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Una reflexión sobre "La rebelión de los náufragos", de Mirtha

Rivero

“…debe haber una larga lista de gente que por acción u omisión contribuyó a una situación que terminó
tumbando a Pérez…”

Moisés Naím, página 129 de “La rebelión de los náufragos”.

Mientras leía la interesante obra de Mirtha Rivero, “La rebelión de los náufragos”, título tomado del discurso de despedida
de Carlos Andrés Pérez al tener que abandonar su segunda presidencia, sentía una extraña mezcla de incomprensión y
de indignación. Incomprensión porque mucho de lo que leía era nuevo para mí y evidenciaba que yo tenía una laguna
significativa sobre esta etapa política de la vida nacional, a pesar de su indudable importancia. Indignación, porque en las
páginas de la obra de Rivero se describe una sociedad muy mediocre, llena de intereses mezquinos provenientes de
muchos sectores de la vida nacional y hasta de una posible actitud poco loable de personas quienes siempre han sido
objeto de mi endiosamiento, como Arturo Uslar Pietri. El libro me llenó de un deseo de revisar, (1), que diablos andaba
haciendo yo en esa época y si había sido yo uno de los náufragos a quienes se refirió CAP II en su discurso; (2), cual es
la verdad sobre esa etapa de la vida nacional representada por el gobierno de CAP II, y (3), cual fue la responsabilidad
de íconos nacionales como Arturo Uslar Pietri en la conspiración que aparentemente existió para sacar a CAP de la
presidencia. 

I. ¿Qué diablos estaba haciendo yo en esa época? ¿Fui acaso uno de los náufragos de
quienes CAP II habló en su último discurso?
Lo primero que debo decir sobre el libro de Rivero es que me hizo ver esa época bajo una luz muy diferente a la que yo
recordaba. Tanto así, que me obligó a tratar de reconstruir mis actitudes durante esos años. Para ello me di a la tarea de
revisar los centenares de artículos que publiqué en ese período en El Nacional y, especialmente, en El Diario de
Caracas. Aprovechando los días postreros de 2010 los examiné rápidamente, sobre todo porque un amigo mío, por quien
tengo especial admiración y afecto, me había reprochado haber sido muy duro con CAP, de haberlo fustigado
injustamente argumentando la corrupción durante sus dos presidencias, sin reconocerle suficientemente sus cualidades. 

En primer lugar, debo decir que el examen de mis artículos me tranquilizó enormemente. Un buen noventa por ciento
está enteramente dedicado a temas petroleros, en especial la defensa de PDVSA, o a temas comunitarios, como
presidente que fui de una organización llamada Agrupación Pro-Calidad de Vida, la cual se dedicó a Educación
Ciudadana y a la prédica contra la corrupción por diez años, entre 1990 y 2000. En estos centenares de artículos hay una
sorprendente carencia de artículos de naturaleza puramente política. Hay pocas menciones de CAP como tal y bastantes
menciones sobre el gobierno de CAP II, de naturaleza tangencial y casi siempre positivas, en especial sobre sus deseos
de modernizar la administración pública y sobre su uso de jóvenes tecnócratas brillantes y no contaminados de la
pequeñez del sector político. 

Sin embargo, debo admitir que, como presidente de Pro Calidad de Vida, hablé mucho sobre corrupción y, al hacerlo,
incluí al entorno de CAP II en mis comentarios críticos, con nombre y apellido. Algunos de mis artículos hablaban de
Gardenia Martínez, Orlando García, del Banco de los Trabajadores, de Antonio Ríos y de Eleazar Pinto, de la Sra. Cecilia
Matos y su esfera de influencia, en tono bastante condenatorio. Casi nunca aludí directamente a Pérez, excepto para
preguntarme porque un hombre tan osadamente modernizante y con rasgos de grandeza y de estadista podía co-existir
con un entorno tan mezquino como ese.

Más aún, en dos ocasiones me acerqué a su gobierno con ánimo de participar. La primera vez Pérez me invitó a su
despacho y casi me nombró presidente del IVSS, ya que le dije que podía limpiar aquello. Sin embargo, alguien del
sector sindical, alarmado por mi posible presencia fumigadora en aquél antro de corrupción, le pasó un artículo mío
publicado en El Nacional en 1990, titulado “Regreso a un país andrajoso y promisor”. Después de leerlo y prestarle más
atención a lo de andrajoso que a lo de promisor, Pérez decidió no nombrarme para el cargo. Luego, en junio de 1992, si
acepté la presidencia de un nuevo organismo llamado IDEC, el Instituto de Defensa y de Educación del Consumidor.
Cuando Pérez me juramentó me preguntó porque había aceptado esta tarea y le había rechazado el Ministerio de
Turismo y le respondí que ese si era una tarea donde pensaba que podía hacer una buena labor.

En eso duré apenas tres semanas, tiempo suficiente para convencerme de que el ministro de fomento del momento,
Pedro Vallenilla, me había embarcado en una tragicómica aventura, en la cual hasta mis viajes al interior tuve que pagar
con dinero de mi bolsillo, porque nunca recibí dinero, personal, oficina o teléfonos del gobierno. Esto lo digo, no para
criticar a Vallenilla, quien posiblemente me nombró de buena fe, sino para abonar la tesis de que no fui uno de los
náufragos en rebeldía sino un venezolano deseoso de ser útil, sin poder llegar a serlo. En efecto, hasta un artículo escribí
en El Diario de Caracas, el 13 de septiembre de 1993, llamado: “El optimismo incondicional”, en el cual hice un recuento
de todo lo bueno que teníamos, incluyendo la acción gubernamental de privatizaciones, de ajustes económicos, de
PDVSA y de inversiones foráneas. Al final de ese artículo sugería que “estábamos dejando atrás el subdesarrollo” y que
debíamos ver hacia adelante “con optimismo, confiando en nuestros líderes”.

Es cierto que mi postura anti-corrupción, como parte de las actividades de Pro Calidad de Vida, me dio cierta fisonomía
de opositor. En efecto, muchos de mis escritos hablaban de una corrupción sistémica en el país, de un tejido complejo de
complicidades entre los partidos políticos, empresarios y algunos funcionarios del gobierno que no permitían al país
echar adelante. Inclusive, hablé de lo que me parecía indecisión y debilidad por parte de CAP II para cortar
definitivamente con ese mundo tenebroso. Llegué a publicar un artículo donde pedía que “el verdadero Carlos Andrés
Pérez se pare, por favor”, hablando de su compleja personalidad repleta de contradicciones, entre lo sublime y lo ridículo.
Más aún, debo reconocer que defendí mi versión personal de lo que ya se llamaba “la conspiración”. El 16 de octubre de
1992 publiqué un artículo en El Diario de Caracas, “Una conspiración transparente”, en el cual hablaba de la postura de
algunas organizaciones de la sociedad civil, la cual era denunciada por Luis Herrera como “una conspiración contra los
partidos políticos”. En ese artículo hablé de la educación como nuestra única industria básica (frase feliz de Diego
Bautista Urbaneja) y de la necesidad de desagregar el “gran” problema venezolano en una serie de pequeños problemas
capaces de ser solucionados uno a uno. Pedía, en contra de la tesis de Herrera, que el estado dejase de ser el tutor de la
sociedad.

El 23 de Julio de 1993, también en EDC, hablé en otro artículo de “Antipartidismo no, anti-corrupción sí”. Mucho después,
el 6 de mayo de 1994, en “A todo vapor hacia el ridículo” (EDC), fustigué al senador Juan José Caldera por “sus
acusaciones de conspiradores contra Miguel Rodríguez, Moisés Naím, Gerver Torres y otros destacados ex-funcionarios
del gobierno pasado”. Y agregué: “En el esquizofrénico entorno gubernamental de Carlos Andrés Pérez (II) estos jóvenes
tecnócratas formaron un valioso núcleo modernizante… cometieron errores… actuaron con impaciencia… pero bastantes
de sus iniciativas nos han abierto el camino hacia el verdadero desarrollo. Los ataques que han sufrido nos dan asco”.

En fin, este examen introspectivo, basado en lo que dije e hice en esa etapa, me tranquiliza un tanto. No creo haber sido
uno de los náufragos que mencionó CAP II, pero si fui, alternativamente colaborador y opositor a su gobierno, por
razones que creí de peso en cada momento. Si cometí errores de juicio no fue por tenerle inquina a CAP II. Al contrario,
me acerqué a él lo más posible y en ocasiones fui su opositor leal. Nada de conspiración.

II. ¿Cuál es la verdad sobre esta etapa de la vida nacional, esta presidencia de CAP II?
El libro de Rivero levanta una porción del velo sobre esta etapa, pero no todo el velo. La lectura de algunos capítulos es
esclarecedora, unos por su lucidez, como las entrevistas con Moisés Naím, con Carlos Raúl Hernández y con Ricardo
Hausmann. Otros porque revelan lo grotescos de nuestro sistema de gobierno y de toma de decisiones, como la
entrevista con Carmelo Lauría o lo dicho por Doña Blanca Rodríguez de Pérez sobre el proyectado atentado contra
Pérez en Turiamo. Algunos otros revelan la pequeñez de nuestros dirigentes políticos. El libro también refuerza la actitud
modernizante de CAP II y su olímpico desdén por los colegas del partido que iba dejando atrás. En especial, ese
contraste entre la actitud de un Lusinchi que nombraba a dedo a sus secretarios adecos como gobernadores y la de CAP
que forzó la elección directa de gobernadores y alcaldes. En cierta manera, CAP ajustició la injusta hegemonía partidista
en Venezuela, por lo que es justo decir que ha sido uno de nuestros más grandes demócratas. Al mismo tiempo el libro
de Rivero deja en claro como Pérez no pudo desprenderse de la posición tradicional del político venezolano hacia las
instituciones internacionales y su celo por la llamada “soberanía nacional”. Es citado diciendo que “nunca he dejado de
denunciar al Fondo Monetario Internacional”. Su posición internacional fue más cercana al grupo de los no alineados
(que siempre estuvieron muy alineados en una postura izquierdizante) y a un tercer mundo que incluía a la Cuba de
Fidel. Nunca pudo superar esos resabios. 

CAP II no promovió la corrupción que venía andando desde el trágico quinquenio lusinchista. Durante su gobierno se
enjuiciaron a José Ángel Ciliberto, a Omar Camero, a Blanca Ibáñez y hasta al mismo Jaime Lusinchi, pero se toleraron
las sinverguenzuras de Gardenia Martínez, de Orlando García, Eleazar Pinto, Antonio Ríos y Cecilia Matos y el CDN de
AD levantó la expulsión de once dirigentes adecos acusados de corrupción. Su inauguración fue un acto ostentoso e
insensible. Su primer anuncio sobre el alza de la gasolina fue hecho mientras él se encontraba de viaje en el exterior. 

No es sorprendente, por tanto, que en enero de 1992 una encuesta de Gauthier mostraba que un 65 por ciento de los
venezolanos rechazaba las políticas del gobierno de CAP II y un 56 por ciento desaprobaba de CAP a título personal. La
animadversión de algunos políticos de viejo cuño iba dirigida también contra los jóvenes miembros del gabinete de CAP
II. Fernando Martínez Mótola cuenta en el libro (página 262) que Maza Zavala (falleció hace pocos meses), miembro del
Consejo Consultivo nombrado por Pérez, no se reunía con estos ministros por considerarlos “indignos”. El rechazo de
Maza Zavala al sistema fue causado por razones ideológicas. El mismo Maza Zavala no tendría problemas, años
después, en ser cómplice por omisión del saqueo que Chávez hizo al Banco Central de Venezuela, eliminando su
autonomía con la ayuda del directorio donde Maza Zavala figuraba.

No hay dudas de que mucho del rechazo a CAP II tuvo que ver con la figura de la barragana y con la influencia que ella
tenía en los asuntos de gobierno. Era la versión nueva de la Blanca Ibáñez de Lusinchi. CAP II había criticado a Lusinchi
por dejar que una mujer influyese en su gobierno, pero permitió algo muy similar en el suyo. El contraste entre la figura
de Cecilia Matos, cargada de joyas, y la digna esposa de CAP, Blanca, servía para alimentar el rechazo. La señora
Matos dice algo interesante en el libro (página 320): “Yo no me montaba en los aviones de la presidencia… Yo tenía el
avión de Armando de Armas… me recogía y me llevaba a Rusia o… a Suiza”. Esto revela la complejidad de la
corrupción. ¿Nunca se preguntó la señora por qué el avión de De Armas estaba a su disposición? ¿Lo hubiera estado
para ir a Rusia o Suiza si Cecilia Matos no hubiera sido la querida del presidente? Lo que dice la señora en el libro suena
similar a lo que dice Chávez cuando dona parte de su modesto “sueldo” para becar a un estudiante pobre. ¡Pamplinas!
Anda en un Airbus de $65 millones, usa un reloj de $150.000 y alquila pisos enteros de los mejores hoteles del mundo
para sus guardaespaldas y cocineros.

El “General” Carmelo Lauría.

Uno de los pasajes que muestra claramente la fragilidad de nuestras instituciones de la época (y quizás, de todas las
épocas) está en las páginas 210 y siguientes, en las cuales Carmelo Lauría cuenta su versión de los eventos del golpe
de Chávez, el 4 de febrero de 1992. Dice que llamó al presidente para enterarse de lo que estaba sucediendo y que este
le puso a cargo de averiguar que televisora estaba en capacidad de transmitir su mensaje. Inmediatamente Carmelo, ex-
ministro, a título personal, se pone en movimiento. Llama a Granier, a Ricardo Cisneros, Llama a Fernando Ochoa
Antich, ministro de la defensa, quien le dice que “el gobierno está caído” (a esa hora, a las primeras de cambio). Llama a
Consalvi en Washington y a Arria en Nueva York. Llega a su casa Reinaldo Figueredo. Llama al general Freddy Maya
Cardona y luego al General Leixa Madrid y los arenga. Se encuentra con Pérez en Venevisión y le persuade a cambiar
de estrategia militar, usando tanquetas en lugar de tanques. Y, de repente, uno piensa: “caramba, esto suena a General
Carmelo Lauría, ministro de la defensa”. Pero Carmelo no era ni siquiera miembro del gabinete sino un asomado con
iniciativa, quien parece haber pasado por encima de todo el sistema militar y civil de defensa de la presidencia para
tomar las riendas de la acción. Esto de Carmelo recuerda los cuentos de Don José Giacopini, quien nos decía que, como
iba pasando por Miraflores con una máquina de escribir el día del golpe que tumbó a Medina, ¡lo nombraron secretario de
la Junta de Gobierno! Vainas que no se ven sino en nuestro país.

Julio, el hijo de Petrica salvó a Pérez de un atentado.

En otro pasaje asombroso del libro (Capítulo 24, páginas 341 y siguientes) se narra como Julio, el hijo de Petrica, una
antigua empleada de la familia Pérez Rodríguez, oye una conversación sobre un complot contra Pérez y se lo cuenta a
su mamá, Petrica. Esta se lo cuenta a su jefa Doña Blanca y Doña Blanca se lo cuenta a su marido Carlos Andrés Pérez.
Le dice que no vaya a Turiamo ese sábado “porque lo van a poner preso”. Y Pérez se molesta con ella porque lo que
piensa es que Doña Blanca está averiguándole sus enredos con Cecilia. Esto es de telenovela, superior a cualquier cosa
que Ibsen Martínez hubiera podido imaginar. El complot aparentemente no fue descubierto por las expertas agencias de
inteligencia del estado sino por el hijo de Petrica. Yo hubiera esperado que Julio saliese de esa historia promovido, como
nuevo ministro del interior, en reemplazo de Don Luis Piñerúa.

Es en este ambiente que transcurre la azarosa etapa de CAP II, esa combinación de modernas políticas públicas, de
grandes aciertos como la privatización de la CANTV, y de mezquindad en el sector político, con asomados de todo tipo,
con un gabinete talentoso, pero sin burdel, con un grupo de notables donde co-existían íconos nacionales como Uslar
Pietri con golpistas como José Vicente Rangel y con los restos de un sistema bipartidista perverso que se negaba a
morir. En ese remolino se vio enredado el hombre que parecía políticamente inexpugnable, como un Gulliver aprisionado
por miles de las pequeñas sogas de los liliputienses.

III. ¿Cuál es la responsabilidad de íconos nacionales como Arturo Uslar Pietri en la


conspiración que aparentemente existió para sacar a CAP II de la presidencia?
El libro (páginas 248 y siguientes) nos describe la evolución del llamado grupo de Los Notables, desde un inicio
caracterizado por planteamientos individuales de Uslar Pietri y otros a la constitución de un grupo más formal, como
asociación civil. Entre los miembros de este grupo el libro menciona a Arturo Uslar Pietri, Manuel Quijada, Angela Zago,
Pablo Medina, Domingo Maza Zavala, Ernesto Mayz Vallenilla, José Antonio Cova Miguél Ángel Burelli Rivas y José
Vicente Rangel. Uno diría, no están todos los que son ni son todos los que están.

Eso de Uslar Pietri y Mayz Vallenilla junto a José Vicente Rangel y Manuel Quijada suena a arroz con mango. Rangel era
un golpista desde el inicio de la conspiración de Chávez. Manuel Quijada era uno de los líderes de aquellas horrorosas
aventuras llamadas El Carupanazo y El Porteñazo. Angela Zago se puso a favor de los golpistas del 4 de febrero.
Algunos de los miembros de este grupo eran, pues, golpistas confesos. ¿Habría que preguntarle al Dr. Uslar, “que hacía
usted en esta compañía”?

Sin duda alguna, Uslar cometió un error asociándose con estos personajes. Sin embargo, el libro no aporta mayor prueba
sobre una conspiración con la ayuda activa de Uslar Pietri para tumbar a CAP. Se limita a exponer los planteamientos de
Uslar Pietri, muchos de los cuales yo suscribía a título conceptual, como la uninominalidad y la depuración de las
instituciones, así como la lucha contra la corrupción. Algunas entrevistas mencionan la animadversión personal de Uslar
contra AD, contra lo que se le había hecho a la caída de Isaías Medina, resentimiento no sin justificación, pero no hay en
el record, que yo conozca, ataques de tipo personal de Uslar contra Pérez.

Carlos Raúl Hernández (página 330) llega a decir que “Uslar Pietri nunca creyó en la democracia; él siempre fue
partidario del cesarismo democrático…gomecista, lopecista, medinista… enfrentado al sistema [democrático]”.
Hernández se equivoca al decir que ser partidario de López y de Medina Angarita hacía de Uslar un anti-demócrata
cuando solo lo hacía un demócrata conservador. Hernández pasa por alto que la actitud ciudadana de Uslar por décadas
fue una prueba viviente de su espíritu civilista y democrático, eso sí, con un toque aristocrático de naturaleza intelectual y
humanista, quizás hasta arrogante, pero nunca de conspirador por debajo de la mesa. También parece exagerado el
juicio de Beatrice Rangel al decir (página 304): “me da risa cuando dicen que sacaron a CAP por corrupto…no, a CAP lo
sacó la corrupción”. Tiene razón al decir que el juicio que culminó en su salida no tuvo que ver con corrupción sino con
un tecnicismo en el uso de la partida secreta. Pero no hay dudas de que CAP II perdió mucho apoyo político por su
negativa a desembarazarse de su entorno macabro. Los miembros de su gabinete hablaban con Dr. Jekyll, pero Cecilia y
Gardenia interactuaban con Mr. Hyde. Por eso es que Petkoff decía en un escrito en El Diario de Caracas (17 de mayo
de 1993): “El país ya sentenció: quiere revocarle el mandato. Ese es un derecho tan democrático como elegir”. No era la
corrupción la que sacaba a CAP II, como alega Beatrice Rangel, sino el peso de una matriz de opinión mayoritaria que,
para bien o para mal, correcta o incorrectamente, revocó su mandato.

IV. ¿Para bien o para mal?


En retrospectiva, en frío, veo hacia atrás y no me gusta la manera como actué en el momento de la salida de CAP II. La
vi en el momento como una medida democrática irreprochable, de la cual me sentí orgulloso. Pensé que las instituciones
de mi país habían funcionado a la altura de las instituciones nórdicas. Quizás pensé que CAP II era nuestro Nixon.
Acepté su salida con alivio, no me opuse a ella y celebré la llegada de Ramón Velásquez a la presidencia con renovadas
esperanzas en un proceso de limpieza institucional.

Creo que me equivoqué. Porque si CAP no salió, como lo sugiere el libro de Rivero, mediante un acto de verdadera
justicia, sino mediante una extraña confabulación de la izquierda y de la derecha para sacar a un presidente que
amenazaba al sistema que ellos representaban, entonces ello no podía ser bueno para la democracia. No estoy seguro
de que este acto haya desatado los acontecimientos que abrieron la puerta a Chávez. En esa llegada de Chávez al poder
la mayor responsabilidad no la tienen ni CAP II ni quienes sacaron a CAP II sino la actuación errática e inexplicable de
Rafael Caldera y de los venezolanos demócratas quienes pidieron el sobreseimiento de Chávez, sin juzgarlo y
condenarlo a prisión por los 30 años que le correspondían. Esta es la pena que ahora el déspota le ha impuesto a
Simonovis y pretende imponerle a la juez Alfiuni sin que les corresponda.

La salida de CAP II, como se llevó a cabo, no fue para bien porque no fue justa. Debo agradecerle a Mirtha Rivero que
me haya aclarado el punto. Pero debemos ver al hombre, CAP II, como un todo y no solamente a una de sus partes. Al
verlo como un todo, creo que la historia será amable con él, pero no le dará el sitial que él soñó.

La rebelión de los náufragos

¿Qué factores condujeron a la caída del segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez? ¿Por qué tantas fuerzas y sectores,
de izquierda y de derecha, se unieron en una improbable alianza para tumbar a su gobierno? ¿Por qué su propio partido,
Acción Democrática, le retiró su apoyo? ¿Qué rol desempeñaron los medios de comunicación y los intelectuales en su
caída? Y más importante aún, ¿pudo CAP evitar el triste final de su larga carrera política?

En La rebelión de los náufragos (Editorial Alfa, 2010), la periodista Mirtha Rivero hace un recuento detallado de la
segunda presidencia de CAP (1989-1993), abordando con profundidad cada una de estas interrogantes. Su método es
mixto y sumamente efectivo. Rivero combina la narrativa periodística, producto de una rigurosa y oceánica investigación,
con entrevistas largas y muy bien seleccionadas a los protagonistas de la época. El resultado es envidiable. Como un Ian
Buruma o un V.S. Naipaul, Rivero prueba que cuando un periodista escribe con imaginación, artesanía y eficacia,
documenta con rigor sus informaciones y las organiza con la precisión y astucia de un buen novelista, el reportaje puede
rebasar las barreras del género y convertirse en algo cercano a una obra de arte.

Los factores que contribuyeron a la caída de CAP representan el eje alrededor del cual Rivero organiza su investigación.
¿Quiénes son los responsables de tumbar, a través de una dudosa maniobra legal, a un gobierno que asumió la tarea
impopular de impulsar un paquete necesario de medidas que, de haber recibido mayor apoyo, ha podido marcar el
comienzo del fin del capitalismo de Estado venezolano y quizá desviar al país de la trampa en la que cayó a finales de
1998, cuando Hugo Chávez ascendió al poder?

El primer responsable que asoma en el libro son los medios de comunicación. Rivero y sus entrevistados relatan cómo
los dueños de medios, con una irresponsabilidad (en retrospectiva) suicida, contribuyeron a crear un clima muy adverso
para la democracia; como se empecinaron, a través de sus noticieros, periódicos y telenovelas, en desprestigiar a los
partidos y la actividad política en general, legitimando y a veces hasta avalando de una manera casi explícita las
acciones criminales de los golpistas de 1992.

El segundo responsable que asoma en el reportaje son los intelectuales, especialmente el famoso grupo de Los Notables
conformado por personalidades de intachable reputación como Arturo Uslar Pietri, Domingo Maza Zavala, Miguel Ángel
Burelli Rivas y Alfredo Boulton. Aprovechando la aureola de su prestigio (la imagen es de Rivero), este grupo tuvo una
actitud tan tolerante con los golpistas como intolerante con CAP y su gabinete reformista, y se dedicó, con igual
empecinamiento que los medios, a desprestigiar al gobierno y hacer lo posible para erosionar su capital político. Entre
estas figuras de renombre destaca Rafael Caldera, cuya soberbia, relativismo moral y barato oportunismo es resaltado
por varios entrevistados, incluyendo su ex delfín Eduardo Fernández, protagonista de una de las más lúcidas entrevistas
del libro.

El tercer y quizá principal responsable de la caída de Pérez fue su propio partido, Acción Democrática, que prácticamente
pasó a ser un partido de oposición durante el segundo gobierno de CAP. El libro de Rivero explica como en el liderazgo
de AD existía un antagonismo muy grande hacia Pérez, producto de su imprevisto giro ideológico, la inclusión de un
grupo de tecnócratas independientes (no militantes) en su gabinete económico, y el efecto que tuvieron las políticas
liberalizadoras en las cuotas de poder de muchos adecos. Impulsar reformas para desmontar el sistema rentista, por
ejemplo, afectó directamente una fuente importante de ingreso de muchos dirigentes políticos acostumbrados a asignar
ellos mismos contratos públicos a sus amigotes para de ese modo recibir y cuadrar coimas y comisiones. Lo mismo
ocurrió con la reforma de descentralización de 1989 que creó la figura del alcalde y estableció la elección directa de
gobernadores. Muchos adecos sintieron que apoyando la reforma el presidente había regalado una importante cuota de
poder político y económico que pertenecía al partido.

A estos factores se suman otros como los escándalos de corrupción y la resistencia a las reformas de los sindicatos, los
empresarios, las multinacionales, los militares, los banqueros, y otros sectores, todos renuentes a abandonar sus
privilegios, subsidios y protecciones, y a asumir los costos inevitables de los ajustes. También se suman los errores del
propio presidente, que sobrestimó su capital político para impulsar estas reformas. Esta sobrestimación se tradujo en una
política comunicacional mediocre y torpezas inexcusables como la faraónica toma de posesión semanas antes de
implementar medidas que le exigían enormes sacrificios al pueblo venezolano.

Este animado fresco que pinta Rivero para contextualizar la caída de CAP es muy instructivo, incluso para quienes
creemos tener una buena idea de este importante período de la historia contemporánea venezolana. A grandes rasgos
no tengo mayores reservas con la historia que va emergiendo de las entrevistas y la narrativa periodística, una historia,
hay que decirlo, bastante favorable a CAP y su equipo de tecnócratas. Yo sólo añadiría unas cuantas observaciones, no
tanto sobre el libro de Rivero, que me pareció estupendo, sino sobre algunos de los puntos de debate más importantes
en torno a la segunda presidencia de Pérez.

No cabe duda de que muchos intelectuales de gran prestigio agitaron en aquel entonces las peligrosas aguas de la
antipolítica y de que algunos, especialmente Rafael Caldera, llegaron muy cerca de justificar las acciones criminales de
los golpistas. Sin embargo, no hay que olvidar que el discurso de Los Notables resonó por una razón real: el fracaso
estrepitoso de los últimos tres gobiernos, incluyendo el primero de CAP. El error de Los Notables no fue criticar a la clase
política en general, que se merecía de sobra esas críticas. El error fue no darse cuenta que CAP estaba llevando a cabo
reformas que eran un paso en la dirección correcta. Esperar demasiado, demasiado pronto, es un error típico de
revolucionarios trasnochados, no de personajes con el calibre intelectual de un Uslar o un Maza Zavala.

Que lo medios contribuyeron a deslegitimar las instituciones y darle sustancia a la idea que en democracia las acciones
violentas a veces son necesarias, es una verdad como un templo. Pero pienso que en esta discusión a menudo se olvida
que la irresponsabilidad de los medios es uno de los hijastros inevitables de la libertad de expresión. En todas las
democracias, incluyendo las más avanzadas, se pueden encontrar ejemplos de extrema irresponsabilidad mediática, a
veces producto de la codicia y la alevosía, a veces de la simple idiotez y falta de profesionalismo. Una parte importante
de la labor de un presidente es lidiar con este y otros problemas que resultan de un sistema de libertades. Se puede
decir, como dicen algunos de los tecnócratas de CAP, que las reformas liberalizadoras eran invendibles; que cualquier
estrategia comunicacional estaba condenada al fracaso porque se estaban trastocando intereses muy poderosos. Pero
uno se pregunta cómo gobiernos de otros países han podido impulsar reformas igualmente difíciles sin crear a su
alrededor un clima tan adverso, en los medios y en otros sectores. Obviamente, se ha podido hacer un mejor trabajo.

Este victimismo, encapsulado en esa frase que el columnista Miguel Ángel Santos pone en boca de Miguel Rodríguez
“Venezuela es un país hecho para castigar el talento” (¿alguien se imagina a Betancourt diciendo algo así?), destila de
los argumentos que, dentro y fuera del libro de Rivero, los tecnócratas han esgrimido durante años para explicar la caída
de CAP. El énfasis siempre está en los factores externos. Rara vez uno los escucha hablar con detalle de sus errores,
profundizar sobre sus defectos, discurrir sobre cómo han podido manejar mejor el aspecto político de sus reformas, cómo
han podido hacer un mejor trabajo para no dejar que tantos sectores se pusieran,  al mismo tiempo, en contra de ellos.
Escuchándolos, uno a veces siente que el resultado de haber aplicado ese conjunto de medidas era inevitable. “Nosotros
teníamos las ideas correctas, la preparación técnica y la mejor de las intenciones,” parecen decirnos. “Pero estas
reformas afectaron a demasiados sectores que se unieron con un grupúsculo de intelectuales resentidos en una
conspiración muy poderosa en nuestra contra.” Esta versión no es falsa. El complot y el resentimiento fueron parte
importante de la caída de CAP. Pero el fracaso de Pérez y su equipo para derrotar este complot también lo es.

La facilidad con que muchos de nosotros hemos aceptado el victimismo de los tecnócratas pone de relieve una verdad
muy triste sobre la Venezuela de Hugo Chávez. La situación política actual del país hace difícil evaluar con objetividad a
un hombre controversial como CAP. Esto ha sido evidente en las muy apasionadas reacciones que ha provocado el libro
de Rivero, reacciones generalmente muy favorables al legado de CAP que, muy convenientemente, pasan por alto su
primer gobierno. Pérez fue un hombre con grandes cualidades. Era valiente, hacedor, persistente y un demócrata por
convicción. Nunca olvidaré el día que fui con dos amigos a visitarlo a su casa, cuando estaba bajo arresto domiciliario.
CAP atravesaba unos de los momentos más difíciles de su vida, pero nos recibió lleno de entusiasmo, optimismo,
energías, dispuesto a debatir y confrontar ideas, y haciendo planes como si todavía fuera un adolescente con una larga
vida política por delante. Frente a un gobierno como el de Chávez, uno no puede evitar sentir cierta nostalgia por
hombres como él, sedientos de rodearse de talento, sin complejos frente a la inteligencia, y con unas ganas enormes de
insertar al país en la modernidad, cueste lo que cueste. Comparado con Chávez, Pérez era un gran hombre.

Pero no hay que olvidar que en comparación con Chávez cualquiera luce como un héroe. Más justo sería evaluar al
segundo gobierno de CAP comparándolo con otros gobiernos reformistas de América Latina de las últimas dos décadas.

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