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Clase 4
Primer momento (1661-1890)
Nuevas sensibilidades en el Siglo XIX:
el neoclasicismo romántico del ballet
Litografía de A. E. Chalon de Carlotta Grisi (izquierda), Marie Taglioni (centro), Lucille Grahn
(derecha atrás), y Fanny Cerrito (derecha frente) en el Pas de Quatre
Coreografía de Jules Perrot; Música de Cesare Pugni, Londres, 1845
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Índice
Introducción
Antecedentes
La Sylphide y Giselle
Palabras finales
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Nuevas sensibilidades en el Siglo XIX: el neoclasicismo
romántico del Ballet
Introducción
Sólo el padre dará la mano de su hija a los bailarines cuyas piruetas le seduzcan. En
una escena que arranca lágrimas de risa al público, el padre pisotea con furia los pies
de un pretendiente porque no los juzga conforme a las reglas estéticas. (…) El ballet,
en definitiva, se corresponde al estilo actual de la danza, mucho mejor de lo que
harían los temas trágico-heroicos. (Wirth, 2008: s/p)
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Ballet estrenado el 14 de junio de 1800, en la Ópera de París, con coreografía de Pierre Gardel y música de Étienne
Méhul. Intérpretes: Madame Gardel, Auguste Vestris, y Filippo Taglioni.
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Dansomanie (1800)
Ballet-pantomima creado por Pierre Gardel
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poesía dramática. Saltos y piruetas no son danza (…). La pantomima es la parte más
hermosa e interesante de la danza porque solo usa las partes más nobles del cuerpo.
Las piernas y pies, tan importantes en la danza ordinaria, rara vez se notan en la
danza pantomímica: aquí es la cabeza, el rostro, y los brazos que juegan el papel más
importante. (Chapman, 1997: 198)
En 1813, aparece un primer signo de lo que más tarde serían los ballets
románticos. Louis-Jacques-Jessé Milon (1766-1845) crea el ballet-pantomima
Nina, ou la Folle par Amour. Su protagonista, Mlle. Émilie Bigottini (1784-
1858), era famosa por su excelencia en el manejo de la pantomima y la acción
dramática, pero fue su despliegue emocional lo que ocasionó un gran impacto
en la audiencia: las lágrimas verdaderas de Bigottini, que fueron interpretadas
por el público como una exteriorización de su vida personal, su dolor por la
reciente muerte de su amante en la Batalla de Bautzen, el Général Géraud-
Christophe-Michel Duroc, duque de Frioul (1772-1813).
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Para Geoffroy el movimiento era un tema de menor importancia; estaba
interesado en el ballet como género dramático ligado estrechamente a la
literatura, como lo demuestran los programas de los espectáculos en los que
se describía detalladamente el argumento y en los que se explicaban las
acciones escena por escena, incluyendo a menudo las líneas del diálogo que
iba a ser representado a través del movimiento por los bailarines. Muchas
veces los textos estaban escritos a un costado del escenario, cosa que
ayudaba a la comprensión de la trama. Era habitual también que el carácter de
la música estuviera relacionado temáticamente con los actos pantomímicos,
haciéndolos accesibles (Arkin & Smith, 1997: 21).
La tensión entre los cambios producidos en las costumbres, los valores propios
de la conciencia burguesa y la todavía vigente estimación de los ballets
pantomímicos que explicitaban la acción dramática propia del ballet d´action
continuó hasta bastante avanzado el siglo XIX. En muchos de los comentarios
se realizaba una puntillosa diferenciación entre las partes “ejecutantes” de la
danza -piernas y pies- y las partes “nobles”, marcando una dicotomía entre una
función mecanicista, ejecutora, centrada en el cuerpo, y una parte expresiva
centrada en el rostro; lo cual recuerda las teorías de la expresión derivadas de
preceptos fisonómicos. De ese modo, quedaban expuestas dos propuestas
artísticas: por un lado, defender la narratividad y la emoción en la danza; por el
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otro, “diseñar attitudes, mover las piernas con precisión, rapidez y delicadeza”3
(Chapman, 1997: 199).
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Dance, properly called, that is to say, the talent of designing attitudes, agitating the legs with precision, rapidity, and
finesse, of landing on balance sur les pointes of the feet, is only the mechanical part of the art, and even when one
excels, the name of 'artist' is scarcely merited.
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La transición del ballet d´action hacia una danza en donde la acción dramática
no fuera necesaria no fue fácil. Los discípulos de Noverre, directores de otras
instituciones, se vieron obligados a realizar innovaciones para responder a las
nuevas necesidades expresivas aunque, en principio, respetaran los
lineamientos de su mentor. De este modo, el ballet d´action fue cediendo ante
el avance irreversible de una expresión poética diferente. Así como las
consignas neoclasicistas y racionalistas habían triunfado sobre los elementos
del rococó afirmando la exigencia de una danza de “noble simplicidad y de
sosegada grandeza”, ahora, este precepto se ponía nuevamente en tensión
ante el avance de un arte que demandaba el abandono de la realidad,
mostrando el desgarramiento espiritual, haciendo un culto de la soledad que
atormentaba cada conciencia. En este contexto surgieron nuevas reflexiones
acerca de la relación danza-pantomima; revisiones sobre las nuevas
posibilidades del lenguaje y la necesidad de narraciones coreográficas dirigidas
a mostrar el mal du siècle.4
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traducirlos a un lenguaje que se alejaba cada vez más de la posibilidad de
representar tramas argumentales?; por otro lado, las formas bellas de la danza,
sujetas a las limitaciones de la visualidad, ¿podían despertar emociones
similares a la admiración que suscitan las extensiones impensables del
universo? Para Burke, la figuración, es decir, la representación visual, era una
limitación sobre las posibilidades de expresión emocional, por tal motivo, la
poesía era el arte apropiado para conmover por estar libre de toda necesidad
de verosimilitud. Lo sublime, citando a Lyotard, era “lo que niega la consolación
de las formas bellas, e indaga presentaciones nuevas no para gozar de éstas,
sino para hacer sentir lo que es impresentable” (Lyotard, 1996: 25). El arte de
la danza de esos siglos anteriores, específicamente de los siglos XVII y XVIII,
estaba asociada a una perfecta belleza objetivada en las cosas dotadas de
forma, gobernada por la justa medida y proporción, ¿cómo podría un arte con
este fundamento representar las propiedades romantizadas de lo sublime
contrapuestas a toda visión neoclásica o rococó?
Este acercamiento a las costumbres de otros pueblos se había iniciado con los
desplazamientos de los ejércitos napoleónicos en su marcha a través de
Europa. El contacto con otras culturas motivó a los coreógrafos a imaginar lo
que creían era típico de otros lugares. Estas danzas configuraron un formato al
que se llamó `danzas de carácter´. El movimiento romántico promocionó la
inclusión del couleur locale (color local), para lo cual la coreografía de las
danzas folclóricas regionales fueron modificadas ante la necesidad de
adaptarlas al vocabulario de la danza académica.5 (Chazin-Bennahum, 2005:
137)
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“the Romantic movement touted the inclusion of couleur locale where regional folk dances cum ballet choreography
became an essential element in the ballets”.
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Las danzas nacionales, o las danzas de personajes, representaron una nueva
tendencia en la representación teatral. Junto con este gusto por lo auténtico
vino la reproducción del vestuario, un prenda que fue inmediatamente
reconocible como de una región específica. Esto no quiere decir que los
escenarios de ballet durante los siglos XVII y XVIII hayan ignorado el vestuario
exótico de lugares y naciones particulares. Sin embargo, durante la era
romántica se convirtió en una narrativa que representaba una conciencia
política y social, un conocimiento local, que sacaba a la luz el estilo y las
tradiciones de las formas de danza de otros pueblos.
El cuerpo de baile completo aparecía por primera vez en la historia del ballet con un
vestuario tan transparente, texturas completamente blancas y formas delicadas como
para evocar con cada movimiento un sentimiento esotérico y etéreo. Esta blancura
irreal y las gasas, producía en el espectador una sutil sensación de fuga, de huida
total; esto y la conciencia de sentirse transportado fueron de un impacto sorpresivo
para la audiencia, como si la conciencia del yo pudiera caer en el estado del no-ser.
Era una nueva experiencia teatral que resultó en lo que actualmente podríamos llamar
un hit. (Sorell, 1981: 220)
Esa “blancura irreal y las gasas”, que “producían en el espectador una sutil
sensación de fuga”, cumplían un objetivo quimérico: el deseo de sublimar el
cuerpo en espíritu para lo cual era necesario ocultar tanto como fuera posible el
peso abrumador de un cuerpo al que se debía poner en suspenso. Como
observara David Michael Levin:
¿Cuáles son los elementos que constituyen la belleza singular del ballet clásico?
Uno podría decir, entre otras cosas, la tensión entre peso y liviandad (…) Es como
si el cuerpo del bailarín, liberado de su condición opresiva de objeto, se viera
recompensado y revelado, precisamente, en su aspecto extático. (Levin, 1983: 123)
La huida del propio cuerpo encontró su correlato en la evasión del mundo real.
Para lograr este cometido fue imprescindible el mejoramiento en la técnica de
formación de los/as bailarines/as y aumentar las destrezas corporales. De ese
cambio dan testimonio los críticos de danza al enfocar sus comentarios desde
una perspectiva diferente respecto de las categorías estéticas empleadas para
hablar de los ballets de las primeras décadas del siglo. Así, críticos como el ya
mencionado Jules Janin comenzaron a priorizar la ilusión poética creada por la
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danza por sobre la acción dramática, considerada eje central de los ballets en
el siglo anterior.
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Se llamó ballet blanc o acto blanco a la escena en la que se visten de blanco todas las integrantes del cuerpo de
baile.
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Robert le Diable es una ópera en cinco actos, con música de Giacomo Meyerbeer, letra de Eugène Scribe y Casimir
Delavigne. Fue estrenada en París el 22 de noviembre de 1831. El lugar de la acción es Sicilia.
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La Sylphide y Giselle
Las obras consideradas como prototipos de la danza del siglo XIX fueron La
Sylphide y Giselle, ya que en ellas se establecerá, como veremos, una nueva
alianza entre el persistente neoclasicismo y sus valores y el romanticismo
naciente que se nutrió de categorías ya planteadas en el siglo XVIII.
La Sylphide narraba una historia de amor entre una sylphide, espíritu del aire, y
James, un aldeano escocés. Como todos los ballets de este período, estaba
estructurado en dos actos. En el primero, a través de una pantomima danzada,
narraba una parte de la historia, la cual comenzaba el día del casamiento de
James. Mientras el protagonista duerme en un sillón se le aparece una
sylphide. James se enamoraba de esta mágica criatura, aunque no lograba
distinguir si era real o imaginada. En el segundo acto o “acto blanco”, la danza
tiene un desarrollo mayor que las escenas pantomímicas. Tenía lugar en un
bosque, en el que James trata de atrapar a la sylphide, pero en realidad esa es
precisamente la única acción que le está prohibida. En el intento de asirla,
muere. En ese momento, como espectros, aparecen otras sylphides para llevar
el cuerpo muerto de su compañera.
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La obra fue bailada por María Taglioni (1804-1884) como la sylphide y Joseph Mazilier (1797-1868) como James.
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Giselle9 ou Les Willis fue estrenada en la Ópera de París, en 1841, con
coreografía de Jean Coralli Peracini (1779-1854) y Jules Perrot (1810-1892),
música de Adolphe Adam (1803-1856) y guión de Jules-Henri Vernoy, (1799-
1875). El guión estaba inspirado en una historia de Heinrich Heine (1797-1856)
sobre una leyenda medieval alemana.
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Giselle fue interpretada por Carlotta Grisi (1819-1899) y Lucien Petipa (1815-1898) en el rol del duque Albrecht.
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Anna Pavlova como Giselle, en la escena de la locura (1903)
Estos ballets, como todos los que siguieron, generalmente estaban divididos en
dos actos. En el primero tenían un fuerte componente pantomímico explicativo,
mientras que en el segundo se hacía presente la retórica dieciochesca de lo
sublime bajo la forma de una poética funeraria -en el caso de Giselle- o de un
bosque tenebroso -en La Sylphide-. En ambos casos, los intimidantes paisajes
nocturnos, enfatizados por los contrastes de luz, eran el marco necesario para
facilitar la enigmática desaparición de los personajes femeninos transformados
en los reflejos de una Sombra.
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Estos segundos actos permitían el enfrentamiento del personaje masculino con
un trasmundo en donde se expresaba una conciencia superior -el bosque en La
Sylphide o el cementerio en Giselle-, a la vez que hundía al protagonista
masculino en la desolación y al femenino en la oscuridad de la muerte. En
ambas instancias estas escenas transformaban el ballet en un alegato de lo
incontrolable, lo cual ponía en riesgo la tan valorada contención emotiva, típica
del neoclasicismo racionalista.
Tanto en La Sylphide
como en Giselle, el
nuevo código
profesado por la
sublimación del amor
imponía la sumisión a
las leyes de castidad.
Esta visión inspirada en la modalidad del amor cortés -propio de los trovadores
del siglo XII- solo aspiraba a ascender espiritualmente en un vínculo con el
objeto amoroso excluyendo el goce sexual. De este modo, el cuerpo femenino
transformado en espíritu y la suspensión de la realización efectiva del amor,
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aparecían como parte del tratamiento de lo sublime al promover sentimientos
oscilantes entre la melancolía y el terror.
Las zapatillas “de punta” eran todo un símbolo que transformaba el cuerpo en
un signo de “otro mundo” desvaneciéndolo en la inmaterialidad del aire;
mientras que el rechazo de las figuras masculinas aparecía en casi todos los
comentaristas de la época10. Theóphile Gautier (1811-1872), principal crítico
del ballet romántico, decía: “Para nosotros un bailarín es alguien monstruoso e
indecente que no podemos siquiera concebir... La fuerza es la única gracia
permisible en el hombre” (Sorell, 1981: 235); aunque en 1830, cuando Jules
Perrot (1810-1892) debutó en la Ópera de París, en el peor momento de
ataque a las figuras masculinas, Gautier no pudo dejar de elogiar la fuerza de
su danza. La “fuerza” a la que hacía alusión Gautier, como “única gracia”
permitida al protagonista masculino, se tradujo en la inclusión de lo que se
llamó danza en l´air (danza aérea); los saltos tuvieron, en este sentido, mucha
importancia11, dado que junto con el uso de las zapatillas de punta,
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En 1813, el maestro de ballet Jean Françoise Coulon (1764-1836) comenzó a trabajar la técnica de las puntas con la
bailarina Geneviève Goselin (1791-1818) (Paris y Bayo, 1997: 83). Ya en 1823 la bailarina italiana Amalia Brugnoli
(1802-1892) las había utilizado en un ballet llamado La Fée et le Chevalier, creado por Armando Vestris (1760-1842) y
estrenado en el teatro de Corte de Viena.
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Las técnicas fueron cada vez más eficaces y, en parte, se vieron afectadas por las modificaciones producidas en los
espacios destinados a la danza. En el siglo anterior los espectáculos estaban ubicados en las salas de los palacios y el
público estaba ubicado en gradas a los costados de los bailarines. En los escenarios de los grandes teatros de ópera.
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transformaron el entrenamiento de manera radical. Paulatinamente, la figura
masculina fue reivindicada; Charles Barón de Boigne (1808-¿?), escribió en
1857 en sus Petits Mémories de l´Opéra: “Perrot fue el último bailarín al que le
ha sido perdonado bailar” (Sorell, 1981: 235).
el escenario estaba elevado y el público estaba ubicado frontalmente. Esta modificación espacial produjo una
transformación en el lenguaje de movimiento.
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escenas campestres. Los motivos costumbristas a los que aludían las danzas
“populares” de todo tipo, las escenografías que representaban modestas
viviendas, los motivos del oriente próximo, incorporados generalmente en los
primeros actos de estos ballets, obedecían a ese nuevo concepto estético. Las
danzas provenientes del acervo popular escenificaban un mundo rural como un
espacio de diversión, de encuentro y de disfrute. Ese primer acto “pintoresco”,
al sumergir al espectador en un paisaje rural tranquilizador se oponía a un
segundo acto “sublime” en donde aparecía un recóndito bosque encantado o
un cementerio tenebroso.
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Dentro de la categoría de lo pintoresco podemos ubicar algunos de los nuevos
personajes que comenzaron a poblar los ballets. Paquita, ballet estrenado en
París en 1846, se desarrollaba en España durante la ocupación del ejército de
Napoleón. La trama tenía como protagonista a una gitana. Le corsaire (El
corsario), estrenado en 1856, cuyo guión era una adaptación libre del poema
Le corsaire escrito en 1814 por Lord Byron, incorporaba piratas y esclavos, en
una trama que se ubicaba en Turquía. Ondine, ballet inspirado en la novela
Undine del escritor romántico alemán Friedrich de la Motte Fouqué (1777-
1843), introducía una modificación en el lugar donde sucedía la historia:
Ondine, no estaba ubicada en el oscuro y temible Danubio sino en las alegres
costas soleadas de Sicilia; sus protagonistas eran Ondine -el espíritu del agua-
y un humilde pescador.
Litografía de escenario para Ondine ou La Naïade de Jules Perrot (P. F. Barell y Adolf
Charlamagne,1853)
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Difusión de la estética romántica
Hasta el fin del decenio de 1870, Francia fue quien marcó tendencia en la
danza de toda Europa. Aunque el modelo se difundió por las distintas
academias, existieron diferencias en las formas de incorporar las concepciones
estéticas mencionadas y, aun así, existe una propensión generalizada a
considerar la tradición coreográfica del ballet francés como la única válida.
Palabras finales
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Rev. Danzahoy en español, Nº 46, San Francisco, USA, septiembre 2005.
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