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EL PAPA

FRANCISCO
NOS HABLA
DE LA FE

Selección de textos:
Matilde Eugenia Pérez T
PRESENTACIÓN

Nuestra vida cristiana tiene como supuesto básico,


insustituíble, la fe.
Nos proclamamos cristianos, precisamente porque tenemos
fe, porque creemos en Jesús de Nazaret, Hijo
encarnado de Dios, que vivió en nuestro mundo,
padeció, murió crucificado, y Dios Padre lo resucitó al
tercer día, y ahora vive en el cielo, a la derecha del
Padre, por toda la eternidad, y nos espera para que
seamos felices con él.
Creemos en Jesús – Dios verdadero como su Padre y
hombre verdadero como nosotros -, en su persona, en
su vida, en lo que hizo, en lo que nos enseñó y en lo
que nos prometió, y esa fe nos impulsa a vivir nuestra
propia vida, nuestra cotidianidad, guiados por el amor
que el Espíritu Santo infunde en nuestros corazones,
como verdaderos discípulos y misioneros suyos.
Nuestra fe en Jesús es realmente un regalo de Dios que
nos ama infinitamente, y quiere lo mejor para nosotros;
una luz que ilumina el camino de nuestra vida; una
fuerza interior que nos comunica el valor que
necesitamos para no dejarnos desviar de la ruta que
hemos elegido seguir; un baluarte en medio de las
muchas fragilidades y debilidades, propias de nuestra
naturaleza humana inclinada al mal, pero capaz del
bien.
Creemos en Jesús, tenemos fe en él y en todo lo que de él
proviene, y nos sentimos felices por ello, pero sabemos
que no podemos limitarnos a afirmar esa fe con
nuestras palabras, sino que debemos manifestarla
hacerla viva, concreta y real, con nuestras acciones de
cada día.
Porque la fe cristiana, para ser verdadera y profunda, fuerte
y valiente, tiene que ser explícita, clara, contundente,
testimonial.
En este orden de ideas, es bueno para nosotros creyentes,
hacer cada cierto tiempo, un alto en nuestra vida, para
reflexionar sobre esa fe que decimos profesar. Para
mirar detenidamente cómo la estamos viviendo, hasta
donde llega su profundidad, cuál es su alcance real
a qué nos mueve, hasta dónde nos impulsa a llegar. Todo
esto, para corregir lo que haya que corregir, rechazar lo
que haya que rechazar porque no es compatible con
ella, y para reforzar lo que estamos haciendo bien.
A lo largo de su pontificado el Papa Francisco ha hablado
muchas veces de la fe, y sus palabras son para
nosotros una muy buena ayuda para llevar a cabo esta
tarea que hemos de realizar.
Que el Espíritu Santo – don de Jesús resucitado a sus
discípulos - que inspira nuestra vida cristiana, nos
comunique sus gracias y nos ayude en este propósito.
Matilde Eugenia Pérez T
“La fe es garantía
de lo que se espera;
la prueba
de las realidades
que no se ven.
Por la fe fueron alabados
nuestros mayores”
(Hebreos 11, 1-2)
Nuestra fe no es una idea
abstracta o una filosofía, sino
la relación vital y plena con
una persona: Jesucristo, el
Hijo único de Dios, que se hizo
hombre, murió y resucitó para
salvarnos, y vive entre
nosotros.
La fe no es una mera
herencia cultural, sino un
regalo, un don que nace del
encuentro personal con
Jesús, y de la aceptación
libre y gozosa de la nueva
vida que él nos ofrece.
La fe no es algo
decorativo, ornamental.
Tener fe significa poner
realmente a Cristo en el
centro de nuestra vida.
La fe no es una manera
de escapar de los
problemas de la vida. La
fe nos sostiene en el
camino de la vida y le
da un sentido.
La fe no es un
refugio para gente
pusilánime, sino que
ensancha la vida.
La fe no es recitar el Credo
los domingos cuando
vamos a Misa. La fe es
confiar en Dios, y eso es lo
que ustedes tienen que
enseñar a sus hijos, con el
ejemplo de su vida.
La fe no es sólo silencio
que acepta todo sin
reclamar. La fe es también
"luchar con Dios" en la
oración, mostrarle nuestra
amargura, sin falsas
apariencias.
La fe es una gracia, es un
don. Y a nosotros nos
toca protegerla con la
santa "astucia", con la
oración, con el amor, con
la caridad.
La fe es tener el
deseo de encontrar a
Dios, de estar con Él,
de ser felices con Él.
La fe es una fuerza
de vida, que da
plenitud a nuestra
humanidad.
“Sin fe es imposible
agradar a Dios,
pues el que se acerca a Él
ha de creer que existe
y que recompensa
a los que lo buscan”.
(Hebreos 11,6)
La fe, que es como una semilla en lo
profundo del corazón, florece cuando
nos dejamos atraer por el Padre hacia
Jesús, y vamos a él con ánimo
abierto, con corazón abierto, sin
prejuicios; entonces reconocemos en
su rostro, el Rostro de Dios, y en sus
palabras la Palabra de Dios, porque el
Espíritu Santo nos ha hecho entrar en
la relación de amor y de vida que hay
entre Jesús y Dios Padre.
La fe ilumina el
corazón, hace ver las
cosas con otra luz.
La fe nos da aquella mirada de
bondad sobre los otros que nos
hace superar la tentación de la
rivalidad demasiado encendida, y
de la agresividad; nos hace
comprender la dignidad de toda
persona, también de aquella
menos dotada y desfavorecida.
Tener fe es confiar totalmente
en el Señor. Se trata de romper
con los ídolos mundanos para
abrir nuestros corazones al
Dios vivo y verdadero; sólo Él
puede dar a nuestra existencia
la plenitud que deseamos, que
es tan difícil de alcanzar.
El mensaje de la fe
cristiana viene del
cielo, es revelado
por Dios, y va más
allá de este mundo.
El primer paso
para facilitar el
camino de la fe es
escuchar.
Recordar es esencial para la
fe, como el agua para una
planta: así como una planta no
puede permanecer con vida y
dar fruto sin ella, tampoco la
fe, si no se sacia de la
memoria de lo que el Señor ha
hecho por nosotros, puede dar
fruto.
La fe mueve
verdaderamente las
montañas de la
indiferencia y de la
apatía, del desinterés y
del estéril repliegue
sobre nosotros mismos.
¡La fe es un don de Dios!
Pero la fe viene si tú estás
en su pueblo, si tú ahora
estás en la Iglesia, si tú te
dejas ayudar por los
sacramentos, por los
hermanos, por la asamblea;
si tú crees que esta Iglesia
es el Pueblo de Dios.
La fe nos ayuda a
levantar la mirada hacia
Dios, para no
absolutizar ninguna de
nuestras actividades.
“Ustedes
han sido salvados
por la gracia,
mediante la fe;
y esto
no viene de ustedes
sino que es don de Dios”
(Efesios 2,8)
Una fe que se reduce a
fórmulas prefabricadas
es una fe miope.
De poco sirve conocer
los artículos de la fe si
no se confiesa a Jesús
como Señor de la propia
vida.
Cuando la fe se concentra
exclusivamente en las
formulaciones doctrinales, se
corre el riesgo de hablar solo a
la cabeza, sin tocar el corazón.
Y cuando se concentra solo en
el hacer, corre el riesgo de
convertirse en moralismo y de
reducirse a lo social.
Para que la fe no se reduzca
sólo a una idea o doctrina,
todos necesitamos de un
corazón de madre, que sepa
custodiar la ternura de Dios
y escuchar los latidos del
corazón del hombre.
Nadie, con libros o
asistiendo a conferencias
puede conseguir la fe. La
fe es un regalo de Dios.
Nadie se hace cristiano por sí
mismo. Si creemos, si sabemos
orar, si conocemos al Señor y
podemos escuchar su Palabra, si
nos sentimos cerca y lo
reconocemos en nuestros
hermanos, es porque otros antes
que nosotros, han vivido la fe y
luego nos la han transmitido.
¿Qué cosa hay en el fundamento de
nuestra fe?... Un acto de misericordia
con el cual Jesús nos ha ligado a sí.
Y la vida cristiana es la respuesta a
este amor. Es como la historia de dos
enamorados: Dios y el hombre se
encuentran, se buscan, se hallan, se
celebran y se aman. Exactamente
como el amado y la amada del Cantar
de los cantares.
El corazón traspasado de
Cristo es el corazón de la
revelación, el corazón de
nuestra fe, porque él se
ha hecho pequeño, ha
elegido este camino.
Este es el comienzo de la fe:
vaciarnos de la orgullosa
convicción de creernos buenos,
capaces, autónomos y reconocer
que necesitamos la salvación. La
fe crece en este clima, un clima al
que nos adaptamos estando con
quienes no se suben al pedestal,
sino que tienen necesidad y piden
ayuda.
La inmensa mayoría de
los pobres tiene una
particular apertura a la
fe, necesitan de Dios.
“Porque en Cristo Jesús,
ni la circuncisión
ni la incircunsición
tienen valor,
sino solamente la fe
que actúa por la caridad”.
(Gálatas 5,6)
Sentirse necesitados
de salvación es el
comienzo de la fe.
El Señor nos llama a
reconocer, siempre de
nuevo, aquello que es el
verdadero centro de la
experiencia de fe, es decir,
el amor de Dios y el amor al
prójimo, purificándolo del
legalismo y del ritualismo.
Llevemos siempre con
nosotros de modo
indeleble, esta certeza de
la fe: "Cristo me amó, y se
entregó por mí".
La fe es caminar con
Jesús; y es una caminata
que dura toda la vida. Al
final tendrá lugar el
encuentro definitivo.
La fe nos da la seguridad de una
Presencia - Jesús – que nos
impulsa a superar las tormentas
existenciales; la certeza de una
mano que nos aferra para
ayudarnos a afrontar las
dificultades y alejarnos de los
peligros, indicándonos el camino
incluso cuando está oscuro.
La actitud que se pide al
creyente que quiere ser tal,
es la de reconocer y acoger
en la vida, la centralidad de
Jesucristo, en los
pensamientos, las palabras
y las obras.
Quién cree, “toca” a Jesús
y toma de él la gracia que
salva. La fe es esto: tocar a
Jesús y tomar de él la
gracia que salva. Nos salva
la vida espiritual, nos salva
de tantos problemas.
La fe contiene la memoria de la
historia de Dios con nosotros, la
memoria del encuentro con Dios,
que es el primero en moverse,
que crea y salva, que nos
transforma. Memoria de su
Palabra que inflama el corazón,
de sus obras de salvación con las
que nos da vida, nos purifica,
nos cura, nos alimenta.
Es importante alimentar día a
día nuestra fe, con la escucha
atenta de la Palabra de Dios,
con la celebración de los
Sacramentos, con la oración
personal y con actitudes
concretas de caridad hacia el
prójimo.
Vivir sin una fe, sin un
patrimonio que defender,
sin sostener en una lucha
constante la Verdad, no
es vivir.
“Velen,
manténganse firmes
en la fe,
sean hombres,
sean fuertes”.
(Santiago 2, 26)
La fe nace de la
resurrección. Nuestra fe
nace en la mañana de
Pascua.
Creer en Jesús significa hacer
de él el centro, el sentido de
nuestra vida. Ligarse a él, en
una verdadera relación de fe y
de amor, no significa estar
encadenados, sino ser
profundamente libres, siempre
en camino.
Quien confiesa a Jesús sabe que no
ha de dar sólo opiniones, sino la vida;
sabe que no puede creer con tibieza,
sino que está llamado a «arder» por
amor; sabe que en la vida no puede
conformarse con «vivir al día» o
acomodarse en el bienestar, sino que
tiene que correr el riesgo de ir mar
adentro, renovando cada día el don
de sí mismo.
Quien confiesa a Jesús se comporta
como Pedro y Pablo: lo sigue hasta el
final; no hasta un cierto punto sino
hasta el final; y lo sigue en su
camino, no en nuestros caminos. Su
camino es el camino de la vida nueva,
de la alegría y de la resurrección, el
camino que pasa también por la cruz
y la persecución.
Cada bautizado está
llamado a ofrecer a Jesús
su propia fe, pobre pero
sincera, para que él pueda
seguir construyendo su
Iglesia hoy, en todas partes
del mundo.
Todos necesitamos crecer en
la fe y fortalecer nuestra
confianza en Jesús. Él puede
ayudarnos a encontrar la vía
cuando hemos perdido la
brújula de nuestro camino;
cuando el camino parece más
duro y difícil; cuando es
agotador ser fieles a nuestros
compromisos.
Del inmenso don de amor que es
la muerte de Jesús en la cruz, ha
brotado para toda la humanidad
la efusión del Espíritu Santo,
como una inmensa cascada de
gracia. Quien se sumerge con fe
en este misterio de regeneración,
renace a la plenitud de la vida
filial.
También nosotros
fundamos la fe en el
Señor resucitado, sobre
el testimonio de los
apóstoles que llegó
hasta hoy, mediante la
misión de la Iglesia.
A imitación de los apóstoles,
cada discípulo de Cristo está
llamado a convertirse en
testigo de su resurrección,
sobre todo en aquellos
ambientes humanos donde es
más fuerte el olvido de Dios y
la desorientación del hombre.
Todo el Evangelio está escrito a
la luz de esta fe: Jesús ha
resucitado, ha vencido la muerte,
y por esta victoria suya, también
nosotros resucitaremos. Pero
esta fe, que para los primeros
cristianos era segura, puede
empañarse y hacerse incierta, al
punto que algunos confunden
resurrección con reencarnación.
“Pongan
el mayor empeño
en añadir a su fe
la virtud”
(2 Pedro, 1,5)
La vida de cada uno de
nosotros se abre, florece
plenamente, cuando
acoge de Dios, la gracia
de la fe.
La fe auténtica
pasa por la vida.
A Dios sólo le agrada la fe
profesada con la vida,
porque el único extremismo
que se permite a los
creyentes es el de la
caridad.
Nuestra fe se traduce en
gestos concretos y
cotidianos, destinados a
ayudar a nuestro prójimo,
en el cuerpo y en el alma.
Hoy el Señor nos exhorta a
una actitud de fe que supera
nuestros proyectos,
nuestros cálculos, nuestras
previsiones.
Vivir la fe en contacto con los
necesitados es importante para todos
nosotros. No es una opción
sociológica, no es la moda de un
pontificado, es una exigencia
teológica. Es reconocerse como
mendigos de la salvación, hermanos
y hermanas de todos, pero
especialmente de los pobres,
predilectos del Señor.
Sin una fe viva en Cristo
resucitado, las hermosas
iglesias y monasterios,
terminan convirtiéndose
poco a poco en museos.
La fe en Dios nos hace
crecer y nos hace gritar en
voz alta que la paz es
posible: es la fe la que nos
impulsa a confiar en Dios y
a no resignarnos a la obra
del mal.
La fe nos lleva a
contemplar y sentir que
Jesucristo, Palabra hecha
carne, ha dado plenitud al
tiempo del mundo y a la
historia humana.
Que el Señor nos de la
gracia de creer tan
profundamente en él,
que podamos volvernos
imagen de Cristo en
este mundo.
“¿De qué sirve
hermanos míos,
que alguien diga
“Tengo fe”,
si no tiene obras?”
(Santiago 2, 14)
Se puede tener tanta fe pero, como
dice el apóstol Santiago, si no haces
obras, está muerta, para qué sirve. De
este modo, a quien va a Misa todos
los domingos y toma la comunión, se
le puede preguntar: ¿Y cómo es tu
relación con tus empleados? ¿Les
pagas en negro? ¿Les pagas el
salario justo? ¿También depositas las
contribuciones para la jubilación y
para el seguro de salud?
Vivir la experiencia de la fe
significa dejarse nutrir por el
Señor y construir la propia
existencia no sobre los bienes
materiales, sino sobre la
realidad que no perece: los
dones de Dios, su Palabra y su
Cuerpo.
Una auténtica fe – que
nunca es cómoda ni
individualista – siempre
implica un profundo deseo
de cambiar el mundo, de
transmitir valores, de dejar
algo mejor detrás de
nuestro paso por la tierra.
El ejercicio de la
paciencia y de la
misericordia, es un
signo de madurez en
la fe.
De nuestra fe en Cristo
hecho pobre, y siempre
cercano a los pobres y
excluidos, brota la
preocupación por el
desarrollo integral de los
más abandonados de la
sociedad.
La fecundidad de la fe se
expresa en la práctica de la
solidaridad con nuestros
hermanos y hermanas,
independientemente de su
cultura o condición social.
Un cristiano que recibe el
don de la fe en el
Bautismo, pero que no
lleva adelante este don
por el camino del
servicio, se convierte en
un cristiano sin fuerza,
sin fecundidad.
Hacer obras buenas, no
sólo decir palabras que se
las lleva el viento. Y
mediante las obras buenas
que cumplimos con amor y
con alegría hacia el prójimo,
nuestra fe brota y da fruto.
No es fácil mantener la
fe, no es fácil defender
la fe: no es fácil.
En nuestros días... el
mundo cuestiona nuestra
fe, y de múltiples maneras
se nos pide entrar en
componendas con ella,
diluir las exigencias
radicales del Evangelio, y
acomodarnos al espíritu de
nuestro tiempo.
“Así como el cuerpo
sin espíritu
está muerto,
así también la fe,
si no tiene obras
está muerta”.
(Santiago 2, 26)
La fe en el Señor y en su
palabra no nos abre un
camino donde todo es
fácil y tranquilo; no nos
quita las tempestades de
la vida.
Tener fe no significa no
tener momentos difíciles,
sino tener la fuerza de
afrontarlos, sabiendo que
no estamos solos. Y esta es
la paz que Dios da a sus
hijos.
La fe siempre conserva
un aspecto de cruz,
alguna oscuridad que
no le quita la firmeza de
su adhesión.
La fe del cristiano camina
al encuentro del Señor
resucitado, en medio de
las tormentas y los
peligros del mundo.
No debemos olvidar jamás, que
"el que pierde su vida por Cristo,
la salvará". Es perder para ganar.
Y recordemos a todos nuestros
hermanos que todavía hoy ponen
en práctica estas palabras de
Jesús, ofreciendo su tiempo, sus
trabajos, sus fatigas, e incluso su
propia vida, para no negar su fe
en Cristo.
El camino de la fe pasa
también a través de la
oscuridad de la duda, y
se nutre de paciencia y
espera perseverante.
Las dudas que tocan la fe
en sentido positivo, son un
signo de que queremos
conocer mejor y más a
fondo, a Dios, a Jesús, y el
misterio de su amor hacia
nosotros
La fe no tiene miedo a la
razón; al contrario, la
busca y confía en ella,
porque la luz de la razón y
la de la fe provienen
ambas de Dios, y no
pueden contradecirse
entre sí.
A veces racionalizamos
demasiado la fe y corremos el
riesgo de perder la percepción del
timbre de la voz de Jesús Buen
Pastor, que anima y fascina.
Como les sucedió a los dos
discípulos de Emaús, a los que
les ardía el corazón mientras el
Resucitado hablaba a lo largo del
camino.
Es bueno que nos hagamos
preguntas sobre nuestra fe,
para que de este modo
seamos empujados a
profundizarla.
“El justo
vivirá por la fe”.
(Romanos 1, 17)
La fe inspira la caridad
y la caridad custodia la
fe.
La lámpara es el símbolo
de la fe que ilumina
nuestra vida, mientras el
aceite es el símbolo de la
caridad que alimenta,
hace fecunda y creíble la
luz de la fe.
La fe abre las puertas de la
caridad, haciendo que
deseemos imitar a Jesús;
nos insta al bien, dándonos
el valor para actuar
siguiendo el ejemplo del
Buen samaritano.
La caridad es la
expresión de la fe; la fe
es la explicación y el
fundamento de la
caridad.
La verdadera fe es la que
nos hace más caritativos,
más misericordiosos,
más honestos y más
humanos.
La luz de nuestra fe no se
apaga donándose, sino
que se refuerza. En
cambio, puede debilitarse
si no la alimentamos con
el amor, y con las obras
de caridad.
El cristiano no puede
tener escondida su fe,
porque trasluce en cada
palabra, en cada gesto,
incluso en los más
simples y cotidianos.
La fe sincera en Dios,
abre al otro, genera
diálogo y contribuye al
bien.
La fe y la esperanza son
un don de Dios, y
debemos pedirlos:
¡Señor, dame – danos – la
fe; dame – danos – la
esperanza!
¡Las necesitamos tanto!
Pidamos al Señor, por
intercesión de la Virgen
María, el don de una fe
fuerte y valerosa, que nos
empuje a ser difusores de
esperanza y de vida entre
nuestros hermanos.
“No me avergüenzo
del Evangelio,
que es una fuerza
de Dios
para la salvación
de todo el que cree”.
(Romanos 1, 16)
¿Cómo es tu vida de fe?...
¿Qué encuentra el Señor en
tu corazón?...
¿Un corazón firme como la
piedra o un corazón
arenoso, es decir, dudoso,
incrédulo?...
¿Cómo es tu vida de
creyente?...
¿Es una vida de horizontes, de
esperanza, de coraje, de ir
adelante?...
¿O una vida tibia que ni
siquiera es capaz de soportar
los momentos feos?..
¿Cómo es tu fe?...
¿Alegre?...
¿O una fe siempre igual,
plana?

Nos hará bien pensar en


esto.
Cuando se reza se
necesita el coraje de la fe;
es decir, tener confianza
en que el Señor nos
escucha.
Siempre que nos acercamos
al Señor para pedir algo,
debemos hacerlo en la fe:
“Yo tengo fe de que tú
puedes curarme... yo creo
que tú puedes hacer
esto...”, y tener el coraje de
desafiarlo. 
El Señor no mira hacia otra
parte ante nuestras
necesidades, y si a veces
parece insensible a los
pedidos de ayuda, es para
poner a prueba y fortalecer
nuestra fe.
Insistir con Dios no sirve para
convencerlo, sino para
fortalecer nuestra fe y nuestra
paciencia, es decir, nuestra
capacidad de luchar junto a
Dios por las cosas que son
realmente importantes y
necesarias.
Los invito a pedir al Señor
una fe grande, para ver la
realidad con la mirada de
Dios, y una gran caridad
para acercarnos a las
personas con su corazón
misericordioso.
La fe, para resplandecer,
para no quedar sofocada,
debe ser alimentada
constantemente por la
Palabra de Dios.
Si llega a faltar la sed del
Dios vivo, la fe corre el
riesgo de convertirse en
rutina; corre el riesgo de
apagarse, como un fuego
que no se reaviva. Corre el
riesgo de llegar a ser
rancia, sin sentido.
Dijo Jesús a los apóstoles:
“Si tuvieran fe como un granito
de mostaza, dirían a este
sicomoro: “Arráncate y plántate
en el mar”,
y les obedecería”.
(Lucas 17,6)
Todos nosotros tenemos la
responsabilidad de dar lo
mejor que tenemos, y lo
mejor que tenemos es la
fe... ¡Pero darla con el
ejemplo!…
La fe no es un don
privado. La fe es para
compartirla con alegría.
Vemos a tantos cristianos
que con los ojos te
transmiten la alegría de la
fe.
¿A quién hemos contagiado
con nuestra fe?... ¿A cuántas
personas hemos alentado con
nuestra esperanza?... ¿Cuánto
amor hemos compartido con
nuestro prójimo?... Son
preguntas que nos hará bien
formularnos?…
En el testimonio de la fe no
cuentan los éxitos, sino la
fidelidad a Cristo,
reconociendo en cualquier
circunstancia, también las más
problemáticas, el don
inestimable de ser sus
discípulos misioneros.
Una cosa es transmitir la fe y otra
es enseñar las cosas de la fe. La
fe es un don. La fe no se puede
estudiar. Se estudian las cosas de
la fe, sí, para comprenderla mejor,
pero con el estudio jamás tú
llegas a la fe. La fe es un don del
Espíritu Santo, es un regalo, que
va más allá de toda preparación.
El primer y más importante
lugar para transmitir la fe es
el hogar, a través del sereno
y cotidiano ejemplo de los
padres que aman al Señor y
confían en su palabra.
El pueblo de Dios ha ido
adelante gracias a la
fuerza de tantas mujeres
buenas, que han sabido
dar a sus hijos la fe.
Me viene a la mente una
pregunta: ¿Por qué son
principalmente las mujeres las
que transmiten la fe?...
Sencillamente porque aquella que
nos ha dado a Jesús es una
mujer. Es el camino elegido por
Jesús. Él ha querido tener una
madre: el don de la fe pasa por
las mujeres, como Jesús por
María.
Son las mamás, las abuelas,
quienes transmiten la fe...
Puede ser también una
empleada doméstica, puede
ser una tía…
Debemos pensar hoy, si las
mujeres tienen esta conciencia
del deber, de transmitir la fe.
La fe es siempre
transmitida en dialecto,
en el dialecto de la casa,
en el dialecto del hogar,
porque la fe se debe
transmitir con el ejemplo.
Entonces Jesús le dijo:
“Mujer,
grande es tu fe,
que te suceda
como deseas”
(Mateo 15, 28)
Escándalo es decir y
profesar un estilo de vida
– ‘soy cristiano’ – y luego
vivir como pagano, que
no cree en nada.
El escándalo destruye la
fe.
Para Dios, es mejor
no creer que ser un
falso creyente, un
hipócrita.
Un cristiano que recibe el
don de la fe en el
Bautismo, pero que no lleva
adelante este don por el
camino del servicio, se
convierte en un cristiano sin
fuerza, sin fecundidad.
El espíritu de timidez va contra el don
de la fe, no deja que crezca, que vaya
adelante, que sea grande. Y la
vergüenza es aquel pecado: ‘Sí, tengo
fe, pero la cubro, que no se vea
tanto…’. Y poco a poco esa fe, como
dicen nuestros antepasados, se
vuelve superficial, porque me
avergüenzo de vivirla fuertemente...
Ni timidez, ni vergüenza…
No escondan su fe.
No escondan a
Jesús.
La fe no nos aleja del mundo,
sino que nos introduce más
profundamente en él. Cada
uno de nosotros tiene un papel
especial qué desempeñar, en
la venida del Reino de Dios a
nuestro mundo.
Todos nosotros hemos
recibido el don de la fe.
Debemos custodiarlo, para
que no se diluya, para que
siga siendo fuerte con el
poder del Espíritu Santo
que nos lo ha regalado.
Si nosotros no ponemos
atención, cada día, en reavivar
este regalo de Dios que es la fe, la
fe se debilita, se diluye, termina
por ser una cultura... O una
gnosis, un conocimiento: ‘Sí, yo
conozco bien todas las cosas de
la fe, conozco bien el catecismo’.
Tener fe es confiar totalmente
en el Señor. Se trata de romper
con los ídolos mundanos para
abrir nuestros corazones al
Dios vivo y verdadero; sólo Él
puede dar a nuestra existencia
la plenitud que deseamos, que
es tan difícil de alcanzar.
Permanezcan estables en
el camino de la fe, con
una firme esperanza en el
Señor. Aquí está el
secreto de nuestro
camino.
Dijeron los apóstoles
a Jesús:
“Auméntanos la fe”
(Lucas 17,5)
Nuestra fe en Jesús está
ligada firmemente al
testimonio de los apóstoles,
como a una cadena
ininterrumpida, desplegada en
el curso de los siglos no sólo
por los sucesores de los
apóstoles, sino de
generaciones y generaciones
de cristianos.
Quisiera venerar la valentía de los
apóstoles y de la primera comunidad
cristiana, la valentía para llevar
adelante la obra de la evangelización,
sin miedo a la muerte y al martirio, en
el contexto social del imperio
pagano; venerar su vida cristiana que
para nosotros creyentes de hoy
constituye una fuerte llamada a la
oración, a la fe y al testimonio.
Las persecuciones a
causa de la fe en Jesús,
son normales para sus
discípulos, como ocasión
de testimonio.
Las dificultades, las
persecuciones, cuando se
viven con confianza y
esperanza, purifican la fe
y la fortalecen.
¡Cuántas personas son
perseguidas por motivo de
su fe, obligadas a
abandonar sus casas, sus
lugares de culto, sus tierras,
sus afectos!
En las pruebas aceptadas
a causa de la fe, la
violencia es derrotada por
el amor, la muerte por la
vida.
Hoy en día hay más
mártires que en los
primeros tiempos de la
Iglesia.
Pienso en nuestros mártires, en los
mártires de nuestros días, los
hombres, las mujeres, los niños que
son perseguidos, odiados,
expulsados de sus hogares,
torturados, masacrados. Y esto no es
una cosa del pasado: esto sucede
hoy. Nuestros mártires, que terminan
sus vidas bajo la autoridad corrupta
de gente que odia a Jesucristo. Nos
hará bien pensar en nuestros
mártires.
El mártir da testimonio de
Alguien por el cual vale la
pena dar la vida. Esta
realidad es el Amor de Dios,
que se ha hecho carne en
Jesús, el testigo del Padre.
Los mártires no son los
vencidos, sino los vencedores;
en su heroico testimonio brilla
la omnipotencia de Dios, que
siempre consuela a su pueblo,
abriendo nuevos caminos y
horizontes de esperanza.
Jesús le respondió:
“Yo soy
la resurrección y la vida,
el que cree en mí,
aunque muera, vivirá,
y todo el que vive
y cree en mí,
no morirá jamás.
¿Crees esto?”
(Juan 11, 25-26)
Cuando cristianos de diversas
confesiones sufren juntos, se
realiza el ecumenismo del
sufrimiento, se realiza el
ecumenismo de la sangre, que
posee una particular eficacia,
también para toda la Iglesia.
Para los perseguidores de
nuestra fe, los cristianos no
estamos divididos; no somos
luteranos, ortodoxos,
evangélicos, católicos. ¡No!
Somos uno. Para los
perseguidores somos cristianos...
¡Este es el ecumenismo de la
sangre que vivimos hoy!
Los mártires nos invitan a
poner a Cristo por encima de
todo y a ver todo lo demás en
relación con él y con su Reino
eterno. Nos hacen
preguntarnos si hay algo por
lo que estaríamos dispuestos
a morir.
La herencia de los mártires puede
inspirar a todos los hombres y
mujeres de buena voluntad a
trabajar en armonía por una
sociedad más justa, libre y
reconciliada, contribuyendo así a
la paz y a la defensa de los
valores auténticamente humanos.
Sintámonos en comunión con tantos de
nuestros hermanos y hermanas que no
tienen la libertad para expresar su fe en el
Señor Jesús. Sintámonos unidos a ellos:
cantemos con ellos, alabemos con ellos,
adoremos con ellos. Y veneremos en
nuestro corazón a aquellos hermanos y
hermanas a los que ha sido requerido el
sacrificio de la vida por fidelidad a Cristo:
que su sangre, unida a aquella del Señor,
sea prenda de paz y de reconciliación para
el mundo entero.
No debemos olvidar jamás, que "el
que pierde su vida por Cristo, la
salvará". Es perder para ganar. Y
recordemos a todos nuestros
hermanos que todavía hoy ponen en
práctica estas palabras de Jesús,
ofreciendo su tiempo, sus trabajos,
sus fatigas, e incluso su propia vida,
para no negar su fe en Cristo.
Pensemos, nos hará bien, en
los muchos hermanos y
hermanas que hoy no pueden
rezar juntos, porque están
perseguidos; no pueden tener
el libro del Evangelio o una
Biblia, porque están
perseguidos.
Oremos... por cuantos son
discriminados, perseguidos y
asesinados por su testimonio
de Cristo. Quisiera decir a
cada uno de ellos: si llevan
esta cruz con amor... han
entrado en el corazón de
Cristo y de la Iglesia.
Recemos para que, gracias al
sacrificio de estos mártires de
hoy – son tantos, tantísimos - se
fortalezca en todo el mundo el
compromiso para reconocer y
asegurar la libertad religiosa, que
es un derecho inalienable de toda
persona humana.
Hoy en día, la sangre de
Jesús, derramada por
muchos de sus mártires
cristianos, en diversas
partes del mundo, nos
desafía y nos empuja a la
unidad.
Les dijo Jesús:
“Yo soy el pan de la vida.
El que venga a mí
no tendrá hambre,
Y el que crea en mí,
no tendrá nunca sed”
(Juan 6,35)
El motivo más
verdadero de la
grandeza de María y
de su beatitud es la
fe.
María es la primera
persona humana que ha
creído en Dios,
recibiendo en ella la
carne de Jesús.
La fe es el corazón de toda la
historia de María; ella es la
creyente, la gran creyente; ella
sabe - y así lo dice - que en la
historia pesa la violencia de
los prepotentes, el orgullo de
los ricos, la arrogancia de los
soberbios.
María cree y proclama que Dios
no deja solos a sus hijos,
humildes y pobres, sino que los
socorre con misericordia, con
premura, derribando a los
poderosos de sus tronos,
dispersando a los orgullosos en
las tramas de sus corazones.
Aprendamos de María, nuestra
Madre, la alegría y la gratitud
por el don de la fe. Un don que
no es “privado”, un don que
no es “propiedad privada”,
sino que es un don para
compartir: es un don «para la
vida del mundo».
Pidamos a la Virgen Santa,
mujer de la escucha y del
testimonio alegre, que nos
sostenga en el compromiso de
profesar nuestra fe y de
comunicar las maravillas del
Señor a quienes encontramos
en nuestro camino.
Que la Virgen María, que ha
seguido a Jesús hasta el
Calvario, nos ayude a purificar
siempre nuestra fe de falsas
imágenes de Dios, para
adherirnos plenamente a
Cristo y a su Evangelio.
Que la Virgen María nos ayude
a volver nuestra fe siempre
más activa por medio de la
caridad; para que nuestra
lámpara pueda resplandecer
ya aquí, en el camino terreno,
y luego para siempre, en la
fiesta de bodas en el paraíso.
Animo a todos a confiar en el
Señor que nos guía. Pero no sólo
nos guía, nos acompaña, camina
con nosotros. Escuchemos con la
mente y el corazón abiertos su
palabra, para alimentar nuestra fe,
iluminar nuestra conciencia y
seguir las enseñanzas del
Evangelio.
No tengan miedo de
llevar la sabiduría de la
fe a todos los ámbitos
de la vida social.
Dijo Isabel a María:
“¡Feliz
la que ha creído
que se cumplirían
las cosas
que le fueron dichas
de parte del Señor!
(Lucas 1, 45)
ORACIÓN
DEL PAPA
FRANCISCO
A MARÍA
MADRE
DE LA IGLESIA
Y MADRE
DE NUESTRA FE
Madre, ¡ayuda nuestra fe! Abre nuestro oído
a la Palabra, para que reconozcamos la
voz de Dios y su llamada.
Aviva en nosotros el deseo de seguir sus
pasos, saliendo de nuestra tierra y
confiando en su promesa.
Ayúdanos a dejarnos tocar por su amor, para
que podamos tocarlo en la fe.
Ayúdanos a fiarnos plenamente de Él, a creer
en su amor, sobre todo en los momentos
de tribulación y de cruz, cuando nuestra
fe es llamada a crecer y a madurar.
Siembra en nuestra fe la alegría del
Resucitado. Recuérdanos que quien cree
no está nunca solo.
Enséñanos a mirar con los ojos de Jesús,
para que Él sea luz en nuestro camino. Y
que esta luz de la fe crezca
continuamente en nosotros, hasta que
llegue el día sin ocaso, que es el mismo
Cristo, tu Hijo, nuestro Señor.
Amén
Le dice Jesús a Tomás:
“Porque has visto,
has creído.
Dichosos,
los que aún no viendo,
creen”
(Juan 20, 29)
Creo, Señor. Ayuda a mi
poca fe. Defiende mi fe de la
mundanidad, de las
supersticiones, de las cosas
que no son fe. Defiéndela de
reducirla a teorías...
Dame fe en ti, Señor.
A.M.D.G.

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