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Universidad del Rosario

Escuela de Ciencias Humanas


Instituciones Políticas
Paola Andrea Buitrago Cardona
Reseña crítica: En defensa del anarquismo – Robert Paul Wolff
Profesor: Milton Alberto Valencia Herrera
8 de mayo de 2018

ANARQUISMO FILOSÓFICO
La irrelevancia moral de las obligaciones políticas y la existencia de los deberes morales

“Lo deseable no es cultivar el respeto por la ley, sino por la justicia.


La única obligación que tengo derecho a asumir es la de hacer en
cada momento lo que crea justo” (Thoreau, 2006).

¿Cuál es la fuente las obligaciones políticas? ¿De dónde proviene el derecho a ordenar de
los Estados? ¿Por qué motivos y bajo cuáles términos una persona tiene autoridad sobre otra? ¿Por
qué, en los sistemas políticos, los ciudadanos tienen que obedecer las órdenes, las leyes y los
reclamos estatales? ¿Implica esto una pérdida de su autonomía y de su capacidad para
autolegislarse? Todas estas son preguntas, planteadas desde la filosofía política, que buscan, en el
fondo, resolver el problema de la legitimidad, el derecho de gobernar de los Estados y el contenido
moral del deber de obedecer. Ante las respuestas cortas, infundadas y, en muchos casos, superfluas
de las teorías políticas modernas, muchos teóricos han defendido y mostrado la viabilidad del
anarquismo filosófico: una doctrina que, pese a reconocer la necesidad del Estado, niega la
legitimidad de su autoridad y, con esto, la fuerza moral de las obligaciones políticas.

En este marco, se inscribe el libro En defensa del anarquismo de Robert Paul Wolff1. Su
objetivo principal es buscar una doctrina política donde la autonomía individual sea compatible
con la autoridad estatal. En este sentido, su tesis central es: ningún Estado es legítimo moralmente
y, por tal razón, “el anarquismo es la única doctrina política coherente con la autonomía” (Wolff,
2004, p. 51). Para desarrollar los argumentos del texto, dividiré esta reseña en tres partes: en la
primera, expondré algunos conceptos preliminares y esbozaré el problema de compatibilidad entre
autoridad y autonomía. En la segunda, describiré las posibles soluciones a este conflicto y los
nuevos problemas que, según Wolff, surgen de estas. Y, en la tercera, haré una reflexión, desde la
obra de John Simmons, sobre la irrelevancia moral de las obligaciones políticas y la existencia de
los deberes morales.

1
Robert Paul Wolff es un filósofo político estadounidense y profesor emérito de la Universidad de
Massachusetts Amherts. Estudió filosofía en la Universidad de Harvard, donde, posteriormente, fue profesor
de educación general. Es autor de varios libros sobre historia moderna de la filosofía, filosofía de la
educación, filosofía social y política y estudios Afroamericanos. Gran parte de su obra se concentra en el
análisis y desarrollo del anarquismo filosófico (University of North Carolina at Chapel Hill, s.f.).
I. La incompatibilidad entre autoridad y autonomía

La autoridad es “el derecho a dar órdenes y, correlativamente, el derecho a ser obedecido”


(Wolff, 2004, p. 40). Se distingue del poder porque no obliga al cumplimiento por la amenaza o el
uso de la fuerza, sino por el derecho. De ahí, la diferencia entre el robo y el cobro de impuestos: el
ladrón obliga al cumplimiento de su orden por la fuerza; el Estado –como autoridad suprema–
exige el pago a sus ciudadanos porque tiene el derecho de cobrar. También se distingue de los
argumentos persuasivos porque reside en las personas y no en la razonabilidad, consistencia o
justicia de las órdenes que estas emiten. Mientras, en los argumentos persuasivos, se reconoce la
coherencia o justicia de un argumento, en la autoridad, se obedece una orden porque proviene de
alguien que tiene el derecho de ser obedecido. Es decir, existe un deber de obedecer a la autoridad
por el simple hecho de ser una autoridad, no por el respeto a la ley ni por el contenido de sus
órdenes.

El término autoridad puede entenderse en un sentido prescriptivo y en un sentido


descriptivo. En el primero, significa el derecho a dar órdenes y la obligación correlativa de
obedecerlas. En el segundo, que esa pretensión de ordenar sea reconocida como legítima por los
individuos a quienes se dirige. La distinción entre estos dos sentidos supone una definición de
Estado y una disciplina de estudio distintos: bajo el aspecto prescriptivo, el Estado es un grupo de
personas con autoridad suprema sobre una población y un territorio dado. El estudio de este
Estado de iure, del principio de autoridad legítima y del derecho a gobernar se conoce como
filosofía política. Y, bajo el aspecto descriptivo, el Estado es un grupo de personas a quienes se les
reconoce una autoridad suprema en un territorio determinado. El estudio de este Estado de facto,
de las características y del funcionamiento de las instituciones se llama ciencia política.

Según Wolff, es evidente que las personas reconocen los reclamos y las órdenes de la
autoridad por razones diversas (tradición, personalidades fuertes, signos visibles de oficialidad,
etc.). Sin embargo, no es tan obvio que deban acceder a cumplirlos. En este sentido, desde la
filosofía política, se plantean algunos interrogantes: ¿por qué motivos y en qué condiciones una
persona tiene autoridad sobre otra? ¿De dónde proviene el derecho a ordenar de las instituciones?
¿Cuál es la fuente de las obligaciones políticas? En últimas, se trata de demostrar la legitimidad
del concepto normativo de Estado, de establecer si existe y en qué momento existe un Estado de
iure. Como es una investigación que se plantea en el terreno del deber ser, y no del ser, la tarea es
“demostrar con un argumento a priori que pueden existir comunidades humanas en las que
algunos integrantes tienen el derecho moral de gobernar” (Wolff, 2004, p. 43).

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La autonomía moral es la capacidad de los individuos de autolegislarse y de asumir la
responsabilidad completa por sus acciones. Esta responsabilidad solo surge cuando converge la
libertad de elección y la capacidad de razonar sobre las distintas opciones, de reflexionar sobre los
motivos, de prever los resultados, de cuestionar los principios, de deliberar sobre qué debe
hacerse, etc. Un individuo responsable reconoce la existencia de deberes morales solo si son leyes
que ha creado y juzgado para sí mismo. Un individuo responsable es autónomo, pues no está
sujeto a la voluntad de otro y decide qué debe hacer. Un individuo autónomo es una persona libre,
en sentido político, que no reconoce la existencia de órdenes strictu sensu ni admite la autoridad
de otros sobre sí mismo. En sus deliberaciones, puede tener en cuenta las órdenes de alguien más,
pero su decisión última se basa en un juicio moral y en un ejercicio de consideración propio.

De acuerdo con lo anterior, las personas pueden perder su autonomía si se niegan a entrar
en deliberaciones morales y se someten a las órdenes de otros. Existen diversos grados y varias
formas de perderla o disminuirla: un individuo puede renunciar a su autonomía en un solo asunto,
como cuando obedece una orden médica, o renunciar a su autonomía en varios aspectos de su vida
y durante largos períodos de tiempo, como cuando obedece a cabalidad las órdenes de un régimen
político sin cuestionarlas, analizarlas o enjuiciarlas en el terreno moral. Sin embargo, esta decisión
de renunciar a su autonomía no exime ni reduce la responsabilidad por sus actos. “Incluso luego de
haberse sometido al deseo de otro, el individuo sigue siendo responsable de lo que hace. Pero al
negarse a entrar en deliberaciones morales, al aceptar las órdenes de otro sin cuestionarlas, pierde
su autonomía” (Wolff, 2004, p. 48).

Ahora bien, si la característica principal del Estado es la autoridad –es decir, el derecho de
dar órdenes– y si la obligación esencial de un individuo es ser autónomo –es decir, ser su propio
amo–, entonces existe una incompatibilidad sustancial entre la autonomía individual y la autoridad
estatal. Un individuo autónomo, que toma sus decisiones finales y que no se somete a la autoridad
de otros, rechazará las órdenes strictu sensu del Estado y se opondrá a obedecerlas por el simple
hecho de ser órdenes. Y, un Estado de iure, que tenga el derecho de gobernar, tendrá el derecho
correlativo de ser obedecido sin importar el contenido o la consistencia de sus órdenes. En este
sentido, el anarquismo parece ser la única doctrina política compatible con la autonomía moral.
Pues, aunque pueda reconocer la necesidad del Estado y de obedecer algunas de sus leyes, niega la
legitimidad de su autoridad y, con esto, la fuerza moral de las obligaciones políticas.

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II. Democracia: ¿una solución al problema de incompatibilidad entre
autoridad y autonomía?

La democracia es el único tipo de comunidad política donde la autonomía individual y la


autoridad estatal resultan compatibles. En esta, la fuente de las obligaciones y de la legitimidad del
Estado proviene de la participación directa de cada persona en la creación, aprobación y
deliberación de las leyes. Los individuos, entonces, son legisladores y legislados; no se encuentran
sujetos a la voluntad de otros, sino a su propio gobierno. Esto se observa, particularmente, en las
democracias directas y unánimes, donde los individuos impulsan y prestan su consentimiento a
todas las leyes, donde las personas conservan su capacidad de ser autónomas y de seguir los
dictados de su voluntad, donde la autonomía y las órdenes de autoridad se armonizan. Los
ciudadanos responden a la autoridad de toda la población, las leyes se aprueban en nombre del
soberano y la comunidad es el poder que se encarga de ejecutarlas.

Pese al mérito, a la importancia y a la pretensión válida de legitimidad de esta democracia,


existen varios problemas y obstáculos que imposibilitan su materialización y puesta en práctica. El
primero es que “la democracia directa y unánime sólo es factible si existe un acuerdo sustancial
entre todos los miembros de una comunidad para los asuntos de mayor importancia” (Wolff, 2004,
p. 57). Bajo este presupuesto, al menor descuerdo, la comunidad política dejará de funcionar y el
Estado dejará de ser de iure. Esto no implica que no puedan existir opiniones divergentes, sino
que, al momento de tomar las decisiones finales, es necesaria la unanimidad entre los individuos.
Solo de esta forma se garantiza la armonía entre la autonomía moral y la autoridad estatal. El
segundo problema surge cuando la sociedad crece y no existen alternativas para que todos los
ciudadanos participen directamente en la creación y aprobación de las leyes.

Las soluciones que, tradicionalmente, se han propuesto a estos problemas son: la


representación y el gobierno de las mayorías. En cuanto a la democracia representativa, se cree
que solucionaría, en principio, la dificultad de reunir a varias personas en un espacio y el problema
de la disponibilidad de tiempo para los asuntos del Estado. Así, por un lado, se expondrían
adecuadamente los votos, posturas políticas y opiniones de todos los individuos, mediante la
participación directa de los delegados en las asambleas. Y, por el otro, se daría visibilidad a
aquellos que no tienen el tiempo para debatir y asistir a las reuniones de decisión política. Sin
embargo, surgen dos preguntas importantes: ¿en la democracia representativa, se mantiene la
autonomía individual? ¿Los ciudadanos tienen la obligación de obedecer las leyes creadas por los
representantes, a pesar de no participar directamente en su creación y aprobación?
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En el caso de una representación estricta, donde las personas instruyen a sus delegados
sobre cómo votar, sí existe la obligación de obedecer. Pero este tipo de representación no puede
implementarse en la práctica, pues los delegados tendrían que estar en constante comunicación con
sus representados; incluso, en estos casos, es posible que surjan nuevos temas en las asambleas y
que no haya posibilidad de preguntarles por sus preferencias y deseos. En este sentido, lo único
que los ciudadanos pueden hacer es elegir representantes con intereses e inclinaciones políticas
similares para que, en un futuro, voten como ellos lo harían. Según la teoría clásica de la
democracia, este sistema permite que los individuos tengan influencia directa sobre el gobierno
por tres razones: primero, los gobernantes son elegidos por la comunidad; segundo, los
gobernantes actúan a favor de los intereses del pueblo; tercero, existe la posibilidad de cambiarlos
regularmente.

No obstante, para Wolff, la democracia representativa tiene dos problemas sustanciales. En


primer lugar, está lejos de ser un sistema compatible con la autonomía individual. Si bien existe la
obligación de obedecer las leyes aprobadas por un delegado al que expresamente se ordenó votar
de cierta forma, no existen argumentos para obedecer las leyes aprobadas por un delegado que no
sabe cuáles son las preferencias de cada individuo que representa. Estas últimas solo obligarían a
los representantes y a quienes participen en la discusión política. Imponerlas a toda la sociedad
sería negar la autonomía de aquellos que no dieron su consentimiento, de aquellos que no
participaron en la asamblea, de aquellos que no se tuvieron en cuenta en el proceso de creación y
aprobación política. “No se puede pensar, con sentido, que las personas son libres si sus
representantes votan en forma independiente de sus deseos” (Wolff, 2004, p. 63).

En segundo lugar, la representación anula la libertad de los electores. Se presume que, en


las democracias representativas, cada ciudadano puede manifestar sus preferencias mediante el
voto. Pero, esto implica que todas las posturas políticas deban ser representadas, es decir, que
exista un delegado diferente por cada posible preferencia. En la práctica, esto resulta irrealizable,
pues se necesitaría de un número exorbitante de delegados. Por ejemplo, si suponemos que se
discuten cuatro puntos en la asamblea: la reforma agrícola, la ley de salud, los derechos civiles y la
extensión del proyecto de ley. Y que, en el primer tema, existen cuatro cursos de acción; en el
segundo, tres; en el tercero, dos y en el cuarto, tres. Entonces, cada persona podría elegir entre 72
resultados (4 x 3 x 2 x 3 = 72). De la misma forma, para garantizar la libertad de elección real de
los ciudadanos, serían necesarios 72 candidatos que representaran todas las opciones y posibles
combinaciones.

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En cuanto a la democracia participativa, se considera la única solución al problema de
unanimidad. El primer argumento a su favor es que, en términos generales, resulta el mejor
sistema político y el más eficaz frente a la detentación del poder, pues se aproxima al bienestar
general. No obstante, según Wolff, este argumento es irrelevante para demostrar la legitimidad de
la autoridad estatal y la existencia de las obligaciones políticas. Frente a los miembros de la
mayoría no existe problema alguno en este aspecto, pues se encuentran obligados al cumplimiento
y, al haber consentido mediante su voto la aprobación de la ley, no renuncian a su autonomía.
Pero, la cuestión se complica con los miembros de la minoría, que se ven obligados a obedecer y a
someterse a la autoridad incluso contra su voluntad. En este sentido, la democracia participativa no
sería más que un Estado de facto, que se impone por la fuerza y que niega la autonomía de los
individuos.

El segundo argumento a favor de esta democracia lo presenta Rousseau en su obra Del


contrato social. Según este autor, la única solución al problema principal de la filosofía política –
descubrir una forma de asociación que conserve la libertad y autonomía de las personas– es el
contrato social, pues los individuos aceptan transformar sus voluntades particulares y divisibles en
una voluntad general y colectiva. Esta última cumple con dos condiciones importantes: primero, es
expresada en enunciados deónticos abstractos y generales, en lugar de formulaciones particulares;
segundo, se orienta al bien colectivo, en lugar del bien individual. Solo cuando se cumplen dichos
requerimientos, cuando la comunidad política delibera sobre el bienestar colectivo y transforma
esas deliberaciones en leyes generales, se puede hablar de la autoridad legítima del Estado y de la
obligación moral de obedecer de los ciudadanos.

Frente al problema de la autonomía de las minorías, Rousseau establece una distinción


entre actuar conforme a la voluntad y obtener lo que se desea. Cuando se somete a votación un
proyecto de ley, dirigido hacia el bienestar general, adoptar la posición de la mayoría no niega la
autonomía de la minoría. Todos los ciudadanos direccionan sus acciones hacia el logro del
bienestar colectivo, pero, pueden diferir en los medios para llegar a tal fin. Bajo este presupuesto,
actuar conforme a la voluntad no necesariamente conlleva a obtener lo que se desea. Ahí, se
encuentra la importancia de adoptar los dictámenes de la mayoría, la única que elige las medidas
idóneas y los procedimientos adecuados. Las minorías, entonces, no renuncian a su autonomía
individual porque, de todas formas, se materializa su fin deseado. Según Wolff (2004), “el error de
este argumento es la presunción, sin fundamento, de que la mayoría siempre tiene razón en cuanto
al bien general” (p. 82).

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El tercer argumento a favor del gobierno de las mayorías es que su legitimidad proviene de
una cláusula del contrato social, donde los individuos se comprometen a obedecer las decisiones
de la mayoría. Sin embargo, para el autor, aceptar esto como la única justificación del deber de
obedecer, niega la autonomía de los individuos. Y, aun cuando se acepte la existencia de dicha
promesa y del derecho del Estado a ordenar, no se encuentra ninguna razón moral que obligue a
las personas a renunciar a su autonomía en pos de obedecer los reclamos estatales. En últimas,
aquella afirmación de que las teorías democráticas solucionan la incompatibilidad entre la
autonomía moral y la autoridad política solo parece funcionar en las democracias directas y
unánimes. Ninguno de los argumentos señalados demuestra que también aplique para las
democracias representativas y mayoritarias.

III. Reflexión final: obligaciones políticas y deberes morales

Ahora bien, si la autoridad estatal es ilegítima y, por tal razón, no existe el deber de
cumplir las obligaciones políticas, ¿pueden los individuos actuar y comportarse de cualquier
forma? Para responder esta pregunta, es necesario distinguir entre las obligaciones políticas y los
deberes morales. Según John Simmons (1979), las obligaciones son requerimientos morales,
límites a la libertad e imposiciones a la voluntad, que deben cumplirse independientemente de las
inclinaciones o deseos del sujeto. Esto no quiere decir que establezcan reclamos morales absolutos
sobre el actuar de las personas, ni que anulen otros tipos de consideración moral. Se caracterizan,
particularmente, por: (i) originarse en un acto u omisión voluntarios, (ii) deberse a una persona
específica, (iii) crear un derecho correlativo para el acreedor y (iv) constituirse como obligatorias
por la naturaleza de la relación entre los individuos, y no por su contenido.

En el discurso moral, los juicios de las obligaciones tienen una connotación especial que
los distingue de los demás juicios. Mientras los juicios del deber ser (ought-judgment) son
productos finales de una deliberación donde se consideran varios aspectos, deberes y obligaciones,
los juicios de las obligaciones (judgments of obligation and duty) no tienen en cuenta todas las
razones por las cuales debería actuarse. Por esto, la existencia de una obligación no es razón
suficiente para realizar una acción. Muy posiblemente existirán otras consideraciones de mayor
peso que impongan un actuar distinto. De esta forma, decir que un individuo tiene una obligación
no implica que exista una razón contundente para actuar conforme a ella ni que debería –en
sentido moral– cumplirse. Por ejemplo, resulta inaceptable que un oficial del régimen Nazi

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justifique sus actos en su obligación de obedecer, porque se reconoce que la obligación no es una
razón suficiente para actuar.

Los deberes, por su parte, pueden entenderse de dos formas distintas. Primero, como
deberes posicionales, es decir, aquellos que emanan del oficio o rol que ocupe un individuo en la
sociedad. Segundo, como deberes morales o naturales, es decir, aquellos que son independientes
de las posiciones o roles institucionales. Los deberes posicionales no son más que consecuencias
de las reglas del entorno. Resultan requerimientos institucionales que condicionan el
comportamiento de los sujetos al interior de una posición social, económica, política, etc. Y, a
diferencia de los deberes naturales, no constituyen requerimientos morales pues se imponen por la
amenaza o el uso de la fuerza. Según Simmons, la obligación política es un tipo de deber
posicional que involucra el deber de obedecer la ley y los deberes de ciudadanía. En este sentido,
no alberga un peso moral, no impone restricciones morales al actuar y no constituye un
requerimiento moral.

En suma, negar el contenido moral de este tipo de deberes posicionales, de ninguna forma,
implica desconocer la existencia de los deberes morales. Aunque la autoridad estatal sea ilegítima
y no exista el deber obedecer las obligaciones políticas, los individuos no pueden actuar y
comportarse de cualquier forma. El anarquismo filosófico cuestiona la fuente, la legitimidad y la
fuerza moral de las obligaciones políticas, no la existencia de los deberes morales. Afirmar que
esta parece ser la única doctrina política compatible con la autonomía (Wolff, 2004), de entrada,
supone una deliberación moral en el terreno del deber ser, un juicio del tipo todas las cosas
consideradas (Simmons, 1979): un individuo autónomo es una persona libre en sentido político,
un individuo autónomo decide qué debe hacer y no se somete a la voluntad de otro, un individuo
autónomo reconoce la existencia de deberes morales solo si son leyes que ha creado y juzgado
para sí mismo.

Referencias bibliográficas

Simmons, J. (1979). Moral Principles and Political Obligations. New Jersey: Princeton University
Press.

Thoreau, H (2006). Desobediencia civil. Madrid, España: Editorial Tecnos.

8
University of North Carolina at Chapel Hill. (s. f.). Philosophy Department. People. Visiting
Scholar. Robert Paul Wolff. Recuperado el 5 de mayo de 2018, de:
https://philosophy.unc.edu/people/robert-paul-wolff/

Wolff, R. P. (2004). En defensa del anarquismo. Montevideo: Editorial Nordan.

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