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B- Consecuencias de la Revolución
I. PROBLEMAS PREVIOS
A) Los contemporáneos y los historiadores de la primera mitad del siglo XIX, bajo la impresión
todavía fresca de los acontecimientos, captaron más que nada sus aspectos más superficiales y
coincidieron, por un motivo o por otro, en un juicio duramente negativo.
José de Maistre opinó: «desorden, locura, impiedad y ruina de todos los principios y soportes
políticos y morales de la convivencia civil». Y a la vista de tantos horrores y matanzas, desde la
muerte en la guillotina de Luis XVI a la rápida desaparición de los diversos cabezas del
movimiento revolucionario, condenados a muerte uno tras otro, De Maistre no encontraba
otra respuesta que la de adorar los designios de la Providencia, que castigaba a Francia para
preparar su regeneración a través de caminos aún desconocidos.
Pasan los años y parecido pesimismo invade la Historia de la Revolución francesa de Carlyle
(1838), quien subraya, sobre todo, el desbordamiento de los egoísmos y el triunfo de los
incapaces y de los auténticos canallas. Edmundo Burke, en sus Reflections on the Revolution
(1790), acusó a la Revolución sobre todo de haber liquidado la tradición, de haber trastornado
todo el orden establecido a fuerza de violencia, minando de esta forma cualquier posibilidad
de progreso. En la misma línea se mueven, a menor o mayor distancia de los acontecimientos,
otros historiadores.
La apologética católica, sobre todo entre las filas de los intransigentes, ha mantenido durante
largo tiempo una drástica condena de la Revolución, cuyas matanzas, anarquías y asaltos a la
propiedad se recordaban, pero subrayando antes que nada la persecución que levantó contra
la Iglesia, herida en sus bienes y en sus ministros (desde los curas que se negaron a prestar el
juramento de fidelidad a la constitución civil del clero [1790] hasta el mismo Pontífice), en su
culto, prohibido o dificultado, y en su misma doctrina que se trató de sustituir por el culto a la
diosa Razón o al Ser Supremo. Terapelli concluye con un análisis agudo, aunque muchas veces
discutible, que la Revolución Francesa representa la última etapa de la apostasía de la sociedad
moderna iniciada con el Renacimiento y desarrollada luego con el protestantismo y la
Ilustración. Los principios de 1789 significan para esta opinión la conclusión lógica de las tesis
luteranas sobre el libre examen y sobre la separación entre el orden objetivo y el subjetivo. Y,
como demuestra la historia, rechazar la sumisión a Dios lleva a la sujeción y a la despiadada
tiranía de la Convención nacional.
Recientemente ha comenzado a perfilarse otro tipo de crítica: si es verdad que el pueblo fue
uno de los protagonistas de la Revolución y quizá el más conspicuo, el tercer Estado, fue la
burguesía quien de verdad dirigió todo el drama en provecho propio. La igualdad proclamada
por los revolucionarios se convirtió inmediatamente en beneficio de los ricos; en lugar del
privilegio de sangre se impuso el del dinero, y una dictadura vino a ocupar el puesto de la otra
con el agravante de la demolición de las viejas estructuras corporativas, que ofrecían a las
clases trabajadoras una auténtica defensa, aunque fuese limitada e insuficiente. El pueblo de
París y de las provincias no luchó en definitiva en beneficio propio, sino por el triunfo de la
burguesía.
B) Paralela a las diversas interpretaciones negativas fue desarrollándose una visión positiva
que parecía captar la significación más profunda del acontecimiento, su trascendencia
histórica. Ya madame de Stael, en sus Considerations sur les principaux événements de la
Révolution francaise (1816), advertía con mucha razón a los que no veían más que los excesos
de violencia ocurridos después de 1789 que en la consideración de los hechos históricos no
hay que detenerse en' los aspectos contingentes e inmediatos, sino que, superándoles, debe
captarse el valor perenne del movimiento. El fanatismo hace acto de presencia en toda
revolución y a veces contribuye al éxito, cortando con la espada todos los nudos, pero el
problema no se agota nunca constatando las violencias, siempre son deplorables, sino que hay
que examinar los factores que las han provocado y las consecuencias a que condujeron.
Pero, ¿puede decirse que este progreso se inspiró en el cristianismo o, más bien, está en neto
e irreductible contraste con él? La respuesta adecuada fue surgiendo lentamente del esfuerzo
de todas las generaciones católicas del siglo XIX. 2. ¿Ruptura o continuidad histórica?
Contra todos los que (como Burke o Botta) echaban en cara a Francia el haber realizado un
corte demasiado drástico con el pasado y veían en este comportamiento uno de los límites
más graves de la Revolución, Alexis de Tocqueville (1805-1859) reivindicó en una obra famosa,
L'Anden Régime et la Révolution (1856), la continuidad de la política francesa antes y después
de 1789. Los franceses realizaron un esfuerzo gigantesco por abrir un abismo entre el pasado y
el futuro, pero sus esfuerzos resultaron vanos y, sin quererlo, para construir la nueva casa se
sirvieron de los fragmentos del viejo edificio demolido. «La Revolución tuvo dos fases bien
distintas: la primera, durante la cual dieron la impresión los franceses de querer abolir todo el
pasado; la segunda, en la cual iban a recuperar mucho de lo que habían rechazado»
Aquí nos preguntamos mucho más sencillamente por las consecuencias últimas y definitivas de
la Revolución
Por comodidad y sencillez podemos reducirlos a la" igualdad y a la libertad, que forman el
núcleo de los principios proclamados solemnemente el 26 de agosto de 1789 y que han pasado
a ser, sin ulteriores especificaciones, los inmortales principios del 89, a pesar de que ya habían
sido formuladas declaraciones parecidas en 1776 y en 1787 en la Constitución de Virginia y en
la federal de los Estados Unidos y, antes aún, durante la revolución parlamentaria inglesa del
siglo XVII.
a) Igualdad.
La declaración de los derechos ratifica repetidamente el principio: «Los hombres nacen y viven
libres e iguales en sus derechos; las diferencias sociales no pueden justificarse si no están
fundadas en la utilidad común» (art. 1). «Todos los ciudadanos tienen el mismo acceso a
cualquier dignidad, cargo y empleo público, a tenor de su capacidad, y sin otras distinciones
que las de sus virtudes o las de su ingenio» (art. 6); los gastos públicos requieren la
contribución común «repartida entre todos los ciudadanos en razón de sus posibilidades» (art.
13). Ya poco antes de la declaración de los derechos, el 4 de agosto de 1789 había decretado la
Asamblea Constituyente el fin de los derechos y privilegios feudales de que disfrutaban los
nobles. Se acaba el sistema fundado sobre el privilegio o, mejor dicho, donde estaba el
privilegio fundado en la sangre y codificado por las leyes, se instaura el privilegio cimentado en
el censo y no sancionado por ley alguna, pero que será consecuencia también y a la larga
inevitable del egoísmo humano. El principio tiene una aplicación bastante amplia. En el ámbito
familiar queda abrogado el mayorazgo. En la sociedad se liquidan los privilegios económicos y
las exenciones de cargas fiscales que disfrutaban clases enteras. Se trata de un progreso quizá
más teórico que práctico porque de hecho persistirán durante mucho tiempo injusticias
manifiestas en el modo en que se distribuyen los gravámenes fiscales dejando al margen las
grandes propiedades inmobiliarias, en perjuicio de los obreros y artesanos. Se acaban las
discriminaciones sociales en las leyes penales (ley del 30 de enero de 1790) y en el acceso a los
cargos y empleos públicos. La nobleza, orillada por la Revolución, revive con la Restauración,
pero sin que pueda recuperar todos sus privilegios económicos y sociales de antaño. Finalizan
también las discriminaciones confesionales, abrogadas implícitamente por el artículo 6 de la
Declaración explícitamente por varias leyes especiales (27 de septiembre y 13 de noviembre de
1791 y 17 de marzo de 1808), a la vez que cesan las inmunidades de que disfrutaban los
eclesiásticos, considerados a partir de ahora por el Estado como ciudadanos normales, con
idénticos derechos y deberes. Del principio de igualdad deriva también el alistamiento
obligatorio.
b) Libertad.
Junto a la igualdad, la libertad, que el artículo 4 de la Declaración define como «la capacidad
de hacer lodo lo que no perjudica a los demás» y que, por consiguiente, no tiene más que un
límite: el respeto a la misma libertad por parte de los demás. Este principio encuentra sus
aplicaciones en la política, en la que desaparece el derecho divino de los reyes para dejar lugar
a la soberanía popular (art. 3: «El principio de toda soberanía reside esencialmente en la
nación»), de donde derivan los distintos poderes, diferentes entre sí, para asegurar un
equilibrio estable y evitar las arbitrariedades (art. 16). El rey no recurrirá ya a la fórmula «por la
gracia de Dios», sino a la de «por la voluntad de la nación» para indicar el origen de su poder y
la obligación de rendir cuentas de su actuación al pueblo, compuesto no ya de subditos, sino
de ciudadanos. Más tarde, en virtud de una evolución irreversible, el rey quedará reducido a
un mero símbolo de la unidad nacional con poderes efectivos muy limitados de acuerdo con el
principio «el rey reina, pero no gobierna». De esta manera se pasará (aunque lenta y
gradualmente) de la monarquía constitucional pura, en la cual los ministros son responsables
de cara al soberano y nada más, a la monarquía parlamentaria, en la que responden ante el
parlamento y han de contar con su confianza.
. Vale la pena recordar cómo esta ley y casi todas las ya enumeradas, que traducían a la
práctica los principios esenciales de la Revolución Francesa, fueron imitadas más temprano o
más tarde en todos los países europeos: Los principios del 89 acabaron impregnando gran
parte de la mentalidad moderna y constituyeron un poderoso estímulo hacia una sociedad
realmente fundada sobre la idéntica dignidad de todos sus miembros. Aunque la realización de
estos ideales haya sido parcial, sigue siendo una meta hacia la cual tiende el mundo moderno
y, en esta perspectiva, la Revolución Francesa y la solemne declaración del 26 de agosto de
1789 representan un importante paso adelante en el camino de la humanidad.
Quien tiene que reaccionar contra un abuso difícilmente se queda en el perfecto equilibrio: la
Revolución, en su justo intento por liquidar el régimen de privilegio y de arbitrariedad, exageró
los principios de igualdad y de libertad, sin lograr siempre encajarlos en los otros aspectos de
la realidad, convirtiéndolos en un mito, un absoluto, con peligro de hacer más difícil la
realización concreta de estos ideales, precisamente por exagerados y radicalizados. Este
peligro, inherente a toda renovación radical, se veía agravado por los presupuestos ilustrados
de que partían los autores de la declaración, que les llevaban a quedarse en consideraciones
abstractas, olvidando «los obstáculos de orden económico y social, que de hecho limitan la
igualdad y la libertad de todos los ciudadanos e impiden el pleno desarrollo de la persona
humana». Por el mismo motivo, consideraban la naturaleza humana en sí y por sí incorrupta,
dispuesta siempre a captar la verdad y a realizar el bien, abriendo así las puertas a eventuales
abusos en perjuicio de los más débiles. A estas dos causas, presupuestos viciados de cierto
abstractismo y dificultad natural de mantenerse en el justo medio, hay que sumar un
fenómeno muy distinto: la Revolución Industrial, ya en curso a mediados del siglo XVIII, que
explota al principio del XIX en forma más general.
4) Hemos tratado de describir el significado más profundo, las más vastas consecuencias de la
Revolución, haciendo reflexiones más bien generales, que se entenderán mejor apoyadas en
los ejemplos aportados en las páginas siguientes. Pretendemos ahora aludir al menos a una de
las consecuencias inmediatas de la Revolución con respecto a la Iglesia: la pérdida de buena
parte de sus riquezas y del poder temporal que ostentaba. La desamortización de los bienes
eclesiásticos, que ocurrió en Francia en noviembre de 1789, fue sólo el primer ejemplo (si se
prescinde de las medidas parciales adoptadas antes por los Estados absolutos) de un proceso
que empezó a repetirse a lo largo del siglo XIX y a uno y otro lado del océano. Alemania imitó
inmediatamente a Francia con la secularización de los principados eclesiásticos, típico residuo
medieval destinado a desaparecer antes o después, pero todavía fuertemente enraizado en el
suelo alemán (a finales del siglo XVIII).
Los artículos 34 y 35 de las disposiciones definitivas asignaban a los príncipes laicos los bienes
de los obispos, de los cabildos catedralicios, de las colegiatas, de las abadías y monasterios y,
aunque se insinuaba la posibilidad de que fuesen destinados a fines asistenciales y sociales,
facultaban al Soberano local para que decidiese sobre ellos. Así se acabaron los principados
eclesiásticos de Colonia, Tréveris y Maguncia y todo el orden político alemán experimentó un
profundo cambio, como lo demostraba evidentemente la renuncia por parte de Francisco I de
Austria al título de Emperador del Sacro Imperio de la nación germana el 6 de agosto de 1806.
Así quedaba definitivamente liquidada una institución que durante la Edad Media había
constituido uno de los pilares de la sociedad europea, pero que desde principios del siglo XIV
tenía perdido gran parte de su prestigio y que con la paz de Westfalia había quedado reducida
a una pura sombra
Cuanto sucedió en gran escala en Alemania se iba a repetir en proporciones más reducidas en
todos los países. La Iglesia salía de la Revolución empobrecida y despojada del poder político
que antes había tenido. Pero, ¿era esto realmente un daño o tenía razón Rosmini15 cuando
comparaba las riquezas de la Iglesia con la armadura de Saúl que inmovilizaba a David y
exclamaba: «¿Dónde encontraremos un clero inmensamente rico que tenga coraje para
hacerse pobre? ¿Dónde encontraremos un clero que sea capaz de comprender que ha sonado
ya la hora en la que empobrecer a la Iglesia es precisamente salvarla?»