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Todos Nosotros (2019), de Kike Ferrari

“En realidad, todos nosotros estamos al otro lado de la vida”. Con este epígrafe extraído de
Los Lanzallamas de Roberto Arlt, Kike Ferrari comienza su última novela que tiene como
personaje principal a un militante del Movimiento al Socialismo (MAS) de fines de los
años ochenta, adicto a las anfetaminas y fanático del heavy metal, que crea una máquina del
tiempo para matar a Ramón Mercader antes de que éste asesine a León Trotsky. En sintonía
con Los siete locos, Ferrari propone un paisaje de gente que está al “otro lado de la vida” y
que, por esto, como los marginales excéntricos de la novela de Arlt, conocen las  idénticas
verdades que los unen y los definirán en todo tiempo y lugar. Sin embargo, como la historia
es el motor central de la novela, Ferrari construye escenarios específicos para los
personajes: la Ciudad de México en 1940 y 2014-2016, y Buenos Aires a fines de los
ochenta. Estas tres dimensiones temporales se resisten a entrar en la Historia con mayúscula
y son posibilidades abiertas y presentes gracias a la máquina construida por “el gordo”
Felipe en su departamento de toxicómano situado en el barrio de Almagro.   
Aún así, la verdadera máquina que posibilita los viajes en el tiempo y la construcción de
Todos nosotros es la ficción. Ferrari se ocupa de ponerla en un primer plano. En este
sentido, el único personaje que pareciera estar un poco “más acá” de la vida es José Daniel,
un escritor mexicano de izquierda que está escribiendo la novela que contiene a todos los
protagonistas de la obra, inclusive a él mismo.  Dentro de esa ficción dentro de la ficción,
entonces, José Daniel escribe una novela, Felipe construye su máquina y Mario, su mejor
amigo y también militante trotskista, realiza un largometraje sobre su viaje en el tiempo con
la máquina de Felipe para matar a Mercader. No se sabe si el artefacto funcionará, pero es
el motivo perfecto para realizar un gran documental.     
La ficción, el artificio, la creación y la inventiva construyen y pulverizan a la vez los
personajes, los motivos y las certezas que postulan. Así, la única máquina del tiempo es la
novela de José Daniel, el verdadero artefacto que permitirá reescribir la historia de la
izquierda en el siglo XX. 
Este carácter central y radical que se le otorga a la ficción y al campo del arte, pareciera ser
una apuesta del autor para decir algo sobre un tema poco transitado: las izquierdas
argentinas en los años ochenta. Sobre todo de fines de los años ochenta cuando, junto con la
caída del Muro de Berlín, se produjeron importantes crisis en las organizaciones. La novela
aborda, entre otras cosas, las rupturas dentro del MAS en ese contexto, a través de los
entrevistados del ficticio documental de Mario que existe dentro de esa otra novela, la de
José Daniel. 
En este sentido, se aproxima a las militancias desde un paradigma que escapa a los
imaginarios y parámetros setentistas (pero también a los de la izquierda del siglo XXI). Por
la forma de interrelación de los personajes, por las mediaciones estéticas para acercarse a la
realidad, y por la manera de pensar la tradición trotskista y de entender el tiempo histórico. 
Los militantes son caracterizados como locos, lúmpenes, pequeño burgueses,
extravagantes, diletantes, adictos: “...éramos dos naves a la deriva. Él cargado de pastillas;
yo, de proyectos truncos...”.  De hecho, el autor inscribe el comportamiento de Felipe en
“en los anales de las locuras del trotskismo argentino junto con los gritos de Quebracho a
Roosevelt o los platos voladores de Posadas”, recuperando a dos dirigentes díscolos del
trotskismo argentino, muy poco reivindicados y estudiados. Según los testimonios ficticios
del documental de Mario, en el partido “había toda clase de marginales (...)  Era claro que
si vos odiabas al sistema capitalista, el lugar para estar era el MAS”. El local central de la
juventud es descripto como “una mezcla de conventillo, antro de rocanrol y guarida
bolche”. Varios de los militantes de la juventud que aparecen en la novela, Mario y Felipe
incluidos, integran un grupo llamado la Edgar Allan Trotsky Motherfucker Orchestra
(“...pocas veces un nombre mejor puesto: revolución social, literatura gótica y mala
leche..”) que ensaya en un local de la avenida Independencia y que la integran músicos pero
también fotógrafos, dibujantes, poetas, bailarines y otros artistas.
Los rituales de la militancia -reuniones semanales, lectura de los clásicos del marxismo
leninismo, participación en luchas de trabajadores- están presentes, pero atravesadas por
una atmósfera de alucinaciones y erotismo musicalizada con The Clash.
Felipe dice “...hay que obsesionarse con la revolución y con la clase obrera (...)  pero no
con el fetiche del Partido, ni con el fetiche de la Historia, ni con el fetiche de la realidad”. 
Y en un nuevo episodio de su locura lúcida en algún momento abandona la primera persona
del singular y comienza a utilizar la primera persona del plural para referirse a sí mismo,
condensando en su discurso una identidad colectiva.
En la novela hay múltiples motivos, referencias, dimensiones y tópicos. Sin embargo,
siguiendo la clave de lectura propuesta, es destacable cómo el relato nos permite
adentrarnos en la sensibilidad de una época sobre la que existen sólo intuiciones y
elementos dispersos. Kike Ferrari no construye una mirada condenatoria y distanciada
sobre esta trama y estos personajes, ya que él mismo fue un militante de la juventud del
MAS en los ochenta. Luego, fue delegado de base como trabajador de Metrovías y se
mantuvo cercano ideológicamente al espectro de la izquierda, aunque no como militante
orgánico.
Así, la novela nos permite, a partir de este registro ficcional, intuitivo y sensible en primera
persona (también del plural), acercarnos a algunos aspectos claves de esa década: el rol
relevante de la juventud para renovar repertorios estéticos y políticos, la importancia del
espectro cultural (sobre todo del rock) a la hora de construir identidades,  y la crisis de las
concepciones sobre el tiempo, la historia y la revolución propias de la coyuntura local (la
transición a la democracia) y global (la caída del muro de Berlín). 
El lugar de Ferrari dentro/fuera de esa tradición de militancia partidaria es tal vez la
condición de posibilidad para poder pronunciar una voz generacional y colectiva con la que
los historiadores aún tenemos un gran trabajo por hacer.

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