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ISSN: 1578-9438

LA ANTÍGONA DE BRECHT. UNA PROPUESTA


DESESPERADA DE LLAMADA A LA HUMANIDAD

GUILLERMO AGUIRRE MARTÍNEZ


UNIVERSITÄT COMPLUTENSE MADRID
SPANIEN

Recibido: 09/01/2012
Aceptado: 29/11/2012

Zusammenfassung
Brechts Antigone gehört zu den Werken, die mit der eindeutigen und
unmittelbaren Zielsetzung geshaffen wurden, das Augenmerk auf ein
bestimmtes menschliches Problem zu lenken.
Basierend auf dem gleichnamigen Werk Sophokles’ und mit dem Ziel, die
Lage Deutschlands während des Zweiten Weltkrieges zu erhellen, adaptiert
Brecht das Stück, ohne übermässige inhaltliche Veränderungen vorzunehmen.
Auf den folgenden Seiten werden wir analysieren, welche Möglichkeiten der
deutsche Dramatiker bei seinem Versuch, gesellschaftliche Verlogenheit
aufzudecken und das für gewöhnlich schlummernde kritische und moralische
Urteilsvermögen des Einzelnen zu erwecken, eröffnet hat.

Stichworte: Antigone, Brecht, Zweiter Weltkrieg, Sophokles.

Resumen
La Antígona de Brecht pertenece a un tipo de obras nacidas con el
propósito claro y directo de despertar interés sobre un problema humano.
Tomando como referencia la obra homónima de Sófocles, Brecht adapta esta
pieza sin modificar en exceso el argumento con el fin de esclarecer la
situación vivida en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. A través de
las siguientes páginas realizaremos un análisis de las posibilidades abiertas
por el dramaturgo alemán en su intento de desvelar embustes sociales y
despertar en el individuo su habitualmente ausente juicio crítico y moral.

Palabras clave: Antígona, Brecht, Segunda Guerra Mundial, Sófocles.

Abstract
Brecht’s Antigone is a work created with the social purpose of denounce
dictatorships and tyrans. Based on Sofocles’ text, Brecht placed his play in
Germany during the Second World War. Through these pages, we are going to
analyse the several possibilities focused by Brecht on alert on social chaos,
and to promote a commitment towards moral order in the same way as it had
been done by Sofocles more than two millenniums ago.

Keywords: Antigone, Brecht, Second World War, Sophocles

Estudios Filológicos Alemanes (2012) 25,


Guillermo Aguirre Martínez

Tomando como modelo ciertas perspectivas y problemas ya abordados por


Sófocles, Brecht, en su Antígona, traslada el conocido conflicto al escenario europeo
durante la Segunda Guerra Mundial. Crítico y exigente, el dramaturgo no sólo
arremete contra el terror provocado por los nazis, sino que denuncia a su vez el
comportamiento de quienes se mostraron pasivos y sumisos ante los abusos
cometidos por el poder. Por otra parte, Brecht realizará una alabanza hacia todos
aquéllos que decidieron poner en riesgo sus vidas por salvaguardar las de sus
conciudadanos, defendiendo así unas nobles ideas y libertades atacadas en grado
extremo por aquellas fechas.

Ya dentro de la obra, por si pudiese quedar alguna duda respecto del blanco
sobre el que Brecht tenía puesta su mirada, el prólogo, separado por completo del
argumento, va a consistir en una alegoría de una historia que se repetía una y otra
vez a escala nacional. En ella asistimos a un diálogo entre dos hermanas cuyo
hermano hace tiempo que ha partido hacia el frente. De sus padres, si es que alguno
vive aún, nada se comenta. Viven solas. Una mañana, tras dejar ambas el refugio y
subir a su hogar, se sorprenden al comprobar que el hermano que partió hacia el
frente ha retornado, aunque en esos momentos debe haber salido del hogar. Poco
después, oyen gritos fuera, y una de ellas, inquieta, decide salir a ver qué ocurre. Su
hermana prefiere no hacerlo y además trata de impedir que la otra salga, pues
pondría en peligro la vida de las dos. Finalmente logrará que no salga. Minutos
después, se escucha de nuevo otro grito tras la puerta y se repite la misma respuesta
por parte de las hermanas. Al día siguiente, cuando salen de la casa para ir a trabajar,
ven al fin a su hermano, quien permanece colgado en la pared. Como era de esperar,
una de ellas, la nueva Antígona, quien la noche anterior quiso salir a ver de dónde
provenía el grito, no duda en descolgarle. Su hermana se lo desaconseja
argumentando para ello que ya no podrá revivirle. Esta última, ante la llegada de un
miembro de las SS, niega que conozca al muchacho que pende de la pared, y antes
de que se ponga fin a la escena, que queda abierta en forma de interrogación,
reflexiona en torno a la intención de su consanguínea: “para liberar a su hermano y
devolverle la vida, ¿iría a buscar la muerte?” (BRECHT, 1981: 75).

El lenguaje empleado por el dramaturgo resulta seco y directo. Los diálogos los
presenta en segunda persona, pero la acción la narra en tercera y en pasado. La
pregunta del final así como las continuas reflexiones intercaladas en el diálogo se
dirigen hacia el público, pues el autor quiere que aquél reflexione acerca de lo que se
narra. Todos los protagonistas carecen de nombre y únicamente se les denomina
hermana primera, hermana segunda y SS. Mediante este método, quien acuda a la
representación sabrá que cada uno de los actores simboliza a un individuo cualquiera
de la sociedad, por lo que potencialmente todos podríamos ser uno de aquéllos. Por
este motivo, Brecht, como cabe suponer, pone la acción ante nuestros ojos de modo

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que quien la observe sienta que la única postura humana y valiente es la que
desarrolla Antígona.

Con vistas a adecuar la trama a su intención social, el autor decide variar algunos
aspectos respecto de los que encontramos en Sófocles. En la versión griega se dice
que Eteocles murió por seguir al tirano, mientras Polinice, que participaba en la
misma batalla luchando en el mismo bando, no aguantó el dolor tras contemplar el
cuerpo destrozado de aquél y decidió huir hacia la ciudad de las siete puertas
dejando atrás el horror de la guerra. Cuando se encontraba ya cerca de su meta,
Creonte, su tío, quien le había perseguido a caballo tras observar su deserción, le da
caza y le mata por haber traicionado a su patria. En el texto antiguo en todo
momento se hace referencia a que es la guerra de Creonte, la del tirano, no la de
Tebas, ciudad que en el momento de la acción descansa ya de los duros embistes de
una guerra cuya victoria, finalmente, según relata su propio caudillo, se ha inclinado
de su parte. Como respuesta a la acción de Polinice, se ha dispuesto que sus restos
sean abandonados fuera de las murallas sin recibir sepultura. Esta decisión se hace
saber a todos los ciudadanos con motivo de prevenir que se inflija dicha orden. Todo
lo contrario se ha dispuesto en cuanto al cuerpo de Eteocles, quien será coronado y
enterrado como héroe caído en la batalla.

Este mensaje es el que escucha Ismene a través de la protagonista, quien, a


continuación, le indicará que está dispuesta a honrar a Polinice tratando su cadáver
como lo merece un hermano. Ismene no quiere participar en dicha afrenta contra el
tirano, pues conoce de antemano qué es lo que le espera en caso de desobediencia.
En este punto se observa un detalle que varía Brecht respecto de la Antígona
tradicional. En un momento en que ambas hermanas están disputando en torno al
modo en que se ha de tratar el cuerpo insepulto, Antígona exclama que la ciudad ha
traicionado a quien ahora yace. Ismene, por toda respuesta, indica que fue Polinice
quien osó rebelarse contra la ciudad y por ese motivo ahora es repudiado. Ismene
comprende la guerra como una afrenta contra su ciudad, cuando lo que Brecht quiere
dejar patente es el hecho de que están inmiscuidos en la batalla no por la voluntad
del pueblo, sino por la de Creonte, quien ha hecho creer a los ciudadanos, sin que
esto se corresponda con la realidad, que la lucha se ha desatado por salvar a la
ciudad de los ataques del enemigo. Lo que en el texto griego va a ser una un
problema comunitario, queda reducido en Brecht a un acto de obcecación del tirano.

El autor da por hecho que hay ciertas personas, ciertos individuos, que son una
encarnación del mal. No pierde el tiempo tratando de ensañarse contra ellos ni
contra sus ideas, da por sentado que son obtusas e indignas del ser humano. Lo que
pretende Brecht es mostrar que tan culpable es el tirano como quienes le obedecen y
apoyan. No pretende indicar quién tiene más culpa o quien menos, sino hacer ver
que de las desgracias ocurridas participa todo la comunidad una vez que se pierden

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sus valores y verdades. Se trata, por lo tanto, de hacer un llamamiento al pueblo.


Según nos muestra el autor, la fuerza del tirano, de Creonte si nos ceñimos al texto,
de cualquier otro si recogemos el mensaje de manera amplia, no reside
exclusivamente en su persona. Esta por sí mismo no debería tener poder alguno para
desarrollar sus ideas, pues resultan ridículas, absurdas. Considera al tirano como un
loco que, sin apoyo externo, nada es capaz de lograr. El problema comienza cuando
consigue atraerse a los ciudadanos, tornándose peligroso incluso para quienes le
apoyan. El peligro reside de este modo en la sumisión y en la obediencia ciega. El
tirano, en cualquier caso, de ser considerado un enajenado, podría llegar a tener
menos culpa que quienes le apoyan. Él tiene unas creencias y trata de llevarlas a
cabo sin poner en duda su necesidad. El pueblo, por el contrario, sin tener esas
creencias, participa de ellas. Esto es lo que realmente indigna al autor. La población,
según parece indicar, no tiene tales convicciones por el sencillo motivo de que,
como masa, no tiene más ideología que la que le ponen frente a sus ojos. Su
obediencia radica en que, a falta de valores, busca actuar en grupo con el fin de
mostrarse más fuerte de lo que realmente es, llegando a tomar por enemigos a
quienes en realidad son los del déspota, justamente quien debería ser su verdadero
rival. Es más, como seres humanos dotados de la capacidad que se le supone al
hombre para discernir y discriminar, el único enemigo de la población no será sino
el conjunto de quienes la integran a modo de masa, no a modo de individualidades.
Este aspecto resulta importante con el fin de no tergiversar la idea central
desarrollada. Hay que recordar que uno de los soldados ya aparecidos en el prólogo,
tiene por nombre SS. Pese a que este soldado se siente integrante de tal grupo en el
momento en que está junto al resto de los SS, no es en esos momentos cuando
parece mostrarse más peligroso, sino que el riesgo se acentúa cuando cualquiera de
éstos actúa asumiendo un rol ya adquirido. Con ello Brecht dirige su rabia hacia la
multitud como conjunto, no hacia el ser como individuo particular, sin embargo,
deja entrever que se ha llegado a un estado en que dicho individuo es masa en todo
momento hasta llegar al extremo de aceptar ese papel en cualquier ámbito de su
vida. Actuando grupalmente evitará su aislamiento como persona, lo que le llevará a
buscar en la mentalidad colectiva un refugio incapaz de hallar en soledad; refugio
que no es el suyo, sino el del tirano.

¿Cómo recuperar la autodeterminación?, se pregunta Brecht. El único modo,


quiere dar a entender, es el ser consecuente con las responsabilidades que nuestra
libertad conlleva: todos debemos ser Antígona. Lo que subyuga al resto de tebanos
no radica en sus ideas, sino en su temor. Remitiéndonos a la historia del prólogo,
resulta más que probable que la menos audaz de las hermanas no dudaba de que el
grito escuchado tras la puerta procedía de aquél a quien tanto anhelaba. De este
hecho extraemos que la población es consciente de que realmente se está
autoengañando, sin embargo su cobardía le lleva a actuar acatando lo que otras
personas deciden en su lugar. Polinice, en la trama desarrollada por Brecht, actúa de

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este modo en un primer momento, lo mismo que Eteocles, no siendo ambos sino
elementos sumisos a los decretos del tirano. Los valores clásicos se invierten. Así, el
cobarde ahora no será quien deserte, sino quien, no sintiéndose identificado con su
rol, consienta en participar de una acción no colectiva ni personal, sino ajena,
dirigida desde el poder. Antígona, de esta manera, comenta: “Nuestro hermano
Eteocles […] murió por seguir al tirano” (BRECHT, 1981: 76). Tiene claro que la
guerra no es la de Tebas como ciudad, sino la de Creonte contra su enemigo. No
ocurriría lo mismo de ser una ciudad gobernada en democracia y no en tiranía, pues,
en este caso, se le supondría al colectivo, entendido como agrupación de
individualidades, cierto saber manejarse por sí mismo, cierta independencia de
espíritu; al igual que también se le debería el apoyo a un estado cuyos integrantes,
organizados bajo esta forma de gobierno, habrían decidido repartir tanto las cargas
negativas como los bienes positivos entre toda la comunidad.

En el caso de Polinice, tras un primer momento en el que combate ciegamente


por los intereses de Creonte, recupera al fin su yo individual al contemplar el cuerpo
de Eteocles mutilado. De este modo, un simple hecho resulta necesario para
despertarle una vez que observa el cadáver de su hermano “destrozado por los
cascos de las cabalgaduras” (BRECHT, 1981: 76). Los espectadores, de acuerdo con
el dramaturgo, debían recibir un fuerte impacto sensorial para despertar unas
emociones llamadas a posibilitar la realización de una acción, aspecto esencial en el
desarrollo del teatro del distanciamiento postulado por Brecht. Los espectadores que
hubiesen acudido a ver Antígona, habrían de salir de la representación
impresionados por algo que, según parece, más allá de lo contemplado en escena,
formaría parte de la realidad hasta el punto de que podría llegar a acontecerles a
ellos mismos o a sus seres queridos. De este modo, la transformación lograda por
Brecht respecto a lo observado en versiones anteriores de la obra, resulta
considerable en cuanto al impacto sufrido por el espectador. Esto es así hasta el
punto de que, dadas las características sociales del marco espacio-temporal en que
Sófocles dio a conocer sus dramas, parece muy probable que muchos de los
asistentes al certamen en el que Antígona fue presentada interpretasen la acción de
Creonte como más sensata que la de su sobrina, cosa que en nuestra obra sería
totalmente impensable.

En cuanto al personaje de Antígona en el autor nacido en Colono, por momentos


se nos muestra como una joven rebelde e incluso caprichosa. No ocurre lo mismo en
Esquilo o Eurípides, quienes trataron el tema de un modo menos incisivo que un
Sófocles más atento que aquéllos al conflicto social de la historia. No obstante, esta
particularidad del carácter de Antígona no le resta heroicidad, del mismo modo que
el hecho de que Creonte tenga al igual que su sobrina razones para defender su
comportamiento no implica que la compasión que el espectador pueda sentir hacia
ella se atenúe, al menos no en demasía, pues además de encontrarse en un plano de

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inferioridad, es ella la que pone en peligro su vida, no Creonte. Este puede despertar
compasión por verse abocado a perder a sus familiares, pero no se le llorará. Quien
se ponga de su parte lo hará, a lo sumo, por tratarse de un ser desgraciado, pero no
por haber llevado a cabo una acción heroica.

La grandeza de Antígona descansa sobre una determinación que le incita a poner


en peligro su vida sin por un instante dudarlo. Es más, ante la humillación, decidirá
finalmente colgarse de una cuerda. Creonte lograría su rango de héroe de no haber
dudado; de haber sido más inhumano. Si por el bien común el caudillo tebano
insistiese de principio a fin en sacrificar a Antígona, sucediese lo que sucediese, su
acción sería indudablemente heroica. Perdería igualmente a su hijo Hemón y a su
mujer, pero los habría sacrificado en aras de respetar las leyes del estado en
beneficio del bien de sus ciudadanos. Incluso podría mostrarse de modo un tanto
heroico si, aun dudando, a continuación se desgajase los ojos tal como hiciese
Edipo, o poniendo, sin más, fin a sus días como tantos y tantos otros héroes
protagonistas de los antiguos dramas. Sin embargo, nos encontramos con un hombre
que ante el temor a perder a sus seres queridos decide retrotraerse en sus decisiones
con el fin de salvar sus vidas además de, tras comprobar la repercusión de su acción,
sufrir a destiempo hasta el punto de llegar a arrepentirse. A costa de perder
heroicidad, Creonte se humaniza. Su arrepentimiento es lo que le delata, esa
revocación de sus intenciones es cuanto nos muestra que no actúa en pos del bien
común —el cual, según su modo de pensar, coincide con las leyes de la ciudad y no
con las de sus divinidades—, sino que en el momento decisivo tan sólo es capaz de
mirar por sí mismo, por el amor a sus allegados y por salvar su guerra, no la vida de
sus conciudadanos. Si esto lo hubiesen observado así los atenienses que conocieron
la obra de Sófocles, se darían cuenta de que Creonte, como tirano que era, miraba
sólo por sus intereses, de ningún modo por los del pueblo tebano.

El hecho de que Antígona no vacile a la hora de actuar, denota igualmente que su


intervención responde a unas ideas. Para ella, como es sabido, su desobediencia se
manifiesta de cara al resto, no de cara a sí misma, pues su tranquilidad descansa en
un proceder impulsado por el amor fraterno, amor que, según señala, se sitúa por
encima de toda ley. Y no sólo por amor emprende sus acciones, sino también por
honor, honra y dignidad. Por si fuese poco, como ella misma indica, también es su
deseo contentar a sus dioses, satisfaciendo de esta manera la ley divina. En la época
en que se sitúan los hechos, años cercanos a la Guerra de Troya, nadie pondría en
duda esa última ley cuyo incumplimiento podía llegar a repercutir en un mal general,
colectivo. De este modo, mucho distaría el obrar de Antígona de resultar egoísta,
más bien todo lo contrario. No obstante, aun dejando de lado la ley divina, su
obstinación encarna más unos valores morales, los señalados anteriormente, que el
usual amor hacia un hermano. Antígona es una idealista y, por eso mismo, pudiendo
estar o no equivocada, su conducta no responde a una cuestión personal, sino a su

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obligación a la hora de cumplir con unos deberes absolutos. Ella es quien realmente
actúa en pos de un bien general. Creonte es, en cambio, tal y como se reconoce en su
arrepentimiento, quien actúa por interés personal, sin embargo tiene la excusa de que
sus anhelos coinciden con los de la ley de la ciudad.

En relación con este tema, la inferioridad en la que se encuentra Ismene en la


obra de Sófocles, debilidad que ella misma manifiesta como consecuencia de que
“por un lado […] nacimos mujeres” (SÓFOCLES, 2001: 149), así como la debilidad
numérica y debilidad de rango, se invierte igualmente en Brecht. De nuevo, aquí lo
que está en juego son unas responsabilidades humanas, las cuales, aun siendo reales
en el marco en que se encuadran, no pueden ser pretextos para quien, como
Antígona o como Brecht, sitúan las obligaciones morales por encima de todo;
obligaciones que, si uno se muestra responsable y coherente, deben ser llevadas a la
práctica. Es más, lo que para Ismene o para el público de Sófocles —el de Brecht,
recordemos, huye por deseo del autor de la compasión hacia el personaje— es algo
digno de condolencia, para Antígona constituye una debilidad que uno no se puede
permitir ante un deber humano; es decir, el temor, en lugar de ser un atenuante capaz
de disculpar a Ismene, se comprende como poco menos que un delito, pues invita a
subyugarse al tirano y, por eso mismo, a darle la razón. Este es, sin más, el motivo
por el que en ambos autores, una vez que Creonte decide castigar a Antígona y en
ese momento Ismene se pone de parte de la hermana, ésta rechaza a su consanguínea
llegándola a odiar. Ismene quiere morir con Antígona, pues la ama como hermana,
cuando lo que Antígona pide es que ame más los valores, las ideas en las que ella
cree —ideas que le unen a la ley divina, a los dioses, pero le separan del resto de
mortales—, y preste menos atención a sus afectos. De este modo, actuando no por
compasión y sí por convicción, Ismene, aun a riesgo de perder su vida, hubiese dado
sepultura al cuerpo del hermano. En cambio, cuando Antígona arroja
simbólicamente arena sobre el cuerpo de Polinice, lo hace no por condolencia hacia
él, al menos ése no es su principal móvil, pues de serlo su comportamiento acabaría
siendo el mismo que el de Ismene, sino que lo hace, tal y como afirma, porque
considera un honor morir cumpliendo con su deber.

Como vemos, aquello que es un deber implica para ella una responsabilidad, y
ésta, a su vez, una acción. Ismene, en cambio, no considera su tarea un deber, sino
algo libre y voluntario encaminado a mostrar el aprecio hacia su hermano, por lo que
en ella desaparece la obligación de actuar y se consuela con saber que nada más
puede realizar: “al tiempo que pido al muerto que tenga comprensión conmigo, y
que se dé cuenta de que no tengo más remedio que hacer lo que hago” (SÓFOCLES,
2001: 149). Más adelante llegará a afirmar: “nací incapaz de actuar” (SÓFOCLES,
2001: 150). Este tono de resignación lo vamos a observar igualmente en la obra de
Brecht, quien en su correspondiente parlamento hubiese sido más clemente con ella
si, en cambio, la hubiese hecho afirmar: «Soy incapaz de actuar», pues el nacimiento

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no es a sus ojos, como tampoco su condición de mujer, excusa para no querer


arriesgarse a dar sepultura al cadáver. Brecht cree en el deber y en la acción como
medios de luchar contra la fatalidad, y trata de demostrar que el determinismo de
Ismene no es sino miedo encubierto. A Antígona le asigna el papel de demostrarlo.
En Sófocles, por otra parte, aparece una frase proferida por Ismene que desaparece
en Brecht, “conservas un corazón ardiente en situaciones heladoras” (SÓFOCLES,
2001: 150). En oposición a esta afirmación, tendríamos motivos para pensar que es,
por contra, la falta de ardor de Antígona lo que le permite actuar con la conciencia
fría y clara hasta el punto de llegar a perder su vida a manos del tirano por haber
defendido sus creencias. En ningún momento encontramos excitación y ardor en
Antígona, sino la serena determinación con que se realiza un deber ineluctable. Es,
en cambio, Ismene, quien trata de apagar su propio corazón ardiente con el fin de
salvar su vida. Cuando, más adelante, decide morir por su hermana, obedecerá desde
luego a un motivo puramente afectivo, mostrándose por tanto más inclinada hacia la
pasión que hacia la acción.

En otro orden de cosas, frente a la obra de Sófocles, la adaptación de Bertolt


Brecht nos muestra la ciudad de Tebas aún en guerra. Tampoco se desarrolla entre
los muros de la ciudad, sino a campo abierto. Pese a ello, los ciudadanos, recluidos
en sus casas, nada saben de cuanto está ocurriendo y son engañados con la creencia
de que todo ha acabado y de que sus familiares pronto regresarán al hogar. Ésta es la
causa por la que, para distraer entre tanto al pueblo, se celebren fiestas y ceremonias
día tras día. Los ancianos que forman el coro vienen a reflejar el papel de una
sociedad que, en su ignorancia, confía plenamente e incluso adula a Creonte. Pese a
que Antígona les advierte, ellos se tapan los oídos y cuando empiezan las
celebraciones se ponen sobre el rostro máscaras dionisíacas. El dramaturgo nos
muestra a los ciudadanos como personas que sólo reaccionan ante los sucesos que
les atañen exclusivamente a ellos, personas despreocupadas por lo que ocurre
realmente en su ciudad y que aprovechan cualquier dulce que se les ponga en los
labios para alabar a quien se lo ha regalado. Creonte sabe que a base de engaños y
recompensas puede mantener al pueblo bajo su dominio. Habrá que esperar a que
haga su aparición el adivino Tiresias para que el coro comience a creer en las
palabras de Antígona. Es en ese momento cuando se empezará a dudar de Creonte y
a sospechar aquello que el adivino ya ha indicado, que el pueblo es un medio del
tirano para satisfacer sus ansias de poder, que la guerra sólo obedece a esa voracidad
que ha de ser saciada una y otra vez y tan sólo cesará en el momento en que nada
quede por conquistar salvo el mismo pueblo gobernado por el tirano. Entonces,
llegará el momento en que aquel grupo de personas que se han mantenido unidas
durante la contienda sin saber exactamente por qué, se alce en guerra fraticida,
igualmente sin saber el porqué, pues como se ha señalado anteriormente tan sólo
permanecían agrupados como consecuencia de una falta de verdaderos lazos de
unión, por querer sentirse fuertes sin llegar a serlo realmente, y por eso mismo se

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habrán de enfrentar entre sí cuando el tirano lo desee hasta que este reine en soledad,
pues lo que ansía realmente no es otra cosa que el detentar el poder absoluto, sin
pueblo. La guerra de Tebas se revela, por tanto, como la guerra de Creonte, y así se
comienza a conocer que se están matando a los hijos de la población por el mismo
motivo por el que en un futuro se aniquilarán entre ellos mismos, esto es, por
satisfacer los deseos del tirano. He aquí el sentido de mis presagios, señala Tiresias a
los ancianos, “la guerra va de mal en peor, el pillaje lleva al pillaje, el exceso exige
el exceso, y finalmente no queda nada” (BRECHT, 1981: 115). No resulta necesario
ser adivino para predecir lo que ocurrirá, comenta Tiresias, “cualquiera que observe
el pasado, el presente, la ciudad, cualquiera conocerá en lo que acabará todo”
(BRECHT, 1981: 113).

Como bien profetizó el augur, no habrá que esperar mucho para observar cómo
los desastres llegan hasta el mismo palacio, pues al poco de enunciar sus palabras
hace aparición un mensajero que narra la derrota absoluta del ejército tebano así
como la muerte en batalla de uno de los hijos del déspota, Megareo. Esta noticia, la
de la desaparición del hijo que había heredado el carácter del padre, es la que lleva a
Creonte a actuar con el fin de preservar lo poco que ya le queda. Los ancianos, ahora
sí, atemorizados, le urgen a actuar, pues siguen creyendo que es él, el tirano, quien
únicamente puede salvarles. Como era de esperar, su reacción se produce demasiado
tarde. Antígona se ha ahorcado; su hijo Hemón, tras atentar contra el propio Creonte,
se ha inmolado igualmente. Todo está perdido para Creonte, quien en el momento de
su arrepentimiento señala, “cuando tenía todo el poder en mis manos, no era dueño
de mis pensamientos” (BRECHT, 1981: 122). Derrotado el dictador, el pueblo queda
desvalido y la obra concluye con estas pesarosas palabras en boca del coro de
ancianos, “Nosotros lo seguimos, lo seguimos en la muerte [...] el tiempo es
demasiado corto y todo es destino [...] nadie puede vivir lo suficiente para conocer
días felices, días fáciles, para soportar el crimen con paciencia y adquirir sabiduría
con la edad” (BRECHT, 1981: 125).

Con este oscuro mensaje pone Brecht fin a su tragedia. El autor trató de intentar
con estas últimas palabras que su público reaccionase y se enfrentase a las injusticias
que su país —u otro cualquiera— sufría ante la enajenación del tirano. Brecht, como
es sabido, tuvo que permanecer un largo tiempo en el exilio durante el dominio nazi.
A su vuelta, desolado tras contemplar la situación de Alemania, decidió crear la
compañía Berliner Ensemble y con ella poner en marcha su teatro del
distanciamiento. Con ello pretendía que el espectador presenciase su obra no de
modo emocional, sino manteniéndose en la lejanía adecuada para lograr la
perspectiva necesaria con el fin de observar reflexivamente la acción desarrollada
ante sus ojos y su pensamiento. Una lejanía, a fin de cuentas, idéntica a aquélla
desde la que el propio Brecht pudo seguir desde su destierro las atrocidades que
sufría y a la vez ocasionaba su país bajo el dominio del régimen nazi.

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Guillermo Aguirre Martínez

BRECHT, BERTOLT, Teatro completo. 13. El preceptor; Antígona; Coriolano.


Buenos Aires, 1981.
SÓFOCLES, Tragedias. Madrid: Cátedra, 2001.

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