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Luigi Fabbri
Este espíritu de cristiandad, como toda imposición, nunca tuvo reposo; aquí y
allá las amenazas de regreso a la barbarie, de impurezas paganas en la túnica
resplandeciente de la doctrina, alimentaron imágenes y símbolos de guerra. En la
organización y terminología de órdenes religiosas y aún en espíritus libres como los de
Erasmo o Lutero, la fe y la daga fueron dos filos de la misma hoja. El manual del
militante cristiano (1503), escrito en latín, jugaba con el doble sentido del término
enchiridion: manual y espada. Del mismo modo, la educación clásica para Lutero era la
“espada del espíritu” para enfrentar las tentaciones del demonio (A la nobleza cristiana
de la nación Alemana, 1520). Para el general de la Compañía de Jesús, Antonio
Possevino, “la elocuencia y la ciencia”, dirigidas por los religiosos, “son finalmente
como escudos y paveses para combatir a los enemigos que querrían asaltar a la Iglesia
de Dios” (1598). ¿Quién hubiera imaginado que estos cuerpos uniformados, unificados,
1
disciplinados, vigilantes, que este espíritu de partido, esta iglesia militante, inspiraría a
tantas organizaciones políticas en el transcurso de los venideros?
2
Dedicado casi exclusivamente a temas de especialización sociológica, Luigi
Fabbri sin apartarse totalmente de su intención social, traza en esta ocasión una
semblanza de Giordano Bruno, enfocando naturalmente en la obra realizada el sentido y
la influencia filosóficas.
Importa destacar sobre todo y el autor la remarca, la posición crítica en la obra
de Giordano Bruno, en oposición a la dialéctica aristotélica, ésta última tan evidenciada
actualmente por ciertos propugnadores de una reversión, no tan sólo escolástica, al
Medioevo.
El ensayo presente demuestra cómo a través de tanta distancia de tiempo, existe
una semejanza entre esa época pasada y la actual, y que hoy como ayer frente a periodos
de honda crisis total, queda por sobre la proyección de la obra, en este caso filosófica, el
ejemplo moral de una vida como una final y heroica proposición de lucha.
IMAN
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El último filósofo del Renacimiento: Giordano Bruno
Casi tres siglos y medio han transcurrido desde que -el 17 de febrero de 1600- el
gran filósofo italiano Giordano Bruno fue quemado en Roma, en la plaza Campo de'
Fiori.
Desconocido entonces, salvo en un pequeño círculo de estudios, casi
enteramente olvidado luego hasta mediados del siglo XIX, la historia le ha rendido
tardía pero completa justicia. Y no habría razón especial para recordarlo, entre tantos
héroes y mártires del pensamiento que han honrado a la humanidad, si el periodo
histórico que hoy atravesamos no tuviese alguna impresionante analogía con el que fue
marcado, como un sello de infamia, por la hoguera de Bruno.
Se cerraba con el extremo sacrificio del fraile herético y rebelde a la iglesia de
Roma, en el 1600, toda una larga obra de sofocación y de muerte de los potentados de la
política y de la religión en daño de los pueblos y del pensamiento libre. La última llama
del Renacimiento glorioso, en el que había como resurgido el espíritu humano,
reportando tan grandes victorias en todos los terrenos del saber y del arte, era apagada
con Bruno. El Medio Evo, ha poco vencido, se tomaba la revancha.
No fue más que apariencia, no fue sino un eclipse transitorio, para nosotros que
podemos abarcar los acontecimientos históricos a distancia de tanto tiempo. Pero para
quienes vivieron en medio de ellos, en los breves límites de su vida mortal, debió
semejar el más triste y trágico tramonto de la civilización, no de otro modo que como
hoy a nosotros nos parece este creciente obscurecimiento de la civilización moderna,
bajo las nubes de terror y de muerte que se van adensando desde hace cerca de veinte
años sobre todas las colectividades humanas, con las más variadas formas de la reacción
política, económica y espiritual.
El gran Renacimiento de los pueblos que será la gloria imperecedera de los
siglos XVIII y XIX, con sus cien revoluciones, sus victoriosos ardimientos científicos,
sus audacias de pensamiento, coronadas por la ascensión incesante de las grandes masas
hacia una más alta dignidad humana, se asomó como una magnífica promesa de
ulteriores triunfos a los umbrales del siglo XX. En cambio, la guerra mundial de 1914-
1918, que prosigue solapadamente todavía en el seno de una maldita paz de mentira y
tiranía, y que amenaza a cada instante encenderse de nuevo con más espantosa tragedia,
traicionó la promesa radiosa e inició el retroceso hacia el pasado.
La Revolución Rusa pareció contrarrestar este movimiento de regresión, y el
fermento que ella difundió en todo el mundo continúa siendo todavía un válido
elemento de resistencia civil. La sombra se va haciendo, no obstante, cada vez más
negra y oscurece el sol de la libertad en un radio cada vez más vasto. Ya ha caído sobre
Italia, Austria, Alemania, los países Balcánicos y Bálticos, España y más de un país
sudamericano. En los otros países la sombra se va extendiendo siempre más y las
supervivientes libertades populares y los derechos del pensamiento libre son siempre
más limitados y aleatorios.
En esta crítica situación de la sociedad humana actual, el recuerdo de situaciones
históricas anteriores más o menos semejantes puede ser de algún provecho. Se puede
sacar de él algún útil aleccionamiento y, al par, algún motivo de esperanza. De todos
modos, los ejemplos de heroísmo y de martirio del pasado son siempre un faro
esplendoroso sobre los caminos del porvenir. La humanidad tiene necesidad de ellos,
mientras individuos y pueblos se van doblegando a las peores tiranías. Volver a evocar
la noble y pura figura de Giordano Bruno vale hoy casi como desplegar una bandera.
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Una bandera de libertad, y de la libertad más pura, que es la libertad de
conciencia.
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El mártir de la filosofía
Entre los mártires de la libertad del pensamiento, Giordano Bruno, es el que más
derecho tiene a tal nombre, porque su lucha y su martirio fueron determinados por
motivos exclusivamente intelectuales. Los perseguidores y los verdugos quisieron herir
en él únicamente al pensador independiente, su independencia espiritual. Otras razones
o pretextos para eliminarlo no los hubo, ni podía haberlos.
Como todos saben, innumerables fueron las víctimas del odio teológico de la
Iglesia, y no de la católica solamente. Pero casi siempre la verdadera razón por la que
fueron inmoladas no fue tanto su pensamiento en sí, cuanto la acción en que tal
pensamiento se traducía o, por lo menos, el miedo a la acción y a las consecuencias
prácticas que ese pensamiento podía determinar en el campo político eclesiástico. Basta
pensar, en efecto, en Arnaldo de Brescia o en Girolamo Savonarola, perseguidos y
mandados a la hoguera más como subversivos al dominio material de la Iglesia que
como pensadores. Asimismo los heréticos por luteranismo o calvinismo eran los
enemigos de la Iglesia militante, de una Iglesia, la católica, los desertores y los
superadores de toda fe trascendental. Arremetían contra el catolicismo y, por ello, la
Inquisición católica los hería sin piedad; mas quedaban en el mismo plano que los
católicos, esclavos espirituales de otros dogmas y de otras teologías.
Giordano Bruno se exilió, en cambio, de toda teología. No sintió la necesidad de
combatir la Iglesia, ninguna iglesia, como instituto político, social o religioso; no militó
en favor de una contra otra; no se hizo sostenedor de reivindicación alguna de intereses,
aun legítimos, contra ella. Su pensamiento estaba fuera y por encima de ello. No se
discutió ni negó éste o aquél dogma; pero implícitamente su posición mental, más que
negarlos, los ignoraba todos. Objetivamente atribuía una función útil a las religiones
para los “pueblos brutos”, precediendo en cierto modo a Voltaire, pero tal admisión
tenía todo un significado degradante. Por eso, aunque tenía razón de rechazar al
calificativo de “herético”, en el sentido que esta palabra tenía en su tiempo, no dejaba de
ser el herético más verdadero y, por ende, más peligroso para todas las iglesias.
Todo el trabajo intelectual enorme de Giordano Bruno tendía a la formulación de
una concepción nueva del universo y, por ende, de la vida; y esta concepción se
remontaba tan alto, que todas las pequeñas controversias eclesiásticas, todas las luchas
entre las varias iglesias él no las veía ni las sentía más. De ahí que, sin ser el enemigo
especial de ninguna, era en substancia el más alejado de todas y, por consiguiente, en
realidad, sin proponérselo y acaso sin darse cuenta siquiera, el más formidable enemigo
de todas.
Es lo que la Iglesia no le perdonó nunca, a él, nacido católico, sacerdote e
investido de las sacras órdenes. Mas nunca ninguna otra iglesia se lo hubiera podido
perdonar. Calvino lo hubiera hecho quemar como lo hizo Clemente VIII. Así se explica,
entre otras cosas, como otros reformadores no menos heroicos que él, de su tiempo o en
poco posteriores, y que como él hubo de sufrir las persecuciones, las torturas y las
hogueras del Santo Oficio, hayan deliberadamente ignorado a Giordano Bruno, de modo
tal que éste estuvo realmente solo en su siglo, contra todo y contra todos; y que
inmediatamente después de su extremo suplicio se haya hecho el silencio en torno a su
nombre aún en los países liberados del predominio católico.
Sólo después de tres siglos revivió su memoria. Lo que prueba que él vivió como
pensador fuera de su tiempo y se anticipó en dos siglos por lo menos al porvenir.
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Su apostolado intelectual, que duró apenas 16 años a través de Europa,
soliviantó momentáneamente los ánimos dormidos, mas su llamarada se extinguió con
los últimos tizones de su hoguera. Solamente alguna rara individualidad superior, -entre
ellas Kepler- demostró recordar su nombre y sus ideas.
Y sin embargo, ¡qué espléndida llamarada intelectual fue la suya! ¡Con qué
arrojo desenvolvió su apostolado! En él al ardimiento y profundidad del pensamiento se
desposaba una de las más bellas y perseverantes energías que imaginar se pueda. Fue
una potente individualidad, rica de vida, que enteramente sentía la alegría del vivir en
armonía con el propio pensamiento y al unísono con el latido de todo un mundo en
gestación. No había en él ningún espíritu de renuncia; mas supo despreciar las miserias
de su tiempo, sus propias miserias y privaciones y, al fin la muerte. No quiso, eso es,
renunciar, para conservar una mezquina vida material, a las razones superiores de la
vida.
No fue el cordero que presenta pasivamente el cuello al verdugo. Mientras le fue
posible intentó, arrestado, sustraerse a un fin prematuro para reservarse para las luchas
del pensamiento que tanto le interesaban. Se defendió enérgicamente, con todas sus
fuerzas intelectuales, contra las acusaciones y las insidias del Santo Oficio. Pero,
cuando llegó el día, supo morir serenamente como filósofo, vigilándose hasta lo último,
aun entre las llamas de la hoguera, de modo de evitar toda palabra o acto que pudiera
parecer un doblegamiento o negación de sí mismo.
“Se lo dijo -narra Draper- que era sospechoso de herejía, porque había enseñado
que hay otros mundos en el universo, y se le pidió abjurara de su error. El respondió que
no podía negar lo que sabía ser verdad, de lo que quizá, como declaró a sus jueces,
estaban persuadidos los mismos acusadores. Qué contraste entre esta escena de viril
honor, de inquebrantable firmeza, de fidelidad inflexible a la verdad, y aquella otra
escena de diez y seis siglos antes, cerca del camino de la sala de los guardias, en casa
del gran sacerdote Caifás, cuando cantó el gallo y Pedro negó a Cristo”.
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que lo llamaba a Venecia, fue como si hubiese tragado el anzuelo desde mucho tiempo
tendido invisible hacia él.
Narra Jules Barni, en su libro sobre los mártires del libre pensamiento, que
cuando se supo que Bruno había vuelto a Italia, un estudioso, que había sido oyente
suyo en Germania, escribía desde Bolonia a un amigo de Padua: “Se dice que el Nolano
vive y enseña allí en este momento. ¿Es cierto? Pero ¿qué viene a hacer este hombre en
Italia, de donde debió huir? Estoy maravillado, estupefacto, y no puedo creer esa voz,
aunque haya sido difundida por personas dignas de fe”. Y tenía mucha razón. Poco
después la traición de un huésped infame y la aquiescencia innoble de la República
Veneciana entregaba a las garras de la Loba de Roma al heroico filósofo vagabundo.
Calló así la voz de éste que había querido ser el soliviantador de las almas
dormidas; así fue despedazada la pluma en la mano del autor de Spaccio della Bestia
trionfante. Y la Bestia de Roma pudo gozar, en el jubileo de 1600, entregando a las
llamas un corazón y un cerebro que, rotos los vínculos teológicos, habían tan
fuertemente sentido y altamente pensado. Pero el triunfo de la Bestia, de la violencia
bruta sobre la carne mortal, no venció al espíritu de Bruno, que permaneció inmortal en
sus obras. Pues que, como él lo había dicho, “quién muere en un siglo vive en todos los
demás”.
Los labios del mártir, mientras en el instante de la muerte, entre las llamas, se
rehusaban despreciativos al frío beso de un crucifijo metálico, hubieran podido con
soberbia satánica murmurar los versos otra vez dictados:
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El fin del “Renacimiento”
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¿Cuánta sangre, en efecto, y cuánto martirio desde entonces! Según Sismondo,
“la coronación de Carlos V en Bolonia señaló la época de la absoluta esclavitud de
Italia; todos los italianos temblaban y obedecían”.1
Pero muchos de los que se han ocupado del Renacimiento descuidan el hecho,
de principal importancia, de que el esplendor del Cuatrocientos y del Quinientos no fue
sino el fruto magnífico de la resurrección de la vida popular de los dos siglos
precedentes. En efecto, no faltan escritores que hacen remontar el comienzo del
Renacimiento a los tiempos de Dante, a fines del Doscientos y principios del
Trescientos. Del Trescientos fueron Petrarca y Boccaccio: el primero humanista y
exaltador de la revolución romana del 1347 y de Cola de Rienzo; el segundo autor del
excomulgado Decameron, que proclamaba “obra santa y necesaria” utilizar toda arma
contra el príncipe que, como usurpador, se convierta en enemigo de la cosa pública.3
Pero fue precisamente esta pasajera adhesión de los príncipes, papas y prelados a
las tendencias del Renacimiento -debida a un inconsciente espíritu de adaptación, para
1
S. Sismondi.- “Storia delle Repubbliche Italiane”- Vol. V. (Fin del capítulo 120).
2
G. Zippel.- “Manuale di Storia Moderna d' Europa”, etc. Edit. G. P. Paravia, Turín. Pág. 113.
3
Ver: J. Burckardt. “La Civilitá del Rinascimento”, Edit. Sansoni, Florencia, pág. 75.
4
M. Bakounin en “El Imperio Knuto-germánico y la Revolución Social”, Oeuvres, T. II. Edit. P.V. Stock,
París, págs, 435-436.
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no ser arrastrados por la marea- la que sofocó este movimiento renovador. Los
obstáculos, la necesidad de la lucha y las serias persecuciones no hubieran, por cierto,
logrado detener el torrente; a lo más hubieran impedido desabotonarse alguna flor más
delicada, necesitada de cuidados de invernáculo, para la que era preciso el aire cerrado
de las salas vaticanas y medicianas. Empero, el movimiento hubiera suscitado, en
cambio, casi ciertamente, una renovación política y social más profunda, una vida
espiritual más austera, un pensamiento más enérgico y viril; y la reacción subsiguiente
habríase evitado.
Es lo que ocurrió, en efecto, en Germania con la Reforma, hija del
Renacimiento, al cual tomó más bien impulso, intelectualmente, del humanismo
literario de los Reuchlin, Erasmo y Von Hutten, mas pronto lo dejó atrás, contra las
intenciones mismas de esos precursores, para hacerse intérprete de las tendencias
populares de renovación expresadas en las sublevaciones que desde hacía tiempo
estallaban aquí y allá.
La Reforma no mantuvo absolutamente las ardientes promesas que hizo, es
verdad. Más tarde tampoco ella se substrajo al movimiento de reacción que trastornó
gran parte de Europa, especialmente después que la desviación estatal y dogmática la
fosilizó en tantas religiones de Estado; y en su nombre se acabó por sofocar en sangre
las insurrecciones heréticas e igualitarias de los campesinos de Westfalia y por mandar a
la hoguera en Ginebra al físico y geógrafo aragonés Miguel Servet.
La Reforma, no obstante, estuvo animada desde el comienzo por un impulso tal
de pasión y de fe, convulsionó tanto el mundo político y social en que advino, que un
cambio radical resultó irrevocable. Ella no prodigó a su paso ni dejó en heredad al
porvenir, como el Renacimiento, tantas telas y mármoles y poemas de belleza a todo un
pueblo sobre la escena de la vida política e intelectual, fijarse establemente en un
peldaño más elevado de la escala del progreso, que fue, así conquistado por siempre por
la humanidad.
El Renacimiento, en cambio, fue realmente vencido, aunque sus conquistas
intelectuales y estéticas hayan permanecido, patrimonio que más tarde había de
revalorizar el porvenir y hace fructificar. La derrota se debió a haber sido un fenómeno
restringido al mundo de los privilegiados del ingenio, de la fortuna y del poder, aun
habiendo tenido la posibilidad de abrirse y florecer porque el terreno había sido
preparado, movido y fertilizado por los movimientos populares. Este su
desenvolvimiento no en contacto del pueblo, sino en los ambientes del privilegio y de la
riqueza, fue su debilidad, determinó su laxitud y el ceder sin resistencia, o casi, a la
reacción, cuando los potentes de la tierra se espantaron de sus audacias.
***
***
5
P. Kropotkin.- “La Science Moderne et l'Anarchie”- Edit. P. V. Stock, París – pág. 198, 209 y 210.
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Siguiendo paso a paso, en sus episodios más salientes, el progreso de la reacción
sobre la ruinas del Renacimiento, se ve como los hechos singulares se encuadran
perfectamente en el sombrío cuadro antes delineado.
El escritor alemán Ludovico Geiger creyó poder fijar aproximadamente la fecha
del principio del fin del Renacimiento en mayo de 1527, con la marcha hacia Roma de
las milicias que seguían al Condestable de Borbón. Más de 20.000 soldados italianos y
extranjeros, católicos y luteranos, invadieron la capital católica y la sometieron durante
largos meses a saqueos, devastaciones y crueldades sin nombre. Tesoros de arte y
riquezas inestimables fueron destruidos o dispersos, y muertos, desbandados,
expulsados o huidos en las más opuestas direcciones todos los hombres de ingenio,
literatos, artistas, que aun mantenían encendido en Roma el fuego sagrado de la
inteligencia y de la belleza.
Toda Europa quedó aterrada ante tal estrago. Erasmo de Rotterdam llegaba a
afirmar: “En verdad, ésta no ha sido la ruina de la ciudad eterna, sino de todo el
mundo”. Y Geiger anota: “...Si el recuerdo de las escenas de sangre se desvaneció, el
espíritu destruido por tales hechos no se despertó más: graves complicaciones políticas
y la dominación extranjera en Italia impidieron el desenvolvimiento pacífico de la
cultura, y bien pronto se sumó a ello la reacción religiosa, que apagó el hálito de la
libertad, sin la que es imposible que la literatura florezca. Los enemigos externos habían
reducido a escombros los espléndidos edificios de Roma; los enemigos internos, menos
visibles pero tanto más temibles, sacrificaron las nuevas ideas extraídas de las fuentes
de la antigüedad”.6
***
6
L. Geiger.- “Rinascimento e Umanesimo in Italia”- Soc. Editrice Libraria, Milán- pág. 421-2.
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Desde el saqueo de Roma, que lo hirió mortalmente, comenzó, pues, la agonía
del Renacimiento. Tres años después, en agosto de 1530, también la libertad florentina
era aplastada. Por segunda vez, en esos primeros treinta años del siglo, la antigua y
gloriosa república democrática era forzada por las armas nacionales y extranjeras a
curvarse bajo la tiranía de los Médici. La cual, fuerte con la ayuda imperial y papal,
dispersó con exilios y muertes los últimos restos del partido republicano; y de las
tradicionales libertades de la comuna florentina desaparecieron para siempre también las
formas exteriores y el nombre.
La gran alma de Miguel Ángel, toda conturbada por tanto desastre político,
social y espiritual, derramaba la amargura de su último en los conocidos versos que
hacía decir a su espléndida estatua de la “Notte”:
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La arquitectura, sometida a la tiranía de las reglas clásicas, se volvió más fría y
afectada; la escultura declinó al amaneramiento y a la vacua imitación; en la pintura
(salvo algunas excepciones, en la escuela veneciana) faltó la armonía entre el
pensamiento y la forma; el vigoroso humanismo de un tiempo se maleó en la imitación
apocada y pedantesca; el culto exagerado de las reglas comprometió la libertad de la
creación; y, en el aura muerta de las Academias, la literatura se empobreció en las
chanzas estúpidas, en las discusiones y charlatanerías ora pesadas, ora frívolas. 7
7
Abrevio y resumo de las págs. 91 y 92, Vol. II de “Storia della Letteratura Italiana” de Victorio Rossi
(Edit. Vallardi, Milán).
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años un escritor y estudioso que se ha deshonrado atando su suerte al carro de los
modernos opresores de Italia- es la conclusión lógica de todo el Renacimiento, que
justifica el arte contra las desconfianzas y las acusaciones platonizantes del Medio Evo
y renueva de hecho el culto antiguo de la forma en la independencia absoluta de toda
preocupación extraña a los fines propios del arte; del Renacimiento que, acogiendo la
nueva doctrina copernicana, trastorna la intuición cosmológica, que la tierra del hombre
contraponía a los cielos de Dios en un sistema cerrado de relaciones finitas; y levanta
también la tierra y el hombre a la dignidad de los cielos interminables”.8
Quizá la noche del 17 de febrero de 1600, al volver a sus conventos, los
dominicanos de la Inquisición y los padres de la Compañía de Jesús habrán pensado que
ese día el suplicio del nolano había sancionado irrevocablemente su victoria. No
dejaban de tener alguna razón, juzgando gruesamente. Sin embargo, algo continuaba
todavía agrietándose en su edificio. Otras verdades peligrosas fermentaban. Galileo era
ya conocido y ya enseñaba. Campanella saldría de la prisión un día. Julio César Vanini
desafiaba ya, a su vez, la hoguera y la subía como héroe pocos años después.
Cuatro años antes de la muerte de Bruno había nacido ya Cartesio; después de
32 años nace Spinoza, y después de otros tantos Juan Bautista Vico. En Inglaterra, en
Germania y sobre todo en Francia el pensamiento libre se abre camino cada vez más. La
humanidad, eternamente joven, se toma poco a poco todas las revanchas; y sus fuerzas
vivas morales e intelectuales no se arredran ni detienen la propia obra.
El espíritu humano, siempre anhelante de mayores y más amplias conquistas,
mira ante sí el camino a recorrer, y ni su enorme longitud lo arredra, ni lo cansan los
altos o los forzados retrocesos. Prosigue el camino, extrayendo del dolor y del martirio
la fuerza moral para resistir y traspasar aun los obstáculos que parecen más
insuperables.
8
Giovanni Gentile. - “Giordano Bruno e il pensiero del Rinascimento”- Edit. Vallecchi, Florencia- Pág.
52.
17
1) Vida y muerte del filósofo
***
18
proceso únicamente a causa de sus opiniones consideradas heréticas, después de
discusiones sostenidas por él con eclesiásticos forasteros de paso por Nápoles.
De Nápoles se trasladó a Roma, donde se refugió en el convento de Santa María
de la Minerva; pero poco después fue advertido que se le buscaba como “apóstata y
excomulgado”, y entonces, disfrazado, escapó nuevamente. Después del arresto de
Venecia insinuaron sus enemigos que, durante su estada en Roma, en 1576, él arrojó al
Tiber, al espía que lo había denunciado al Santo Oficio. Si fuese verdad, ese acto tan
legítimo no menoscabaría absolutamente la fama del Grande. Pero no se sostuvo nunca
seriamente tal acusación ni nadie dio nunca ninguna clase de prueba.
Fue a Génova y de aquí a Noli. Ignorándolo todo, allí la autoridad local le confió
una escuela de niños. Pero pronto él atrajo la atención de las personas cultas del lugar, a
quienes comenzó a dar lecciones acerca de la “Sfera”, especie de cosmografía de ese
tiempo.
Se cree que en ese tiempo tenía ya escrita su primer obra, L'Arca di Noé, y la
comedia Il Candelaio, en la que pone al desnudo la corrupción de esos tiempos. Partió
luego de Noli para Savona, e ido a Turín y más tarde a Venecia, escribió aquí otro libro:
De' Segni dei Tempi. Va a Padua, luego a Bergamo, Brescia, Milán, luego de nuevo a
Turín, y de aquí a Chambery, en Saboya. Y al final llega a Ginebra, llamada “la Roma
protestante”.
En Ginebra el nolano se detuvo un poco más largamente, ganándose la vida
como corrector de pruebas para los tipógrafos de la ciudad. Pareció adherir por un
instante al calvinismo; pero no es cosa segura. Fue por lo menos un brevísimo
paréntesis, por él pronto superado. Habiendo encontrado también en los calvinistas la
misma ciega y violenta intolerancia de los católicos, él no podía confiar que lo dejaran
tranquilo mucho tiempo. Su pensamiento, en efecto, se aproximaba mucho al de la
filosofía neo-platónica de Miguel Servet, que ya había sido hecho quemar vivo por
Calvino.
Pronto dejó Ginebra por Lyon, y de Lyon fue a Tolosa, una de las ciudades más
doctas de aquellos tiempos, que contaba como profesores de su Universidad hombres de
gran cultura y cerca de diez mil estudiantes. Según el profesor R. Mondolfo, Bruno se
había ya doctorado en Roma, antes de 1576, en teología romana. En Tolosa consiguió el
título de doctor, “maestro de las artes”, en filosofía y obtuvo el cargo de “lector
ordinario”. Como tal dio un curso de lecciones sobre De Anima de Aristóteles y sobre
otros temas. Se remonta a aquel periodo de escritor Liber clavis magnae (El Libro de la
gran clave). Que, como el precedente L'Arca di Noé y otros, se perdió.
También en Tolosa, empero, el aire se hizo para él irrespirable, ya que osó
levantar la voz contra la escolástica aristotélica. No se olvide que, precisamente en
Tolosa, menos de 50 años después debía ser quemado vivo otro filósofo, Julio César
Vanini. Permaneció el nolano en esa ciudad cerca de dos años, hasta que en 1579 se
dirigió a París.
En la Universidad de París obtuvo también una cátedra, libre, en la que dio
lecciones concurridísimas sobre el arte de la memoria y sobre las doctrinas de
Raimundo Lulio. En pocas palabras, su fama fue tal que el rey Enrique III lo quiso
conocer. A este rey le dedicó su libro De Umbris Idearum. Hacia 1582 escribió el Canto
Circeo y otro libro sobre Lulio. Estos libros están todos en latín. También en 1582
publicó en París Il Candelario, en italiano, con la consiguiente indicación: “comedia de
Bruno Nolano, académico de ninguna Academia, llamado el Fastidiado”.
El, empero, no fue en París lo que hoy se diría profesor ordinario y entonces se
decía “lector”, porque, para serlo, era preciso ir a misa, y Bruno, excomulgado, no
frecuentaba la iglesia. Enseñaba como profesor libre. En París la Universidad de la
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Sorbona era muy reaccionaria, tradicionalista, ortodoxa del catolicismo hasta el
extremo; y Bruno no podía dejar de sentirse en contraste con la enseñanza oficial. Pero
puesto que él se limitaba todavía a tratar temas no demasiado escabrosos o a enseñar
verdades ya consagradas, y sólo en alguna feliz cuan inadvertida divagación accesoria
hacía sentir tal cual vez la garra del león rebelde, fue en aquel periodo dejado
relativamente tranquilo. No le faltó siquiera, como hemos visto, el aplauso de los
poderosos. Conocedor de varias lenguas, había adquirido muchas simpatías, y hubiera
podido arreglarse cómodamente en un discreto bienestar, si su naturaleza de apóstol y
de caballero errante de la idea no hubiese predominado en él.
Dejó en 1583 el ambiente por el momento favorable de París, y pasó a Londres,
donde fue huésped del embajador francés Miguel de Castelnau, en el seno de cuya
familia, que lo rodeaba de atenciones afectuosas y respetuosas, pasó el periodo mejor y
más tranquilo de su vida. A Castelnau dedicó su trabajo en latín, Trigintu sigillorum
explicatio, precedido de una carta a los profesores de Oxford. A esta Universidad se
dirigió poco tiempo después, y desde esa cátedra retomó de nuevo la enseñanza de la
filosofía, arrojándose esta vez en plena restriega, atacando las ideas de Aristóteles,
reputadas en aquel tiempo intangibles casi tanto como las de san Tomás de Aquino.
Sostuvo, entre otras, discusiones sobre la inmortalidad del alma y dio lecciones sobre la
“quíntuple esfera”.
Fueron, repetimos, casi tres años de tranquilidad para el inquieto filósofo
vagabundo, entre los más densos para él de producción intelectual. Escribió en ese
periodo casi todas sus obras en italiano, de las más importantes salidas de su pluma. Se
publicaron en Londres, en 1584, Cena delle Ceneri, Della Causa, Principio et Uno,
Dell' Infinito, Universo e Mondi, en 1584 y 1585, en París: Spaccio della Bestia
Trionfante, Cabala del Cavallo Pegaseo, Asino Cillenico y Degli Eroici Furori.
Finalmente, empero, también el ambiente académico inglés comenzó a serle
hostil. Y puesto que la familia Castelnau retorna a París, también Giordano Bruno
vuelve a París, hacia fines de 1585. Pero esta vez vuelve a la Sorbona enteramente
armado de su energía para combatir las más ásperas batallas.
La Universidad de París es la roca fuerte de la doctrina aristotélica, y él le mueve
guerra precisamente en su roca a esta doctrina, escogiendo un arma aun más cortante
que la exposición teórica y que el libro: la disputa. Nolano desafía a discutir a los
teólogos de la Sorbona sobre ciento veinte tesis, deducidas de sus lecciones; y en
sesiones solemnes, frente a un público desbordante, contra los tumultos que los
adversarios tratan de suscitar, él afirma sus ideas y las defiende contra las ideas
adversarias: los principios de la física de Aristóteles pasan por la criba de su crítica y
salen demolidos. Esta discusión tuvo lugar durante las fiestas de Pentecostés de 1586.
Dos o tres libros salieron de su pluma en París en 1586, de los cuales uno de
carácter expositivo sobre Aristóteles y otro (publicado o republicado más tarde en
Germania) en el que G. Bruno expone particularizadamente las 120 tesis sobre la
Naturaleza y el Mundo que había sostenido en contradictorio con los “peripatéticos” de
la Sorbona.
No impunemente, empero, él se había puesto en París contra todo un mundo y,
en consecuencia, en cierto momento, debió irse. En julio de 1586 partió para Marburgo,
en el ducado de Hesse, Germania. Allí se hizo inscribir en la Universidad como doctor
en teología, pero el rector le negó la autorización para enseñar. Partió entonces para
Maguncia, y llegó a Wittemberg, llamada por Bruno mismo la “Atenas de Germania”.
La Universidad de Wittemberg lo acogió muy bien y lo inscribió entre sus
profesores libres. Continuó desde la cátedra la exposición de sus ideas, ya formadas y
definitivas. Desde algunos años ya, desde su periodo más fértil y afortunado de Londres,
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había dejado de ser el neo-platónico de cuando había abandonado Italia. Había llegado a
lo que le pareció la clara verdad: “al puro naturalismo positivo, el cual es el punto de
conversión al que tiende, como por necesario impulso dialéctico, todo el pensamiento
del Renacimiento”.9
La enseñanza de Bruno en Wittemberg tuvo una entonación más objetiva y
serena, menos polémica. Dio lecciones sobre la metafísica en relación a las ciencias
astronómicas, físicas y matemáticas. Por consejo de Alberico Gentili, el conocido
jurisconsulto italiano, comentó el Organon de Aristóteles. Propagó las ideas de
Copérnico, sosteniendo que de su física y su astronomía nueva se debía sacar los
elementos para una nueva filosofía.
Se detuvo en Wittemberg menos de dos años, y allí publicó algún otro escrito
suyo sobre Lulio, sobre la lógica, la controversia con los aristotélicos de París; al fin,
cuando partió, en 1588, -él, no más católico, ni siquiera protestante, debía sentirse a
disgusto en una ciudad que había sido teatro de la revuelta de Lutero y en ella que eran
muy fuertes las pasiones religiosas- dirigió una cálida expresión de saludo y de
agradecimiento a la ciudad y al senado “que habían permitido a un extranjero, a un
hombre lejano de su fe, enseñar públicamente según sus propias convicciones”.
La etapa siguiente de su peregrinaje fue Praga, donde también enseñó durante
seis o siete meses y dio a la prensa otros dos trabajos (1588); pasó luego a Helmstaedt
(1589), hasta que se dirigió a Francfort sobre el Meno, la ciudad de los libreros, donde
se encontraba ya en la primavera de 1590, huésped de los editores Wechel.
En Francfort, G. Bruno no se ocupó sino de la publicación de algunas otras obras
suyas, ya prontas, que aparecieron luego en 1591, por los tipos de Wechel, las cuales por
importancia, volumen y originalidad igualan a las demás importantísimas impresas en
lengua italiana en Londres cinco o seis años antes. Estas estaban, en cambio en latín: De
imaginum Signorum et ideatum compositione, (“Composición de las imágenes, de los
signos y de las ideas”) - De triplici minimo et mensura, (“El Triple Mínimo y la
Medida”) -De monade, numero et figura, (“La Mónade, el Número y la Figura”) - De
inmenso et innumerabilibus, (La inmensidad y la innumerabilidad” o sea El Universo y
los Mundos).
Sobre todo las tres últimas son de valor capital. Ellas consisten en tres poemas,
que se continúan el uno al otro en orden lógico y racional. Bruno mismo expone sus
objetivos en una carta al joven príncipe Enrique Julio que lo había acogido muy bien en
Helmstaedt: “En la primera parte estudiosamente estudiamos la verdad, en la segunda
las palabras, en la tercera las cosas; la primera trata de lo que es innato en nosotros, la
segunda las palabras, en la tercera de lo que hemos encontrado nosotros mismos”. Lo
que él ha encontrado, lo que para él es verdad evidente, cierta, fortísima es la Unidad, la
Infinitud y la Naturalidad del Universo.
Fueron éstas las últimas cosas publicadas directamente por Giordano Bruno10.
En este punto la fatalidad y la maldad humana pusieron fin al trabajo de tan incansable
trabajador del pensamiento.
Para su desgracia apareció en Francfort en 1590 un librero veneciano, cierto
Ciotto, el cual adquirió libros de Bruno y los llevó a Italia. Uno de estos libros cayó bajo
los ojos de un señor y noble veneciano, Juan Mocenigo, el que deseó conocer al autor.
9
E. Troilo.- “Giordano Bruno” - Profili, Nº 47 – Edit. A.F. Formiggini, Roma – pág. 44 y 45.
10
Otro escrito suyo apareció durante su prisión, en 1595, y otro doce años después de su muerte (1612).
Siete escritos inéditos sólo fueron publicados recientemente, en 1891, en Florencia, cuidados por Felice
Tocco. Se reconocen, además, los títulos de otras 11 obras de G. Bruno inéditas o desaparecidas, y se
tienen referencias de otros 5 o 6 escritos, probablemente inconclusos. Se cree que haya en los archivos del
Vaticano manuscritos inéditos de Bruno, secuestrados a éste en el momento de su arresto en Venecia.
21
Mocenigo era un tipo extravagante de viejo maligno, curioso y supersticioso. El ansia
de conocer a Bruno le había venido por la creencia fantástica de que los filósofos, y
especialmente los filósofos heréticos, se ocupaban de ciencias ocultas y misteriosas.
También en Venecia atrajo la atención general: participó en la casa de los Morosini en
discusiones filosóficas con las personas más cultas de la ciudad, y no dejó de dirigirse
de tanto en tanto a Padua, conocida sede universitaria, donde parece haber dado
lecciones a estudiantes alemanes.
Pero Mocenigo, desilusionado de no haber encontrado en Bruno el gran maestro
de cosas ocultas y diabólicas que esperaba, instigado por su confesor, o por móviles más
deshonestos aún, acogió poco a poco la idea de traicionar a su huésped. Lo denunció al
Santo Oficio como maestro de herejías; y, mientras Bruno presintiendo la traición se
preparaba a partir de nuevo para Germania, el 22 de mayo de 1592 el vil traidor lo hizo
sorprender dormido en el lecho y lo encerró atado en un granero. Al día siguiente lo
entregó a los milicianos de la Inquisición, los que condujeron al arrestado a las lúgubres
prisiones del Santo Oficio Veneciano.
El 29 de mayo, el 2 de junio y el 30 de julio fue interrogado por el tribunal de la
Inquisición. Al principio, él intentó salvarse sosteniendo que sus opiniones científicas y
filosóficas eran una cosa y la religión otra; que él no era herético sino filósofo; que, aun
siendo sus ideas filosóficas diversas de las del tiempo y de muchos creyentes, ellas no
estaban en contraste con la religión, de la que no se había ocupado; y que, en suma, en
sus obras, nada había contra la religión católica. Llegó hasta a admitir de haber podido
incurrir en culpa, en cuyo caso se declaró arrepentido de ella y pidió perdón.
Era evidentemente una ficción para intentar salvarse. Esperaba, quizá, cediendo
de modo genérico sobre alguna cuestión secundaria o en cuanto a las formas, escapar de
la maquinación en que había caído, y poder retornar a Germania a reanudar su
apostolado. Pero fue en vano. Mientras estaba pendiente el proceso en Venecia, la
Inquisición de Roma lo avocó para sí y sin esperar más pidió al gobierno veneciano la
entrega de Giordano Bruno. Venecia rezongó un poco e intentó resistir, pero, el 7 de
enero de 1593, acabó por ceder con el pretexto de que Bruno no era ciudadano
veneciano. Y el filósofo fue conducido a Roma, donde ingresó en la cárcel del Santo
Oficio el 27 de febrero de 1593. Aquí se continuó el proceso, prolongado durante siete
años.
El proceso de Giordano Bruno en Roma quedó y queda todavía envuelto en el
más profundo misterio. El enorme legajo se conserva en el Vaticano, junto a algunas
obras inéditas de Bruno, pero ni aquel ni éstas se ha querido nunca poner a disposición
de los estudiosos. Quien conoce el procedimiento horrible de los procesos de aquel
tiempo, sobre todo en los de la Inquisición, puede imaginarse muy bien a qué torturas
físicas y psíquicas debió ser sometida la víctima.
Lo que se sabe es que Bruno, que en Venecia pareció doblegarse por un instante,
en Roma se irguió contra sus acusadores y verdugos en toda su fiereza e intransigencia.
Lo que demuestra que su flexibilidad de arrepentido en Venecia, donde de todos modos
no había peligro de tortura o de muerte, fue en verdad una tentativa de engañar al
enemigo y nada más. Allá enfrentaba a satélites secundarios, con quienes podía ser
posible y proficuo obrar con astucia y tratar de aparecer transitoriamente distinto de lo
que era en realidad. ¡En Roma no!
En Roma, cara a cara al enemigo mayor, en su cueva y entre sus garras, ya sin
esperanza de huir de ellas, bajo los tormentos, y con el suplicio como amenaza suprema
contra su herejía, fue indómito e inflexible. Afirmó el derecho de su nuevo pensamiento,
lo proclamó verdadero, se negó a reconocerlo herético y no quiso abjurarlo. Escuchó
impasible la sentencia que lo condenaba a la hoguera y pronunció contra los jueces las
22
memorables palabras: Maiori forsan cun timore sententiam in me fertis, quam ego
accipiam (“Quizá tenéis más temor vosotros al darme la sentencia, que yo al recibirla”).
Con la sentencia, el Santo Oficio hizo también público la lista de las herejías de
Bruno: ser innumerables los mundos, pasar las almas de un cuerpo a otro y del uno al
otro mundo, ser eterno el mundo, haber inventado Moisés mismo las leyes que dijo
haberle dado Dios, haber Moisés y Cristo producido milagros por magia, tener su origen
los hombres de progenitores creados antes que Adán, etc.
La sentencia de muerte le fue leída el 9 de febrero de 1600, después que Bruno
rehusó rotundamente retractarse de sus ideas, en el convento de Santa María de la
Minerva, en Roma. Según la hipócrita ficción jurídica de la Iglesia, fue entregado a la
autoridad laica para que fuese ejecutada la sentencia “sin derramamiento de sangre “,
-eufemismo... humanitario, para significar la muerte más horrible, entre las llamas.
Nueve días duró la agonía; y el 17 de febrero, -el día en que el papa Clemente
VIII celebraba el jubileo- a guisa de espectáculo, como un número más de los festejos,
el nolano, vestido con la camisa llamada “San Benito”, sobre la que estaban pintados en
rojo los diablos que desgarran a los condenados al infierno, fue conducido a la plaza de
Campo de' Fiori, y atado al palo sobre la gran pila de leña, a la que se puso fuego.
Asistían y cuidaban del buen orden del espectáculo de muerte frailes y curas en
cantidad, y en torno el populacho en aplausos.
Así moría, con un gesto supremo de desafío a los enemigos de la libertad, el
último y el más grande filósofo italiano del Renacimiento.
***
Muchos extranjeros deben haber asistido al horrible auto de fe, ya que en ese
momento, dice un historiador, había congregados en Roma tres millones de forasteros.
Se dice que entre ellos estaba uno que había sido discípulo del nolano, el conde de
Ventimiglia, a quien el mártir habría gritado que rehuyera los prejuicios y los errores.
Presenció también el suplicio un escritor alemán, Gaspar Schopp, ex protestante
convertido y católico ferviente, el que ese mismo día escribía, en una carta al rector de
la Universidad de Altorf: “… En la cárcel se trató asiduamente que (Bruno) quisiera
renegar de sus errores, pero en vano. Hoy, pues, fue conducido a la hoguera, y
habiéndosele, moribundo, aproximado la imagen del Salvador crucificado, la miró con
expresión sombría y volvió la cabeza...”
Una nota de un libro de Avvisi en que se acostumbraba anotar en esos tiempos
los hechos cotidianos, especie de diario, daba noticia así del acontecimiento:
“El jueves fue quemado vivo en Campo di Fiore ese fraile de S. Domenico de Nola
herético pertinaz, con la lengua en la garganta (amordazado), por las pésimas palabras
que decía, sin querer escuchar a confortadores ni a nadie”.
Una segunda nota agregaba: “El jueves a la mañana en Campo de Fiore fue
quemado vivo ese malvado fraile dominicano de Nola, de quien se escribió más arriba:
herético obstinadísimo y que, habiendo por su capricho formado diversos dogmas
contra la Santa Fe y en particular contra la Santísima Virgen y los Santos, quiso
obstinadamente morir en ellos, el malvado; y decía que moría mártir y con gusto, y que
ascendería su alma al paraíso con ese humo: pero ahora él advierte si decía la verdad”.
El célebre astrónomo Kepler escribía ocho años después al Dr. Bregg: “… Supe
por Wacherio que Bruno fue quemado en Roma y que soportó con firmeza el suplicio,
afirmando que todas las religiones son vanas y que Dios se identifica con el mundo, con
el círculo y con el punto...”
23
Luego se hizo sobre el mártir de la libre filosofía un silencio de tumba, que sólo
hacia la mitad del siglo XIX fue roto por el hallazgo y reedición de sus obras y de los
primeros estudios sobre ellas. Las obras italianas se recogieron y se editaron en Lipsia
por primera vez en 1830, las otras en latín en Stoccarda en 1834-36; y un primer estudio
biográfico, de C. Bartolmess, en París, en 1846-47. Una exposición completa de su vida
y de su doctrina, que ha quedado clásica, es la escrita en italiano por Domenico Berti, en
1868.
Luego la literatura bruniana se enriqueció enormemente en todos los idiomas. La
más completa biografía última de Bruno, puesta al día con nuevos documentos éditos e
inéditos, es la de V. Spampanato, publicada en Messina en 1924.
***
Pero en este sentido todas las religiones son verdaderas, o pueden serlo; y, desde
el punto de vista de quien cree firmemente en una de ellas, eso es una blasfemia, ya que
equivale a decir que ninguna religión es en realidad la verdadera. La conclusión que se
saca más lógicamente es la irreligión (entendida ésta no como negación de todo
sentimiento religioso, sino como alejamiento de todas las iglesias) o por lo menos la
indiferencia.
En efecto, cuando Bruno habla de la religión como medio de educación moral
para el vulgo no precisa ésta o aquella religión, sino dice en plural las religiones. En
otro lugar, en Spaccio della Bestia Trionfante, ve la divinidad misma en todos los
objetos del culto adorados por los pueblos en el curso de los tiempos: “Mercurio o
Júpiter”, como “cocodrilos, gallos, cebollas y nabos y otros”. Todo el razonamiento que
hace Bruno acerca de la divinidad adorada por los antiguos en la virtud de Júpiter, se
podría aplicar a Jesucristo, y a los “cocodrilos, gallos, cebollas, nabos y otros”, se
podría agregar sin error todos los santos y vírgenes del catolicismo. “Mira, pues,
(concluye Bruno) como una simple divinidad que se encuadra en todas las cosas, una
fecunda naturaleza, madre conservadora del universo, según como diversamente se
comunica, reluce en diversos objetos y toma diversos nombres”14.
También Juan Gentile, que nos parece que deduce errónea y arbitrariamente una
norma oportunista de la conducta, del valor práctico que el nolano reconocía a toda
religión, admite que en efecto la filosofía de Giordano Bruno “negaba teóricamente
todas las religiones particulares”15.
Con sólo esto ya superaba Bruno en audacia a todos los reformadores de su
tiempo. No sólo el catolicismo, sino todas las iglesias cristianas eran sacudidas por él en
sus fundamentos. Su deísmo panteísta y naturalista no lo aproximaba a la Iglesia del
papa de Roma, o de Lutero, o de Calvino, más que a la de Moisés o de Mahoma.
Malogrado las precauciones con que, como todos los innovadores de esos tiempos de
tiranía, trataba de pasar incólume entre las mallas de la censura inquisitorial, Giordano
Bruno no podía lograrlo del todo. Su pensamiento era demasiado vivo para no herir
enseguida crudamente los ojos de los centinelas del Santo Oficio, aun a través del velo
de sus distinciones entre teología y filosofía, y a pesar de todas las reverencias
convencionales a la primera, -con la cual, empero, rehuyó cuidadosamente todo
contacto.
12
F. De Sanctis; “Storia della Latteratura italiana”, Edit. Fr. Treves, Milán; vol II, pág. 193.
13
G. Bruno “Opere italiane”, Edit. Laterza, Bari, Vol. I, pág. 284.
14
G. Bruno “Opere italiane”, Edit. Laterza, Bari, Vol. II, pág. 176-78.
15
G. Gentile; “Giordano Bruno e il pensiero del Rinascimento”, Edit. Valecchi, Florencia, pág. 33.
26
“Bruno, es verdad, dice admitir una contemplación más alta que la filosofía;
pero a quien lo interroga: ¿por qué, pues, no haces al mismo tiempo el filósofo y el
teólogo? responde: porque para hacer el teólogo es preciso la fe, y yo no creo; es preciso
la luz sobrenatural, y yo no la tengo; sin esta fe y esta luz, la teología es imposible y
nula. Pero cree, entonces, y la harás posible y real.- La respuesta es siempre: no creo.
No creo es el non possumus de Bruno. Así la fe y, por ende, la teología son para Bruno
como algo que deja atrás en su camino: un caput mortuum que no le sirve para nada”.16
***
***
***
¿Cuál fue la actitud, aunque sólo sea espiritual, de G. Bruno frente a las
instituciones sociales y políticas de su tiempo?
No podemos hablar más que de actitudes espirituales, porque Bruno no participó
absolutamente en las luchas políticas de su tiempo; y aun así no podemos hacerlo sino
abriendo un paréntesis, saliendo en cierto modo del carril, porque sólo indirectamente y
de refilón el pensamiento de Bruno se detuvo en temas que no fuesen exclusivamente
filosóficos y metafísicos.
La gran institución social que había llenado de sí el medioevo y que en tiempos
de Bruno debía sostener una lucha mortal contra la reciente revolución protestante –la
Iglesia de Roma- tuvo indudablemente un enemigo en el nolano.
Fue la enemistad del pensador, no la del combatiente político; y no por veleidad
de reforma religiosa, porque a él no le atrajo de ningún modo el movimiento luterano y
calvinista, al que se mostró hostil no menos que al catolicismo, ya que en él veía inútiles
causas de guerras y casi una rivalidad de tienda. La hostilidad de G. Bruno a la Iglesia
Romana era más radical, más hija del Renacimiento italiano propiamente dicho, que fue
el maravilloso movimiento de liberación del espíritu humano que todos conocen.
Ya que Bruno sólo se ocupa de problemas filosóficos y morales, la hostilidad a la
Iglesia romana sólo se manifiesta incidentalmente, aquí y allá, pero en forma indudable.
En Artificium perorandi escribía: quien dice monje dice al mismo tiempo superstición,
avaricia, hipocresía, el conjunto de todo pecado y, por eso, más brevemente, un monje;
en Oratio consolatoria, la fe romana es la mísera religión, la Curia romana es la
“violenta tiranía tiberina”38. Aunque bajo un lenguaje figurado o alegórico, su hostilidad
anti-eclesiástica se siente fuertísima, rica de ironías y de sarcasmos, sobre todo en
Spaccio della Bestia Trionfante (tanto que hasta desde sus tiempos se dijo y creyó por
muchos que bajo el nombre de bestia triunfante el nolano quería dar a entender el papa)
y también en Cabala del Cavallo Pegaseo y en Asino Cillenico.
Se siente en Bruno el odiador de toda tiranía que, como Dante “liberta va
cercando ch'e si cara” (libertad va buscando que es tan grata) en continuo peregrinaje
por el mundo; pero hay que recordar que él fue un hombre del siglo XVI, no se puede
pretender hacer de él un descamisado del siglo XVIII, o un demócrata del siglo XIX, o
un libertario del siglo XX. Como filósofo superó por mucho a su tiempo, pero como
hombre era de su época. Por lo demás, ya se ha dicho que Bruno no fue un hombre
político. Pero era siempre un genuino hijo del Renacimiento, un hombre del libre
examen, un representante de ese periodo histórico en el que tienen sus lejanas raíces
todos los movimientos de libertad y todas las audacias de pensamiento de los siglos
posteriores hasta nuestros días.
37
G. Bruno “Opere italiane”, vol. I, pág. 241-3.
38
Arturo Labriola; “Giovani Bovio e Giordano Bruno”; Ed. Societá Partenopea, Nápoles; pág. 61.
31
Por eso, aunque Bruno no se haya preocupado de derivar un sistema político
cualquiera de su sistema filosófico, de lo poco que a propósito de ello incidentalmente
ha escrito, sin embargo, aquí y allá en varias de sus obras, mana un fuerte amor de
libertad y un odio vivo contra el despotismo. En cierto sentido, en el pensamiento
filosófico del nolano podía encuadrarse, con tres siglos de anticipación, lo que en el
ochocientos se llamó “liberalismo”, tomado, se entiende, en las grandes líneas de una
concepción general, y haciendo abstracción de las aplicaciones prácticas hechas de sus
derivaciones y desviaciones, de sus particularidades mezquinas y de las infinitas
degeneraciones y corrupciones a que ha dado lugar en sus últimos cincuenta años de
experimentación en los varios países de Europa y América, incluso el fin miserando que
le hemos visto hacer en Italia, Alemania y otras partes.
A Bruno apremiaba sobre todo la libertad del espíritu, del pensamiento, la
libertad de investigación científica y filosófica. “El proclama la libertad absoluta del
pensamiento y de la palabra, y quiere que se limite el derecho de castigar a las acciones
puramente exteriores. Esta idea de la libertad absoluta del pensamiento es común a los
filósofos italianos del siglo XVI; dio con ellos la vuelta a Europa y, pisoteada y
sofocada con las hogueras en Italia, resurgió más gallarda y fructificó en otras tierras, de
las que la hemos readquirido ahora, potente y fecunda, para no perderla nunca más”.39
“Para no perderla nunca más! ¡Qué ironía, hoy, la de esas palabras de un
pensador de ideas liberales, sí, pero moderadísmo, como Spaventa, que escribía eso... en
1851! Hoy, cuando la libertad de pensamiento está perdida de nuevo en más de una
tercera parte del mundo civil, pueblos y filósofos habrán ciertamente aprendido de la
dura experiencia que jamás la libertad es conquista irrevocable y que siempre será
insegura y caduca, mientras permanezca parcial y, política, económica y
espiritualmente, privilegio de una minoría.
Pero no divaguemos...
Amigo de la libertad, enemigo de la tiranía, lo que más odiaba Giordano Bruno
era la tiranía que gravita sobre las mentes, la ignorancia que rendía estultas a las masas
y las hacía instrumento de los poderosos, aquellas pobres masas ignaras y sordas a los
reclamos de la idea, que acudían con tanta y tan cruel alegría a ver quemar a los
filósofos heréticos!
Bruno combatió el principio de autoridad sobre todo rebelándose a todo ipse
dixit. La autoridad, -escribía al rector de la universidad de París, -no está fuera sino
dentro de nosotros; una divina luz brilla en el fondo del alma nuestra para inspirar y
erguir todo pensamiento nuestro; he ahí la única autoridad. En la Cena delle Ceneri
protestaba “que él no veía por los ojos de Copérnico ni de Tolomeo, sino por los
propios, en cuanto a las observaciones, estima deber mucho a éstos y otros
matemáticos”.
***
39
B. Spaventa; “Saggi critici di Filosofía, Politica e Religione”; pág. 150.
32
Frecuentemente alusiones a cuestiones de carácter social hay especialmente en
los diálogos segundo y tercero de Spaccio della Bestia Trionfante, donde se habla
mucho de la riqueza y la pobreza, del trabajo y el ocio, etc. Decid si este apóstrofe a la
riqueza no parece la repetición de aquellas inflamadas palabras con que cerca de medio
siglo antes, durante la revolución anabaptista en Turingia y en Alsacia, el célebre
heresiarca y comunista Tomás Münzer, que luego acabó en el patíbulo, suscitaba a la
revuelta a los ciudadanos y los campesinos:
¡Oh, riqueza! Tú no nos dices lo verdadero más que lo falso; porque tú,
además, eres aquella por quien cojea el Juicio, la Ley calla, es pisoteada la
Sabiduría, la Prudencia es secuestrada y deprimida la Verdad; cuando te
acompañas de mentirosos e ignorantes, cuando favoreces con la protección
de la suerte la locura, cuando excitas y atraes los ánimos a los placeres,
cuando impulsas a la violencia, cuando resistes a la justicia; y a quien te
posee no aportas menos fastidio que jocundidad, deformidad que belleza,
fealdad que ornamento, y no eres quien da fin a los fastidios y miserias, sino
que los mudas y cambias en otra especia, así que en opinión eres buena, pero
en verdad eres más malvada; en apariencia eres grata, pero en existencia eres
vil; por fantasía eres útil, pero en efecto eres perniciosísima: visto que por tu
función, cuando invistes de ti a algún perverso -como de ordinario siempre te
veo en casa de malvados, raramente cerca de hombres de bien- has arrojado
la Verdad de las ciudades a los desiertos, has roto las piernas a la Prudencia,
has hecho avergonzar a la Sabiduría, has tapado la boca a la Ley, has vuelto
cobarde al Juicio, a todos has vuelto vilísimos.40
Pueden interesar del mismo modo las ideas de Bruno (que hoy se dirían
liberales) sobre cómo deben ser administradas las repúblicas;41alguna invectiva suya
contra la guerra que con su “flamígera espada comete tantos estupros, tantos adulterios,
tantos latrocinios, usurpaciones y asesinatos”42 y sobre todo, al final del diálogo
segundo, la referencia a la insurrección del pueblo napolitano en 1547 contra la
Inquisición (Gentile ve desde luego en ella un ensayo de interpretación materialista de
la historia), en cuya referencia Bruno observa ingeniosamente que “es cosa natural que
las ovejas, que tienen al lobo por gobernar, tengan por castigo el ser devoradas por él”.
Son conocidas, por haber sido abundantemente reproducidas en diversas
publicaciones de propaganda socialista, las palabras con que Giordano Bruno ponía un
sello de infamia al derecho de propiedad:
43
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol II, pág. 139-140.
44
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol II, pág. 138.
45
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol II, pág. 152-154.
46
Había escrito ya cuanto precede, cuando he visto confirmadas estas mis observaciones por el prof.
Camilo Berneri en su interesante artículo sobre “Il Rinascimento e il Lavoro”, de “L'Adunata dei
Refrattari”, de New York, del 24 de febrero de 1934. Cita, entre otras, estas palabras del nolano: “Ha
determinado la providencia que el hombre se ocupe en la acción por las manos, en la contemplación por
el intelecto, de modo que no contemple sin acción, ni obre sin contemplación”. Según Berneri, Bruno ha
precedido en dos siglos a Fourier en concebir la posibilidad de un trabajo espiritualizado y agradable y de
esa “fatiga sin fatiga” que D'Annunzio ha exhumando de una antigua expresión toscana.
34
al citar algunos conocidos versos de la Aminta de Tasso, la bella edad saturnia,
completamente libre de todo dominio en la cual la dura ley del prejuicio no fuertemente
No podemos terminar esta divagación sobre las ideas sociales de Bruno sin
referirnos a su cosmopolitismo, que está, por lo demás, en íntima relación con su
deificación del universo y que, desde Sócrates en adelante, ha sido siempre muy común
entre filósofos; pues, aun históricamente y en todos los tiempos, Giordano Bruno tenía
razón de afirmar que “para el verdadero filósofo toda tierra es patria”. 48 Y en la epístola
explicativa de la obra Spaccio della Bestia Trionfante, Bruno se proclama altiva y
paganamente “ciudadano del mundo, hijo del padre Sol y de la Tierra madre”49.
***
47
Es bueno advertir que Tasso se refiere sólo a la libertad en amor, en sus versos citados por Bruno; G.
Bruno, “Opere italiane”, Vol II, pág. 141.
48
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol I, pág. 149.
49
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol II, pág. 5.
50
De este diálogo hablamos después de haber hablado difusamente del otro “Dell'Infinito, Universo e
Mondi”. Pero cronológica y lógicamente éste ha precedido a aquél, como advierte en su obra varias veces
citada E. Troilo, quien no aprueba el título de “metafísicos” que les antepuso G. Gentile en la edición
Laterza, de Bari, de las obras italianas de G. Bruno por él cuidada.
51
F. Fiorentino; “Soria della Filosofía”; Vol. I, pág. 341.
35
juntamente compenetradas son una realidad; “Lo siente lógicamente dividido en lo que
es y puede ser, físicamente es indiviso, indistinto y uno”52.
Vale decir que la separación entre potencia y acto, entre forma y materia, es una
distinción lógica de nuestro intelecto que estudia el todo en sus partes o
manifestaciones, no una realidad de hecho. Nuestro intelecto puede considerar, como si
fuesen dos substancias distintas, la forma y la materia, pero ellas no lo son en la realidad
natural. Esto contrasta victoriosamente la concepción de la escolástica aristotélica,
según la cual lo Absoluto, simple forma, el espíritu, Dios, puede existir de por sí,
separado y fuera de la materia.
El Dios de Giordano Bruno está, en fin, en el Universo y en el alma de éste,
formando con él un todo constituyente de la unidad universal, infinita, inmortal y, por
ende, eterna. Dios, en cuanto anima e informa el Universo, es parte intrínseca y formal
de éste; pero, en cuanto lo dirige y gobierna, es también su causa perenne. Si esta alma
del mundo, que es Dios, según Bruno, informa el todo, ni siquiera su parte más pequeña
puede estar inanimada. El espíritu del alma, la vida se halla en todas las cosas, y
constituye, pues la verdadera forma. La cual no puede anularse, siendo la substancia
formal lo mismo que la material inseparables y al mismo tiempo indestructibles.
Esta concepción naturalista de Dios equivale a divinizar la naturaleza y el
universo, a darles todos los atributos y las virtudes de la divinidad. Desde el punto de
vista ortodoxo de la concepción deísta según las varias iglesias hebraico-cristianas, eso
era lo mismo que negar a Dios, aunque sea llegando a esta negación a través de un
proceso lógico y mental metafísico. Y si Giordano Bruno protestaba de no llegar
absolutamente a tal negación, y de sentirse, por el contrario, mucho más próximo a
Dios, era porque su punto de vista estaba completamente fuera, era del todo extraño a
cualquier ortodoxia eclesiástica.
Este punto de vista ponía, en efecto, en estrecha relación de dependencia
recíproca la bruniana concepción de Dios con la de perpetua evolución de la materia, en
la que más arriba hemos visto como una anticipación de la futura doctrina evolucionista.
Si no cambian de la substancia sino las formas exteriores que son simples
circunstancias, y la substancia permanece la misma, argumentaba Bruno, esto significa
que no hay verdadera muerte ni para los cuerpos ni para las almas, sino solamente
tránsito de una a otra forma contingente y exterior, como la simiente se hace hierba, y
luego espiga, pan, quilo, sangre, esperma, hombre, etc., permaneciendo una misma
substancia.
Ya hemos transcrito textualmente antes este ejemplo, y es bueno advertir que no
se trata de conceptos separados en Bruno, aunque nosotros los observemos aquí
particularizadamente, sino el uno ligado estrechamente al otro, y formando juntamente
un solo sistema.
Bruno considera la materia misma “como cosa excelentísima y divina”53; en
cuanto a su forma primera y natural que llama “alma del universo”, dice que ella “es
principio de vida, vegetación y sentido en todas las cosas, que viven, vegetan y sienten...
Es cosa indigna... poder creer que el universo y otros sus cuerpos principales sean
inanimados; siendo que de las partes y heces de ellos derivan los animales
perfectísimos...; no hay cosa tan rota, disminuida e imperfecta que... no tenga
idénticamente alma...; un espíritu inmenso, según diversas razones y órdenes, colma y
52
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol I, “Proemiale-epistola”, pág. 137. Conciene advertir, en este punto, que
hay que tener presente el significado filosófico de la distinción entre forma y materia, algo diverso del
vulgar acostumbrado. Según Bruno, forma y materia son dos “substancias”, la forma que hace y la
materia de que se hace, los dos principios constitutivos de las cosas.
53
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol I, pág. 133.
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contiene el todo... Siendo nuestro espíritu persistente al par de la materia... y siendo el
uno y la otra indisolubles, es imposible que en punto alguno cosa ninguna sufra
corrupción o muerte según la substancia; si bien, según ciertos accidentes, toda cosa
cambia de figura y se transmuta ora bajo una, ora bajo otra composición, por una o por
otra disposición, dejando o retomando ora éste ora aquel otro ser”54.
***
De todo esto Giordano Bruno deduce “la verdadera noticia de lo que es la vida y
de lo que es muerte”55. En palabras que siguen a continuación se conoce mejor aun
porqué él habla en varios puntos de sus escritos con tan vivo entusiasmo de su “tan
amada madre filosofía”, y porqué en ella ve esa filosofía que exalta los sentidos,
satisface el espíritu e indica al hombre la verdadera felicidad a que como hombre puede
aspirar. Substrayéndolo a la preocupación de los placeres y al temor del dolor 56: Es que
en su filosofía Giordano Bruno señala el esfuerzo humano de superar el dolor y la
muerte, de vencer tanto el temor del vivir cuanto el terror del morir: “extinguido del
todo el terror vano y pueril de la muerte, de vencer tanto el temor del vivir cuanto el
terror del morir: “extinguido del todo el terror vano y pueril de la muerte, se conoce una
parte de la felicidad que aporta nuestra contemplación, según los fundamentos de
nuestra filosofía”, en cuanto ésta quita a la muerte ese “fosco velo” de demente miedo
“por el que lo más dulce de nuestra vida nos es arrebatado y envenenado” 57.
Esta misma voluntad de liberación del miedo de la muerte y de todas las
miserias se manifiesta también en otras obras de Bruno; entre otras, en Degli Eroici
Furori, en un punto en el que, explicando como la propia libertad se debe comenzar a
conquistarla emancipándose de la tiranía de los propios apetitos vulgares, concluye que
el hombre “así se hará fuerte contra la fortuna, magnánimo contra la injuria, intrépido
contra la pobreza, morbos y persecuciones”58.
Este fin de auto-elevación espiritual dado a su filosofía, Giordano Bruno lo
conjunciona a la visión de una causa general, casi podría decirse cósmica, ínsita en la
vida de los mundos y en el desarrollo interminable de todas las formas: la perfección del
universo. “El objetivo y la causa final... es la perfección del universo”. En realidad, G.
Bruno ve como una ley natural en lo que es su deseo ardiente; desgraciadamente, si
todos nosotros deseamos la perfección, ésta no es, empero, ni una realidad presente ni
una fatalidad a advenir: puede ser sólo un fruto de la activa voluntad humana en perenne
realización. Pero una fuerte voluntad, como ocurrirá en Bruno, se trueca en fe y en
religión precisamente en relación a la esperanza, a la certeza del triunfo más bien, de la
que aquella animada y de la cual dimana.
Sin que Giordano Bruno se haya preocupado de fijar deliberadamente y según
un esquema preestablecido, en un trabajo orgánico, normas concretas de conducta
moral, sus principios morales surgen de cada página, puede decirse, de sus obras 59. En
substancia, la suya es la moral de la acción, del esfuerzo, de la continua tensión, de la
auto-liberación contra la moral asnal de la resignación y la obediencia.
54
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol I, pág. 132-133.
55
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol I, pág. 133.
56
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol I, pág. 150-273.
57
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol I, pág. 133.
58
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol II, pág. 415.
59
Arturo Labriola ve en “Degli Eroici Furori” diseñados los fundamentos de una moral que elimina la
necesidad de una educación eclesiástica (“Giovani Bovio e Giordano Bruno”; pág. 66).
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Mi religión, dice él en substancia, vale decir la norma moral de la conducta, yo
la debo únicamente a mi razón, a la “luz natural” de mi intelecto; y son la razón y el
intelecto que ven a Dios en todas las cosas. Yo tengo “intención de tratar la moral
filosofía según la luz interna, que en mi ha irradiado e irradia el divino sol intelectual”60.
Asnos e ignorantes son los que reciben la luz de afuera, que conocen a Dios por mística
revelación, por sola fe y no “por ciencia y obras”; y ellos son, en parangón con aquellos
que ven la verdad por virtud propia, como el “asno que lleva los sacramentos” 61 sin
tener en ello mérito alguno.
En suma, la verdad en todos sus grados debe ser para el hombre no un don de lo
alto, sino más bien una conquista del estudio y del trabajo, de la lucha y del sacrificio,
lograda a través de todo obstáculo sin cuidarse del favor de los poderosos ni del aplauso
de las multitudes. A este mandamiento moral de su conciencia Giordano Bruno quiso y
supo obedecer hasta lo último. Y su glorioso y horrible fin sobre la hoguera selló su fe
en la revuelta del pensamiento, en la tendencia del espíritu a superar el mundo
circundante y a vencer en sí mismo el dolor y la muerte.
En aquella mañana del 17 de febrero de 1600, mientras el mártir de la libre
filosofía -fraile apóstata y herético impenitente- persistiendo en su obstinación -sin
querer escuchar a confortadores ni a nadie 62. Era conducido por el brazo secular, al que
lo había abandonado la Iglesia, hacia la pila de leña sobre la que debía arder en Campo
de' Fiori, se habría podido decir que, para sí mismo y para ese preciso instante de
supremo heroísmo, había él, casi profeta, nueve años antes, puesto en boca del “Gallo
muriente”, en su poema en latín De Monade, Numero et Figura, estos nobles versos:
60
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol II, pág. 7.
61
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol II, pág. 333.
62
Palabras textuales con que se dio noticia del suplicio de Bruno en uno de los “Avvisi” de ese tiempo y
se conservó memoria en los registros de los Confortadores de los Moribundos.
63
G. Bruno: De monade, cap. VII de “Opera” I, II, 425. (Citación y traducción del latín por G. Gentile, en
“Giordano Bruno ed el pensiero del Rinascimento”; pág. 49-50).
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continuar ascendiendo hacia las ideales cimas, y allí donde el paso más difícil sea y más
resistido, donde más recrudezca la tormenta con su soplo de destrucción y de muerte,
allí todo viandante debe repetirse más fuerte a sí mismo la admonición del Alighieri:
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