DRAE). Las notas que definen la calumnia son las tres siguientes:

- acusación falsa
- hecha con malicia
- para hacer daño

En consecuencia, la calumnia supone un pecado especialmente grave contra la


caridad, por cuanto al mal que se causa al que es calumniado -con la subsiguiente
pérdida de la fama (* fama)-, connota una cualificada malicia, pues se calumnia,
precisamente, para hacerle daño. Por ello, al pecado contra la caridad, se añade otro
pecado contra la justicia.

Dado que se ha producido una grave falta contra la justicia, el pecado de


calumnia requiere que el calumniado sea resarcido. En consecuencia, para su perdón se
requiere desagraviar al calumniado y, en el caso de haberle causado alguna pérdida
económica, además de devolverle la fama, se le debe compensar económicamente.

En ocasiones no resulta fácil llevar a cabo la restitución de la fama y más difícil


aún cuantificar la restitución económica. Cabe hacer las siguientes posibilidades. 1. Si la
calumnia quitó la fama de un modo público, también se ha de reparar públicamente. 2.
Si la calumnia se ha hecho por escrito, la reparación debe hacerse también por el
mismo medio. 3. Si se han seguido males económicos, bien sea por la pérdida
económica o por dejar de percibir futuros beneficios, se han de resarcir
convenientemente (* restitución). A este respecto, la casuística puede ser muy amplia.
Santo Tomás de Aquino mantiene este criterio: "En dinero y en honor... se debe hacer la
compensación en forma que sea posible... según el parecer de un hombre prudente"
(Sum. Teológ. II-II, q. 62, a.2 ad 1).

En todo caso, las dificultades del "cómo", no eximen del "qué"; es decir, la
obligación de restituir está incluida en el perdón, pues, como escribió san Agustín: "No
se perdona el pecado sin restituir lo robado" (Epistula CLIII, VI, 20, 662. PL 33,662).

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Restitución

Restituir es exigencia de la virtud de la justicia cuando ha sido conculcada: el "a


cada uno lo suyo" (unicuique suum), que se incluye como lo específico en la definición
de la justicia, demanda que se respeten tres elementos que son constitutivos de esta
virtud: la igualdad, la alteridad y la exigibilidad. Cuando la justicia se conculca, se
requiere que de nuevo se restablezca la igualdad, dando a cada uno lo que le
pertenece.

Además, en el orden moral, no existe perdón del pecado de injusticia mientras


no se devuelva lo robado o se resarza del mal cometido. Con frase gráfica lo expresó
san Agustín: "No se perdona el pecado sin restituir lo robado" ("Non remittetur
peccatum, nisi restituatur ablatum". Epistula 153. VI, 20. PL 33, 662).

La doctrina moral acerca de la obligación de restituir deriva de la enseñanza


bíblica, pues abundan testimonios que exigen que se devuelva lo robado y se repare el
daño que se ha hecho. En efecto, en el A. T. existe toda una casuística acerca del modo
de proceder cuando se ha conculcado la justicia. Así, por ejemplo, afirma el Éxodo:
"quien ha robado debe restituir, si no tiene con qué, será vendido para restituir por su
robo" (Ex 22,2). Y este riguroso principio va acompañado de una serie de ejemplos: si se
ha robado un toro o una oveja o se ha causado un daño al campo ajeno, bien
quemándolo o permitiendo que fuese pastado por el rebaño distinto del propietario,
etc.

La misma casuística se repite si se ha ocasionado un mal injusto: la denominada


"injusta damnificación". Por ejemplo, quien haya agredido a alguien dejándole secuelas,
"pagará el tiempo perdido y los gastos de la curación completa" (Ex 21,18-19).
Asimismo, quien golpease a una mujer embarazada, en el caso de que se produzca el
aborto, "el culpable será multado conforme a lo que imponga el marido de la mujer y
mediante arbitrio" (Ex 21,22). Los casos podrían aumentarse (cf. Ex 22,15-16; Lev 5,1-
19, etc.). Por vía de ejemplo, cabe recoger este principio moral que recoge la normativa
del Levítico: "Si uno peca y comete una prevaricación contra Yahveh engañando a su
prójimo acerca de un depósito o de un objeto confiado a sus manos, o de algo robado, o
bien oprimiendo a su prójimo violentamente, o si se halla un objeto perdido (...), cuando
así peca, haciéndose culpable, devolverá lo robado, o lo exigido con violencia, o el depósito
que se le confió, o la cosa perdida que halló (...) lo restituirá íntegramente, añadiendo un
quinto más, y lo devolverá a quien lo poseía en el día en que se hizo culpable" (Lev 5,21-
26).

La misma doctrina se repite en el NT Jesús supone esta praxis en la parábola del


siervo que no puede pagar la deuda (Mt 18,21-34) y alaba la actitud de Zaqueo que se
compromete a "devolver el cuádruplo", en el caso de que hubiese "defraudado a alguien"
(Lc 19,1-10). Asimismo, en otros escritos neotestamentarios se recogen los pecados de
hurto y fraude que deben ser resarcidos (Rom 1,19-31; 1 Cor 5,10-11; 6,9-10; Ef 4,28; 5,5;
1 Tim 6,9-11, etc.).

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Esta enseñanza bíblica fue asumida por la tradición, de forma que los Santos
Padres son pródigos en exigir la restitución cuando se han conculcado los deberes de la
justicia. San Agustín lo expresa en estos términos: "El que pudiendo no restituye lo robado,
su penitencia es un simulacro. Pues no se perdona el pecado a quien parece que se
arrepiente de su robo, pero, pudiendo, no devuelve lo robado" (Epístola 153, VI, 2º. PL 33,
662).
Y san Pedro Crisólogo adoctrinaba así a los fieles: "Hermanos, demos lo nuestro si
es nuestro (...) huyamos de lo ajeno, desistamos de lo de los extraños; si algo hemos
quitado a alguien, se lo devolvamos con toda rapidez para que, aunque tengamos todas
las cosas, no sigamos el mismo camino que el rico Epulón, pobres en la hacienda del cielo,
ricos en culpa" (Sermón 123. PL 52, 537).

Esta doctrina se formula con más rigor en Santo Tomás, que dedica la q. 62 de la II-
II de la Suma Teológica a este tema. Pero el planteamiento del Aquinate es riguroso, pues
no se mueve en un plano casuístico, sino que va a la raíz del sentido de la restitución: no se
trata sólo de "devolver" lo robado, esto es imprescindible, pero la raíz última de la
restitución es "restaurar" la justicia violada, puesto que, mientras no se restituya, persiste
la herida. Así lo comenta J. Pieper: "¿Qué sentido tiene "re" de la restitutio? En mi opinión
se mataría la intuición que va aquí entrañada si se pretendiera reducir esta palabra a la
significación que le otorga el lenguaje común de nuestros días, el cual entiende por
restitutio la devolución de una propiedad ajena y la reparación de un perjuicio causado en
contra del derecho. Más bien parece tratarse en este caso de una de esas `admirables'
fórmulas de Tomás que apuntan a una idea tácita evidente para él, mas no para nosotros.
No obstante, esa idea continúa latiendo en el fondo de expresiones que nos son tan
familiares como estas dos de `la prestación debida' o el `dar lo suyo' (...). La justicia da por
supuesto el hecho, en verdad extraño, y de ello da testimonio el concepto mismo de
`debido', de que no tenga uno lo que pese a todo es `suyo' (...). Esto no vale sólo para el
caso del latrocinio, el engaño o el bandidaje (...) no solamente aquí puede hablarse con
plenitud de sentido de restitución o restitutio, sino que allí donde se dé el caso de que
deba un hombre algo a otro, aunque ello acontezca dentro del campo de los acuerdos
libremente establecidos, cuales son los que nacen del acto de comprar, alquilar o prestar
(...) en cualquiera de estos casos el dar lo que se debe es invariablemente un 'restituir'"
(Las virtudes fundamentales. Rialp. Madrid 1980, 132-133).

El mismo estudio sobre la obligación de restituir se continuó en los grandes


moralistas, incluidos los comentaristas a la doctrina de santo Tomás. Pero se acusa de
continuo que la época de la manualística, desde su origen en el siglo XVII hasta la fecha
inmediata el Concilio Vaticano II, se extendió exageradamente en este tema (*
casuística). El resultado fue doble: Primero, su ineficacia, puesto que, en la respuesta a
los casos, es evidente que se perdió altura, pues casi siempre se encuentra un resquicio
para satisfacer el culpable y no urgirle la obligación de restituir. De ahí el desprestigio de
la casuística en torno a la restitución. Segundo, como reacción contraria, los manuales
posteriores al Concilio han abandonado totalmente esta cuestión. De hecho, no aparece
en los índices de estos nuevos manuales.

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Pero es un imperativo ético volver sobre el tema, no sólo porque pertenece a la
doctrina moral, sino porque parece que en el ambiente general se da una sensibilidad
común de no devolver lo robado y no reparar los daños que se han cometido mediante
las injusticias.

Por el contrario, el Catecismo de la Iglesia Católica alude a algunos criterios que


eran los que manejaban los viejos manuales. El Catecismo sintetiza esta complicada
doctrina del siguiente modo: "En virtud de la justicia conmutativa, la reparación de la
injusticia cometida exige la restitución del bien robado a su propietario: Jesús bendijo a
Zaqueo por su resolución: "si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo" (Lc
19,8). Los que, de manera directa o indirecta, se han apoderado de un bien ajeno, están
obligados a restituirlo o a devolver el equivalente en naturaleza o en especie si la cosa ha
desaparecido, así como los frutos y beneficios que su propietario hubiera obtenido
legítimamente. Están igualmente obligados a restituir, en proporción a su responsabilidad
y al beneficio obtenido, todos los que han participado de alguna manera en el robo, o se
han aprovechado de él a sabiendas; por ejemplo, quienes lo hayan ordenado o ayudado o
encubierto" (CEC 2412).

BIBLIOGRAFÍA: J. M. ABAD VICENTE, El poseedor de buena fe y la restitución de los frutos según los
moralistas clásicos. Fax. Madrid 1965. A. FERNÁNDEZ, Moral social, económica y política. Fac.Teol. Burgos
2001, 485-523.

Dignidad humana

1. Definición

"Dignidad" procede del latín "dignitas", que significa nobleza, excelencia,


cualidad superior... El adjetivo latino "dignus" parece que deriva de la raíz latina "dec"
(de origen sánscrito, de la cual procede, a su vez, "decor", o sea, decoroso) y del sufijo
"nus", que significaría algo así como digno de honor. Pues bien, todas esas realidades
evoca el término "dignidad", la cual, referida al hombre y a la mujer, resulta que les
hace "nobles", "excelentes", "decorosos", "dignos de honor"... Y todo ello, porque gozan
de "una cualidad superior".

Esta cualidad superior se hace patente cuando se admira a este ser singular que
llamamos "hombre". En efecto, si se contempla su realidad física, destaca la
singularidad, belleza y nobleza de sus gestos y, cuando se considera su condición
psíquica, sobresale la capacidad inventiva de su inteligencia, la fuerza creadora de su
voluntad, la riqueza de su vida afectivo-sentimental, sus actuaciones de entrega, de
sacrificio y de solidaridad con las causas nobles, etc., también su impotente poder y
malicia para el mal. Por todo ello, se llega a la conclusión de que, efectivamente, existe
en él esa "cualidad superior" que denota la raíz semántica de "dignidad".

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Pues bien, a partir del principio de la íntima relación que existe entre antropología y
moral, sobre esta dignidad antropológica se fundamentan las exigencias de la moral
cristiana (* antropología).

2. El animal y el hombre

Ante esta consideración, se descubre que el punto de referencia del hombre no


es el animal. El "genero próximo" con que se le define como "animal racional" (un
animal "que tiene logos", decían los griegos) no es totalmente exacto, dado que la
"diferencia específica" del hombre frente a los demás animales es desmedida: no se
explica sólo por ese "plus racional" frente a la irracionalidad de los animales. Es un
equívoco compararlos sólo porque se encuentran puntos de coincidencia entre ambos,
como pueden ser cierta sensibilidad o cierto conocimiento, el juego, la fidelidad, el
costumbrismo..., pues las diferencias son innumerablemente superiores que las
semejanzas. No es lógico resaltar "lo que hace" un animal, sino que lo correcto es
preguntarse "qué no es capaz de hacer". No es suficiente afirmar, como hace Laín
Entralgo, que "el chimpancé siente, recuerda, busca, espera, juega, se comunica,
aprende e inventa" (Cuerpo y alma. Austral. Madrid 1992, 166-171), sino que la
cuestión es preguntar por el "qué", el "por qué" y el "cómo" de esas habilidades, si se
las compara con las mismas que lleva a cabo el hombre.

Lo que muestra el chimpancé en esas operaciones es que no es una piedra, ni una


planta, ni una mosca, pero el punto de comparación no son las mismas acciones que
puede llevar a cabo el hombre, dado que las que éste realiza le sitúan en otra órbita que
rehúsa cualquier parangón con los chimpancés. Porque, ciertamente, el animal siente el
calor o el frío, el miedo y la actitud quizás cariñosa de la Sra. Jane Goodall, pero, como
escriben Zubiri y Scheler, "los animales sienten", pero no "se sienten", no tienen
conciencia (tienen cierta conciencia sensitiva, pero no son conscientes de que sienten);
"recuerdan", sí, algunas imágenes y reacciones, pero no almacenan recuerdos para
hacer unas oposiciones a cátedra; "buscan", pero quizás sólo a la hembra (o ésta al
macho), al hijo o a la presa, pero no una nueva partícula elemental que investiga el
físico en el intenso trabajo de un laboratorio; "espera" la hora de la comida o algo
semejante, pero no la vida eterna, a la que aspira el humano; "juega" la pareja entre sí o
con sus hijos, pero no organiza un campeonato mundial del futbol; se "comunica" con
aullidos, pero no mediante el correo electrónico; "inventa" tomando una rama de árbol
para apalear, pero no un instrumento para ir a la luna... En mi opinión, esas
comparaciones entre las acciones del animal y del hombre son tan dispares que, más
que probar las semejanzas, muestran las profundas diferencias. Máxime cuando se
descubre que en esas tendencias animales, son más de la especie que del individuo y se
explican no por la capacidad creativa del sujeto, sino porque están inscritas en los
propios genes de la especie, lo cual explica el automatismo de las mismas -¡el pájaro
hace genialmente el mismo nido, pero lo realiza así, instintivamente, desde siempre!-,
frente a la capacidad ingeniosa, cambiante, caprichosa, evolutiva, creadora y progresiva
del ser humano.

Insistiendo en este mismo campo, la diferencia entre el hombre y el animal es


inmensa, porque el animal no es capaz de articular un sonido transmisor de una idea, ni

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crear un artilugio de trabajo, ni escribir un poema (ni siquiera un pareado), ni crear arte,
ni pactar una Constitución, ni tampoco... levantar un campo de concentración o idear
un elemento físico o químico de exterminio. La genialidad de algunas ideas del ser
humano, la capacidad creadora en el arte que se agolpa en la historia de la cultura, los
avances técnicos llevados a cabo, ¡las bibliotecas y los laboratorios!, etc. obliga a pensar
que el punto de referencia del hombre no sea "hacia abajo", hacia los seres inferiores a
los que supera infinitamente, sino "hacia arriba": será preciso buscar un ser superior al
que el hombre hace referencia y ante el cual, en verdad, sea inferior a él, pero que dé
razón de esa dignidad que les es común, pues de él la participa.

Es cierto que en la cotidianidad de la vida y a lo largo de la amplia biografía de los


hombres reflejada en la historia de la humanidad, frente a esa grandeza humana, se
narran las villanías, bajezas y crímenes que han sido capaces de llevar a cabo esos
hombres y mujeres que se apellidan "dignos". Sin embargo, también en esas páginas
negras manchadas de indignidad, muchas veces se deja sentir esa misma dignidad en el
reconocimiento de la propia culpa, en el aborrecimiento con que el individuo juzga su
mala conducta y en el juicio condenatorio de tales comportamientos que emite el resto
de la sociedad.

3. La dignidad del hombre se manifiesta en la conducta moral

Finalmente, situados en el campo de la moral, una diferencia muy cualificada entre


el hombre y el animal es precisamente la ética. Desde Sócrates, Occidente ha puesto
como algo específico del ser humano la conducta moral, frente la espontaneidad
biológica del animal. A este respecto, es conocida la argumentación de Aristóteles, que
llega a definir al hombre como "un ser ético" (* Aristóteles).
Aquí vale la pena hacer mención de algunos textos del Estagirita. En efecto, a las dos
definiciones clásicas: "El hombre es un ser racional" ("animal que tiene logos", Tópicos V, 4,
132b-133a) y "el hombre es un ser político" (Étic. Nic. I, 7, 1098a), Aristóteles añade una
tercera: "el hombre es un ser ético". Pues, en opinión del filósofo griego, es, precisamente,
en la conducta moral donde se da, de hecho, una marcada diferencia entre el animal y el
hombre: "Si el hombre es infinitamente más sociable que las abejas y que todos los demás
animales que viven en rebaño, es evidentemente, como he dicho muchas veces, porque la
naturaleza no hace nada en vano. Pues bien, ella concede la palabra al hombre
exclusivamente. Es verdad que la voz puede realmente expresar la alegría y el dolor, y así
no les falta a los demás animales, porque su organización les permite sentir estas dos
afecciones y comunicárselas entre sí; pero la palabra ha sido concedida para expresar el
bien y el mal, y, por consiguiente, lo justo y lo injusto, y el hombre tiene esto de especial
entre los animales: que sólo él percibe el bien y el mal, lo justo y lo injusto y otras cosas
semejantes" (Política I, 1, 1253a).

Esas "cosas semejantes" son las relativas al conjunto de la conducta ética de los
humanos. El hombre debe conducirse de modo que su actuar no desdiga de su
condición de persona: tiene que comportarse de un modo adecuado a su ser específico.
Por el contrario, el hombre es peor que un animal, cuando usa la razón y la libertad para
hacer el mal: "Pues así como el hombre, cuando llega a la perfección, es el mejor de los
animales, así también es el peor de todos cuando está divorciado de la ley y de la

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justicia. La justicia más aborrecida es la que tiene armas que ha de emplear en favor de
la sabiduría y de la virtud, y puede usarlas precisamente para lo contrario. Por eso es el
hombre sin virtud el más impío y salvaje de los animales, y el peor en lo que respecta a
los placeres sexuales y a la gula" (Política I, 1, 1253b). Y en otro lugar, Aristóteles añade:
"Los animales no son viciosos ni virtuosos, porque no tienen facultad de elegir ni de
razonar. Por eso, ser animal no es tan malo como ser vicioso. En el animal no se da
corrupción de la facultad superior, pues carece de ella. Es menos dañina la maldad del que
tiene menos capacidad de obrar. Y como la inteligencia confiere al hombre una enorme
capacidad de acción, un hombre malo puede hacer mil veces más mal que un animal"
(Étic. Nic. VII, 6, 1150a). En consecuencia, dado que el animal es irracional e instintivo, no
cabe hablar de conducta "digna" o "indigna" del animal, pero sí del hombre. Pero, como
anota Millán-Puelles, "mientras el animal irracional no puede comportarse como un
hombre, acontece, por el contrario, que un hombre tiene la posibilidad de conducirse
como un animal" (La libre afirmación de nuestro ser. Una fundamentación de la ética
realista. Rialp. Madrid 1994, 449).

A partir de la doctrina aristotélica, la antropología posterior constatará cómo en el


hombre, la experiencia de sí mismo es coincidente con la experiencia moral. Por ejemplo,
Julián Marías escribe que el hombre es moral por su propio ser: "La vida humana es
intrínsecamente moral en un sentido más radical y profundo de lo que ha podido
pensarse, y ello sea cualquiera la doctrina o interpretación que de la vida se haga"
(Tratado de lo mejor. La moral y las formas de la vida. Alianza Ed. Madrid 1995, 28). Y
Marías añade: "Una cosa es clara: a lo que (la moral) se refiere es a la vida humana y a su
condición personal. La moral no tiene que ver con cosas, ni tampoco se refiere a toda
forma de `vida' -ni a la animal, en un extremo, ni a la divina, en el otro-, sino
concretamente a la humana. Y esta aparece como personal, sin que esto agote todas las
posibilidades de este concepto. La moral tiene que ver con la convergencia de las
nociones de vida y persona en esa realidad que llamamos humana" (ibidem, 19; cf. 136-
137). También otros autores sitúan la diferencia entre el hombre y el animal en la
conducta ética, por ejemplo X. Zubiri (Naturaleza. Historia. Dios. Ed. Nacional. Madrid
1951; 308-309), A. Millán-Puelles (o. c., 184-185), etc.

4. Doble aspecto de la "dignidad"

La dignidad del hombre tiene dos aspectos. Primero, el personal, o sea que la misma
persona se considere "digna": cada uno debe reconocer su propia dignidad y como tal
ha de conducirse. Ello justifica un amplio campo en el que debe manifestar esa
condición óptima de su persona. No es fácil fijar en detalle esas acciones, pero sí tienen
un marco que no debe superarse, tanto en el modo de vestir, de composturas, de
hablar y relacionarse con los demás, de conducirse en la sociedad y, naturalmente, de
actuar éticamente.

Segundo, esa "dignidad" debe ser reconocida socialmente: los demás tienen que
considerar esa dignidad de que están dotados todos y cada uno de los hombres, lo cual,
en consecuencia, debe ser reconocido jurídicamente. De ahí la necesidad de un régimen
legal justo que garantice todos los derechos de la persona, al mismo tiempo que exija el
cumplimiento de los respectivos deberes. Este postulado se cumple en la medida en

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que el individuo encuentra protección social y jurídica con los denominados "derechos
fundamentales del hombre", que en la Declaración Universal de la ONU y en la
Constitución Española del año 1978 se fundamentan en la "dignidad humana" (*
derechos humanos).

La dignidad del hombre no ha sido siempre suficientemente subrayada. Algunas


épocas históricas han manifestado cierto pesimismo antropológico. Por ello se
acentuaba más la "miseria hominis" que la "dignitas". En la época humanista, autores
como Pérez de Oliva y Pico de la Mirándola escribieron sobre la dignidad del hombre
frente algunas corrientes catastrofistas. Más tarde, Kant valoró de nuevo al hombre
hasta rechazar toda teoría que tomase al hombre como "medio" y no como "fin". En
época más reciente, las corrientes de la filosofía existencialista infravaloraban al ser
humano hasta limites de "desprecio", de producir "asco" y "náusea" (Sartre).

5. Origen de la dignidad del hombre

El origen de la dignidad humana se encuentra precisamente en esa "cualidad


superior" -tal como se deduce de la definición de "dignidad, vid. n. 1- que lo diferencia
de los demás seres, desde el adoquín al simio más evolucionado. Tal condición superior
no puede situarse en el código genético, tan próximo al de algún animal, ni en el
cerebro, que, por su misma constitución de materia física, es incapaz de explicar las
genialidades creativas del ser humano, ni por cualquier fuerza misteriosa de cierta
energía, pues nada material puede dar razón de las creaciones mentales, artísticas o
inventivas del hombre, ni por la educación recibida, porque nada exterior puede
desarrollar potencialidades que no estuviesen latentes en el educando humano, sino
que se explican a partir de la aceptación de una realidad superior denominada "alma" o
"espíritu", que es, precisamente, la que da razón de su dignidad y explica los fenómenos
de las múltiples manifestaciones culturales por él creados.

El término "alma" no es cristiano, sino cultural, por ello se ha de perder cualquier


complejo al pronunciarlo y aducirlo para explicar el fenómeno humano. Hasta la llegada
de ciertos materialismos modernos, la aceptación del alma fue una constante en todas
las culturas de Oriente y de Occidente. Incluso algunos filósofos del materialismo
marxista, denominado "científico" (¡), a partir del XIII Congreso Internacional de
Filosofía (México 1957), aceptaron un principio de ser no reducible a materia, de forma
que, a la vista de la cultura de nuestro tiempo, es el materialista el que debe probar su
no existencia. Lo cual le sitúa en una posición verdaderamente difícil, dado que ofrece
más posibilidades racionales mostrar la existencia del alma que idear argumentos para
negarla.

Las actuales discusiones entre mente y cerebro, que comienzan con una inicial
simpatía a identificarlos, desde ciertas teorías "emergentistas", van dando razón a la
doctrina que muestra que la denominada "mente" tiene más en común con el
tradicional concepto de "alma", que con el cerebro como punto material de energía.
Cosa bien distinta es reconocer que, a partir de la unidad radical del ser humano, el
ejercicio del alma esté condicionado a las funciones del cuerpo. Lo que explica algunas
disminuciones psíquicas e incluso ciertas patologías de la mente.

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6. El hombre, "imagen y semejanza de Dios"

La dignidad de la persona humana ya fue puesta de relieve por el pensamiento


pagano. Cicerón habla de cierta "prestancia" y de "aliqua dignitate" del hombre (De
oficiis I, 30, 106). Asimismo, Séneca escribió que "el hombre es cosa sagrada para el
hombre" (Carta 95 a Lucilio, 33). Pero es claro que esas afirmaciones singulares quedan
eclipsadas frente a la rotundez y frecuencia con que la Biblia exalta la grandeza del ser
humano, que tanto protagonismo adquiere en sus relaciones con el cosmos y
especialmente con Dios.

Es claro que la dignidad tan cualificada del hombre se deja ver en la primera
descripción que hace la Revelación respecto al origen del hombre y de la mujer,
creados, ambos a la vez y los dos "a imagen y semejanza de Dios" (Gén 1, 26-27). En
efecto, esa novedad radical frente a los demás seres de la creación viene dada por ese
"aliento vital" (ruach) que Dios comunica al hombre en el momento de su creación; es
decir, Dios introduce en el ser humano una comunicación con su ser espiritual: eso es,
precisamente, el alma humana (* antropología).

7. El hombre reflejo de la imagen de Cristo

Pero la verdadera grandeza del hombre se destaca en la antropología del NT, según
la cual, el cristiano, por el bautismo (* bautismo), se introduce en un nuevo ámbito de
ser y de existencia: su ser-en-Cristo, por el cual participa de la naturaleza divina (2 Ped
1,4) y se le comunica la misma vida de Cristo, muestran hasta qué cima se eleva la
dignidad del bautizado, de modo que pueda llegar a decir como san Pablo: "No soy yo,
sino que es Cristo quien vive en mí" (Gál 2,20) (* antropología sobrenatural).

Esa dignidad "divina" del hombre es lo que explica que solamente es


comprensible en plenitud, si se interpreta a la luz de la grandeza de Jesucristo. Así lo
que enseña el Concilio Vaticano II: "El misterio del hombre sólo se esclarece en el
misterio del Verbo Encarnado" (GS 22). Y Juan Pablo II, apoyado en la doctrina de Santo
Tomás de Aquino, subraya ese origen divino de la hombre como razón de su excelencia:
"El doctor Angélico escruta la realidad (del hombre) desde el punto de vista de Dios,
principio y fin de todas las cosas. Se trata de una perspectiva singularmente interesante,
porque permite penetrar en la profundidad del ser humano, para captar sus
dimensiones esenciales (...). Por tanto, el humanismo de santo Tomás gira en torno a
esta intuición esencial: el hombre viene de Dios y a él debe volver (...). El humanismo
cristiano, como lo ilustró santo Tomás, tiene la capacidad de salvar el sentido del
hombre y de su dignidad" (Discurso a los participantes al Congreso Internacional sobre
el humanismo cristiano. Roma 21-25.IX.2003).

Así de engrandecida queda la persona humana en el pensamiento cristiano. La


constitución Gaudium et spes del Concilio Vaticano II dedica un capítulo integro a
resaltar esa grandeza bajo el título "La dignidad de la persona humana" (GS 12-22) y la
Declaración sobre la libertad religiosa se titula "Dignitatis humanae": en esa dignidad se
fundamenta la libertad de conciencia y se explican las relaciones del hombre con Dios. Y

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es que el cristianismo recuerda las palabras de Jesús que enseña que Él está presente
en todos los hombres, sobre todo en los más débiles y necesitados, tal como relata san
Mateo el juicio final de la historia (Mt 25,31-46).

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persona y derechos humanos". Inst. Pont. Fil. Madrid 1982, 8-27. C. FABRO, Introducción al problema del
hombre. La realidad del alma. Rialp. Madrid 1982. J. L. RUÍZ DE LA PEÑA, "Psyché". El retorno de un
concepto exiliado, "Salmant" 29 (1982) 171-202. ID., Sobre el alma: introducción, cuatro tesis y epílogo,
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