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El último

filósofo del
Renacimiento:
Giordano
Bruno

Luigi Fabbri

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El último filósofo del
Renacimiento: Giordano
Bruno
Luigi Fabbri

Traducción a cargo de Alberto S. Bianchi

Ediciones Iman, Buenos Aires, 1935


2
Índice

El último filósofo del Renacimiento: Giordano Bruno ................. 7


El mártir de la filosofía .................................................................. 9
El fin del “Renacimiento” ............................................................ 15
1) Vida y muerte del filósofo ...................................................... 27
2) El pensamiento de Giordano Bruno ....................................... 36

3
El desprecio a todos los dogmas

El crimen de Giordano Bruno a manos de la Inquisición no fue una cuenta más


en el largo rosario de mártires del conocimiento, fue un signo premonitorio para la
civilización europea de que el final de una era estaba comenzando. Desde tiempos en
los que Carlomagno había emprendido, ocho siglos antes, esfuerzos para renovar el
soñado Imperio romano, atesorando desesperadamente unos pocos fragmentos de la
tradición greco-romana para restablecerlos y vivificarlos por el ministerio de la
revelación cristiana, unos y otros, papas y emperadores, reyes y obispos de influencia
dispar, habían pasado a las generaciones siguientes el testimonio de ese anhelo: el
mundo unido bajo el manto universal de un imperium christianum.

Las aspiraciones tuvieron éxito y la riqueza étnica y cultural de los pueblos


europeos se unificaron bajo el estandarte de la cruz y el libro; sociedad cristiana regida
por dos espadas, símbolo de la condición humana, tal como fue predicada por Pablo de
Tarso: habita en nosotros un hombre gobernado por los deseos de la carne y un hombre
espiritual que aspira a la comunión con la Jerusalén celestial. La Iglesia Católica y su
compleja red de instituciones gobernó al segundo y buscó controlar al primero; su
dominio sobre las tradiciones culturales también reflejaron esa lucha interior, plagada de
sentimientos de culpa y tribulaciones. Las escuelas fueron parte de las estructuras sobre
las que se apoyaba esta autoridad; el ideal de educación como consecución de la virtud,
fue bautizado con el agua de la nueva fe.

Cuando Giordano Bruno subió al patíbulo y volvió el rostro al crucifijo que le


ofrecían, las ideas y métodos educativos en boga por toda Europa aparecían
virtualmente unificados y penetrados de un mismo espíritu de conquista. La inquietante
idea de que las escuelas debían ser el agente de un particular credo religioso, había
madurado en el seno de las conspiraciones jesuíticas.

Este espíritu de cristiandad, como toda imposición, nunca tuvo reposo; aquí y
allá las amenazas de regreso a la barbarie, de impurezas paganas en la túnica
resplandeciente de la doctrina, alimentaron imágenes y símbolos de guerra. En la
organización y terminología de órdenes religiosas y aún en espíritus libres como los de
Erasmo o Lutero, la fe y la daga fueron dos filos de la misma hoja. El manual del
militante cristiano (1503), escrito en latín, jugaba con el doble sentido del término

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enchiridion: manual y espada. Del mismo modo, la educación clásica para Lutero era la
“espada del espíritu” para enfrentar las tentaciones del demonio (A la nobleza cristiana
de la nación Alemana, 1520). Para el general de la Compañía de Jesús, Antonio
Possevino, “la elocuencia y la ciencia”, dirigidas por los religiosos, “son finalmente
como escudos y paveses para combatir a los enemigos que querrían asaltar a la Iglesia
de Dios” (1598). ¿Quién hubiera imaginado que estos cuerpos uniformados, unificados,
disciplinados, vigilantes, que este espíritu de partido, esta iglesia militante, inspiraría a
tantas organizaciones políticas en el transcurso de los siglos venideros?

La muerte de Bruno interpela a quienes vivimos de las palabras y de las ideas,


interroga la actitud de tantos profesionales de la educación y de la academia que corren
velozmente a hacer por todo, causa de partido; fabricantes de la política, mercaderes de
ideologías; son aquellos que sacrifican la verdad para ocupar cargos y obtener
financiamiento para sus proyectos. No hay un antónimo más expresivo de la labor
intelectual que la de militante: los asuntos del soldado, de la milicia, de la uniformidad
de pensamiento, los defensores de la “causa”. “Intelectual militante” es una
contradicción en los términos, como “docta ignorancia” o “muerto viviente”. Este
ensayo de Luigi Fabbri, ese “uomo d’oro” según Malatesta, nos invita a valorar el coste
que tienen que pagar aquellos que desprecian todos los dogmas.

Gerardo Garay Montaner

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Dedicado casi exclusivamente a temas de especialización sociológica, Luigi Fabbri
sin apartarse totalmente de su intención social, traza en esta ocasión una semblanza de
Giordano Bruno, enfocando naturalmente en la obra realizada el sentido y la influencia
filosóficas.

Importa destacar sobre todo y el autor la remarca, la posición crítica en la obra


de Giordano Bruno, en oposición a la dialéctica aristotélica, ésta última tan evidenciada
actualmente por ciertos propugnadores de una reversión, no tan sólo escolástica, al
Medioevo.

El ensayo presente demuestra cómo a través de tanta distancia de tiempo, existe


una semejanza entre esa época pasada y la actual, y que hoy como ayer frente a periodos
de honda crisis total, queda por sobre la proyección de la obra, en este caso filosófica, el
ejemplo moral de una vida como una final y heroica proposición de lucha.

IMAN

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El último filósofo del Renacimiento: Giordano Bruno

Casi tres siglos y medio han transcurrido desde que -el 17 de febrero de 1600- el gran
filósofo italiano Giordano Bruno fue quemado en Roma, en la plaza Campo de' Fiori.

Desconocido entonces, salvo en un pequeño círculo de estudios, casi


enteramente olvidado luego hasta mediados del siglo XIX, la historia le ha rendido
tardía pero completa justicia. Y no habría razón especial para recordarlo, entre tantos
héroes y mártires del pensamiento que han honrado a la humanidad, si el periodo
histórico que hoy atravesamos no tuviese alguna impresionante analogía con el que fue
marcado, como un sello de infamia, por la hoguera de Bruno.

Se cerraba con el extremo sacrificio del fraile herético y rebelde a la iglesia de


Roma, en el 1600, toda una larga obra de sofocación y de muerte de los potentados de la
política y de la religión en daño de los pueblos y del pensamiento libre. La última llama
del Renacimiento glorioso, en el que había como resurgido el espíritu humano,
reportando tan grandes victorias en todos los terrenos del saber y del arte, era apagada
con Bruno. El Medio Evo, ha poco vencido, se tomaba la revancha.

No fue más que apariencia, no fue sino un eclipse transitorio, para nosotros que
podemos abarcar los acontecimientos históricos a distancia de tanto tiempo. Pero para
quienes vivieron en medio de ellos, en los breves límites de su vida mortal, debió
semejar el más triste y trágico tramonto de la civilización, no de otro modo que como
hoy a nosotros nos parece este creciente obscurecimiento de la civilización moderna,
bajo las nubes de terror y de muerte que se van adensando desde hace cerca de veinte
años sobre todas las colectividades humanas, con las más variadas formas de la reacción
política, económica y espiritual.

El gran Renacimiento de los pueblos que será la gloria imperecedera de los


siglos XVIII y XIX, con sus cien revoluciones, sus victoriosos ardimientos científicos,
sus audacias de pensamiento, coronadas por la ascensión incesante de las grandes masas
hacia una más alta dignidad humana, se asomó como una magnífica promesa de
ulteriores triunfos a los umbrales del siglo XX. En cambio, la guerra mundial de 1914-
1918, que prosigue solapadamente todavía en el seno de una maldita paz de mentira y
tiranía, y que amenaza a cada instante encenderse de nuevo con más espantosa tragedia,
traicionó la promesa radiosa e inició el retroceso hacia el pasado.

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La Revolución Rusa pareció contrarrestar este movimiento de regresión, y el
fermento que ella difundió en todo el mundo continúa siendo todavía un válido
elemento de resistencia civil. La sombra se va haciendo, no obstante, cada vez más
negra y oscurece el sol de la libertad en un radio cada vez más vasto. Ya ha caído sobre
Italia, Austria, Alemania, los países Balcánicos y Bálticos, España y más de un país
sudamericano. En los otros países la sombra se va extendiendo siempre más y las
supervivientes libertades populares y los derechos del pensamiento libre son siempre
más limitados y aleatorios.

En esta crítica situación de la sociedad humana actual, el recuerdo de situaciones


históricas anteriores más o menos semejantes puede ser de algún provecho. Se puede
sacar de él algún útil aleccionamiento y, al par, algún motivo de esperanza. De todos
modos, los ejemplos de heroísmo y de martirio del pasado son siempre un faro
esplendoroso sobre los caminos del porvenir. La humanidad tiene necesidad de ellos,
mientras individuos y pueblos se van doblegando a las peores tiranías. Volver a evocar
la noble y pura figura de Giordano Bruno vale hoy casi como desplegar una bandera.

Una bandera de libertad, y de la libertad más pura, que es la libertad de


conciencia.

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El mártir de la filosofía

Entre los mártires de la libertad del pensamiento, Giordano Bruno, es el que más
derecho tiene a tal nombre, porque su lucha y su martirio fueron determinados por
motivos exclusivamente intelectuales. Los perseguidores y los verdugos quisieron herir
en él únicamente al pensador independiente, su independencia espiritual. Otras razones
o pretextos para eliminarlo no los hubo, ni podía haberlos.

Como todos saben, innumerables fueron las víctimas del odio teológico de la
Iglesia, y no de la católica solamente. Pero casi siempre la verdadera razón por la que
fueron inmoladas no fue tanto su pensamiento en sí, cuanto la acción en que tal
pensamiento se traducía o, por lo menos, el miedo a la acción y a las consecuencias
prácticas que ese pensamiento podía determinar en el campo político eclesiástico. Basta
pensar, en efecto, en Arnaldo de Brescia o en Girolamo Savonarola, perseguidos y
mandados a la hoguera más como subversivos al dominio material de la Iglesia que
como pensadores. Asimismo los heréticos por luteranismo o calvinismo eran los
enemigos de la Iglesia militante, de una Iglesia, la católica, los desertores y los
superadores de toda fe trascendental. Arremetían contra el catolicismo y, por ello, la
Inquisición católica los hería sin piedad; mas quedaban en el mismo plano que los
católicos, esclavos espirituales de otros dogmas y de otras teologías.

Giordano Bruno se exilió, en cambio, de toda teología. No sintió la necesidad de


combatir la Iglesia, ninguna iglesia, como instituto político, social o religioso; no militó
en favor de una contra otra; no se hizo sostenedor de reivindicación alguna de intereses,
aun legítimos, contra ella. Su pensamiento estaba fuera y por encima de ello. No se
discutió ni negó éste o aquél dogma; pero implícitamente su posición mental, más que
negarlos, los ignoraba todos. Objetivamente atribuía una función útil a las religiones
para los “pueblos brutos”, precediendo en cierto modo a Voltaire, pero tal admisión
tenía todo un significado degradante. Por eso, aunque tenía razón de rechazar al
calificativo de “herético”, en el sentido que esta palabra tenía en su tiempo, no dejaba de
ser el herético más verdadero y, por ende, más peligroso para todas las iglesias.

Todo el trabajo intelectual enorme de Giordano Bruno tendía a la formulación de


una concepción nueva del universo y, por ende, de la vida; y esta concepción se
remontaba tan alto, que todas las pequeñas controversias eclesiásticas, todas las luchas
entre las varias iglesias él no las veía ni las sentía más. De ahí que, sin ser el enemigo
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especial de ninguna, era en substancia el más alejado de todas y, por consiguiente, en
realidad, sin proponérselo y acaso sin darse cuenta siquiera, el más formidable enemigo
de todas.

Es lo que la Iglesia no le perdonó nunca, a él, nacido católico, sacerdote e


investido de las sacras órdenes. Mas nunca ninguna otra iglesia se lo hubiera podido
perdonar. Calvino lo hubiera hecho quemar como lo hizo Clemente VIII. Así se explica,
entre otras cosas, como otros reformadores no menos heroicos que él, de su tiempo o en
poco posteriores, y que como él hubo de sufrir las persecuciones, las torturas y las
hogueras del Santo Oficio, hayan deliberadamente ignorado a Giordano Bruno, de modo
tal que éste estuvo realmente solo en su siglo, contra todo y contra todos; y que
inmediatamente después de su extremo suplicio se haya hecho el silencio en torno a su
nombre aún en los países liberados del predominio católico.

Sólo después de tres siglos revivió su memoria. Lo que prueba que él vivió como
pensador fuera de su tiempo y se anticipó en dos siglos por lo menos al porvenir.

Su apostolado intelectual, que duró apenas 16 años a través de Europa,


soliviantó momentáneamente los ánimos dormidos, mas su llamarada se extinguió con
los últimos tizones de su hoguera. Solamente alguna rara individualidad superior, -entre
ellas Kepler- demostró recordar su nombre y sus ideas.

Y sin embargo, ¡qué espléndida llamarada intelectual fue la suya! ¡Con qué
arrojo desenvolvió su apostolado! En él al ardimiento y profundidad del pensamiento se
desposaba una de las más bellas y perseverantes energías que imaginar se pueda. Fue
una potente individualidad, rica de vida, que enteramente sentía la alegría del vivir en
armonía con el propio pensamiento y al unísono con el latido de todo un mundo en
gestación. No había en él ningún espíritu de renuncia; mas supo despreciar las miserias
de su tiempo, sus propias miserias y privaciones y, al fin la muerte. No quiso, eso es,
renunciar, para conservar una mezquina vida material, a las razones superiores de la
vida.

No fue el cordero que presenta pasivamente el cuello al verdugo. Mientras le fue


posible intentó, arrestado, sustraerse a un fin prematuro para reservarse para las luchas
del pensamiento que tanto le interesaban. Se defendió enérgicamente, con todas sus
fuerzas intelectuales, contra las acusaciones y las insidias del Santo Oficio. Pero,

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cuando llegó el día, supo morir serenamente como filósofo, vigilándose hasta lo último,
aun entre las llamas de la hoguera, de modo de evitar toda palabra o acto que pudiera
parecer un doblegamiento o negación de sí mismo.

“Se lo dijo -narra Draper- que era sospechoso de herejía, porque había enseñado
que hay otros mundos en el universo, y se le pidió abjurara de su error. El respondió que
no podía negar lo que sabía ser verdad, de lo que quizá, como declaró a sus jueces,
estaban persuadidos los mismos acusadores. Qué contraste entre esta escena de viril
honor, de inquebrantable firmeza, de fidelidad inflexible a la verdad, y aquella otra
escena de diez y seis siglos antes, cerca del camino de la sala de los guardias, en casa
del gran sacerdote Caifás, cuando cantó el gallo y Pedro negó a Cristo”.

“Colocado sobre la hoguera, -así dice Canello en su Historia de la Literatura


Italiana en el siglo XVI- mientras aquella ardía, le fue presentada la crucificada imagen
del héroe de la fe, que él, héroe de la razón, rechazó con mirada torva y lleno de
desprecio... Más fuerte que el Cristo que había rechazado, ardió sin un lamento, y sus
cenizas fueron dispersadas”.

Filósofo, amigo de la ciencia, buscador de la verdad, Giordano Bruno lo fue en


toda la extensión del término, con entusiasmo, con pasión inextinguible. La búsqueda de
la verdad fue la pasión ardiente de su vida toda. Hablaba de la filosofía con acentos de
enamorado: Todo haré por el amor de mi tan amada filosofía; todo sufriré, todo
sacrificaré por ella.

La avidez del saber y el deseo ardiente de comunicar a los demás el saber


adquirido hacen de él un apóstol que no se da reposo, siempre en movimiento,
insatisfecho siempre del presente y ávido de lo nuevo. Fue él peregrino de la filosofía, el
misionero de la razón. Iba por doquiera hubiese sabios a quienes escuchar o con quienes
discutir, o un público de estudiosos a quien hablar, a través de la entera Europa, en un
tiempo en el que viajar era difícil y fatigoso, de un convento a otro, de una a otra
universidad, sin otros medios que los que se procuraba en cada lugar con la enseñanza
oral y escrita.

Lo vemos al comienzo, presa de las primeras dudas sobre las ideas tradicionales
del tiempo, ya sospechoso y perseguido, huir de Nápoles a Roma, luego a Génova,
Turín, Venecia; de aquí a Ginebra, Tolosa, París, Oxford, Londres. Luego de nuevo a

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París, Wittemberg, Praga, Francfort, y, cuando la traición lo atrae a Italia, a Venecia. Y
su último viaje lo hace, encadenado, presa de la Inquisición, hacia Roma, donde lo
esperan siete años de prisión coronados por la muerte más atroz.

Cada etapa de su peregrinaje es una batalla intelectual. En Tolosa, en París, en


Oxford, en Wittemberg, en Praga, doquiera hay una universidad, una cátedra desde la
cual hablar, un mundo académico que desafiar y un público de estudiosos al que
enseñar, llega él, suscita entusiasmos e iras, provoca y sostiene disputas tempestuosas
con los teólogos y los aristotélicos tradicionalistas. Mas pronto de cada lugar el odio
teológico lo constriñe a partir.

La reacción, avanzó en toda Europa bajo las más variadas formas, acumula
amenazas tras sus pasos. No puede detenerse largamente en ningún lugar. Es
permanente el peligro de ser arrestado y entregado a la Inquisición. Algún raro amigo y
mecenas lo defiende, le asegura un poco de tranquilidad, pero por poco tiempo. Apenas
el escándalo de su predicación aumenta, los mismos amigos y mecenas le aconsejan
irse. Y él retoma el borbón del peregrino, hacia otra etapa, por una nueva cátedra, al
encuentro de otra disputas y renovados peligros.

En los intervalos de su enseñanza oral de la cátedra, el fuerte trabajador escribía.


Una gran cantidad de obras salieron de su pluma, algunas de carácter docente, de
enseñanzas pura, que le ayudaron a ganarse la vida; otras, las mejores y más importantes
que le rindieron la gloria y el martirio, en las que expuso poco a poco sus ideas
originales. A los editores de París, Wittemberg, Francfort, Praga, Londres, etc., confió
sus escritos en los que construyó su filosofía, el monumento intelectual que atrajo sobre
él el rayo de la Iglesia de Roma pero que le aseguró la resurrección para más tarde.

El mismo hubo de decir cómo elaboró sus ideas: Studiose cupimus, incerti
querimus, clarissime invenimus. Queremos con estudio, inciertos buscamos,
encontramos con claridad, es decir, llegamos a la verdad evidente. Y esta verdad él la
proclama con una especie de exaltación dionisíaca, en latín y en italiano, en prosa y en
poesía. Más audaz y completo que Copérnico, ya precursor de Galileo, los
descubrimientos científicos, físicos y cosmológicos de su tiempo le sugieren toda una
filosofía del universo. Donde otros no veían más que una fría teoría matemática o
astronómica, él vio una ley universal de la materia y del cosmos. Fue la suya una

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verdadera revuelta contra la escolástica, contra la cual dio golpes de piqueta con furor
de iconoclasta.

“Bruno, -escribía hace casi 50 años Antonio Labriola,- en la segunda mitad del
siglo XVI recogió la herencia del Renacimiento, y como precursor de la ciencia o sea
como filósofo de la intuición copernicana, está en lucha contra los pedantes, los
misoneístas, los ortodoxos de toda especie...”

“Todo haré por mi tan amada madre filosofía, todo sufriré y sacrificaré por ella”.
Y todo lo hizo él, enteramente se dio a ella, todo lo sufrió y sacrificó. Era fatal, pues,
que su no largo apostolado científico, 15 o 16 años apenas -¡parece casi imposible que
en tan poco tiempo haya podido trabajar tanto, una treintena de obras, además de la
enseñanza oral!- tuviese por epílogo, en su siglo de estragos y de hogueras, el extremo
suplicio reservado por la Iglesia de Roma a todo pensador rebelde a sus órdenes.

Desde cuando Giordano Bruno dejó Italia, en 1577, la Inquisición no debió


ciertamente perderlo nunca de vista. En todas sus peregrinaciones la sombría mirada
alcanzadora de la reacción católica seguía paso a paso al fraile apóstata, al pensador
independiente. Él estaba ligado a un hilo invisible, cuyo extremo estaba en Roma, en
manos del Santo Oficio. Este esperó, sin prisa; y cuando Bruno pudo esperar ver de
nuevo sin peligro el cielo de Italia, y cometió la imprudencia de aceptar la invitación
que lo llamaba a Venecia, fue como si hubiese tragado el anzuelo desde mucho tiempo
tendido invisible hacia él.

Narra Jules Barni, en su libro sobre los mártires del libre pensamiento, que
cuando se supo que Bruno había vuelto a Italia, un estudioso, que había sido oyente
suyo en Germania, escribía desde Bolonia a un amigo de Padua: “Se dice que el Nolano
vive y enseña allí en este momento. ¿Es cierto? Pero ¿qué viene a hacer este hombre en
Italia, de donde debió huir? Estoy maravillado, estupefacto, y no puedo creer esa voz,
aunque haya sido difundida por personas dignas de fe”. Y tenía mucha razón. Poco
después la traición de un huésped infame y la aquiescencia innoble de la República
Veneciana entregaba a las garras de la Loba de Roma al heroico filósofo vagabundo.

Calló así la voz de éste que había querido ser el soliviantador de las almas
dormidas; así fue despedazada la pluma en la mano del autor de Spaccio della Bestia
trionfante. Y la Bestia de Roma pudo gozar, en el jubileo de 1600, entregando a las

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llamas un corazón y un cerebro que, rotos los vínculos teológicos, habían tan
fuertemente sentido y altamente pensado. Pero el triunfo de la Bestia, de la violencia
bruta sobre la carne mortal, no venció al espíritu de Bruno, que permaneció inmortal en
sus obras. Pues que, como él lo había dicho, “quién muere en un siglo vive en todos los
demás”.

Los labios del mártir, mientras en el instante de la muerte, entre las llamas, se
rehusaban despreciativos al frío beso de un crucifijo metálico, hubieran podido con
soberbia satánica murmurar los versos otra vez dictados:

[…] l'ale sicura all'aria porgo,

ne temo intoppo di cristallo e vetro,

me fendo i cieli e all'infinito m'ergo.

[…] las alas seguras al aire tiendo,

ni temo obstáculo de cristal o vidrio,

mas hiendo los cielos y al infinito me yergo.

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El fin del “Renacimiento”

La vida de Giordano Bruno se desarrolló enteramente en uno de los periodos


más entristecedores de la historia humana, y especialmente de la italiana, que fue el que,
en el curso de cerca de 75 años, vio en el siglo XVI el tramonto y la extinción del
Renacimiento. Teniendo presente el complejo de los acontecimientos históricos de tal
periodo, se puede comprender mejor la tempestuosa vida del nolano y apreciar mejor su
viril coraje.

Ese periodo de crisis social, política y espiritual, de los hechos exteriores más
trágicos, está comprendido entre el saqueo de Roma en 1527 y el suplicio de Bruno en
1600. Se puede decir, en efecto, que la célebre hoguera de Campo de' Fiori ha sido la
luz siniestra que iluminó con aterrador relámpago el cierre de una lucha entre la
civilización y la barbarie, con la más desoladora derrota de aquella y el triunfo más
cínico de ésta. Giordano Bruno fue uno de los héroes de aquella lucha, caído como en el
campo de batalla. La muerte violenta del último filósofo del renacimiento señalaba el
comienzo de un paréntesis de tinieblas, que debía durar más de otro siglo, en cuyo curso
sólo alguna luz solitaria y cauta de pensamiento anunciaba la subsiguiente aurora, que
debía ser caracterizada por un nuevo florecer de la filosofía y de la ciencia en el siglo
XVIII, brillante preludio del siglo sucesivo de las Revoluciones.

El espíritu reaccionario de aquel periodo de estancamiento y de decadencia, que


en el terreno artístico y literario tomó el nombre de Seiscentismo, sofocó el espíritu
revolucionario del renacimiento, sacrificando en la áspera represión todos los beneficios
espirituales y materiales de más de dos siglos de progreso. Si bien en la lucha desigual
sólo tuvo en contra fuerzas que luchaban con las solas armas del pensamiento -a
excepción de algún episodio aislado en el campo político y popular, como la heroica
resistencia republicana de Florencia, las infortunadas conjuraciones de Burlamacchi y
de Campanella y algún otro hecho de menor importancia, -la reacción debió emplear
despiadadamente todos los medios de violencia material y de coerción política y
eclesiástica para reducir a silencio al libre pensamiento en todos los campos de la
actividad humana.

Iglesia e Imperio, los dos grandes rivales seculares, debieron asociarse para
vencer al enemigo común, surgido de los talleres de Guttemberg y hecho adulto en las
cien imprentas italianas. Nunca, como en febrero y marzo de 1530, mientras Carlos V y
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Clemente VII pasaban, de la mano, en procesión bajo las históricas torres de Bolonia,
hubieran podido ser dichos mas a propósito los versos que el poeta de la Italia civil del
siglo XIX escribió por Hugo Bassi:

Cuando porge la man Cesare a Piero,

da quella stretta sangue umano stilla;

quando il bacio si dan Chiesa ed Impero,

un astro di martirio in ciel sfavilla.

Cuando tiende la mano César a Pedro,

de ese apretón sangre humana gotea;

cuando el beso se dan Iglesia e imperio,

un astro de martirio en el cielo brilla.

G. Carducci.- “Giambi ed Epodi”.

¿Cuánta sangre, en efecto, y cuánto martirio desde entonces! Según Sismondo,


“la coronación de Carlos V en Bolonia señaló la época de la absoluta esclavitud de
Italia; todos los italianos temblaban y obedecían”.1

“Con la palabra Renacimiento, -dice Zippel- se suele designar el movimiento


intelectual que tuvo origen en Italia por el siglo XV y que de Italia se propagó al resto
de Europa, sustituyendo a las ideas y las formas del Medio Evo nuevas ideas y nuevas
formas, bajo el influjo de las obras maestras del pensamiento y del arte antiguos, y con
la guía de la observación y del estudio de la naturaleza; y la consecuencia más profunda
y más benéfica de este renovamiento en todas las manifestaciones de la civilización fue

1
S. Sismondi.- “Storia delle Repubbliche Italiane”- Vol. V. (Fin del capítulo 120).
16
el despertar del libre espíritu científico que triunfó sobre el principio de autoridad, al
que la civilización medioeval había sometido todo acto de la vida intelectual”.2

Pero muchos de los que se han ocupado del Renacimiento descuidan el hecho,
de principal importancia, de que el esplendor del Cuatrocientos y del Quinientos no fue
sino el fruto magnífico de la resurrección de la vida popular de los dos siglos
precedentes. En efecto, no faltan escritores que hacen remontar el comienzo del
Renacimiento a los tiempos de Dante, a fines del Doscientos y principios del
Trescientos. Del Trescientos fueron Petrarca y Boccaccio: el primero humanista y
exaltador de la revolución romana del 1347 y de Cola de Rienzo; el segundo autor del
excomulgado Decameron, que proclamaba “obra santa y necesaria” utilizar toda arma
contra el príncipe que, como usurpador, se convierta en enemigo de la cosa pública.3

Circunscribir el Renacimiento en el breve tiempo en que tan grandioso periodo


histórico alcanzó su mayor esplendor, pero en el que contenía en sí los gérmenes de la
decadencia, ha tenido como consecuencia que se haya visto por los más solamente el
lado mejor aparente y deslumbrador del florecimiento artístico y literario, y que tantos
hayan atribuido el mérito fecundador, no como en realidad fue, al anterior resurgir
relativo a vida libre de la repúblicas y de las comunas en continua lucha contra los
señores y de los obispos, sino, por el contrario, a lo que corrompió moralmente al
Renacimiento y preparó su ruina: vale decir, el surgimiento y la consolidación de las
Señorías y la consiguiente desviación del espíritu italiano hacia el culto de la fuerza, del
poder y de la riqueza.

“Italia, -recuerda Miguel Bakunin- armada con la resurgida filosofía de la


antigua Grecia, rompe la pesada prisión en que el catolicismo había encerrado por diez
siglos el espíritu humano. La fe cae, el libre espíritu resurge. Es la aurora esplendente y
jocunda de la emancipación humana. Surgen pensadores audaces y libres, y la Iglesia
misma se vuelve pagana. Papas y cardenales descuidan a San Pablo por Aristóteles y
Platón, aceptan la filosofía de Epicuro y juran por Baco y Venus. Lo que no les impide,

2
G. Zippel.- “Manuale di Storia Moderna d' Europa”, etc. Edit. G. P. Paravia, Turín. Pág. 113.
3
Ver: J. Burckardt. “La Civilitá del Rinascimento”, Edit. Sansoni, Florencia, pág. 75.
17
sin embargo, perseguir de tanto en tanto a los libres pensadores, cuya propaganda
fascinadora amenaza extinguir las supersticiones de las masas populares”.4

Pero fue precisamente esta pasajera adhesión de los príncipes, papas y prelados a
las tendencias del Renacimiento -debida a un inconsciente espíritu de adaptación, para
no ser arrastrados por la marea- la que sofocó este movimiento renovador. Los
obstáculos, la necesidad de la lucha y las serias persecuciones no hubieran, por cierto,
logrado detener el torrente; a lo más hubieran impedido desabotonarse alguna flor más
delicada, necesitada de cuidados de invernáculo, para la que era preciso el aire cerrado
de las salas vaticanas y medicianas. Empero, el movimiento hubiera suscitado, en
cambio, casi ciertamente, una renovación política y social más profunda, una vida
espiritual más austera, un pensamiento más enérgico y viril; y la reacción subsiguiente
habríase evitado.

Es lo que ocurrió, en efecto, en Germania con la Reforma, hija del


Renacimiento, al cual tomó más bien impulso, intelectualmente, del humanismo
literario de los Reuchlin, Erasmo y Von Hutten, mas pronto lo dejó atrás, contra las
intenciones mismas de esos precursores, para hacerse intérprete de las tendencias
populares de renovación expresadas en las sublevaciones que desde hacía tiempo
estallaban aquí y allá.

La Reforma no mantuvo absolutamente las ardientes promesas que hizo, es


verdad. Más tarde tampoco ella se substrajo al movimiento de reacción que trastornó
gran parte de Europa, especialmente después que la desviación estatal y dogmática la
fosilizó en tantas religiones de Estado; y en su nombre se acabó por sofocar en sangre
las insurrecciones heréticas e igualitarias de los campesinos de Westfalia y por mandar a
la hoguera en Ginebra al físico y geógrafo aragonés Miguel Servet.

La Reforma, no obstante, estuvo animada desde el comienzo por un impulso tal


de pasión y de fe, convulsionó tanto el mundo político y social en que advino, que un
cambio radical resultó irrevocable. Ella no prodigó a su paso ni dejó en heredad al
porvenir, como el Renacimiento, tantas telas y mármoles y poemas de belleza a todo un
pueblo sobre la escena de la vida política e intelectual, fijarse establemente en un

4
M. Bakounin en “El Imperio Knuto-germánico y la Revolución Social”, Oeuvres, T. II. Edit.
P.V. Stock, París, págs, 435-436.
18
peldaño más elevado de la escala del progreso, que fue, así conquistado por siempre por
la humanidad.

El Renacimiento, en cambio, fue realmente vencido, aunque sus conquistas


intelectuales y estéticas hayan permanecido, patrimonio que más tarde había de
revalorizar el porvenir y hace fructificar. La derrota se debió a haber sido un fenómeno
restringido al mundo de los privilegiados del ingenio, de la fortuna y del poder, aun
habiendo tenido la posibilidad de abrirse y florecer porque el terreno había sido
preparado, movido y fertilizado por los movimientos populares. Este su
desenvolvimiento no en contacto del pueblo, sino en los ambientes del privilegio y de la
riqueza, fue su debilidad, determinó su laxitud y el ceder sin resistencia, o casi, a la
reacción, cuando los potentes de la tierra se espantaron de sus audacias.

***

El fin del Renacimiento coincide con la muerte de las últimas libertades


comunales en Italia.

Las ideas de autonomía y de independencia cedieron de nuevo lugar a las


concepciones políticas autoritarias de la concentración de los poderes y del despotismo,
tendientes a la formación de grandes Estados. Los escritores políticos italianos, como
Machiavelli y Guicciardini, contribuyeron, juntos con otros de menor mérito, a difundir
estas ideas. No era ya, es verdad, la idea autoritaria de antes del Trescientos de ciega
sumisión al Jefe de la Iglesia y a sus obispos en nombre de Dios; la nueva idea de
Estado, antes bien, se emancipaba de la teología y hasta tenía alguna tendencia
anticlerical, pero quizá era más inmoral, porque no la guiaba otra fe que la del derecho
del más fuerte.

Mientras Italia no daba a estas ideas más que los escritos de sus ingenios y sus
fértiles llanuras para la devastación de los déspotas europeos que iban a combatirse en
ella para actuarlas, fuera de Italia, a través de las guerras que se sucedieron sin tregua en
ese infausto siglo XVI, la formación de los grandes estados era una realidad cada vez
más imponente, en España como en Francia, en Austria como en Inglaterra. Tanto los
privilegios de independencia de los nobles como los derechos a la autonomía de los
19
municipios, las provincias y las regiones, desaparecían frente a los gobiernos centrales;
y en París como en Madrid, en Viena y en Londres el monarca pudo decir
arrogantemente a los castillos y a las comunas: ¿El Estado soy yo!

De este triunfo de la idea de Estado, Italia, -que sin embargo le había dado
escritores geniales, y precisamente en este tiempo enviaba a Francia a Catalina de
Médici, mujer política que encarnó esa idea, en provecho de la monarquía francesa, de
modo al par maravilloso y horrible.- Italia no obtenía sino desventura, degradación y
servidumbre. Nunca, desde los tiempos ya lejanos de los Godos y de los Longobardos,
había caído Italia en una más envilecedora servidumbre al extranjero, como lo estuvo,
abatida y sujeta, por cerca de dos siglos, tras la gran crisis que ocasionó el tramonto del
renacimiento en el siglo XVI. ¿Si hay una nación que debiera maldecir la concepción
estatal, esta es Italia!

Pedro Kropotkin examina muy bien la actuación de la idea estatal a través del
surgimiento de los grandes estados modernos, en su interesante estudio sobre la
“función histórica del Estado”; y constata sus funestos efectos: “En el decimosexto siglo
de los bárbaros modernos, La Triple alianza estatal del jefe militar, del juez romano y
del sacerdote, acabó de destruir toda la civilización surgida de las ciudades medievales...
Este siglo XVI de masacres y de guerras se resume enteramente en la lucha del Estado
naciente contra las ciudades libres; éstas son sitiadas, tomadas por asalto, entregadas al
saqueo, y sus habitantes diezmados o expulsados. El Estado obtiene la victoria en toda
la línea, y he aquí las consecuencias:

“En el siglo XV Europa estaba cubierta todavía de ricas ciudades, cuyos


artífices, constructores, tejedores y cinceladores, producían maravillosas obras de arte;
cuyas universidades ponían los fundamentos de la ciencia; cuyas caravanas recorrían los
continentes, y cuyos navíos surcaban los mares y los ríos. ¿Qué quedaba de todo eso dos
siglos después? Ciudades que habían contado hasta 50.000 y 100.000 habitantes y
mantenían, como Florencia, más escuelas y más camas en los hospitales que ciertas
mejor provistas ciudades modernas, se convirtieron en aldeas en ruinas. El Estado se
posesiona de sus riquezas, la industria de extingue, el comercio muere. Los caminos
mismos, que antes unían estas ciudades, resultan intransitables en el siglo XVII.

“El Estado es la guerra; y las guerras devastan Europa, acabando de arruinar a


las ciudades no arruinadas todavía directamente por el Estado... Leed lo que cuentan los
20
historiadores sobre la vida en las campiñas en Escocia, Toscana, Germania en el siglo
XIV, y parangonad esas descripciones con las de la miseria en Inglaterra hacia 1648, en
Francia bajo Luis XIV, en Germania, en Italia, doquiera, después de cien años de
dominio estatal. ¡Miseria por doquiera!... Donde la esclavitud había sido abolida se la
reconstituye en mil formas nuevas, y donde no había sido destruida, se la modela, bajo
la égida del Estado, en una institución feroz, que conserva todos los caracteres de la
esclavitud antigua y aun peor”.5

***

Siguiendo paso a paso, en sus episodios más salientes, el progreso de la reacción


sobre la ruinas del Renacimiento, se ve como los hechos singulares se encuadran
perfectamente en el sombrío cuadro antes delineado.

El escritor alemán Ludovico Geiger creyó poder fijar aproximadamente la fecha


del principio del fin del Renacimiento en mayo de 1527, con la marcha hacia Roma de
las milicias que seguían al Condestable de Borbón. Más de 20.000 soldados italianos y
extranjeros, católicos y luteranos, invadieron la capital católica y la sometieron durante
largos meses a saqueos, devastaciones y crueldades sin nombre. Tesoros de arte y
riquezas inestimables fueron destruidos o dispersos, y muertos, desbandados,
expulsados o huidos en las más opuestas direcciones todos los hombres de ingenio,
literatos, artistas, que aun mantenían encendido en Roma el fuego sagrado de la
inteligencia y de la belleza.

Toda Europa quedó aterrada ante tal estrago. Erasmo de Rotterdam llegaba a
afirmar: “En verdad, ésta no ha sido la ruina de la ciudad eterna, sino de todo el
mundo”. Y Geiger anota: “...Si el recuerdo de las escenas de sangre se desvaneció, el
espíritu destruido por tales hechos no se despertó más: graves complicaciones políticas
y la dominación extranjera en Italia impidieron el desenvolvimiento pacífico de la
cultura, y bien pronto se sumó a ello la reacción religiosa, que apagó el hálito de la
libertad, sin la que es imposible que la literatura florezca. Los enemigos externos habían

5
P. Kropotkin.- “La Science Moderne et l'Anarchie”- Edit. P. V. Stock, París – pág. 198, 209 y
210.
21
reducido a escombros los espléndidos edificios de Roma; los enemigos internos, menos
visibles pero tanto más temibles, sacrificaron las nuevas ideas extraídas de las fuentes
de la antigüedad”.6

El saqueo de Roma dispersó a todo el mundo intelectual del Renacimiento que


se reunía en la Ciudad Eterna. Todos los artistas y literatos que se encontraban en ella
hubieron de sufrirlo. El arquitecto Sansovino, Maturino y Polidoro de Caravagio y los
demás discípulos de Rafael huyeron; Peruzzi fue obligado a hacer el retrato del muerto
condestable de Borbón; Marcos Dente. Grabador ravenés, fue muerto; Marcos Fabio
Calvi, su compatriota, traductor de Hipócrates, hombre incontaminado, murió de
miseria; el filósofo Bernardino Telesio, famoso por virtud no menos que por sapiencia,
debió huir desnudo.

El historiador contemporáneo Pablo Giovio, -que era obispo, y que a la llegada


de los invasores había ayudado al cobarde papa a huir del Vaticano a Castel
Sant'Angelo,- en su libro Gli Elogi escribía después de esos acontecimientos estas
palabras llenas de melancolía desconsolada y soberbia: “Si nosotros, después de la
pérdida casi absoluta de la libertad, podemos jactarnos de algo, nos queda todavía la
gloria de la elocuencia... Pero, ¡ay de nosotros!, esta consolación en nuestro males nada
es, ya que sin culpa nuestra la libertad ha sido destruida entre nosotros, y ella sola es la
fuente nutricia de los estudios y la que puede suscitar y difundir toda la noble y bella
idea”.

Por lo demás, piénsese que Europa, y sobre todo Italia, fue ensangrentada y
arruinada por guerras incesantes y desastrosas por más de 24 años, desde 1520 en
adelante. ¿Cómo podía, por ello, dejar de producirse el fenómeno de la libertad y el
bienestar de los pueblos, fenómeno que ha seguido siempre en la historia, como
consecuencia lógica, a toda gran guerra?

***

6
L. Geiger.- “Rinascimento e Umanesimo in Italia”- Soc. Editrice Libraria, Milán- pág. 421-2.
22
Desde el saqueo de Roma, que lo hirió mortalmente, comenzó, pues, la agonía
del Renacimiento. Tres años después, en agosto de 1530, también la libertad florentina
era aplastada. Por segunda vez, en esos primeros treinta años del siglo, la antigua y
gloriosa república democrática era forzada por las armas nacionales y extranjeras a
curvarse bajo la tiranía de los Médici. La cual, fuerte con la ayuda imperial y papal,
dispersó con exilios y muertes los últimos restos del partido republicano; y de las
tradicionales libertades de la comuna florentina desaparecieron para siempre también las
formas exteriores y el nombre.

La gran alma de Miguel Ángel, toda conturbada por tanto desastre político,
social y espiritual, derramaba la amargura de su último en los conocidos versos que
hacía decir a su espléndida estatua de la “Notte”:

Caro m'e il sonno e piú l'esser di sasso,

Mentre che il danno e la vergogna dura...

Grato me es el sueño y más el ser de la piedra,

mientras el estrago y la vergüenza duran...

Entre tanto, la reacción se organizaba en formas cada vez más concretas de


combate y de coerción. La Inquisición, que había caído en desuso a causa del horror
suscitado en las poblaciones, era en 1542 restablecida y reforzada. Surgía la Compañía
de Jesús, y el papa la reconocía oficialmente en 1543. El Concilio de Trento se
desenvolvía desde 1545 a 1563, y todos los dogmas del catolicismo eran rigurosamente
confirmados, condenadas todas las objeciones, puesto freno a la libertad de prensa con
la institución del Index de los libros prohibidos, afirmado de modo más rígido que antes
el absolutismo de la potestad pontificia. Allí se apretaron de nuevo las filas para una
más áspera lucha no sólo contra las herejías internas del cristianismo sino en general
contra toda manifestación del libre pensamiento.

Ya había habido en 1545 un horrible estrago de los reformadores valdenses en


los valles de los Alpes de Provenza, en el que toda una pacífica población fue destruida
23
y dispersada con más de 4000 víctimas. Otra matanza de valdenses hubo en 1560-61 en
Calabria, donde se habían refugiado desde hacía tiempo muchos heréticos de Piamonte
y de Provenza. Después de la matanza en masa por la soldadesca, los supervivientes
eran mandados a la hoguera. Vino, luego, en agosto de 1572, la famosa masacre de la
noche de San Bartolomé, con decenas de miles de víctimas, ante cuya noticia se
celebraron grandes fiestas entre los católicos en España e Italia, y el papa Gregorio XIII
mandó acuñar en Roma una medalla conmemorativa.

Bajo la plancha de plomo de esta atmósfera saturada de sangre y de muerte, las


últimas chispas del primitivo Renacimiento humanístico, literario y artístico brillaban
todavía, pero ya la forma había matado decisivamente al espíritu. La vitalidad
exuberante y libre, ese sentido de absoluta independencia del espíritu y casi de revuelta
en su misma serenidad olímpica, esa universalidad del genio único señor de sí mismo,
que pasma aún ante la figura de Pico de la Mirándola, de León Bautista Alberti y de
Leonardo Da Vinci, se habían agotado y apagado. Último testimonio, en un silencio
desdeñoso, conservaba la tradición Miguel Angel, viejísimo. Pero los muy grandes, que
por la arquitectura, la pintura y la poesía habían hecho glorioso el nombre del siglo -
Bramante, Rafael, Ariosto- habían ya desaparecido hacía rato a mediados del
quinientos.

La arquitectura, sometida a la tiranía de las reglas clásicas, se volvió más fría y


afectada; la escultura declinó al amaneramiento y a la vacua imitación; en la pintura
(salvo algunas excepciones, en la escuela veneciana) faltó la armonía entre el
pensamiento y la forma; el vigoroso humanismo de un tiempo se maleó en la imitación
apocada y pedantesca; el culto exagerado de las reglas comprometió la libertad de la
creación; y, en el aura muerta de las Academias, la literatura se empobreció en las
chanzas estúpidas, en las discusiones y charlatanerías ora pesadas, ora frívolas.7

El Aretino, que merecía la horca, moría feliz y contento en el lagar de sus


riquezas. Era, pues, lógico y estaba en la naturaleza de las cosas que aquellos pocos
hombres de carácter que aun sobrevivían al naufragio del Renacimiento, fieles a una
misión de verdad, de ciencia, de pensamiento y de belleza espiritual superior, acabaran
en la horca.

7
Abrevio y resumo de las págs. 91 y 92, Vol. II de “Storia della Letteratura Italiana” de Victorio
Rossi (Edit. Vallardi, Milán).
24
La Curia romana y el Santo Oficio se encargaban de ello, extinguiendo con las
persecuciones, las prisiones y las hogueras lo que todavía quedaba de vital de toda la
magnífica germinación de los cien años precedentes: es decir, precisamente, lo que fue
llamado el “Renacimiento filosófico”, en cuanto se distinguió de todo lo restante del
Renacimiento no sólo por estar orientado exclusivamente a la filosofía, sino por haber
venido al final, como su última consecuencia y casi como para recoger su corona más
augusta a la luz del martirio.

Los mejores ingenios italianos, que no quisieron aceptar a ojos cerrados el


dogma ni inclinarse ante sus intérpretes oficiales, eran obligados a emigrar: así
Vergerio, Ochino, los dos Socino de Siena, Caracciolo de Nápoles, etc. Más de uno fue
forzado, con prolongada prisión y con tormentos, como Speziale de Cittadella, a abjurar.
Otros, siempre en ese periodo, acabaron en la hoguera o en el patíbulo o muertos de otro
modo en Venecia, Roma, Nápoles, Cosenza, etc. Nombrarlos a todos sería demasiado
largo, y basta, para seguir la sucesión de los hechos, el recuerdo de los más ilustres.
Francisco Burlamacchi, decapitado en Milán en 1548; Pedro Carnesecchi, decapitado y
quemado en Roma en 1567 y Aonio Paleario, estrangulado y quemado en Roma en
1570.

Alguno de ellos, como Burlamacchi, moría más como revolucionario político,


anhelante de libertad para su país, que como reformador religioso. También de Tomás
de Campanella, arrestado en 1599 y mantenido en prisión durante 25 años, se puede
decir lo mismo. Pero ya la reacción recrudecía en todos los terrenos y por cualquier
razón o pretexto.

No sin razón, pues, muy pronto Giordano Bruno, apenas sintió, en Nápoles y
Roma, por sus primeras audacias innovadoras, las primeras amenazas, tomó en 1576 la
vía del exilio. Sus peregrinaciones por Italia y a través de Europa, como sembrador de
ideas en los libros y desde la cátedra, son conocidas por nuestros lectores: conocida la
tradición que en 1592 en Venecia lo entregó a los sirvientes del Santo Oficio de Roma;
conocida su prisión de más de un septenio, el proceso y el suplicio en Campo de' Fiori,
donde ardió la hoguera en 1600, el año santo, en el que el papa Clemente VIII celebró el
jubileo, para el que no podía desear otra más ilustre víctima expiatoria.

Así se cerraba la última página del Renacimiento; así tenía término la larga
agonía de una edad que había brillado con tanto esplendor. Acababa dignamente,
25
apelando por boca de sus mártires a la justicia más grande y más pura del porvenir. La
filosofía de todo el periodo histórico precedente había tenido en este último hijo del
Renacimiento su más genuino representante. “Giordano Bruno -escribía hace más de 25
años un escritor y estudioso que se ha deshonrado atando su suerte al carro de los
modernos opresores de Italia- es la conclusión lógica de todo el Renacimiento, que
justifica el arte contra las desconfianzas y las acusaciones platonizantes del Medio Evo
y renueva de hecho el culto antiguo de la forma en la independencia absoluta de toda
preocupación extraña a los fines propios del arte; del Renacimiento que, acogiendo la
nueva doctrina copernicana, trastorna la intuición cosmológica, que la tierra del hombre
contraponía a los cielos de Dios en un sistema cerrado de relaciones finitas; y levanta
también la tierra y el hombre a la dignidad de los cielos interminables”.8

Quizá la noche del 17 de febrero de 1600, al volver a sus conventos, los


dominicanos de la Inquisición y los padres de la Compañía de Jesús habrán pensado
que ese día el suplicio del nolano había sancionado irrevocablemente su victoria. No
dejaban de tener alguna razón, juzgando gruesamente. Sin embargo, algo continuaba
todavía agrietándose en su edificio. Otras verdades peligrosas fermentaban. Galileo era
ya conocido y ya enseñaba. Campanella saldría de la prisión un día. Julio César Vanini
desafiaba ya, a su vez, la hoguera y la subía como héroe pocos años después.

Cuatro años antes de la muerte de Bruno había nacido ya Cartesio; después de


32 años nace Spinoza, y después de otros tantos Juan Bautista Vico. En Inglaterra, en
Germania y sobre todo en Francia el pensamiento libre se abre camino cada vez más. La
humanidad, eternamente joven, se toma poco a poco todas las revanchas; y sus fuerzas
vivas morales e intelectuales no se arredran ni detienen la propia obra.

El espíritu humano, siempre anhelante de mayores y más amplias conquistas,


mira ante sí el camino a recorrer, y ni su enorme longitud lo arredra, ni lo cansan los
altos o los forzados retrocesos. Prosigue el camino, extrayendo del dolor y del martirio
la fuerza moral para resistir y traspasar aun los obstáculos que parecen más
insuperables.

8
Giovanni Gentile. - “Giordano Bruno e il pensiero del Rinascimento”- Edit. Vallecchi, Florencia-
Pág. 52.
26
1) Vida y muerte del filósofo

Incidentalmente hemos señalado aquí y allí la tempestuosa vida errante de


Giordano Bruno; pero debemos narrarla, aunque brevemente, de modo más ordenado,
porque ella es como una sola cosa con su obra, y se encuadra, completándola, en la
visión de sus tiempos.

***

Giordano Bruno nació en 1548 en Nola, ciudad de la Campania, en un burgo


ahora destruido al pie de las colinas Cicala. Su padre fue Juan Bruni y su madre
Fraulissa Saulino. Su padre había sido soldado y también un poco cultor de las letras,
amigo del poeta Tansillo.

El nombre de bautismo de aquel que debía ser tan ilustre filósofo fue Felipe. El
nombre de Giordano él lo adoptó más tarde, cuando cerca de 15 años se hizo fraile,
vistiendo el hábito de los dominicanos. Conservó este segundo nombre, junto con el
apellido cambiado de Bruni en Bruno, aun cuando dejó de ser católico practicante.
Giordano Bruno fue su nombre de batalla hasta el día del martirio.

No se sabe casi nada de su primera infancia. El se refiere a ella apenas al vuelo


en alguno de sus escritos; se sabe así que sus primeros años fueron muy dolorosos para
él. Lo que se puede intuir de simple hecho que, apenas muchacho de 15 años, decide
hacerse cura. Verdad es que esto se debió también a la pobreza de la familia. En
aquellos tiempos, cuando en un hogar se quería encaminar a un hijo por la carrera de los
estudios, y no se tenía los medios para ello, se lo hacía ingresar a un convento.

Se conoce un episodio de cuando Bruno era todavía de cuna: un día,


despertándose, vio salir de un agujero de la pared una gruesa sierpe y dirigirse hacia él.
Aunque todavía no había comenzado a hablar, logró articular entre sus gritos el nombre
de su padre, que estaba en una habitación vecina y que acudió.

Es dudoso que tuviese, aun de joven, una verdadera vocación eclesiástica. Puede
que lo haya halagado el prestigio mundano de los dominicanos, cuya orden gozaba de
gran fama por su arte oratorio. Pero lo cierto es que él no permaneció mucho en la
ilusión de poder desarrollar libremente su inteligencia en la clausura del claustro.

27
Desde novicio empezó a despertar sospechas en superiores. Uno de ellos quiso
en cierto momento denunciarlo al tribunal como penetrado de máximas heterodoxas. En
1572 el joven recibió las sacras órdenes pero cuatro años después, en 1576, debió
escapar de Nápoles, -donde estaba en el convento de San Domenico Maggiore,-
efectivamente procesado esta vez bajo la acusación de tendencias arrianas y de haber
expresado dudas sobre el misterio de la Trinidad. En este punto comenzó para Giordano
Bruno el incesante vagabundaje a través del mundo, que sólo la traición y la violencia
podían truncar un día.

Tenía ya 28 años. Durante cerca de 10 años, en la relativa quietud del claustro de


Nápoles, su mente se había formado, nutrido y armado de ideas para el combate futuro.
Espantosa era entonces la corrupción en los conventos, especialmente sexual; y V.
Spampanato, autor de una reciente biografía de Bruno, ha extraído de los archivos del
tiempo toda una serie de procesos por ofensas a las costumbres, contra frailes y
religiosos del Nápoles de entonces. En ninguno de ellos se hace mención alguna del
joven nolano, absorto por entero, evidentemente, en sus estudios. Fue sometido a
proceso únicamente a causa de sus opiniones consideradas heréticas, después de
discusiones sostenidas por él con eclesiásticos forasteros de paso por Nápoles.

De Nápoles se trasladó a Roma, donde se refugió en el convento de Santa María


de la Minerva; pero poco después fue advertido que se le buscaba como “apóstata y
excomulgado”, y entonces, disfrazado, escapó nuevamente. Después del arresto de
Venecia insinuaron sus enemigos que, durante su estada en Roma, en 1576, él arrojó al
Tiber, al espía que lo había denunciado al Santo Oficio. Si fuese verdad, ese acto tan
legítimo no menoscabaría absolutamente la fama del Grande. Pero no se sostuvo nunca
seriamente tal acusación ni nadie dio nunca ninguna clase de prueba.

Fue a Génova y de aquí a Noli. Ignorándolo todo, allí la autoridad local le confió
una escuela de niños. Pero pronto él atrajo la atención de las personas cultas del lugar, a
quienes comenzó a dar lecciones acerca de la “Sfera”, especie de cosmografía de ese
tiempo.

Se cree que en ese tiempo tenía ya escrita su primer obra, L'Arca di Noé, y la
comedia Il Candelaio, en la que pone al desnudo la corrupción de esos tiempos. Partió
luego de Noli para Savona, e ido a Turín y más tarde a Venecia, escribió aquí otro libro:
De' Segni dei Tempi. Va a Padua, luego a Bergamo, Brescia, Milán, luego de nuevo a
28
Turín, y de aquí a Chambery, en Saboya. Y al final llega a Ginebra, llamada “la Roma
protestante”.

En Ginebra el nolano se detuvo un poco más largamente, ganándose la vida


como corrector de pruebas para los tipógrafos de la ciudad. Pareció adherir por un
instante al calvinismo; pero no es cosa segura. Fue por lo menos un brevísimo
paréntesis, por él pronto superado. Habiendo encontrado también en los calvinistas la
misma ciega y violenta intolerancia de los católicos, él no podía confiar que lo dejaran
tranquilo mucho tiempo. Su pensamiento, en efecto, se aproximaba mucho al de la
filosofía neo-platónica de Miguel Servet, que ya había sido hecho quemar vivo por
Calvino.

Pronto dejó Ginebra por Lyon, y de Lyon fue a Tolosa, una de las ciudades más
doctas de aquellos tiempos, que contaba como profesores de su Universidad hombres de
gran cultura y cerca de diez mil estudiantes. Según el profesor R. Mondolfo, Bruno se
había ya doctorado en Roma, antes de 1576, en teología romana. En Tolosa consiguió el
título de doctor, “maestro de las artes”, en filosofía y obtuvo el cargo de “lector
ordinario”. Como tal dio un curso de lecciones sobre De Anima de Aristóteles y sobre
otros temas. Se remonta a aquel periodo de escritor Liber clavis magnae (El Libro de la
gran clave). Que, como el precedente L'Arca di Noé y otros, se perdió.

También en Tolosa, empero, el aire se hizo para él irrespirable, ya que osó


levantar la voz contra la escolástica aristotélica. No se olvide que, precisamente en
Tolosa, menos de 50 años después debía ser quemado vivo otro filósofo, Julio César
Vanini. Permaneció el nolano en esa ciudad cerca de dos años, hasta que en 1579 se
dirigió a París.

En la Universidad de París obtuvo también una cátedra, libre, en la que dio


lecciones concurridísimas sobre el arte de la memoria y sobre las doctrinas de
Raimundo Lulio. En pocas palabras, su fama fue tal que el rey Enrique III lo quiso
conocer. A este rey le dedicó su libro De Umbris Idearum. Hacia 1582 escribió el Canto
Circeo y otro libro sobre Lulio. Estos libros están todos en latín. También en 1582
publicó en París Il Candelario, en italiano, con la consiguiente indicación: “comedia de
Bruno Nolano, académico de ninguna Academia, llamado el Fastidiado”.

29
El, empero, no fue en París lo que hoy se diría profesor ordinario y entonces se
decía “lector”, porque, para serlo, era preciso ir a misa, y Bruno, excomulgado, no
frecuentaba la iglesia. Enseñaba como profesor libre. En París la Universidad de la
Sorbona era muy reaccionaria, tradicionalista, ortodoxa del catolicismo hasta el
extremo; y Bruno no podía dejar de sentirse en contraste con la enseñanza oficial. Pero
puesto que él se limitaba todavía a tratar temas no demasiado escabrosos o a enseñar
verdades ya consagradas, y sólo en alguna feliz cuan inadvertida divagación accesoria
hacía sentir tal cual vez la garra del león rebelde, fue en aquel periodo dejado
relativamente tranquilo. No le faltó siquiera, como hemos visto, el aplauso de los
poderosos. Conocedor de varias lenguas, había adquirido muchas simpatías, y hubiera
podido arreglarse cómodamente en un discreto bienestar, si su naturaleza de apóstol y
de caballero errante de la idea no hubiese predominado en él.

Dejó en 1583 el ambiente por el momento favorable de París, y pasó a Londres,


donde fue huésped del embajador francés Miguel de Castelnau, en el seno de cuya
familia, que lo rodeaba de atenciones afectuosas y respetuosas, pasó el periodo mejor y
más tranquilo de su vida. A Castelnau dedicó su trabajo en latín, Trigintu sigillorum
explicatio, precedido de una carta a los profesores de Oxford. A esta Universidad se
dirigió poco tiempo después, y desde esa cátedra retomó de nuevo la enseñanza de la
filosofía, arrojándose esta vez en plena restriega, atacando las ideas de Aristóteles,
reputadas en aquel tiempo intangibles casi tanto como las de san Tomás de Aquino.
Sostuvo, entre otras, discusiones sobre la inmortalidad del alma y dio lecciones sobre la
“quíntuple esfera”.

Fueron, repetimos, casi tres años de tranquilidad para el inquieto filósofo


vagabundo, entre los más densos para él de producción intelectual. Escribió en ese
periodo casi todas sus obras en italiano, de las más importantes salidas de su pluma. Se
publicaron en Londres, en 1584, Cena delle Ceneri, Della Causa, Principio et Uno,
Dell' Infinito, Universo e Mondi, en 1584 y 1585, en París: Spaccio della Bestia
Trionfante, Cabala del Cavallo Pegaseo, Asino Cillenico y Degli Eroici Furori.

Finalmente, empero, también el ambiente académico inglés comenzó a serle


hostil. Y puesto que la familia Castelnau retorna a París, también Giordano Bruno
vuelve a París, hacia fines de 1585. Pero esta vez vuelve a la Sorbona enteramente
armado de su energía para combatir las más ásperas batallas.

30
La Universidad de París es la roca fuerte de la doctrina aristotélica, y él le mueve
guerra precisamente en su roca a esta doctrina, escogiendo un arma aun más cortante
que la exposición teórica y que el libro: la disputa. Nolano desafía a discutir a los
teólogos de la Sorbona sobre ciento veinte tesis, deducidas de sus lecciones; y en
sesiones solemnes, frente a un público desbordante, contra los tumultos que los
adversarios tratan de suscitar, él afirma sus ideas y las defiende contra las ideas
adversarias: los principios de la física de Aristóteles pasan por la criba de su crítica y
salen demolidos. Esta discusión tuvo lugar durante las fiestas de Pentecostés de 1586.

Dos o tres libros salieron de su pluma en París en 1586, de los cuales uno de
carácter expositivo sobre Aristóteles y otro (publicado o republicado más tarde en
Germania) en el que G. Bruno expone particularizadamente las 120 tesis sobre la
Naturaleza y el Mundo que había sostenido en contradictorio con los “peripatéticos” de
la Sorbona.

No impunemente, empero, él se había puesto en París contra todo un mundo y,


en consecuencia, en cierto momento, debió irse. En julio de 1586 partió para Marburgo,
en el ducado de Hesse, Germania. Allí se hizo inscribir en la Universidad como doctor
en teología, pero el rector le negó la autorización para enseñar. Partió entonces para
Maguncia, y llegó a Wittemberg, llamada por Bruno mismo la “Atenas de Germania”.

La Universidad de Wittemberg lo acogió muy bien y lo inscribió entre sus


profesores libres. Continuó desde la cátedra la exposición de sus ideas, ya formadas y
definitivas. Desde algunos años ya, desde su periodo más fértil y afortunado de
Londres, había dejado de ser el neo-platónico de cuando había abandonado Italia. Había
llegado a lo que le pareció la clara verdad: “al puro naturalismo positivo, el cual es el
punto de conversión al que tiende, como por necesario impulso dialéctico, todo el
pensamiento del Renacimiento”.9

La enseñanza de Bruno en Wittemberg tuvo una entonación más objetiva y


serena, menos polémica. Dio lecciones sobre la metafísica en relación a las ciencias
astronómicas, físicas y matemáticas. Por consejo de Alberico Gentili, el conocido
jurisconsulto italiano, comentó el Organon de Aristóteles. Propagó las ideas de

9
E. Troilo.- “Giordano Bruno” - Profili, Nº 47 – Edit. A.F. Formiggini, Roma – pág. 44 y 45.
31
Copérnico, sosteniendo que de su física y su astronomía nueva se debía sacar los
elementos para una nueva filosofía.

Se detuvo en Wittemberg menos de dos años, y allí publicó algún otro escrito
suyo sobre Lulio, sobre la lógica, la controversia con los aristotélicos de París; al fin,
cuando partió, en 1588, -él, no más católico, ni siquiera protestante, debía sentirse a
disgusto en una ciudad que había sido teatro de la revuelta de Lutero y en ella que eran
muy fuertes las pasiones religiosas- dirigió una cálida expresión de saludo y de
agradecimiento a la ciudad y al senado “que habían permitido a un extranjero, a un
hombre lejano de su fe, enseñar públicamente según sus propias convicciones”.

La etapa siguiente de su peregrinaje fue Praga, donde también enseñó durante


seis o siete meses y dio a la prensa otros dos trabajos (1588); pasó luego a Helmstaedt
(1589), hasta que se dirigió a Francfort sobre el Meno, la ciudad de los libreros, donde
se encontraba ya en la primavera de 1590, huésped de los editores Wechel.

En Francfort, G. Bruno no se ocupó sino de la publicación de algunas otras obras


suyas, ya prontas, que aparecieron luego en 1591, por los tipos de Wechel, las cuales
por importancia, volumen y originalidad igualan a las demás importantísimas impresas
en lengua italiana en Londres cinco o seis años antes. Estas estaban, en cambio en latín:
De imaginum Signorum et ideatum compositione, (“Composición de las imágenes, de
los signos y de las ideas”) - De triplici minimo et mensura, (“El Triple Mínimo y la
Medida”) -De monade, numero et figura, (“La Mónade, el Número y la Figura”) - De
inmenso et innumerabilibus, (La inmensidad y la innumerabilidad” o sea El Universo y
los Mundos).

Sobre todo las tres últimas son de valor capital. Ellas consisten en tres poemas,
que se continúan el uno al otro en orden lógico y racional. Bruno mismo expone sus
objetivos en una carta al joven príncipe Enrique Julio que lo había acogido muy bien en
Helmstaedt: “En la primera parte estudiosamente estudiamos la verdad, en la segunda
las palabras, en la tercera las cosas; la primera trata de lo que es innato en nosotros, la
segunda las palabras, en la tercera de lo que hemos encontrado nosotros mismos”. Lo
que él ha encontrado, lo que para él es verdad evidente, cierta, fortísima es la Unidad, la
Infinitud y la Naturalidad del Universo.

32
Fueron éstas las últimas cosas publicadas directamente por Giordano Bruno10.
En este punto la fatalidad y la maldad humana pusieron fin al trabajo de tan incansable
trabajador del pensamiento.

Para su desgracia apareció en Francfort en 1590 un librero veneciano, cierto


Ciotto, el cual adquirió libros de Bruno y los llevó a Italia. Uno de estos libros cayó bajo
los ojos de un señor y noble veneciano, Juan Mocenigo, el que deseó conocer al autor.
Mocenigo era un tipo extravagante de viejo maligno, curioso y supersticioso. El ansia
de conocer a Bruno le había venido por la creencia fantástica de que los filósofos, y
especialmente los filósofos heréticos, se ocupaban de ciencias ocultas y misteriosas.
También en Venecia atrajo la atención general: participó en la casa de los Morosini en
discusiones filosóficas con las personas más cultas de la ciudad, y no dejó de dirigirse
de tanto en tanto a Padua, conocida sede universitaria, donde parece haber dado
lecciones a estudiantes alemanes.

Pero Mocenigo, desilusionado de no haber encontrado en Bruno el gran maestro


de cosas ocultas y diabólicas que esperaba, instigado por su confesor, o por móviles más
deshonestos aún, acogió poco a poco la idea de traicionar a su huésped. Lo denunció al
Santo Oficio como maestro de herejías; y, mientras Bruno presintiendo la traición se
preparaba a partir de nuevo para Germania, el 22 de mayo de 1592 el vil traidor lo hizo
sorprender dormido en el lecho y lo encerró atado en un granero. Al día siguiente lo
entregó a los milicianos de la Inquisición, los que condujeron al arrestado a las lúgubres
prisiones del Santo Oficio Veneciano.

El 29 de mayo, el 2 de junio y el 30 de julio fue interrogado por el tribunal de la


Inquisición. Al principio, él intentó salvarse sosteniendo que sus opiniones científicas y
filosóficas eran una cosa y la religión otra; que él no era herético sino filósofo; que, aun
siendo sus ideas filosóficas diversas de las del tiempo y de muchos creyentes, ellas no
estaban en contraste con la religión, de la que no se había ocupado; y que, en suma, en
sus obras, nada había contra la religión católica. Llegó hasta a admitir de haber podido
incurrir en culpa, en cuyo caso se declaró arrepentido de ella y pidió perdón.

10
Otro escrito suyo apareció durante su prisión, en 1595, y otro doce años después de su muerte
(1612). Siete escritos inéditos sólo fueron publicados recientemente, en 1891, en Florencia, cuidados por
Felice Tocco. Se reconocen, además, los títulos de otras 11 obras de G. Bruno inéditas o desaparecidas, y
se tienen referencias de otros 5 o 6 escritos, probablemente inconclusos. Se cree que haya en los archivos
del Vaticano manuscritos inéditos de Bruno, secuestrados a éste en el momento de su arresto en Venecia.
33
Era evidentemente una ficción para intentar salvarse. Esperaba, quizá, cediendo
de modo genérico sobre alguna cuestión secundaria o en cuanto a las formas, escapar de
la maquinación en que había caído, y poder retornar a Germania a reanudar su
apostolado. Pero fue en vano. Mientras estaba pendiente el proceso en Venecia, la
Inquisición de Roma lo avocó para sí y sin esperar más pidió al gobierno veneciano la
entrega de Giordano Bruno. Venecia rezongó un poco e intentó resistir, pero, el 7 de
enero de 1593, acabó por ceder con el pretexto de que Bruno no era ciudadano
veneciano. Y el filósofo fue conducido a Roma, donde ingresó en la cárcel del Santo
Oficio el 27 de febrero de 1593. Aquí se continuó el proceso, prolongado durante siete
años.

El proceso de Giordano Bruno en Roma quedó y queda todavía envuelto en el


más profundo misterio. El enorme legajo se conserva en el Vaticano, junto a algunas
obras inéditas de Bruno, pero ni aquel ni éstas se ha querido nunca poner a disposición
de los estudiosos. Quien conoce el procedimiento horrible de los procesos de aquel
tiempo, sobre todo en los de la Inquisición, puede imaginarse muy bien a qué torturas
físicas y psíquicas debió ser sometida la víctima.

Lo que se sabe es que Bruno, que en Venecia pareció doblegarse por un instante,
en Roma se irguió contra sus acusadores y verdugos en toda su fiereza e intransigencia.
Lo que demuestra que su flexibilidad de arrepentido en Venecia, donde de todos modos
no había peligro de tortura o de muerte, fue en verdad una tentativa de engañar al
enemigo y nada más. Allá enfrentaba a satélites secundarios, con quienes podía ser
posible y proficuo obrar con astucia y tratar de aparecer transitoriamente distinto de lo
que era en realidad. ¡En Roma no!

En Roma, cara a cara al enemigo mayor, en su cueva y entre sus garras, ya sin
esperanza de huir de ellas, bajo los tormentos, y con el suplicio como amenaza suprema
contra su herejía, fue indómito e inflexible. Afirmó el derecho de su nuevo pensamiento,
lo proclamó verdadero, se negó a reconocerlo herético y no quiso abjurarlo. Escuchó
impasible la sentencia que lo condenaba a la hoguera y pronunció contra los jueces las
memorables palabras: Maiori forsan cun timore sententiam in me fertis, quam ego
accipiam (“Quizá tenéis más temor vosotros al darme la sentencia, que yo al recibirla”).

Con la sentencia, el Santo Oficio hizo también público la lista de las herejías de
Bruno: ser innumerables los mundos, pasar las almas de un cuerpo a otro y del uno al
34
otro mundo, ser eterno el mundo, haber inventado Moisés mismo las leyes que dijo
haberle dado Dios, haber Moisés y Cristo producido milagros por magia, tener su origen
los hombres de progenitores creados antes que Adán, etc.

La sentencia de muerte le fue leída el 9 de febrero de 1600, después que Bruno


rehusó rotundamente retractarse de sus ideas, en el convento de Santa María de la
Minerva, en Roma. Según la hipócrita ficción jurídica de la Iglesia, fue entregado a la
autoridad laica para que fuese ejecutada la sentencia “sin derramamiento de sangre “, -
eufemismo... humanitario, para significar la muerte más horrible, entre las llamas.

Nueve días duró la agonía; y el 17 de febrero, -el día en que el papa Clemente
VIII celebraba el jubileo- a guisa de espectáculo, como un número más de los festejos,
el nolano, vestido con la camisa llamada “San Benito”, sobre la que estaban pintados en
rojo los diablos que desgarran a los condenados al infierno, fue conducido a la plaza de
Campo de' Fiori, y atado al palo sobre la gran pila de leña, a la que se puso fuego.
Asistían y cuidaban del buen orden del espectáculo de muerte frailes y curas en
cantidad, y en torno el populacho en aplausos.

Así moría, con un gesto supremo de desafío a los enemigos de la libertad, el


último y el más grande filósofo italiano del Renacimiento.

***

Muchos extranjeros deben haber asistido al horrible auto de fe, ya que en ese
momento, dice un historiador, había congregados en Roma tres millones de forasteros.
Se dice que entre ellos estaba uno que había sido discípulo del nolano, el conde de
Ventimiglia, a quien el mártir habría gritado que rehuyera los prejuicios y los errores.
Presenció también el suplicio un escritor alemán, Gaspar Schopp, ex protestante
convertido y católico ferviente, el que ese mismo día escribía, en una carta al rector de
la Universidad de Altorf: “… En la cárcel se trató asiduamente que (Bruno) quisiera
renegar de sus errores, pero en vano. Hoy, pues, fue conducido a la hoguera, y
habiéndosele, moribundo, aproximado la imagen del Salvador crucificado, la miró con
expresión sombría y volvió la cabeza...”

Una nota de un libro de Avvisi en que se acostumbraba anotar en esos tiempos


los hechos cotidianos, especie de diario, daba noticia así del acontecimiento:
35
“El jueves fue quemado vivo en Campo di Fiore ese fraile de S. Domenico de Nola
herético pertinaz, con la lengua en la garganta (amordazado), por las pésimas palabras
que decía, sin querer escuchar a confortadores ni a nadie”.

Una segunda nota agregaba: “El jueves a la mañana en Campo de Fiore fue
quemado vivo ese malvado fraile dominicano de Nola, de quien se escribió más arriba:
herético obstinadísimo y que, habiendo por su capricho formado diversos dogmas
contra la Santa Fe y en particular contra la Santísima Virgen y los Santos, quiso
obstinadamente morir en ellos, el malvado; y decía que moría mártir y con gusto, y que
ascendería su alma al paraíso con ese humo: pero ahora él advierte si decía la verdad”.

El célebre astrónomo Kepler escribía ocho años después al Dr. Bregg: “… Supe
por Wacherio que Bruno fue quemado en Roma y que soportó con firmeza el suplicio,
afirmando que todas las religiones son vanas y que Dios se identifica con el mundo, con
el círculo y con el punto...”

Luego se hizo sobre el mártir de la libre filosofía un silencio de tumba, que sólo
hacia la mitad del siglo XIX fue roto por el hallazgo y reedición de sus obras y de los
primeros estudios sobre ellas. Las obras italianas se recogieron y se editaron en Lipsia
por primera vez en 1830, las otras en latín en Stoccarda en 1834-36; y un primer estudio
biográfico, de C. Bartolmess, en París, en 1846-47. Una exposición completa de su vida
y de su doctrina, que ha quedado clásica, es la escrita en italiano por Domenico Berti, en
1868.

Luego la literatura bruniana se enriqueció enormemente en todos los idiomas. La


más completa biografía última de Bruno, puesta al día con nuevos documentos éditos e
inéditos, es la de V. Spampanato, publicada en Messina en 1924.

2) El pensamiento de Giordano Bruno

Ciertamente el título que, por brevedad, damos a estas páginas resultará


desproporcionado a su contenido, ya que ellas no lograrán mantener, dentro de los
límites de una exposición sumaria e informativa, -ocasión a su vez de observaciones e

36
ideas propias de quien escribe- la promesa de contener en su breve espacio la síntesis
completa del pensamiento bruniano.

Pero el fin modesto de vulgarización que nos proponemos no nos impone ir tan
lejos. Apartemos, por lo tanto, el lado más propiamente escolástico de la filosofía
bruniana, su dialéctica formal, lo que interesa exclusivamente a los pedantes
catalogadores de sistemas y a los profesionales de la filosofía. Giordano Bruno que, sin
embargo, fue un hombre de cátedra, aborrecía de todos ellos y se decía precisamente
académico de ninguna academia, el “fastidiado”.

Tratemos pues, de recoger de su pensamiento cuanto puede interesar y ser


entendido, aun fuera de las academias y lejos de las cátedras, por todo sano y libre
intelecto amante de la verdad.

Para comprender a Bruno hay que situarlo en su tiempo. Los que pretendieron
hace una cuarentena de años hacer de él una especie de anticlerical y libre pensador en
lucha contra el Papado, según el figurín entonces de moda, nos parecen hoy un poco
bufos, como aquellos otros que entre 1860 y 1870 llevaban sus ingenuos entusiasmos
patrióticos hasta el punto de ver a Garibaldi en el simbólico “Veltro” (lebrel) del
Infierno de Dante.

Giordano Bruno fue ciertamente una víctima del odio teológico y de la


prepotencia papal, pero el nolano era un pensador de miras mucho más amplias, que
abarcaban el mundo universo y no se cuidaban, sino de lejos y por incidencia e
indirectamente, de lo que en particular podía concernir a la Iglesia Romana.

También un elemental sentido de prudencia, obligado para quien se había fijado


un deber más alto y vasto, debía aconsejar a Bruno evitar un terreno de controversia,
extraño a él mismo que no pertenecía a ninguna secta religiosa, demasiado reducido
para él que tales controversias superaba, y, por ende, inútilmente arriesgado. Por la
entereza de su pensamiento hubiera sabido afrontar un día los suplicios y la muerte,
pero estulto hubiera sido subordinarlo y sacrificar su causa a cualquiera de sus lados
particulares y de menor importancia.

El unir, según el consejo bíblico, la prudencia de la serpiente al coraje del león,


debía ser casi instintivo en quien se sentía capaz de grandes cosas y no podía caer a la
primera emboscada sin haberlas cumplido o, por lo menos, proclamado al mundo. Otros

37
ejemplos de ello lo hubo en el curso del Renacimiento que estaba tramontando, aun
cuando mucho mayores libertades habían sido toleradas al pensamiento; más explicable
y natural, pues, debía ser eso en aquel horrible declinar del quinientos, en pleno triunfo
de la Inquisición, cuando el fanatismo de las cortes y de las plebes y las persecuciones
eclesiásticas y estatales habían reducido el camino del saber a un peligroso laberinto
erizado de mortales insidias y acechanzas.

El Hamlet de la filosofía, resuelto en su pensamiento a buscar por cualquier vía


la verdad, para no caer en alguna trampa antes de haberla logrado y revelado, debía
mover con mucha cautela sus pasos por esa equívoca corte de Dinamarca llena de
misterios tenebrosos y de obscuras amenazas.

***

La absoluta sinceridad, que emana de todo su fogoso modo de expresarse,


garantiza la ausencia en Bruno de una cualquiera artificiosa y consabida simulación,
cuando él evita precisar un contraste verdadero y propio con lo que es materia de fe del
catolicismo. El no tenía necesidad, para lo que se proponía, de descender a ese terreno;
eso lo hubiera hecho desviar de su camino totalmente diverso, y acaso él sentía
inconscientemente que lo hubiera llevado a choques consigo mismo que le quitarían la
serenidad necesaria para la investigación de un disentimiento más amplio y menos
particular entre el viejo mundo y el nuevo.

No obstante, ese contraste existía; se lo intuye y deduce, ora incidental, ora


implícito, en mil puntos de su obra. El lo deja aparte y no se preocupa de resolverlo;
pero no puede impedir que otros, llegando de las premisas a las inevitables
conclusiones, lo resuelvan en lugar suyo, y en el modo más hostil a la Iglesia. De ahí la
ira eclesiástica y la venganza de la hoguera...

El, en substancia, decía: yo soy un filósofo y no un teólogo; no me ocupo de


teología, y no niego absolutamente la verdad a que llega la teología por medio de la fe y
de la revelación; pero yo, filósofo, busco la verdad en el terreno natural y quiero lograr
la que es posible conocer por medio de la razón. Las dos vías son diversas, y quien
marcha por la una no puede chocar con quien marcha por la otra...
38
Esta separación entre razón y fe era entonces, y por mucho tiempo todavía,
creída posible. Hubo, en tiempos asaz menos remotos que los de Bruno, sabios y
filósofos, profundamente creyentes en la religión revelada, que luego, como en sede
aparte, afirmaban principios de ciencia y de filosofía que conducían a la negación de su
fe religiosa; pero la Iglesia Católica siempre ha notado perspicazmente el contraste y no
se avergonzó de condenar ciertas obras del género aunque fueran de sus más sinceros
fieles o sacerdotes.

Giordano Bruno pudo ilusionarse de evitar el choque, tratando de aislar su


sapiencia en la torre de marfil de la aristocracia intelectual, lejos del vulgo, y esperar
que lo “dignos teólogos”11 no se convertirían en enemigos de los filósofos. Pero bien
debe habérsele hecho evidente y como insanable el contraste en los largos siete años de
prisión, en la cárcel papal de Roma; signo manifiesto de ello fue el mostrarse
“fastidiado” también de Cristo, cuando al serle presentada en la hoguera la cruz, volvió
la cabeza en un acto de rechazo que resolvía en el último instante con una negación el
angustioso problema.

Esa es su actitud de separar la razón de la fe, independizando la filosofía de la


religión, era ya, por lo demás, colocar a la segunda en una posición de inferioridad
respecto a la primera. Bruno no niega lo sobrenatural y lo extramundano, que informaba
la vida espiritual del Medio Evo; pero, como filósofo, “busca la divinidad no fuera del
mundo, sino en el mundo; es en el fondo la más radical negación del ascetismo y del
medio-evo”.12

¿Qué es, pues, la religión, según Giordano Bruno? “La religión es la sombra de
la verdad, no lo contrario de la verdad”, responde en De Umbris idearum. No lo
contrario, está bien; pero tampoco lo mismo que la verdad, no la verdad verdadera. En
substancia, según Bruno, la religión dice verdades, pero las envuelve en misterios, que
son transacciones entre la fe y la razón para hacer accesible aquella al pueblo que no
sabe razonar. Ella es, pues, como un instrumento, un medio de educar a los débiles y a
los ignorantes, puesto que la verdad desnuda y cruda podría ser perniciosa no por ser
verdadera, sino por ser mal entendida,13 por malignidad o por incapacidad e ignorancia.

11
G. Bruno “Opere italiane”, Edit. Laterza, Bari, Vol. I,pág. 293.
12
F. De Sanctis; “Storia della Latteratura italiana”, Edit. Fr. Treves, Milán; vol II, pág. 193.
13
G. Bruno “Opere italiane”, Edit. Laterza, Bari, Vol. I, pág. 284.
39
Pero en este sentido todas las religiones son verdaderas, o pueden serlo; y, desde
el punto de vista de quien cree firmemente en una de ellas, eso es una blasfemia, ya que
equivale a decir que ninguna religión es en realidad la verdadera. La conclusión que se
saca más lógicamente es la irreligión (entendida ésta no como negación de todo
sentimiento religioso, sino como alejamiento de todas las iglesias) o por lo menos la
indiferencia.

En efecto, cuando Bruno habla de la religión como medio de educación moral


para el vulgo no precisa ésta o aquella religión, sino dice en plural las religiones. En
otro lugar, en Spaccio della Bestia Trionfante, ve la divinidad misma en todos los
objetos del culto adorados por los pueblos en el curso de los tiempos: “Mercurio o
Júpiter”, como “cocodrilos, gallos, cebollas y nabos y otros”. Todo el razonamiento que
hace Bruno acerca de la divinidad adorada por los antiguos en la virtud de Júpiter, se
podría aplicar a Jesucristo, y a los “cocodrilos, gallos, cebollas, nabos y otros”, se
podría agregar sin error todos los santos y vírgenes del catolicismo. “Mira, pues,
(concluye Bruno) como una simple divinidad que se encuadra en todas las cosas, una
fecunda naturaleza, madre conservadora del universo, según como diversamente se
comunica, reluce en diversos objetos y toma diversos nombres”14.

También Juan Gentile, que nos parece que deduce errónea y arbitrariamente una
norma oportunista de la conducta, del valor práctico que el nolano reconocía a toda
religión, admite que en efecto la filosofía de Giordano Bruno “negaba teóricamente
todas las religiones particulares”15.

Con sólo esto ya superaba Bruno en audacia a todos los reformadores de su


tiempo. No sólo el catolicismo, sino todas las iglesias cristianas eran sacudidas por él en
sus fundamentos. Su deísmo panteísta y naturalista no lo aproximaba a la Iglesia del
papa de Roma, o de Lutero, o de Calvino, más que a la de Moisés o de Mahoma.
Malogrado las precauciones con que, como todos los innovadores de esos tiempos de
tiranía, trataba de pasar incólume entre las mallas de la censura inquisitorial, Giordano
Bruno no podía lograrlo del todo. Su pensamiento era demasiado vivo para no herir
enseguida crudamente los ojos de los centinelas del Santo Oficio, aun a través del velo

14
G. Bruno “Opere italiane”, Edit. Laterza, Bari, Vol. II, pág. 176-78.
15
G. Gentile; “Giordano Bruno e il pensiero del Rinascimento”, Edit. Valecchi, Florencia, pág. 33.
40
de sus distinciones entre teología y filosofía, y a pesar de todas las reverencias
convencionales a la primera, -con la cual, empero, rehuyó cuidadosamente todo
contacto.

“Bruno, es verdad, dice admitir una contemplación más alta que la filosofía;
pero a quien lo interroga: ¿por qué, pues, no haces al mismo tiempo el filósofo y el
teólogo? responde: porque para hacer el teólogo es preciso la fe, y yo no creo; es preciso
la luz sobrenatural, y yo no la tengo; sin esta fe y esta luz, la teología es imposible y
nula. Pero cree, entonces, y la harás posible y real.- La respuesta es siempre: no creo.
No creo es el non possumus de Bruno. Así la fe y, por ende, la teología son para Bruno
como algo que deja atrás en su camino: un caput mortuum que no le sirve para nada”.16

***

Si Giordano Bruno “negaba todas las religiones”, considerándolas a todas


igualmente como un instrumento práctico de moralización para la gente ignorante, ¿se
puede deducir de ello que él fuese del todo “sin religión”?

Indudablemente, él estaba fuera de todas las iglesias, espiritualmente extraño a


todas las confesiones, alejado de todos los cultos, comenzando del católico, con el que
había roto colgando los hábitos de hermano dominicano.

Pero el no pertenecer a ninguna iglesia no significa ser irreligioso. En tiempos


mucho menos remotos se han conocido hombres ilustres de fuerte espíritu religioso y
creyentes en Dios, como Mazzini y Lamennais, hostiles a todas las confesiones
eclesiásticas. Para ellos, Dios es la expresión de su personal religiosidad, y a Dios
atribuyen los caracteres de la perfección humana a que aspiran.

Muy aproximadamente se puede hablar del mismo modo de una religiosidad de


Giordano Bruno, la que no tenía, empero, el carácter místico y casi hierático de esos
pensadores de dos siglos y medio después. “Bruno -decía De Sanctis- tiene muy
desarrollado el sentimiento religioso, es decir el sentimiento de lo infinito y de lo

16
Bertrando Spaventa; “Saggi critici di Filosofía, Politica e Religione”; Edit. Tip. G. Bruno,
Roma, 1899, pág. 226.
41
divino, como es en todo espíritu contemplativo”17. Pero su religiosidad, cuyo carácter
universal y panteísta chocaba contra los dogmas de todas las iglesias, no tenía por
objeto la ultratumba ni lo sobrenatural, sino más bien la naturaleza viviente; y la
divinidad era para él la vitalidad misma del universo.

Su lenguaje deísta tenía un significado del todo humano; en el universo y


justamente en el propio yo interior él veía y sentía agitarse su Dios.

Realizando en cierto modo en su propio espíritu la promesa de Satanás a Eva


“seréis semejantes a Dios”, Giordano Bruno terminaba un diálogo (el tercero de la
primera parte) de Degli Eroici Furori, con esta orgullosa afirmación: Del sujeto más vil
me convierto en Dios. De cosa inferior me cambio en Dios.18

“Cambiarse en Dios -dice De Sanctis- significa elevarse de la multitud al uno, de


lo diverso a lo mismo, del individuo a la vida universal, de las formas cambiantes a lo
permanente, ver y querer en el todo lo uno y en el uno el todo; o, para salir de esta
terminología, Dios es verdad y bondad escrita dentro de nosotros, visible por la luz
natural; buscarla y poseerla es la perfección moral, el fin de la vida”.19

Es del todo ocioso preguntarse si Giordano Bruno creía en Dios, para


responderse negativamente como hacían los clericales rabiosos de su tiempo, para los
cuales el ateísmo era delito punible con la muerte, o como más tarde hicieron los
anticlericales que quisieron ver en él un materialista. Erraban unos y otros, del mismo
modo que aquellos que (fascísticamente como Gentile) hoy invocan su autoridad para
imponer al pueblo, con la coerción estatal, un culto cualquiera. El Dios de G. Bruno no
se presta ni a la explotación de los primeros, ni a la de los segundos. El constituía más
bien una fe para Bruno, y no es lícito empuñar tal fe para hacer de ella un delito o una
gloria; era una fe tal que no se empobrecía en los cultos y que no puede confundirse con
éstos.

“La palabra Dios se encuentra a menudo en la obra bruniana, como ocurre


igualmente con las palabras alma, espíritu, providencia y otras del pesado bagaje del
pensamiento religioso y metafísico. Pero quien quisiera tomarla en su sentido común
cometería, a decir poco, una ingenuidad...” Bruno no busca la divinidad fuera del

17
Francesco De Sanctis; “Storia della Letteratura italiana”, vol II, pág. 201.
18
G. Bruno; “Opere italiane”; vol. II, pág. 346.
19
De Sanctis; Ob cit. Vol II, pág. 200.
42
infinito mundo y de las infinitas cosas, sino dentro de éstas y en aquél... Es vano, pues,
pensar en el Dios bruniano como exterior al Universo... Giordano Bruno resuelve lo
divino en lo natural, y de la obscura envoltura de los elementos señalados extrae el
soberbio concepto nuevo de la Naturaleza, la cual, formándose casi de los viejos
despojos de la divinidad, suplanta a Dios, convirtiéndose ella misma en Dios. Natura
sive Deus: unidad, infinitud, autonomía, potencia intrínseca e intensiva y extensiva,
complejo de vicisitudes y de contrariedades que se resuelven en armonía, actuación de
una interior ley de ascensión y de progreso indefinido, uno y todo absoluto en la propia
naturalidad”20.

En suma, “el significado especial de la filosofía de Bruno es el Naturalismo”21;


él exalta en Dios la infinita Naturaleza, y el uno y la otra no son sino una sola cosa, de
cuya es una manifestación la humanidad. La religiosidad de Bruno se concreta, pues, en
una fe ardiente en la deificación del Hombre en el seno del universo infinito.

***

La base y el punto de partida de todo el sistema filosófico de G. Bruno están en


su concepción del universo, nueva para aquellos tiempos, que negaba y se oponía a la
vieja teoría geocéntrica de Tolomeo y de los escolásticos.

Según esta antigua concepción del mundo, sobre la cual se fundaban la teología
y la filosofía antes de Bruno, la tierra permanecía inmóvil y en el centro, y por encima
de ella los astros y el sol giraban como humildes siervos. Todo el universo se
concentraba en torno a la tierra, casi en dependencia suya, alrededor del planeta que
tenía el alto honor de hospedar al hombre, el rey de la naturaleza, la criatura predilecta
de Dios.

Copérnico derribó toda esta concepción infantil del Universo. Hoy, que para los
escolares de ocho años es una verdad común el movimiento de la tierra alrededor del sol
y la idea de la pluralidad de los mundos es comprendida por toda persona que tenga un
mínimo de cultura, le cuesta a nuestra mente darse cuenta de la enorme revolución

20
Erminio Troilo; “La Filosofía de G. Bruno”, Edit., Fr. Bocca, Turín, 1907; págs. 140-148.
21
Francesco Fiorentino; “Compendio di storia della filosofía”; Edit. Vallechi, Florencia, Pág. 244.
43
producida en las ideas por los descubrimientos astronómicos que van de Copérnico a
Galileo. Pero entonces fue como el desfajamiento de un mundo: una cantidad de
argumentos de la escolástica fueron destruidos y muchas tradiciones bíblicas se
desplomaron. No siendo ya la tierra sino un modesto planeta del sistema solar, el
hombre era arrojado del trono de “rey del universo”, y el mismo Dios hacía una pobre
figura...

La mente humana veía así abierta ante sí la puerta hacia las más audaces
hipótesis. Giordano Bruno se lanzó por ella con todo el ímpetu de su ardor meridional;
sobre la indicación copernicana, intuyó verdades científicas ulteriores y se dio cuenta de
eso a que el mismo Copérnico no había llegado porque éste (como el mismo Bruno
decía) “más estudioso de las matemáticas que de la naturaleza no ha podido profundizar
y penetrar hasta el punto de eliminar completamente las raíces de principios
inconvenientes y vanos”22. Copérnico, además, había sustituido el sistema geocéntrico
por el heliocéntrico (que hace del sol el centro del universo); Bruno, en cambio, sin más,
va más allá, e intuye, el primero, la verdadera constitución del mundo y expone
audazmente el concepto de la infinidad y de la eternidad del universo.

Los hechos ya verificados con Copérnico son para él como la indicación del
camino a seguir y le sugieren hipótesis, a las cuales Copérnico ni el mismo Galileo no
osaban llegar, sobre verdades científicas que después de él poco a poco han sido puestas
más claramente a la luz o que, como la habitabilidad de los mundos lejanos, están
todavía hoy en el estado de simples hipótesis.

En la obra principal en que trata estos temas -Del Infinito, Universo e Mondi- él
llama a las viejas ideas sobre el orden de los elementos y de los cuerpos sueños,
fantasías, quimeras y locuras y, en otro punto, sueño y vana fantasía que ni por la
naturaleza se verifica ni por la razón se prueba23. Afirma que “uno es el cielo, el espacio
inmenso, el seno, el continente universal, la etérea región, en la cual todo discurre y se
mueve. Allí innumerables estrellas, astros, globos, soles y tierras se ven sensiblemente,
e infinitos se intuyen racionalmente. El universo inmenso e infinito es el compuesto que
resulta de tal espacio y de tantos cuerpos suspendidos en él...24 Es un infinito campo y
espacio continente, el cual comprende y penetra el todo. En él hay infinitos cuerpos
22
“La Cena delle Ceneri”; G. Bruno, “Opere italiane”, Vol I, pág. 19.
23
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol I, págs. 346 y 355.
24
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol I, pág. 332.
44
semejantes a éste, de los cuales el uno no está más que el otro en el centro del universo,
porque éste es infinito y, por lo tanto, sin centro y sin margen... De manera que no es un
solo mundo, una sola tierra, un solo sol, sino tantos mundos cuantas lámparas luminosas
vemos en torno nuestro...”25

Y más adelante, responde a la pregunta de si los otros mundos están habitados:


que no hay razón para “que un racional y algo despejado ingenio” pueda imaginarse lo
contrario26.

De esta concepción de lo infinito de los mundos G. Bruno extrae la hipótesis de


la eternidad de la substancia y de su unidad. Hemos ya citado su afirmación, con la que
inicia el tercer libro de Del' Infinito, universo e Mondi: uno es el cielo, el espacio
inmenso, etc. Mas este concepto de la unidad él lo aplica a todas las cosas, de lo
inmensamente grande a lo inmensamente pequeño.

Esta concepción, con la que Bruno, desde el terreno científico, en el que había
tomado impulso, va elevándose cada vez más en el filosófico, es especialmente expuesta
en la otra obra De la Causa, Principio et Uno. En ella, la teoría de la unidad de la
substancia, resultante de su multiplicidad, es magnificada como el fruto de la verdadera
sapiencia: “Esos filósofos han encontrado de nuevo a su amiga Sofía27. Y han hallado
esta unidad... Quien ha encontrado este uno, digo la razón de esta unidad, han
encontrado la llave sin la cual es imposible la entrada a la verdadera contemplación de
la naturaleza”.28

La materia, según Bruno, es una, siempre la misma e inmutable; y no es ella que


cambia en la infinidad de los cuerpos existentes, sino más bien su compuesto. Así, por
ejemplo, no se dirá en caso de muerte que “la forma huye o deja la materia, sino más
bien que la materia arroja esa forma para tomar otra”; no se trata de mutación de un ser
en otro, sino de mutación del “modo de ser”29.

Giordano Bruno protesta contra quienes desprecian la materia, como la mujer


causa del pecado; él, por el contrario, la exalta y la proclama inmortal e infinita con un
lenguaje que aun a nosotros nos parece más que moderno: “Así como en el arte

25
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol I, pág. 356.
26
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol I, pág. 357.
27
Personificación de la Sabiduría, la cual en griego se dice precisamente “Sofía”.
28
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol I, pág. 243 y ss.
29
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol I, pág. 238 y 242.
45
variándose las formas, es siempre una misma materia la que persiste bajo ellas... no de
otro modo en la naturaleza, variándose al infinito y sucediendo una a otra las formas, es
siempre una materia misma... Lo que era simiente se hace hierba, y de lo que era hierba
se hace espiga, de espiga se hace pan, de pan quilo, de quilo sangre, de ésta semen, de
éste embrión, de éste hombre, de éste cadáver, de éste tierra, de éste piedra u otra cosa y
así más allá... Es preciso, pues que sea una misma cosa, que no es por sí piedra, ni tierra,
ni cadáver, ni hombre, ni embrión, ni sangre u otro...”30

De esto se puede concluir (prosigue más adelante) “que ninguna cosa se aniquila
ni pierde el ser, excepto la forma accidental exterior y material”.31 La unidad,
universalidad e indestructibilidad de la substancia y, por ende, su eternidad (él la llama
en otra parte32 “la eterna substancia corpórea”) hace surgir espontáneo el pensamiento
de la negación del dogma católico de la creación, y se comprende, entonces, también
desde este aspecto, por qué la iglesia de Roma gritó: ¡anatema sit!

Pero sigamos todavía el pensamiento de Bruno: “Ese todo que se ve de


diferencia en los cuerpos... no es más que una diversa figura de la misma substancia...
Pero todo eso que hace diversidad de genios, de especies, diferencias, propiedades, todo
lo que consiste en la generación, alteración y cambio, no es ente, no es ser, sino
condición y circunstancia de ente y ser; el cual es uno, infinito, inmóvil, sujeto, materia,
vida, alma, verdadero y bueno”.33

Esta unidad de la substancia Bruno la encuentra también en la confrontación


entre las varias especies animales, confrontación que anticipa muchas observaciones y
deducciones de la teoría evolucionista.

A tal propósito Herminio Troilo nota como “Bruno, hablando 34 de las


semejanzas entre los monos, osos, etcétera, con el hombre, y confrontando las aptitudes
y operaciones admirables de las arañas, abejas, hormigas y otros insectos, parece querer
quitar toda distinción entre instinto e inteligencia. Ni menos notable es el hecho de que,
anticipándose al diseño evolutivo concebido por Wolfgan Goethe con respecto

30
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol I, pág. 201.
31
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol I, pág. 203.
32
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol II, pág. 8.
33
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol I, pág. 245-246.
34
En la “Favola del Cavallo Pegaseo”, diálogo II; G. Bruno, “Opere italiane”, Vol II, pág. 253-
257.
46
especialmente a las plantas, dice en substancia, en otra parte, que el intelecto universal
de dentro de la simiente o raíz manda y desarrolla el tallo; de dentro del tallo echa las
ramas; de dentro de las ramas las formadas hojas; de dentro de éstas despliega las
yemas; de dentro forma, figura y entreteje, como de nervios, las frondas, las flores, los
frutos…, no sin agregar símilmente en los animales, desenvolviendo su trabajo…”35
Elevándose de la consideración de las cosas y animales particulares de la tierra a la
comprensión de la substancia en su universalidad, Giordano Bruno vuelve a
desenvolver el concepto que ya había señalado en De Umbris idearum, que “las series
del mundo intelectual corresponden a las series del mundo natural, porque uno es el
principio del espíritu y de la naturaleza, uno es el pensamiento y el ser”.36 Así la unidad
de la substancia se enlaza a lo infinito del universo. “Porque en el Universo todo es uno;
y podemos seguramente afirmar que el universo es todo centro, o que el centro del
universo está en todas partes y que la circunferencia no está en ninguna, por cuanto es
diferente del centro; o sino que la circunferencia está en todas partes, mas el centro no
se encuentra en cuanto es diferente de aquella… Como todas las cosas están en el
universo, y el universo está en todas las cosas, nosotros en él, él en nosotros; y así todo
concurre en una perfecta unidad”.37

***

¿Cuál fue la actitud, aunque sólo sea espiritual, de G. Bruno frente a las
instituciones sociales y políticas de su tiempo?

No podemos hablar más que de actitudes espirituales, porque Bruno no participó


absolutamente en las luchas políticas de su tiempo; y aun así no podemos hacerlo sino
abriendo un paréntesis, saliendo en cierto modo del carril, porque sólo indirectamente y
de refilón el pensamiento de Bruno se detuvo en temas que no fuesen exclusivamente
filosóficos y metafísicos.

35
E. Troilo.- “La filosofía de G. Bruno”, pág. 130 y 131.
36
F. De Sanctis; “Storia della Letteratura italiana”, Vol II, pág. 192.
37
G. Bruno “Opere italiane”, vol. I, pág. 241-3.
47
La gran institución social que había llenado de sí el medioevo y que en tiempos
de Bruno debía sostener una lucha mortal contra la reciente revolución protestante –la
Iglesia de Roma- tuvo indudablemente un enemigo en el nolano.

Fue la enemistad del pensador, no la del combatiente político; y no por veleidad


de reforma religiosa, porque a él no le atrajo de ningún modo el movimiento luterano y
calvinista, al que se mostró hostil no menos que al catolicismo, ya que en él veía inútiles
causas de guerras y casi una rivalidad de tienda. La hostilidad de G. Bruno a la Iglesia
Romana era más radical, más hija del Renacimiento italiano propiamente dicho, que fue
el maravilloso movimiento de liberación del espíritu humano que todos conocen.

Ya que Bruno sólo se ocupa de problemas filosóficos y morales, la hostilidad a


la Iglesia romana sólo se manifiesta incidentalmente, aquí y allá, pero en forma
indudable. En Artificium perorandi escribía: quien dice monje dice al mismo tiempo
superstición, avaricia, hipocresía, el conjunto de todo pecado y, por eso, más
brevemente, un monje; en Oratio consolatoria, la fe romana es la mísera religión, la
Curia romana es la “violenta tiranía tiberina”38. Aunque bajo un lenguaje figurado o
alegórico, su hostilidad anti-eclesiástica se siente fuertísima, rica de ironías y de
sarcasmos, sobre todo en Spaccio della Bestia Trionfante (tanto que hasta desde sus
tiempos se dijo y creyó por muchos que bajo el nombre de bestia triunfante el nolano
quería dar a entender el papa) y también en Cabala del Cavallo Pegaseo y en Asino
Cillenico.

Se siente en Bruno el odiador de toda tiranía que, como Dante “liberta va


cercando ch'e si cara” (libertad va buscando que es tan grata) en continuo peregrinaje
por el mundo; pero hay que recordar que él fue un hombre del siglo XVI, no se puede
pretender hacer de él un descamisado del siglo XVIII, o un demócrata del siglo XIX, o
un libertario del siglo XX. Como filósofo superó por mucho a su tiempo, pero como
hombre era de su época. Por lo demás, ya se ha dicho que Bruno no fue un hombre
político. Pero era siempre un genuino hijo del Renacimiento, un hombre del libre
examen, un representante de ese periodo histórico en el que tienen sus lejanas raíces
todos los movimientos de libertad y todas las audacias de pensamiento de los siglos
posteriores hasta nuestros días.

38
Arturo Labriola; “Giovani Bovio e Giordano Bruno”; Ed. Societá Partenopea, Nápoles; pág. 61.
48
Por eso, aunque Bruno no se haya preocupado de derivar un sistema político
cualquiera de su sistema filosófico, de lo poco que a propósito de ello incidentalmente
ha escrito, sin embargo, aquí y allá en varias de sus obras, mana un fuerte amor de
libertad y un odio vivo contra el despotismo. En cierto sentido, en el pensamiento
filosófico del nolano podía encuadrarse, con tres siglos de anticipación, lo que en el
ochocientos se llamó “liberalismo”, tomado, se entiende, en las grandes líneas de una
concepción general, y haciendo abstracción de las aplicaciones prácticas hechas de sus
derivaciones y desviaciones, de sus particularidades mezquinas y de las infinitas
degeneraciones y corrupciones a que ha dado lugar en sus últimos cincuenta años de
experimentación en los varios países de Europa y América, incluso el fin miserando que
le hemos visto hacer en Italia, Alemania y otras partes.

A Bruno apremiaba sobre todo la libertad del espíritu, del pensamiento, la


libertad de investigación científica y filosófica. “El proclama la libertad absoluta del
pensamiento y de la palabra, y quiere que se limite el derecho de castigar a las acciones
puramente exteriores. Esta idea de la libertad absoluta del pensamiento es común a los
filósofos italianos del siglo XVI; dio con ellos la vuelta a Europa y, pisoteada y
sofocada con las hogueras en Italia, resurgió más gallarda y fructificó en otras tierras, de
las que la hemos readquirido ahora, potente y fecunda, para no perderla nunca más”.39

“Para no perderla nunca más! ¡Qué ironía, hoy, la de esas palabras de un


pensador de ideas liberales, sí, pero moderadísmo, como Spaventa, que escribía eso... en
1851! Hoy, cuando la libertad de pensamiento está perdida de nuevo en más de una
tercera parte del mundo civil, pueblos y filósofos habrán ciertamente aprendido de la
dura experiencia que jamás la libertad es conquista irrevocable y que siempre será
insegura y caduca, mientras permanezca parcial y, política, económica y
espiritualmente, privilegio de una minoría.

Pero no divaguemos...

Amigo de la libertad, enemigo de la tiranía, lo que más odiaba Giordano Bruno


era la tiranía que gravita sobre las mentes, la ignorancia que rendía estultas a las masas
y las hacía instrumento de los poderosos, aquellas pobres masas ignaras y sordas a los

39
B. Spaventa; “Saggi critici di Filosofía, Politica e Religione”; pág. 150.
49
reclamos de la idea, que acudían con tanta y tan cruel alegría a ver quemar a los
filósofos heréticos!

Bruno combatió el principio de autoridad sobre todo rebelándose a todo ipse


dixit. La autoridad, -escribía al rector de la universidad de París, -no está fuera sino
dentro de nosotros; una divina luz brilla en el fondo del alma nuestra para inspirar y
erguir todo pensamiento nuestro; he ahí la única autoridad. En la Cena delle Ceneri
protestaba “que él no veía por los ojos de Copérnico ni de Tolomeo, sino por los
propios, en cuanto a las observaciones, estima deber mucho a éstos y otros
matemáticos”.

***

Hombre del siglo de Tomás Moro y de Campanella -los célebres autores de


Utopía y de la Ciudad del Sol, respectivamente- G. Bruno no podía dejar de sentir
indignación contra las injusticias sociales, y aunque del todo incidentalmente y sin
ocuparse de ello a propósito, escribió palabras vivaces, que muestran de qué modo
compartió algunas ideas comunistas que desde entonces comenzaban a aparecer en los
escritos de literatos y filósofos como los nombrados y a inspirar ciertas sectas de
rebeldes como los anabaptistas.

Frecuentemente alusiones a cuestiones de carácter social hay especialmente en


los diálogos segundo y tercero de Spaccio della Bestia Trionfante, donde se habla
mucho de la riqueza y la pobreza, del trabajo y el ocio, etc. Decid si este apóstrofe a la
riqueza no parece la repetición de aquellas inflamadas palabras con que cerca de medio
siglo antes, durante la revolución anabaptista en Turingia y en Alsacia, el célebre
heresiarca y comunista Tomás Münzer, que luego acabó en el patíbulo, suscitaba a la
revuelta a los ciudadanos y los campesinos:

¡Oh, riqueza! Tú no nos dices lo verdadero más que lo falso; porque tú,
además, eres aquella por quien cojea el Juicio, la Ley calla, es pisoteada la
Sabiduría, la Prudencia es secuestrada y deprimida la Verdad; cuando te
acompañas de mentirosos e ignorantes, cuando favoreces con la protección
de la suerte la locura, cuando excitas y atraes los ánimos a los placeres,

50
cuando impulsas a la violencia, cuando resistes a la justicia; y a quien te
posee no aportas menos fastidio que jocundidad, deformidad que belleza,
fealdad que ornamento, y no eres quien da fin a los fastidios y miserias, sino
que los mudas y cambias en otra especia, así que en opinión eres buena, pero
en verdad eres más malvada; en apariencia eres grata, pero en existencia eres
vil; por fantasía eres útil, pero en efecto eres perniciosísima: visto que por tu
función, cuando invistes de ti a algún perverso -como de ordinario siempre te
veo en casa de malvados, raramente cerca de hombres de bien- has arrojado
la Verdad de las ciudades a los desiertos, has roto las piernas a la Prudencia,
has hecho avergonzar a la Sabiduría, has tapado la boca a la Ley, has vuelto
cobarde al Juicio, a todos has vuelto vilísimos.40

Pueden interesar del mismo modo las ideas de Bruno (que hoy se dirían
liberales) sobre cómo deben ser administradas las repúblicas;41alguna invectiva suya
contra la guerra que con su “flamígera espada comete tantos estupros, tantos adulterios,
tantos latrocinios, usurpaciones y asesinatos”42 y sobre todo, al final del diálogo
segundo, la referencia a la insurrección del pueblo napolitano en 1547 contra la
Inquisición (Gentile ve desde luego en ella un ensayo de interpretación materialista de
la historia), en cuya referencia Bruno observa ingeniosamente que “es cosa natural que
las ovejas, que tienen al lobo por gobernar, tengan por castigo el ser devoradas por él”.

Son conocidas, por haber sido abundantemente reproducidas en diversas


publicaciones de propaganda socialista, las palabras con que Giordano Bruno ponía un
sello de infamia al derecho de propiedad:

Todos magnifican la edad de oro, y luego estiman y predican por virtud la


pícara, que acabó con aquella; la que ha hecho el hallazgo de lo mío y lo
tuyo; la que ha dividido, y hecho propia de éstos y aquellos, no sólo la tierra
(la cual es dada a todos sus animales), sino, además, el mar, y quizá el aire
también. La que ha puesto la ley para el deleite de algunos, y ha hecho que
aquello, que bastaba a todos, venga a ser excesivo para unos y exiguo para
otros, de donde aquellos, a pesar suyo, se regalan con francachelas, y estos
otros mueren de hambre. La que ha atravesado los mares, para violar las
leyes de la naturaleza, confundiendo los pueblos, que la divina madre

40
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol II, pág. 92-93.
41
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol II, pág. 171.
42
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol II, pág. 122.
51
distinguió, y para propagar los vicios de una generación a otra; porque no
son así propagables las virtudes, excepto si queremos llamar virtudes y
bondades aquellas que, por cierto engaño y costumbre, son así llamadas y
creídas, aunque sus efectos y sus frutos sean condenados por todo sentido y
por toda natural razón, cuales son las abiertas bribonadas y estulticias y
malignidades de leyes usurpadoras y propietarias de lo mío y tuyo, y del más
justo, que fue más fuerte posesor, y de aquel más digno, que ha sido más
solícito y más industrioso y primer ocupante de los dones y partes de la
tierra, que la naturaleza y, en consecuencia, Dios, dan indiferentemente a
todos.43

Giordano Bruno exalta el trabajo. Algún pasaje de sus razonamientos parecería,


es cierto, casi esconder una rehabilitación del ocio contra la fatiga material, cuando en él
se afirma que el ocio es alguna vez malo y la fatiga lo es las más de las veces, y que el
ocio es las más de las veces bueno como alguna vez lo es la fatiga 44; pero hay que tener
presente que Bruno pone a menudo en boca de sus interlocutores o expresa él mismo en
la forma más sugestiva las mismas ideas que entiende combatir. Esto le da ocasión, por
lo demás, para relevar aquellos lados o fragmentos de verdad que acaso puedan estar
contenidos en el complejo de una tesis errónea, como alguna pepita de oro en un
montón de escoria.

En realidad, Giordano Bruno condena en el modo más categórico la vida ociosa.


Admite, ciertamente, como útil y laudable esa especie de ocio, que es el tiempo
dedicado a las ocupaciones del espíritu, que son, empero, ellas también, una fatiga; pero
esta especie de ocio es admisible, según Bruno, sólo como atemperación de la fatiga,
que con ésta se alterne, sea como reposo del trabajo precedente, sea como preparación
mental (“ocio premeditante”) al sucesivo trabajo material.

La vida ociosa, en cambio, incluso aquella que cree ocupar útilmente el tiempo
entreteniéndose en “solas ociosas creencias y fantasías”, Giordano Bruno la desprecia
para exaltar el trabajo en el que él radica “toda la nobleza y perfección de la vida
humana”45.

43
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol II, pág. 139-140.
44
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol II, pág. 138.
45
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol II, pág. 152-154.
52
La importancia desde el punto de vista social de estas ideas de Giordano Bruno
es evidente, en relación a sus tiempos: su condena del ocio hería plenamente sobre todo
la vida ociosa y falsamente contemplativa de los conventos, como también la de cierta
nobleza españolesca, que tuvo tan grande parte en la decadencia en que se precipitó
especialmente la Italia meridional en el seiscientos. Pero podemos ver también en ella,
en germen, esa idea que aún espera su realización en un equilibrio futuro más justo y
humano: la idea de la combinación del trabajo material con el trabajo intelectual, con la
que el hombre de mañana sepa y pueda obtener de su organismo fisiológico el trabajo
del brazo y el del cerebro, que armonicen y se integren mutuamente46.

Si no temiéramos llevar demasiado lejos la interpretación moderna del filósofo


quinquecentista, diríamos que no le era extraño algún concepto anarquista, ya que llega
a lamentar la excesiva intervención de la ley en la vida común de los hombres y deplora,
al citar algunos conocidos versos de la Aminta de Tasso, la bella edad saturnia,
completamente libre de todo dominio en la cual la dura ley del prejuicio no fuertemente

nota a quell' alme in libertate avvezze,

malegge aurea e felice,

che Natura sclpi: sé ei piace, ei lice.

Conocida por esas almas a la libertad habituadas,

sino ley aurea y feliz,

que Natura esculpió; si place es lícito.47

No podemos terminar esta divagación sobre las ideas sociales de Bruno sin
referirnos a su cosmopolitismo, que está, por lo demás, en íntima relación con su

46
Había escrito ya cuanto precede, cuando he visto confirmadas estas mis observaciones por el
prof. Camilo Berneri en su interesante artículo sobre “Il Rinascimento e il Lavoro”, de “L'Adunata dei
Refrattari”, de New York, del 24 de febrero de 1934. Cita, entre otras, estas palabras del nolano: “Ha
determinado la providencia que el hombre se ocupe en la acción por las manos, en la contemplación por
el intelecto, de modo que no contemple sin acción, ni obre sin contemplación”. Según Berneri, Bruno ha
precedido en dos siglos a Fourier en concebir la posibilidad de un trabajo espiritualizado y agradable y de
esa “fatiga sin fatiga” que D'Annunzio ha exhumando de una antigua expresión toscana.
47
Es bueno advertir que Tasso se refiere sólo a la libertad en amor, en sus versos citados por
Bruno; G. Bruno, “Opere italiane”, Vol II, pág. 141.
53
deificación del universo y que, desde Sócrates en adelante, ha sido siempre muy común
entre filósofos; pues, aun históricamente y en todos los tiempos, Giordano Bruno tenía
razón de afirmar que “para el verdadero filósofo toda tierra es patria”.48 Y en la epístola
explicativa de la obra Spaccio della Bestia Trionfante, Bruno se proclama altiva y
paganamente “ciudadano del mundo, hijo del padre Sol y de la Tierra madre”49.

***

Pero cerremos el paréntesis y volvamos a Giordano Bruno filósofo.

La parte más metafísica del sistema de Giordano Bruno es aquella en que el


filósofo se esfuerza en intuir y establecer el principio y la causa de la existencia del
todo, con una dialéctica que tiende a determinar la unidad en los contrarios, a conciliar
lo finito con lo infinito, lo real con lo ideal, el mundo físico con Dios.

En este sentido, la obra de Bruno De la Causa, Principio et Uno puede decirse


que es el más metafísico de sus escritos50. Mucha importancia tienen en este terreno
especulativo los largos razonamientos de Giordano Bruno, de crítica a la metafísica
aristotélica, sobre la relación entre materia y forma en la naturaleza. “En la naturaleza
percibió Bruno, igual que Aristóteles, una materia y una forma; la primera receptáculo,
la segunda fuente de las formas: la una que puede ser hecha, la otra que hace. Salvo que
tanto la una como la otra son necesarias, ni la primera puede estar sin la segunda... Aquí
se revela la discrepancia entre Bruno y Aristóteles; para el nolano la materia y la forma
están en iguales condiciones; para el Estagirita la forma separada puede estar, siendo lo
Absoluto simple forma; la materia separada... no puede encontrarse”51.

Así, según Bruno, la forma y la materia coinciden hasta ser una sola substancia;
la una subentiende la otra. Tanto la forma desprendida de la materia, cuanto la materia
sin la forma, son puras abstracciones lógicas, no reales; mientras, en la naturaleza,

48
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol I, pág. 149.
49
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol II, pág. 5.
50
De este diálogo hablamos después de haber hablado difusamente del otro “Dell'Infinito,
Universo e Mondi”. Pero cronológica y lógicamente éste ha precedido a aquél, como advierte en su obra
varias veces citada E. Troilo, quien no aprueba el título de “metafísicos” que les antepuso G. Gentile en la
edición Laterza, de Bari, de las obras italianas de G. Bruno por él cuidada.
51
F. Fiorentino; “Soria della Filosofía”; Vol. I, pág. 341.
54
juntamente compenetradas son una realidad; “Lo siente lógicamente dividido en lo que
es y puede ser, físicamente es indiviso, indistinto y uno”52.

Vale decir que la separación entre potencia y acto, entre forma y materia, es una
distinción lógica de nuestro intelecto que estudia el todo en sus partes o
manifestaciones, no una realidad de hecho. Nuestro intelecto puede considerar, como si
fuesen dos substancias distintas, la forma y la materia, pero ellas no lo son en la realidad
natural. Esto contrasta victoriosamente la concepción de la escolástica aristotélica,
según la cual lo Absoluto, simple forma, el espíritu, Dios, puede existir de por sí,
separado y fuera de la materia.

El Dios de Giordano Bruno está, en fin, en el Universo y en el alma de éste,


formando con él un todo constituyente de la unidad universal, infinita, inmortal y, por
ende, eterna. Dios, en cuanto anima e informa el Universo, es parte intrínseca y formal
de éste; pero, en cuanto lo dirige y gobierna, es también su causa perenne. Si esta alma
del mundo, que es Dios, según Bruno, informa el todo, ni siquiera su parte más pequeña
puede estar inanimada. El espíritu del alma, la vida se halla en todas las cosas, y
constituye, pues la verdadera forma. La cual no puede anularse, siendo la substancia
formal lo mismo que la material inseparables y al mismo tiempo indestructibles.

Esta concepción naturalista de Dios equivale a divinizar la naturaleza y el


universo, a darles todos los atributos y las virtudes de la divinidad. Desde el punto de
vista ortodoxo de la concepción deísta según las varias iglesias hebraico-cristianas, eso
era lo mismo que negar a Dios, aunque sea llegando a esta negación a través de un
proceso lógico y mental metafísico. Y si Giordano Bruno protestaba de no llegar
absolutamente a tal negación, y de sentirse, por el contrario, mucho más próximo a
Dios, era porque su punto de vista estaba completamente fuera, era del todo extraño a
cualquier ortodoxia eclesiástica.

Este punto de vista ponía, en efecto, en estrecha relación de dependencia


recíproca la bruniana concepción de Dios con la de perpetua evolución de la materia, en
la que más arriba hemos visto como una anticipación de la futura doctrina evolucionista.
Si no cambian de la substancia sino las formas exteriores que son simples

52
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol I, “Proemiale-epistola”, pág. 137. Conciene advertir, en este
punto, que hay que tener presente el significado filosófico de la distinción entre forma y materia, algo
diverso del vulgar acostumbrado. Según Bruno, forma y materia son dos “substancias”, la forma que hace
y la materia de que se hace, los dos principios constitutivos de las cosas.
55
circunstancias, y la substancia permanece la misma, argumentaba Bruno, esto significa
que no hay verdadera muerte ni para los cuerpos ni para las almas, sino solamente
tránsito de una a otra forma contingente y exterior, como la simiente se hace hierba, y
luego espiga, pan, quilo, sangre, esperma, hombre, etc., permaneciendo una misma
substancia.

Ya hemos transcrito textualmente antes este ejemplo, y es bueno advertir que no


se trata de conceptos separados en Bruno, aunque nosotros los observemos aquí
particularizadamente, sino el uno ligado estrechamente al otro, y formando juntamente
un solo sistema.

Bruno considera la materia misma “como cosa excelentísima y divina”53; en


cuanto a su forma primera y natural que llama “alma del universo”, dice que ella “es
principio de vida, vegetación y sentido en todas las cosas, que viven, vegetan y
sienten... Es cosa indigna... poder creer que el universo y otros sus cuerpos principales
sean inanimados; siendo que de las partes y heces de ellos derivan los animales
perfectísimos...; no hay cosa tan rota, disminuida e imperfecta que... no tenga
idénticamente alma...; un espíritu inmenso, según diversas razones y órdenes, colma y
contiene el todo... Siendo nuestro espíritu persistente al par de la materia... y siendo el
uno y la otra indisolubles, es imposible que en punto alguno cosa ninguna sufra
corrupción o muerte según la substancia; si bien, según ciertos accidentes, toda cosa
cambia de figura y se transmuta ora bajo una, ora bajo otra composición, por una o por
otra disposición, dejando o retomando ora éste ora aquel otro ser”54.

***

De todo esto Giordano Bruno deduce “la verdadera noticia de lo que es la vida y
de lo que es muerte”55. En palabras que siguen a continuación se conoce mejor aun
porqué él habla en varios puntos de sus escritos con tan vivo entusiasmo de su “tan
amada madre filosofía”, y porqué en ella ve esa filosofía que exalta los sentidos,
satisface el espíritu e indica al hombre la verdadera felicidad a que como hombre puede

53
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol I, pág. 133.
54
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol I, pág. 132-133.
55
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol I, pág. 133.
56
aspirar. Substrayéndolo a la preocupación de los placeres y al temor del dolor56: Es que
en su filosofía Giordano Bruno señala el esfuerzo humano de superar el dolor y la
muerte, de vencer tanto el temor del vivir cuanto el terror del morir: “extinguido del
todo el terror vano y pueril de la muerte, de vencer tanto el temor del vivir cuanto el
terror del morir: “extinguido del todo el terror vano y pueril de la muerte, se conoce una
parte de la felicidad que aporta nuestra contemplación, según los fundamentos de
nuestra filosofía”, en cuanto ésta quita a la muerte ese “fosco velo” de demente miedo
“por el que lo más dulce de nuestra vida nos es arrebatado y envenenado” 57.

Esta misma voluntad de liberación del miedo de la muerte y de todas las


miserias se manifiesta también en otras obras de Bruno; entre otras, en Degli Eroici
Furori, en un punto en el que, explicando como la propia libertad se debe comenzar a
conquistarla emancipándose de la tiranía de los propios apetitos vulgares, concluye que
el hombre “así se hará fuerte contra la fortuna, magnánimo contra la injuria, intrépido
contra la pobreza, morbos y persecuciones”58.

Este fin de auto-elevación espiritual dado a su filosofía, Giordano Bruno lo


conjunciona a la visión de una causa general, casi podría decirse cósmica, ínsita en la
vida de los mundos y en el desarrollo interminable de todas las formas: la perfección del
universo. “El objetivo y la causa final... es la perfección del universo”. En realidad, G.
Bruno ve como una ley natural en lo que es su deseo ardiente; desgraciadamente, si
todos nosotros deseamos la perfección, ésta no es, empero, ni una realidad presente ni
una fatalidad a advenir: puede ser sólo un fruto de la activa voluntad humana en perenne
realización. Pero una fuerte voluntad, como ocurrirá en Bruno, se trueca en fe y en
religión precisamente en relación a la esperanza, a la certeza del triunfo más bien, de la
que aquella animada y de la cual dimana.

Sin que Giordano Bruno se haya preocupado de fijar deliberadamente y según


un esquema preestablecido, en un trabajo orgánico, normas concretas de conducta
moral, sus principios morales surgen de cada página, puede decirse, de sus obras 59. En

56
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol I, pág. 150-273.
57
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol I, pág. 133 .
58
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol II, pág. 415.
59
Arturo Labriola ve en “Degli Eroici Furori” diseñados los fundamentos de una moral que
elimina la necesidad de una educación eclesiástica (“Giovani Bovio e Giordano Bruno”; pág. 66).
57
substancia, la suya es la moral de la acción, del esfuerzo, de la continua tensión, de la
auto-liberación contra la moral asnal de la resignación y la obediencia.

Mi religión, dice él en substancia, vale decir la norma moral de la conducta, yo


la debo únicamente a mi razón, a la “luz natural” de mi intelecto; y son la razón y el
intelecto que ven a Dios en todas las cosas. Yo tengo “intención de tratar la moral
filosofía según la luz interna, que en mi ha irradiado e irradia el divino sol intelectual”60.

Asnos e ignorantes son los que reciben la luz de afuera, que conocen a Dios por mística
revelación, por sola fe y no “por ciencia y obras”; y ellos son, en parangón con aquellos
que ven la verdad por virtud propia, como el “asno que lleva los sacramentos”61 sin
tener en ello mérito alguno.

En suma, la verdad en todos sus grados debe ser para el hombre no un don de lo
alto, sino más bien una conquista del estudio y del trabajo, de la lucha y del sacrificio,
lograda a través de todo obstáculo sin cuidarse del favor de los poderosos ni del aplauso
de las multitudes. A este mandamiento moral de su conciencia Giordano Bruno quiso y
supo obedecer hasta lo último. Y su glorioso y horrible fin sobre la hoguera selló su fe
en la revuelta del pensamiento, en la tendencia del espíritu a superar el mundo
circundante y a vencer en sí mismo el dolor y la muerte.

En aquella mañana del 17 de febrero de 1600, mientras el mártir de la libre


filosofía -fraile apóstata y herético impenitente- persistiendo en su obstinación -sin
querer escuchar a confortadores ni a nadie62. Era conducido por el brazo secular, al que
lo había abandonado la Iglesia, hacia la pila de leña sobre la que debía arder en Campo
de' Fiori, se habría podido decir que, para sí mismo y para ese preciso instante de
supremo heroísmo, había él, casi profeta, nueve años antes, puesto en boca del “Gallo
muriente”, en su poema en latín De Monade, Numero et Figura, estos nobles versos:

“He luchado y mucho: creí poder vencer, y la suerte y la naturaleza


reprimieron el estudio y los esfuerzos. Pero algo es ya el haber estado
en la arena, ya que el vencer, lo veo, está en manos del hado. Mas
estuvo en mi lo que podía, y que nadie de las generaciones venideras

60
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol II, pág. 7.
61
G. Bruno, “Opere italiane”, Vol II, pág. 333.
62
Palabras textuales con que se dio noticia del suplicio de Bruno en uno de los “Avvisi” de ese
tiempo y se conservó memoria en los registros de los Confortadores de los Moribundos.
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me negará; lo que un vencedor podría poner: no haber temido la
muerte, con semblante firme no haber cedido a ninguno de mis
semejantes, haber preferido una muerte animosa a una cobarde
vida”63.

Después de dos siglos de victorias científicas y políticas del Pensamiento y de la


Revolución, parece hoy que la sociedad civil se esté abismando en un periodo de crisis
que se asemeja mucho al sombrío comienzo de aquel seiscientos de decadencia y de
muerte que se abrió con la hoguera de Bruno. Cambiadas las ideas, con fines diversos,
los hombres que han permanecido fieles a la causa del progreso humano deben hacer
suya la heroica proposición de lucha y de desafío al dolor y a la muerte, que Giordano
Bruno se daba como programa en los últimos años de su vida.

Tal vez la revancha de la civilización no está tan próxima como quisiéramos.


Pero la historia no se mide por días. Acaso se preparan, para los libros y los
voluntariosos, días de nuevas derrotas y miserias y dolores; su camino se hará a medida
que ascienden, más áspero, difícil, erizado de cortantes guijarros y de zarzas, que
arrancarán al viandante lágrimas de sangre. No importa: hay que perseverar, hay que
continuar ascendiendo hacia las ideales cimas, y allí donde el paso más difícil sea y más
resistido, donde más recrudezca la tormenta con su soplo de destrucción y de muerte,
allí todo viandante debe repetirse más fuerte a sí mismo la admonición del Alighieri:

Ogni vilta convien che qui sia mortales

(Toda vileza conviene que aquí sea muerta).

63
G. Bruno: De monade, cap. VII de “Opera” I, II, 425. (Citación y traducción del latín por G.
Gentile, en “Giordano Bruno ed el pensiero del Rinascimento”; pág. 49-50).
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