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Apuntes sobre poesía y poder (a propósito del texto de Javier Raya)

Manuel de J. Jiménez

Hace algunos meses apareció en la revista El Jolgorio cultural, un texto ensayístico de Javier
Raya (D.F.,1985) reflexionando sobre la relación entre poesía y poder 1. Desde el inicio
sonreí, pues es difícil que alguien se enfrente con verticalidad a los asuntos de la cosa
pública, más aún, considerando lo volátil de la materia poética. Con convicciones de poetas
puros o por simple desdén, muchos escritores deciden obviar los asuntos de poder o, como
diría Raya, del empowerment. Pareciera que después de décadas de literatura
comprometida, de fórmulas deglutidas y panfletos disfrazados de poemas, quien se atreve a
señalar los poderes que fluyen entre los andamios de un verso, renuncia a la justificación
más “valedera” que posee la escritura: la dimensión estética. Todo se trivializa y la poesía
pierde su castidad primigenia. Raya toma al toro por los cuernos o, mejor dicho, toma la
espada por el filo sin sangrarse la mano. Sin embargo, a mi parecer, caben ciertas
consideraciones al respecto.
Coincido que la palabra “empoderamiento” es espantosa, tanto a nivel semántico
como a nivel fonético. Quizás nunca se use esa palabra en un poema. Empero, no creo que
este empowerment gerencial se trate precisamente de una versión democratizadora del
poder, es decir, de ese poder que da el ejercicio de la libertad negativa. Toda libertad pública
es letra muerta en las Constituciones sin su ejercicio pleno. No existe una modalidad
democratizadora del poder, pues éste siempre se atempera en un mismo estado natural. Si
bien, aunque es distante el uso del poder en una monarquía absoluta que en una república
democrática, la autoridad para acatar una orden (legítima o ilegítima) produce los mismos
efectos entre los ciudadanos/ súbditos. Ya Bentham y Austin consideraban la amenaza de
daño como motivo de obediencia al Estado. La democracia no es más que otra forma de
reconfigurar el mismo poder de los Príncipes. En este sentido, no hay una versión distinta del
poder, aunque sí existan instrumentos diversos (entendidos como “frenos y contrapesos” en
política clásica), para calibrar la maquinaria de poder.
Raya menciona que “la escritura era una práctica de la nobleza o una manera de lidiar
con el Príncipe, de ganar su favor. Sólo en fecha muy reciente el diario personal del sujeto
moderno apareció como investigación íntima”. Esto, a mi juicio, es un tanto impreciso. Si en
la época de Garcilaso y en el barroco la poesía era una práctica de la nobleza, también lo era
1
Ver: http://www.eljolgoriocultural.org.mx/index.php/del-impreso/en-portada/item/1514-apunte-sobre-poesia-y-poder
de los acaudalados burgueses que en mucho pactaron con la nobleza o el Príncipe en turno.
Asimismo, se entiende que muchos literatos buscaron el favor del Príncipe o el noble a través
de dedicatorias u obras en encargo que aseguraban su estabilidad política y financiera. El
caso de Francisco de Quevedo acompañando al Duque de Osuna en Italia como secretario
particular o la misma Sor Juana con su Neptuno Alegórico, dan fe de este hecho. Sin
embargo, no todos buscan ganar favores, están también los escritores forajidos o anónimos,
como sucede con Rosas de Oquendo o el autor de la Epístola moral a Fabio. Su escritura fue
leída y cantada, sin mediar más favor que el de la literatura misma. Ahora, respecto a la
investigación íntima, ésta tampoco es privativa del sujeto moderno. En muchos aspectos, la
investigación íntima en las Coplas de Manrique sigue propiciando hallazgos y empatía.
Claro que la poesía puede convertirse en una extensión servil del poder. Raya hace
bien en marcar el ejemplo del déspota versificador o, en el caso más paradójico, el tirano
poeta, como ilustraciones de pragmatismo o envilecimiento poético. También sucede lo
mismo con los himnos nacionales, versos que un poeta escribe para dar voz al Estado
omnisciente. Nunca se hará una exegesis intimista en torno a la figura de los autores del
himno nacional: la intención lírica queda rebasada por el mandato, que muchas veces
distorsiona el sentido original de la composición. Cada administración, cada presidente en
turno, carga de nuevo significado al himnos nacional cantándose bajo los códigos de ese
sexenio particular. La lectura del “Masiosare” de Raya es una invocación contextual: el
extranjero que perpetúa en la tierra patria con una planta ajena. Aquí está el germen de la
xenofobia nacional que se re-significa en cada ceremonia oficial o sólo se trata de una
ideología antiimperialista y decimonónica que quedó sacralizada con el concurso de Santa
Anna. La intención, a mi parecer, queda siempre en el intérprete.
También, como acierta Javier Raya, “la forma de llamar pan al pan importa al que
desea hacerse con la administración del pan, con la administración de un ámbito de poder,
ya sea en la escena del arte urbano, la poesía en voz alta y el spoken word, o en el aula
académica y las revistas culturales”. En efecto, la estructura literaria convierte capitales
simbólicos en económicos, pero me parece que el tránsito que va del poeta al funcionario
cultural (que objetivamente no tiene nada de deleznable) se debe a la construcción u omisión
de una ética singular. La ética del poeta es un ejercicio político o, si se quiere, micropolítico
en un medio donde se convierten e invierten los valores con desigualdad marcada. Raya es
suspicaz con la figura del poeta, “ser de dudosa estirpe”, que “depende del reconocimiento o
la oposición de la sociedad para existir”. Valga aquí corregir: el reconocimiento u oposición
sociales son sustanciales para la legitimación del poeta en la estructura literaria nacional
(entiéndase premios, becas o publicaciones en editoriales universitarias o estatales), mas no
es fundamental para su existencia. No hago una apología del escritor desarraigado, pero la
calidad de poeta se da porque el sujeto en cuestión se asume como tal (ética) y porque su
escritura, sea o no considerada por la sociedad especializada de su momento, tensiona el
lenguaje convencional.
Aquí hay una gran verdad: “Si la poesía tiene un poder acaso sea éste: el de realizar
una desapropiación extrema de las cosas, el de la aspiración a una palabra neutra, como
quería Blanchot, que dé cuenta de la experiencia de mundo donde el poeta es apenas un
operario o médium de un contenido emocional que preexiste y rebasa el ámbito material de
la palabra”. Sin embargo, hay una inconsistencia al afirmar que “el poder de la poesía, en
todo caso, siempre rebasa al poder que pueda asociarse al poeta (...)” Precisamente, la
poesía, por lo menos la escrita o dicha, como argumentará Raya más adelante, resulta de un
poder que tiene el poeta (médium u operario) para dudar y recrear los significados usuales e
interrumpir las ocupaciones mundanas, ocasionando la ventura emergente de ser poeta. Así
surge la persona que decide poetizar y trastocar el lenguaje que manipula a diario: desde el
publicista hasta el científico. Un poeta no lo es siempre, sino sólo de vez en cuando, por eso
es muy sano que se desempeñe como “profesor, tallerista o burócrata”, editor, médico,
ingeniero, psicólogo, etc. Aunque amamos, comemos y dormimos poéticamente, sólo en el
momento de atrapar una visión somos poetas. En lenguaje de poder, el poeta usaría una
potestad de autodeterminación; en filosofía, construiría una ética inconfundible. Es
precisamente por él que la poesía llega a tener cierto poder entre nosotros.

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