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EL PRECIO DE QUERER HACER ALGO EN LA

VIDA (sobre Pretérito imperfecto de Carlos


Castilla del Pino)
 Luis Fernández-Castañeda

Acabo de leer el primer tomo de la autobiografía de Carlos Castilla del


Pino, Pretérito imperfecto, con motivo de su reciente fallecimiento
(2009) y encuentro en él tres zonas oscuras que incitan a pensar. Las
dos primeras son un auténtico shock cuando se leen por primera vez.
Pero pongámonos en antecedentes. 

El libro es impresionante como testimonio, y se entiende que una


fuerza interior le llevara a escribirlo. En una entrevista de 2005
(accesible en youtube), confirma que era una necesidad para él, y lo
sitúa como testimonio frente a la historia. Dice, con toda la razón, que
cuando uno hojea un libro sobre la historia de Carlos III o de los
Austrias, pongamos por caso, lee un acontecimiento detrás de otro, o
grandes cuadros que se suceden, pero no tiene idea de lo que se
sentía y sufría en aquella época. Por eso mismo, para dejar testimonio
de ello, escribió el libro. Y desde luego el testimonio impresiona. En
primer lugar, de la guerra civil y la vida en los pueblos de España por
entonces y, en segundo lugar, testimonio de una enorme lucha
personal por ser algo en la vida, por superar unas circunstancias muy
difíciles. Hoy (por 2005) cree Castilla del Pino que las circunstancias
han cambiado: uno de los grandes problemas es que somos muchos,
y la competencia aumenta. La lucha por la vida está solucionada
-excepto para una minoría de pobres, nos recuerda-, pero por lo que
hoy se lucha es por el éxito. Y para llegar al éxito hay muchos más
competidores. De modo que antes era la lucha por la vida, y quienes
conseguían superar este escalón, tenían más a mano el éxito, o
incluso el éxito era haber solucionado el problema de vivir. Hoy ese
problema está solucionado (hay que recordar que es 2005 y no hay
signos de crisis), pero en cambio eso no supone nada; lo difícil es
triunfar. (Recuérdese el repetidísimo formato televisivo Operación
triunfo, y sus grandes audiencias). Todo ello conforma una sociedad
donde aumenta la incomunicación, puesto que entre competidores las
relaciones humanas hay que mantenerlas en ciertos límites
necesarios para el propio triunfo. No pronostica una sociedad
precisamente en que den ganas de vivir, y eso está relacionado con
el aumento de la depresión. De todo ello da cumplida cuenta, y en
España fue pionero. 

Después de unas cuantas páginas sobre su infancia, el golpe viene


cuando dice poco más o menos que menos mal que murió su padre.
No quiero buscar las palabras literales, para qué. Se destila de ellas
una frialdad extraordinaria que además parece contradecir todo lo
que, con cariño, estaba contando de él. Hay aquí una zona oscura
premonitoria. Pero eso no es nada. Lo gordo viene casi al final del
libro. Metámonos en circunstancias: después del apasionante y
durísimo relato de la guerra civil que vivió y del final de sus estudios
de bachillerato, comienza el de sus estudios de medicina en Madrid,
estudios costeados por su madre y resto de familia. Cada año, el
dinero de la familia es menor, y el autor conoce la penosa situación
familiar. ¿Hace algo? No, que se sepa. Estudia y trabaja casi
inhumanamente, es cierto, pero parece desentendido de su familia (ni
cuando por fin gane un sueldo se le ocurre ayudarles, si es que lo
necesitaban, cosa que tampoco se sabe bien). Páginas atrás señala (y
ya es repetición) que se sentía distante de ellos, que con sus
hermanas no tenía nada que hablar. En fin, la vida sigue, la madre
muere y, páginas adelante, dice simplemente que en una ocasión en
que le hace falta dinero funde la alianza de oro de su madre para
venderla. En las primeras páginas afirmaba que su madre no era
especialmente afectuosa. Parece que siempre estuvieron un tanto
distanciados. Sin embargo, la madre aparece una y otra vez en su
infancia y juventud, le apoya mucho, y en muchas ocasiones se
puede palpar el amor que tiene por su hijo, al que él parece
corresponder. Pues bien, el autor, que presume en una nota de
guardarlo todo (y así lo demuestra en su libro muchísimas veces,
sacando a relucir objetos que guarda en su casa y que provienen de
su más lejana infancia), ¡se desprende a las primeras de cambio de la
alianza de su madre! A estas alturas, el lector es consciente de que
algo falla en la autobiografía, y que eso que falla y falta puede
tomarse como modelo de lo que falla y falta en todas las demás, y
advertencia quizá inútil por si quiere hacer la suya. Inútil porque la
autobiografía es el relato personal que hago de mi vida, es decir, bajo
qué categorías la he concebido y proyectado, qué he valorado, qué
me pareció importante y qué no. Es mi propia versión de la película,
aquella a la que me he mantenido fiel y de la que no podría
desprenderme sin renunciar a mi identidad. Incluso si en determinado
momento rechazo la versión que me había contado y la sustituyo por
otra, una de las partes de la nueva, y no la de menor importancia,
será la del rechazo de la primera, es decir: yo seré, en primer lugar,
quien dijo no a esa forma de entender las cosas... Las zonas oscuras
señalan el comienzo de versiones que la versión del autor en la
autobiografía deja de lado. En unos casos por inadvertencia, en otros
conscientemente, pero en ambos de forma muy efectiva. Pero lo raro
en una autobiografía, y lo que la hace preciosa -en el sentido de
valiosa por poco común-, es que esas zonas aparezcan, como quien
dice, a la luz del día. Normalmente ha de ser un biógrafo experto el
que, contrastando documentos y testimonios, dé cuenta de las
diferencias significativas entre lo que uno dice de sí mismo, por una
parte, y lo que hizo y dicen los demás, por otra. En Castilla del Pino
esas zonas oscuras emergen por propia decisión del autor. Es más
que un gesto valiente. 
Vayamos a la tercera zona oscura. La segunda mitad del libro, como
mínimo -aprecia el lector-, es el relato de su consolidación
profesional. Él mismo recoge el testimonio de compañeros para los
que la mejor forma de definirle era un obús derecho a su objetivo. De
no otra cosa habla en cientos de páginas. En ningún momento aburre,
porque el relato está hecho con pasión y siempre interesará al lector
la narración de cómo una persona se alza sobre unas circunstancias
muy difíciles y consigue doblegarlas e imponerse en medio de un
mundo hostil. Es en cierto modo la novela de un superviviente, y es
un deleite leer, cómodamente apoltronado, cómo un semejante,
durmiendo tres horas, ocupándose de todo, dejándose las pestañas y
a pesar de todos los pesares, consigue triunfar. Para el lector es como
si triunfara la justicia en el mundo, y sale redimido de la lectura, quizá
incluso con ganas de emular ese ímpetu tan constante que acaba
siendo heroico. Y también avisado por el autor: pues narra muchas
autodestrucciones, nos dice que hay muchos modos de acabar con
uno mismo, y que no son reversibles, que una vez que empieza el
lento proceso de autodestrucción no hay quien lo pare, y trabamos
contacto con personas reales, con casos clínicos y no clínicos, que nos
dejan esto bien a las claras. También hay muchos ejemplos de cómo
no llegar a la excelencia, de cómo fracasar. Al final, parece que el
autor estuvo tan centrado en salir y sobresalir, que se olvidó por
completo de su familia. Pero ¿no hay aquí una zona oscura, algo
inexplicable a primera vista? Los dos shocks que siente el lector no se
dejan ningunear, señalan algo real y profundo.  

Creo que una persona entregada a los problemas mentales de los


demás y que está ahí por un esfuerzo ímprobo que echaría atrás a
muchos, por no decir a casi todos, adquiere una especie de coraje y
de realismo cortante. De algún modo, él es la demostración de que si
se quiere se puede, pero a la vez nadie mejor que él para saber el
precio que se paga, y esto es lo esencial. Él sabe el precio que se
paga, que hay que pagar, para ser algo en la vida. Y se ve, en su
concepto, rodeado de pusilánimes, de gente que no quiere jugarse
tanto, o de enfermos, de gente que ha perdido (en algunos casos
quizá para siempre) sus bazas. Cree que la vida es así, y que quienes
no la ven así son ilusos, sentimentalistas, infantiles mentales, en todo
caso personas que no producirán fruto, que no serán nada, no
destacarán por nada, aun teniendo condiciones y circunstancias para
ello. Y sabe que el precio que se paga no se paga de una vez por
todas ni al final, sino día a día: son horas quitadas al sueño, a la
ensoñación, al trato con los demás. Privaciones que llenan la vida de
cansancio y de hastío. Ese precio queda compensado, en parte, con el
éxito, pero también se sabe que hay muchas cosas que han quedado
atrás y son irrecuperables, como la crianza de los hijos (y de no ser
buen padre se arrepiente en la entrevista). No cree ni por un
momento que se pueda tener todo en la vida: para destacar hay que
cortarse una parte de sí mismo (y de los demás). Pero no concibe la
vida sin la voluntad firme de destacar, de adquirir maestría en algo,
de hacer algo de verdad, no en sueños. En la vida hay que hacer algo
que merezca la pena, y para hacerlo hay que penar, ese sería su
credo. Nada ha hecho el ser humano que merezca la pena sin
esfuerzo. Podremos replicar de mil maneras, buscar las
racionalizaciones que queramos, aborrecer de su credo, afirmar que
todo o que nada se puede tener, pero en tanto valoremos la
excelencia, las cosas son como ha dicho. Al menos eso es lo que
piensa, adelantándose a las posibles réplicas, a las cuales en realidad
no replica. Simplemente diría: enseñadme a alguien que haya hecho
algo meritorio sin esfuerzo, como por juego, sin haber pagado un
precio. 

Es este credo el que le lleva a afirmar su identidad, a consolidarla, a


conservarla y a conservar la memoria. Ha luchado por ser alguien, ha
hecho algo, ha dejado constancia de ello. Podríamos resumir en
primera persona: nací, luché, hice. Pero la sombra acompaña siempre
a la luz, y esas zonas oscuras que él señala sin ambages contienen
otras versiones capaces de destruir la versión de la vida que ha
elegido.

 LIBROS DE HOY: CONTRA EL DESÁNIMO: Jacqueline de


Romilly: El tesoro de los saberes olvidados. Península,
Barcelona, 1999. 205 pp.(por Luis Fernández Castañeda
Belda)

(Sí, ya lo sé: horrible palabra inventada, esta de desónimo. Debería


decir "contra el desánimo", pero entonces no podría recoger el
dESOnimo que se experimenta ante la ESO (educación secundaria
obligatoria), la nueva enseñanza pactada en nuestro Parlamento hace
pocos años. Muchos profesores dudan de la utilidad de su trabajo,
algo que con la ESO no ha hecho más que aumentar. Para combatir
un poco ese desánimo de eso y de lo otro -desánimo compartido por
los docentes de medio mundo, no hay más que preguntar en Francia,
Inglaterra u Holanda, por ejemplo-, es muy recomendable este libro.
En él se puede encontrar una justificación muy valiosa de la labor
docente.)

Jacqueline de Romilly fue la primera mujer que enseñó en el Collège


de France, y también enseñó griego en la Sorbona. Ha publicado
numerosas obras sobre la Grecia clásica, pero el libro que hoy
traemos a colación, El tesoro de los saberes olvidados, no tiene una
relación directa con la Hélade, al menos en apariencia (y en esa
apariencia lo dejaremos). "Quisiera ... mostrar aquí que incluso
cuando el recuerdo parece haber desaparecido y haberse borrado por
completo, queda mucho más de lo que se cree. Algunos han
penetrado en nosotros y se han asimilado hasta el punto de que no se
reconoce ya su existencia."(23) La autora profundiza en la idea de
que la cultura es lo que queda cuando se ha olvidado todo, señalando
que la mente de quien ha olvidado no está en la misma situación que
la de quien nunca aprendió. La persona que tras su paso por las aulas
comienza a olvidar "todo", a veces incluso justo después de haber
hecho el examen, olvida menos de lo que cree. La prueba es que no
le costaría mucho volver a estudiar el tema en cuestión, aunque
hayan pasado los años. Esta situación mental es para la autora el
objetivo de la educación, porque -y esto es lo importante- es el único
suelo donde puede crecer el sentido crítico. No se puede distinguir
-discriminar- si no es porque la mente no sólo ha adquirido el hábito
de hacer distinciones, sino que ha hecho ya muchas, y están en
estado latente. Derivando ‘cultura’ de ‘cultivo’, podemos plantear una
imagen nada original. La mente inculta es como una tierra plana, sin
roturar. Se siembra, pero cualquier inclemencia dispersa la semilla.
Sólo dará un trigo escaso y débil. La mente culta es como una tierra
cultivada, arada en profundos surcos, donde la semilla que se ha
lanzado puede esconderse y, con el tiempo, germinar. Cualquier cosa
que le suceda a alguien con sentido crítico será como un emigrante
que llega a un país bien equipado: tiene posibilidades de prosperar.
Sin sentido crítico, no hay prosperidad posible, porque da igual lo que
suceda: todo se olvida, todo queda barrido por un tiempo que se
sucede en oleadas de presentes imperiosos. Está, pues, amenazada
la memoria, y lo está en primer lugar, para Romilly, por la pobreza de
vocabulario: "existen recuerdos cuya reaparición en la conciencia es
directamente función de las palabras y de la riqueza del
vocabulario ... el recuerdo se presenta, a cada instante, de un modo
difuso: le toca entonces al lenguaje fijarlo y darle su forma precisa y
bien dibujada" (70/1) Pero no sólo aparece el lenguaje como el autor
indirecto del sentido crítico y el gran moldeador de la memoria, sino
también como el medio donde adquirir experiencias que de otro
modo jamás tendríamos: "El alumno que haya seguido los cursos, aun
modestamente, habrá añadido a los recuerdos de los cuentos que
hechizaban su infancia toda la herencia de la experiencia humana.
Habrá conquistado un imperio con Alejandro o Napoleón, habrá
perdido una hija con Victor Hugo, habrá luchado solo en los mares
como Ulises o como Conrad, habrá vivido el amor, la rebeldía, el
exilio, la gloria. ¡No está mal como experiencias!" (93) Desde luego
que no, sobre todo considerando los pocos años que permanecemos
vivos en relación con todo lo que podríamos experimentar. Habiendo
adquirido -gracias al lenguaje- estas experiencias, ocurre que nuestra
modesta vida cotidiana se ilumina, se nimba de recuerdos, de
alusiones, de connotaciones, en una palabra, se enriquece
insospechadamente. Aumenta así la calidad de vida. Tomar una taza
de té con una magdalena no es sólo tomar una taza de té con una
magdalena para quien haya leído a Proust, y así con todo. La
educación, pues, aumenta la calidad de vida de una forma que
gracias a Romilly podemos expresar con claridad, y que hasta ahora
nunca se ha tenido en cuenta en los programas educativos de los
partidos políticos. Sólo se discute qué asignaturas son más útiles para
el futuro profesional, o cuáles son los mínimos imprescindibles, pero
nunca se selecciona lo que merece ser sabido en función de la calidad
de vida que puede proporcionar. Pero vamos aún más allá. La autora
nos habla del "placer de descubrir a tu alrededor seres que se
parecen a ti y han conocido las mismas experiencias" (103) En efecto,
estos recuerdos nebulosos que aureolan nuestra existencia cotidiana,
son también los que al salir a luz nos unen a personas antes
desconocidas, en las que descubrimos una secreta afinidad. Es un
proceso íntimamente feliz. La cultura une, y la calidad de vida que
proporciona no es sólo de puertas adentro, sino también de puertas
afuera: nos relaciona mejor con los otros, porque siempre une haber
compartido experiencias. Quien ha leído y semi olvidado Hamlet, por
ejemplo, podrá compartir con los demás, por alejados que estén en el
mundo, una experiencia. El libro de Romilly insinúa cómo fabricar un
mundo compartido, que es quizá el mejor índice de la calidad de vida.
Todo lo contrario de esa pintada que hemos visto estos días en
televisión: "Vivir sin convivir", algo propio de las bestias del campo,
pero no de seres humanos. La labor docente queda así justificada con
más argumentos de lo que cabría esperar al principio.

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