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FUENTES DE LA REVELACIÓN

Entre las características de la Revelación, hemos visto que ella es histórica y también
cristocéntrica. Tiene a Cristo como culmen de la misma automanifestación divina de Dios, a
aquel hombre “Jesús de Nazaret” que ha vivido hace ya más de dos mil años. Es histórica porque,
como vimos, Dios se va manifestando a lo largo de la historia de Israel para hacerlo “en la
plenitud de los tiempos” a través de Jesús el Cristo. El nos ha hablado sobre Dios y de parte de
Dios.
Pero, desde que caminaba por todo el pueblo elegido por Dios ya han pasado más de dos mil
años. ¿Cómo podemos saber nosotros sobre todo con verdad lo que Dios ha revelado? ¿Dónde
buscamos o por dónde debemos empezar? En otras palabras, ¿en qué fuentes encontraremos la
Revelación de Dios? Para los cristianos, la Escritura es la Palabra de Dios y, en este sentido, se
convierte en una fuente principal de su automanifestación divina. Sin embargo, por historia
sabemos que la Escritura llega a nosotros gracias a la Tradición de la Iglesia y ésta es
históricamente anterior, lo que la hace también fuente de la Revelación. Ambas, de este modo,
se convierten inseparablemente en fuentes de la misma Revelación divina de Dios.
Las fuentes son llamadas “lugares teológicos” donde podemos encontrar los acontecimientos y
mensajes de la Revelación de Dios. La Sagrada Escritura, libro sagrado que reúne los libros del
Antiguo Testamento, herencia de la fe judía y el Nuevo Testamento, escrito durante finales del
siglo primero y la primera mitad del siglo dos. La Tradición de la Iglesia, sagrada y viva que tiene
su inicio en la etapa apostólica y que se extiende a lo largo de los primeros siglos del
Cristianismo. Ambas, la Sagrada Escritura y la Sagrada Tradición de la Iglesia como fuentes de la
Revelación de Dios nos permiten conocer históricamente el proceso de la automanifestación de
Dios que encuentra su plenitud en Cristo y los siglos en los que la Iglesia fundada en Cristo, se
consolida y extiende con la predicación de los Apóstoles y de Pablo. La Iglesia sobre la base de
las enseñanzas dadas por ellos y de sus sucesores, profundizan y consolidan nuestro
conocimiento de la misma Revelación de Dios y con la ayuda del Espíritu Santo.
Por la importancia que tienen como fuentes de la Revelación de Dios, la Escritura y la Tradición
junto al Magisterio se convierten también en fuentes para la Teología.
Nuestro estudio de las fuentes seguirá la vía histórica precisamente para conocer la
inseparabilidad que existe entre Sagrada Escritura y Tradición y porque, como dijimos
anteriormente, hay que reconocer a la luz de la historia que la Escritura Palabra de Dios llegó a
nosotros después y gracias a la Tradición de la Iglesia.

Con el testimonio apostólico se inicia la transmisión de la Revelación


Con Cristo, la Revelación entra, por tanto, en una fase escatológica irreversible. A partir de
entonces, la Revelación está destinada a trasmitirse y perpetuarse a través de los siglos. La
voluntad de Dios era, en efecto, que «lo que había revelado para la salvación de los hombres
permaneciera íntegro para siempre y se fuera transmitiendo a todas las generaciones» (DV 7).
Por eso, Cristo, en quien se encuentra la plenitud de la Revelación (cf 2 Co 1, 20; 3, 16-4, 6),
«mandó a los apóstoles que predicaran a todos los hombres el evangelio, comunicándoles los
dones divinos» (DV 7). Era el evangelio que había sido prometido por los profetas y que Él
mismo había cumplido y llevado a la perfección, promulgándolo con su enseñanza; evangelio
que contiene toda la verdad necesaria para la salvación y toda regla de moralidad.
Este mandato de Cristo se cumplió fielmente, «tanto por los apóstoles, que en la predicación
oral comunicaron con ejemplos e instituciones lo que habían recibido por la palabra, por la
convivencia y por las obras de Cristo, o habían aprendido por la inspiración del Espíritu Santo,
como por aquellos apóstoles y varones apostólicos que, bajo la inspiración del mismo Espíritu,
escribieron el mensaje de la salvación» (DV 7). El testimonio de los apóstoles supera, como

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señala el texto de la Dei Verbum, la predicación oral propiamente dicha, pues se efectuó
también a través de los hechos que realizaron, es decir, a través de su modo de actuar, de
promover la práctica evangélica, en las instituciones que establecieron -el diaconado, por
ejemplo (Hch 6, 5-6), y algunos aspectos relacionados con los sacramentos, como en el caso de
la confirmación (Hch 8, 17)-, en una palabra, con la prosecución fiel de todo cuanto habían visto
y aprendido de Cristo, con sus obras y sus palabras, asistidos por la luz del Espíritu. Algunas de
estas cosas, los mismos apóstoles u otros cristianos de la época apostólica las pusieron por
escrito, inspirados por el mismo Espíritu. De este modo, el «espejo en que la Iglesia peregrina en
la tierra contempla a Dios, de quien todo lo recibe, hasta que le sea concedido el verbo cara a
cara, tal como es (cf Jn 3, 2)», ha quedado formado por la « Sagrada Tradición y la Sagrada
Escritura de ambos Testamentos » (DV 7).
A una primera fase de transmisión de la Revelación, de Cristo y de su Espíritu a los apóstoles,
siguió una segunda fase, la de la transmisión de los apóstoles a la Iglesia de todos los tiempos.
Con este fin, «los apóstoles dejaron como sucesores suyos a los obispos, «entregándoles su
propio cargo del magisterio»1» (DV 7). La Revelación se transmite integralmente, por tanto, bajo
la doble forma de Tradición y Escritura, por la sucesión legítima de los sucesores de los
apóstoles.
Esta constante actualización en la Iglesia de la Revelación oral y escrita, interpretada a la luz
de la Tradición viva, instaura un diálogo permanente entre la Palabra, históricamente dirigida
por Dios en Jesucristo, y su Esposa: así, «Dios, que habló en otro tiempo, habla sin intermisión
con la Esposa de su amado Hijo; y el Espíritu Santo, por quien la voz del Evangelio resuena viva
en la Iglesia, y por ella en el mundo, va induciendo a los creyentes en la verdad entera, y hace
que la palabra de Cristo habite en ellos abundantemente (cf Col 3, 16) » (DV 8).

1. LA SAGRADA TRADICIÓN: Testimonio histórico de la fe auténtica


La Tradición deriva de los Apóstoles y se desarrolla luego en la Iglesia con la ayuda del Espíritu
Santo prometido por Jesús y recibido después en Pentecostés. Es por tanto de suma importancia
el rol del Espíritu Santo en la constitución de la Tradición viva de la Iglesia. Forman parte de ella
no solo las verdades que creemos sino también las instituciones y celebraciones nacidas en este
tiempo apostólico ya que nacieron por inspiración del Espíritu y dan a la Iglesia de Cristo su
propio modo de ser y su misión en el mundo.
Es una Tradición viva: La Tradición es a la vez enseñanza y vida. Ella no se reduce a
enunciados verbales, sino que su estructura orgánica es coherente con el dinamismo de la
Revelación en su fase constitutiva, formado por eventos y palabras. La Tradición está presente,
en efecto, no solamente en la doctrina apostólica y en los escritos de tradición apostólica, sino
también en la organización y vida de la Iglesia, en su actividad litúrgica y sacramental, en su
interpretación de la Sagrada Escritura; en una palabra, en todo lo que la Iglesia es y ha recibido
«para que el Pueblo de Dios viva santamente y aumente su fe» (DV 8). Los escritos de los Padres,
en particular, testimonian la presencia viva y vivificante de la Tradición, cuya riqueza se difunde
en la vida y en la práctica de la Iglesia que cree y que ora. La liturgia, por otra parte, es un
testimonio privilegiado de la Tradición, de modo que difícilmente se puede encontrar una
verdad de fe que no se exprese en ella de algún modo. De este modo, la Iglesia, «en su doctrina,
en su vida y en su culto perpetúa y transmite a todas las generaciones todo lo que ella es, todo lo
que cree » (DV S).
En cuanto que es «viva», la Tradición no se reduce a una mera repetición de palabras y hechos
pasados. Ella, en contacto con la realidad que en cada tiempo la Iglesia debe evangelizar, está
llamada a crecer con la ayuda del Espíritu Santo «en la comprensión de las cosas y de las
palabras transmitidas» (DV 8). Este desarrollo orgánico, ley de vida que está en la base de

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cualquier ser viviente y al que la Iglesia no puede renunciar sin traicionar su propia misión, tiene
por finalidad hacer siempre actual el mensaje evangélico, ofreciéndolo renovado a los hombres
de cada momento histórico, en su situación única e irrepetible, para responder a sus
interrogativos y conducirlos hacia Dios. Es un desarrollo en la continuidad y fidelidad al mensaje
evangélico, que manifiesta a la vez su perennidad y su dinamicidad. La DV 8 señala que este
progreso en las verdades reveladas se produce «ya por la contemplación y el estudio de los
creyentes, que las meditan en su corazón (cf Lc 2, 19. 5 l), ya por la percepción íntima que
experimentan de las cosas espirituales, ya por el anuncio de aquellos que con la sucesión del
episcopado recibieron el carisma cierto de la verdad» (DV 8). Es decir, siempre que se opera una
asimilación del mensaje revelado, tanto por vía de maduración intelectual y de reflexión
teológica como, sobre todo, mediante la experiencia vivida de las cosas espirituales por parte de
los fieles. Para esto, el Espíritu asiste a su Iglesia con «un carisma de verdad», que ilumina y
fortalece a los que están llamados a predicar el mensaje revelado con autoridad apostólica en la
Iglesia.

“Evangelion”, trasmisión oral de los hechos y palabras de Cristo


Antes de que los cuatro Evangelios tuvieran forma escrita existía una tradición que se había
desarrollado en la Iglesia primitiva sobre aquellas cosas que Jesucristo había dicho y hecho. No
se sabe con certeza porque esas tradiciones asumieron la autoridad de ser "Evangelio" es decir,
buena nueva salvífica para toda la humanidad.
Mc 1,1 ha influenciado sin lugar a dudas ("Inicio de la Buena nueva de Jesucristo, Hijo de Dios")
pues su utilización del título "Evangelion" no es la introducción a un género literario sino la
presentación de una persona que ha actuado salvíficamente en nombre de Dios y en favor de la
humanidad.
San Pablo es quien más utiliza el término "Evangelion". En sus escritos aparece 56 veces. En los
otros escritos del Nuevo Testamento el término aparece muy pocas veces. En San Pablo este
texto quiere decir fundamentalmente el resumen del mensaje que Pablo anuncia al mundo, es
decir aquello que el predicaba, proclamaba, anunciaba. El Evangelio es para San Pablo el
mensaje sobre Cristo, es decir el sentido que la persona, la vida, el ministerio la pasión, la
muerte y la Resurrección de Jesucristo tienen para la historia y la vida humana. Ese es su
Evangelio (Rm 2,16; Rm 16,25). De ese Evangelio él es mensajero (1 Cor 1,17; Gal 1,16)
Las características del Evangelio para san Pablo son seis:
a) La principal característica del Evangelio es su carácter "revelador" pues a través de este se
puede conocer la actividad salvífica de Dios para los hombres. Lo que San Pablo predica es
Evangelio porque hace conocer el plan salvador de Dios en Jesucristo.
b) El Evangelio tiene un carácter dinámico (Rm 1,16) pues no se reduce a un anuncio abstracto
de salvación, ni a una serie de afirmaciones sobre la persona de Jesucristo sino que es una fuerza
salvífica que Dios ha desencadenado en la historia por medio de la obra de su Hijo. Por eso el
Evangelio tiene efectos que los hombres pueden apropiarse por la fe en Cristo.
c) El Evangelio tiene una naturaleza kerigmática. No solo se expresa con un lenguaje humano
sino que está asociado con tradiciones precedentes. La finalidad de San Pablo ees presentar a
Jesucristo a los hombres como aquel que coloca a la humanidad de frente a una nueva realidad
salvifica y que los hombres se pueden apropiar mediante la fe y la caridad.
d) El Evangelio tiene un carácter normativo pues tiene repercusiones sobre la conducta de los
individuos. El Evangelio no es solo para ser escuchado sino para ser acogido y obedecido (Rm
10,16). La escucha del Evangelio debe conducir a un empeño personal (Rm 10, 16s; Rm 1,5; Rm
16,26). El cristiano debe encontrar en el Evangelio una guia (Fil 1,27).

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e) El Evangelio es el cumplimiento de las promesas hechas por Dios en el pasado (Rm 1,2).
f) El Evangelio tiene un carácter universal. Esto es descrito en la tesis principal de la carta a los
Romanos: Jesucristo es poder de Dios para todos aquellos que creen (Rm 1,16). Este Evangelio es
para todos los hombres y por eso se anuncia a todos los pueblos.
De todo lo que se ha dicho podemos concluir como el Evangelio representa una noción
importante para San Pablo y es fundamentalmente el anuncio de Jesús resucitado y con ello el
ofrecimiento que Dios Padre hace a los hombres del don de la salvación.
De las tradiciones orales al "Depósito" de la sana doctrina
La palabra "depósito" (paratheke) se encuentra tres veces en el N.T. (1 Tm 6,20; 2 Tim 1.12; 2 Tim
2,14). Con ello se indica la predicación evangélica que es un tesoro precioso que la Iglesia debe
conservar de generación en generación. Con ello se muestra el carácter divino de la Tradición y
la misión de la Iglesia es custodiar la riqueza de doctrina que allí se encuentra.
a) El "Depósito" en general:
La palabra "depósito" significa en griego comúnmente "remitir", "confiar", "recomendar". El
concepto depósito es una idea conocida en el A.T. donde se encuentran leyes relativas al
depósito en Ex 22,6-12 (el depositario no se puede considerar libre de disponer a su voluntad de
los bienes a él confiados); Lv 5,21-26 (muestra que quien ha engañado en materia de "depósito"
debe restituir lo indebidamente apropiado antes de ofrecer un sacrificio). Existía una práctica en
el Antiguo Testamento atestiguada en 2 Mac 3,10-15 por la cual se entregaban a los sacerdotes
del templo los bienes personales para sostén de las viudas, los huérfanos.
En el N.T. se muestra la fidelidad al patrón en el acrecentar el depósito confiado al siervo (Lc 19,
11-27). Para entrar al Reino no solo se debe proteger el depósito al hombre confiado sino hacerlo
crecer. En la Sagrada Escritura el "depósito" tiene un carácter sagrado. Los bienes dados al
depositario no le pertenecen. No solo los debe cuidar con mucho respeto sino que debe procurar
acrecentarlo.
b) El "Depósito" en el pensamiento de San Pablo:
Dos textos refieren el concepto "Depósito" a la idea de doctrina (1 Tim 6,20; 2 Tim 1,14). Un
análisis de los dos textos nos permite comprender que el Depósito de la fe se refiere a un
conjunto de enseñanzas y de doctrinas sobre nuestro Señor Jesucristo que debe ser vigilado con
cuidado. El contenido de este Depósito de la fe es la persona y la obra de Jesucristo: su divinidad
(Tt 1,3-4); su encarnación (1 Tim 3,16); su Resurrección (2 Tim 2,8); el juicio (2 Tim 2,12-13); la
manifestación gloriosa (1 Tim 6,14); la justificación gratuita mediante la fe en virtud de los
méritos de Jesucristo (2 Tim 1,8-11; Tt 3,4-5). 1 Tim 6,20-21: [20] Timoteo, guarda el depósito. Evita las
palabrerías profanas, y también las objeciones de la falsa ciencia; [21] algunos que la profesaban se han
apartado de la fe.
2 Tim 1,13- 14: [13] Ten por norma las palabras sanas que oíste de mí en la fe y en la caridad de Cristo
Jesús. [14] Conserva el buen depósito mediante el Espíritu Santo que habita en nosotros.
Las Sagradas Escrituras hacen parte del Depósito de la fe pues inspiradas por el Espíritu Santo
poseen una eficacia divina para instruir, refutar los errores, corregir los vicios, formar en la
virtud, crecer en el espíritu de santificación (2 Tim 3,16-17). Deben ser custodiados igualmente
los sacramentos que Jesucristo ha confiado a la Iglesia. En las cartas pastorales se habla del
Bautismo (Tt 3,5-7) y del orden (2 Tim 1,6; 1 Tim 4,14) en sus diversos grados (1 Tim 4,14; 1 Tim
3,1-2). Pero el Depósito de la fe no se reduce a un núcleo doctrinal sino que incluye el llamado de
Dios en Jesucristo a la práctica de las buenas obras (1 Tm 2,10; 1 Tim 5,10). Dogma, moral,
sacramentos, jerarquía, Sagrada Escritura son el componente del Depósito de la fe. San Pablo en
las cartas pastorales no da un elenco de lo que debe creer y hacer un cristiano. Solamente llama
a Timoteo a conservar con mucho cuidado lo que Dios nos ha revelado.
c) Origen divino del Depósito

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En el A.T. era claro como los bienes de que se han depositado en manos de otra persona no le
pertenecen. El depósito confiado a Timoteo es la doctrina sobre el "salvador nuestro Jesucristo"
(Tt 2,10: “que no les defrauden, antes bien muestren una fidelidad perfecta para honrar en todo la
doctrina de Dios nuestro Salvador”). Cristo es el objeto del Depósito de la fe.
Viniendo de Dios la doctrina recibida en el Depósito de la fe tiene autoridad divina. A la Palabra
contenida en el Depósito de la fe el hombre se tiene que someter con una fe firme y con una
obediencia segura a todo lo que Dios nos ha revelado. Por tener un carácter divino la doctrina
contenida en el Depósito de la fe es "sana" y "saludable" (1 Tm 1,10; 1 Tim 6,3; 2 Tim 1,13). Esta fe
tiene que ser conservada íntegramente. Esta fe es la que sirve de fundamento asegurado a la
verdad (1 Tm 3,15).
Con la Palabra de Dios contenida en el Depósito de la fe la Iglesia contiene los principios de la
verdad y del bien. En ella está la palabra para la ortodoxia. Timoteo debe predicar la doctrina
recibida de Cristo y hacerlo correctamente. Toda doctrina que sea diferente a la de Cristo, única
fuente de verdad, ha dejado de ser apostólica y todos los sucesores la deben considerar como
falsa y nociva.
d) Conservación y Trasmisión del Depósito
La vida misionera de San Pablo se caracterizó por el deseo de compartir con los gentiles su
experiencia de Dios en Jesucristo salvador. En las cartas pastorales el tiene otra preocupación:
los medios que aseguraran la trasmisión del Evangelio después de su muerte. Este es el sentido
de las instrucciones que da a Timoteo y a Tito. Los puntos que en los que San Pablo insiste son
los artículos de fe familiares a todos los cristianos, las normas de moral conocidas. Para él lo
importante es "rechazar las novedades" y "mantenerse firmes en la doctrina inspirada" (1 Tm 4,6-
15; 2 Tim 1,13; 2 Tim 3,14). Los sucesores de Timoteo y Tito deberán seguir la misma norma de
conducta: "cuanto me has oído en presencia de muchos testigos confíalo a hombres fieles, que
sean capaces, a su vez, de instruir a otros" (2 Tim 2,2).
e) Uso del Depósito
En el uso profano del concepto "depósito" se prohibía al depositario disponer de las cosas a él
encomendadas. Esta norma se convirtió en la pauta de la relación de los cristianos con el Señor.
Ellos deben respetar su Palabra, lo que no significa un abandono de las obligaciones propias de
la vida. San Pablo le insiste a Timoteo que se dedique con fuerza a la lectura, la meditación, la
predicación de la Buena Nueva. El debe crecer en su relación con Dios para poder ser un buen
pastor. Cuidar el Depósito de la fe de la fe no consiste en tenerlo escondido (lo que condena
Jesucristo en las parábolas) sino acrecentarlo con una inteligencia más profunda del Misterio de
Dios.
f) Enseñanza con fidelidad
El consejo de San Pablo a Timoteo da una pauta para la conducta que debe seguir la Iglesia. El
Depósito de la fe que es la Revelación definitiva de Dios en Jesucristo. Delante de este Misterio
el hombre tiene una inteligencia limitada que solo podrá superar con la visión beatífica. La
Revelación de Dios que nos ha hecho Jesucristo está completa. La función de la Iglesia no es
agregar nada sino profundizar en el conocimiento del Misterio revelado por medio de la
meditación, el estudio, la oración (estas funciones que aseguren la fidelidad en la trasmisión y la
enseñanza se concretizará y asegurará con el Magisterio a través de la sucesión apostólica).
2. LA SAGRADA ESCRITURA
Testimonio divino y humano
Es considerada el alma de la Teología y también de la Revelación escrita (o Palabra de Dios
escrita). Ella contiene el mensaje divino de salvación escrita bajo inspiración del Espíritu Santo y
redactado por los hagiógrafos o escritores sagrados entre los que cuentan los Apóstoles (Juan,
Mateo, Pedro, Santiago) y otros varones apostólicos (Lucas, Marcos, Tito, Timoteo, etc.)

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En cuanto tal, forma parte de la Revelación sobrenatural y pública que Dios quiso manifestar a
los hombres para su salvación. Esta inclusión de la Escritura en el contexto de la Revelación
quedó especialmente subrayada en la Constitución Dogmática Dei Verbum del Concilio
Vaticano II, que ha delineado una visión unitaria de la economía salvífica en la que la Escritura,
en contacto inseparable con la Tradición, es delineada dentro del más amplio concepto de
Revelación- divina, adquiriendo así su más precisa fisonomía. La Dei Verbum dedica por esto
dos importantes capítulos iniciales al concepto de Revelación y su transmisión antes de
internarse en la exposición concerniente a los libros inspirados.
Entre todos los libros escritos por mano de hombre, la Sagrada Escritura goza de una situación
de privilegio debido especialmente a tres motivos fundamentales: a) tiene un origen divino
sobrenatural, pues, «habiendo sido escrita bajo la inspiración del Espíritu Santo», tiene a «Dios
como autor» principal2; b) su contenido posee la más alta revelación hecha por Dios a los
hombres, ya que los textos sagrados ofrecen «una respuesta definitiva y sobreabundante a las
preguntas que el hombre se plantea sobre el sentido y fin de la propia vida» 3; c) tiene como
finalidad la de llevar a los hombres hacia la plenitud de la perfección, como afirma el Apóstol:
«Toda la Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para argumentar, para corregir y
para educar en la justicia, con el fin de que el hombre de Dios esté bien dispuesto, preparado
para toda obra buena» (2 Tm 3, 16-17). Estudiaremos cada uno de estos aspectos, comenzando
por el origen divino de la Biblia, es decir, por la «inspiración bíblica».
Sobre este tema, DV 11 al hacerse eco de la doctrina tradicional de la Iglesia presenta un esquema
dividido en tres partes, de los que se hace eco el Catecismo de la Iglesia Católica intitulándolos:
«Dios es el autor de la Sagrada Escritura», «Dios ha inspirado a los autores humanos de los
libros sagrados» y «Los libros inspirados enseñan la verdad».
Inspiración en el Nuevo Testamento
Los escritos del Nuevo Testamento muestran un concepto de inspiración análogo al que
encontramos en el mundo bíblico antiguo por lo que se refiere al firme convencimiento del
origen divino de los libros sagrados y su autoridad normativa.
Jesús y los apóstoles atribuyen a la Escritura, en efecto, una autoridad absoluta, infalible,
indiscutible, como reflejan las palabras de Jesús recogidas en Mt 5, 18: «En verdad os digo que
mientras no pasen el Cielo y la tierra no pasará de la Ley ni la más pequeña tilde o signo hasta
que todo se cumpla». Esto explica también el motivo por el que los autores del Nuevo
Testamento citan constantemente el Antiguo como autoridad, más de 350 veces.
El canon bíblico
¿Qué significa el término “canon”? La Real Academia Española la define como el catálogo de los
libros tenidos por la Iglesia como auténticamente sagrados y, también, como el conjunto de
normas o reglas establecidas como propias de algo definido. Si nos referimos, por ejemplo, a
obras de arte o literatura, se puede pensar a determinados criterios o normas que definen desde
un breve escrito hasta el más complejo como un modelo o que goce de una cierta autoridad en
su propio ámbito debido precisamente a que reuniría los criterios o normas establecidas para
ello a modo de cánones.
En la historia de la formación textual de la Sagrada Escritura, se ha tomado en cuenta también
algunos criterios que ayudaban a definir qué libros son realmente auténticos para la Iglesia de
aquellos que no lo eran. Así por ejemplo, se llegó a definir la autoría de los evangelios o del libro
de los hechos de los Apóstoles teniéndose en cuenta no sólo la proximidad cronológicas de tales
escritos a los hechos que narran sino también el reconocimiento del que gozaban como
auténticos dentro de las comunidades cristianas de los siglos I y II. Existen diversos criterios que
han ayudado a definir la autenticidad de cada uno de los libros que conforman el Nuevo
Testamento, los estudiaremos más adelante. Para el caso del Antiguo Testamento, se sabe

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históricamente que fueron 70 maestros quienes después de recoger los escritos judíos
considerados sagrados, lo tradujeron al griego para permitir que los judíos nacidos en la
diáspora o que habitaban ciudades propiamente de la cultura griega pudiesen conocer todo lo
que Dios había revelado a su pueblo de Israel. Esta versión se conoce como la versión de los 70
en atribución a los maestros que la procuraron para ellos.
Dado que hablamos de la Sagrada Escritura, los criterios canónicos responden a su propia
naturaleza de ser un libro sagrado y por tanto, los criterios canónicos no lo buscaríamos fuera
del ámbito de la fe cristiana. Estos criterios canónicos se forjaron en la Iglesia primitiva y la
asistencia del Espíritu Santo de la que gozaron los escritores hizo que sus escritos sean
reconocidos con el paso del tiempo. Y ¿cómo se definieron los libros canónicos? Es decir, ¿Cómo
se formó el canon bíblico?
Su contenido revelador (dato revelado), definido por la Iglesia, es ciertamente el criterio
supremo e infalible, no solo de su carácter de inspirado sino también de su canonicidad. La
definición dogmática del canon bíblico se encuentra en el Concilio de Trento, en su sesión IV del
8 de abril de 1546. En esta sesión se condenaron los errores protestantes, porque rechazaban la
canonicidad de algunos libros pertenecientes al canon fijado desde antiguo por la tradición
apostólica. El Concilio, El testimonio de la Iglesia naciente
En conclusión, la inspiración garantiza que la Revelación divina ha quedado plasmada en la
Biblia como lo afirma la DeiVerbum. Hay una estrecha relación entre inspiración bíblica y canon
bíblico. Un libro es inspirado por haber sido escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo, y es
canónico por haber sido recibido como tal por la Iglesia, o como señala un documento de la
Pontificia Comisión Bíblica de 1993 “la Escritura inspirada es ciertamente la Escritura tal como la
Iglesia la ha reconocido como regla de fe […]. Un libro no es bíblico sino a la luz de todo el canon”.
Cuando la Iglesia ha reconocido un libro como sagrado lo ha hecho en virtud de su oficio de
enseñar, asistida por el Espíritu Santo, y teniendo en cuenta el uso continuado de los libros en la
liturgia y en el conjunto de la vida cristiana. Ya san Agustín, al defender su selección, basó su
juicio “en la práctica constante de la Iglesia”, y lo mismo hizo el Concilio de Treno que presenta
el índice de libros canónicos con todas sus partes “tal como ha sido costumbre leerlos en la
Iglesia Católica”. La Iglesia ha ido reconociendo su fe plasmada en unos escritos y, a la vez, se ha
sentido intepelada por ellos. Ya la primitiva comunidad cristiana, desde su fe en Jesucristo,
reconoció los libros de la Biblia judía como Escritura inspirada pues vio en ellos las promesas
que habían de cumplirse en el misterio pascual (pasión, muerte y resurrección de Jesús). Más
aún, como confirman las fórmulas de los Evangelios “está escrito”, “según está escrito”, etc., les
reconoció la misma autoridad que sus contemporáneos judíos.
Posteriormente asumió también como sagrados los libros del Nuevo Testamento porque en ellos
estaba plasmada la predicación apostólica: “Así, los textos han dejado de ser simplemente la
expresión de la inspiración de autores particulares y se han convertido en propiedad común del
pueblo de Dios”. En consecuencia, cada libro y hasta cada texto tiene sentido sólo en la unidad
de la Biblia y el contenido parcial sólo puede ser refrenado en la verdad contenida en todo el
canon: “Jamás me atreveré a pensar, ni a decir que las Escrituras presentan contradicciones entre
sí; y si alguna Escritura me pareciera tal, más bien confesaré que no entiendo su significado” (S.
Justino, Diálogo contra Trifón, 65).
La inspiración y el canon hacen de los escritos bíblicos, libros sagrados, que contienen la Palabra
de Dios y transmiten la verdad necesaria para nuestra salvación. Los libros requieren una lectura
dentro de la Iglesia, que los proclama, los lee o los medita, de tal manera que puede afirmarse
que, con palabras de san Gregorio Magno, de alguna manera se acrecienta su sentido con el
crecimiento de sus lectores.
La inspiración garantiza la inerrancia o verdad bíblica

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La inspiración garantiza la inerrancia y la canonicidad la verdad. Pero no son dos características
independientes, puesto que inspiración y canonicidad están íntimamente relacionadas, la
primera subraya el carácter de Palabra de Dios, la segunda, el carácter de guía doctrinal y moral
de la Iglesia. Inerrancia es un concepto negativo que corresponde a la mentalidad griega de
verdad, conformidad del pensamiento con la realidad (lo contrario es el error, la incorrección),
mientras que la verdad bíblica es un concepto positivo que deriva de la mentalidad semita y
significa fidelidad a la palabra dada (lo contrario es el engaño, la deslealtad). Toda afirmación de
la Biblia, todo texto y todo libro goza de verdad en referencia a la verdad completa y definitiva
que se da en el conjunto de la Biblia.
Será el racionalismo quien sostenga que la Biblia contiene errores, en particular, para las
ciencias naturales o la filosofía racionalista. Pero toda la Escritura enseña la salvación llevada a
cabo y explicada en la historia y con la historia. Por tanto, tiene como base los hechos objetivos,
pero no es un libro científico de la historia. Es mucho más, es la Palabra de Dios que al hilo de
los acontecimientos explicados por los profetas, muestra a los hombres los planes salvíficos de
Dios. Sería anacrónico y fuera de lugar buscar en la Biblia detalles históricos que el propio autor
pasó por alto o consideró irrelevantes. Es legítimo, en cambio, buscar la enseñanza que se
trasmite en los relatos o libros históricos.
Hay que tener presente tres elementos importantes (Cfr. Const. Dogm. Dei Verbum, 11): que la
Sagrada Escritura es Palabra de Dios, que su finalidad es enseñar y trasmitir la Revelación, y que
comunican la verdad salvífica a favor de los hombres.
En primer lugar, queda claro que la Iglesia lee la Escritura no porque contenga errores, sino
porque contiene la palabra verdadera que nos salva y, por tanto, recibe los libros dentro del
canon y reconoce su autoridad porque lo que afirman “debe tenerse como afirmado por el
Espíritu Santo” y, en consecuencia, estén exentos de error. En segundo lugar, los libros enseñan y
trasmiten la Revelación firmemente, fielmente y sin error. Estos adverbios no indican que todo lo
que dice la Biblia es firme, fiel y sin error; únicamente tiene estas cualidades la enseñanza de las
verdades salvíficas. De nuevo cabe afirmar que la Iglesia lee la Biblia porque está a la escucha de
la manifestación divina, dando por supuesto que en esa trasmisión no hay engaño ni
incumplimiento. En tercer lugar, la verdad que enseñan no es puramente intelectual, un cúmulo
de conocimientos exactos, profanos o religiosos, es sobre todo vivencial, orientada a otorgar la
salvación. Interpretación autentica de la sagrada escritura
De la verdad sobre la inspiración divina de la Sagrada Escritura, se derivan, lógicamente, algunas
normas que se refieren a su interpretación. DV 12 afirma que, «Dios ha hablado en la Escritura
por medio de hombres y en lenguaje humano; por lo tanto, el intérprete de la Sagrada Escritura,
para conocer lo que Dios ha querido comunicarnos, debe estudiar con atención lo que los
escritores sagrados realmente quisieron decir y lo que Dios quiso dar a conocer con sus palabras».
Por consiguiente, para interpretar la Sagrada Escritura debe estudiarse tanto lo que escribieron
los autores humanos –lo que suele llamarse «interpretación histórico-literaria»–, como lo que
Dios quiso revelar en las palabras inspiradas –lo que se designa con la expresión «interpretación
teológica»–.
Interpretación histórico-literaria
El estudio de la Sagrada Escritura debe comenzar por el análisis de los textos, para conocer la
verdadera atención de los autores sagrados. Este análisis se concreta, principalmente, en el
estudio de los géneros literarios y de la cultura de la época:
Los géneros literarios: En primer lugar hay que tener en cuenta los «géneros literarios», es decir,
las formas de expresión que los autores han utilizado en sus escritos, pues la verdad se presenta y
enuncia de modo diverso según que los libros tengan como fin, por ejemplo, narrar un hecho

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histórico, y proclamar una enseñanza, o expresarse de modo poético. El sentido de lo escrito por
el autor humano depende precisamente de estos géneros literarios.
La cultura de la época: Para comprender exactamente lo que el autor sagrado propone en sus
escritos, también hay que tener muy en cuenta los habituales y originarios modos de pensar, de
expresarse o de narrar que eran usuales en la época del escritor, así como las expresiones que
entonces solían utilizarse con mayor frecuencia en la conversación ordinaria.
Interpretación teológica
Si es necesaria la interpretación histórico-literaria, aparece como más importante, la
interpretación teológica, es decir, la investigación y estudio de las verdades que Dios ha querido
revelar a los hombres. Según la DV 12, «la Escritura se ha de leer e interpretar con el mismo
Espíritu con que fue escrita, para sacar el sentido exacto de los textos sagrados».
El Concilio señala tres criterios para una interpretación conforme al Espíritu que la inspiró:
1) Prestar una gran atención «al contenido y la unidad de toda la Escritura», que tiene a Dios
como autor principal.
2) Leer la Escritura en «la Tradición viva de toda la Iglesia»; los Padres afirmaban: «la Escritura
está más en el corazón de la Iglesia que en la materialidad de los libros escritos».
3) Estar atento «a la analogía de la fe», es decir, a la cohesión de las verdades de la fe entre sí y
con el plan total de la Revelación, pues Dios no se contradice ni puede engañarse.
El juicio de la Iglesia
La Iglesia ha recibido de Cristo «el mandato y el ministerio divino de conservar y de interpretar la
Palabra de Dios»; en consecuencia, todo lo que se refiere «al modo de interpretar la Escritura,
queda sometido al juicio definitivo de la Iglesia»(DV 12). En otras palabras, el Magisterio de la
Iglesia ha recibido de Cristo el ministerio o facultad de interpretar autorizadamente el contenido
de la Revelación. Esta interpretación autorizada recibe el nombre de interpretación «auténtica».
Por eso, la enseñanza de la doctrina católica abarca toda la Escritura, y constituye el argumento
más sólido para aceptar la Revelación divina.
LA MUTUA RELACIÓN ENTRE ESCRITURA Y TRADICIÓN
Si la Escritura se puede definir como «la palabra de Dios en cuanto se consigna por escrito bajo
la inspiración del Espíritu Santo» (DV 9), la Tradición es aquella corriente divina por la que la
Iglesia «transmite íntegramente a los sucesores de los apóstoles la palabra de Dios, a ellos
confiada por Cristo Señor y por el Espíritu Santo para que, con la luz del Espíritu de la verdad, la
guarden fielmente, la expongan y la difundan con su predicación» (DV 9). Entre Escritura y
Tradición existe, por tanto, por su misma naturaleza, una profunda unidad, formando un todo
orgánico que DV 9 expresa bajo imágenes sugerentes: «surgiendo ambas de la misma divina
fuente, se funden en cierto modo y tienden a un mismo fin»; es decir: tienen su origen en el
mismo Dios que se ha revelado en la creación y en la historia; constituyen una misma corriente
salvífica, expresión del mismo y único misterio de salvación; concurren al mismo fin, que es la
salvación de los hombres para la gloria de Dios.
Escritura y Tradición no son, por tanto, dos vías independientes o paralelas de la palabra de
Dios: cada una, por el contrario, afirma la existencia de la otra, y sin la una la otra quedaría
irremediablemente sujeta a la arbitrariedad de la subjetividad de pensamiento. Ciertamente, una
y otra poseen una propia identidad, determinada por el modo o forma en que transmiten la
Revelación y, sobre todo, por la propia índole estructural interna: mientras la Biblia posee las
características de un texto escrito y, por tanto, fijo y definitivo en sí mismo, la Tradición es una
realidad viva, llamada a crecer y desarrollarse, no, evidentemente, por adición de realidades
ajenas al contenido originario, sino por la profundización creciente de lo que en el contenido
originario estaba solo presente de modo implícito. Se puede añadir que la Tradición, en cuanto
precede, acompaña y sigue a la Escritura, constituyendo su contexto natural de interpretación,

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contiene una riqueza de contenido no siempre del todo explícito en la lectura histórico-crítica
de la Escritura (lectura de los textos bíblicos teniendo en cuenta su formación histórica y
textual), aunque sí lo esté en su lectura cristológica (lectura de los textos bíblicos a la luz de
Cristo, su persona y su enseñanza). El tema lo trataremos con más profundidad en la parte de
nuestro libro dedicado a la hermenéutica bíblica (interpretación actualizada de la Escritura: ¿el
mensaje bíblico para nosotros, hoy?).
La razón última del triple vínculo que une Escritura y Tradición es por tanto, el hecho que las
dos son 'palabra de Dios'. La Escritura, concretamente, no solo contiene la palabra de Dios, sino
que es verdadera palabra de Dios en virtud del carisma de la inspiración concedido a los
escritores bíblicos; la Tradición es la palabra de Dios transmitida íntegramente y auténticamente
a la Iglesia gracias a la sucesión apostólica y a la asistencia del Espíritu Santo. Por este motivo,
«la Iglesia no deriva solamente de la Sagrada Escritura su certeza acerca de todas las verdades
reveladas» y considera que la Escritura y la Tradición «se han de recibir y venerar con un mismo
espíritu de piedad» (DV 9).
La Escritura y la Tradición constituyen, en consecuencia, «un solo depósito sagrado de la palabra
de Dios, confiado a la Iglesia», que ha de custodiarlo y transmitirlo fielmente y del que tiene que
sacar alimento constante para la vida del pueblo cristiano.
El rol del Magisterio ante las fuentes de la Revelación
Ahora bien, aunque todo el pueblo cristiano es portador de la palabra de Dios y participa en su
transmisión según los diferentes carismas que el Espíritu distribuye en su Iglesia, «el oficio de
interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida ha sido confiado únicamente
al Magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejerce en el nombre de Jesucristo» (DV 10).
«Interpretar», en nuestro contexto, significa descubrir el verdadero sentido: no crearlo,
transformarlo o modificarlo. La Dei Verbum precisa, por eso, que el Magisterio «no está por
encima de la palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar puramente lo transmitido». El
documento conciliar reconoce así la trascendencia de la 'palabra de Dios' en relación al
Magisterio, el cual, por su parte, se autodefine como siervo de la 'palabra de Dios', que no
pretende enseñar nada que esté fuera de lo que le ha sido revelado y transmitido, y reconoce
explícitamente que su misión, «por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo», es
«oírlo con piedad, guardarlo con exactitud y exponerlo con fidelidad» (DV 10). El Magisterio
cumple así una doble función: en relación a la palabra de Dios, la transmite con fidelidad en una
constante actualización según los tiempos y las culturas; en relación a la Iglesia, custodia e
interpreta auténticamente la palabra de Dios.
Por todo esto, «la Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el
designio sapientísimo de Dios, están entrelazados y unidos de tal forma que no tiene
consistencia el uno sin el otro, y que, juntos, cada uno a su modo, bajo la acción del Espíritu
Santo, contribuyen eficazmente a la salvación de las almas »

El Magisterio de la Iglesia, custodio e intérprete autorizado de la Revelación

«El oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios escrita o transmitida ha sido


confiado exclusivamente al Magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejercita en nombre de
Jesucristo», es decir, a los obispos en comunión con el sucesor de Pedro, el obispo de Roma. Este
oficio del Magisterio de la Iglesia es un servicio a la palabra divina y tiene como fin la salvación
de las almas. Por tanto «este Magisterio, evidentemente, no está sobre la palabra de Dios, sino
que la sirve, enseñando solamente lo que le ha sido confiado, por mandato divino y con la
asistencia del Espíritu Santo la oye con piedad, la guarda con exactitud y la expone con fidelidad,

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y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como verdad revelada por Dios que se
ha de creer». Las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia representan el lugar más importante
donde está contenida la Tradición apostólica: el Magisterio es, respecto a esta tradición, como su
dimensión sacramental.

La Sagrada Escritura, la Sagrada Tradición y el Magisterio de la Iglesia constituyen, por tanto,


una cierta unidad, de modo que ninguna de estas realidades puede subsistir sin las otras. El
fundamento de esta unidad es el Espíritu Santo, Autor de la Escritura, protagonista de la
Tradición viva de la Iglesia, guía del Magisterio, al que asiste con sus carismas. En su origen, las
iglesias de la Reforma protestante quisieron seguir la sola Scriptura, dejando su interpretación a
los fieles individualmente: tal posición ha dado lugar a la gran dispersión de las confesiones
protestantes y se ha revelado poco sostenible, ya que todo texto tiene necesidad de un contexto,
concretamente una Tradición, en cuyo seno ha nacido, se lea e interprete. También el
fundamentalismo separa la Escritura de la Tradición y del Magisterio, buscando erróneamente
mantener la unidad de interpretación anclándose de modo exclusivo en el sentido literal
(cfr. Catecismo, 108).

Al enseñar el contenido del depósito revelado, la Iglesia es sujeto de una infalibilidad in


docendo, fundada sobre las promesas de Jesucristo acerca de su indefectibilidad; es decir, que se
realizará sin fallar la misión de salvación a ella confiada (cfr. Mt 16,18; Mt 28,18-20; Jn 14,17.26).
Este magisterio infalible se ejercita: a) cuando los Obispos se reúnen en Concilio ecuménico en
unión con el sucesor de Pedro, cabeza del colegio apostólico; b) cuando el Romano Pontífice
promulga alguna verdad ex cathedra, o empleando un tenor en las expresiones y un género de
documento que hacen referencia explícita a su mandato petrino universal, promulga una
específica enseñanza que considera necesaria para el bien del pueblo de Dios; c) cuando los
Obispos de la Iglesia, en unión con el sucesor de Pedro, son unánimes al profesar la misma
doctrina o enseñanza, aunque no se encuentren reunidos en el mismo lugar. Si bien la
predicación de un Obispo que propone aisladamente una específica enseñanza no goza del
carisma de infalibilidad, los fieles están igualmente obligados a una respetuosa obediencia, así
como deben observar las enseñanzas provenientes del Colegio episcopal o del Romano Pontífice,
aunque no sean formulados de modo definitivo e irreformable.

6. La inmutabilidad del depósito de la Revelación

La enseñanza dogmática de la Iglesia (dogma quiere decir doctrina, enseñanza) está presente


desde los primeros siglos. Los principales contenidos de la predicación apostólica fueron puestos
por escrito, dando origen a las profesiones de fe exigidas a todos aquellos que recibían el
bautismo, contribuyendo así a definir la identidad de la fe cristiana. Los dogmas crecen en
número con el desarrollo histórico de la Iglesia: no porque cambie o aumente la doctrina,
aquello en lo que hay que creer, sino porque hay frecuentemente la necesidad de dilucidar algún
error o de ayudar a la fe del pueblo de Dios con oportunas profundizaciones definiendo aspectos
de modo claro y preciso. Cuando el Magisterio de la Iglesia propone un nuevo dogma no está

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creando nada nuevo, sino solamente explicitando cuanto ya está contenido en el depósito
revelado. «El Magisterio de la Iglesia ejerce plenamente la autoridad que tiene de Cristo cuando
define dogmas, es decir, cuando propone, de una forma que obliga al pueblo cristiano a una
adhesión irrevocable de fe, verdades contenidas en la Revelación divina o también cuando
propone de manera definitiva verdades que tienen con ellas un vínculo necesario» (Catecismo,
88).

La enseñanza dogmática de la Iglesia, como por ejemplo los artículos delCredo, es inmutable,
puesto que manifiesta el contenido de una Revelación recibida de Dios y no hecha por los
hombres. Los dogmas, sin embargo, admitieron y admiten un desarrollo homogéneo, ya sea
porque el conocimiento de la fe se va profundizando con el tiempo, ya sea porque en culturas y
épocas diversas surgen problemas nuevos, a los cuales el Magisterio de la Iglesia debe aportar
respuestas que estén de acuerdo con la palabra de Dios, explicitando cuanto está implícitamente
contenido en ella.

Fidelidad y progreso, verdad e historia, no son realidades en conflicto en relación a la


Revelación: Jesucristo, siendo la Verdad increada es también el centro y cumplimiento de la
historia; el Espíritu Santo, Autor del depósito de la revelación es garante de su fidelidad, y
también Aquel que hace profundizar en su sentido a lo largo de la historia, conduciendo «a la
verdad completa» (cfr. Jn 16,13). «Aunque la Revelación está establecida, no está completamente
explicitada. Toca a la fe cristiana captar gradualmente todo su alcance a lo largo de los siglos»
(cfr. Catecismo, 66).

Los factores de desarrollo del dogma son los mismos que hacen progresar la Tradición viva de la
Iglesia: la predicación de los Obispos, el estudio de los fieles, la oración y meditación de la
palabra de Dios, la experiencia de las cosas espirituales, el ejemplo de los santos.
Frecuentemente el Magisterio recoge y enseña de modo autorizado cosas que precedentemente
han sido estudiadas por los teólogos, creídas por los fieles, predicadas y vividas por los santos.

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