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ENSAYO SOBRE “HOME” Y “LOS ROMÁNTICOS Y EL FUTURO”

EL HOMO SAPIENS Y SU HOGAR

Presentado Por:

JUAN CARLOS TORO BEDOYA

Presentado a:

GERMAN AUGUSTO CRUZ ARIZMENDI

Universidad Tecnológica de Pereira

Facultada de educación

Licenciatura en Español y Literatura

Noviembre de 2016
¿Es tarde para el hombre?...Posiblemente. ¡Es tarde para el hombre! ¡La arena se agota en
el reloj! Es tarde, es tarde, es tarde para el hombre. Claro que lo es, y mucho. Demasiado…
A aquel inseguro homínido que con ansia libertaria descendió un día del árbol que le
sirviera como refugio milenios ha, para caminar con sigilo sobre la tierra todavía caliente y
luego, mucho después, con paso avasallador sobre la superficie del orbe, ahora, cuando
abre sus alas y dirige su mirada a lo lejos, intentando posesionarse en pleno, enseñorearse
con sus nimios conocimientos, de la vastedad del espacio y de aquel pequeño planeta que
con recurrencia, a lo largo de su lúgubre periplo histórico ha explorado, ha usurpado, ha
saqueado, ha golpeado, de la manera más inconsciente y rapaz, se le ha hecho de noche.
Pobre Homo Sapiens. Ensimismado en sus quehaceres y estructuras antropocéntricas de
todo tipo, y extraviado en grado sumo en el entramado de sus placeres instintivos, ha
dormitado a lo largo de milenios en pleno filo del abismo, ha caminado torpemente, dando
tumbos, ebrio de riqueza y soberbia, y en su caminar apenas si ha percibido, como al
descuido, que como un velo de sombras siniestras se cierne sobre sí la noche de los
tiempos. La artificial noche de los tiempos fabricada por su propia mano; esa noche oscura
y tenebrosa, matizada de un negro fúnebre y melancólico, humeante noche del smog
citadino: Smog neoyorkino, smog londinense, smog parisino… superpoblada por espectros
miserables, homos sapiens amaestrados como civilitas que caminan errabundos, haciendo
estúpidos conciliábulos, persiguiendo en su ceguera ilusiones inasibles; la noche de la
lluvia ácida que vomita toxinas desde lo alto de los cielos, esos cielos que escupen
fastidiados desde las alturas por la miseria que exhalamos los humanos desde la faz del
orbe; la noche tanática y lúgubre de la era nuclear, que promete, orgullosa y desafiante,
muerte y devastación; noche sin aurora que huele a lo que huele la putrefacta naturaleza
humana, esa carne animada, vitalizada, energizada, por el odio y el encono; por intereses y
mezquindades; por amores vagos y ficticios; exacerbada por el espíritu pequeño y vacío de
los hombres, por su ansia de muerte y destrucción. Esa terrible noche que como un vaho
nebuloso brota desde los más íntimos rincones de la tierra, y oscurece el horizonte mientras
asciende, se eleva perezosa, convertida en bituminosas volutas de un humo marihuanesco y
nauseabundo, caprichosas y multiformes, hacia las estrellas.
Yo he visto con el alma en las manos esas volutas de las que hablo. Les veo posar en
lontananza como a las modelitos italianas y francesas que llegan todavía a mi memoria
como recuerdos de mi ya lejana juventud. Sí. Con la misma soberbia, con la misma
estulticia, con igual intrascendencia. Las veo desde mi ventana luchando contra los
arreboles, disputándole, en su grandeza imaginaria, su imperio al sol. Ellas, las volutas,
igual que las modelitos, se contorsionan hasta adquirir proporciones dragonescas, amplias,
abanicadas, mágicas; y su naturaleza volátil, frágil, evoca la futilidad propia del alma
humana. La modelito del momento en Europa se contorsiona, mueve sensualmente su
pequeña cintura y sus caderas, exhibe sus ropajes, da vuelta sobre las pasarelas de París, o
de Roma, o de Lucerna, y en un giro estrepitoso, ante le fascinación del público, abre sus
piernas a treinta grados mientras descarga, con delicadeza, la punta de su glamuroso pie
izquierdo sobre el piso, sosteniendo firme el derecho; enseña luego sus senos enhiestos
durante un segundo y completa su desfile fascinante la mirada penetrante de sus ojos
azulados y el rojo carnoso e insinuante de sus labios. Las caprichosas volutas se
contorsionan hasta adquirir formas demoniacas, convirtiéndose en alucinantes gigantes de
humo que emiten bocanadas de odio y estulticia, en inmensas aves negras que pueblan el
mundo de las sombras, leones rugientes que aturden mis oídos. Giran las volutas en el aire
igual que las modelitos frágiles en las grandes pasarelas del mundo, pero no enseñan ellas
sensuales atributos; veo en cambio sucederse en su contorsionar monstruoso, en sus giros
desaforados, gravitando caóticamente en la pestilente humareda, envuelto en el torbellino,
un doloroso y grotesco collage, poblado de figuras antropomorfas y trazos sanguinolentos:
una abrumadora multitud de rostros doloridos, atormentados, desencajados, que emiten con
voces graves amargas quejas y clamores de venganza. Son los rostros del holocausto Nazi
de nuestra era. Son los rostros de los mártires religiosos del imperio romano. Son los
rostros de los niños sacrificados en el antiguo Egipto. Son los rostros torturados en la
inquisición medieval y moderna. Son los rostros de los torturados de Albi. Son los rostros
de los indígenas americanos muertos a manos del español rapaz y virulento. Son los rostros
de los niños que mueren de hambre, o a causa del Sida, en África. Son los rostros de
nuestros muertos domésticos, los que nos hereda esta, nuestra guerra también doméstica,
guerra con matices ridículos que venimos librando en Colombia desde que el diablo era
apenas un infante. Son los rostros de los trescientos mil niños abusados sexualmente en el
país del Sagrado Corazón de Jesús, el nuestro, anualmente.
En esas volutas caprichosas y danzantes, que entrañan y envuelven toda nuestra miseria
humana; en esa monumental humareda, maloliente y agobiante; en esos rostros
descompuestos que veo impotente, leen mis ojos anegados por el llanto lo que es esta,
nuestra prosaica realidad: un suceder de dolores y penas, que pasan como una ráfaga y se
deshacen en el tiempo; se convierten en un humo bituminoso, pestilente, pesado, denso, que
nos ahoga el alma.
Detengo la escritura de estas ínfimas líneas y escruto con mi esencial desesperanza el
horizonte. Veo desde aquí, desde la ventanita de mi pequeña oficina, el volcán nevado del
Ruiz y su fumarola vacilante. Sonrío entonces entre dientes y luego, a viva voz, le increpo:
-¡Queeeee! ¿No que muy verraco? Dale pues. Escupí fuego que pa’eso es que estás
hecho…amenazando, amenazando, amenazando y “de aquello nada”.
¡Qué va!, volcancito de mentiras, gigante de papel, insignificante forúnculo terráqueo….
¿Alarmitas a mí?, ¿Fumarolitas a mí? Como dice el cuento, literalmente “no estás ni tibio”.
Volcán de pacotilla.
Para volcanes de verdad El Vesubio, que así, sin ademanes mediáticos, sin melindres de
quinceañera mimada, borró a Pompeya del mapa en un solo tirón. Vos ni eso, volcancito
pueblerino que dormís como a mi rincón… ¿Creés que me importa un carajo que acabés de
un solo manotazo con alguna partecita de esta raza miserable entre la que yo me cuento y
de la cual me avergüenzo? Ni de lejos. Que mueran taxistas, que mueran poetas; que
mueran mucamas y deportistas consagrados; que mueran políticos y prostitutas; que muera
yo. Pero que sea ya mismo, pues. Te desafío. Te desafío a pelear. A mano limpia, como dos
intrascendentes creaciones de la naturaleza que somos tú y yo… Pero si te da miedo, si te
acobardás, yo te comprendo…Es que con este desbarajuste descomunal, con esta pérdida de
esencialismo, ya ni siquiera la naturaleza puede cumplir cabalmente con su misión…
Pero el volcán del Ruíz permanece impasible, sereno, sordo a mis palabras, exhalando
humo azufrado y cenizas mientras le envuelven las sombras de la tarde.
Doblan las campanas para llamar a la celebración eucarística de las seis de la tarde en la
basílica de mi ciudad y mi jornada acabó, por lo menos aquí. Es hora de caminar a paso
largo, sin vacilaciones, raudo, con precipitud, porque comienza en breve la jornada
universitaria y debo acudir…Hasta luego blazer, adiós corbata, fuera zapatillas…en la
puerta de su casa mi amigo Emiliano espera para recibir mis atuendos y entregarme mis
zapatos tenis, una camisa cómoda y un jeans, mismos que me incorporo en el zaguán de la
casa de Emiliano para no perder tiempo entrando a saludar, mientras en los breves espacios
que procura la faena me tomó a sorbos un vaso de no sé qué.
…Y continúo. De ordinario, me encuentro camino del paradero de mi bus con personajes
reconocidos en cuanto a la asistencia al servicio religioso de las seis de la tarde en la
basílica menor de Santa Rosa de Cabal. La señora XXX, muy bien puesta ella, una señora
muy aseñorada, a quien encontré en esta ciudad, pasados los años, después de conocerla en
otras latitudes dedicada a la prestación de un controvertido pero innegable servicio social:
Regentaba una casa de prostitución. Hoy, “pensionada de una empresa”, que es como se
presenta ante la sociedad, se dedica a los oficios parroquiales más piadosos, procurando
ahora la paz a las almas de los cristianos, con el mismo ahínco con el que ayer procurara
esa misma paz a los cuerpos de los mismos. Eso es lo que yo llamo una mujer integral.
Fulanito de Tal, feligrés de asidua asistencia a los oficios religiosos, reconocido por ser el
novio de un importante político de nuestra pequeña ciudad, casado él y casado su novio, se
le apoda El Hombre más fuerte de Santa Rosa, dado que se le atribuye el hecho de haber
“levantado” una casa para sus hijos, una tienda de barrio y un carrito último modelo, con
una parte del cuerpo que en las líneas de este escrito no puedo nombrar…ahí cerca de
donde la espalda pierde su santo nombre…
Ñervo. Es ese el apelativo por el cual se conoce a un marihuanerito de baja factura de la
ciudad, que escucha todos los días con atención, en medio de su alucinante estado de
enyerbamiento, toda la homilía y las partes rituales de la misa, mientras espera en las
afueras de la iglesia, en el atrio, a sus clientes fijos para quienes distribuye condones y
bazuco.
Don Sutano de Pascual, famoso abusador de muchachitas y muchachitos, proxeneta
irredento, quien sin embargo protagoniza a lo largo de toda la ciudad escándalos
matrimoniales caricaturescos en virtud del extraño hecho de celar a su mujer con sus
propios hijos, y quien aspira prontamente a engrosar las filas de los grupos apostólicos de la
basílica menor de Nuestra señora de Las Victorias…
He ahí El Hombre, el Homo Sapiens, nimia criatura que a pesar de sus monumentales y
evidentes contradicciones imagina mundos idílicos, paraísos lejanos de lo terreno para
proyectar en estos el ansia de la perfección que no le es posible alcanzar. Criatura mortal
que se juzga descendiente de una entidad intemporal, que alardea inocente y burdamente de
una eternidad que desconoce aún en lo más brillante de su soberbio raciocinio. Acaso será
el sueño de un dios, acaso ha de ser la pesadilla de un demonio, acaso sí, la creación de
Dios, su hijo predilecto. Me acuesto en mi cama al filo de la madrugada para conciliar el
sueño; me desdoblo, me desprendo de mi corporeidad, me elevo sobre mi cuerpo, y no
puedo creer que ese hombre de edad que veo dormitando con desparpajo, desconectado del
mundo, sea el niño que fuera yo en tiempos pretéritos. Me desdoblo una vez más y entonces
me veo viéndome, y veo a los demás para saber cómo me ven. Invado los espíritus y los
espacios, vuelo por sobre los tejados bermejos, rasgo la oscuridad a machetazos y me
encuentro, de frente, con mi miseria humana, con la miseria humana; con mi
inconmensurable imperfección; con la inconmensurable imperfección; con esas infundadas
ansias de trascendencia de esta raza vil, con la inconciencia atrabancada que supone el
pensamiento antropocéntrico. Con mi propia naturaleza…
“Oh Vosotros caminantes, suspended, oíd, parad, eah! Venga una limosna siquiera sea el
rogar”…eso soy, eso sois. Pobres limosneros de perfección, pobres ilusos que soñamos, que
soñáis con la eternidad… ¿Podrá acaso un organismo pestilente, armadito setenta por ciento
de agua y treinta por ciento de Carbono, desafiar la vastedad del universo y superar la
continuidad monótona y sempiterna del tiempo? No, ¡Qué va!
¡Estultos! Mirad vuestras formas irregulares, y vuestra constitutiva materia degradable;
mirad vuestra intrascendencia, vuestra limitación; oled vuestras putrefactas emanaciones,
vuestros vahos insufribles; mirad la cerrilidad de vuestro espíritu, la instintividad mísera de
vuestros razonamientos; mirad vuestra fragilidad más que evidente, vuestra naturaleza
deleznable… ¿Y aun así osáis creeros imagen espectral de un Dios?...Ilusos. No somos
nada. Polvo de estrellas, basura orgánica, polvo del polvo.
El Hombre, esa criatura producto de la evolución que tras quince mil millones de años
transformó, gracias a un hermoso proceso, la materia en vida y conciencia; el animal cuyo
cerebro adquiriera proporciones insospechadas merced al consumo desaforado de cargas
proteínicas, aportadas estas por su superioridad alimenticia, derivada la misma a su vez de
su mayor capacidad adaptativa para actividades como la caza y afines. El hombre, la
majestuosa criatura de la evolución que en el culmen de su capacidad adaptativa inventara
herramientas para potenciar su superioridad y su poderío…Hachitas de piedra y grutas
naturales; el fuego y hachitas de metal; el nomadismo y la cacería; el arte rupestre; la
organización social primaria y el sedentarismo; la agricultura de subsistencia; la escritura
básica y el pensamiento; el lenguaje; luego la política, el arte, la ciencia; los modelos de
pensamiento, la parcelación del mundo; las hambrunas; las guerras; la devastación
ambiental; la era espacial; la bomba atómica; la bomba de hidrógeno. Fin de la película.
Preguntará algún entusiasta de la vida, alguno de esos pobres mortales engolosinados con la
idea del hombre como el cénit, como el fin primordial y último de la creación, un
candoroso como Kant, que erigiera al hombre como ser supremo de esa tal creación merced
al uso de su intelecto, qué es lo que sucede y sucederá entonces con todo aquello que de
hermoso ha producido a lo largo de milenios nuestra especie, dónde queda su hermosura, su
vuelo, su brillo, su grandeza, su trascendencia, dónde el florecimiento intelectual y la
aurora del espíritu y el corazón del hombre. Y yo le responderé, con ese fervor tanático que
me caracteriza, con ese desprecio que siento por mí mismo y por mi especie, que vendrá un
día en cual nada de nada habrá de quedar en ninguna parte. Ni piedra sobre piedra, ni viento
ni marea, ni orgullo ni vanidades, ni Homos Sapiens contaminando la sacralidad de la
naturaleza.
Grandes hombres hemos producido, que han conducido a buen puerto la suerte de nuestra
colectividad homínida, es cierto. Jesucristo, Buda, Mahoma, Alejandro Magno, Aníbal,
Alcibiades, Hypatia, Sócrates, Platón, Aristóteles, Zenón, Hipócrates, Felón… Dante, Hugo
de San Víctor, Norberto de Xantén, Bernardo de Claraval, Abelardo, Berengario, Da Vinci,
Bunarrotti… Carlo Magno, Martel, Atila, Rasputín, Los Borgia, Voltaire, Rousseau,
Montesquieu, Mozart, Beethoven, Humel, Napoleón, Lavoisier, Einstein, Bhor,
Openheimer, Curie, Schrodinger, Hawkins….Ya decidirá el lector si en esta lista debieron
figurar también cualquier Maradona, cualquier Pelé, cualquier Zizú, o lo que es peor,
cualquier Roosevelt, cualquier Lincon, cualquier Washington. Cualquier Pastranita,
cualquier Gavirita, cualquier Belisarito, cualquier Uribito…Y más, cualquier Mancuso,
cualquier Tiro fijo, cualquier Escobar…. ¿Entonces qué?... ¿Tenemos que gastarnos tres o
cuatro mil años, cinco mil o diez mil generaciones, acabar con el agua, gastar el oxígeno,
devastar el planeta, acabar con la naturaleza, extinguir las demás especies, para producir de
vez en cuando un Homo Sapiens que valga la pena? ¿Y….Qué valga la pena para qué?
¿Para acentuar nuestro antropocentrismo? El Hombre, amo y señor de la naturaleza…
cúspide y objeto central de La Creación…No preciamos de producir grandes intelectuales,
gloriosos héroes, valerosos guerreros, científicos admirados…Pero es suficiente un simple
episodio de diarrea para convertir un héroe de mil batallas, legendario guerrero que se bate
en franca lid a muerte con sus rivales, en un pobre espectro fantasmagórico que corre al
retrete suplicante a vaciar su contenido intestinal mientras se pierde en el horizonte su
mirada vidriosa e insegura. Y ese es solo un ejemplo. Pregunte usted a ciertos historiadores,
que no me dejarán mentir, si el gran emperador Napoleón no perdió su batalla decisiva en
Waterloo gracias a una incómoda hemorroides que no le permitió permanecer al tanto y al
mando del movimiento de sus tropas tal y como el fastuoso general hubiese querido. Séame
también permitido recordar aquí al eminente pensador alemán, afamado en todo el mundo,
idolatrado en las facultades de filosofía a nivel orbital, referente primario del pensamiento
moderno y antropocentrista, en su últimos instantes: Retorcijones intestinales macabros
debidos al estreñimiento crónico que padeciera el coloso filósofo desde los años de su
juventud (No registran los biógrafos si tales dolores abdominales eran como haciendo pizza
o como amasando pan), acabaron con sus días mientras viajaba en un carruaje después de
recorrer varios lugares de Europa en persecución de la mujer que amó y por la cual se
obsesionó. Liberado ya su espíritu de su cuerpo gracias a la muerte, apaciguado ya su
corazón gracias también a la llegada de la parca, pudo ya entonces liberar en pleno carruaje,
pero desde la otra vida, esa carga intestinal que enquistada en sus entrañas lo puso a montar
en la barca de Caronte embadurnado de excremento. Ese fue el fin de Federico Nietzsche,
el fin de su grandeza, por lo menos en vida. Un Homo Sapiens contra la majestuosidad de
la naturaleza, ¿Vale la pena? Esa es una ecuación que no merece tan siquiera analizarse. Su
desbalance es tan vergonzosamente evidente que es mejor no decir nada. Homo Sapiens:
¿Dónde está tu grandeza?
De vez en cuando, cuando los partidos de fútbol, las noticias de la farándula o los informes
amarillistas sobre asesinatos en serie nos dan tregua, se nos despierta esa parte trascendente
que tenemos tan adormilada y nos preguntamos entonces, analizando a grandes trazos, si
ciertas construcciones de orden adaptativo y supuestamente organizacional que en los días
de su efímera y falsa gloria ha dado en realizar el Homo Sapiens, nos impulsan como
especie hacia adelante o hacia atrás en ese ciclo reconstructivo de disparates que llamamos
historia. Si una minúscula parte de esa parcelación del mundo y del pensamiento que
introdujo siglos atrás el lenguaje como invento social en las civilizaciones, nos toca y
sacude el fondo de lo que denominamos como alma. El romanticismo, para citar un
ejemplo, mirar el mundo con un corazón alado y un espíritu en flor, todo candor, todo
sensibilidad, el dulce dolor de la melancolía, contrapuesto al paupérrimo futuro que avista
una especie conformada por reyezuelos que destruyeron salvajemente su espacio vital, un
mundo de deshumanización, de máquinas, de automatización, de bombas nucleares, de
muerte y destrucción. Ahora estamos en los tiempos del verso, la rima, la métrica, Don
Alonso Quijano y La Divina Comedia, contrapuestos a los discursos tribunicios de los
babosos políticos tercermundistas y a los libros fríos, yertos, metálicos de la técnica
aplicada, al lenguaje de los suburbios, de los nidos del hampa de las grandes ciudades.
Estos son los días aciagos en los que los lienzos de Da Vinci han sido convertidos en
pañales embadurnados de excremento que desembocan diariamente al mar, como producto
en bruto de la superpoblación mundial, para ennegrecer el agua, para contaminar la
creación, para producir los obreritos en serie que necesitan las grandes factorías del mundo
industrial. Ahora escuchamos las sinfonías de Beethoven, las hermosas notas de Humel, de
Chopin, de Ravel, convertidas en simples fondos musicales de comerciales de radio, o a lo
sumo en bandas sonoras de peliculitas gringas comerciales, disputándose su espacio en el
ideario colectivo con el Reggetón, con la Bachata, con la Champeta, con homínidos como
Darío Gómez, alias “Alarido Gómez”, o Luis Alberto Posada, alias “Luis Lamento
Posada”. Hoy, nuestros juglares medievales han sido eclipsados por trovadores cafetaleros
y cantantes de bus, por cuenta chistes callejeros, por mimos que imitan a los transeúntes
desprevenidos como simios, por payasitos de barrio. La soberbia Giocconda del gran
Leonardo muere hoy, olvidada por los borrachos de la era industrial que pernoctan entre los
brazos de cualquier prostituta que juega con un llavero en una esquina pereirana, o en
cualquier esquina, de cualquier ciudad, de Europa. Nostálgica y descompuesta encontramos
en nuestro tiempo a la Oriana de Amadís convertida en obrera de costura de las famosas
fábricas textiles del mundo europeo, y a la mismísima Beatriz de Dante se le avista vuelta
una hippie, pérdida su mirada mientras inhala marihuana con un niño en brazos buscando a
su amado desterrado, y Dante deambula por las grandes urbes industriales convertido en un
intelectual del SENA, con mochila y barba poblada y zapatos peludos. Juzgue usted
entonces, tan solo asomándose a su ventana, tan solo recorriendo las calles de su ciudad, tan
solo mirando unos segundos la riqueza de su mundo interior, si hoy por hoy, a medida que
avanzamos hacia ninguna parte y nos desarrollamos no sé para qué ni buscando qué, somos
más felices, si los hombres, los Homo Sapiens, avanzamos un tanto, como especie, gracias
a la parcelación estructural del pensamiento humano, y a la proliferación desmedida de tal
parcelación, gracias al futuro incierto que esa parcelación, y los modus vivendi proyectados
por ella, se erigen en la lejanía de nuestro desértico horizonte.
Juzgue usted que me lee, Si hombres y empresas como Ives Saint Laurent, Gucci, Puma,
Ellos, La Redoute y similares, tienen algún interés por nuestro planeta. Déjeme recordarle
que ellos utilizan mano de obra china en sus industrias para abaratar costos, sin importar las
condiciones sociales de sus obreros asiáticos, ni la imposibilidad adquisitiva de sus
admiradores y potenciales consumidores latinos, por ejemplo. Déjeme recordarle
igualmente, que las nombradas empresas y muchas de sus homólogas, se erigen como las
reinas del sub-empleo y el empleo infantil a nivel del orbe, pese a sus extraordinarias
ganancias que se escriben con cifras astronómicas. Séame permitido recordarle que la
industria algodonera, base primaria de la empresa textil, es básicamente una empresa de
orden artesanal, contada entre los oficios más mal pagados, menos lucrativos del mundo,
encontrándose la dolorosamente alarmante cifra de 0,5 dólares como salario diario para un
obrero recolector de algodón en muchos lugares del globo. Estoy seguro, también, de que
usted no me dejará mentir si digo por ejemplo que la industria textil enclava sus garras con
mayor fiereza en el tercer mundo. Aquí, en nuestro medio, nuestros ropajes casi delatan
nuestra estratificación social; trabajamos en gran medida para suplir la necesidad básica del
vestido pero caemos en la trampa publicitaria de las empresas para convertir la vestimenta
en un lenguaje de social clasificatorio, jerarquizante. De aquí se deduce que gran parte de
nuestro tiempo, de nuestro ciclo vital, mismo que es irrecuperable, lo hemos dedicado al
enriquecimiento de la empresa textil. ¿Se hace justo dedicar días de mi vida que jamás
volverán, en aras de enriquecer a otros? No.
La gran empresa textil, aunque quiera hacerse parecer tal, ni siquiera posee una filosofía
antropocentrista, ni siquiera piensa en el hombre como especie. Es, en cambio, con su
rutilante industrialismo, con sus dueños tan señores, de aspecto marmólico y ojos azulados
de mirada despectiva, la representación más viva del eurocentrismo y la discriminación
racial en todas sus formas. Cuando a Tommy Hilfiger, el diseñador gringo, algún periodista
le preguntó en una entrevista sobre la aceptación de sus diseños en tierra latina, éste
respondió, zalamero y muy ufano, que de haber tenido conocimiento de que los negros y
los latinos alguna vez llevaríamos sus rutilantes diseños, jamás habría optado por ser
diseñador. Así estamos de mal. Al enterarme del suceso, en cuanto me fue posible, adquirí
orgulloso, en una tienda autorizada, a precio de oro en polvo, una camisa que llevaba
impresa la marca del camaján en cuestión…Y la destiné para limpiar mis bicicletas, para
ver si el súper diseño gringo tiene tanta tecnología como para embellecer mis aparatos. De
Tommy Hilfiger yo no tendría sino un comentario que hacer: Hijueputa.
Acaece pues, que se exhibe en la macro red internet un video llamado Home, patrocinado a
remedo de preocupación por el planeta, a expensas de varias empresas textiles como las
nombradas líneas antes, entre otras. Pretende el sugestivo video mostrar los efectos nocivos
del accionar industrial sobre nuestro bello planeta, pero exhiben estas empresas la
inconveniencia de la devastación ambiental industrial, como si ellas fueran cantantes de
ópera, como si no les fuera mucho en el asunto, como si la industria química asociada a la
producción textil, de colorantes, materiales sintéticos y sustancias odorizantes no tuviese
ningún efecto nocivo sobre el medio ambiente. Como si la fabricación de zapatos,
cinturones, chaquetas, carteras, billeteras y demás accesorios de cuero no se encontrara
directamente vinculada a la extinción de los animales, nuestros hermanos que comparten un
planeta y una historia con nosotros y que sufren nuestras mismas penurias y poseen por
tanto el mismo derecho a la vida que nos asiste a los humanos…
Home, el videíto, crea conciencia. Nos dice, por ejemplo, que los científicos afirman que
solo tenemos 10 años para cambiar nuestro modo de vida, a fin de conservar las
condiciones de vida del planeta. Que el Carbono, base fundamental para la existencia de la
vida en la tierra, ya no se encuentra en nuestro medio con la misma abundancia que antes.
Que miles de especies animales y vegetales han desaparecido. Que el agua va escasear al
punto de imposibilitar cualquier equilibrio vital en la tierra. Yo pregunto, así, como al
descuido: Años, y años de ciencia; investigación científica a nivel biológico, químico,
físico, astronómico, médico y tecnológico; naves espaciales, satélites artificiales que
orbitan la tierra, sondas interplanetarias que viajan en el espacio sideral buscando otros
mundos…¿Y apenas nos venimos a dar cuenta de que estamos al borde de la hecatombe
diez años antes de que esta se produzca? ¿No sirvió toda nuestra investigación y nuestro
rutilante conocimiento tan solo para saber algo básico, como era el enterarnos de que
corríamos peligro? ¿Qué objeto tiene un sistema de desarrollo tecnológico, científico,
económico y humano, si en la medida que este se produce crea ciertas falencias y agudiza
las ya existentes? Si vamos camino a la destrucción, ¿Entonces qué es lo que construimos y
para qué? ¿Valió la pena nuestro paso por este planeta y nuestra bulliciosa existencia como
especie? Responda usted que es más optimista que yo. Mi respuesta es más que obvia.
Home, según sus patrocinadores, pretende mostrar una realidad que desconocemos. Nos
implora como Magdalena suplicante que desgarra sus vestiduras el conservar nuestro
espacio vital. ¿Le parece a usted? No. Home es un mero truco barato, una contorsión
circense empresarial mundial para hacernos creer que algunos de quienes contribuyen
grandemente al deterioro del planeta son los adalides de su conservación y del respeto que
deberíamos guardar hacia la casita que nos prestó la naturaleza. Un pañito de agua tibia
para disimular el dolor, pero está puesto donde no se encuentra es dolor, sino que nace
donde se infringe el mismo. La era industrial ha liberado al hombre de ese estorboso
concepto que llamamos conciencia, sea visto el mismo bien desde nuestro fuero íntimo, en
nuestra esfera social, o en nuestro desempeño como seres integrantes de un determinado
espacio y una especie en particular. A las empresas dedicadas a la explotación minera les
importa lo mismo que a mí me importa saber qué es lo que desayuna Donald Trump,
aquello que tiene que ver con el deterioro ambiental causado por el sistema Craking que
contamina el agua y la tierra, o con la salubridad de sus trabajadores, o con el
desplazamiento del que son objeto comunidades enteras gracias a la necesidad
expansionista de la minería y el impacto nocivo cultural consecuente. El hombre, el ser
humano, la creación de Dios, el planeta, una organización social milenaria, no poseen
ningún valor. Lo que vale es el oro que hay bajo sus pies. El padre que sabe a ciencia cierta
que su hija se acuesta con un traqueto, acalla la voz de su conciencia paternal con el pan
que lleva a su boca gracias al precio que su hija obtiene por la venta de su cuerpo, y a las
comodidades que el fastuoso yerno pone a su disposición a manera de intercambio de
intereses y comodidades. El suegro acomodaticio disfruta de un carro último modelo, y el
poderoso yerno disfruta a su vez de una modelo de mujer en su lecho, y he ahí relievada,
sin mayor dificultad, la dimensión social de la desaparición de ese estorboso concepto que
en tiempos pretéritos llamábamos inocentemente objeción de conciencia, por medio de la
descripción de una situación recurrente, natural ya para nuestro medio y nuestros días,
comprobable tan solo con abrir los ojos y mirar hacia los lados. Y lo propio sucede en el
plano laboral, profesional, político, incluso espiritual. Tenemos pues que la sociedad
industrial, con silenciosa táctica, con sigilo vocacional, gracias a la confusión de los
conceptos básicos de axiologías, necesidades y aspiraciones, vistiendo unas con el ropaje de
las otras, llega a permear la estructura mental de las gentes, valiéndose para ello tan solo de
su símbolo bandera, el capital. La prostituta conoce las dimensiones y alcances del ejercicio
de su profesión, y el asesino conoce las detestables consecuencias de su accionar delictivo.
El político conoce la erosión social que causa su accionar corrupto, y el pastor que se lucra
con la fe de sus creyentes bien conoce la esterilidad del espíritu que siembra su obtuso
comportamiento en los corazones piadosos. Pero a ninguno le importa mucho. La sociedad
de capital posee los métodos más expeditos para acortar el camino hacia el corazón, sin
rozar, sin ofender, sin tocar para nada la conciencia. Una transacción comercial, en un
medio al interior del cual todo, y todos, tienen un precio. La conciencia se vende. Y se
compra. La conciencia en la sociedad capitalista industrial: Una mera ilusión normativa,
una entelequia, barbacha.
La sociedad de consumo, el capital, la industria, ha desprovisto pues al hombre de todo
aquello de mágico que tuviese alguna vez el discurrir de nuestro ciclo vital. Adiós a las
chocolatinas y los poemas. Pendejo. Ahora tenés que regalar un teléfono celular de última
generación y una agenda electrónica con capacidad para almacenar 160 Gigabytes de
información; sino, estás out. Fuera de onda. Ahora hasta el amor es electrónico y
capitalista. ¿No me cree? Forme pareja con cualquier mujer y enseguida no produzca dinero
para que vea cómo en un santiamén “La pobreza entra por la puerta y el amor sale por la
ventana”.
En un mundo pues sin magia, sin conciencia, que adolece de referentes éticos, estéticos y
normativos, y además poblado por seres cuya imperfección hemos revelado en grado sumo
a lo largo de estas líneas, y quienes por sobre su monumental imperfección se juzgan a sí
mismos dueños de lo existente, amos del mundo visible y del invisible, y no contentos con
ello generan estructuras de pensamiento y dominio para someter con vileza a sus
congéneres, reunidos todos en un espacio ya agonizante merced a la toxicidad emanada de
la naturaleza de sus habitantes, a su cerrilidad, a su monovalencia, es natural que todo, en
absoluto, adquiera un tono grisáceo, un olor nauseabundo, putrefacto; una visión pesimista,
o inexistente de futuro, y existan seres como yo: Quienes ya no creemos en nada. Quienes
detestamos nuestra propia especie; quienes denigramos de nuestros homólogos; quienes
huimos de las multitudes, quienes ansiamos explotar a los hombres: ¡Con dinamita!
Claro está que en mis manos también se encuentra hacer algo. Tras vender mi carro decidí
transitar entonces unos cuantos días en mis bicicletas para contribuir, entre otras cosas, con
el medio ambiente, haciendo uso así de mi conciencia ambiental, y fue así como paré donde
el otorrinolaringólogo aquejado por una fuerte enfermedad respiratoria derivada de la
inhalación del mercurio contenido en los vapores emitidos por automotores. Dejemos así. Y
compremos carro cuando podamos, y que aquellos que no tienen dinero para comprarlo se
chupen el humo desde sus bicicletas y se acabó. Una golondrina sola no hace verano, y todo
redentor muere crucificado.
Claro está también, citando de nuevo al romanticismo como ejemplo, que era mejor el
mundo de los románticos del arte, de la literatura, de la música, de los Duendes, los Elfos y
los Gnomos. Por lo menos la penuria humana se aliviaba por la fantasía, y fantasear, en ese
entonces, era gratis. El hombre se extasiaba en el arte figurativo y se dedicaba a la
contemplación de las formas y la sublimación de las mismas. El pintor en sus finos trazos,
pequeños rayos de luminosidad salidos desde el fondo de su espíritu de artista; el poeta en
sus jardines, en los cementerios, en lo alto de las colinas, con la metáfora en la piel; el
músico en los bares de la ciudad, embriagándose para encontrar su musa; el lenguaje con su
regodeo, con sus mil recursos lingüísticos, para desnudar los secretos del alma; L´homme
avec ses douleurs et avec ses joies…La vie, l’amour…
Hoy no. El capitalismo no permite tal exabrupto. Los poetas trabajan como obreros de las
grandes factorías, limpian con las hojas amarillentas de sus poemas los complicados
engranajes de las máquinas; los músicos administran tabernas, y con las delicadas manos
que alguna vez acariciaron un laúd, sirven cervezas y limpian mesas para borrachos
capitalistas; los artistas plásticos fabrican clichés y avisos publicitarios, y sus formas
pictóricas hoy aparecen convertidas en afiches que engalanan las hojas de un calendario
que obsequian en las carnicerías durante las festividades decembrinas; los soñadores de
antaño, los surrealistas, los bohemios, los románticos, se convierten en los desadaptados,
los subversivos, los improductivos, los inservibles de hoy. Se hace necesario engrosar las
macro cadenas de producción. La industria, el capital, el desarrollo, el neoliberalismo, la
banca, la economía global, comprar autos, joyas, vestidos, consumir a mares y desechar,
acumular basura electrónica, basura tecnológica, basura automovilística, producir y
producir seres humanos para producir a su vez inmensos cinturones de miseria….Y la tierra
moribunda, y el espíritu humano reducido al signo del capital, y todos felices al filo de la
muerte como el ebrio eufórico que da tumbos en plena oscuridad al borde de un acantilado.
El hombre es una especie mezquina, avara. Tiene bien ganada su inminente extinción. Al
hombre, en realidad, el planeta y la naturaleza no le importan por sí mismas. Le importan
en la medida en la cual ellas constituyen un hogar seguro, un refugio para él. Al hombre en
su ceguera no le preocupa más que su propia vida o su propia muerte. Vive en función de sí
mismo y, la realidad, es que el problema que planteamos hasta este punto y hora es un
problema de eminente acentuación antropocéntrica. Lo que sucede, es que, como dije en un
principio, ya la arena se agota en el reloj y para este miserable homínido ya resuenan las
últimas campanadas. Aun así, no tiene reparo alguno, repito, en gritar a los cuatro vientos
que debemos respetar el planeta en virtud de lo que representa como espacio para su vida,
más no en función del respeto que por naturaleza ha de prodigarse a tal espacio, que no es
suyo, ni posee ninguna dependencia con respecto a él, entre otras cosas, cuestión que
parece no encontrarse en el horizonte de conocimientos de esta soberbia especie.
Para nada, prescindiendo del hombre y sus risibles necesidades fútiles y ególatras, en
términos de química inorgánica, de geoquímica, de mecánica espacial o astronómica,
reviste gravedad el estado actual de La Tierra. Simplemente la materia, nuestro hogar,
nuestro suelo, se transforma como es su naturaleza y, ciertas condiciones, siguiendo el
orden natural cambian y comienzan a ceder espacio a condiciones diferentes que reclaman
otros equilibrios y otras formas, equilibrios y formas de las cuales, simple y sencillamente,
no hacemos parte nosotros. Esa es la realidad. ¿Cuál amo y señor de La Creación? ¿Homo
sapiens hecho para enseñorearse de las demás especies y frutos de la tierra? Estúpido
urdidor de mentiras, tejedor de sueños en el aire, super científico espacial a quien su más
brillante era de conocimiento y pensamiento, su espectroscopia de resonancia magnética
nuclear y demás complejidades de ensoñación no le alcanzan para fabricar una gota de
rocío y reconocer su intrascendencia cósmica como especie…Pobre Homo Sapiens. Ni
siquiera es señor de su propia estulticia.
Catalizadas por variables como la presión, la temperatura, los diferentes estados de la
materia, la incidencia de los rayos ultravioleta provenientes del sol, la formación de
soluciones, mezclas, geles, coloides, humos, en el hermoso concierto natural del orbe y,
claro está, todo este proceso coadyuvado por la brutalidad del Homo Sapiens, y evaluado
este proceso en la larga estela del tiempo, se hace comprensible que las condiciones para la
existencia de ese tenue y sutil equilibrio químico que llamamos “vida”, se hagan cada vez
más difíciles. Procuro decir que la tierra continúa, en la práctica, en su ciclo natural: El
ciclo de la materia y su evolución, el maravilloso ciclo de la formación, transformación,
agonía y muerte, propia de lo que llamamos planetas, un ciclo igual al que viven las
estrellas, las supernovas, todo, en el vasto imperio del espacio. Los del problema somos
nosotros, que somos los candidatos número uno para desaparecer, y haremos honor a
nuestra candidatura: pereceremos. Nosotros, quienes pese a nuestros engañosos
sentimientos de grandeza, vemos inminente nuestra extinción cuando la naturaleza nos
enseña sus garras y nos propina un suave manotazo. Nosotros, un minúsculo, pasajero e
insignificante equilibrio químico de la materia, cuya cualificación encuentra su cénit en la
locura sin límites de reputarse como producto orgánico dueño, Señor, el Non Plus Ultra, de
cuanto abarca y cuanto sueña.
No nos preocupemos; está a las puertas la hecatombe de la era nuclear, que llega muy a
tiempo para respaldar al Sida. Así como el calentamiento global y la destrucción de los
polos nos lleva de a poco a la inversión de la ley cero de la termodinámica, y como si
fuéramos objeto de procesos de pasteurización seremos gradualmente calentados y luego
enfriados hasta cuando no quede nada de nosotros. Ello, si no corremos con la suerte de que
otro homínido, de esos que abundan en las calles y que no tienen las más mínima idea de
que en cada uno de nosotros se resumen quince mil millones años de evolución como
especie, y que por tanto cada uno de nosotros es una semilla del universo, nos tire su
fastuosa camioneta Hammer sobre nuestra humanidad, o accione un arma de fuego contra
nosotros para ganarse algunos pesos. Eso también hace parte de nuestra realidad.
No nos preocupemos, no hace falta. El planeta, hoy nuestro, o por lo menos aparentemente
nuestro, flotará en la vastedad espacial un día, no muy lejano, tal como flotó inhabitado
hace miles de millones de años sin que nada le pasara porque no estábamos nosotros,
quienes no somos sus guardianes sino sus protegidos, así lo hayamos olvidado y nos
hubiésemos acordado de ello diez añitos antes de ser expulsados del mismo como la escoria
que somos. Flotará la tierra, tal como flotara alguna vez mientras viajaba por el espacio,
albergando en sus acuosidades hirvientes millares y millares de animales unicelulares; así,
de la misma manera en que lo hizo, en los albores de nuestra era, sirviendo de escenario
para la vida de los dinosaurios y sus contemporáneos, y tal como majestuosamente lo hace
ahora, sin inmutarse mucho, soportando con estoicismo la estadía ruidosa y vergonzosa de
este molesto, prepotente, insignificante e intrascendente huésped: El Hombre. Homo
sapiens, desaparece, muere tranquilo, extínguete de una vez: nuestra bella Tierra flotará,
avanzará en natural y bello concierto celeste, sin dársele mucho que digamos por el hecho
de que nos encontremos o no dando vueltas y flotando junto con ella; tal cuestión no le
afecta, no le interesa, no le amenaza. Otros equilibrios, nuevas formas, nuevas especies,
poblarán su hermoso y vasto seno. A ti ya te ha pasado el cuarto de hora.
La maravilla manifiesta de lo que es el planeta Tierra radica en lo que constituye este en sí
mismo. Una gigantesca esfera celeste que gira sobre sí misma, sobre su propio eje
imaginario, y que orbita al mismo tiempo alrededor del sol, a una distancia tal, que de
acuerdo con las leyes de la termodinámica pura permite la generación de ciertos tipos de
enlaces entre determinados elementos químicos, permitiendo así producir formas especiales
de existencia de la materia. La sucesión de los nombrados enlaces, se haría virtualmente
imposible si la distancia que separa el sol y La Tierra, fuese diferente, bien porque la
cercanía generaría otras miles de reacciones químicas, que darían al traste con el equilibrio
actual, o bien porque el pobre número de las mismas que en ausencia del calor recibido del
sol a una distancia mayor que la actual se generaría, no serían suficientes para dar colorido
al entonces gélido planeta. Un imponente mundo que flota en la inmensidad del espacio
sideral, compartiendo una historia y un destino comunes con los soles, con los demás
planetas, con las estrellas, con los satélites, con los cometas, con el polvo cósmico, con la
verdadera eternidad, una eternidad que el homo sapiens apenas si logra imaginar en su
mundo de sueños y sombras. Un mundo grávido de universalidad, de misterio, de magia.
Un planeta que viaja hacia el infinito marchando en hermoso espiral al paso que le marca la
Vía Láctea. Un lugar sereno y acogedor que guarda en su seno la incandescencia del hierro
líquido, la pureza y la vitalidad del agua pura, la furia de los volcanes, la mágica vida de las
plantas. La Tierra se basta a sí misma. La grandeza y la majestuosidad le son inherentes,
esa grandeza y esa majestuosidad no dependen de la existencia de un bípedo inconsciente,
rapaz, y prepotente que camine sobre su superficie.
Abrió un día sus ojos el Homo Sapiens y se pensó dueño de todo cuanto le había rodeado.
Soñó, entre fuegos fatuos y ansías de señorío, que su mundo era un mundillo plano, como
una monedita, y que a su mundo y a sus sueños estúpidos los sostenía, desde abajo, un
gigante a su servicio llamado Titán, o Atlante, o no sé; hasta cuando un día llegó
Eratóstenes de Alejandría y lo hizo descender abruptamente de su pedestal demostrándole
la redondez de su espacio con un inocente juego de sombras que al atardecer proyectaban la
forma del planeta, una explicación de lógica tan pura como brillante e irrebatible. Así
entonces, su mundo llano se convirtió en una bola gigantesca, y el Homo Sapiens, en una
simple arañita que resbalaba graciosamente sobre la superficie de la misma. Creyó luego el
Homo Sapiens en su inquebrantable soberbia, que aquella esfera inmensa que recorría con
penuria constituía el centro de todo lo existente, y él a su vez se creía el centro de ese
centro. Ay, un mundo creado para él. Galileo Galilei enseñó al homo Sapiens que esa esfera
no era más que una en el concierto de millones, y millones, y millones de igual naturaleza,
algunas de ellas a su vez miles de veces más grandes que la que él creía propia; y se
empequeñecía el hombre, el Homo Sapiens, con respecto a la grandeza y majestuosidad del
universo, pero jamás con respecto a su soberbia y su estulticia. Si ahora existían millones
de esferas celestes, todas serían de su propiedad y creadas para él, señor de todo.
Creyó ser el Homo Sapiens la figura central de todo lo existente, de la eternidad, del
universo y su belleza. La cima, la gloria de la creación; criatura predilecta de una entidad a
quien un buen día le provocó construir todo cuanto existe…Esa entidad, creó el mundo,
creó las estrellas, creó los planetas, creó la vida, hizo tantas cosas, en un acto sublime de
amor para con el Homo Sapiens, quien para ese entonces no existía. Dígame usted, que es
doctor en leyes, santo doctor de la iglesia, premio Nobel de química y filosofía, sicólogo
callejero, o culebrero paisa, ¿De qué manera hace uno para amar a alguien que todavía no
existe?
Vino Charles Darwin ante el soberbio y estulto Homo Sapiens y con fiereza y mano fría,
con gélido razonamiento lógico presentó a este su predecesor, el mono, su tronco de especie
a partir del cual evolucionó y llegó a ser lo que hoy y por fin entonces al hombre, al Homo
Sapiens, al cénit de la creación, al rey, le fue dado conocer sus reales orígenes y su
verdadera prosapia. Comenzó a darse cuenta de que es un animal como cualquiera, quien
debería agradecer a la madre Tierra, esa casita prestada por la madre naturaleza, el abrigo y
el cobijo que esta le proveyó para llegar a ser lo que hoy día, que no es mucho ciertamente,
pero algo es algo.
Y como un príncipe ocioso y falto de juicio jugó en su casita, en su guarida prestada el
Homo Sapiens. Jugó a inventar dioses que se desplomaron cuando inventó él mismo, el
juego de la razón. Jugó a inventar el lenguaje para trazarse en su interior todo el universo, y
resultó así entonces realizar el trazo de miles de universos que viven en el interior de cada
uno. Inventó el juego del poder, para destruir a sus homólogos, y extrapolando fuerzas su
inventó se le voló de las manos, y terminó por construir la manera de destruirse a sí mismo
y a su casita, unas ochenta veces. Y acabó el Homo Sapiens, en su paso sin pena ni gloria
por el universo infinito, por destruir su especie y su casa prestada. Y ahora, al borde del
precipicio, con la sombra de la muerte de que se cierne sobre su espalda, echada su suerte
gracias a sus desafueros, ¿Pretende revertir milenios de inconciencia, rapacidad, estulticia y
bellaquería mediante un videíto que en poco menos de noventa minutos sueña con cambiar
la ruta inexorable de nuestra muerte? Ya que no queda planeta. Ya que vamos a desaparecer
y lo sabemos aunque nos neguemos a aceptarlo. Ya que fuimos absolutamente incapaces de
conservar nuestros estribos como especie y nuestro medio vital, invito a aquellos que me
leen a conservar por lo menos nuestra dignidad. Desaparezcamos en silencio. Un silencio
respetuoso por nuestra naturaleza, por nuestro planeta, por nuestros hermanos los animales,
por nuestro universo. Un silencio elocuente que demostrará que adquirimos en los
estertores de la muerte el nivel de conciencia humana y de especie que debió
caracterizarnos desde siempre.
Al igual que sucediera en el viejo cuento infantil de los tres cerditos, el Homo Sapiens hizo
soplar vientos de destrucción, vientos de malevolencia, vientos de guerra. El Homo
Sapiens, el reyezuelo estulto de la creación, polvo del polvo y que al polvo volverá, sopló,
sopló, sopló y derribó su casa…
Hierático yo en la hora de mi derrota, con tez de hierro e hígado de plomo, con rudeza, con
pulcritud, con presteza, sin cerrilidad, con estoicismo, con la plena conciencia de mi
intrascendencia como individuo y como especie, igual que esta última y sin mucho
problema directo al estanco de culos me voy.

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