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Capítulo I

EL HOMBRE ES CAPAZ DE CONOCER A DIOS

1. EL PROBLEMA DE DIOS1

Es propio del hombre ser un buscador Absoluto. Esa bú squeda constituye precisamente
una característica inequívoca de una vida verdaderamente humana. El hombre no se colma sin
buscar y preguntarse por los afanes de su vida, del sentido y la finalidad de su vida y de su
inserció n en el mundo, de su ser. “Mas ¿por qué pregunta el hombre? ¿Por qué tiene que buscar y
preguntar, por qué no está ya contento con lo que dicen y ofrecen las cosas de su contorno
inmediato?

Evidentemente, porque percibe y sabe que las cosas no son portadoras de sí mismas, que
no son ya su sentido por sí mismas, sino que señ alan mas allá de sí mismas… El hombre vive la
relatividad interna, dependencia, limitació n y cará cter transitorio de todas las cosas y de la propia
vida, y pregunta, a través de ellas, por una razó n absoluta, independiente, ilimitada e imperecedera
de su ser y sentido, razó n que soporta y hace posible todo”.

Queriendo o sin querer, el hombre siempre busca el absoluto; lo expresó grá ficamente
Jaspers: “Si suprimo algo que es absoluto para mi, automá ticamente otro absoluto ocupa su puesto”.
Se trata de un signo de la vida intelectual, que Kant consideraba como característica inevitable:
Dios es el concepto má s difícilmente alcanzable, pero al mismo tiempo el má s inevitable de la razó n
especulativa humana. Y Hegel llegó a señ alar que decir que no deba realizarse el recorrido del
mundo a Dios, de lo finito al Infinito, es decir que no se debe pensar. Tomá s de Aquino señ alaba
que conocer la verdad es lo que anima nuestra vida intelectual, ya que nos impulsa a conocer la
causa final de nuestros conocimientos: “El fin ú ltimo del hombre y de toda sustancia intelectual se
llama felicidad o bienaventuranza; pues esto es lo que desea como fin ú ltimo toda sustancia
intelectual, y lo desea de por sí. En consecuencia, la bienaventuranza y felicidad ultima de cualquier
sustancia intelectual es conocer a Dios”.

Ello es así porque el sentido y valor de toda verdad tiene su ú ltimo fundamento en
la verdad primera en la que el Absoluto consiste, y el espíritu humano no se tranquiliza hasta
reposar en esa verdad suma que es Dios. Esa bú squeda de Dios ú nicamente se aquietará con su
encuentro y posesió n, a tenor de las conocidas palabra de San Agustín: “Nos hiciste, Señ or, para Ti,
y nuestro corazó n está inquieto hasta que descanse en Ti”.

El anterior espigueo de textos muestra la centralidad del problema de Dios para el hombre;
hasta tal punto es así que ha sido señ alado con justeza que afrontar la cuestió n de la existencia de
Dios es “el problema de los problemas”, o mejor, “el esencial del hombre esencial, por el cual
cualquier otro problema de la existencia adquiere la ultima claridad (la ética, el derecho, la
economía)”. En la solució n de ese problema el hombre compromete su vida entera, en una
determinada orientació n, y fundamenta su conducta.

De hecho, histó ricamente, todos los filó sofos han afrontado el problema de Dios, de un
modo o de otro, no ha existido ni un solo filosofo que no haya escrito sobre Dios, incluso los que con
sus principios filosó ficos pretenden no dejar lugar a Dios, desplazarlo, negarlo, decir que ha
muerto, borrar su mismo nombre, etc. “Es una característica comú n a todas las doctrinas m
etafísicas, por muy divergentes que puedan ser, es estar de acuerdo en la necesidad de hallar la
causa primera de lo que es. Llá mesele materia con Demó crito, Dios, con Plató n, Pensamiento de su
Pensamiento con Aristó teles, Uno con Plotino, Ser con todos los filó sofos cristianos, Ley Moral con
Kant, Voluntad con Schopenhauer, o bien sea la idea absoluta de Hegel, la duració n Creadora de
Bergson u otra cualquiera de las que podría citarse, siempre el metafísico es un hombre que anda a
la bú squeda, detrá s y allende toda experiencia, de un fundamento ultimo para toda experiencia
real y posible. Aun si restringimos nuestro campo de observació n a la historia de la civilizació n
occidental, es un hecho objetivo que los hombres han ambicionado tal conocimiento por má s de
veinticinco siglos y

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Las secciones uno y tres se encuentra en: GONZÁLEZ, A., Teología Natural, Pamplona: Eunsa,
1
pp 15-19.

2
que, después de haber demostrado que no se debería buscarlo y de haberse comprometido a no
buscarlo más, se han encontrado a sí mismos procurá ndolo de nuevo”.

No puede ser de otra manera; si el planteamiento y la solució n del problema es


universal, es decir, si alcanza todas las formas en que el espíritu humano puede presentarse, es
decir, si es un interrogante para todo hombre, cualesquiera que sean sus características de edad,
condició n, inteligencia, etc., a mayor abundamiento deberá ser objeto de consideració n por la
filosofía. Y, por otra parte, ademá s-como señ alaba Tomá s de Aquino- casi toda la filosofía
se ordena al conocimiento de la cosas divinas. De una manera u otra, el estudio de las má s
diversas cuestiones filosó ficas tiene su cumbre en el conocimiento de Dios y el conocimiento del
cará cter de creatura de los entes. Dios es tema central para la filosofía, no solo histó ricamente,
sino en sí mismo considerado, pues del conocimiento de Dios que llegue a alcanzar una filosofía
depende, en gran parte, toda ella.

En ocasiones, sin embargo, se alude a que el problema del Absoluto tiene interés solamente
histó rico o cultural; nuestra época estaría constituida, a diferencia de épocas pasadas, por una
falta o ausencia de Dios, por una natural experiencia de estar sin Dios, o por una irrelevancia o
despreocupació n del problema del Absoluto. Sin embargo, aunque ese aná lisis de la situació n
espiritual de nuestra época fuese cierto, o incluso ese ambiente tienda a expandirse má s y más, el
problema de Dios subsiste, por cuanto la pregunta por el ú ltimo fundamento de la cosas, por el
Absoluto, jamá s tendrá termino mientras el hombre sea hombre. Zubiri ha señ alado, con palabras
plenas de fuerza expresiva, que a nadie se le oculta la gravedad suprema del problema de Dios. “La
posició n del hombre en el universo, el sentido de su vida, de sus afanes y de su historia, se hallan
internamente afectados por la actitud del hombre ante este problema. Ante él pueden tomarse
actitudes no solamente positivas, sino también negativas; pero en cualquier caso el hombre viene
íntimamente afectado por ellas, un saber sin el cual la vida tomada en su íntegra totalidad
aparecería carente de sentido.

En medio de la agitació n de nuestro tiempo, puede afirmarse, sin miedo a errar, que por
afirmaciones o por negaciones o por positivas abstenciones, nuestra época, queriéndolo o sin
quererlo, o hasta queriendo todo lo contrario, es quizá una de las épocas que má s sustancialmente
viven del problema de Dios”. Dios no es nunca un tema superado; es preciso afrontarlo. Decir lo
contrario, o evitarlo, dejá ndolo discretamente de lado, es, sencillamente, sofístico.

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EL PRIMER ARGUMENTO RACIONAL

Só crates fue condenado a muerte «porque no creía en los dioses de la ciudad», sino en un Dios
superior, y «corrompía a los jó venes» enseñ ándoles esta doctrina. ¿Qué pensaba Só crates sobre Dios?
En primer lugar no entendía có mo los dioses griegos podían tener los mismos vicios que los hombres.
Pensaba, por el contrario, en un Dios parecido al de Anaxá goras: suprema inteligencia ordenadora.
Jenofonte nos ha transmitido el razonamiento de Só crates en este punto: se trata de una
argumentació n que constituye la primera prueba racional de la existencia de Dios llegada hasta
nosotros, fundamento de todas las posteriores. Consta de varios pasos:

1. Lo que no es fruto de azar, lo que ha sido constituido con un objetivo determinado, exige una
inteligencia que lo haya producido con esa finalidad. Si observamos al hombre, vemos que sus
ó rganos está n coordinados con vistas al funcionamiento del conjunto: no pueden ser fruto de
la casualidad sino obra de una inteligencia.
2. Contra este argumento se podría objetar que conocemos a los artífices de obras humanas,
pero no vemos al creador del hombre por ningú n sitio. Sin embargo, responde Só crates, esta
objeció n carece de fundamento porque tampoco nuestra inteligencia se ve, y nadie se
atreverá a afirmar por ello que no tenemos inteligencia y que hacemos todo por azar.
3. La conclusió n socrá tica dice que el mundo y el hombre está n constituidos de tal modo que
exigen una causa inteligente para dar razó n de ellos. Con su habitual ironía, Só crates hacía
notar que en el cuerpo del hombre está n presentes pequeñ as cantidades de todos los ele-
mentos naturales que componen el Universo. Siendo así, ¿có mo podríamos pretender los
hombres habernos quedado con toda la inteligencia del mundo, negando que pueda existir
ninguna otra fuera de nosotros?

El Dios de Só crates, como después sería la Idea de Bien en Plató n, es inteligencia suprema que conoce
todo, es causa ordenadora del Universo, y también es un Dios que ejerce su providencia de forma
mucho má s personal que el de los estoicos.

2. LOS DIVERSOS MODOS DE CONOCER A DIOS

Se ha aludido en el epígrafe anterior a la universalidad del problema del Absoluto en el


sentido de que es accesible a las diversas formas de la conciencia humana. El hombre puede
conocer a Dios de diversos modos.

En primer lugar, por las solas fuerzas de la razó n: a) de modo precientífico o espontá neo, y
b) de modo científico o filosó fico. Por medio de una deducció n espontá nea, todos los hombres
pueden llegar al conocimiento de Dios. Este primer grado de conocimiento, imperfecto, es
suficiente en su orden: la humanidad, a lo largo de los siglos, siempre ha tenido una cierta noció n
de Dios. El segundo modo natural de conocer a Dios es el constituido por las elaboraciones
científico- filosó ficas, que no todos los hombres llegan a realizar. Se trata de un conocimiento,
ciertamente vá lido, que llega a conocer a Dios como causa primera de los entes y lo que eso
lleva consigo, es decir, una serie de perfecciones y atributos. ES claro que no se trata de un
conocimiento exhaustivo, pues no se llega a conocer lo que es Dios en sí mismo. A partir de las
criaturas, efectos suyos, accedemos a Dios, llegamos a conocer que Dios es y un poco de lo que es.
Ciertamente, con este conocimiento se conoce del Absoluto má s lo que no es que lo que es, pues
Dios excede infinitamente a los efectos de los que partimos para conocerle.

En segundo lugar, el hombre puede conocer a Dios de modo sobrenatural. Es decir, de un


modo que excede las fuerzas de la razó n humana. El modo sobrenatural de conocer a Dios es de
dos tipos: a) por la fe (lumen fidei), y b) por visió n (lumen glorie). La fe proporciona un
conocimiento de Dios mucho má s alto que el que aporta la razó n natural, ya que le conocemos no
por sus efectos, sino por la manifestació n que ha hecho de sí mismo por medio de la Revelació n.
Y conocer a Dios por visió n es conocerlo cara a cara, por experiencia: tal como es en sí mismo
(visió n beatífica o experiencia mística).

De los cuatro modos señ alados como vías de acceso al Absoluto, se trata aquí del
segundo de ellos, es decir, la vía de acceso a Dios a través de la filosofía, y má s
concretamente de la metafísica. Este camino, ha dicho Zubiri, parece el má s inocuo e inocente,
aunque quizá sea el má s enojoso de todos, porque está llamado a no satisfacer completamente a
nadie, pues los agnó sticos o no creyentes considerará n que es una pretensió n excesiva, y los
creyentes considerará n, y con razó n, que lo alcanzado es trivial en comparació n con las certezas
que sobre Dios proporcionan la fe y la teología sobrenatural.

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Ciertamente, la vía filosó fica o metafísica hacia Dios es el má ximo conocimiento natural o
racional que del Absoluto puede alcanzar el hombre; y en eso consiste su grandeza; su
miseria radica en que como Dios excede completamente a todo lo que nuestro entendimiento
puede comprender, lo que podemos conocer de Dios es muy escaso. Santo Tomá s señ alaba a
este propó sito lo siguiente: “Si el entendimiento humano comprende la sustancia de alguna cosa,
por ejemplo de una piedra, o del triá ngulo, nada inteligible habrá en esa cosas que exceda a la
razó n humana. Pero esto no ocurre en relació n a Dios. Porque el entendimiento humano no puede
llegar naturalmente hasta su sustancia, ya que el conocimiento en esta vida tiene su origen en los
sentidos y , por tanto, lo que no cae bajo el poder de los sentidos no puede ser aprehendido por el
entendimiento humano sino en cuanto es deducido de lo sensible. Pero los entes sensibles no
pueden llevar a nuestro entendimiento a ver en ellos lo que es la sustancia divina, pues son efectos
inadecuados al poder de la causa. Nuestro entendimiento, a partir de lo sensible, puede ser
conducido al conocimiento de que Dios es, y a otras verdades semejantes propias del primer
principio” (C.G., 1,3). Pero aunque el hombre no puede conocer por su razó n la esencia de Dios,
porque excede su capacidad, debe aplicarse al conocimiento de las cosas inmortales y divinas tanto
como pueda, puesto que el conocimiento imperfecto de Dios confiere al hombre una gran
perfecció n, ya que su razó n se perfecciona má s conociendo las ú ltimas causas, en lo que consiste la
sabiduría. La metafísica, sabiduría en el orden racional, es, como decía Aristó teles, la ciencia de la
verdad, y no solo de cualquier verdad, sino sobre todo - como dice Tomá s de Aquino – de aquella
verdad que es origen de toda verdad y que pertenece al primer principio del ser de todas las cosas.

Debe rechazarse desde el inicio un equívoco que frecuentemente comparece a la hora del
estudio del conocimiento de Dios en metafísica. Ese estudio no lleva como resultado un
pensamiento cristalizado, esclerotizado o desvitalizado. Y no lo es por cuanto el pensar, la teoría en
sentido estricto, es la actividad má s alta, la forma má s sublime de vida, la praxis suprema, segú n
Aristó teles. “Pensar a Dios – ha escrito Polo – es pensar por todo lo grande, y esto conlleva a una
experiencia profunda, espléndida de nuestro pensar. Si el pensar queda reducido a un apéndice
sucedá neo, puramente pragmá tico, a una especie de instrumento desvitalizado, se compromete el
acceso a Dios…; el tema de Dios, desde el punto de vista del conocimiento, es solidario del cará cter
vital del conocimiento. Dios es Dios de vivos; si nuestro pensamiento piensa a Dios, es porque está
vivo para Dios: si no, no lo piensa… en la medida en que nuestro pensamiento es viviente – y
solamente en esa medida -, nuestro itinerario mental in Deum será un camino gallardamente
recorrido”. El conocimiento metafísico de Dios recibe el nombre de teología natural o
teodicea, saber má ximo que el hombre puede alcanzar mediante su razó n.3

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REVELACIÓN NATURAL
A lo largo de la historia, la filosofía ha sabido preguntarse por la causa primera de todo l
o que existe atribuyendo este causalidad a Dios como el ser trascendente y principio de todo
cuanto existe. Las reflexiones filosó ficas sobre Dios describen precisamente las mú ltiples
variaciones del concepto de “Dios” dadas en el tiempo y en las distintas culturas que existieron. No
obstante esto, la realidad objetiva de Dios como principio y causa es una verdad que
sobrepasa estas condiciones haciéndola una verdad que brota de todo hombre. Es la preocupació n
incesante del ser humano por el má s allá de la realidad histó rica la que ha llevado al conocimiento
de esta verdad.
Precisamente a esta verdad presente de algú n modo en la realidad de todo lo que existe, se
le conoce como revelació n natural. Es decir, lo creado nos trasmite la presencia de un ser que
no solo es causa primera de todo sino que aparece también como fin ú ltimo del ser humano,
del mundo y de la historia misma.
La bú squeda de Dios es una “cuestión” que se identifica con la bú squeda del
fundamento de todo ser contingente y, en especial, con la bú squeda de la razó n de la propia
existencia. Por esta razó n, el hombre, que espontá neamente tiende a la verdad y al bien, tarde o
temprano siente el impulso de plantearse la cuestió n de Dios y de buscar los argumentos en
que apoyar en forma refleja y consciente su convicció n o su “presentimiento” de que Dios existe. Y
puesto que el hombre só lo conoce a partir de los seres materiales, só lo en ellos encontrará el punto
de partida para la bú squeda racional de Dios.
En cualquier caso es necesario tener presente que las “pruebas” de la existencia de
Dios son só lo una invitació n razonada a la fe, que constituyen una llamada racional y razonable a la
libertad humana, y una prueba de la honestidad intelectual de la fe. Se les llama “pruebas” de la
existencia de Dios en el sentido de argumentos convergentes y convincentes que permiten llegar a
verdaderas certezas. SE trata de verdaderas certezas de tipo moral, no de evidencias de tipo físico.
La conclusió n de esta verdad natural demuestra justamente que el todo hombre con
la razó n puede reconocer la necesidad como la realidad objetiva de Dios, si bien la evidencia no es
inmediata como lo sostenía San Agustín.
Precisamente por el deseo de evidenciar de modo inmediato la existencia de Dios o por las
dificultades que se suscitan debido a la incomprensió n que pone en tela de juicio o duda algunos de
sus atributos como su justicia, el mal en el mundo, etc. surgen también quienes niegan la existencia
de Dios o niegan que se pueda llegar a esta verdad. Este aspecto referido a la revelació n natural se
aborda a continuació n de este tema.

Dionisio: Dios no puede ser definido sino por negación


El pensamiento filosó fico de Dionisio (entre los siglos V y VI d. C.), aparece como puente
entre el cristianismo y las tendencias místicas y ascéticas de la ú ltima filosofía pagana
representada por el neoplanismo de Plotino. Retomando las tesis de Plotino, Dionisio formula
el principio bá sico del misticismo cristiano-medieval: sólo es posible hablar de Dios por la vía de
la negación; es decir, determinando aquello que Dios no es. Caen de este modo todos los falsos
atributos que la devoció n popular atribuye a la divinidad. Así pues, Dios no puede ser definido como
luz si no afirmamos primero que es oscuridad. Dios es oscuridad y silencio y no se le puede describir
utilizando adjetivos humanos, ni siquiera los positivos como, por ejemplo, amor o justicia.
Ninguna palabra puede describir a Dios, la lengua humana está orientada hacia un mundo
concreto. Cuando el espíritu se eleva a lo divino, el lenguaje se vuelve inú til porque Dios está fuera
de la comprensió n humana. Atribuir a la divinidad cualidades humanas significa disminuir la
trascendencia. Por tanto, está lejos del conocimiento humano.
"Alrededor del siglo sexto aparecieron una serie de volú menes neoplató nicos cristianos
bajo el nombre de Dionisio Areopagita, que fue el primer discípulo de San Pablo en Atenas. Estos
volú menes fueron considerados casi como de valor apostó lico, en tanto que Dionisio fue el primer
discípulo de San Pablo. De hecho los libros fueron escritos bien al final de siglo V o principios del VI
en Siria. El desconocido autor simplemente firmó en ellos con el nombre de Dionisio Areopagita
para darles mayor cobertura entre sus contemporá neos. É l era un neoplató nico que había adoptado
el cristianismo y que combinaba la doctrina de la filosofía neoplató nica y prá cticas del éxtasis con
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doctrinas cristianas". (El hombre y la religió n)

San Agustín: el hombre es capax Dei


San Agustín afirmaba que el hombre es capax Dei (cf. Confesiones de San Agustín, 1,1,1).
Esto no implica, en cambio, que el conocimiento de Dios de la existencia de Dios sea de evidencia
inmediata para el hombre, pues el conocimiento humano tiene como punto de partida el mundo
sensible. La posició n del ontologismo, que sostenía una intuició n inmediata de Dios por parte del
hombre es inaceptable. Tampoco es aceptable la posició n contraria, aquella que niega que el
hombre tenga capacidad de “descubrir” con su inteligencia la existencia de Dios. Esto su cede,
por ejemplo, cuando se niega que el hombre tenga capacidad para trascender lo fenoménico. El
agnosticismo no es má s que la otra cara de este pesimismo gnoseoló gico.
San Agustín, para mostrar la existencia de Dios, se apoya fundamentalmente en las
exigencias de la inteligencia y del corazón humano, quizá s recordando su propio itinerario interior
hasta la conversió n. El esquema agustiniano es siempre prá cticamente el mismo: ir de lo exterior
a lo interior del hombre, y del interior del hombre a aquello que lo trasciende. Este esquema se
apoya en el hecho de que el hombre es imagen de Dios y de que Dios es má s íntimo al hombre que
el hombre mismo, es el internum aeternum, secretissimus ey praesentissimus “el má s oculto y el
má s presente”. Siendo esto así, las exigencias del corazó n humano, sus ansias infinitas de verdad y
bien son llamada y vestigio de un ser que es la verdad y el amor. San Agustín argumenta
repetidamente que la verdad aparece ante la mente como algo universal, independiente de la
misma existencia del hombre, siempre será verdad que siete y tres son diez. Por esto mismo,
cualquier juicio verdadero apunta siempre hacia un ser inmutable y eterno.

Tomás de Aquino: cinco argumentos de la existencia de Dios

Son muy numerosas las “pruebas” de la existencia de Dios elaboradas a lo largo de la


historia. De entre ellas, revisten especial importancia las cinco vías propuestas por santo Tomá s de
Aquino (Cf. S.Th. I, q.2, a.3). Todas las pruebas de la existencia de Dios aducidas por el Aquinate se
apoyan en el principio de causalidad y, en síntesis, dicen lo siguiente: todo lo que participa de la
existencia depende en ú ltimo término de una causa que no participa de la existencia, sino que es la
existencia misma.
Las cinco vías de santo Tomá s son conocidas también con el nombre de argumento
cosmoló gico o prueba a posteriori, porque de la experiencia del mundo llegamos a Dios como ú nica
justificació n racional del mismo. Es un discurso filosó fico auténtico en el que la razó n habla de Dios
desde su propia luz, desde verdades y certezas completamente naturales.
Aunque llevan el título de preambula fidei y se presente en perspectiva teoló gica en su
Sacra Doctrina, por tanto constituyen no una introducció n o saber previo sino parte integrante
de su teología, se ha reconocido en su estructura y presentació n un rigor filosó fico que lo distingue
por consiguiente del rigor teoló gico. El aquinate separa convenientemente lo que en el
conocimiento de Dios proviene de la fe y lo que se debe a la razó n como conocimiento natural.
Precisamente llama “camino” a sus argumentos racionales del conocimiento de Dios ya
que estos conducen a Dios como a su término y no se trata de un dato o un hecho entre otros,
sino de una meta trascendente de este camino iniciado racionalmente. Crea aquí,
evidentemente, la solicitud de la razó n al servicio de la fe sostenida por la revelació n sobrenatural.
Otra característica a mencionar, es que se consideran vías de un ascenso metafísico a Dios,
ya que no son deducciones matemá ticas ni demostraciones físicas o demostraciones a partir de
argumentos científico-positivos. Recordemos que una demostració n metafísica puede partir de la
experiencia si bien su conclusió n no es nunca experimentable. Y esto se justifica en la capacidad
de la inteligencia humana para alcanzar la formalidad metafísica en lo materialmente físico, la
inteligencia humana puede sobrepasar lo sensible para acceder a verdades má s altas de las mismas
realidades sensibles. Este ascenso metafísico parte de las criaturas en cuanto entes causados,
lo que reclama una causa incausada que dé razó n de su existencia.
La estructuras de las vías en similar en todas ellas: un punto de partida (realidad), la
aplicació n de la causalidad al punto de partida (¿por qué existe?), la imposibilidad de proceder
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al
infinito en la serie de causas, el término final: necesidad de la existencia de Dios. De todos estos,
el segundo es el má s importante y es fundamento de toda esta demostració n.
La primera y más clara se funda en el movimiento. Es innegable, y consta por el
testimonio de los sentidos, que en el mundo hay cosas que se mueven. Pues bien, todo lo que se
mueve es movido por otro, ya que nada se mueve má s que en cuanto está en potencia respecto de
aquello para lo que se mueve. En cambio, mover requiere estar en acto, ya que mover no es
otra cosa que hacer pasar algo de la potencia al acto, y esto no puede hacerlo má s que lo que
está en acto, a la manera como lo caliente en acto, v.gr., el fuego, hace que un leñ o, que está caliente
en potencia, pase a estar caliente en acto. Ahora bien, no es posible que una misma cosa esté, a la
vez, en acto y en potencia respecto a lo mismo, sino respecto a cosas diversas: lo que, v. gr., es
caliente en acto no puede ser caliente en potencia, sino que en potencia es, a la vez, frío. Es, pues,
imposible que una cosa sea por lo mismo y de la misma manera motor y mó vil, como también lo es
que se mueva a sí misma. Por consiguiente, todo lo que se mueve es movido por otro. Pero si lo que
mueve a otro es, a su vez, movido, es necesario que lo mueva un tercero, y a éste, otro. Mas no se
puede seguir indefinidamente, porque así no habría un primer motor y, por consiguiente, no habría
motor alguno, pues los motores intermedios no mueven má s que en virtud del movimiento que
recib en del primero, lo mismo que un bastó n nada mueve si no lo impulsa la mano. Por
consiguiente, es necesario llegar a un primer motor que no sea movido por nadie, y éste es el que
todos entienden por Dios.
Dios es el motor inmó vil, por que es aquel que mueve sin ser movido, absoluto y absolutamente
desligado de cualquier motor, es decir obra sin pasar de la potencia al acto, sino estando siempre
en acto, o lo que es lo mismo, siendo su propio obrar y si el obrar sigue al ser, el ser que tenga por
esencia su propio obrar, también tendrá por esencia su propio ser, y así será el ser simplísimo y
actualísimo el ser subsistente Dios.
La segunda vía se basa en la causalidad eficiente. Hallamos que en este mundo de lo
sensible hay un orden determinado entre las causas eficientes; pero no hallamos que cosa
alguna sea su propia causa, pues en tal caso habría de ser anterior a sí misma, y esto es imposible.
Ahora bien, tampoco se puede prolongar indefinidamente la serie de causas eficientes, porque
siempre que hay causas eficientes subordinadas, la primera es causa de la intermedia, sea una o
muchas, y éstas, causa de la ú ltima; y puesto que, suprimida una causa, se suprime su efecto, si
no existiese una que sea la primera, tampoco existiría la intermedia ni la ú ltima. Si, pues, se
prolongase indefinidamente la serie de causas eficientes, no habría causa eficiente primera y,
por tanto, ni efecto ú ltimo ni causa eficiente intermedia, cosa falsa a todas luces. Por consiguiente,
es necesario que exista una causa eficiente primera, a la que todos llaman Dios.
La tercera vía considera el ser posible, o contingente, y el necesario, y puede formularse
así. Hallamos en la naturaleza cosas que pueden existir o no existir, pues vemos seres que
se producen y seres que se destruyen y, por tanto, hay posibilidad de que existan y de que no
existan. Ahora bien, es imposible que los seres de tal condició n hayan existido siempre ya que lo
que tiene posibilidad de no ser hubo un tiempo en que no fue. Si, pues, todas las cosas tienen la
posibilidad de no ser, hubo un tiempo en que ninguna existía. Pero, si esto es verdad, tampoco
debiera existir ahora cosa alguna porque lo que no existe no empieza a existir má s que en
virtud de lo que ya existe, y, por tanto, si nada existía, fue imposible que empezase a existir alguna
cosa, y, en consecuencia, ahora no habría nada, cosa evidentemente falsa. Por consiguiente, no
todos los seres son posibles, o contingentes, sino que entre ellos, forzosamente, ha de haber alguno
que sea necesario. Pero el ser necesario o tiene la razó n de su necesidad en sí mismo o no la tiene.
Si su necesidad depende de otro, como no es posible, segú n hemos visto al tratar de las causas
eficientes, aceptar una serie indefinida de cosas necesarias, es forzoso que exista algo que sea
necesario por sí mismo y que no tenga fuera de sí la causa de su necesidad, sino que sea causa de la
necesidad de los demás, a lo cual todos llaman Dios.
La cuarta vía considera los grados de perfección que hay en los seres. Vemos en los
seres que unos son má s o menos buenos, verdaderos y nobles que otros, y lo mismo sucede con las
diversas cualidades. Pero el má s y el menos se atribuye a las cosas segú n su diversa proximid ad a
lo má ximo, y por esto se dice lo má s caliente de lo que má s se aproxima al má ximo calor. Por tanto,
ha de existir algo que sea verísimo, nobilísimo y ó ptimo, y por ello ente o ser supremo; pues, como
dice el Filó sofo, lo que es verdad má xima es má xima entidad. Ahora bien, lo má ximo en cualquier
género es causa de todo lo que en aquel género existe, y así el fuego, que tiene el má ximo calor, es

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causa de todo lo caliente, segú n dice Aristó teles. Existe, por consiguiente, algo que es para todas las
cosas causa de su ser, de su bondad y de todas sus perfecciones, y a esto llamamos Dios.
La quinta vía se toma del gobierno del mundo. Vemos, en efecto, que cosas que
carecen de conocimiento, como los cuerpos naturales, obran por un fin, como se comprueba
observ ando que siempre, o casi siempre, obran de la misma manera para conseguir lo que má s les
conviene; por
donde se comprende que no van a su fin obrando al acaso, sino intencionadamente. Ahora bien, lo
que carece de conocimiento no tiende a un fin si no lo dirige alguien que entienda y conozca, a la
manera como el arquero dirige la flecha. Luego existe un ser inteligente que dirige todas las cosas
materiales a su fin, y a éste llamamos Dios (Cf. Suma de teología, Primera parte, cuestió n 2, a. 3.).

¿Es posible realmente afirmar algo de


Dios?
Es imposible afirmar que una cosa existe sin conocer algo de su propia naturaleza. La
pregunta por la existencia de Dios lleva implícita, pues, cierta pre-comprensió n de lo que Dios es.
Se trata de un concepto indisolublemente ligado a las ideas de infinitud, de grandeza, de bondad,
de ser supremo. El término a que conducen los caminos utilizados para afirmar la existencia de
Dios desarrolla algo má s esta pre-comprensió n. Se trata de noticias verdaderamente imperfectas,
pero que dicen algo verdadero de có mo es Dios. Apoyados en esta realidad, los santos padres
insistieron en los caminos de la negació n, de la afirmació n y de la eminencia como caminos
complementarios y necesarios para hablar de có mo es Dios. La teología posterior centró sus
esfuerzos en el aná lisis de la analogía como cuestió n clave para poder pensar y decir algo sobre
Dios. En uno y otro caso se está hablando del alcance y de los límites – sobre todo de los límites –
del discurso humano sobre Dios.
Dios trasciende todo lo creado, también todo concepto humano. Justamente lo expresó san
Gregorio de Nisa al afirmar que, incluso al aceptar la revelació n divina, só lo conocemos a Dios en la
tiniebla: “En esto consiste el verdadero conocimiento de lo que buscamos: en ver en el no ver,
pues lo que buscamos trasciende todo conocimiento, totalmente circundado por la
incomprehensibilidad como por una tiniebla (cf. San Gregorio de Nisa, sobre la vida de Moisés II,,
163, introducció n, traducció ny notas de L.F. Mateo-Seco (ed.), Madrid 1993, 171). Formulació n
parecida encontramos en santo Tomá s: en lo que se refiere a Dios, “las negaciones son verdaderas,
las afirmaciones son insuficientes” (Cf. S.Th., I, q.13, a.1, ad.2). Dios siempre trasciende toda
palabra creada, incluso l as palabras humanas que El mismo ha elegido para revelarse. Esto es así,
no porque Dios tenga límite alguno, sino porque no existe palabra capaz de expresarlo
perfectamente (San Gregorio de Nisa, Homilías sobre el Eclesiastés, 7: PG 44,732).
Conocidas ya estas vías, vemos que el principio fundamental de causalidad no se aplica a
Dios ya que este principio tiene valor ontoló gico (en cuando ser, existir). En otras palabras, su
existencia no es causada, es él la misma existencia, es Ser. Esta causalidad no es percibida por los
sentidos, pero sí “intelegida”, es decir, entendida por la inteligencia (Melendo, T. (1982), Metafísica,
Pamplona, pp. 175-191). Puede “entenderse” con nuestra razó n, que la causa es lo que influye en el
ser. Esto es posible en las realidades o entes contingentes pero no en Dios, de quien se
hace necesaria su existencia para que las demá s puedan también existir. Dios se nos muestra
infinito, eterno, inmutable, etc. por tanto un Dios tal con estas características propias de su ser
¿puede ser producido o causado por otro? Por otro lado, el hecho de causar efectos contingentes,
finitos, no significa en él imperfecció n por lo que la causalidad no es algo que le afecte
positivamente en su existencia, es Ser en sí mismo, la Causa primera incausada.

El conocimiento natural de Dios, en la Escritura


Los escritores sagrados no se preocupan por “demostrar” la existencia de Dios, pues es
considerada como el hecho fundamental cuya negació n ni siquiera parece concebible. Cuando la
Biblia habla de conocer a Dios, se está refiriendo casi siempre a reconocerlo como suprema norma
de vida (cf. Dt 11,2-8; Is 41,20; Os 11,3) y, por supuesto, a reconocerlo como el Dios ú nico, con
9
exclusió n de cualquier ídolo (cf. Is 43,10; 44,8; 45,5-6; Sb 13,1-9); por esta razó n no ofrece
nunca un elenco de “pruebas” de la existencia de Dios.
Só lo el libro de la Sabiduría, al polemizar en ambiente griego contra la idoloatría, presenta
una prueba de la existencia de Dios Creador y, al hacerlo, formula en forma refleja lo que es
convicció n constante de todo el Antiguo Testamento: que Dios es accesible al hombre y que éste
puede y debe reconocerle en la estructura misma de este mundo.

Antiguo Testamento describe las maravillas realizadas por Dios en la naturaleza (cf. Sal
19,8; 1-7; 104, Jb 38; Is 40,25-31) no tanto para probar la existencia de Dios, como para
alabarle (Sal 8; 19,8-10; 104) y para exhortar a la confianza en su poder (cf. Is 40,27-31). Sb
13,1-9, al recoger este convencimiento y contemplar desde él la idolatría, ofrece un pasaje explícito
y decisivo sobre la posibilidad del conocimiento natural de Dios. El texto califica de vanos a
aquellos hombres que no reconocieron al verdadero Dios, sino que llamaron dioses a las fuerzas
de la naturaleza. No se está quejando, pues, de que esos hombres no hayan llegado a conocer la
existencia de Dios, sino de que, al hacerlo, no hayan sabido utilizar la v{ia de la eminencia: el
creador trasciende infinitamente su creació n.
El autor de Sabiduría, que aplica intencionadamente a Dios el título de arquitecto
del universo, quiere afirmar que el Dios al que llegan los filó sofos, es el mismo que el Dios de la
Biblia. Si él critica a los filó sofos no es por su caminar intelectual, sino porque este caminar
debiera haberles llevado a descubrir a un Dios superior al mundo. Este pasaje presenta el camino
analó gico como una vía de acceso, segura y universal. Este convencimiento es el marco en que se
sitú an las afirmaciones paulinas en torno al conocimiento natural de Dios, en especial, el comienzo
de la carta a los Romanos (Rm 1,18-23) y el discurso en el Areó pago (Hch 17,22-29).

LA NEGACIÓN DE LA EXISTENCIA DE DIOS Y LA IMPOSIBILIDAD DE


CREER
Este problema respecto a Dios manifiesta en el contexto actual, la situació n de increencia
surgida en occidente generalmente como rechazo al cristianismo. Cuestiona la fe del cristiano y de
la Iglesia, su desempeñ o y lo que cree, encará ndole sus limitaciones y escá ndalos, lo absurdo de un
supuesto Dios a quien el hombre le interesa sobremanera. Esta situació n se convierte, sin duda
alguna, en un gran reto para dar “razó n de la esperanza” cristiana a quienes niegan no só lo la
existencia de Dios sino incluso la posibilidad de creer, porque afirman también que no existe un
verdadero fundamento para ello. Es la fe cristiana y sus enseñ anzas una provocació n para una
cultura sazonada con este tipo de pensamiento que ademá s considera ajena a la realidad y al
conocimiento rigoroso de la ciencia, el tema de Dios.
Para los materialistas, todo es materia, todo viene de la materia y a ella regresa. La materia
debe resolver todos los enigmas, contentar todas las necesidades del hombre, satisfacer todas las
aspiraciones que pueda tener.
Los monistas y los panteístas, en cambio, admiten la existencia de Dios pero lo identifican
con el mundo y por lo tanto prá cticamente lo niegan. Esta identificació n no se puede aceptar
porque Dios, por naturaleza suya infinito, inmutable omniperfecto, no puede identificarse no
con la realidad material no con nuestro espíritu, que son realidades finitas, mutables, imperfectas.
El ateísmo, es sin duda alguna, un fuerte pensamiento contrario en nuestra demostració n
de la existencia de Dios. Todas las formas actuales de increencia religiosa en general, está n
relacionadas de algú n modo, con el ateísmo, entendido aquí como la postura de aquellos que
niegan, de manera escéptica o positiva, toda forma de lo divino, o al menos toda forma de
conocimiento de lo divino en sí mismo.
Siendo así, el ateísmo puede ser teó rico o prá ctico. El ateísmo teó rico se expresa en las
teorías especulativas o en manifestaciones lingü ísticas de contextos comunes y corrientes como en
á mbitos académicos como fruto de la ignorancia de Dios (teó rico negativo) o de una negació n
formal respecto la esencia o existencia de Dios como de su cognoscibilidad racional (teó rico
positivo). Entre estos dos, se ubica el indiferentismo con el que se identifica al desinterés del
problema de Dios. El ateísmo positivo es categó rico-doctrinal cuando pretende demostrar
incondicionalmente la no existencia de Dios; es postulatorio, cuando la no existencia de Dios
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aparece como consecuencia necesaria de la exigencia de emancipació n del hombre; es escéptico
cuando se pone en discusió n no só lo la posibilidad sino también la imposibilidad de un
conocimiento verdadero y seguro de Dios, como es precisamente la intenció n de todo ateísmo
categó rico; y agnó stico, cuando, aparte de lo anterior, se niega la cognoscibilidad racional de Dios.
Para otros autores, el agnosticismo es una postura diferente del ateísmo con características propias.
Por ateísmo prá ctico, se entiende el comportamiento o la conducta motivada por la
convicció n atea. Por esta razó n, se le conoce también como ateísmo existencial, es decir que,
al rechazo de
argumentar su existencia teó ricamente se suma también la exclusió n en la vida personal de toda
referencia a Dios así como el rechazo a la llamada a la conversió n, justamente cuando esta da
inicio a una auténtica vida cristiana o de comunió n con Dios reconocida implícitamente su
existencia.
Algunos filó sofos modernos han hecho de la negació n de Dios un postulado fundamental de
sus doctrinas. Nos referimos, en concreto, a Marx y a Nietzsche. Pero ambos olvidan que só lo lo
evidente tiene derecho al rango de postulado. Todo lo que no es evidente no puede ser punto de
partida: ha de ser demostrado previamente. Por eso, decretar que «Dios ha muerto», y no tomarse la
molestia de fundamentar ese juicio o de conocer y sopesar los argumentos contrarios, indica una
buena dosis de arrogancia y de simpleza. «Si hubiera dioses, ¿có mo soportaría yo no ser un Dios?
Por consiguiente, no hay dioses.» Estas palabras de Nietzsche rezuman el má s puro de los
voluntarismos la realidad es lo que uno quiere que sea , pero todo voluntarismo puro, al no dejar
espacio a la razó n, es también un puro irracionalismo.

Dejando aparte estos dos casos, las mayores y casi ú nicas objeciones a la existencia de Dios han sido
presentadas como razones científicas por el materialismo moderno. Tres son las versiones de este
materialismo:

Mecanicismo: la naturaleza só lo debe ser explicada en términos de acciones mecá nicas y de fuerzas
materiales.
Positivismo: Só lo puede haber ciencia de lo empírico, es decir, de lo que es sensible y cuantificable.
Evolucionismo radical: La vida y el hombre han surgido de la materia por azar.

Frente a este reduccionismo que decapita la verdad se han alzado innumerables voces. Husserl y
Max Scheler manifestaron abiertamente que si só lo podemos conocer lo sensible, renunciamos a las
realidades má s profundamente humanas: el amor, la libertad, la virtud, la alegría, la esperanza....
Dios. Ambos enseñ an en Gotinga a principios de siglo, y logran un ambiente extraordinario en el que
«se habla de Filosofía noche y día, en la mesa y en la calle, en todas partes». La má s brillante de sus
alumnas era una chica atea que escribe lo que sigue: «Con razó n se nos inculcaba continuamente
que debíamos mirar todas las cosas sin prejuicios, y arrojar toda clase de anteojeras. Las barreras de
los prejuicios racionalistas, en las que me había criado, sin darme cuenta cayeron, y el mundo de la
fe se presentó sú bitamente ante mis ojos. En ese mundo vivían personas con las que yo trataba a
diario y a las que admiraba. Tenían que ser, por lo menos, dignas de ser consideradas en serio.»
Sin ser un profesional de la Filosofía, Dostoievski advirtió también la insuficiencia de los
planteamientos materialistas, pues él mismo sostuvo esas ideas en su juventud: «Tienen la ciencia,
pero en la ciencia no hay má s que lo que depende de los sentidos. El mundo espiritual, la mitad
superior del ser humano, queda excluida por completo, eliminada con cierto entusiasmo, hasta con
odio.»
Positivismo y Mecanicismo se ven reforzados por la aparició n de la hipó tesis evolucionista. No es
que Darwin lo pretendiera, pero al sostener que «las especies no fueron creadas aisladamente» dio
pie a la formació n de un virulento grupo anticreacionista, que vio con evidente miopía contradicció n
entre la noció n de creació n y la «alternativa» evolucionista.
Se trata en los tres casos de rancios prejuicios decimonó nicos que los grandes científicos han sabido
evitar. Von Braun, el hombre que puso al hombre en la luna, nos dice que «cuanto má s
comprendemos la complejidad de la estructura ató mica, la naturaleza de la vida, o el camino de las
galaxias, tanto má s encontramos nuevas razones para asombrarnos ante los esplendores de la
creació n divina».
Esa complejidad del Universo le parecía a Einstein milagro y eterno misterio, pues «a priori debería
11
esperarse un mundo caó tico, que no pudiera en modo alguno ser comprendido por el pensamiento».
Y añ ade, como certero diagnó stico, que «aquí se encuentra el punto débil de los positivistas y de los
ateos profesionales».
No son declaraciones aisladas. Heisemberg, a su paso por Madrid en 1969, declaró a la prensa:
«Creo que Dios existe y que de É l viene todo. El orden y la armonía de las partículas ató micas tienen
que haber sido impuestos por alguien.» Y Max Planck será má s explícito aú n: «En todas partes, y por
lejos que dirijamos nuestra mirada, no solamente no encontramos ninguna contradicció n entre
religió n y ciencia, sino precisamente pleno acuerdo en puntos decisivos.»
La revista Time, al comenzar la década de los ochenta, comentaba con asombro la multiplicació n de
este tipo de testimonios cualificados: «a través de una callada revolució n que se está desarrollando
en el pensamiento y en la argumentació n una revolució n impensable hace veinte añ os , Dios está
preparando su regreso».
Sin embargo, es claro que en el reconocimiento de la existencia de Dios no só lo pesan razones
intelectuales. De hecho, la voluntad puede resistirse a la verdad demostrada o probable. Sancho
Panza, reflexionando sobre la quijotesca idealizació n de Dulcinea, observa agudamente que el amor
es capaz de convertir las legañ as en perlas. Y el refranero castellano afirma que no hay peor sordo
que el que no quiere oír. La inteligencia, en efecto, encuentra la verdad, pero el hombre es libre para
aceptarla. Y, a la hora de escoger, la voluntad puede tener sus propias razones de conveniencia: «
Cuando bebía, oía poco. Después dejé de beber y oía bien. Pero oír bien no me gustaba tanto como el
whisky.»
Lo dicho explica que cuando el ateísmo aparece en un gran científico, su causa no suele ser
científica: má s bien se presenta como una posició n voluntaria con dudoso funda¬mento intelectual.
Jean Rostand, toda una personalidad en el campo de la Biología, con una inteligencia muy fuera de lo
comú n, declaraba en 1973 que todos los días se planteaba el tema de la fe. «He dicho que no. He
dicho no a Dios por decirlo brutalmente , pero en cada momento la cuestió n vuelve a presentarse.
Por ejemplo, cuando se habla del azar.

Yo me digo: no puede ser el azar el que combina los á tomos. Entonces, ¿qué? (...). Estoy obsesionado;
digamos que obsesionado si no por Dios, al menos por el no Dios. No es un ateísmo sereno, ni
jubiloso, ni contento. No. Ni me satisface ni me llena. Es algo vivo, siempre al rojo vivo: una llaga que
se abre sin cesar.»
Unas palabras sobre Sartre. El padre del existencialismo ateo experimenta pesadamente la
contingencia propia y de lo que le rodea. «La existencia es, por definició n, lo no necesa¬rio. Existir
significa simplemente "estar ahí". Lo que existe es algo con lo que uno se encuentra, pero que no se
deja nunca deducir.» Hasta aquí, la constatació n que hace Sartre tiene muchos siglos de vigencia. Sin
embargo, su conclusió n va a ser sorprendente: la contingencia le lleva a decir que «todo es absurdo:
el parque, la ciudad, yo mismo. Si te percatas de ello, se te revuelve el estó mago y todo empieza a
flotar: ahí está la ná usea». J. Pieper responde a Sartre que nadie en el mundo podría llevar una vida
consecuente con la idea del absurdo absoluto. Si todo es absurdo, ¿có mo puede hablar Sartre de
libertad, justicia y responsabilidad? Ademá s, si el mundo fuera absurdo no habría motivo para nada,
ni posibilidad de argumentar nada: ni siquiera la no existencia de Dios.
Afortunadamente, Sartre no pudo mantener el absurdo hasta el final. Poco antes de su muerte, Le
Nouvel Observateur recogió estas palabras suyas: «No me percibo a mi mismo como producto del
azar, como una mota de polvo en el Universo, sino como alguien que ha sido esperado, preparado,
prefigurado. En resumen, como un ser que só lo un Creador ha podido colocar aquí; y esta idea de
una mano creadora hace referencia a Dios.»
Breve conclusió n: la existencia de Dios es la má s grande de las cuestiones filosó ficas. No por su
complejidad, sino por presentarse ante el hombre con un cará cter radicalmente comprometedor.
Dios, aunque puede ser considerado como una idea, no es en absoluto un producto del pensamiento
humano. Dios es el dueñ o y señ or de todo lo que existe. Cuando C. S. Lewis, ateo, pensaba en la
existencia de Dios como si se tratara de un inofensivo problema intelectual, llegó un momento
confiesa en que «el teorema filosó fico aceptado cerebralmente, empezó a agitarse y a levantarse; se
quitó el sudario, se puso en pie y se convirtió en una presencia viva. No se me volvería a permitir
jugar con la Filosofía».

El ateismo Moderno:
La negació n de Dios sigue a la afirmació n del puesto central del hombre y de su libertad. La libertad
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de Dios y la libertad del hombre se excluyen mutuamente. Al parecer, Dios se cruza en el camino de
la aspiració n del hombre a realizarse a sí mismo.
Algunos representantes clá sicos del humanismo ateo moderno se considera comú nmente a
Feuerbach, Marx, Bloch, Sartre y Fromm, posteriormente Nietzsche.
a) Ludwig Feuerbach (18041872). La visió n que Feuerbach tenía de la crítica de la religió n puede
compendiarse en la afirmació n de que no fue Dios el que creó al hombre, sino al revés, el hombre el
que creó a Dios a su imagen. Por eso Feuerbach quiere mostrar en su obra principal sobre La
esencia del cristianismo la verdadera esencia de la religió n (cristiana), que consiste en la
antropología (cf Sü mtliche Werke, edit. por W. Bolin y F. Jodl, Banal VI, Stuttgart 1960). La religió n
estriba en la diferencia entre el hombre y el animal. Mientras que el animal está dotado de instinto,
el hombre tiene conciencia. Esta conciencia se caracteriza porque puede hacer objeto suyo a lo otro,
pero sobre todo a la propia esencia. La esencia ilimitada del hombre se expresa en las funciones
humanas bá sicas de la razó n, la voluntad y, el amor.

La religió n es la actitud del hombre frente a su propia esencia; es "conciencia de lo infinito". En eso
consiste la verdad de la religió n. Su falsedad se deduce de que la teología separa el ser del hombre
del hombre, lo sitú a fuera de él mismo y hasta, con ayuda del concepto de Dios, hace de él un ser
opuesto a sí mismo. Dios es todo lo que el hombre no es, y viceversa. Dios es la esencia del hombre
instalada fuera del hombre; en él la contempla el hombre como ajena a sí mismo. La verdadera
trascendencia no es Dios, sino la especie, que rebasa al individuo. A ella se refieren los clá sicos
predicados teístas de Dios.

El concepto de Dios, igual que los contenidos de la religió n, los entiende Feuerbach como
proyecció n. Feuerbach considera como tarea crítica suya referir la esencia extramundana,
sobrenatural y suprahumana de Dios a los elementos bá sicos del ser humano. El hombre es el centro
de la religió n, y no Dios. El ateísmo así afirmado só lo en apariencia es negativo: niega a Dios para
afirmar al hombre" y liberarlo.

b) Karl Marx (1818-1883), Aunque Marx se aparta pronto de Feuerbach sin embargo toma de él el
principio fundamental de la critica de la religió n y el humanismo. Y así, en su escrito Sobre la critica
de la filosofía del derecho de Hegel, afirma desde el principio que para Alemania la crítica de la
religió n ha terminado esencialmente. Con ello se hace referencia a la crítica de la religió n de la
llamada "izquierda hegeliana" ,pero sobre todo a Feuerbach. Marx adjudica a la religió n una doble
funció n: es expresió n de la miseria (del "mundo invertido' y consuelo ilusorio ("opio del pueblo',
que ha de hacer olvidar la miseria. La crítica de la religió n desemboca en la exigencia de una
felicidad real. "La crítica de la religió n es, pues, en germen, la crítica del valle de lá grimas, cuya
aureola es la religió n"
Los manuscritos de Pans de 1844 está n orientados en el estilo y el léxico segú n el tono humanista de
Feuerbach. Marx se ocupa en ellos por primera vez teó ricamente de las teorías y problemas
econó micos, e intenta establecer una síntesis' entre economía nacional y filosofía. El tema
fundamentales la humanizació n del hombre. El concepto central es la "alienació n" (concepto
proveniente de la filosofía del derecho de Hegel). Marx ve la contradicció n bá sica en la propiedad
privada, que se funda en el trabajo alienado. Segú n Marx, el trabajador está alienado de sí mismo
porque tiende a venderse a los poseedores del capital; se ha convertido en mercancía, que produce a
su vez mercancías. Hasta tal punto se ha alienado de si mismo, que ya no se reconoce en su propio
producto, al que se enfrenta como a un ser extrañ o, como a un poder extrañ o. El trabajo se ha
convertido en violencia, en opresió n. Marx lucha no só lo por la eliminació n de la miseria y de la
opresió n, por el logro del bienestar social, sino por el hombre mismo.

La meta es el comunismo, en el que nadie depende de nadie, nadie puede convertirse en mercancía
de otro y donde el desarrollo del individuo es la condició n que posibilita el desarrollo de todos. "El
comunismo como supresió n positiva de la propiedad privada, como autoenajenació n humana, y por
tanto como apropiació n real de la esencia del hombre por y para el hombre; por tanto, como vuelta
completa, consciente y verificada, dentro de la riqueza total de la evolució n existente, a sí mismo
como hombre social, es decir humano. Este comunismo es la verdadera solució n de la disputa entre
existencia y esencia, entre objetivació n y autoafirmació n, entre libertad y necesidad, entre individuo
y especie. Es la solució n del enigma de la historia y se conoce a sí mismo como tal solució n" (MEGA,
vol. 2, I/2, Berlín, 263). “La religió n es una forma de alienació n porque es una invenció n humana que
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consuela al hombre de los sufrimientos en este mundo, disminuye la capacidad revolucionaria para
transformar la auténtica causa del sufrimiento (que hay que situar en la explotació n econó mica de
una clase social por otra), y legitima dicha opresió n”. Su punto de vista es claramente ateo: no
existe Dios ni una dimensió n humana hacia lo trascendente (por ejemplo, algo así como un alma).
Con la excepció n de su tesis doctoral “Diferencias entre la filosofía de la naturaleza de Epicuro y la
de Demó crito”, en donde expresamente se ocupa de los argumentos tradicionales para la
demostració n de la existencia de Dios, no encontramos en su filosofía argumentos explícitos que
muestren la verdad del ateísmo frente a la verdad del creyente.

c) Ernst Bloch (1885-1977). La filosofía de Bloch está ciertamente marcada de manera constante
por Marx y Hegel y en ellos se inspira, pero sin que se la pueda catalogar claramente. Después de
muchos añ os de trabajo de dimensiones enciclopédicas, desarrolla él su monumental obra El
principio esperanza como una filosofía al servicio de la praxis (cf Das Prinzip Hoffnung, en Obras
completas, vol. V, Frankfurt a. M. 1968). Nadie como él se ha ocupado de la esperanza. El hombre es
por naturaleza el ser de la esperanzar está orientado al futuro; en eso se distingue del animal. Por
ello está también vuelto hacia adelante, y no hacia atrá s. Con ello el hombre espera no un má s allá
religioso, pero ilusorio, sino un má s acá feliz, en el que desaparezca la alienació n y se superen la
pobreza y la opresió n. Por tanto, la aspiració n y el deseo del hombre no van hacia arriba, sino hacia
adelante. La funció n de la esperanza es el sueñ o de lo cotidiano.
Ateísmo y cristianismo no se excluyen, sino que se abrazan. La crítica de la religió n de Bloch intenta
descubrir los elementos revolucionarios de la religió n y liberarlos de los aspectos deformes.

d) Jean-Paul Sartre (1905-1980), Sartre es el principal representante del existencialismo ateo


francés. Por existencialismo hay que entender una filosofía que coloca en el centro de su atenció n la
existencia del hombre. El existencialismo de Sartre ofrece un talante emancipador. Hay que librar al
hombre de las garras de la esencia, es decir, de lo que es tal como es. El hombre conquista su
existencia só lo en lucha con la esencia; ahí se realiza a sí mismo. A diferencia del marxismo, en el
existencialismo sartreano el hombre es visto menos como miembro de una sociedad que como
individuo. El hombre (individuo) ha de habérselas por sí mismo con el "estar arrojado en la nada".
Sartre designa expresamente su filosofía como existencialismo "ateo" (cf L éxistentialisme est un
humanisme, París 1946, 21). La tesis nuclear de este existencialismo es la afirmació n de que, si no
existe Dios, la existencia precede a la esencia. Esto significa que el hombre está a merced de sí
mismo. El hombre sería ante todo un proyecto que se vive a sí mismo subjetivamente. El punto de
partida de este existencialismo es la afirmació n de Dostoieski de que, si Dios no existe, todo está
permitido (ib, 36). De hecho, opina Sartre, el hombre está abandonado a sí mismo. Mas esto excluye
todo determinismo: "El hombre es libertad" (ib, 37); má s aú n, "está condenado a la libertad".

e) FRIEDRICH NIETZSCHE (1844-1900): Este filó sofo afirma que: “Dios a muerto yo lo mate”
El dogmatismo moral implica también la idea de pecado y culpa y la de la libertad. La idea de pecado
es una de las ideas má s enfermizas inventadas por la cultura occidental: con ella el sujeto sufre y se
aniquila a partir de algo ficticio; no existe ningú n Dios al que rendir cuentas por nuestra conducta,
sin embargo el cristiano se siente culpable ante los ojos de Dios, se siente observado, valorado por
un Dios inexistente, del que incluso espera un castigo. El cristianismo (y todo el moralismo
occidental) tiene necesidad de la noció n de libertad pues para poder hacer culpables a las personas
es necesario antes hacerlas responsables de sus acciones. El cristianismo considera a las personas
libres para poder castigarlas. Los valores tradicionales son los de la moral de esclavos y frente a
ellos Nietzsche propone la moral de los señ ores, los valores del superhombre y de afirmació n de la
vida.

El cristianismo lleva hasta el final el desprecio por la vida iniciado por la filosofía plató nica y su
superació n radical es necesaria para la aparició n del hombre nuevo, del superhombre. Nietzsche
parte del ateísmo: la religió n no es una experiencia verdadera pues Dios no existe; y explicó có mo se
ha podido vivir durante tanto tiempo en esta ilusió n con el argumento que ya vimos en su crítica a la
metafísica: el estado de á nimo que promueve el éxito de las creencias religiosas, de la invenció n de
un mundo religioso, es el de resentimiento, el de no sentirse có modo en la vida, el afá n de ocultar la
dimensió n trá gica de la existencia.
el cristianismo fomenta los valores propios de la “moral de esclavos” (humildad, sometimiento,
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pobreza, debilidad, mediocridad), y, añ ade Nietzsche, los valores mezquinos (obediencia, sacrificio,
compasió n, sentimientos propios del rebañ o); es la moral vulgar, la del esclavo, de resentimiento
contra lo elevado, noble, singular y sobresaliente; es la destrucció n de los valores del mundo
antiguo.
Para él los valores morales son consecuencia de culpa, lo sustituye por la "voluntad de poder" o
"voluntad de vida"; rechaza también el mecanicismo como absurdo, dejando al hombre en su
evolució n a merced de la sociedad, lo cual contribuye a que aquél se repliegue sobre si mismo,
apareciendo la "interioridad" humana y el "hombre contra el hombre mismo". Los dioses tienen su
origen en el sentimiento de culpa, de deuda, para terminar en el ateísmo, que se encuentra libre de
deudas, ya que la mala conciencia está unida al concepto de Dios. Después de un exabrupto contra el
cristianismo, vuelve a justificar su posició n dionisíaca de la vida creando el "salvador" de la
humanidad o superhombre. Este hombre de raza superior y transformador de valores, es el
superhombre que se encuentra creado por Nietzsche en el Zaratustra. Rasgos del superhombre:
terreno, materialista. Trae el "sentido de la tierra", la afirmació n de la vida corporal y terrestre, que
ama el cuerpo con sus instintos y desprecia el alma con sus ilusiones ultraterrestres (Así habló
Zaratustra, 3). El superhombre es el creador de valores y el que los destruye; El superhombre, ese
hombre superior del futuro, está "má s allá del bien y del mal". Por fin, el superhombre es
identificado con Dionisos, "el dios epicú reo", que es el tipo de hombre divinizado, encarnació n de la
vida, que da rienda suelta a sus instintos de placer y de lucha dominadora de la "bestia humana" (Así
habló Zaratustra, anotaciones inéditas, 77, 81). Y ese Dionisos, como dirá tantas veces, es Nietzsche
mismo, el inmoralista, el Anticristo, que se refleja y oculta tras sus personajes.

CONCLUSION: Ateísmo de Nietzsche Nietzsche es ateo y su ateísmo se retrotrae a su primera


juventud, casi a la infancia, como signo de rebeldía frente a las ideas religiosas recibidas en la
educació n paterna. Aquí está la raíz de todo Nietzsche, su temá tica. Le influye el ateísmo de David
Strauss y de Schopenhauer, a quienes critica después por ser ateos y no consecuentes con su
ateísmo, al refugiarse en una moral que no han conseguido desligar de la moral cristiana. Se rodea
de amigos positivistas, ateos y críticos de la religió n, como Rée, Overbeck. Nietzsche no demuestra la
no existencia de Dios, sino que lo niega, y si "Dios no existe todo está permitido". La negació n de
Dios está presente, directa o indirectamente, en todos los temas principales de su filosofía
positivista y materialista: en su concepció n del mundo como un caos, en la negació n de la realidad o
cosa en sí, de las causas y, de modo tan expreso, de la causa primera, de la sustancia, del yo y, sobre
todo del alma y del espíritu.
Las expresiones de su ateísmo declarado se repiten con frecuencia, a veces envueltas en cínicas
frases. Defiende el ateísmo como postura propia de la nueva cultura que él propugna. En su
irracionalismo declara que no se necesitan pruebas para tener la convicció n de que Dios no existe,
pues toda deducció n racional se apoya en los falsos supuestos y en el engañ o de la ló gica. Basta la
experiencia y la moral, ya que estos dos conceptos son enemigos de la vida, ahogan la vida, extravían
los instintos de la vida y han traído la decadencia en el mundo.
Nietzsche ha exaltado el ateísmo de varios modos. Significa para él la liberació n de todas las trabas
de la moral que impiden la libre expansió n de los instintos de la vida, el estado futuro de "los
espíritus libres". El ateísmo, segú n él, librará a la humanidad de todo sentido de obligació n, de la
conciencia del deber y del pecado: "El ateísmo y una especie de segunda inocencia está n ligados
entre sí" (GM, II, 20). Y ha alabado al ateísmo absoluto como la ú ltima fase de la evolució n de los
hombres que buscan la verdad, "los espíritus espirituales de su tiempo" (GM, III, 27).

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