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presente, por falta de firmeza o por falta de prudencia58.


Estas consideraciones establecen dos corolarios. El primero es que la
determinación de la acción que hay que ejecutar no es una actividad éticamente neutral;
más aún, es el objeto de la virtud específica de la razón práctica en cuanto tal, el punto
de confluencia de todo el actuar moral, ya que presupone la dimensión intencional de
las virtudes éticas y, además, es condición de posibilidad de su concreta realización. El
segundo es que la unidad y coherencia entre intención y elección pertenece al normal
funcionamiento de la razón práctica. La razón que determina un fin es la misma que
determina la acción idónea para realizar aquel fin, e idéntica unidad existe entre la
voluntas intendens y la voluntas eligens. El razonamiento práctico parte del fin
virtuoso (justicia, templanza, etc.) y de por sí concluye en la elección justa y templada59.
Por eso, según el proceso normal del comportamiento ético, la elección equivocada
presupone un desorden moral de la voluntad 60, porque el fin virtuoso (la justicia, la
templanza, etc.) se afirma o se niega precisamente en la elección concreta. La
imprudencia, esto es, el razonamiento y el juicio práctico de donde proviene la elección
contraria a la virtud, es una culpa moral, y no un error técnico de valoración.
Análogamente, la imprudencia habitual es un vicio.

Se debe, por último, añadir que al juicio y al imperio de la prudencia


sigue el acto electivo de la virtud, la elección virtuosa adecuada al dictamen
prudencial. Es la elección de un acto que puede implicar también una
actividad de la afectividad sensible, que será así una pasión consecuente61. Hay
que notar, por tanto, que cuando el imperio de la prudencia alcanza un apetito
de la sensibilidad, este, en cuanto tal, se hace partícipe de la elección virtuosa.
La actuación de los hábitos virtuosos de la sensibilidad se identifica, por tanto,

58
Vid, cap. VI, § 4 c).
59
Por su propia naturaleza la razón, también en el campo moral, funciona correctamente.
Por eso, Santo Tomás afirma que «perversitas enim rationis repugnat naturae rationis» (In
decem libros Ethicorum, lib. II, lect. 2, n. 257), y que «corrupta ratio non est ratio, sicut
falsus syllogismus non est syllogismus» (Scriptum super Sententiis, lib. II, d. 24, q. 3, a. 3
ad 3).
60
Cfr. Catecismo, n. 1761; Veritatis splendor, n. 78.
61
Cfr. cap. V, § 4 d).

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