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El proceso constitucional argentino

Los orígenes del proceso constitucional argentino se remontan a la Revolución de Mayo


de 1810. Desde un primer momento, se exteriorizó claramente el propósito de forjar un
Estado independiente, sobre la base de una comunidad nacional preexistente a aquella
gesta, y articulado mediante una constitución personalista o humanista.
Sin embargo, mientras que el acto y el contenido de la independencia disfrutaban de un
sólido consenso, no aconteció lo propio con la forma bajo la cual debía ser organizada
políticamente la sociedad global. El disenso sobre este último aspecto desencadenó las
estériles y cruentas luchas internas registradas en el país, con su secuela inevitable de
dolor, odio y resentimiento. Fue necesario que transcurrieran cuarenta y tres años para
que, disipada la intensidad del temperamento intolerante de dos generaciones, se
acordara enmendar las diferencias en función del bien común.
Si bien es cierto que el origen formal del proceso constitucional argentino se remonta a
la Revolución de Mayo de 1810, también es cierto que su contenido estuvo determinado
por infinidad de ideas, doctrinas y documentos jurídicos que se integraron en el
movimiento constitucionalista con mucha anterioridad. Y, como nuestro proceso
constitucional respondió plenamente a ese movimiento, tales antecedentes influyeron
decisivamente sobre la conformación de nuestro sistema constitucional.
En la comunicación efectuada por Juan A. Aguirre Lanari en la sesión privada de la
Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires del 14/8/2008, el
autor sistematizó con agudeza algunas de tales ideas, doctrinas y documentos mediante
un análisis detallado que enriqueció con los aportes brindados por algunos autores.
Particularmente, los ofrecidos por Segundo V. Linares Quintana respecto de las raíces
hispanas del constitucionalismo y de Alberto Rodríguez Varela sobre las raíces
neoescolásticas.
A tales aportes, el autor añadió los antecedentes patrios, el pensamiento constitucional
de Mariano Moreno, la Constitución de Cádiz de 1812, los pactos interprovinciales, el
pensamiento de la generación de 1837 y la originalidad de Juan Bautista Alberdi.
Por otra parte, y de modo que no comparte ciertos cuestionamientos que se emiten sobre
el particular, no podemos desconocer la gravitación decisiva que tuvo la Constitución de
los Estados Unidos de América, no solamente sobre el contenido asignado a la
Constitución de 1853/60, sino también sobre su interpretación —al menos hasta
mediados del siglo XX— conforme a los criterios adoptados por la Corte Suprema de
Justicia de aquel país.
El proceso constitucional argentino se inició con la Gesta de Mayo, como corolario del
Cabildo Abierto del 22 de mayo de 1810. Sin embargo, a la luz de un enfoque jurídico,
cabe sostener que estuvo precedido por dos acontecimientos relevantes que fijaron el
rumbo que se debía seguir institucionalmente para concretar la independencia y la
conformación de un nuevo Estado con poder soberano.
El primero de ellos fue el Cabildo Abierto del 14 de agosto de 1806. Pocos días después
de la rendición del ejército inglés comandado por el general Guillermo Beresford, se
reunieron los integrantes del Cabildo de Buenos Aires quienes, debido a la ausencia del
virrey Sobremonte, resolvieron delegar la conducción política del Virreinato del Río de
la Plata en la Real Audiencia y otorgar el mando de las tropas locales a Santiago de
Liniers. Fue la primera vez que los vecinos de Buenos Aires adoptaron una decisión
política significativa con prescindencia de las directivas que podían emanar de las
autoridades españolas.
En esa oportunidad, no se dispuso la remoción del virrey, pero sí al año siguiente. Poco
antes de la frustrada segunda invasión inglesa, el Cabildo Abierto celebrado el 10 de
febrero de 1807 resolvió suspender al virrey Sobremonte en todos sus cargos
gubernamentales. Una vez derrotadas las tropas inglesas bajo el mando del brigadier
Whitelocke el 5 de junio de 1807, el rey español Carlos IV, convalidando
implícitamente la actuación del Cabildo, designó virrey a Santiago de Liniers.
Con motivo de los crecientes conflictos que se suscitaron entre Liniers y el Cabildo, y
con conocimiento de que, el 25 de septiembre de 1808, se había constituido en Aranjuez
la Suprema Junta Central Gubernativa debido a la renuncia del rey Carlos IV a la corona
de España en favor de Napoleón I y a la detención de Fernando VII, fue convocado el
Cabildo abierto del 1 de enero de 1809.
Ese Cabildo dispuso la constitución de una Junta de Gobierno presidida por Ruiz
Huidobro, y uno de cuyos secretarios fue Mariano Moreno, que sin remover al virrey
Liniers asumió el ejercicio de sus funciones. Tal decisión fue avalada por la Junta
Central Gubernativa el 11 de febrero de 1809, que dispuso el reemplazo de Liniers por
Baltasar Hidalgo de Cisneros.
Se trató de actos políticos revolucionarios en su esencia, aunque quizás no en las
formas, que precipitaron otro, de envergadura mayor, el 25 de mayo de 1810.
El Cabildo Abierto del 22 de mayo de 1810 fue la consecuencia inevitable de la crisis
político-institucional producida en España a fines del siglo XVIII, que culminó en enero
de 1810 con la disolución de la Junta Central Gubernativa asentada en Sevilla.
Tal hecho se conoció en Buenos Aires el 14 de mayo y determinó que, cuatro días
después, Manuel Belgrano y Cornelio Saavedra se presentaran ante el alcalde de primer
voto, Juan José Lezica, para requerir la celebración de un cabildo abierto con el fin de
decidir si el virrey debía cesar en su cargo, y en su caso, si correspondía conformar una
junta superior de gobierno. Asimismo, el 20 de mayo, Saavedra, en representación de
los jefes militares locales, demandó al virrey Cisneros la celebración del cabildo abierto.
A su vez, el propio virrey, que el 17 de mayo ordenó la publicación oficial de los hechos
ocurrido en la península, emitió el 21 de mayo una proclama en la cual, implícitamente,
admitió que su mandato, otorgado por la Junta Central Gubernativa, había concluido
con motivo de la disolución de ella, y en este contexto correspondía decidir quién debía
ejercer el poder en representación de Fernando VII. A tal fin se resolvió convocar el
Cabildo Abierto del 22 de mayo de 1810.
60. El Cabildo Abierto del 22 de mayo de 1810
En el Cabildo Abierto del 22 de mayo de 1810, convocado con motivo de la intensa
presión ejercida por los vecinos de Buenos Aires, fue dispuesta su apertura y se exhortó
a los asistentes a hablar con toda libertad para alcanzar un consentimiento general.
El primer expositor fue el obispo Benito Lué y Riega, para quien el mando correspondía
a España y mientras existiera un espacio territorial en España libre de dominación
extranjera, la autoridad de ese territorio era la autoridad del Virreinato. Asimismo,
mientras existiese un español en las Américas, él debía mandar a los americanos.
Solamente el mando podía recaer en los nativos del país cuando ya no hubiese un
español en él.
La argumentación autoritaria del obispo Lué mereció la réplica de Juan José Castelli
basada sobre un enfoque jurídico. América no dependía de España sino de la corona a la
cual había jurado obediencia y por haber caducado la autoridad del monarca, caducaban
todas sus delegaciones en la metrópoli. Esa caducidad se extendía a las autoridades en
América, y así correspondía al pueblo reasumir la soberanía del rey e instituirla, en
representación suya, a un gobierno que debía dete rminarse.
El secretario de la Real Audiencia, Manuel Genaro Villota, aceptó hipotéticamente la
conclusión de Castelli. Si bien la soberanía retrovertía a los pueblos, su representación
no podía ser ejercida solamente por Buenos Aires sino por todas las provincias
representadas por sus diputados reunidos en un congreso. Su argumento fue sólido y
convincente.
Castelli no encontró un argumento válido para contestar a Villota, pero sí lo hizo Juan
José Paso. Destacó que ante la grave emergencia que se afrontaba, Buenos Aires, en su
condición de hermana mayor de los pueblos del virreinato, y asumiendo una suerte de
gestión de negocios, debía proceder a constituir una junta de gobierno provisoria a
nombre de Fernando VII hasta tanto, convocados y reunidos los representantes del
interior, decidieran sobre la formación de un gobierno permanente.
Sometidas a votación las diversas propuestas presentadas, el escrutinio se realizó el 23
de mayo. Se resolvió que había cesado el mandato del virrey y que el Cabildo debía
constituir una junta de gobierno. A continuación los regidores constituyeron esa junta
con una especie de gobierno de coalición integrado por Juan Sola y José Incháurregui
como representantes de los partidarios del Cabildo, Juan José Castelli y Cornelio
Saavedra como representantes de los criollos, y cuyo presidente era Cisneros, que
encarnaba el grupo españolista.
Los integrantes de la Junta, cuyo gobierno debía regir hasta que se erigiera una Junta
General del Virreinato, prestaron juramento y asumieron sus cargos el 24 de mayo.
La conformación de la Junta y, particularmente, la permanencia de Cisneros en la
dirección política del organismo generaron un inmediato e intenso malestar. Tanto en el
ámbito de la generalidad de los pobladores, como entre los militares cuyos jefes
expresaron no estar dispuestos a sostener un gobierno que merecía la vehemente
protesta de la voluntad popular.
La firmeza del reclamo provocó la inmediata renuncia de los integrantes de la Junta,
incluido Cisneros.
La presión ejercida para que se respetaran las posturas mayoritarias expuestas el 22 de
mayo condujo a que el Cabildo aceptara integrar una nueva junta con personas que las
representaban. Así, el 25 de mayo, el Cabildo integró la Junta de Gobierno con Cornelio
Saavedra como presidente; Mariano Moreno y Juan José Paso, como secretarios; y
Manuel Belgrano, Miguel de Azcuénaga, Juan José Castelli, Manuel Alberti, Domingo
Matheu y Juan Larrea como vocales.
61. Acta capitular del 25 de mayo de 1810
Simultáneamente con la conformación de la Primera Junta, el 25 de mayo el Cabildo
dictó el acta capitular, o reglamento de la Primera Junta, que es el primer documento
constitucional argentino.
Establecía que, en el ejercicio del gobierno, la Junta debía "conservar la integridad de
esta parte de los dominios de América a nuestro amado soberano el señor don Fernando
VII y sus legítimos sucesores, y observar puntualmente las leyes del reino".
La misión política asignada a la Primera Junta consistía en preservar los dominios
americanos del rey Fernando VII y convocar a los representantes de las ciudades del
interior a un congreso. La función prevista para ese congreso radicaba en decidir la
forma de gobierno que se debía implementar para regir el Virreinato del Río de la Plata.
El 27 de mayo, la Junta provisoria emitió una circular en la que cursó aquella
convocatoria a los representantes del interior. Pero esa circular se apartaba de los
lineamientos establecidos en el acta capitular del 25 de mayo porque invitaba a esos
representantes a incorporarse a la Junta provisoria.
Como consecuencia de la convocatoria, el 18 de diciembre de 1810, los representantes
del interior que habían arribado a Buenos Aires pasaron a formar parte de la Junta
provisoria en ejercicio de la función ejecutiva, que recibió el nombre de Junta Grande.
Tal hecho determinó que, ese mismo día, Mariano Moreno presentara su renuncia al
cargo de secretario de la Junta, tras considerar que la circular del 27 de mayo no se
ajustaba al acta capitular del 25 de mayo. Según ésta, los representantes del interior
habían sido convocados para conformar un congreso que debía decidir sobre la forma de
gobierno y no para ejercer el gobierno mediante su incorporación a la Junta.
Cabe destacar que Mariano Moreno, que falleció el 4 de marzo de 1811, había esbozado
un anteproyecto de constitución que no tuvo difusión pública como de su autoría y que
estaba basado sobre el texto de la Constitución de los Estados Unidos.
Debido a los inconvenientes que presentaba el ejercicio de la función ejecutiva por un
organismo colegiado tan numeroso, y a los riesgos que acarreaban las derrotas militares
sufridas por las tropas nacionales ante el ejército español en el norte del país, se resolvió
modificar la composición del órgano ejecutivo. El 23 de septiembre de 1811, sobre la
base del modelo francés post revolucionario, la Junta Grande decidió encomendar esa
potestad a un organismo denominado "triunvirato". Los vocales del Primer Triunvirato
fueron Feliciano Chiclana, Manuel de Sarratea y Juan José Paso, y sus secretarios José
Julián Pérez, Bernardino Rivadavia y Vicente Fidel López.
62. Reglamento orgánico y estatuto provisional de 1811
El 22 de octubre de 1811, la Junta Grande dictó el primer Reglamento orgánico de
carácter constitucional. Disponía que ella pasaba a denominarse Junta Conservadora de
los derechos de Fernando VII y de las leyes, siempre que ellas no se opusieran al
"derecho supremo de la libertad civil de los pueblos americanos".
La Junta Conservadora tenía a su cargo la función legislativa. Estaba facultada para
declarar la guerra, la paz, celebrar tratados, establecer impuestos, crear tribunales y dar
nuevos empleos en la Administración.
La Junta estaba integrada por los diputados de las Provincias Unidas, quienes debían
cesar en sus cargos cuando se constituyera el Congreso Nacional que debía establecer la
forma definitiva de gobierno.
La función ejecutiva era ejercida por el Triunvirato, quien debía convocar al Congreso
Nacional a la mayor brevedad. Sus funciones, entre otras, consistían en adoptar las
medidas necesarias para la defensa del Estado y la organización del ejército, así como
proteger la seguridad pública y la libertad civil, recaudar los fondos públicos y hacer
cumplir las leyes.
Como antecedente de las garantías que emanan del art. 18 de la Constitución, el
Reglamento disponía que el Poder Ejecutivo no podía detener a ningún individuo por un
lapso mayor de cuarenta y ocho horas, dentro de cuyo término debía remitirlo al juez
competente.
La tercera y última sección del Reglamento disponía que el Poder Judicial era
independiente y que era el único órgano competente para juzgar a las personas.
Casi simultáneamente, y sin tomar como punto de referencia el Reglamento dictado por
la Junta Conservadora, el 26 de octubre de 1811, el Triunvirato dictó el decreto de
libertad de imprenta. Establecía que "todo hombre puede publicar sus ideas libremente y
sin previa censura", redacción similar a la expuesta en el art. 14 de la Constitución de
1853/60 y en la Enmienda I de la Constitución de los Estados Unidos. Sin embargo, y
con el propósito declarado de condenar el ejercicio abusivo de la libertad de prensa,
imponía una serie de restricciones que desnaturalizaban su esencia y dejaban la vigencia
de tan preciada libertad al arbitrio del gobierno de turno.
El Reglamento Provisional de 1811 no tuvo vigencia. El Primer Triunvirato, tras
someter el Reglamento a la consideración del Cabildo procedió, con la conformidad
implícita de este último, a rechazar el documento y disolver la Junta Conservadora por
decreto del 7 de noviembre de 1811.
Disuelta la Junta Grande, el Triunvirato dictó, el 22 de noviembre de 1811, un Estatuto
Provisional y convocó a la formación de una Asamblea General que, al margen de
ejercer la función legislativa debía sancionar una constitución definitiva para la nación.
El 23 de noviembre, el Triunvirato dictó el decreto sobre seguridad individual.
Establecía que "todo ciudadano tiene un derecho sagrado a la protección de su vida, de
su honor, de su libertad y de sus propiedades; la posesión de este derecho, centro de la
libertad civil y principio de todas las instituciones sociales, es lo que se llama seguridad
individual".
Nadie podía ser penado sin previo proceso y sentencia legal, ni arrestado sin prueba
fehaciente o indicios vehementes de su participación en un delito. El decreto añadía que
las cárceles son para seguridad y no para castigo de los reos y que toda medida que, con
el pretexto de precaución, sólo sirva para mortificarlos, será castigada rigurosamente.
También proclamaba la libertad de tránsito.
La Asamblea General prevista en el Estatuto Provisional de 1811 se instaló el 4 de abril
de 1812. Su decisión de declararse soberana y de modificar la composición del
Triunvirato generó un conflicto político que culminó con la disolución de esa Asamblea,
dispuesta por el propio Triunvirato.
La concentración del poder en el Primer Triunvirato provocó un creciente malestar en la
ciudadanía, que no llegó a ser atenuado con la convocatoria a una segunda Asamblea
General. La forma autoritaria con que ejerció el poder desencadenó el golpe de estado
del 8 de octubre de 1812, que contó con la activa participación de los cuerpos militares
comandados por Francisco Ortiz de Ocampo, Román Fernández, José de San Martín y
Carlos María de Alvear y se tradujo en la remoción de los triunviros.
Tras el golpe de estado, el Cabildo reasumió la conducción gubernamental y procedió a
designar al segundo Triunvirato, que estuvo integrado por Juan José Paso, Antonio
Álvarez Jonte y Nicolás Rodríguez Peña.
El 24 de octubre se convocó a una nueva asamblea general constituyente, la cual
comenzó a funcionar el 31 de enero de 1813. Se trató de la célebre Asamblea del año
XIII.
63. Asamblea de 1813
La Asamblea constituida el 31 de enero de 1813 debía dar cumplimiento a dos objetivos
anhelados intensamente: declarar la independencia y dictar una constitución. Si bien no
alcanzó a concretar tales objetivos, sus actos conformaron una especie de constitución
no codificada que, en gran medida, fueron respetados por los sucesivos proyectos que se
presentaron hasta 1853.
En cuanto al objetivo de proclamar la independencia, por razones políticas no fue
posible concretarlo formalmente, pero una serie de actos de la Asamblea demostraron
categóricamente que, de hecho, la independencia había sido dispuesta.
En el seno de la Asamblea se trataron cuatro proyectos de constitución. Tres de ellos
propiciaban la organización de un Estado unitario, ,mientras que el restante impulsaba
uno de carácter federal.
La Asamblea General, si bien no dictó una constitución, emitió diversas normas legales
que conformaron, parcialmente, la constitución histórica del país.
El 2 de febrero de 1813 estableció la "libertad de vientres", al disponer que todos los
hijos de esclavos nacidos a partir del 31 de enero de 1813 "sean considerados y tenidos
por libres". El 6 de marzo emitió un reglamento para la educación de los libertos, el 21
de mayo abolió el uso de tormentos "para el esclarecimiento de la verdad e
investigación de los crímenes" y el 13 de agosto prohibió los mayorazgos, en tanto que
el 18 de octubre prohibió la exhibición en las fachadas de los edificios de todo signo o
distintivo de nobleza.
También suprimió, con respecto a los indios, la mita y el yanaconazgo, y así concluyó
con la servidumbre a que eran sometidos aquéllos. Finalmente, como hemos visto, y a la
manera de actos demostrativos del ejercicio de un poder soberano, la Asamblea creó el
escudo nacional, adoptó el himno oficial y dispuso la acuñación de moneda nacional.
Con el propósito de dotar de mayor eficiencia a la función ejecutiva, el 22 de enero de
1814 la Asamblea sustituyó al Triunvirato por el Directorio, siguiendo el proceso que,
en tal sentido, se había desarrollado en Francia. El primer titular de este nuevo órgano
ejecutivo fue Gervasio Posadas quien, el 9 de enero de 1815, fue sucedido por Carlos
María de Alvear.
Disuelta la Asamblea General, el ejercicio de la función legislativa fue reasumido por el
Cabildo de Buenos Aires, quien dispuso integrar la Junta de Observaciones, con
potestades legislativas, para que sancionara un estatuto provisional. Ese Estatuto,
dictado el 5 de mayo de 1815, al margen de la organización transitoria que preveía,
dispuso que se debía invitar a los representantes que designaran las provincias para
integrar un congreso que, reunido en la ciudad de Tucumán, iba a sancionar una
constitución. Tal disposición determinó el funcionamiento del Congreso de Tucumán.
Si bien la vigencia del Estatuto de 1815 fue efímera pues no llegó a ser aprobado por las
provincias tal como él mismo lo exigía, contiene una serie de disposiciones sumamente
novedosas para la época que reflejan un ideal de progreso y realismo.
Merecen destacarse las normas que importan un antecedente fundamental del
constitucionalismo social, y que luego fueron reproducidas por el Reglamento
Provisorio de 1817 que sancionó el Congreso de Tucumán.
El capítulo 7, titulado "Deberes del cuerpo social", imponía: "El cuerpo social debe
garantir y afianzar el goce de los derechos del hombre" (art. 1º); "Aliviar la miseria y
desgracia de los ciudadanos, proporcionándoles los medios de prosperar e instruirse"
(art. 2º); "Toda disposición o estatuto contrario a los principios establecidos en los
artículos anteriores, será de ningún efecto".
64. El Congreso de Tucumán
El Congreso de Tucumán, que comenzó a funcionar el 24 de marzo de 1816, tenía como
objetivos fundamentales determinar la forma de gobierno, declarar la independencia y
sancionar una constitución que rigiera en todo el país.
El 9 de julio el Congreso declaró la independencia, proclamando: "Nos, los
representantes de las Provincias Unidas del Río de la Plata, reunidos en congreso
general, invocando al Eterno que preside el universo, en el nombre y por la autoridad de
los pueblos que representamos, protestando al cielo, a las naciones y hombres todos del
globo la justicia, que regla nuestros votos, declaramos solemnemente a la faz de la
tierra, que es voluntad unánime e indubitable de estas Provincias romper los violentos
vínculos que las ligaban a los reyes de España, recuperar los derechos de que fueron
despojados, e investirse del alto carácter de Nación libre e independiente del rey
Fernando VII, sus sucesores y metrópoli. Quedan en consecuencia de hecho y de
derecho con amplio y pleno poder para darse las formas que exija la justicia e impere el
cúmulo de sus actuales circunstancias. Todas, y cada una de ellas, así lo publican,
declaran y ratifican, comprometiéndose por nuestro medio al cumplimiento y sostén de
ésta su voluntad, bajo el seguro y garantía de sus vidas, haberes y fama".
El 3 de diciembre de 1817, el Congreso sancionó el Reglamento Provisorio que
ordenaba el funcionamiento gubernamental hasta tanto se dictara la tan anhelada
constitución. A pesar de la raíz federal sobre la cual se apoyó la Declaración de
Independencia, el Reglamento presentaba claras características unitarias.
En efecto, disponía que los gobernadores eran elegidos por el director de una lista de
candidatos que debían remitir los cabildos.
El Reglamento reproducía cláusulas contenidas en varios precedentes constitucionales,
pero también contenía algunas disposiciones novedosas que sirvieron de sustento al
texto constitucional de 1853/60.
El capítulo 7º de la sección I, al establecer los "deberes del cuerpo social", que ya había
previsto el Estatuto de 1815, contiene cláusulas que bien pueden ser calificadas como
antecedentes del constitucionalismo social: "El Cuerpo social debe garantir, y afianzar
el goce de los derechos del hombre. Aliviar la miseria y desgracia de los ciudadanos,
proporcionándoles los medios de prosperar e instruirse. Toda disposición o estatuto,
contrario a los principios establecidos en los artículos anteriores será de ningún efecto".
Esta cláusula, al igual que otras contenidas en el Reglamento, revelan la inexactitud en
que se incurre al sostener que el constitucionalismo del siglo XIX era individualista. La
preocupación por la cuestión social estuvo ya presente en los albores del
constitucionalismo argentino.
El Congreso se reservaba el ejercicio de la función legislativa, mientras que la función
ejecutiva era asignada al director, cuyo nombramiento correspondía al Congreso. Entre
otras facultades, tenía a su cargo la ejecución de las leyes; ser comandante en jefe de las
fuerzas armadas del Estado; ejercer la representación exterior de las Provincias Unidas;
iniciar, concluir y firmar tratados internacionales que debían ser aprobados por el
Congreso a los fines de su ratificación externa; ejercía el patronato; nombraba a los tres
secretarios, o ministros, que eran de gobierno, hacienda y guerra.
De manera similar al art. 18 de la Constitución de 1853/60, establecía que "Siendo las
cárceles para la seguridad y no para el castigo de los reos, toda medida que a pretexto de
precaución sólo sirva para mortificarlos maliciosamente, será corregida por los
tribunales superiores, indemnizando a los agraviados por el orden de justicia" (secc. 4,
cap. 3, art. 18).
Como antecedente del actual art. 19 de la Constitución, ordenaba que "Las acciones
privadas de los hombres, que de ningún modo ofendan el orden público, ni perjudiquen
a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados"
(secc. 7, cap. 1, art. 1). "Ningún habitante del Estado estará obligado a hacer lo que no
manda la ley clara y expresamente, ni privado de lo que ella del mismo modo no
prohíbe" (secc. 7, cap. 1, art. 2).
El Congreso concluyó su labor dando cumplimiento a otro de los grandes objetivos que
le fueron asignados. El 22 de abril de 1819 sancionó el primer texto constitucional
orgánico para el Estado.
65. Constitución de 1819
La Constitución de 1819, jurada solemnemente el 25 de mayo de ese año, en el marco
de un conflictivo proceso político interno cuya intensidad se incrementó hasta culminar
en la anarquía nacional, desde sus comienzos estuvo destinada al fracaso. Este hecho
quedó manifestado claramente cuando la Constitución no fue aceptada por la Banda
Oriental y las provincias de Corrientes, Entre Ríos y Santa Fe.
Hubo tres factores que condujeron al fracaso de la Constitución de 1819. En primer
lugar, el hecho de no precisar debidamente la forma republicana de gobierno que
acarreaba suspicacias sobre una eventual inserción de la monarquía constitucional,
forma de gobierno que, si bien había sido aceptada de manera coyuntural por algunas
figuras políticas destacadas como Manuel Belgrano, Acevedo, Castro Barros, Sánchez
de Loria y Pacheco de Melo, no contaba con la adhesión de la ciudadanía.
El segundo factor fue la organización unitaria del Estado, con apartamiento de los
precedentes del Cabildo abierto del 22 de mayo de 1810 y del sentimiento imperante en
el interior del país.
El tercer factor fue la paulatina pérdida de autoridad registrada en el gobierno central y
el consecuente surgimiento del caudillismo con su bandera de preservación de la
independencia originaria de las provincias.
En ese contexto político, se podría afirmar que los autores de la Constitución de 1819 se
prodigaron en forjar una obra teórica, plena de virtudes, aunque carente del realismo
indispensable. Pecaron ingenuamente en creer que la sanción de una norma jurídica
fundamental determinaría la automática sumisión a ella de los intereses y pasiones
políticas.
66. Constitución de 1826
Sancionada la Constitución de 1819, Juan Martín de Pueyrredón renunció al cargo de
director, para que se procediera a su cobertura conforme a las normas contenidas en
aquélla. El Congreso nombró director al general José Rondeau, cuya autoridad fue
desconocida por Gervasio Artigas, Francisco Ramírez y Estanislao López.
El enfrentamiento entre el Gobierno nacional y algunos gobiernos provinciales, culminó
el 1 de febrero de 1820 con la derrota de las fuerzas nacionales en la batalla de Cañada
de Cepeda. Tal hecho determinó la disolución del Congreso, la renuncia de Rondeau y
que el Cabildo de Buenos Aires resolviera crear una Junta de Representantes para el
gobierno local, la cual nombró gobernador a Manuel de Sarratea.
Para concretar la paz entre las provincias beligerantes y establecer ciertas bases que
permitieran revertir la anarquía existente, y así retornar al cauce de la unidad nacional,
se suscribieron entre ellas diversos tratados. Entre tales cabe citar el Pacto de Pilar del
23 de febrero de 1820 entre Buenos Aires, Entre Ríos y Santa Fe; el tratado de Benegas
del 24 de noviembre de 1820 entre Buenos Aires y Santa Fe, con la mediación de la
provincia de Córdoba; y el tratado del Cuadrilátero del 25 de enero de 1822 entre
Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes que, ante el fracaso del Congreso que
debía ser realizado en Córdoba, acordó que, de darse las condiciones convenientes, las
partes procederían a convocar un nuevo congreso constituyente.
Restablecido el orden interno, y considerando que estaban dadas las condiciones a tal
fin, el 6 de diciembre de 1824 Buenos Aires decidió invitar a las provincias para
constituir un nuevo congreso constituyente, el cual quedó instalado el 16 de diciembre
de ese año.
El 6 de febrero de 1826, el Congreso sancionó una ley que establecía un Poder
Ejecutivo permanente para ejercer las funciones que habían sido transferidas al gobierno
de Buenos Aires. El titular del órgano ejecutivo recibió la denominación de
"presidente". El 7 de febrero de 1826 el Congreso designó presidente de las Provincias
Unidas del Río de la Plata a Bernardino Rivadavia. El 4 de marzo el Congreso declaró a
la ciudad de Buenos Aires como capital del Estado y el 7 de marzo dispuso el cese del
gobierno de Buenos Aires.
En la sesión del Congreso Constituyente correspondiente al 14 de julio de 1826, la
comisión de negocios constitucionales informó que se habían pronunciado por la forma
federal las provincias de Córdoba, Mendoza, San Juan y Santiago del Estero. Por la
forma unitaria, las provincias de Salta, Tucumán y La Rioja. Por lo que decidiera el
Congreso, las provincias de Catamarca, San Luis y Corrientes. No habían emitido
expresamente su opinión las provincias de Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos,
Misiones y la Banda Oriental.
La comisión de negocios constitucionales, en su informe, proponía la adopción de la
forma unitaria por tres razones. La escasa población que había en algunas provincias
que no superaban los quince mil habitantes "esparcidos en distancias enormes"; la
inexistencia de recursos, en muchas de ellas, que les impedían "subvenir a las primeras
necesidades de la comunidad"; y la falta de una adecuada ilustración en la mayoría de
sus ciudadanos que los tornaban ineptos para conducir su propio gobierno autónomo
conforme a los principios republicanos.
Manuel Dorrego, en el seno del Congreso, apoyó firmemente la forma federal, y ofreció
soluciones transitorias para remediar temporalmente las razones expuestas por la
comisión. Entendía que reunían todas las condiciones para funcionar de manera
autónoma la Banda Oriental, Córdoba, Salta y Cuyo. Asimismo, se podían conformar
uniones transitorias entre Santa Fe y Buenos Aires; Entre Ríos, Corrientes y Misiones;
Buenos Aires y Santa Fe; La Rioja y Catamarca; Santiago del Estero y Tucumán.
El 24 de diciembre de 1826, el Congreso sancionó la Constitución imponiendo una
forma unitaria para la organización del Estado. Fueron pocos los integrantes de ese
cuerpo que expresaron su oposición a esa forma. Además de Dorrego, cabe citar a José
María Rojas, Pedro Cavia y Caviedes, Francisco Igarzábal, Evaristo Carriego, Mateo
Vidal, José Francisco de Ugarteche y Santiago Funes, entre otros.
La vigencia de la Constitución estaba condicionada a su aceptación por las dos terceras
partes de la provincias, incluida la Capital de la República.
Precisamente, este último requisito no tuvo cumplimiento. Ninguna provincia aceptó la
Constitución, de manera que no tuvo vigencia. Tal circunstancia determinó la renuncia
de Rivadavia el 30 de junio de 1827 y la posterior disolución del Congreso
constituyente. Antes de operarse la disolución, el Congreso ratificó la vigencia de la Ley
Fundamental del 23 de enero de 1825 y eligió presidente provisorio a Vicente López y
Planes.
Al restaurarse el poder soberano en las provincias, Buenos Aires constituyó su Junta de
Representantes y se procedió, el 12 de agosto de 1827, a designar gobernador a Manuel
Dorrego.

67. Constitución de 1853/60


La fase final del proceso preconstitucional se inició el 3 de febrero de 1852 con la
batalla de Caseros. La deposición del gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de
Rosas, por las fuerzas comandadas por Justo José de Urquiza, posibilitó la suscripción,
el 31 de mayo de 1852, del Acuerdo de San Nicolás. En virtud de él, y ratificando el
objetivo expuesto en el Pacto Federal de 1831, las provincias acordaron en convocar a
un congreso general constituyente para que sancionara la Constitución bajo la cual
quedarían políticamente unidas.
El 8 de noviembre de 1852, dando cumplimiento al acuerdo, el director provisorio de la
Confederación Argentina —Justo José de Urquiza— convocó al Congreso General
Constituyente que comenzó a funcionar el 15 de noviembre en la ciudad de Santa Fe.
El Congreso designó una comisión para que presentara un proyecto de Constitución.
Esa comisión, que estuvo integrada por Leiva, Gutiérrez, Gorostiaga, Díaz Colodrero,
Ferré, Zapata, Derqui y Del Campillo, concluyó su labor el 20 de abril de 1853. Tras
debatir el contenido del proyecto e introducir diversas modificaciones, el Congreso
General sancionó la Constitución el 1º de mayo de 1853, que fue promulgada el 25 de
mayo de ese año.
Posteriormente, el 9 de julio de 1853, la Constitución fue jurada solemnemente en la
Iglesia Matriz de Catamarca, oportunidad en la cual fray Mamerto Esquiú pronunció su
célebre sermón, en cuya parte final expresó: "Obedeced, señores, sin sumisión no hay
ley; sin leyes no hay Patria, no hay verdadera libertad: existen sólo pasiones, desorden,
anarquía, disolución, guerra y males de que Dios libre eternamente a la República
Argentina".
Los factores que habían impedido concretar la unidad nacional en 1816 y 1826 se
habían diluido. Con el correr de los años y el surgimiento de una nueva dirigencia
política, la división entre unitarios y federales había sido superada y sustituida por la
colisión entre el régimen autocrático de Juan Manuel de Rosas, merced al cual
sobrevivió la unidad nacional, y quienes aspiraban a instaurar los valores democráticos
del movimiento constitucionalista como fundamento de la organización nacional.
La Constitución sancionada en 1853 estableció la forma republicana de gobierno y la
forma federal del Estado. Regía para la Confederación Argentina de la cual no formaba
parte la provincia de Buenos Aires. Con motivo del levantamiento del 11 de septiembre
de 1852, Buenos Aires se había retirado de la Confederación Argentina y no envió sus
representantes al Congreso General Constituyente. Tal situación se mantuvo hasta 1859.
Tras la batalla de Cepeda, donde las fuerzas del Estado de Buenos Aires fueron
derrotadas por los ejércitos de la Confederación, se suscribió entre ambas partes el Pacto
de San José de Flores el 11 de noviembre de 1859. Por él se acordó la incorporación de
Buenos Aires a la Confederación y el reconocimiento de potestades de gobierno y
legislación a Buenos Aires sobre todas sus propiedades y establecimientos públicos, con
la salvedad de las aduanas exteriores que quedaban sujetas a la Nación. También se
convino que Buenos Aires debía convocar a una convención provincial para revisar la
Constitución Nacional de 1853 y formular las observaciones que su contenido pudiera
merecerle. Esas observaciones serían sometidas a la consideración de una convención
ad hoc convocada por el gobierno nacional y a la cual Buenos Aires enviaría sus
representantes.
El 5 de enero de 1860 se reunió la convención de Buenos Aires, en cuyo seno se integró
la comisión revisora con Bartolomé Mitre, Dalmacio Vélez Sarsfield, José Mármol,
Antonio Cruz Obligado y Domingo F. Sarmiento.
Finalmente, el 23 de septiembre de 1860 concluyeron las sesiones de la convención y
fue sancionado el texto constitucional definitivo.
Si bien el texto constitucional de 1853 establecía que ella no podía ser objeto de
modificaciones antes del transcurso de diez años, mal puede ser calificada de
inconstitucional la reforma realizada en 1860. La Ley Fundamental sancionada en 1853
tenía plena vigencia en las provincias que habían formado la Confederación Argentina,
pero no en la de Buenos Aires que no se había incorporado a ella y cuyas autoridades se
negaron a aceptar esa Constitución.
Como decíamos, Buenos Aires prosiguió siendo un Estado independiente que, recién
con motivo del Pacto de San José de Flores, acordó su fusión para conformar la Nación
Argentina. Al quedar constituido, al menos formalmente, un nuevo Estado con todas las
provincias, su organización definitiva recién concluyó en 1860. Este hecho determinó
que el proceso constituyente abierto en 1853 recién quedara concluido en 1860 y, por tal
razón, se hace referencia a la Constitución de 1853/60.
El contenido de esa Constitución reflejó cabalmente el pensamiento imperante entre sus
redactores que, a su vez, era fruto del ideal de Mayo y de los principios expuestos por la
generación de 1837, entre cuyos integrantes cabe destacar a Esteban Echeverría, Juan
Bautista Alberdi, Juan María Gutiérrez, José Mármol, Miguel Estévez Saguí, José
Barros Pazos y Pastor Obligado. Precisamente, y como bien lo destaca Alberto
Rodríguez Varela, en las palabras simbólicas del Dogma Socialista de Echeverría
encontramos varias referencias que permiten conocer aquel pensamiento: progreso,
fraternidad, igualdad, libertad, honor y sacrificio como móviles y normas de la conducta
social; así como confraternidad de principios y voluntad de erradicar los
enfrentamientos de las facciones.
Esas palabras simbólicas se pueden sintetizar en tres conceptos: libertad responsable,
dignidad y progreso. Conceptos que conforman la esencia de un sistema personalista y
que se proyectan sobre el ámbito político, económico y social.
Así, el ideal personalista de nuestra Constitución imponía la libertad política traducida
en la participación del pueblo en la designación de los gobernantes; en la distribución de
las funciones del poder entre órganos gubernamentales independientes y, a la vez,
interdependientes para evitar su concentración y su secuela inevitable que es el
despotismo. Esa libertad política fue plasmada en el articulado de la Constitución
referente a la organización y el funcionamiento del gobierno.
Ese ideal personalista imponía la libertad económica que, como enseñaba Alberdi,
acarrea el progreso económico y, por añadidura, el progreso espiritual y cultural. No se
trataba de una libertad individualista o materialista basada en el egoísmo, sino de una
libertad económica personalista que confluía en el bien común. La particular protección
dispensada a la propiedad privada en el art. 17 de la Constitución y el plan de acción
descripto en la cláusula del progreso (art. 75, inc. 18 CN) estaban encaminados a
concretar la promoción del bienestar general mencionado en el Preámbulo de nuestra
Ley Fundamental.
Las libertades política y económica debían, ineludiblemente, ser acompañadas por la
libertad en el ámbito social. Recordemos que una de las palabras simbólicas del Dogma
Socialista era la organización de la patria sobre la base democrática y que, para
Echeverría, la democracia no era una simple forma de gobierno sino un estilo de vida, la
esencia de un gobierno conformado para el logro del bien común. Una estructura que
permitiera a todos la más amplia y libre posibilidad de disfrutar de sus derechos
naturales. Esa libertad no equivalía al libertinaje porque el ejercicio de los derechos
debía adecuarse a la ley natural, reflejada en la ley positiva, para satisfacer el bien
común.
En síntesis, la libertad social importaba un estilo de vida basado sobre el cumplimiento
de la ley, la tolerancia, el respeto recíproco, el pluralismo, la educación y sin mengua de
la debida consideración que merecía la cuestión social. Cuestión social que Segundo V.
Linares Quintana bautizó con el nombre de "constitucionalismo social", y que estuvo
presente en nuestros más remotos antecedentes constitucionales.
Es evidente que la Constitución de 1853/60 respondió a la concepción personalista
propiciada por sus autores y la dirigencia social y política. Era una idea política
dominante en tales sectores, aunque no podemos sostener con certeza que ella imperaba
en la sociedad. Podríamos afirmar que era una idea dominante en la sociedad si
aceptamos que la Constitución de 1853/60 fue consecuencia del legado criollo en la
conformación de la identidad argentina.
Pero, incluso aceptando que la idea personalista tenía carácter dominante en la
dirigencia social y política, aunque no en la sociedad, el prestigio y representatividad
que tenía esa dirigencia gravitó para que su idea dominante fuera aceptada por el
pueblo.
Si bien es cierto que, al tiempo de ser sancionada la Constitución existía una amplia
brecha entre el orden político y el orden constitucional, también es cierto que, en los
siguientes sesenta años, ella se redujo sensiblemente. Bajo la inspiración del ideal
personalista se registró una intensa evolución progresista en el país. Se estaba
concretando el vaticinio de fray Mamerto Esquiú cuando decía: "La acción de la carta
constitucional es vastísima y se halla en oposición casi a toda la actualidad de la
República; es una savia que tiene que penetrar enmarañadas y multiplicadas fibras, que
necesita mucho tiempo para vivificar to talmente el sistema".
Durante ese lapso se incrementó la libertad en el ámbito político. Mitre organizó al
Poder Judicial e integró la Corte Suprema de Justicia cuya composición fue
rigurosamente respetada hasta 1947. Comenzaron a surgir fuerzas políticas organizadas
en torno de principios y figuras carismáticas que distaban de ejercer un liderazgo similar
al de los caudillos populistas del pasado. Durante sesenta años el país fue gobernado por
una elite política abierta a la movilidad social y reacia a la estratificación, y si bien la
libertad política presentaba importantes falencias destacadas por los propios integrantes
de esa elite, como Carlos Pellegrini, existía una firme voluntad política para erradicarla.
Una muestra elocuente fue la sanción, en 1912, de la ley Sáenz Peña para garantizar la
libertad del sufragio y asegurar la representación política de las minorías. La riqueza de
los debates en las cámaras del Congreso que precedieron a la sanción de la ley puso de
manifiesto la firme decisión de la dirigencia política en ese sentido, y a pesar de los
reparos expuestos por Julio Argentino Roca (h.), para quien el país no estaba
culturalmente preparado para asimilar los efectos de aquella ley. Ese incremento de las
libertades políticas fue uno de los factores que trabó el desarrollo de las corrientes
transpersonalistas representadas por el anarquismo y el marxismo.
También fue significativo el crecimiento de la libertad económica, con el consiguiente
desarrollo y progreso del país. La instalación de redes ferroviarias, la construcción de
puentes y caminos, las líneas telegráficas, la colonización agraria, la exportación de
productos agropecuarios, la promoción de ciertas industrias como la azucarera y textil,
la instalación de fábricas, la regulación legal de la actividad comercial, el aporte de los
hábitos económicos y capitales de la inmigración europea, la política del libre cambio
sin perjuicio de la desprotección que representó para las economías regionales,
impulsaron al país a alturas inimaginables sesenta años antes y permitieron superar los
efectos de la crisis de 1888. Existían asignaturas pendientes, pero el proceso evolutivo
basado sobre la libertad permitía presagiar su cumplimiento.
La libertad social no quedó a la zaga. Sarmiento había impulsado, como nadie lo había
hecho hasta ese entonces, la educación popular para que "la montonera no se levante" y
"para que no haya vagos". Fundó colegios nacionales en varias localidades del país, el
Colegio Militar de la Nación, la Escuela Naval Militar, y otorgó primacía al progreso
intelectual y moral como instrumento para concretar un progreso económico global y
justo. Su obra fue continuada por los sucesivos gobiernos nacionales y provinciales. En
el ámbito universitario, Joaquín V. González se esmeró por difundir la cultura
democrática.
El aporte inmigratorio fomentado por la generación de 1837, y a pesar de los reparos
expuestos por ciertos sectores estratificados de la generación de 1880, fue concretado
bajo el manto protector del art. 20 de la Constitución. La inmigración fue espontánea,
atraída por la libertad y el progreso que no podía disfrutar en su tierra natal. La cuestión
social no fue dejada de lado, como lo demuestra el proyecto de Código del Trabajo que
elaboró Joaquín V. González durante la segunda presidencia de Roca. Sus disposiciones
fueron incorporadas a las leyes laborales sancionadas durante este período, en algunas
de las cuales se inspiró Alfredo Palacios.
68. Reforma constitucional de 1866
El texto constitucional de 1853 establecía, en su art. 4º, que entre otros recursos, los
fondos del tesoro nacional se integraban con los "derechos de importación y
exportación". En el texto definitivo de 1860, se agregó que la titularidad de esos
derechos se extendía hasta el año 1866.
Asimismo, en el texto de 1853, el actual art. 75, inc. 1º, entonces art. 67, inc. 1º,
disponía que el Congreso podía establecer los derechos de importación y exportación.
En 1860 se acordó mantener la referencia a los derechos de importación y se agregó que
también podía "Establecer igualmente los derechos de exportación hasta 1866, en cuya
fecha cesarán como impuesto nacional, no pudiendo serlo provincial". Esta prohibición
de gravar las exportaciones registra su fuente en el art. 1º, Sección IX, apartado 5º de la
Constitución de los Estados Unidos de América.
En 1866, los partidarios de la reforma constitucional consideraban que la caducidad que
preveía la Constitución iba a reducir considerablemente los recursos que la Nación
necesitaba para afrontar la guerra con el Paraguay, cuya finalización era incierta.
Se oponían a la reforma las provincias del litoral, particularmente Entre Ríos y los
autonomistas de Buenos Aires, porque la caducidad del gravamen beneficiaba el flujo
de sus productos al exterior preservando el federalismo como consecuencia de la
riqueza y progreso de las provincias productoras de bienes exportables.
El 12 de septiembre de 1866 la Convención Reformadora convocada para suprimir del
texto constitucional la referencia a la caducidad que se iba a operar ese año respecto de
los derechos de exportación así lo dispuso.
El art. 4º de la Constitución recibió el contenido que tiene en la actualidad. En cuanto al
entonces art. 67, inc. 1º, se suprimió la cláusula incorporada en 1860 que imponía la
caducidad de los derechos de exportación.
En definitiva, y sin límite temporal, el Congreso quedaba facultado para establecer
derechos de exportación, cuyos fondos ingresaban al tesoro nacional, sin que ese
gravamen pudiera ser fijado por las provincias ni coparticipable con ellas.
Como hemos visto, el art. 1º, Sección IX, apartado 5º, de la Constitución de los Estados
Unidos de América establece que es inviable aplicar derechos o impuestos sobre las
exportaciones de bienes, sin que interese que el monto del gravamen sea ínfimo. Los
bienes destinados a la exportación están sujetos a todas las tributaciones impuestas a
bienes similares que no se producen con ese destino, pero no puede ser gravado el acto
de la exportación. En tal sentido, la Corte Suprema de ese país tuvo oportunidad de
declarar la invalidez de los impuestos federales establecidos sobre los conocimientos de
embarque extranjeros, las pólizas que aseguran la carga durante el trayecto de la e
xportación y sobre los contratos de flete para el transporte de mercaderías hacia el
exterior(22) .
El objetivo es fomentar la producción de esos bienes cuya exportación acarrea un
incremento en la comercialización local, con el consecuente incremento de la
recaudación fiscal local.
69. Reforma constitucional de 1898
La Convención Reformadora constituida en Buenos Aires el 24 de febrero de 1898
resolvió modificar los actuales arts. 45 y 100 de la Constitución.
El art. 45, antes de la reforma establecía que correspondía elegir un diputado "por cada
veinte mil habitantes, o de una fracción que no baje del número de diez mil".
Considerando que la rigidez de la cláusula conducía a un desmesurado incremento del
número de diputados nacionales, los convencionales decidieron que el número de
diputados era de uno por cada treinta y tres mil habitantes o fracción que no baje de diez
mil quinientos. Asimismo, para dotar de mayor flexibilidad al texto constitucional y
evitar que la causa de la reforma se presentara nuevamente, resolvieron que "Después
de la realización de cada censo, el congreso fijará la representación con arreglo al
mismo, pudiendo aumentar pero no disminuir la base expresada para cada diputado".
Es la actual redacción del art. 45, que no ha sido respetada desde 1983. No solamente
porque el Congreso no adecuó la representación al incremento de habitantes resultante
de los censos nacionales, sino también por otorgar, a los habitantes de algunas
provincias, la facultad de nombrar un número de diputados mayor al que le
correspondería por la cantidad de personas que residen en sus territorios.
El actual art. 100 de la Ley Fundamental prescribía la existencia de cinco ministerios y
el ámbito de la competencia de cada uno de ellos: interior; relaciones exteriores;
hacienda; justicia, culto e instrucción pública; guerra y marina.
Sin cambiar el "ministerio constitucional" por el "ministerio legal", los convencionales
de 1898 decidieron elevar a ocho el número de ministerios y facultaron al Congreso
para deslindar "los ramos del respectivo despacho de los ministros".
La reforma constitucional de 1994, al suprimir el número de ministerios y facultar al
Congreso para establecer la cantidad que considere conveniente, sustituyó el "ministerio
constitucional" por el "ministerio legal".
70. Reforma constitucional de 1949
La reforma de 1949 introdujo amplísimas e importantes modificaciones en el texto
constitucional, en función de la ideología política que inspiró la actuación del régimen
autoritario imperante en ese momento. Tales reformas configuraron un cambio
sustancial en el sistema constitucional argentino que abarcó no solamente la
estructuración de los órganos gubernamentales, sino también la fisonomía filosófica del
concepto de libertad. La trascendencia institucional de esa reforma permite afirmar que
se trató de la sustitución de la Constitución de 1853/60 por una nueva Ley Fundamental.
La concepción autocrática que inspiró la reforma, la alteración del régimen democrático
constitucional y el incumplimiento de ciertos requisitos establecidos por el art. 30 de la
Constitución motivaron que algunos autores tacharan de inconstitucional la labor de los
convencionales de 1949.
La ley 13.233, promulgada el 3/9/1948, disponía que se declaraba la necesidad de
reformar totalmente la Constitución, en tanto que la Convención quedaba facultada para
"la revisión y reforma de la Constitución Nacional, a los efectos de corregir sus
disposiciones para la mejor defensa de los derechos del pueblo y del bienestar de la
Nación" (art. 1º). Si al Congreso le corresponde declarar la necesidad de la reforma,
debe explicitar cuáles cláusulas deben ser modificadas para satisfacer aquella necesidad,
la cual debe ser enunciada por el legislador y no por el convencional. Tal había sido el
criterio adoptado con motivo de las reformas constitucionales de 1866 y 1898.
Además de estos obstáculos constitucionales, existían serios reparos democráticos para
convalidar la reforma. El primero de ellos consistía en que el objetivo real de la reforma
residía en permitir la reelección del entonces presidente Juan D. Perón, tal como lo
proclamaron públicamente varios de sus subordinados. A ello se añadía el autoritarismo
gubernamental que se tradujo en una serie de hechos concretos. La promoción de un
proceso de remoción contra los jueces de la Corte Suprema que habían descalificado la
validez de una serie de normas forjadas por Perón cuando fue ministro y vicepresidente
del gobierno de facto que provocó la ruptura del orden constitucional en 1943. También
la clausura de numerosos medios de prensa por las críticas que emitían en perjuicio de
Perón. Otro tanto, la intervención autoritaria en las universidades y la corrupción
gestada en la administración pública con los privilegios económicos concedidos a
ciertos personajes del régimen. La campaña de odio y resentimiento que se reflejaba en
la publicidad oficial. Todos estos factores, y muchos más, decidieron a los
convencionales radicales a retirarse del órgano reformador el 8/3/1949, cuando Moisés
Lebensohn proclamó que "La representación radical desiste de seguir permaneciendo en
este debate, que constituye una farsa".
La Convención Reformadora se constituyó el 24 de enero de 1949 y concluyó con su
cometido el 11 de marzo de ese año. Su producto fue generado por dos factores: el
creciente nacionalismo desarrollado desde 1920 y sujeto a la influencia del fascismo
italiano y cierta cuota de resentimiento social propia del nacional-socialismo alemán,
unido todo ello al rechazo irracional de las ideas liberales políticas, económicas y
sociales adoptadas fervorosamente por los gestores de la Constitución de 1853/60.
71. Reforma constitucional de 1957
El 16 de septiembre de 1955 se inició, en todo el país, un movimiento cívico militar
que, bajo el nombre de Revolución Libertadora, se desarrolló con el objeto de deponer
al entonces presidente de la República y desarticular el régimen autocrático que había
impuesto. Concluyó tres días después con la renuncia de Perón.
El 27 de abril de 1956, bajo la presidencia de facto de Pedro E. Aramburu, el gobierno
dispuso mediante una proclama declarar vigente la Constitución Nacional "sancionada
en 1853, con las reformas de 1860, 1866 y 1898, y exclusión de la de 1949". Tal acto
fue ratificado por decreto del 1º de mayo de 1956.
El 12 de abril de 1957, mediante el decreto-ley 3838/1957, el Gobierno declaró la
necesidad de la reforma constitucional, detalló el temario de la eventual reforma y
convocó a la elección de una convención reformadora. Fue la primera vez que un
gobierno de facto se arrogó la potestad preconstituyente, aunque no la constituyente.
Para legitimar la convocatoria, el gobierno invocó su carácter revolucionario, que lo
diferenciaba de un simple gobierno de facto. Asimismo, en la convocatoria se declaró la
necesidad de considerar la reforma parcial de la Constitución de 1853/60, con las
reformas introducidas en 1860 y 1898.
La amplitud del articulado que la Convención quedaba habilitada a reformar revelaba
que la finalidad de la convocatoria no se circunscribía al simple restablecimiento del
texto anterior a la reforma de 1949. Diversos factores gravitaron sobre semejante
decisión. Quizás el más importante residía en la división operada en el seno de la Unión
Cívica Radical que condujo, a ambos sectores, a introducir cláusulas afines a las
contenidas en el texto de 1949 para buscar una aproximación al peronismo que
decidiera el triunfo electoral de alguno de aquéllos en los comicios generales previstos
para 1958. A ello se añadía el esnobismo constitucional que dominaba en casi todas las
fuerzas políticas como consecuencia del renacimiento de las libertades conculcadas a
partir de 1946. Ese renacimiento estuvo desprovisto de todo límite, sensatez y
autocrítica. Todos se proclamaban más demócratas que el más auténtico de los
demócratas, lo que desembocó en una competencia para determinar quién era el más
audaz e innovador para abordar la reforma constitucional.
El 30 de agosto de 1957 se inició la primera sesión de la Convención Reformadora de
carácter preparatorio. Los representantes de la Unión Cívica Radical Intransigente, cuyo
titular era Oscar Alende, decidieron retirarse del recinto. Basaron su decisión en que el
gobierno carecía de facultades para abordar una reforma constitucional al margen de su
art. 30, porque la Convención solamente podía ser convocada por el Congreso.
Entendían que primero se debía normalizar el funcionamiento de las instituciones, para
luego decidir sus integrantes si iban, o no, a ejercer la función preconstituyente que les
asigna la Ley Fundamental. Asimismo, reiteraron su plena adhesión al Programa de
Avellaneda del 4 de abril de 1945, uno de cuyos redactores había sido Arturo Frondizi.
El Programa de Avellaneda, al margen de apuntar a la preservación de las instituciones
y libertades políticas, propiciaba una reforma social, la intervención estatal en la
economía y educación, el laicismo y un sesgo social-demócrata sin renegar de los
valores básicos del liberalismo. En rigor, el programa se aproximaba a los principios
que con posterioridad esbozó el peronismo. En ambos casos había un sustento populista,
aunque en el Programa Avellaneda no había relación alguna con el sistema fascista que
propició y aplicó el peronismo entre 1946 y 1955.
El retiro de los 77 convencionales de la Unión Cívica Radical Intransigente, a los cuales
acompañaron los dos convencionales del Partido Demócrata Autonomista Conservador
Popular de Corrientes y el único convencional de la Unión Federal, desarticuló la
legitimidad de la Convención. De los 208 convencionales elegidos, sólo permanecieron
128, a los cuales en forma inmediata se añadieron otros representantes de grupos por
cierto minoritarios, dos por el Partido Laborista y uno por Partido de los Trabajadores.
La labor de la Convención fue tortuosa y breve. Dispuso incorporar, dentro del marco
del constitucionalismo social ya esbozado en los documentos constitucionales del
Estatuto de 1815 y Reglamento de 1817, el actual art. 14 nuevo o bis. También
modificó con la ampliación del actual art. 75, inc. 12, al facultar al Congreso para
sancionar los códigos del trabajo y seguridad social.
El 25 de octubre se retiraron de la Convención los radicales sabattinistas del
Movimiento de Intransigencia Nacional dirigidos por Mario Roberto y once
convencionales del Bloque de Centro. Fue un golpe de gracia para la Convención que,
al no contar con el quórum necesario para funcionar, dispuso clausurar sus sesiones el
14 de noviembre de 1957.
72. Reforma de facto de 1972
El 24 de agosto de 1972, el gobierno de facto de la Revolución Argentina dictó un
estatuto que reformaba la Constitución. Este Estatuto preveía su vigencia hasta el 24 de
mayo de 1977, pero si una convención constituyente no decidía su incorporación
definitiva al texto constitucional o su derogación total o parcial antes del 25 de agosto
de 1976, su vigencia quedaba prorrogada hasta el 24 de mayo de 1981.
Previamente, el gobierno de facto designó una comisión asesora para el estudio de la
reforma institucional. Estuvo integrada por prestigiosos juristas y politólogos: Germán
Bidart Campos, Carlos Bidegain, Natalio Botana, Carlos Fayt, Mario Justo López, Julio
Oyhanarte, Roberto Peña, Pablo Ramella, Adolfo Rouzaut, Alberto Spota y Jorge
Vanossi. A su vez, la Fundación Rizzuto, organizó un ciclo de conferencias en la cual
otros distinguidos juristas, como Segundo V. Linares Quintana, César Romero, Carlos
Sánchez Viamonte y Sebastián Soler manifestaron su abierta oposición a toda reforma
constitucional que se concretara al margen del art. 30 de la Ley Fundamental, sin
perjuicio de resaltar que ella era absolutamente innecesaria.
La Comisión Asesora para el Estudio de la Reforma Institucional emitió opiniones
sobre la viabilidad de la reforma constitucional y sobre el procedimiento de reforma, así
como sobre sus fundamentos y contenido. Las opiniones de sus integrantes no fueron
unánimes. Algunas de ellas, respondiendo a los objetivos del gobierno, procuraban
encontrar una solución política a la gravísima crisis global que afrontaba el país como
consecuencia de la presión ejercida por el peronismo —cuya proscripción fue
abortada— y por el amplío desenvolvimiento de los grupos terroristas unido al
desprestigio de los sucesivos gobiernos cívico-militares. Una vez más, se incurría en el
error de creer que mediante la reforma de la Ley Fundamental por cualquier medio y al
margen de la voluntad popular se podía encontrar una solución razonable para aquella
crisis. La reforma era la panacea y no el estricto cumplimiento de la Constitución.
Fue la primera vez que un gobierno de facto procedió a reformar directamente la Ley
Fundamental, usurpando la función constituyente sin dar intervención alguna al pueblo
a través de sus representantes reunidos en una convención reformadora. De todos
modos, cabe recordar que esa reforma, manifiestamente inconstitucional, fue aceptada y
convalidada por los partidos políticos mayoritarios.
Las enmiendas introducidas en 1972 se limitaron a la parte orgánica de la Constitución.
Se unificaron los mandatos de diputados y senadores en cuatro años; se elevó a tres el
número de senadores por cada provincia y la Capital Federal, elegidos en forma directa;
el mandato presidencial se redujo a cuatro años, al tiempo que se permitió su reelección
por un período; la elección era directa y por mayoría absoluta de votos; el juicio político
para los jueces de los tribunales inferiores debía desarrollarse ante un jurado integrado
por miembros de los poderes Legislativo y Ejecutivo y por abogados; la duración de los
mandatos de los legisladores y gobernadores provinciales debía ser igual al de los
cargos correlativos nacionales y su elección, simultánea con la de éstos. Además, se
preveían importantes modificaciones destinadas a brindar mayor agilidad a la actuación
del Congreso.
Estas reformas, con la salvedad de las electorales, aplicadas en los comicios de 1973, en
la práctica no tuvieron vigencia y caducaron formalmente en 1981. Muchas de ellas
fueron reincorporadas con la reforma constitucional de 1994, a través de la propuesta
concretada por el radicalismo en el Pacto de Olivos celebrado entre Carlos Menem y
Raúl Alfonsín.
73. Reforma constitucional de 1994
Dejando al margen la reforma de 1972 por su manifiesta inconstitucionalidad, a pesar de
haber sido avalada por algunos dirigentes políticos que, en 1994, se esmeraron por
incorporar el actual art. 36 de la Ley Fundamental, lo cierto es que a partir del año 1957
permanentemente se expresaron voces que propiciaban la reforma de la Constitución
Nacional. En ciertos casos, respondían a transitorias pasiones políticas y, en otros, a
concepciones ideológicas transpersonalistas totalmente extrañas a la doctrina humanista
o personalista que nutre la Constitución vigente.
El proceso propiciando la reforma constitucional adquirió carácter oficial cuando el
presidente Raúl Alfonsín decidió crear el Consejo para la Consolidación de la
Democracia, mediante el decreto 2446/1985 del 24/12/1985.
En 1987 el Consejo presentó un informe destacando la conveniencia de una reforma
parcial de la Constitución.
La obra proyectada por la Comisión se frustró cuando, después de los comicios de 1987,
el partido político gobernante quedó desprovisto de las mayorías necesarias para
impulsarlo. De todas maneras, gran parte de las propuestas de ese Consejo fue
incorporada por la Convención Reformadora de 1994.
Ninguno de esos proyectos llegó a la etapa previa de convocatoria a una convención
reformadora. La sanción de la ley 24.309, el 29/12/1993, revirtió dicha situación aunque
estuvo precedida y seguida por un proceso político cuyas anomalías resintieron
seriamente la legitimidad de la reforma que, solamente con el transcurso del tiempo y el
acatamiento de la ciudadanía, será posible revertir.
Dos importantes figuras de la política argentina, Raúl Alfonsín y Carlos Menem,
arribaron sorpresivamente a un acuerdo el 14 de noviembre de 1993 sobre el contenido
que debía tener la reforma de la Constitución. En el llamado "Pacto de Olivos",
concertado sin debate previo, sin publicidad, sin conocimiento de la ciudadanía y a
espaldas de los partidos políticos que aquéllos representaban, quedaron especificados
los temas para la reforma.
Ese acuerdo, que posteriormente mereció la aprobación impuesta coercitivamente por
las estructuras partidarias de aquellas figuras políticas, fue sometido a la Cámara de
Diputados que, tras un breve y superficial debate, procedió a su aprobación. Otro tanto
hizo el Senado, aunque con una ligera modificación respecto de la duración del mandato
de quienes integran ese cuerpo. Finalmente, fue promulgada la ley 24.309.
En virtud de ella, y tal como constitucionalmente corresponde, la ciudadanía fue
convocada a un acto comicial. En ese acto, según las opiniones vertidas por prestigiosos
analistas del comportamiento electoral, la votación estuvo más encaminada a premiar o
castigar a ciertos dirigentes y partidos políticos que a emitir un juicio sobre la eventual
reforma constitucional y su contenido.
A ello se añadió un total desconocimiento, por parte de la ciudadanía, no solamente
sobre el contenido de la reforma propuesta, sino inclusive sobre los alcances y valores
de la Constitución. Todo parecía circunscribirse al problema de la reelección
presidencial con explícita referencia a la persona que ejercía la presidencia de la Nación
y a la necesidad de preservar el protagonismo político por parte de un ex presidente de
la República.
Esa situación resintió la legitimidad del proceso reformador con los alcances asignados
por la ley 24.309, porque el concepto de legitimidad es de carácter político y no
aritmético. Refleja un consenso manifiesto del pueblo sobre la oportunidad y necesidad
de introducir ciertas modificaciones en la Constitución para suprimir los obstáculos que
impiden alcanzar los fines perseguidos por una comunidad nacional. Pero mal puede
existir ese consenso cuando no se conoce debidamente la Constitución ni el contenido y
efectos de la reforma propiciada.
La Convención Reformadora comenzó a funcionar el 25 de mayo de 1994 y concluyó su
labor con la sanción de las reformas y la redacción del texto constitucional ordenado,
que fue publicado en el Boletín Oficial del día 23 de agosto de 1994, entrando en
vigencia al día siguiente de su publicación.
Con la reforma de 1994, la Constitución está integrada por 129 artículos, o si se quiere
130 con la inclusión del art. 14 nuevo, al tiempo que está complementada por 17
disposiciones transitorias de vigencia limitada.
Es una reforma importante por su extensión, con la salvedad de la de 1860 y la breve
vigencia de la Constitución neo-fascista de 1949. Pero no es una reforma
necesariamente importante por su contenido, ni tampoco puede ser presentada como
generadora de una nueva constitución.
Ella no altera la finalidad de la Constitución de 1853/60, de modo que es incorrecto
hablar de una nueva constitución y sí de un texto reformado con el cual el país afrontará
la problemática del siglo XXI. Prosigue siendo una Constitución personalista, cuyo
único objetivo es concretar la libertad y la dignidad del ser humano como máximos
valores en una escala axiológica a los cuales se subordinan la grandeza del Estado, la
superioridad de una clase social y cualquier otro valor transpersonalista autoritario.
La inclusión de presuntos nuevos derechos y garantías en realidad no es tal. Todos ellos
ya estaban previstos con amplia generosidad, explícita o implícitamente, en el texto
anterior. Pero la inserción constitucional de algunas modalidades de esos derechos
preexistentes obliga a efectuar un intenso y honesto esfuerzo interpretativo para evitar el
absurdo de que se otorgue a ciertos derechos, en el ámbito individual o social, mayor
jerarquía que a los restantes. Todos ellos son, en definitiva, la institucionalización de
diversas manifestaciones de una especie única: la libertad y la dignidad del ser humano,
que imponen el deber de armonizarlos mediante leyes reglamentarias.
En la organización del gobierno, la reforma fundamental reside en ampliar los poderes
del presidente de la República y permitir su reelección inmediata, al tiempo que se
reduce el mandato a cuatro años. Podrá dictar decretos de necesidad y urgencia sobre
materias legislativas y, con autorización del Congreso, sancionar leyes como acontece
en algunos sistemas parlamentarios europeos. Ese incremento de poderes conlleva
asignar al Congreso una importante responsabilidad de control que, si no claudica de
sus atribuciones por lealtades partidarias, permitirá preservar el equilibrio de los poderes
como garantía eficaz para evitar la concentración del poder en el presidente, con su
secuela inevitable de ejercicio abusivo y autoritario.
Se mantiene la forma federal de Estado, con reformas impositivas y económicas cuyas
bondades dependerán de una prudente y eficaz legislación reglamentaria. Asimismo, se
asigna autonomía a la ciudad de Buenos Aires, que tendrá su propio gobierno político
aunque, mientras siga siendo capital de la República, su poder será limitado por la ley
del Congreso que se sancione para garantizar los intereses del Gobierno nacional.
Superada la euforia constituyente y el esnobismo constitucional que inspiraron la
reforma, es necesario que se imponga el equilibrio merced a una prudente y correcta
interpretación de sus cláusulas, objetivo no concretado hasta el presente. Una vez más,
ello será posible a través de la educación del ciudadano y del ejemplo ético de los
gobernantes. Porque una Constitución no es solamente una ley fundamental sino, antes
que ello, un símbolo nacional que explicita los fines de la sociedad argentina y un
instrumento de gobierno que debe ser cumplido fielmente para la plena vigencia de un
Estado de Derecho.
Nada mejor, a tales fines, que tener presentes las sabias palabras pronunciadas por fray
Mamerto Esquiú al ser jurada la Constitución en 1853 en la Iglesia Matriz de
Catamarca: "Los hombres se dignifican postrándose ante la ley, porque así se libran de
arrodillarse ante los tiranos". Plausible recomendación que apunta a la vigencia del
Estado de Derecho, con su secuela de seguridad jurídica, mediante el estricto
cumplimiento de las leyes, por el cual deben bregar, sin claudicaciones, tanto los
gobernantes como los gobernados.

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