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Coordinadoras

MARTA GIMÉNEZ-DASÍ LAURA QUINTANILLA COBIÁN


PROFESORA CONTRATADO DOCTOR DEL DEPARTAMENTO DE PSICOLOGÍA PROFESORA CONTRATADO DOCTOR DEL DEPARTAMENTO DE METODOLOGÍA DE
EVOLUTIVA Y DE LA EDUCACIÓN DE LA UNIVERSIDAD DE VALENCIA LAS CIENCIAS DEL COMPORTAMIENTO DE LA UNIVERSIDAD NACIONAL DE
EDUCACIÓN A DISTANCIA (UNED)

Desarrollo emocional en los


primeros años de vida
Debates actuales y retos futuros
Relación de autores

Natalia Alonso-Alberca
Departamento de Métodos de Investigación y Diagnóstico en Educación. Facultad de Educación, Filosofía y
Antropología. Universidad del País Vasco.

Ana Aznar Botella


Departamento de Psicología. Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales. Universidad de Winchester,
Reino Unido.

Mabel Encinas Sánchez


Departamento de Infancia, Juventud y Educación. Universidad de Suffolk, Reino Unido.

Alberto Fernández-Angulo
Escuela de Doctorado. Facultad de Psicología. Universidad de Valencia.

Marta Fernández-Sánchez
Equipo de Orientación Educativa y Psicopedagógica Pozuelo. Consejería de Educación. Comunidad
Autónoma de Madrid.

Elena Gaviria Stewart


Departamento de Psicología Social. Facultad de Psicología. UNED.

Marta Giménez-Dasí
Departamento de Psicología Evolutiva y de la Educación. Facultad de Psicología. Universidad de Valencia.

Beatriz Lucas-Molina
Departamento de Psicología Evolutiva y de la Educación. Facultad de Psicología. Universidad de Valencia.

Inmaculada Montoya Castillo


Departamento de Personalidad, Evaluación y Tratamientos Psicológicos. Facultad de Psicología.
Universidad de Valencia.

Ariadna Peña Medina


Psicóloga general sanitaria. Centro de Psicología Clínica Miralls. Barcelona.

Silvia Postigo Zegarra


Facultad de Ciencias de la Salud. Universidad Europea de Valencia.

Laura Quintanilla Cobián


Departamento de Metodología de las Ciencias del Comportamiento. Facultad de Psicología. UNED.

Renata Sarmento Henríquez


Escuela de Doctorado. Facultad de Psicología. UNED.

Elisabet Serrat Sellabona


Departamento de Psicología. Facultad de Educación y Psicología. Universidad de Girona.

Francesc Sidera Caballero


Departamento de Psicología. Facultad de Educación y Psicología. Universidad de Girona.

Harriet Tenenbaum
Departamento de Psicología. Facultad de Salud y Ciencias Sociales. Universidad de Surrey, Reino Unido.

Ana I. Vergara
Departamento de Métodos de Investigación y Diagnóstico en Educación. Facultad de Educación, Filosofía y
Antropología. Universidad del País Vasco.

Laura Villena Guirao


Instituto Europeo de Inteligencia Emocional. Valencia.
Índice

Prefacio

PARTE PRIMERA. Teorías explicativas y aspectos metodológicos


1. La relación entre emoción, cognición y conciencia en las teorías del desarrollo emocional
1. Introducción
1.1. Emoción, conocimiento emocional, competencia emocional: una relación inclusiva
1.2. Emoción y cognición
2. Teorías del desarrollo emocional en la infancia
2.1. Teorías innatistas
2.2. Una teoría cognitiva: Michael Lewis
2.3. La tesis construccionista;
2.4. Teoría estructural-jerárquica de Paul Harris
2.5. Las tesis funcionalistas del desarrollo emocional
2.6. Algunas notas finales
Referencias bibliográficas
2. ¿Cómo se evalúa la competencia emocional? Aspectos metodológicos
1. Introducción
2. Importancia de las habilidades emocionales y su evaluación
3. Aspectos a tener en cuenta en la evaluación de las habilidades emocionales
4. Criterios y orientaciones para la evaluación
5. Herramientas para evaluar las habilidades emocionales
6. Conclusiones y retos para avanzar en la evaluación de las habilidades emocionales en la infancia
Referencias bibliográficas

PARTE SEGUNDA. El desarrollo emocional en detalle


3. La comprensión de los componentes básicos del conocimiento emocional: identificación, expresión y
causalidad
1. Introducción
2. Identificación de emociones
3. Etiquetado emocional
4. El conocimiento causal de las emociones y su relación con la identificación y el etiquetado
5. Conclusiones
Referencias bibliográficas
4. La regulación de las emociones
1. Introducción
2. Definiciones y modelos de regulación emocional
2.1. Evolución del concepto de regulación emocional
2.2. Tipologías de regulación emocional
3. Desarrollo de la regulación emocional
3.1. De 0 a 2 años. Etapa neonatal
3.2. De 2 a 6 años. Etapa preescolar
3.3. De 6 a 12 años. Etapa escolar
3.4. Adolescencia
4. Conclusiones
Referencias bibliográficas
5. Las relaciones entre la comprensión emocional y la teoría de la mente
1. Introducción
2. La comprensión emocional precede y predice la teoría de la mente
3. La teoría de la mente precede y predice la comprensión emocional
4. La comprensión emocional y la teoría de la mente como habilidades paralelas
5. El papel del lenguaje en la teoría de la mente y la comprensión emocional
5.1. La influencia del lenguaje en la teoría de la mente
5.2. La relación entre lenguaje y comprensión emocional
5.3. La relación entre lenguaje, teoría de la mente y comprensión emocional
6. Conclusiones
Referencias bibliográficas
6. Conocimiento emocional y lenguaje
1. Introducción
1.1. Comunicación, lenguaje y emoción
2. Verbalizando emociones
2.1. Desarrollo del vocabulario sobre emociones
2.2. Cuestiones pendientes
3. Conceptualizando emociones
3.1. El punto de vista construccionista y la CAT
3.2. La interacción entre el desarrollo emocional y lingüístico
3.3. Cuestiones pendientes
4. Lenguaje, lenguas y emociones
4.1. Cuestiones pendientes
Referencias bibliográficas
7. Conocimiento emocional, empatía y conducta prosocial
1. Introducción
2. La empatía como elemento de la cognición social
2.1. Importancia de la empatía para el funcionamiento social
2.2. Evolución filogenética de la capacidad empática: cooperación vs. manipulación
2.3. Desarrollo ontogenético: modelo de Hoffman
3. ¿De qué hablamos cuando hablamos de empatía?
3.1. Los componentes de la empatía
3.2. Evidencia empírica acerca de la distinción entre empatía emocional y empatía cognitiva
3.3. Desarrollo ontogenético de los distintos componentes
4. El conocimiento emocional que la empatía facilita ¿da siempre como resultado un comportamiento
prosocial? debate acerca de la relación entre empatía e inteligencia maquiavélica
5. Conclusiones
Referencias bibliográficas

PARTE TERCERA. El desarrollo emocional en contexto


8. Diferencias de género en la expresión emocional en la infancia
1. Introducción
2. Desarrollo de la competencia emocional en la infancia
3. La expresión emocional
4. Desarrollo de la expresión emocional en la infancia
5. Diferencias de género en la expresión emocional en la infancia: revisión de la literatura
5.1. Edad
5.2. Interlocutor
5.3. Cultura
6. ¿Por qué hay diferencias de género en la expresión emocional?
7. Conclusiones
Referencias bibliográficas
9. El desarrollo emocional en contextos de riesgo
1. Introducción
2. Exclusión social y vulnerabilidad
3. Vulnerabilidad familiar y desarrollo emocional
4. Factores asociados a los contextos de riesgo y su influencia sobre el desarrollo emocional
4.1. Exposición a drogas y alcohol
4.2. Estancias en prisión de los progenitores
4.3. Violencia de género
4.4. Maltrato infantil
5. Conclusiones
Referencias bibliográficas
10. El papel de las emociones en el aula: una aproximación histórico-cultural
1. Introducción
2. Una visión histórico-cultural de las emociones
3. Las preguntas
4. El estudio: emociones en contexto
5. Una mirada a los datos: el Quijote y los vaqueros
6. Discusión: microhistoria
7. Conclusiones
Referencias bibliográficas

PARTE CUARTA. Intervención y desajustes del desarrollo emocional


11. Programas de intervención educativa para niños de 0 a 2 años
1. Introducción
2. Programas en el extranjero
2.1. Programas dirigidos al ámbito familiar
2.2. Programas dirigidos al ámbito escolar
3. Programas en nuestro país
4. Conclusiones
Referencias bibliográficas
12. Programas de intervención educativa para niños de 3 a 5 años
1. Introducción
2. Programas en el mundo anglosajón
2.1. Programas dirigidos al ámbito escolar
2.2. Programas dirigidos al ámbito familiar
3. Programas en nuestro país
3.1. Programas dirigidos al ámbito escolar
4. Conclusiones
Referencias bibliográficas
13. Desarrollo emocional desajustado: el acoso escolar
1. Introducción
2. Punto de partida necesario: lo que sabemos sobre acoso escolar
3. ¿Podemos hablar de «acoso preescolar»?
4. Los roles en el acoso preescolar
4.1. La clásica díada víctima-agresor
4.2. Más allá de la díada víctima-agresor: los espectadores
4.3. Estabilidad de los roles
5. La naturaleza contextual del acoso: escuela y familia
6. Competencia emocional y acoso escolar
7. A modo de reflexión: conclusiones y futuras líneas de investigación
Referencias bibliográficas

Créditos
Prefacio

Hace varios años que pensamos en editar este libro. Nuestro objetivo era recoger en castellano el
panorama actual sobre el desarrollo emocional en la primera infancia para que colegas y alumnos pudieran
acceder a esta información sin tener que pasar, necesariamente, por las ediciones anglosajonas. Siempre que
hablábamos de este proyecto, decíamos: «tenemos que hacer el libro». Al final nos referíamos a él como «el
libro», como si no hubiera otro en el mundo. Así pasaron varios años, hasta que en 2017 nos decidimos a
organizar dos simposios para poder vernos, contarnos y compartir parte de lo que llevamos años haciendo.
Compartir entre colegas la investigación que hacemos es una de las actividades más estimulantes que nos
quedan en el ámbito universitario. El libro ha sido la forma de conseguir que ese placer de compartir
conocimiento y reflexión no se pierda y pueda expandirse más allá de las salas de los simposios en las que
nos vimos en Santander y Oviedo en 2017.
La idea original era recoger los temas en los que cada uno trabaja, dándoles un marco más amplio que
nos permitiera salir de nuestra investigación concreta, y ligarlos a otros trabajos y teorías para poder
reflexionar sobre el estado de la cuestión. Así, organizamos varios bloques de temas. En el primero se
recogen cuestiones teóricas y metodológicas fundamentales. El capítulo de Laura Quintanilla constituye una
revisión crítica de las posturas teóricas que a lo largo de los años han intentado explicar qué es y cómo se
produce el conocimiento emocional. El panorama teórico es bastante complejo, y en muchas ocasiones
hemos sentido que no hay una teoría clara que explique cómo los niños 1 aprenden sobre emociones.
Aunque, evidentemente, no existe una única respuesta, el capítulo permite construir una visión clara sobre
el panorama teórico actual con sus luces y sus sombras. El capítulo de Natalia Alonso y Ana Vergara recoge
las herramientas de evaluación que se utilizan para acceder al conocimiento emocional en los primeros años
de vida y expone, con gran claridad, los importantes problemas metodológicos a los que debemos
enfrentarnos. El problema de la evaluación es muy complejo en cualquier ámbito de la psicología, pero
cuando se trata de la infancia temprana, la cuestión se complica mucho más. La creación de instrumentos
fiables de evaluación es una tarea fundamental que tiene muchos retos pendientes.
En el segundo bloque se exploran en detalle algunos componentes del conocimiento emocional y las
relaciones entre este y otros ámbitos estrechamente relacionados, como la teoría de la mente, la empatía o el
lenguaje. Los capítulos de Ariadna Peña, Inmaculada Montoya, Silvia Postigo y Laura Villena se centran en
componentes específicos del conocimiento emocional. Por una parte, Ariadna Peña explica cómo se
desarrolla el conocimiento emocional más sencillo, es decir, los componentes básicos que se refieren a la
capacidad para identificar las expresiones emocionales asociadas a las emociones básicas, la habilidad para
nombrar o etiquetar emociones y la capacidad para entender las causas o las situaciones que provocan las
emociones básicas. Como veremos, estos inicios de la comprensión emocional ya muestran importantes
relaciones con otras variables de ajuste psicológico. Por otra parte, Inmaculada Montoya, Silvia Postigo y
Laura Villena se centran en una de las habilidades más importantes y complejas del conocimiento
emocional: la regulación emocional. Esta capacidad, ligada a las funciones ejecutivas, tiene una especial
relevancia por el impacto directo que ejerce sobre la competencia social y emocional. Las autoras adoptan
un enfoque evolutivo y recorren los cambios que esta habilidad experimenta con la edad. Las relaciones
entre conocimiento emocional, teoría de la mente, lenguaje y empatía son enormemente complejas. En los
últimos años ha aumentado notablemente el número de investigaciones que intentan explicar estas
relaciones, pero quedan múltiples cuestiones sin responder. Renata Sarmento explora las relaciones o
influencias entre el conocimiento emocional y la teoría de la mente, sin olvidar el papel mediador que
parece tener el lenguaje. Este capítulo plantea, quizá, más preguntas que respuestas y destaca la dificultad
de comparar estudios que evalúan las habilidades de manera diferente. En este sentido, el enlace con los
problemas metodológicos que se tratan en el capítulo 2 es claro. Elisabet Serrat y Francesc Sidera
profundizan en las relaciones entre conocimiento emocional y lenguaje, una relación que ha salido a la luz
hace relativamente poco tiempo pero que ha abierto toda una línea de investigación a la que le queda mucho
recorrido. En este capítulo se plantear cuestiones ligadas a la conversación y el desarrollo emocional que
también trata Renata Sarmento y que se volverán a plantear cuando se aborde la influencia del género en el
desarrollo emocional. Además, se hace un interesante análisis sobre la influencia de las lenguas en el
desarrollo emocional desde un punto de vista cultural. Por último, en este bloque, Elena Gaviria realiza una
interesante revisión sobre la empatía, sus componentes y su relación con la inteligencia maquiavélica, el
conocimiento emocional y la conducta prosocial. Este capítulo se adentra, además, en cuestiones filo y
ontogenéticas de gran interés, ofreciendo así una perspectiva más amplia del fenómeno de la empatía.
El tercer bloque se dedica a explorar cómo influyen algunos contextos o variables presentes en contextos
en el desarrollo emocional (el género, los contextos de riesgo y la escuela). Harriet Tenenbaum y Ana
Aznar se adentran en las diferencias de género a la hora de expresar emociones y en cómo diferentes
variables, como la edad, la cultura o el interlocutor, afectan a esa expresión emocional siempre en función
del género. Este capítulo permite comprender cómo los roles y estereotipos de género afectan incluso a las
cuestiones más íntimas de cada persona —algo tan íntimo como la manera en la que cada uno expresa las
emociones— y cómo la cultura es un marco clave que moldea cómo pensamos, sentimos y nos
relacionamos. Alberto Fernández-Angulo revisa cómo los contextos familiares vulnerables o desajustados
influyen en el desarrollo emocional de los niños. Una de sus principales conclusiones es la importancia de
intervenir de forma temprana para compensar estos efectos y, sobre todo, la relevancia específica de la
regulación emocional. Para cerrar este bloque, y como enlace al siguiente, el capítulo de Mabel Encinas
recoge la interacción e influencia de las emociones en el aula, en el rendimiento académico y en las
interacciones entre iguales y entre alumnos y profesores dentro del contexto escolar. La observación
microgenética que se expone en este capítulo ofrece claves, que suelen pasar desapercibidas, sobre la
importancia y el impacto de la gestión emocional en el aprendizaje y en la propia actividad que se mantiene
dentro del aula.
Por último, el cuarto bloque aborda aspectos educativos o de intervención, revisando los programas de
intervención para la mejora y promoción de las competencias emocionales y sociales que existen en
Educación Infantil y sus efectos en los niños. Marta Fernández-Sánchez y Marta Giménez-Dasí ofrecen un
panorama completo y actualizado de las iniciativas de intervención validadas que en España y en contextos
anglosajones han mostrado ser eficaces. Como cierre final, se presenta una reflexión actualizada sobre el
acoso escolar, un fenómeno muy preocupante en el ámbito educativo, que revela las consecuencias —o al
menos una de las consecuencias— que puede tener un desarrollo emocional y social desajustado. Beatriz
Lucas-Molina revisa y reflexiona sobre el acoso escolar en el período de Educación Infantil y su relación
con la competencia emocional, poniendo de manifiesto la naturaleza contextual del fenómeno.
A pesar de que en estos capítulos se recoge el panorama investigador actual sobre cuestiones ligadas al
desarrollo emocional en los primeros años de vida y, probablemente, investigadores, doctorandos y alumnos
sean los lectores más interesados, creemos que los profesores de todos los niveles educativos e incluso los
padres podrían también interesarse por y beneficiarse de este conocimiento. Sin duda, los profesores de
Educación Infantil necesitan saber cómo se organiza y cambia el desarrollo emocional para poder trabajar
con niños de 0 a 6 años. Este desarrollo está en estrecha relación con las competencias sociales que se van
configurando en la etapa de Primaria y que tantas repercusiones tienen durante la Secundaria y, después, en
la vida adulta. Como muestra la investigación (véase Sánchez Puerta, Valerio y Gutiérrez Bernal, 2016,
para una revisión reciente en castellano), el impacto de las competencias emocionales y sociales en la vida
de las personas es enorme. Algunos estudios longitudinales, que siguen poblaciones amplias durante
muchos años, han encontrado una influencia muy significativa de estas competencias en el rendimiento
académico de los niños a lo largo de toda su escolaridad, además de una importante repercusión en las
decisiones que se toman sobre la trayectoria académica durante los años de escolarización. Como resultado
de esta influencia, la evidencia señala claramente que las competencias emocionales y sociales inciden en
algunos aspectos de la vida, como el tipo de trabajo que uno tiene, la remuneración que obtiene o la
posibilidad de sufrir momentos de inestabilidad laboral o desempleo.
Desde un punto de vista psicológico, las competencias emocionales y sociales son claves en la
adaptación del niño, es decir, en su ajuste conductual y psicológico. Muchos estudios muestran que los
niños con mayores competencias emocionales y sociales tienen menos problemas internalizantes (i.e.
depresión) y externalizantes (i.e. agresividad y ansiedad) y se muestran más prosociales, empáticos y
cooperativos con los demás. Estos rasgos revierten, lógicamente, en una mayor aceptación social, lo cual
incide en una mejor autoestima. Como sabemos, la autoestima es fundamental para el bienestar psicológico.
La valoración que hacemos de nosotros mismos condiciona la percepción de autoeficacia y, por tanto, las
expectativas ante los retos y metas que nos proponemos. Otra cuestión en la que las competencias
emocionales y sociales parecen incidir son las conductas de riesgo. Los niños y adolescentes con mayores
competencias emocionales y sociales se implican menos en conductas de riesgo y, por tanto, disfrutan de un
desarrollo más sano porque protegen su salud.
Todas estas cuestiones se encuentran muy relacionadas entre sí, pero si nos paramos a pensar en
términos más generales, podríamos afirmar que las competencias emocionales y sociales constituyen un
núcleo central de la persona que incide o repercute en muchos aspectos del desarrollo. Podemos resumir
toda esta investigación diciendo que las competencias emocionales y sociales tienen un efecto directo en
dos grandes áreas que afectan al desarrollo de las personas: la personalidad y la salud. Esta evidencia nos
permite atrevernos a afirmar, sin temor a equivocarnos, que cualquier persona que esté en contacto con
niños y adolescentes debe conocer cómo se produce el desarrollo emocional y social, qué impacto tiene en
la trayectoria vital de las personas y cómo se pueden mejorar o, en situaciones más desfavorecidas,
compensar y promover. Este es, quizá, nuestro último objetivo con este libro: extender el conocimiento que
hoy tenemos sobre cómo afectan estas competencias al desarrollo y promover entre todos los agentes
sociales un conocimiento científico y accesible para expandir el patente efecto positivo que el manejo de
estas competencias tiene para el desarrollo humano. Los retos a los que se enfrenta el mundo actual son
grandes y complejos, pero creemos de manera firme que intervenir en estas competencias desde la infancia
temprana contribuye al desarrollo sano, a la menor incidencia de los problemas de salud mental, a la mejora
de la calidad de vida de las personas, al aumento de la satisfacción vital y, en definitiva, a mejorar la
sociedad y el mundo en el que vivimos. En vista de la evidencia empírica actual, el principal objetivo de
nuestro trabajo es difundir este conocimiento entre el mayor número posible de agentes implicados en la
educación de niños y jóvenes.

Madrid, enero de 2018.


MARTA GIMÉNEZ-DASÍ
LAURA QUINTANILLA

NOTAS

1 A lo largo de todo el libro utilizamos el término «niño» en su acepción neutra, que incluye a los niños y a
las niñas.
PARTE PRIMERA
Teorías explicativas y aspectos
metodológicos
1
La relación entre emoción, cognición y conciencia en las
teorías del desarrollo emocional
LAURA QUINTANILLA

1. INTRODUCCIÓN
El objetivo de este capítulo es ofrecer una visión general de las teorías del desarrollo emocional en la
infancia. Estas teorías tratan de abordar distintos problemas del desarrollo: si las emociones son innatas o
adquiridas, qué función tienen en el proceso de adaptación al medio, cómo se relacionan la emoción y la
cognición o cómo las emociones, en tanto que experiencias subjetivas, se organizan y se relacionan con
otras áreas del desarrollo (i. e. desarrollo motor, cognitivo, social, adquisición de lenguaje y las habilidades
comunicativas). A su vez, esas propuestas teóricas del desarrollo emocional están franqueadas por
cuestiones más generales como la distinción entre emoción y sentimiento, el carácter de la emoción como
un experiencia subjetiva y consciente, la existencia de emociones básicas y no básicas, y los criterios o
requisitos para definirlas e identificarlas, la universalidad de las emociones básicas, las relaciones entre la
emoción y el cuerpo, los procesos fisiológicos y cerebrales o la relación entre la emoción y la cultura.
Ofrecer una panorámica de estas teorías es parecido, a primera vista, a observar un jardín que ha crecido
bajo el cuidado de diferentes criterios estéticos, esto es, anárquicamente.
En definitiva, adentrarse en la maraña de ideas que han ido tejiendo los estudiosos de las emociones en
la infancia puede resultar confuso; sin embargo, si a uno le gusta deleitarse, no sin cierta dosis de paciencia,
siguiendo el hilo para descubrir dónde está el nudo conceptual de las teorías, puede resultar una tarea
entretenida, como quien trata de desenredar una madeja de lana y se siente más que orgulloso por conseguir
deshacer el último nudo. No me propongo desenredar todos los nudos de la madeja. No obstante, es muy
posible que con este capítulo el lector pueda obtener información general sobre cuáles son las teorías del
desarrollo emocional, y con esto yo me daría por satisfecha, ya que significaría que he conseguido
sistematizar esta información. Aun así, no renuncio a la posibilidad de poder transmitir, aunque sea con
indicaciones generales, cuáles son los caminos que nos han guiado para llegar a esta diversidad de teorías
sobre las emociones e intentar atisbar alguna vía para la investigación futura. Presento las teorías abordando
dos cuestiones relacionadas: la emoción y la cognición y la emergencia de la conciencia.

1.1. Emoción, conocimiento emocional, competencia emocional: una relación


inclusiva
Algunas consideraciones conceptuales serán necesarias para seguir la trama de las teorías, y aquí nos
encontramos con el primer nudo conceptual: reaccionar emocionalmente y conocer qué emoción estamos
experimentando no es exactamente lo mismo. Tampoco parece lo mismo ser competente emocionalmente y
conocer la emoción que experimentamos o experimentan los demás. Digo parece porque los estudiosos de
la emoción no se ponen de acuerdo en la definición de qué es la emoción y tampoco en la naturaleza que
acompaña a la palabra emoción con sus adjetivos: básica, no-básica, primarias, secundarias, sociales,
autoconscientes, etc.
Para tratar de forma esquemática estos conceptos, y a riesgo de no satisfacer las exigencias de las
diferentes teorías de la emoción, atrevidamente ofreceré algunas definiciones muy generales. Nos referimos
a las emociones como procesos de carácter neurofisiológico, que organizan ciertos patrones fisiológicos,
cognitivos y de comportamiento y facilitan las respuestas del organismo para adaptarse al medio. De forma
sucinta, lo que se denomina emoción es parecido a una reacción causada por un evento, mientras que el
conocimiento emocional —constructo más complejo porque están implícitos procesos cognitivos, motores y
lingüísticos— implica ciertas dimensiones relacionadas con otros conceptos como la experiencia emocional
y la conciencia del yo. Estas dimensiones son: 1) reconocimiento de las causas de la emoción. La
experiencia continuada con diferentes tipos de objetos o eventos asociados a las emociones genera el
conocimiento emocional. Este conocimiento permite una adaptación mucho más flexible para la
organización y planificación del comportamiento propio en relación con el medio social (Damasio, 2006);
2) identificación de las emociones en uno mismo y en los demás —por ejemplo, a través de posturas
corporales y expresiones faciales, tonos vocales—, y 3) uso del lenguaje para el reconocimiento, la
expresión y la comunicación de los estados emocionales.
Dado que el conocimiento emocional no se produce fuera del contexto social, y el significado solo es
posible gracias a nuestra inherente condición de seres sociales, el conocimiento emocional constituye el eje
central de lo que se denomina «competencia emocional» (Denham, 1998; Saarni, 1999). Para autoras como
Denham o Saarni, la competencia emocional no puede concebirse ni desarrollarse fuera del contexto social.
Uno expresa y comunica afecto para los demás, con quienes negocia y establece tratos utilizando recursos
emocionales, cognitivos, lingüísticos y comunicativos. De hecho, algunos autores prefieren llamarla
«competencia afectivo-social» (Halberstadt, Denham y Dunsmore, 2001). Así pues, el contexto social exige
expresar y comunicar, inhibir o mostrar emociones, es decir, exige regular nuestro comportamiento de
acuerdo con las convenciones sociales y culturales, así como con las metas que nos proponemos conseguir,
siendo todas estas habilidades parte de la autoeficacia (Saarni, 1999). Así pues, la competencia emocional
incluye una serie de componentes, como la expresión y comunicación emocionales, en las cuales
intervienen no solo el desarrollo lingüístico sino también el motor y el cognitivo, e influyen en la regulación
emocional, la comprensión o conocimiento emocional.
Este esquema muy general de emoción, conocimiento y competencia emocional nos servirá de
plataforma para ofrecer un marco general sobre el que se asientan las teorías del desarrollo emocional.

1.2. Emoción y cognición


Además de los problemas de definición de la emoción, a este debate hay que añadir la cognición, otro
concepto que tampoco está claramente definido (Russell, 2003). No obstante, no vamos a detenernos en este
nudo conceptual. Cuando nos planteamos la relación entre cognición y emoción, el primer problema que
emerge es saber si la cognición y la emoción son procesos independientes o están relacionados. Si están
relacionados, tenemos que averiguar qué tipo de relación existe entre ambos. La neurociencia ha aportado
algunas evidencias de que la emoción y la cognición son procesos que están estrechamente relacionados
(Damasio, 2006). El conocido caso de Phineas Gage 2 , analizado en el laboratorio Hanna Damasio, fue
utilizado por Antonio Damasio para argumentar contra la pertinaz y extendida idea cultural y filosófica de
que la emoción y la razón tienen una mala relación, o también, que la emoción es enemiga de la razón a la
hora de tomar decisiones y de que debemos entenderlas como cuestiones separadas si queremos comprender
la mente y el comportamiento humano (H. Damasio, Grabowski, Frank, Galaburda y A. Damasio, 1994).
La psicología del desarrollo arrastra algunos de los problemas no resueltos por el marco más general de
las teorías de la emoción. Algunas propuestas evolutivas parecen estar influidas por la idea de que la
cognición y la emoción se relacionan de forma que una es precedente a la otra y otras mantienen que son
procesos psicológicos independientes. Así, por ejemplo, Harris y sus colaboradores (De Rosnay, Pons,
Harris y Morrell, 2004; Harris, De Rosnay y Ronfard, 2013) han mostrado la existencia de un desfase entre
las habilidades de la teoría de la mente (TM) y el conocimiento emocional. La TM se considera una parte de
la cognición social y hace referencia a la habilidad que tienen los humanos de atribuir o inferir estados
mentales (i.e. creencias, deseos, intenciones) para predecir y comprender el comportamiento de los demás.
Se considera una habilidad cognitiva dirigida a comprender el mundo social (Wellman, 1990). El conocido
paradigma de la creencia falsa ha sido la prueba clásica con la que se decide si los niños tienen una TM
(Wimmer y Perner, 1983). A pesar de que, además de creencias, los humanos actuamos bajo otros muchos
estados mentales, esta prueba mostró que a partir de los 4 años aproximadamente los niños son capaces de
predecir acciones. Sin embargo, los niños de 4 años no predicen correctamente las emociones de un
personaje que tiene una creencia falsa, pero sí los niños de 6. Este desfase evolutivo podría estar indicando
que los procesos cognitivos de inferencia mentalista, implicados en la comprensión del comportamiento,
podrían ser diferentes de los procesos de la comprensión emocional. Y más aún, que los procesos cognitivos
podrían ser anteriores a la comprensión emocional. Volveremos sobre esto más adelante.
Antes de esta edad, y mucho antes de que realicen complejas inferencias mentalistas, los niños
comprenden las emociones como la tristeza y la alegría y las utilizan en sus relaciones cotidianas (Dunn,
1988). Previamente a los 4 años, durante la primera infancia, muestran un reconocimiento de las
expresiones faciales, que utilizan como una referencia sobre el significado del mundo, como lo muestran los
trabajos sobre el abismo visual de Gibson y Walk (1960). Estos resultados no apoyan, en términos
evolutivos, la primacía de la cognición frente a las emociones. Como veremos enseguida, las teorías que
abordan el desarrollo emocional proponen diferentes maneras de entender el origen de las emociones y su
relación con la cognición.

2. TEORÍAS DEL DESARROLLO EMOCIONAL EN LA INFANCIA


Entre las teorías del desarrollo emocional encontramos una gran diversidad de propuestas. Algunas de
ellas se sitúan en una línea más innatista, siguiendo las tesis evolucionistas de Darwin, y sostienen que las
emociones forman parte de las disposiciones genéticas. Desde esa perspectiva presentaremos la teoría de las
emociones diferenciales de Carroll Izard (2009), por una parte, y, por otra, los postulados de Trevarthen
(2005) sobre las emociones y su papel en la llamada inter-subjetividad primaria o la preparación para la
interacción.
Otra de las teorías del desarrollo emocional que goza de gran difusión es la teoría propuesta por Michael
Lewis (1989, 2008, 2011). Desde una perspectiva más cognitiva de las emociones, Lewis plantea que las
emociones básicas (interés, alegría, tristeza, asco, miedo y sorpresa) se desarrollan en los primeros meses de
vida, pero requieren algunas habilidades cognitivas, y más tarde aparecen las llamadas emociones no
básicas o autoconscientes. Estas emociones se desarrollan a partir del reconocimiento del yo y de la
distinción del yo con los demás.
Por otra parte, las teorías construccionistas, propuestas por Lisa Feldman Barrert y James Russell (2014),
consideran que las emociones no están diferenciadas desde el principio, sino que siguen una diferenciación
progresiva en el desarrollo. Estas teorías son mucho más radicales y sustentan la tesis de que la experiencia
nos conduce a percibir las emociones tal y como las conocemos, siendo este conocimiento un punto de
llegada y no de partida, como plantean las tesis innatistas.
Las teorías funcionalistas plantean un modelo interesante en el desarrollo de la emoción. Karen
Caplovitz Barrett retoma algunos de los elementos de las teorías previas y postula la existencia de una
relación bidireccional entre las emociones y otros aspectos del desarrollo, cognitivo, motor, social, etc.
Una de las cuestiones clave de las teorías del desarrollo emocional es la discusión sobre la primacía entre
la emoción y la cognición, y su papel en el desarrollo de las emociones llamadas básicas y no básicas. Una
segunda cuestión muy relacionada con la anterior es la relación entre la conciencia y las emociones. Tal y
como lo plantea Lewis (2008), la conciencia resultaría un requisito para la emergencia de las emociones
llamadas no-básicas, mientras que otros autores plantean una relación previa de las emociones. Sobre estos
ejes gira esta presentación de las teorías.

2.1. Teorías innatistas


La teoría de las emociones diferenciales (TED) ha sufrido cambios desde su inicio, ya que, como el
propio Izard señaló (2007, 2009, 2011), una teoría ha de ajustarse a las nuevas evidencias científicas. Los
elementos centrales de la TED entienden que las emociones no son un estado, sino una fase de la actividad
neurológica. Esta fase consiste en un vínculo en el que interactúan emoción y cognición. Para Izard existe
una relación interactiva entre las dos. En la versión más desarrollada de su teoría, Izard (2009) postula siete
principios: 1) el sentimiento emocional tiene su raíz en la evolución y el desarrollo neurobiológico, es un
componente clave de las emociones y la conciencia y con frecuencia es adaptativo; 2) las emociones tienen
un papel central en la emergencia y la evolución de la conciencia en la ontogenia y forman parte de su
contenido a lo largo de la vida; 3) las emociones son la fuente de la motivación, y ofrecen información
sobre la evaluación de las experiencias. Los sentimientos emocionales son los componentes primarios de la
motivación, de las operaciones mentales y la conducta; 4) los sentimientos de las emociones básicas
organizan y motivan reacciones rápidas, que son críticas para la supervivencia o el bienestar. Los esquemas
emocionales 3 , el sistema nervioso y los procesos mentales implicados en los sentimientos, percepción y
cognición interactúan continua y dinámicamente generando y controlando el pensamiento y la acción. Las
interacciones (que pueden ser procesos eventuales a algo parecido a los rasgos, más estables) producen
muchísimas experiencias específicas de emoción (por ejemplo, los esquemas de enfado) que pueden tener el
mismo estado central del sentimiento, pero con diferentes tendencias, pensamientos o planes de acción; 5)
el uso de la emoción, dependiente de la interacción eficaz entre emoción y cognición, es adaptativo al
pensamiento o a la acción, la cual deriva, en parte, de la experiencia emocional sentimiento/motivación y en
parte también de las habilidades cognitivas, sociales y del comportamiento; 6) los esquemas emocionales
que no son adaptativos pueden terminar en estados psicopatológicos cuando a lo largo del desarrollo el
resultado entre sentimientos, cognición y acción está mal ajustado, y 7) la emoción de interés, central a la
motivación, siempre está presente en la mente normal bajo condiciones normales.
Para sostener, como propone la TED, el origen innato de las emociones, los estudios se han centrado
tradicionalmente en bebés y en el reconocimiento de las expresiones faciales y los eventos que las generan.
Esta teoría asume que las expresiones faciales de las emociones básicas en el desarrollo típico emergen con
patrones relativamente bien definidos. Sin embargo, numerosos estudios sobre las expresiones emocionales
en bebés no proporcionan evidencias muy claras sobre la estabilidad de los patrones. Esta falta de
coherencia de resultados puede ser debida a diferencias en los procedimientos metodológicos de los
estudios: la edad de los participantes, con un rango muy amplio: desde los tres días (Soussignan, Schaal,
Marlier y Jiang, 1997, Soussignan y Schaal, 2005) hasta los 18 meses (Sullivan y Lewis, 2003; Camras,
1992); los diferentes procedimientos de estimulación, por ejemplo, olores para producir expresiones faciales
en los neonatos o la limitación del movimiento del brazo en los bebés más mayores para provocar enfado; el
modo de medir objetivamente la expresión facial, en algunos casos, usando la codificación interobservador
con escalas estandarizadas como el FACS 4 y en estudios más recientes con técnicas más avanzadas, como
los potenciales evocados, eye tracking, o la resonancia magnética (fMRI) para observar la preferencia de la
mirada ante las expresiones faciales (Hoehl, 2014). Asimismo, se han obtenido las expresiones faciales de
los bebés en situaciones interactivas de observación sin intervención por parte del experimentador
(Kochanska, Coy, Tjebkes y Husarek, 1998). Todos estos factores pueden contribuir a la diversidad de los
resultados.
Si la teoría innatista supone que los niños vienen dotados con la capacidad de mostrar emociones
diferenciales, lo más razonable es que manifiesten patrones de expresión emocional ante los mismos
eventos, que indiquen la presencia subyacente de aquellas. Sin embargo, la evidencia obtenida no parece
apoyar de manera contundente esta primera afirmación de la teoría. Así, por ejemplo, algunos estudios
ponen de manifiesto que niños de entre 4 y 5 meses muestran expresiones de enfado y movimientos de los
brazos en contextos de frustración en una sesión de aprendizaje (Sullivan y Lewis, 2003), mientras que
otros autores (Camras et al., 1998) no encuentran patrones de expresión parecidos en bebés de 11 meses de
edad de diferentes culturas, chinos, japoneses y americanos, en las expresiones de sonrisa y llanto. Por otra
parte, los trabajos de Soussignan y su equipo mostraron que las expresiones faciales producidas por olores
placenteros (vainilla) o repulsivos (ácido butírico) no generaban de manera unívoca un patrón de
expresiones faciales en neonatos. Así, por ejemplo, para algunos niños el olor agradable generaba una
expresión de asco (con la nariz arrugada) y para otros una expresión de placer, parecido a la sonrisa o bien
al gesto de succión. Lo mismo ocurría con el olor desagradable (Soussignan et al., 1997). En resumen, esta
pequeña muestra de estudios no parece apoyar la idea de la TED sobre la existencia de un programa
neurofisiológico de expresiones específicas.
Ciertamente, ¿por qué habría la naturaleza de dotarnos de una expresión facial completamente vinculada
a un estado fisiológico y a un determinado estímulo o evento del medio? Dado que el medio social y
cultural humano es tan variado, una estrategia fija de expresiones faciales y corporales asociadas a un
estado fisiológico y a un evento o estímulo proporcionaría muy poca adaptabilidad a un medio tan diverso.
Esto es, seríamos muy torpes para adaptarnos a la diversidad cultural y social con la que los humanos
estamos destinados a entendernos. Como apunta Damasio (2006), estamos dotados para proporcionar al
sistema nervioso nuevas asociaciones, nuevos aprendizajes, y enriquecer los sustratos biológicos con
nuevos eventos, formando representaciones que de algún modo transmiten información a los órganos
internos y al sistema motor para activar nuestro cuerpo y configurar una postura corporal y facial. Pero estas
reacciones son aprendidas, son emociones producto de la experiencia individual.
Desde otra perspectiva innatista con un acento más funcional encontramos la propuesta de Cowlyn
Trevarthen, quien argumenta que las emociones son la causa de la conciencia y a través de ellas se genera la
actividad motora. Son los elementos «activantes» de la experiencia. Las emociones se encarnan en el cuerpo
modulando su ritmo y su movimiento. Lo que más interesa a Trevarthen es cómo las emociones, en la
primera infancia, están relacionadas con la llamada intersubjetividad primaria. Esta es una habilidad innata
que se refiere a la disposición para la relación empática con otros humanos (Trevarthen, 1979). Esta
perspectiva no tiene una posición muy definida con respecto a la evolución de las emociones, es decir, no
mantiene una secuenciación fija de las emociones básicas o no-básicas. De hecho, se plantea que ciertas
emociones llamadas no-básicas o autoconscientes, como la vergüenza o la timidez, pueden aparecer durante
el primer año de vida. En términos generales, Trevarthen (2005) propone que «las emociones son como los
evaluadores internos que anticipan la consecución de nuestros proyectos, experiencias y relaciones en la
sociedad. Nos guían en el modo en que percibimos el mismo mundo del “sentido común”…» (p. 62). Para
Trevarthen resulta esencial comprender que el vínculo 5 (con los demás) está basado en los procesos
emocionales de los cuales surge la conciencia; utilizando la expresión de Hobson (1993), en estos primeros
vínculos sociales se halla «la cuna del pensamiento». Como se puede apreciar, en esta propuesta la
conciencia y la cognición son propiedades emergentes de las relaciones y las emociones. No obstante,
plantea una progresión flexible en términos de edad de conductas socioemocionales que se pueden apreciar
en la tabla 1.1.
Uno de los comportamientos socioemocionales al inicio del desarrollo es la comunicación a través de lo
que Bates (1979) denominó «protoconversaciones». Este vínculo inicial, que en términos de Bowlby (1988)
es descrito como apego, es la relación que se establece entre el adulto y el bebé como base para la
exploración del medio. Esta relación implica descubrir y crear significados con el adulto. Las emociones
refuerzan el vínculo con el adulto para crear conocimiento y aprender las actividades cooperativas de la
vida social. A medida que se desarrolla el sistema motor, el bebé manipula, explora, alcanza objetos y busca
la atención del adulto para conectarse. Del mismo modo que las emociones son el soporte de estos vínculos
iniciales, también lo son para la exploración, los juegos rítmicos con el adulto y las rutinas de broma o
sentido del humor. Así, dada la creciente actividad y la vida social del niño, aparecen, para Trevarthen, los
primeros signos emocionales, como el orgullo (alegría por el logro) y la pena (por el fallo). En este período
(entre los 6 y los 9 meses) aparecen los primeros signos de autoconciencia, la emoción es la evaluadora del
«yo». Por ejemplo, al final del primer año de vida, cuando un bebé alcanza con gran esfuerzo un objeto de
difícil acceso, esta actividad genera la emoción por el logro conseguido. Reddy (2005) también muestra que
a estas edades pueden aparecer emociones como el orgullo. Esta autora se distancia de las teorías que
proponen requisitos cognitivos, como la conciencia del yo, para que estas emociones aparezcan. Como
veremos más adelante, este es el planteamiento de Michael Lewis, el más aceptado y conocido dentro de las
teorías del desarrollo emocional.

TABLA 1.1
Fases de la evolución de las conductas socioemocionales en la primera infancia propuestas por
Trevarthen (adaptado de Trevarthen, 2005)

Fases Edades Comportamientos socioemocionales


I. Neonato Reconocimiento de cariño,
Intersubjetividad fortalecimiento de músculos y
primaria sentido propioceptivo. Desarrollo
visual. Interés en diferentes señales
de expresión manual, vocal y
facial.

II. Juegos Protoconversaciones Búsqueda de la comunicación y el


persona-persona (entre la 4.ª a la 6.ª interés por el disfrute. Empiezan
semana) las protoconversaciones de
intersubjetividad primaria.

III. Juegos Autorreconocimiento Juegos con el adulto, mayor


manipulativos del espejo control del movimiento y
persona- (4-6 meses) manipulación de objetos. Rutinas
persona-objeto de bromas.

IV. Orgullo, Autoconciencia Exploración activa de objetos.


miedo al extraño (7-8 meses) Ansiedad ante el extraño.

V. Cooperación Cambio importante, aparece la


Intersubjetividad (9-10 meses) imitación de gestos
secundaria convencionales, las formas de usar
los objetos. Memoria para el
significado de los objetos.
Aprendizaje cultural de los actos
del significado. Inicio del
protolenguaje.
VI Imitación y primeras Imaginación, imitación y juego de
palabras ficción conjuntamente con la
(12 meses en familia.
adelante)

Volviendo a este interesante período de expansión de actividad del niño, tanto Reddy (2012) como
Trevarthen (2005) plantean que los bebés descubren que ciertas expresiones y actividades, como «hacer
gracias» (clowning), tienen la función de provocar que el otro se mueva, se ría o reaccione. Reddy (2012)
reflexiona sobre la importancia de ser movido y de mover a los demás 6 . Es el convencimiento de que los
pensamientos, acciones y uno mismo están conectados con los demás, plantea Reddy. Es un modo de
sentirse visto y conectado, como es el caso de la imitación. Los bebés son movidos por los adultos, son
imitados, y este proceso es una forma de conexión, de validación, de ser y sentirse afirmado. En cambio,
cuando esto no ocurre y aparece la privación social, las consecuencias producen un daño devastador y
profundo en todos los ámbitos del desarrollo social, emocional y cognitivo en los niños. Esto es lo que
muestran los estudios de Rutter, Keppner y O’Connor (2001), quienes analizaron los comportamientos de
los niños residentes en los orfanatos de Rumanía, donde las condiciones de privación y abandono eran
extremas. Los niños de estas instituciones mostraron comportamientos de autoestimulación, como mecerse,
tocarse a sí mismos, balancear la cabeza, rutinas y comportamientos muy parecidos a los que presentan
niños con trastorno autista. Esto es, la negación y el abandono o ser ignorado por el otro provocan el
profundo vacío del desconocimiento del yo. En este sentido, es pertinente mencionar también la aportación
de Cadwell (2006; véase también Zeedyk, 2006). Estos investigadores mostraron que los niños y adultos
con autismo aumentan sus intentos comunicativos cuando son imitados. En esta misma línea de
razonamiento, el procedimiento ideado por Tronick y su equipo (Tronick, Als, Adamson, Wise y Brazelton,
1978), el paradigma denominado still-face (cara inmóvil/inexpresiva), muestra la necesidad de ser visto,
notado, señalado y de estar conectado con el otro. El procedimiento consiste en que el adulto, después de un
período de comunicación fluida cara a cara con el niño, interrumpe esta comunicación mostrando una cara
inmóvil. La reacción inmediata del niño es intentar reenganchar la conexión perdida. Reddy propone que no
solo es la necesidad de ser visto y estar conectado, que el otro advierta tu presencia, sino también de mover
y emocionar a los demás. Los bebés, antes de un año de vida, descubren que, ejecutando ciertas acciones, y
con la adquisición de sus nuevas habilidades motrices, hacen alguna «gracia» que provoca una reacción
emocional en el adulto, de tal modo que empiezan a lucirse, intentan ser vistos, incluso bromear, buscando
emocionar y mover al otro (Reddy, 2012).
En definitiva, las teorías innatistas de Carroll Izard y Colwyn Trevarthen nos plantean dos modos de
entender las emociones. Aunque Izard reformuló su teoría a lo largo de los años, se reafirma en la idea de
que los bebés nacen con la capacidad de diferenciar emociones, aunque ya no las llame básicas, sino
esquemas emocionales. Su idea es que los humanos nacemos con patrones predispuestos genéticamente. Es
importante señalar que Izard no presenta una cronología de la aparición de las emociones, aunque sí indica
que la relación entre la cognición y la emoción es dinámica, y tal como las presenta en sus siete principios
de la teoría, no parece decantarse por una primacía entre la cognición y la emoción en su versión más
reciente de la TED 7 . Por el contrario, Colwyn Trevarthen ofrece una idea muy clara de la primacía de las
emociones en relación con la cognición y la conciencia. La intersubjetividad (relación con el otro) es un
vínculo social que sin mediación de las emociones es inviable en la posición de Trevarthen. Además, solo
es posible que la diferenciación entre el Yo y el Otro se produzca a partir de la interacción afectiva entre el
bebé y el adulto. Es evidente que, desde esta perspectiva, Trevarthen no divide las emociones en básicas y
no-básicas en una clara secuencia evolutiva. Más bien plantea la existencia de ciertas emociones como el
orgullo, la vergüenza o la timidez como emociones que mueven al bebé para implicarse socialmente. Desde
este espacio van emergiendo los primeros indicios de la autoconciencia.

2.2. Una teoría cognitiva: Michael Lewis


Uno de los logros más importante del desarrollo emocional humano es la emergencia del yo, según
Lewis (2013). Este autor considera que las emociones son patrones de acción de respuesta al contexto, están
presentes en el nacimiento, pero al mismo tiempo están abiertas al nicho social. Esto es, las reacciones
emocionales, como el miedo, pueden estar asociadas a un evento, pero también están producidas por
procesos cognitivos. Sin embargo, la naturaleza del estímulo que provoca una emoción no es la misma a lo
largo del desarrollo del niño, porque forma parte del aprendizaje del individuo. Tal como comentábamos
antes, Antonio Damasio señalaba que las asociaciones entre las reacciones emocionales no podían estar
relacionadas con un solo estímulo, sino que las asociaciones entre reacciones y estímulos se diversificaban
utilizando las vías neurales de las relaciones primigenias. Igualmente, Lewis (2008) indica que las
reacciones emocionales cambian a lo largo del desarrollo. Ante un estímulo que en su versión original
causaba miedo, más tarde este estímulo puede dejar de provocar esa emoción. En este proceso, Lewis
concibe «que estas conexiones cambian en la medida en que cambia el sistema de significado de un
individuo particular» (p. 307). Aquí Lewis introduce un concepto un tanto polémico, como es el significado
del estímulo, y al introducirlo está indicando que los significados son individuales 8 . Es así como introduce
el papel de lo cognitivo en el proceso emocional, aludiendo a los significados o a las imágenes mentales que
el individuo tiene que procesar frente a los eventos o estímulos. En la teoría de Lewis no es fácil discernir
cómo se adquieren los significados, ni cómo se adquieren las representaciones o imágenes que hacen que
lloremos o nos enfademos ante un evento u otro.
Tal como señalaran Dragui-Lorenz, Reddy y Costall (2001) en su excelente reflexión sobre las
emociones no-básicas, la teoría cognitiva de Lewis suena un poco confusa con respecto a la relación
emoción, cognición y conciencia. Por una parte, expone que los estados emocionales son constructos que
inferimos y, por tanto, requieren cognición. Por otra, también indica que un estado emocional puede ser no
consciente porque va desde la percepción de un predador que provoca la huida y el miedo hasta estados más
elaborados que son producto de pensamientos o situaciones normativas (como la vergüenza). La diferencia
entre estos estados, según Lewis, consiste en el grado de cognición. De acuerdo con Lewis, los principales
cambios en el desarrollo de la emoción dependen de los eventos que los producen, del comportamiento y de
las estructuras cognitivas del niño. Así pues, dado que los estados emocionales no pueden estar conectados
fijamente a los eventos, sino que dependerán de la experiencia y de este modo individual de significar los
eventos, las emociones entonces dependerán de la cognición. Pero, dicho sea de paso, este constructo, la
cognición o los procesos cognitivos implicados en la emoción, tampoco es definido por Lewis (Dragui-
Lorenz et al., 2001).
Una de las tesis más conocidas de Lewis y que comparten muchos autores sobre el desarrollo emocional
es la siguiente: las emociones autoconscientes o autoevaluativas requieren de cognición, más en concreto
del reconocimiento del yo. Así pues, uno de los trabajos más conocidos es el estudio en el que mostraba que
los niños que eran capaces de pasar la tarea de autorreconocimiento también fueron capaces de mostrar
expresiones de vergüenza. La secuencia del desarrollo emocional es, según Lewis, que las primeras
expresiones emocionales —las llamadas básicas— aparecen en el primer año de vida; y durante el segundo
año de vida, cuando aparece un comportamiento autorreferencial, la diferencia entre Yo-Otro, o el
reconocimiento de sí mismo, se produce la emergencia de las emociones autoconscientes. Los estudios
realizados para mostrar la relación autoconocimiento del yo y emoción autoconsciente obtuvieron una
correlación positiva entre dos medidas, el auto-reconocimiento en el espejo (como medida autorreferencial)
y la expresión de vergüenza (o timidez) (Lewis, Sullivan, Stanger y Weiss, 1989). En este estudio se
observó a 27 niños divididos en tres grupos de edad: 9-12, 15-18 y 21-24 meses. En un primer momento,
sentados frente al espejo con su madre, tenían un punto rojo en la nariz. Si los niños tocaban su nariz, se
suponía que se reconocían. La medida de la vergüenza fue obtenida cuando el niño descubría que estaba
siendo mirado por un adulto (infracción a la intimidad) y la conducta que mostraba como indicativo de la
vergüenza consistía en esbozar una sonrisa con la mirada desviada o gestos con las manos con movimientos
nerviosos. Los resultados indicaron que los niños que manifestaron una conducta de vergüenza habían
presentado autorreconocimiento en el espejo. De aquí los autores infieren que todas las emociones
secundarias requieren de autorreferencia, esto es, una conciencia del yo. Desde nuestro punto de vista, estas
evidencias no son suficientes para establecer una relación causal de precedencia de autorreconocimiento y
emociones autoconscientes, por dos razones. La primera es simplemente metodológica. Se trata de un
diseño en el que se encuentra una correlación, pero con la que no se puede concluir una relación causa-
efecto. Con el mismo resultado, sería válido decir lo contrario, es decir, que el estado emocional ante la
mirada del otro podría facilitar la toma de conciencia del yo. La percepción de la vergüenza indicaría que el
bebé sabe que está siendo mirado, que el otro escudriña su Yo, y, en consecuencia, se produce esta especie
de turbación. Los resultados obtenidos en este estudio, además, constataron que de los diez niños que
mostraron esta expresión de vergüenza, dos estaban entre los 9-12 meses, y tres, entre los 15 y 18 meses.
Los otros cinco se situaban en el grupo de los mayores, entre los 18-24 meses. De acuerdo con Lewis, es a
partir de los 2 años cuando los niños consolidan su autoconsciencia. Así, las edades encontradas en este
estudio no se ajustan totalmente.
La segunda razón es que este resultado no parece coincidir con las evidencias encontradas por Reddy
(2005) que hemos comentado previamente, según las cuales los bebés, antes de cumplir los 12 meses, y
cuando aún no tendrían habilidades de autorreconocimiento, muestran expresiones de orgullo (showing off)
o hacen gracias para provocar reacciones emocionales en los demás, por ejemplo. El orgullo también es una
emoción autoconsciente que, según Reddy, se observaría antes del autorreconocimiento.
De acuerdo con la tesis de Lewis, los niños solo tienen experiencias emocionales cuando perciben,
interpretan y evalúan el estado emocional y la expresión. Así, para tener una experiencia emocional, se
requiere un estado representacional; sin embargo, ¿cómo puede ser posible que existan experiencias no
conscientes? Esta es la crítica que Draghi-Lorenz et al. (2001) hacen a la propuesta del modelo de Lewis.
Siguiendo esta línea de pensamiento, y como apuntábamos antes, uno de los problemas que presenta la tesis
de Lewis sobre los eventos generadores de los estados emocionales (o estímulos) es el problema del
significado de los eventos que generan emociones. ¿Cómo se producen estos significados y a qué hacen
referencia? ¿Qué hace posible que un extraño cause miedo y cierta ansiedad a un bebé a los 7-8 meses y
más adelante la misma situación deje de producir ese significado emocional? ¿Cuál es la relación entre la
construcción de la conciencia y el significado que se le otorga al evento? Para Lewis, una expresión como
«estoy feliz» es una experiencia consciente, que implica capacidades autorreflexivas porque es la lectura de
un estado interno. Así, los niños antes de los 2 años no pueden experimentar la felicidad, como una
experiencia fenoménica, porque no tienen autoconsciencia, aunque puedan sentir el estado emocional de la
felicidad. La cuestión es, entonces, si los significados de los eventos que producen estados emocionales se
adquieren con la autorreflexión consciente, ¿no hay significados emocionales antes de la conciencia del yo?
El trabajo de Vasudevi Reddy sobre las emociones autoconscientes durante la primera infancia avanza
una interesante propuesta al problema de la relación entre la conciencia del yo y estas emociones. Sus
estudios durante el primer año de vida sobre la timidez, la vergüenza y el orgullo o showing off 9 son
muestras de un indicio de un conocimiento del yo, pero también del otro. Las expresiones de timidez o
vergüenza no son parecidas a las del adulto porque no implican las mismas evaluaciones en términos de los
estándares que se aplican a estas edades —son distintas incluso de las de los niños de 3 años—. Estas
expresiones han sido observadas en bebés desde los 2 meses, cuando el adulto saluda o mira al niño. Ante
esta mirada del adulto se produce una reacción de timidez o vergüenza. Las reacciones emocionales de
esconderse de la atención de otro, en el caso de la timidez, indican que se siente mirado por otro, mientras
que lucirse, con alguna habilidad nueva, mostrando una respuesta de orgullo, sugiere querer ser mirado por
el otro y provocar alguna reacción emocional. Estas reacciones ¿manifiestan una conciencia del yo? Reddy
indica que es un conocimiento sobre el yo, probablemente no es una conciencia del yo tan avanzada como
muestran los niños de 3 años, pero antes de llegar a este desarrollo de conciencia hay una serie de procesos
previos.
No resulta fácil definir que es la autoconciencia, y, por tanto, cuando le agregamos el adjetivo
«emocional», se complica aún más. Sin embargo, la propuesta de Reddy (2008) sobre cómo llegar a la
conciencia implica no solo el conocimiento del yo diferenciado del mundo y diferenciado del Otro. De
manera muy sucinta, implica tomar la perspectiva en segunda persona. Esto es, el bebé se hace consciente
del yo porque se da cuenta de que está siendo conocido por Otro. Además, es a través de los estados
afectivos compartidos entre el bebé y el adulto como se vuelve consciente de que está siendo sentido,
movido, querido por otro.
Desde una postura más acorde con las tesis de Vygotski (1982), Reddy sitúa las emociones en el corazón
de la emergencia de la conciencia del yo, y simultáneamente a la conciencia del otro. Se distancia
claramente de la posición cognitivista más conocida de Lewis, esta que asume la primacía de la cognición y
divide las emociones entre básicas y no-básicas. Desde la perspectiva de Reddy, las interacciones afectivas
cotidianas con los otros hacen posible la conciencia del yo y del otro. Aunque la postura de Reddy explica
la emergencia de la autoconciencia, la cuestión es: ¿esto hace posible un conocimiento de las emociones?
Esto es, cómo llegamos a tener un conocimiento de las emociones y cuál es este proceso que nos indica qué
emociones mostrar, cómo aprendemos a interpretar las emociones expresadas en la cara y en el cuerpo de
los demás, cómo comunicarlas de manera consciente y para qué comunicarlas. La cuestión es, si los niños
tienen emociones llamadas autoconscientes a tan tierna edad, y estas tienen la función de sentirnos o
emocionarnos con el otro, y de proporcionarnos una conciencia del yo, ¿cómo llegamos a ese conocimiento
emocional que nos permite, por ejemplo, distinguir el orgullo (o la alegría por uno mismo) de otras
alegrías? ¿O la envidia (la pena por el éxito del otro) de otras tristezas?

2.3. La tesis construccionista 10


Una de las teorías más radicales que rompe con el paradigma establecido y sus conocidas afirmaciones
sobre la naturaleza innata de las emociones es la de Barrett y Russell (2014), cuya idea esencial es,
obviamente, la inexistencia innata de emociones, y menos aún que sean discretas, puesto que para tener una
experiencia emocional se requiere de una estructura conceptual que no se posee en el nacimiento. Basada en
una amplia evidencia neurofisiológica, Lisa F. Barrett (2017a, 2017b) muestra la falta de correlación uno a
uno entre los estados emocionales y los estados neurofisiológicos y plantea que el conocimiento de las
diferentes emociones es aprendido. Pero, además, apunta que estas son categorías (i. e. alegría, tristeza,
enfado, miedo, asco) que pertenecen a la psicología popular. Estas categorías están instaladas en el
vocabulario lego, y la psicología científica tiene que arreglárselas para abordar su estudio y dilucidar si
tienen una correspondencia uno a uno con la neurología, con los estados corporales y las expresiones
faciales. No me voy a detener en la vasta evidencia del papel de los mecanismos cerebrales y su dinámica
con las emociones. Lo que trataré es de presentar algunas evidencias que apuntan a que las emociones son
una construcción.
A finales del siglo pasado, en 1990, James A. Russell aportaría una evidencia intrigante para quienes
pensaban que los niños de 4 años ya tienen totalmente superado el reconocimiento facial de las llamadas
emociones básicas: los niños mostraban un mejor conocimiento emocional cuando las emociones eran
evocadas por su nombre que por su expresión facial (i. e. contento versus la sonrisa). Antes de estos
resultados, Camras y Alison (1985) señalaron que los niños eran más precisos cuando usaban los nombres
que cuando recurrían a expresiones faciales al tratar de identificar emociones. Sherry Widen y James A.
Russell han abordado el asunto del desarrollo emocional en la infancia desde una perspectiva
construccionista tratando de estudiar y analizar este problema.
En una revisión reciente, Widen (2013) hace un resumen amplio de los estudios, analiza
pormenorizadamente la evidencia sobre el reconocimiento facial en niños y encuentra algunas pruebas que
indican que los niños responden, en general, a expresiones faciales en términos de valencia (positiva o
negativa), pero no a las emociones discretas. Esto es, expresan que se sienten «bien» o «mal» y en menor
medida mencionan el nombre de la emoción («triste», «enfadado», etc.). En su lugar, propone que
gradualmente los niños van adquiriendo las diferenciaciones de las categorías discretas. Este proceso
gradual no tiene el reconocimiento facial como punto de partida para el conocimiento emocional de estas
categorías, sino que se trata de una clave más, entre otras muchas, por las que se llegan a adquirir los
conceptos emocionales. A diferencia de lo que plantea Harris (1989), que supone la identificación de la
expresión emocional como un punto de partida para el conocimiento emocional y para la adquisición de la
teoría de la mente, la identificación de las expresiones faciales de la emoción en las tesis de los
construccionistas solo es una parte del proceso de construcción de la experiencia emocional. Así pues, para
mostrar el proceso evolutivo, Widen analiza el patrón del desarrollo del reconocimiento gradual de las
emociones «básicas» en niños de entre 2 y 9 años, utilizando los datos de estudios que ella misma había
obtenido a lo largo de una década, aproximadamente. Constató así una especie de heterocronía en la
identificación de emociones. Los niños a los 2 años, por ejemplo, identifican mejor la sonrisa (alegría) y en
menor medida, el enfado y la tristeza, mientras que la expresión de asco (la nariz arrugada) la reconocen
mucho después.
Estos resultados parecen ir en consonancia con una línea de investigación reciente, desarrollada por
Stephanie Hoehl, quien estudia cómo los niños procesan las expresiones faciales a lo largo del primer año
de vida mediante la técnica de potenciales evocados. En concreto, presentan a niños preverbales
expresiones faciales y evalúan cuál es la que prefieren mirar. Sucintamente, estos estudios nos muestran un
patrón de preferencia de mirada interesante. Entre los 4 y 7 meses de edad, prefieren las caras sonrientes
antes que las normales o las de enfado. A los 7 meses los estudios indican que su preferencia es por las
expresiones de miedo antes que por las caras sonrientes. Es posible, apunta Stephanie Hoehl, que la
preferencia hacia la expresión de alegría esté en función de las interacciones con el entorno porque los
bebés a los 4 meses tienen principalmente interacciones positivas con el adulto. Sin embargo, una vez que
empiezan a desplazarse y su motricidad se desarrolla, las expresiones de miedo por parte del adulto son más
frecuentes debido a que sus desplazamientos pueden representar algún peligro, y la cara de miedo del adulto
puede servir a la vez como signo de un mensaje de peligro (Hoehl, 2014). En definitiva, la experiencia en la
interacción con los demás es un factor que influye en cómo procesamos las expresiones faciales. Además,
es interesante resaltar que las medidas sobre la preferencia de la mirada solo adquieren sentido cuando se
les provee de una función en el contexto social. Tal como nos mostraba Vasudevi Reddy, las emociones
solo son posibles y adquieren significado en la interacción con el otro. Probablemente, agregaría, porque la
interpretación que hace el adulto de las reacciones corporales del bebé, a su vez, es acompañada de
expresiones corporales del adulto que serán indicios que el bebé incorporará más adelante como signos o
representaciones de estados afectivos.
Sin embargo, desde la perspectiva construccionista, probablemente uno se preguntaría si la preferencia
de la mirada de los bebés hacia unas u otras fotografías con expresiones faciales indica una identificación de
alegría o de miedo. No está del todo claro qué significa la preferencia de la mirada en niños de 4 o 7 meses
cuando miran fotos de expresiones faciales. Es decir, no sabemos si el niño interpreta la alegría o el miedo
en el gesto del adulto, y si esa interpretación coincide con la alegría y el miedo en términos del adulto. No
sabemos si la expresión facial se ha convertido en un signo, que remite a otra cosa, es decir, si es una
representación de algo, como señala Eco (1988). Así, desde una tesis construccionista, al plantear que los
conceptos solo son posibles mediante el lenguaje, todo este período prelingüístico en la comunicación
emocional adolece de un cierto vacío.
Volviendo al análisis de Sherry Widen, que presentábamos antes sobre los niños de 2 a 9 años, con
respecto al etiquetado de las emociones a partir de las expresiones faciales, los resultados indicaron un
proceso gradual en la adquisición de las etiquetas emocionales. Una representación gráfica de este
desarrollo está resumida en la figura 1.1. El resultado es que los niños tienen que realizar un gran trabajo de
diferenciación con las emociones llamadas negativas. Es destacable que los niños pequeños parecen
categorizar el enfado antes que otras emociones. Este hallazgo ha sido replicado en una muestra de niños
españoles de 2 años (Fernández-Sánchez, Giménez-Dasí y Quintanilla, 2014).
Desde una perspectiva pragmática, esa edad constituye un período fuerte de socialización, en el que hay
que aprender nuevas reglas sociales y también ciertos conocimientos básicos para la supervivencia en un
entorno doméstico que puede implicar ciertos riesgos. Y la reacción emocional propia del adulto, cuando el
niño desobedece la regla de evitar estos entornos, con cierta frecuencia es la de enfado.
La tesis de Widen y Russell (2010) es que esta construcción de categorías emocionales se produce
gracias a lo que ellos denominan guiones o scripts. El guion es una especie de escenario en el que hay una
secuencia prototípica de causas, expresiones vocales y faciales, consecuencias conductuales y una etiqueta o
palabra para ese concepto. Los guiones o scripts utilizan todos los componentes que ayudan a
conceptualizar cada una de las emociones. No es la expresión facial de la emoción la base para la
conceptualización de las emociones, sino el propio script. Widen y Russell (2002, 2004), en trabajos
posteriores, han estudiado el efecto que denominan el efecto de la inferioridad de la cara, similar a lo que
encontró Russell en años anteriores. Los estudios consisten en un procedimiento experimentalmente
sencillo de comparación entre historias y expresiones faciales de emoción. Un grupo de niños escucha una
historia en la que se narran las causas de un estado emocional y deben inferir qué está sintiendo el
protagonista de la historia (i.e. Judith oyó que algo se movía en su armario. No sabía lo que era. Ella quería
esconderse debajo de la cama). Mientras, otro grupo de niños observa una expresión emocional de miedo y
debe decir de qué emoción se trata. Los resultados obtenidos indicaron que los niños nombraban más la
emoción de miedo en la condición de la historia que en la condición de la presentación de la expresión
facial de miedo (Russell y Widen, 2002).

Figura 1.1.—Representación esquemática de la progresión gradual del etiquetado emocional. Las flechas
indican el flujo de la diferenciación (adaptada del original de Widen, 2013).

En otros estudios Widen y Russell (2002, 2004) encuentran el llamado efecto de la superioridad de la
etiqueta y del comportamiento. En estos estudios, confrontan las predicciones de la teoría innatista, que
postula las expresiones faciales como claves potentes para el conocimiento emocional, con las defendidas
por la teoría de la construcción social, que plantea el lenguaje como un recurso más potente que las
consecuencias del comportamiento. Ambas tesis se oponen a la suya, la del comportamiento entendido
como un script —una narración de una conducta típica con reacciones fisiológicas a los escenarios
emocionales. Los estudios demostraron que, efectivamente, los niños muestran una mejor comprensión de
las emociones cuando se utilizan etiquetas y scripts que cuando se usan las expresiones faciales. Nosotras
(Giménez-Dasí, Quintanilla y Lucas-Molina, 2017), en un estudio reciente, evaluamos el conocimiento
emocional de la alegría, la tristeza, el miedo y el enfado. Utilizando entrevistas abiertas, pedíamos
definiciones de estas emociones a niños de 4 años de dos grupos culturales distintos, niños gitanos y
payos 11 . Las respuestas fueron clasificadas en función del tipo de descripción que los niños hacían: si
usaban la expresión facial (i.e., hacer el gesto cuando se le pregunta qué es estar alegre), la etiqueta
emocional (i.e. ¿qué es estar alegre?: contento, feliz, muy bien, etc.) o se referían a una situación causal (i.e.
«cuando estás jugando»). El efecto de la superioridad de la etiqueta la encontramos solamente en la alegría
en los niños payos, pero no en los gitanos. Estos utilizaron más situaciones causales (scripts) para definir la
emoción. Encontramos diferencias entre los grupos culturales al analizar las diferentes emociones: un grupo
usaba más la etiqueta y otro la expresión facial. Esto es, el uso de las etiquetas, scripts o expresiones
faciales variaba en términos del tipo de emoción que debían definir y del grupo cultural.
Es posible que las respuestas de los niños de los dos grupos culturales acerca de las definiciones estén
influidas por sus experiencias cotidianas en su entorno cultural. En efecto, esto es lo que mostró el análisis
de regresión, según el cual la pertenencia a uno u otro grupo étnico explicó el 35 por 100 de la varianza. Al
contrario, la contribución del lenguaje a la variabilidad entre los grupos, que también fue evaluada mediante
un test, no resultó significativa, a pesar de que los niños gitanos puntuaron más bajo que los payos.
Estos resultados advierten que las prácticas culturales y el entorno socioeconómico son determinantes en
la adquisición del conocimiento emocional. El uso del lenguaje o de la expresión facial o el script como
medio para expresar o definir lo que significa una emoción dependerá del tipo de emoción. Los niños
gitanos evaluados en este estudio procedían de una zona marginal y están más expuestos a ciertos riesgos y
peligros que los niños payos, quienes procedían de una clase media alta. Como vemos al comparar grupos
culturales diferenciados, la experiencia emocional y el conocimiento emocional no pueden estar fuera de la
experiencia social y cultural.
En resumen, la tesis construccionista de la diferenciación gradual de las emociones supone que: 1) los
humanos no nacemos con cierto conocimiento sobre las emociones básicas, y estas no están determinadas
biológicamente; 2) las expresiones faciales no son reconocidas por los bebés en términos de emociones
discretas, ni son el inicio del conocimiento emocional; 3) los niños pequeños de 2 a 3 años entienden las
emociones en función de la valencia emocional (positiva o negativa) y de activación, y 4) la progresiva
categorización de las emociones llamadas básicas es un punto de llegada que se produce a través de los
scripts o guiones para su comprensión y diferenciación.

2.4. Teoría estructural-jerárquica de Paul Harris


Es posible que los scripts formen representaciones sobre qué son las emociones, cuáles son sus causas y
consecuencias. Pero ¿es un mecanismo eficiente para adquirir las emociones? ¿Cuántos scripts tendría que
aprender el niño hasta conseguir comprender todas las emociones? ¿Cómo se explicaría que una misma
situación pueda producir emociones diferentes en otras personas? Estas son las preguntas con las que Paul
Harris trata de cuestionar la tesis de los scripts.
Harris (2008) se opone rotundamente a la idea de que los scripts sean un modo de aprender las
emociones, pues para entender lo que otra persona siente el niño tendría que aprender los scripts de otras
personas. Es decir, esta estrategia de conocimiento emocional demandaría una carga de memoria muy alta
para comprender las emociones. Harris propone entonces que la comprensión emocional consiste en un
proceso de evaluación (appraisal) de la relación entre el deseo y la meta de las personas. Esta evaluación
daría como resultado un estado emocional. Por tanto, según Harris, hay que comprender primero los estados
mentales tales como los deseos y evaluar si se ajustan a las condiciones de satisfacción de estos deseos. Y
esta es la lógica en la que los niños pueden llegar a comprender que, si A quiere un osito y A tiene un osito,
entonces A estará feliz (de otro modo, estará triste). Los estados mentales, como los deseos, se empiezan a
comprender a partir de los 2 años. Así pues, el proceso de reconocer las emociones como resultado de los
estados mentales es largo. La tesis que sostiene Harris y sus colaboradores es muy organizada, jerárquica y,
sobre todo, está centrada en el progreso de la representación como un elemento en la comprensión
emocional.
En esta teoría se asume que el conocimiento de las emociones básicas es un logro que se adquiere en la
primera infancia y plantea tres fases evolutivas. En la primera se produce un conocimiento de la emoción de
carácter externo. Este carácter externo incluye el conocimiento de expresiones faciales de las emociones
básicas, de sus causas situacionales y de la incidencia de los deseos. En la segunda se conoce la dimensión
interna de la emoción, es decir, la naturaleza mentalista —el papel de las creencias, intenciones y recuerdos
— de las emociones. El tercer período se refiere a la dimensión reflexiva, es decir, a las emociones morales,
las emociones ambiguas y el conocimiento de estrategias de regulación emocional. Las tres fases tienen una
relación jerárquica; por tanto, comprender los aspectos externos es un prerrequisito de la comprensión
mentalista, que, a su vez, es un requisito para comprender algunos aspectos más complejos de regulación
emocional, como el impacto que tiene reflexionar sobre la emoción.
Así pues, desde este punto de vista, la relación entre emoción y cognición parece clara. Los procesos de
percepción y evaluación de los eventos que desencadenan las emociones son de carácter cognitivo y están
en el primer nivel de la comprensión emocional. Respecto a la relación entre TM y emoción y el problema
al que hacíamos referencia cuando hablábamos de la relación entre cognición y emoción al inicio del
capítulo, plantea una clara posición a favor de la preeminencia de los aspectos cognitivos y evaluativos del
evento sobre la emoción.
Algunos autores han investigado la relación entre emoción y cognición desde el paradigma de la falsa
creencia (Hadwin y Perner, 1991; Bradmetz y Schneider, 1999; De Rosnay y Harris, 2002). Estos estudios
revelan un desfase en el conocimiento mentalista respecto del conocimiento emocional. Los niños de 4 años
que predicen acertadamente la acción del protagonista de la historia de la creencia falsa, sin embargo, no
son capaces de predecir la emoción. La situación utilizada por De Rosnay y Harris (2002) es la del
recipiente engañoso: a un personaje A le gusta la leche y odia el zumo de naranja. Otro personaje B ha
cambiado el contenido del bote de la leche y ha puesto zumo de naranja. A se acerca al bote de leche. La
pregunta crítica es: ¿cómo se siente A cuando ve el bote encima de la mesa, antes de beber del bote?
¿Contento o triste? Si los niños entienden que A cree que en el bote hay leche (porque no ha visto que B la
cambió por zumo de naranja), la respuesta debería ser «contento». Sin embargo, hasta los 6 años los niños
no predicen la emoción correcta. Ha habido algunas críticas importantes a la tarea de la creencia falsa como
un test adecuado para evaluar el conocimiento emocional 12 , pero no vamos a tratar este tema en detalle,
pues la cuestión que nos interesa resaltar es que este desfase es una evidencia que parece indicar que las
representaciones (estados mentales) tienen un papel preponderante en la comprensión de las emociones.
El instrumento creado por Francisco Pons y Paul Harris (2000) que evalúa la comprensión emocional, el
Test de comprensión emocional (TEC por sus siglas en inglés, Test of Emotional Comprehension), tiene su
fundamento teórico en esta tesis jerárquica de los componentes que permiten diferentes niveles de emoción
y está organizado cumpliendo estos criterios.
Sin embargo, no podemos olvidar los efectos de inferioridad de la expresión de la cara o de superioridad
de la etiqueta en los trabajos antes comentados. La identificación emocional no se produce en el mismo
período en los niños de 2 a 4 años, y los niños de 2 años que reconocen los estados mentales de deseo tienen
más aciertos en el reconocimiento de enfado que en el reconocimiento de tristeza (Fernández-Sánchez et al.,
2014). Asimismo, el desfase de la predicción emocional basada en la creencia, que Harris explica como un
patrón evolutivo general, ha sido puesto en cuestión en varios estudios. Por ejemplo, cuando se modifica el
rol pasivo del participante como espectador (al que se le cuenta que alguien tiene una creencia falsa) por un
rol activo (el participante con el experimentador crea una creencia falsa en otro), los niños de 3 años son
capaces de predecir la emoción basada en la creencia falsa (Arias, 2008). Estas tareas se caracterizan
porque, además del papel activo que otorgan al participante, proporcionan un entorno de la tarea mucho
más pragmático. El objetivo era gastar una broma a otro (perspectiva en segunda persona del participante),
haciendo una declaración falsa (no hay chocolatinas cuando sí las hay), para crear un estado emocional
acorde con la declaración (triste) y en contra de los hechos. En estos estudios se puso en evidencia que los
niños incluso de 3 años y medio eran capaces de predecir un estado emocional acorde con la creencia falsa
y no con los hechos. Estas evidencias parecen indicar que el procedimiento con el que se evalúa el
conocimiento emocional puede influir en la percepción y conceptualización que tenemos del desarrollo
emocional y cognitivo en el niño. Pero, además, esta forma de evaluar en escenarios en directo conecta, a su
vez, con la sagaz idea de Reddy sobre el papel de situarse en segunda persona (no como espectador sino
como la relación yo-otro) que pone en funcionamiento habilidades mentalistas para hacer que el otro se
mueva. Esto es, provocar en el otro que sienta algo (tristeza) comunicando una declaración falsa para
descubrirle después que es una broma y, entonces, se ría conmigo.
No obstante, la idea de los componentes como organizadores de la comprensión emocional ha calado
hondo en el estudio del desarrollo emocional en la infancia. El mismo equipo de Izard (Morgan, Izard y
King, 2009) desarrolló una prueba, el Emotion Matching Test, que evalúa el conocimiento de las
emociones básicas para niños de 3 a 6 años y el conocimiento emocional utilizando los tres componentes
propuestos también por Harris (identificación, etiquetado y conocimiento causal de la situación). Izard
(2011) conviene en la necesidad de los appraisals para el conocimiento emocional y sostiene que no son
incoherentes con su teoría, pues los esquemas de emoción son los procesos en los que la cognición y la
emoción interactúan dinámicamente.
Por último, la teoría propuesta por Harris y sus colaboradores no deja muy clara su posición con respecto
a la relación emociones y conciencia, ni su relación con la vida social, ni tampoco se expresa claramente
sobre cómo los niños entienden las emociones autoconscientes como la culpa, la envidia o la vergüenza.
¿Por qué la identificación de la expresión facial sería un prerrequisito de las emociones morales si hay
emociones como la envidia, la gratitud o la humillación que no tienen una expresión facial típica como la
tiene el enfado o la alegría? En definitiva, una de las preguntas que tendríamos que hacernos es: ¿qué es lo
que se desarrolla en el desarrollo emocional?

2.5. Las tesis funcionalistas del desarrollo emocional


En este último apartado vamos a dar de nuevo un giro a las teorías del desarrollo y trataremos de
explicar los elementos que las teorías funcionalistas aportan a esta última pregunta. Karen Caplovitz Barrett
(1998) afirma con claridad que las emociones no son entidades, ni están en el cerebro ni en la conducta; las
emociones son procesos que se desarrollan entre ese espacio que hay entre el organismo y el ambiente que
se impactan mutuamente. Puede, o no, ser un proceso que se siente. Puede estar asociado, o no, a una
conducta observable, pero siempre se relacionan con una tendencia o un tipo de acción. Barrett describe el
proceso emocional de la siguiente manera: un individuo tiene una relación con el medio y entonces valora
los elementos del medio (que pueden ser una persona, un evento o un contexto) y los asocia a una emoción.
Estas valoraciones o apreciaciones pueden ser inmediatas, «precableadas», y pueden tener un valor
adaptativo; por tanto, es una relación significativa o relevante para el organismo. Este proceso emocional es
distinto a las emociones. Barrett mantiene como idea central que existen familias de emociones, como el
miedo, que pueden estar relacionadas con situaciones muy dispares. Por ejemplo, estar en el borde de un
abismo o en presencia de un perro rabioso son situaciones que implican peligro, y las emociones tratan de
evitar las consecuencias de la situación. Así pues, cada familia de emociones tiene, según Barrett, tres
funciones adaptativas: regula la conducta en una situación concreta, regula una conducta social
(interpersonal) y regula un estado interno (intrapersonal). Las funciones de las emociones se pueden inferir
de la conducta, pero no son la conducta y tampoco estas funciones necesitan ser conscientes. Las familias
de emociones son una especie de red de semejanzas en las emociones, cuyos límites no están definidos de
manera rígida, no tienen límites precisos en tanto que cambian con el entorno y con el desarrollo del
individuo. En un contexto puede haber diferentes procesos emocionales, se pueden solapar o pueden ser
concurrentes. ¿Qué ventaja tiene hablar de familias de emociones? Según Barrett, tiene dos propósitos.
Primero, las familias pueden hacer destacables funciones parecidas en un conjunto de respuestas, lo que
capacita para hacer predicciones acerca de qué proceso emocional podría ocurrir bajo determinadas
circunstancias. Segunda, un conjunto de respuestas puede ser indicativo de una familia de emoción porque
satisface una función en un contexto específico.
De algún modo, Karen C. Barrett deja abierta la concepción de las emociones. Se distancia de las
clasificaciones entre las emociones básicas y no básicas. Pero trata de explicar cómo funciona el proceso en
términos generales. Esto le conduce a definir qué es lo que se desarrolla y lo que no se desarrolla en el
desarrollo emocional. Para Barrett (1998) el desarrollo emocional se define como «cambios en el proceso
emocional o familias de emociones que están asociadas con las experiencias y los cambios madurativos» (p.
114). Implican cambios estructurales, cognitivos, y cualquier cambio relativo a la edad afecta al proceso
emocional. Lo que no cambia en el desarrollo son las tres funciones que mencionamos previamente y que
definen las familias de emociones.
En cambio, los procesos de socialización y la presión de la socialización en el niño para adquirir reglas o
los estándares sociales tienen efectos tanto en el proceso emocional como en el modo de evaluar o medir las
emociones en el desarrollo. Si las conductas observables —de las que se infiere el proceso emocional— son
resultado de las reglas sociales adoptadas y esto produce una mejora en la habilidad del niño para controlar
las respuestas emocionales (de responder de acuerdo con el estándar social), entonces dichas conductas son
menos fiables a la hora de ser medidas.
Durante el desarrollo aumenta la conciencia que se adquiere de las situaciones que generan las
emociones (i.e. no todos los miedos se generan en las mismas situaciones), varían los repertorios con
respuestas cada vez más socializadas, estos cambios generan nuevos subtipos de miembros de familia y, por
tanto, hacen que la naturaleza de la familia de las emociones se modifique. Los cambios en la emoción
(familia) ocurren como una función del desarrollo cognitivo, social, de la personalidad, motor, así como de
las experiencias de la socialización, y, por tanto, dichos cambios son acumulativos, graduales y cualitativos.
Para Barrett las emociones no ocurren a una edad determinada, y la edad de aparición de nuevas familias
dependerá de la experiencia individual. Todos los cambios en las emociones influyen en el funcionamiento
adaptativo del niño para su autorregulación, los comportamientos relacionados con el logro, la moral, etc.
Barrett estudia específicamente el proceso de las familias de las emociones de la vergüenza y el orgullo. Al
igual que Reddy (2008), Barrett critica las posiciones de Lewis sobre la necesidad de conciencia del Yo
para la vergüenza y el orgullo. Una de las críticas es el uso del reconocimiento del punto rojo en la nariz
como única prueba de autorreconocimiento. En algunos estudios se ha encontrado que los niños presentan
estas familias de emociones a los 11 meses de edad (aun cuando no hay autorreconocimiento); por ejemplo,
cuando el niño completa una tarea específica, este logro les proporciona un sentido de habilidad o
competencia personal y, por tanto, un sentimiento de orgullo (Barrett, MacPhee y Sullivan, 1992).
Aunque no vamos a tratar aquí el desarrollo específico de la vergüenza y el orgullo, es importante
mencionar que Barrett rechaza la idea de que las emociones básicas son un prerrequisito de las emociones
llamadas emociones no-básicas o autoconscientes, como la vergüenza y el orgullo. Barrett plantea que un
funcionalista no se pregunta a qué edad aparecen las emociones, sino en qué condiciones los miembros de
estas familias de emociones son observables. En el transcurso de un comportamiento, en determinado
contexto, se generan las funciones de las emociones de un determinado miembro de esa familia. Así, por
ejemplo, en el caso de la vergüenza y el orgullo, las funciones sirven para el aprendizaje de las normas
sociales, además de evaluarse uno mismo y a los demás. Estas dos emociones están implicadas en los
contextos donde se trata de seguir una regla social, y para conseguirlo la comunicación emocional es una
cuestión clave.
Como hemos mencionado antes, el período entre los 12 meses y los siguientes dos o tres años son
períodos fuertes de socialización de aprendizaje de prácticas culturales, de reglas y de convenciones
sociales. Se aprende, por ejemplo, a ejercer control de los esfínteres y a retrasar gratificaciones. Fracasar o
lograr los objetivos y metas de las convenciones sociales está conectado con el orgullo y la vergüenza, en
tanto que el adulto aprueba o desaprueba si se ha cumplido o no con la regla. La relación con el adulto
(madre o padre) es la que dota de significado y relevancia al hecho de cumplir con la regla. Al proporcionar
el significado de lograr una meta —de acuerdo con las convenciones—, el niño aumenta su conciencia
como agente (que realiza una acción intencional). A la vez, cuando el Yo es visto por otros, es evaluado
también, y así se concibe el Yo como objeto (como alguien que se muestra y es visto por los demás). Todos
estos logros se producen en las interacciones interpersonales con el adulto, pero cuando el mundo social del
niño se expande, al entrar en relación con iguales, se amplían los repertorios de comportamiento.
En definitiva, Karen C. Barrett plantea algunas cuestiones que coinciden con algunas de las propuestas
de Vasudevi Reddy con respecto al desarrollo de las emociones. Así pues, aparentemente despoja el proceso
emocional de los elementos representacionales o lingüísticos; sin embargo, es solo apariencia porque sitúa
el desarrollo emocional en concurrencia con otras áreas del desarrollo como la cognición, la conciencia o la
motricidad. Además, vincula el desarrollo a los procesos de regulación de la conducta en situaciones intra e
interpersonales y particulares.
Desde mi punto de vista, esta visión funcionalista coincide, de algún modo, con las tesis de Sherry
Widen y James A. Russell, en cuanto que los niños pequeños no tienen desde el principio algo parecido a
categorías emocionales. Pero a diferencia de estos, Barrett defiende que el proceso emocional no requiere
ser conceptual, puede no ser consciente. Al mismo tiempo, los componentes que plantean Harris y sus
colaboradores serían desde su perspectiva factores que estarían dentro de lo que ella denomina proceso
emocional.
En definitiva, la perspectiva funcionalista del desarrollo emocional parece una línea de trabajo abierta, se
libera de las fases del desarrollo fijas, concibiendo el desarrollo emocional como un desarrollo de los
procesos con tres funciones esenciales. Reconoce el papel del desarrollo motor, cognitivo, social y
lingüístico, que permite definir las familias y los subtipos de las familias de emociones, introduciendo en el
desarrollo emocional las funciones reguladoras de las emociones en el comportamiento, el papel de las
reglas o los estándares sociales.
Por último, y de manera muy sucinta, mencionaré a dos autoras bastante conocidas, Sussan Denham y
Carolyn Saarni, quienes han trabajado para dar estructura y organización a las teorías del desarrollo
emocional. Estas dos autoras asumen posturas cercanas al funcionalismo y al constructivismo y entienden
que el desarrollo emocional no está desligado del conocimiento social. Saarni (1999) trata de construir una
visión general de la competencia emocional. En algunos casos coincide con ciertos postulados de las
diferentes teorías, al igual que Denham. En particular, Saarni (1999) se alinea con la tesis de Lazarus
(1991), quien plantea una teoría de las emociones relacional-motivacional-cognitiva. Para explicar el
desarrollo de la competencia emocional, Saarni (1999) plantea que ser competente emocionalmente es
posible en un contexto social, y utiliza el concepto de autoeficacia como un factor motivacional para
obtener los resultados que uno desea. Las dos autoras no toman una postura clara con respecto al rol de la
conciencia en las emociones llamadas no-básicas. Sin embargo, Saarni parece intuir que resulta más
atractiva la idea de que las emociones autoconscientes son factores en la emergencia de la conciencia y
coadyuvan a la autorregulación.
Ambas, también, utilizan las evidencias aportadas desde diferentes líneas de investigación, como la
empatía, la teoría de la mente, las expresiones emocionales, la comunicación, para destacar que la relación
entre cognición y emoción concurre en el desarrollo. Su aportación es ofrecer un panorama amplio del
desarrollo emocional de la competencia tanto emocional como de la social. En resumen, las dos autoras
desarrollan y estructuran el desarrollo del niño considerando la amplia evidencia de los diferentes elementos
que constituyen la competencia emocional.

2.6. Algunas notas finales


Una de las cuestiones que me proponía con este capítulo, tal como avanzaba al principio, era apuntar
algunos huecos que en el desarrollo emocional se podrían ir vislumbrando. En primer lugar, me gustaría
señalar que mucho de lo que hemos estado estudiando sobre el conocimiento emocional en bebés es muy
parecido a lo que empezaría Tomkins (1995) a mediados del siglo XX, y seguirían algunos de sus discípulos,
como Izard y Ekman, con adultos: observar si reconocen las emociones a partir de las expresiones faciales.
Esperamos una respuesta de reconocimiento, y los estudios con las nuevas tecnologías son interesantes,
pero no sabemos qué significa para el bebé mirar más una expresión que otra.
Resulta bastante razonable la propuesta de Trevarthen sobre las emociones, cuyo papel es servir de
vínculo para ser y estar con otro, y, como apunta Reddy, las emociones nos producen esa sensación de ser
señalado, sentido y querido, además de que se constituyen como instrumentos para emocionar y mover a los
demás.
Desde mi punto de vista, una de las más encarnadas funciones mentales es la de las emociones. Aunque
los estudiosos de las emociones en el desarrollo postulan que las expresiones faciales, corporales y vocales
no obedecen necesariamente a un estado emocional, ni a un estado neurofisiológico, lo que resulta evidente
es que terminamos utilizando como signos partes de nuestro cuerpo para expresar nuestras emociones.
Asimismo, utilizamos ciertos tonos vocales para enfatizar, mostrar, pedir, apasionar o compadecer (Camras,
2011). ¿Cómo llegan los niños a comprender los signos emocionales en el cuerpo, la cara, la entonación?
¿Cómo llegan a utilizar con eficiencia estos signos corporales de la emoción para comunicar y obtener
algún tipo de respuesta por parte del otro? Creo que, dado que no todas las culturas comparten los mismos
signos corporales para expresar emociones parecidas, resulta bastante atractiva la idea de que las
expresiones emocionales son convenciones que aprendemos. Descubrir este aprendizaje sería un camino
interesante que explorar.
Mientras redactaba este capítulo, una amiga me recordó una viñeta de Mafalda. Guille, el hermano
pequeño de Mafalda, está solo, subido a una silla e intentando alcanzar el bote de las galletas. Como no lo
alcanza, pierde el equilibrio, cae al suelo y se da un buen golpe, rompiendo el frasco de las galletas. A
continuación, coge la silla y se pone delante de la puerta de la entrada. Cuando ve que su madre está
llegando, rompe a llorar y señala hacia la cocina. El uso de las expresiones emocionales para mover, para
hacer que el otro actúe, es el uso de signos emocionales para asuntos muy prácticos. Sabemos que los niños
utilizan sus gestos para pedir ser cogidos, para estar acompañados, aun cuando no tienen todavía lenguaje. E
igualmente, los niños crean señales emocionales falsas para conseguir algunos beneficios (Sidera, Amadó y
Serrat, 2013). Pero sabemos realmente muy poco sobre cómo llegan los niños a conocer y utilizar las
convenciones de los signos emocionales para una comunicación eficiente. Algunas propuestas, como la de
Camras y Halberstadt (2017), plantean que la comunicación emocional no depende exclusivamente de la
producción y el uso de las expresiones faciales prototípicas. Es posible que la comunicación esté además
utilizando el cuerpo, y no solo esto, sino también el contexto, el cual connota el significado, acompañando
al cuerpo como signo de la emoción. Tal como indica Lisa F. Barrett, las emociones llamadas básicas son
convenciones, y estas expresiones prototípicas no son otra cosa que un aprendizaje. Además, las
expresiones emocionales en la vida real, aunque están reguladas por las normas sociales, son mucho más
ricas y dinámicas, y a veces pueden ser menos evidentes en su significado que las que utilizamos en signos
tan convencionalizados.
Para finalizar, pienso que el avance teórico sobre el desarrollo emocional se beneficiaría claramente de
los estudios de las emociones en niños con desarrollo atípico en diferentes áreas como el lenguaje, déficits
sensoriales y motores o trastornos específicos del desarrollo. En concreto, sería interesante conocer el papel
que las emociones tienen en estos procesos y si la mejora en su comprensión y regulación tendría algún
beneficio en el ajuste a su entorno. Igualmente, una parte importante de este avance teórico sobre las
emociones vendrá de la mano del estudio de los procesos de socialización en diferentes culturas, tal como
Heidi Keller (2007) ha realizado en el área de las relaciones parentales y el reconocimiento del yo. Aunque
existen algunos avances en este sentido, aún queda un largo recorrido para comprender de manera integrada
el desarrollo de las emociones con las otras áreas del mundo mental.
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NOTAS

2 Phineas Gage sufrió un grave accidente en el que una enorme barra de hierro le atravesó la mejilla y salió
por la parte superior de la cabeza. A pesar de la severidad del accidente, Gage tuvo una extraordinaria
recuperación. Sus funciones cognitivas y el lenguaje quedaron intactos. Sin embargo, su comportamiento
cambió totalmente. Se volvió bastante rudo, descuidando las normas mínimas de convivencia hacia los
demás, y algunas de las decisiones que tomó después de su recuperación lo llevaron a perder a su familia y
amistades. El lector puede encontrar una descripción más detallada en el libro de Damasio (2006).

3 Los esquemas emocionales se definen como estructuras/interacciones emoción-cognición generadas por


experiencias de pensamiento-emoción y tendencias de comportamiento que van desde los procesos
momentáneos hasta fenómenos más definitivos como los rasgos de la personalidad.

4 Son las siglas en inglés del sistema de codificación de la acción facial, Facial Action Coding System,
elaborado por Ekman y Friessen (1976). Actualmente existe una versión de lectura automatizada de
codificación facial (Lewinski, Uyl y Butler, 2014).

5 Este concepto en inglés, relatedness, tiene varios significados. Puede indicar algo así como parentesco,
relación con otro o afiliación, pero lo hemos traducido como el vínculo, como una propiedad de los
humanos para relacionarnos con los demás.

6 Esta reflexión se encuadra dentro de la discusión sobre la emoción y el movimiento del cuerpo como una
parte fundamental de la relación entre las emociones y las expresiones.

7 Aunque Izard (1978) planteaba la primacía de las emociones como un soporte para la cognición y la
conciencia, esta concepción ha ido derivando a posiciones distintas, más parecidas a las que plantea Lewis
sobre la necesidad de la cognición para experimentar emociones.

8 El problema con el significado individual supone un dilema importante, porque, si esto es así, cada
individuo tendría la tarea de reinventarse nuevamente la interpretación de las cosas (el significado), y
supone además que los significados están en la cabeza del individuo. Desde una perspectiva más
constructivista, el significado no está en la cabeza, sino que los significados se van construyendo en la
relación con el otro. El adulto, que es un individuo ya socializado, conoce muchos significados, y en la
interacción con los niños estos van construyendo lo que significa la realidad que comparten.

9 La emoción del showing off no tiene una traducción en español como emoción, sino que es más bien una
acción de lucimiento, una especie de exhibicionismo causado al haber conseguido algo. En el adulto es más
parecido a mostrarse orgulloso. Un ejemplo es cuando el bebé trata de abrir un bote y, no sin cierta
dificultad, lo consigue, mientras el adulto lo observa y el niño mira al adulto con expresión de satisfacción,
tratando de llamar la atención sobre su logro. Finalmente, el adulto le halaga por el logro conseguido.

10 Las tesis constructivistas y construccionistas comparten algunos principios, como que la concepción de
la realidad es una construcción. La diferencia entre ellas es que el constructivismo plantea una relación
entre sujeto y objeto que conoce, mientras que los construccionistas sociales hacen énfasis en la relación
social que media en el proceso de conocimiento. La interacción con el objeto de conocimiento requiere de
la relación con los otros.
11 Este es el nombre que los gitanos asignan a los que no son de su etnia.

12 Siguiendo la propia lógica de Harris, uno se siente feliz cuando el deseo se ha satisfecho, no antes. En la
historia, ver el bote de leche no es una condición que satisfaga el deseo de A. Creer que hay leche en el bote
no significa tampoco que se quiera la leche (Arias, 2008). Probablemente para resolver la tarea de la
predicción de emoción basada en la creencia falsa hay que realizar una suerte de inferencias, como que A se
acerca al bote de leche y, por tanto, es probable que quiera leche, y que se la quiera tomar. Y si cree que hay
leche, entonces se sentirá contento.
2
¿Cómo se evalúa la competencia emocional? Aspectos
metodológicos
NATALIA ALONSO-ALBERCA
ANA I. VERGARA

1. INTRODUCCIÓN
Las emociones se experimentan y perciben desde el inicio de la vida. En el transcurso de los primeros
años comienzan a desarrollarse y afianzarse las habilidades para captar la información que estas aportan y
para operar con ellas (Lewis, 2008). Esos primeros años constituyen una etapa fundamental porque en ellos
se dan abundantes e intensas vivencias emocionales, valiosas oportunidades para configurar los cimientos
de la competencia emocional futura (Denham, 1998; Greenspan y Thorndike, 1997). Así, esta etapa inicial
de la vida es fundamental para aprender a manifestar las emociones propias, captar las de otras personas y
responder adecuadamente ante ellas, habilidades que van a redundar en el bienestar y en la salud del niño
(Heras, Cepa y Lara, 2016).
En las últimas décadas, se ha abordado esta cuestión desde diferentes perspectivas y modelos, dando
lugar a abundante evidencia científica. A la hora de hacer referencia a las habilidades para procesar las
emociones y a las estrategias que se ponen en marcha derivadas de dicho procesamiento, existe una variada
terminología. Así, para estudiar esta cuestión, nos encontramos con términos como «habilidades
emocionales», «inteligencia emocional», «competencia emocional», «conocimiento emocional», entre otros
(Mayer, Roberts y Barsade, 2008; Ordóñez y González, 2014). De entre esta variada terminología,
destacamos el constructo competencia emocional, la cual se define como la capacidad funcional de la
persona para alcanzar sus metas tras una situación de activación emocional (Saarni, 1999). Así, la
competencia emocional hace referencia a la efectiva puesta en marcha de un conjunto de habilidades
dirigidas a captar y procesar la información emocional, así como a generar respuestas ante dichas
situaciones. Las habilidades emocionales que emergen en las primeras etapas del desarrollo son la expresión
y la percepción de emociones básicas, para las cuales los niños muestran una temprana e innata capacidad,
lo que nos aporta evidencia de la predisposición a la comunicación a través de las emociones.
Siguiendo con el desarrollo, antes de los 2 años se pone en marcha la habilidad de comprensión
emocional, gracias a la cual el niño capta las causas y las consecuencias de las emociones, tanto de las
propias como de las de otras personas. También comienza a etiquetar, a poner nombre a estas emociones
que observa o siente.
En la cima de las habilidades emocionales se halla la regulación emocional; antes de llegar al tercer año
de vida los niños ponen en marcha la habilidad para regular las emociones, es decir, toman iniciativas
dirigidas a modificar la reacción emocional, en relación tanto con su expresión como con su intensidad o
con su duración, adecuándola de este modo para alcanzar sus objetivos personales (Gross y Thompson,
2007).
En el período comprendido entre los 3 y los 6 años, la mayoría de los niños experimentan grandes
progresos en sus habilidades emocionales, lo que les permite entender y gestionar mejor una vida emocional
que se va tornando más compleja y variada, y así ajustarse paulatinamente a los diferentes entornos en los
que se desenvuelven. En esta etapa del desarrollo, se establece una sólida base de conocimiento de la vida
emocional, que se evidencia en la creciente capacidad para reconocer y etiquetar emociones, para hablar
sobre las causas de las emociones y para poner en marcha acciones que sirvan para regular el estado
emocional propio y el de otras personas (Zeidner, Matthews, Roberts y MacCann, 2003). A ello contribuye
el incremento significativo de las experiencias sociales en las que el niño se ve implicado, así como su
creciente autonomía y la mayor determinación de su identidad (Saarni, 1999). Su puesta en marcha va a
depender, en cierto grado, del contexto en que se encuentre, de la emoción concreta de la que se trate o de la
intensidad emocional con la que viva la situación.
En este sentido, como profesionales implicados en el desarrollo y el bienestar infantil, debemos ser
conscientes de la relevancia que tiene forjar una base sólida de habilidades emocionales desde los primeros
años de la vida, y de la importancia que tendrá nuestra implicación activa dirigida a favorecer la
consolidación de dichas habilidades emocionales, tanto detectando fortalezas y limitaciones como
generando propuestas para potenciar el ajuste del niño, promoviendo estas habilidades.
No cabe duda de que para lograr estos objetivos hemos de contar con recursos que nos ayuden a
constatar el avance en la adquisición de las habilidades emocionales. En este sentido, en múltiples ocasiones
será necesario determinar el nivel de desempeño del niño en ellas y detectar las posibles dificultades que
surjan en su adquisición, todo ello dirigido a poder realizar una evaluación del proceso que permita
identificar los aspectos concretos a los que prestar especial atención o sobre los que sea conveniente
intervenir. Para ello es imprescindible contar con herramientas y estrategias de evaluación válidas y fiables
que permitan realizar el diagnóstico de la situación y su seguimiento.
Así, en este capítulo se justifica la importancia de evaluar la competencia emocional, y se aportan una
serie de criterios que han de guiar esta práctica, así como pautas y recomendaciones para una aplicación
rigurosa que garantice la fiabilidad de los resultados. A continuación se ofrece una revisión de las
herramientas de evaluación disponibles que pueden ser de utilidad para profundizar en la competencia
emocional en la primera infancia, y se plantean una serie de retos a alcanzar en el ámbito de la evaluación.
Con ello se pretende prestar orientación a los profesionales que, tanto en el ámbito de la investigación como
en el ámbito aplicado, tengan como objetivo evaluar las habilidades emocionales de los niños en los
primeros años de la infancia.

2. IMPORTANCIA DE LAS HABILIDADES EMOCIONALES Y SU


EVALUACIÓN
Como ya se ha mencionado, las habilidades emocionales desempeñan un papel clave en el bienestar y la
salud de los niños, así como en su aprendizaje y su ajuste escolar, tanto presente como futuro. A pesar del
reconocimiento de dicha relevancia, y mientras que en el ámbito internacional son numerosos los trabajos
que aportan evidencias al respecto (Domitrovich, Durlak, Staley y Weissberg, 2017; Durlak, 2015; Izard et
al., 2011), en nuestro país ha sido en los últimos años cuando se ha dado un aumento evidente del interés
por la dimensión socioemocional, tanto en el ámbito educativo como en el clínico (Bisquerra, Pérez-
González y García-Navarro, 2015; Clouder et al., 2008; Fernández-Berrocal, Cabello y Gutiérrez-Cobo,
2017; González y Villanueva, 2014).
Así, cada día son más las experiencias e investigaciones desarrolladas en nuestro contexto (Ordóñez y
González, 2014) en las que se vinculan las habilidades emocionales al ajuste socioemocional, aportando
evidencia científica sobre su importancia, enfatizando su reconocimiento como un elemento esencial para el
proceso evolutivo del niño al que los profesionales debemos atender y sobre las que debemos intervenir
para garantizar el desarrollo armonioso y el ajuste psicosocial del niño (Yoshikawa et al., 2013). Y todo ello
deriva en una creciente demanda de recursos, en el ámbito de la primera infancia, dirigidos a promover una
mayor atención a las emociones y al desarrollo de la competencia emocional desde las primeras etapas de la
vida. En este sentido, las habilidades emocionales están adquiriendo, paulatinamente, un lugar principal en
el ámbito educativo, que se concreta en un mayor esfuerzo de personas e instituciones para su fomento, en
una progresiva integración del tema en los estándares de escuelas y en su inclusión en el currículum oficial
de comunidades pioneras como Canarias, Extremadura o Castilla-La Mancha.
Gracias a las evidencias científicas aludidas, sabemos que la adecuada expresión, reconocimiento y
etiquetado de las emociones, la habilidad de identificar sus causas y consecuencias, así como su regulación
efectiva, favorecen el ajuste socioemocional y escolar, mientras que déficits en estas habilidades se vinculan
a dificultades en las relaciones sociales y a problemas emocionales, tanto externalizantes (agresividad,
hiperactividad…) como internalizantes (ansiedad, introversión…) (Di Maggio, Zappulla y Pace, 2016;
Giménez-Dasí, Fernández-Sánchez y Quintanilla, 2015; Trentacosta y Fine, 2010).
En su día a día, las inadecuadas percepción, comprensión y regulación de las emociones someten a los
niños al riesgo de tener dificultades en situaciones personales y sociales. Estos déficits pueden implicar que
no capten o no entiendan cómo se sienten ellos mismos u otras personas del entorno, lo que puede derivar
en interacciones sociales poco ajustadas y carentes de sensibilidad, respuestas poco adaptativas que pueden
conducir a asentar problemas emocionales y dificultades de relación social.
Como se ha comentado previamente, un elemento clave para avanzar en este ámbito es la evaluación
rigurosa de las habilidades para expresar, percibir, comprender y regular las emociones, lo cual ha sido
abordado por diversos autores que nos aportan propuestas dirigidas a este fin (Denham, Ferrier, Howarth,
Herndon y Bassett, 2016; MacCann, Lipnevich y Roberts, 2012; Wigelsworth, Humphrey, Kalambouka y
Lendrum, 2010).
Sin embargo, aunque se han diseñado numerosos programas de intervención basados en la evidencia
científica relativa a aspectos evolutivos y educativos, algunos de estos programas adolecen de estudios
científicos que avalen su efectividad, por lo que es necesario llevar a cabo procesos de evaluación que
permitan extraer conclusiones válidas acerca de los beneficios de dichos programas y que permitan su
implementación, con garantías, en otros colectivos, culturas, etc. (Humphrey, 2013; Osher et al., 2016).
En definitiva, corresponde a los profesionales de la educación y de la psicología la evaluación rigurosa
de estas habilidades y de los aspectos relacionados con ellas, con el propósito de identificar las necesidades
de los niños y de los grupos y proporcionar a educadores, gestores e instituciones educativas las claves
necesarias para planificar sus propuestas dirigidas a la promoción del desarrollo emocional en la infancia.

3. ASPECTOS A TENER EN CUENTA EN LA EVALUACIÓN DE LAS


HABILIDADES EMOCIONALES
De manera similar a lo que ocurre en la población de adultos, en la infancia son escasas las herramientas
con probada validez y fiabilidad dirigidas a medir las habilidades emocionales. Este hecho cobra mayor
relevancia cuando, como ya hemos indicado, sabemos que para el avance del conocimiento es necesario
contar con herramientas sólidas que permitan no solo conocer los niveles de desarrollo y las características
de las habilidades emocionales sino también identificar las variables que pueden influir en ellas, así como
sobre las que ejercen su influencia (Denham et al., 2016; Mayer et al., 2008; Wigelsworth et al., 2010).
El interés por aumentar el conocimiento existente ha motivado en los últimos años un gran esfuerzo por
desarrollar medidas de evaluación apropiadas (Denham, 2006; MacCann et al., 2012). Sin embargo, muchas
de estas medidas presentan problemas de validez discriminante respecto a constructos como la empatía o las
funciones ejecutivas, de dependencia de la comprensión verbal del niño o de validez ecológica.
Con el objetivo de superar estas limitaciones, se han realizado propuestas para mejorar la validez de las
medidas, diseñando tareas a realizar en contextos naturales, reduciendo su demanda verbal o incluyendo
representaciones dinámicas de la realidad como, por ejemplo, vídeos, con el propósito de que estas sean
más realistas y próximas a las vivencias cotidianas en las que el niño experimenta emociones y en las que
pone en marcha sus habilidades emocionales (Denham, Bassett y Zinsser, 2012; Schultz et al., 2010;
Trentacosta y Fine, 2010), cuestiones que se abordarán en el siguiente epígrafe de este capítulo.
En definitiva, y dada la escasez de herramientas en nuestro contexto, es un objetivo prioritario disponer
de medidas con adecuada fiabilidad y validez específicas para la infancia (Wigelsworth et al., 2010; Zeidner
et al., 2003). Alcanzar este reto requiere que las medidas sean adecuadas para la población y la cultura a la
que se dirigen (Friedlmeier, Corapci y Cole, 2011), para lo cual es imprescindible implementar
procedimientos de diseño y de adaptación rigurosos que garanticen las adecuadas propiedades
psicométricas de esas medidas.
Pero además de contar con herramientas válidas, fiables y adaptadas al contexto lingüístico y cultural en
el que van a utilizarse, es necesario también tener en cuenta otros aspectos que van a influir en los
resultados que obtengamos.
A este respecto, hemos de tener en cuenta que en el desarrollo de la vida emocional del niño en general,
y de sus habilidades emocionales en particular, intervienen diversos factores internos, como los
neurológicos, los genéticos o los temperamentales, y otros externos, como son el contexto familiar, el social
y el cultural en los que crece y se desarrolla (Alegre, 2011; Del Barrio, 2002; Harden et al., 2017; Schultz,
Izard y Abe, 2005). Así, aunque existen períodos clave en la infancia para el desarrollo de las habilidades
emocionales, estas no siempre se alcanzan por todos los niños en la edad referida, y las variables en el
temperamento, en la salud, en la estimulación temprana, en la atención de los padres o en el vínculo
afectivo, entre otras, determinan estas diferencias (Izard et al., 2011; Morris, Silk, Steinberg, Myers y
Robinson, 2007).
Sabemos también que el desarrollo de las habilidades emocionales está relacionado con la edad y con la
habilidad verbal del niño (Izard, Stark, Trentacosta y Schultz, 2008; Trentacosta y Fine, 2010). La
progresiva exposición del niño a experiencias emocionales favorece el desarrollo del conocimiento
emocional. Del mismo modo, la creciente habilidad verbal le permitirá incorporar más lenguaje emocional e
interaccionar utilizando dicho lenguaje, lo cual constituirá la base para configurar su comprensión
emocional y progresar en su conocimiento sobre la regulación emocional (Izard et al., 2008; Zeidner et al.,
2003). En cuanto al género, las investigaciones ofrecen resultados menos esclarecedores sobre su relación
con las habilidades emocionales. En general, la investigación muestra que las niñas obtienen puntuaciones
más elevadas que los niños, aunque algunos estudios no hallan diferencias (Bennett, Bendersky y Lewis,
2005; McClure, 2000), aunque otros trabajos apuntan a una interacción entre el género y la edad, no
existiendo diferencia en el conocimiento emocional de los niños en los primeros años (Alonso-Alberca,
2014).
A modo de conclusión, para una adecuada evaluación de las habilidades emocionales, los profesionales
deben disponer de herramientas válidas y fiables, adecuadamente adaptadas al contexto cultural en el que
vayan a aplicarse. Asimismo, se debe contemplar la inclusión en la evaluación de variables relevantes que
deben ser recogidas y ser objeto de control, tales como la edad, el género y la habilidad verbal, entre otras.

4. CRITERIOS Y ORIENTACIONES PARA LA EVALUACIÓN


Para diseñar la evaluación, es necesario considerar una serie de criterios metodológicos a los que debe
prestarse especial atención y que resultarán de utilidad al profesional.
En primer lugar, como hemos mencionado, un aspecto fundamental a la hora de escoger una herramienta
es que esta posea características psicométricas adecuadas y cuente con el respaldo de una investigación
sólida. Así, al seleccionar las herramientas de medida, debe priorizarse que posean suficiente evidencia de
validez y fiabilidad, lo que nos permitirá evitar sesgos, y tener un alto grado de confianza en los resultados
obtenidos, los cuales podrán ser contrastados con los obtenidos en otros estudios con diferentes poblaciones
y culturas.
Cuando nos referimos a las características psicométricas adecuadas de un instrumento, no solo lo
hacemos respecto a la escala original, sino también a su adaptación al contexto cultural en que se aplican. El
proceso de adaptación de una herramienta (Balluerka, Gorostiaga, Alonso-Arbiol y Haranburu, 2007) es
laborioso y costoso, y requiere de una formación psicométrica rigurosa que avale la idoneidad del
instrumento. Así, se recomienda prestar especial atención a este aspecto, ya que, en ocasiones, la urgencia
de los profesionales por disponer de una medida puede llevarles a tomar la decisión de traducir un
instrumento cuya versión original es idónea, lo cual, además de constituir una mala praxis metodológica, va
a invalidar los resultados que se obtengan a partir de esa versión traducida y no adaptada.
En definitiva, el rigor psicométrico, que históricamente ha recibido poca atención en este ámbito
(Humphrey, 2013), va a dotar de calidad y veracidad a los resultados que obtengamos, lo cual redundará en
una inversión más útil de tiempo y esfuerzo.
En segundo lugar, es conveniente que el evaluador tenga conocimiento de los rasgos evolutivos,
personales y contextuales de las personas que participan en la evaluación, así como de las medidas y de
la metodología de evaluación. Este criterio, que es transversal a cualquier estudio, cobra especial relevancia
en la población a la que nos dirigimos, a saber, niños menores de 6 años. En esta etapa del desarrollo
debemos ser conscientes de las dificultades con las que nos vamos a encontrar a la hora de realizar una
evaluación. Los niños de esta edad pueden presentar dificultades para mantener la atención de forma
continuada, van a presentar capacidades de comprensión y verbales muy diferentes entre sí y van a requerir
que se establezca una relación de confianza con el evaluador, entre otros. Así, la aplicación de las medidas
requiere cierto grado de flexibilidad que debe, necesariamente, estar contemplada en la planificación
metodológica para que se realice de manera rigurosa. Debemos ser conscientes de que la variabilidad en las
aplicaciones supone un riesgo para las conclusiones que se extraigan a partir de los resultados, de modo que
dicha variabilidad debe preverse y controlarse y, en caso de que esto no sea posible, registrarse para
posteriormente incluirla en el análisis. En este sentido, es conveniente que el profesional que vaya a aplicar
las medidas realice previamente un entrenamiento supervisado que garantice la aplicación estable de estas,
y la corrección e interpretación libres de sesgos.
Cabe recordar que la adquisición de las habilidades emocionales en la infancia es progresiva y mantiene
una estructura jerárquica, es decir, el desarrollo de las habilidades más complejas, como la regulación, se
sustenta en el avance de las más básicas (Zeidner et al., 2003). Así, es necesario que el profesional analice y
detecte si los resultados obtenidos en ciertas habilidades emocionales pueden indicar la necesidad de
estudiar posibles déficits en las habilidades más básicas.
En tercer lugar, y estrechamente ligado al criterio anterior, es necesario que las tareas sean apropiadas
para la edad y para las características de la población objeto de evaluación. Así, las tareas planteadas
deben tener en cuenta los aspectos evolutivos que caracterizan la etapa y las diferencias individuales que
puedan darse: debe atenderse al desarrollo lingüístico (tanto comprensivo como receptivo), a los niveles de
atención esperables, a la posible existencia de dificultades para establecer una relación con el evaluador, a
la lengua materna del niño, etc. La variabilidad de estas características es tan grande a estas edades que
debemos ser muy cuidadosos y rigurosos a la hora de escoger el instrumento y la metodología con la que se
aplicará.
En cuarto lugar, y con el fin de minimizar los problemas a los que hemos aludido, y que son inherentes a
esta etapa evolutiva, se recomienda utilizar diversos métodos para evaluar las habilidades emocionales
(técnicas multimétodo). Esta estrategia metodológica tiene como objetivo la evaluación del mismo
constructo (en el caso que nos ocupa, las habilidades emocionales) utilizando diferentes estrategias, como
son los cuestionarios, la observación, las entrevistas con distintos niveles de estructuración, la utilización de
estímulos escritos, fotografías, vídeos, etc. Es importante tener en cuenta que cada estrategia o método
empleado debe aportar un valor extra a la evaluación, es decir, que no se trata de incorporar cuantas
estrategias y herramientas conozcamos tan solo por compilar más información, sino que el objetivo debe ser
que entre todos los métodos utilizados podamos obtener una información más precisa acerca de las
habilidades emocionales del niño.
En quinto lugar, puede ser conveniente recoger la información a partir de informantes diversos (método
multiinformante). Esto permitirá configurar un perfil más ajustado de la competencia emocional del niño
en diferentes contextos (la escuela y el hogar, por ejemplo) y en contextos de interacción diversos.
Debemos ser conscientes de que la información recogida a partir de diferentes informantes no solo puede
diferir, sino que existe evidencia empírica de que suele ser así (De los Reyes, 2011). Los profesionales que
habitualmente trabajan con niños de estas edades son conscientes de que el comportamiento y la actitud
pueden ser muy diferentes dependiendo del contexto (familia, escuela, contexto formal, contexto informal).
Asimismo, ante una misma conducta, la percepción de diversos informantes puede diferir (Sarmento,
Lucas-Molina, Quintanilla y Giménez-Dasí, 2017).
Este criterio puede hacer más compleja la interpretación de la información pero, en las primeras etapas
de la infancia en las que aún no están desarrolladas la comprensión y la expresión verbales, la evaluación
debe realizarse con la información que nos proporcionan las personas que habitualmente se relacionan con
el niño o niña, situación en la que está especialmente indicado utilizar el método multiinformante.
En sexto lugar, es recomendable la participación de varios evaluadores a la hora de recoger y codificar
los datos, fundamentalmente cuando se utilizan métodos como la observación conductual o respuestas
abiertas, y proceder un acuerdo interjueces que garantice la correcta codificación de las respuestas
obtenidas, estrategia que se complementará con el cálculo de los estadísticos adecuados (i.e. kappa de
Cohen).
Como último criterio, diversos autores (Denham, Wyatt, Bassett, Echeverria y Knox, 2009; Trentacosta
y Fine, 2010) han alertado acerca de la necesidad de llevar a cabo diseños longitudinales que permitan
estudiar el proceso de adquisición de las habilidades emocionales a lo largo de esta etapa evolutiva. Este
tipo de estudios permitirán analizar la capacidad predictiva de estas habilidades en variables con las que han
demostrado tener relación, como son las habilidades sociales, el ajuste escolar, el rendimiento académico,
los problemas internalizantes y externalizantes o la conducta disruptiva, entre otros.

5. HERRAMIENTAS PARA EVALUAR LAS HABILIDADES


EMOCIONALES
En epígrafes anteriores se ha señalado que uno de los problemas que debe afrontar el profesional que
trabaja en el ámbito de las competencias emocionales con población de la etapa infantil es la escasez de
herramientas de medida, problema aún más patente si se pretende utilizar instrumentos de medida adaptados
a nuestro contexto cultural.
En este apartado se ofrece una revisión de las herramientas que con mayor frecuencia se están utilizando
en este ámbito desde los primeros meses hasta los 6 años, la mayoría de las cuales están adaptadas y
validadas al español o en proceso de adaptación. En la tabla 2.1 se ofrece una breve descripción de estas
pruebas, así como los principales datos psicométricos que avalan su utilidad en el ámbito que nos ocupa.
Affective Knowledge Test – AKT (Denham, 1986). Esta prueba evalúa la percepción y la comprensión
de las emociones básicas (alegría, tristeza, enfado y miedo) y puede aplicarse desde los 30 meses hasta los 5
años. Consta de cuatro tareas en las que se utilizan láminas con expresiones emocionales y representaciones
con marionetas. Se solicita al niño que reconozca emociones y les ponga un nombre («¿Cómo se siente este
niño?») y que asocie expresiones a etiquetas verbales («Señala la cara del que está…»). También evalúa la
comprensión emocional, preguntándole sobre las causas de las emociones en una serie de situaciones
planteadas. Por último, se plantean situaciones en las que el protagonista siente una emoción congruente
con la situación y otras que son incongruentes o ambiguas, para evaluar el grado de reconocimiento y
comprensión de la emoción ajena cuando es diferente a la propia. Para ello, antes de aplicar la prueba con el
niño, se interroga a los padres sobre las emociones habituales de su hijo ante situaciones como las que se
presentan. La aplicación del AKT requiere en torno a 20 minutos. Es necesario contar con dos evaluadores
para poder representar las situaciones y recoger las respuestas del niño, y/o el uso de videocámara.
Aunque no se ha publicado un estudio sobre la adaptación de la herramienta en nuestra cultura, esta
medida ha sido ampliamente utilizada en la investigación en la etapa infantil. En investigaciones con
muestra infantil española la consistencia interna ha sido adecuada (i.e. Giménez-Dasí et al., 2015).
Children’s Behavior Questionnaire abreviado (CBQ. SV) y muy abreviado (CBQ. VSV) (Putnam y
Rothbart, 2006); adaptación española (De la Osa, Granero, Penelo, Doménech y Ezpeleta, 2014). Se trata de
dos versiones de la misma escala que evalúan el temperamento de niños entre 3 y 8 años. Es cumplimentada
por los padres/madres basándose en el comportamiento de su hijo en las situaciones diarias. Deben
responder en qué medida la afirmación que se les presenta es verdadera o falsa. La versión abreviada consta
de 94 ítems y requiere unos 15 minutos. La forma muy abreviada tiene 36 ítems y requiere
aproximadamente 5 minutos.
Los resultados se engloban en torno a tres factores del temperamento: extraversión, afectividad negativa
y control de esfuerzos. La herramienta permite profundizar en la expresión emocional y la regulación
emocional, dado que el temperamento refleja diferencias individuales en la reactividad emocional y
autorregulación, es decir, afecta a la manera en la que el niño tiende a responder a los estímulos respecto a
la intensidad, frecuencia y duración de la respuesta.
Las versiones en español tienen una fiabilidad aceptable, con índices de consistencia interna superiores a
0,79 para las tres dimensiones del CBQ. SF, y superiores a 0,65 para el CBQ. VSF. Se recomienda usar la
versión abreviada, y emplear la muy abreviada en casos de tiempo limitado o para evitar un efecto de
saturación que impida mantener la atención y la motivación por la tarea.
Emotion Matching Task (EMT) (Izard Haskins, Schultz, Trentacosta, y King, 2003; EMT adaptación
española (Alonso-Alberca, Vergara, Fernández-Berrocal, Johnson e Izard, 2012). El EMT evalúa el
conocimiento emocional de las emociones básicas (alegría, tristeza, enfado, miedo y sorpresa) en niños
entre 3 y 6 años. Consta de cuatro dimensiones: 1) asociación de expresiones emocionales; 2) causalidad de
las emociones; 3) etiquetado de emociones, y 4) reconocimiento de emociones. Mediante fotografías de
niños y niñas con diferentes expresiones emocionales se pide al niño que asocie expresiones emocionales,
que establezca la correspondencia entre expresiones emocionales y una situación planteada, que ponga
nombre a las expresiones emocionales y, por último, que señale la expresión de las emociones indicadas. El
evaluador debe evitar aportar pistas emocionales, verbales o no verbales, para evitar sesgos. La aplicación y
la corrección son sencillas, y la demanda verbal de las tareas propuestas es baja, lo que minimiza el sesgo
debido a la habilidad verbal del niño.
La versión española del EMT mostró unas adecuadas consistencia interna (Ω de 0,81, 0,74, 0,98 y 0,91
para las cuatro subescalas, respectivamente) y validez.
Cabe señalar que el EMT ha sido adaptado al catalán y al euskera, así como a culturas como la italiana o
la brasileña. Las investigaciones realizadas hasta la fecha empleando el EMT muestran que las puntuaciones
en la prueba se relacionan con el ajuste del niño (regulación emocional, control de esfuerzos, problemas
conductuales y emocionales…) y han probado ser sensibles en la detección de cambios en el conocimiento
emocional tras intervenciones dirigidas a la mejora de este (DiMaggio, Zappulla, Pace e Izard, 2016; Izard
et al., 2008).
Emotion Regulation Checklist (ERC) (Shields y Cicchetti, 1997). Esta escala evalúa la regulación
emocional del niño informada por el profesor o por padres/madres. Consta de 24 ítems en torno a dos
subescalas: a) labilidad emocional, referida a la falta de flexibilidad y al afecto negativo, y b) regulación
emocional. Las puntuaciones en la escala de regulación emocional se relacionan con el ajuste social y
escolar, mientras que las de labilidad emocional se asocian a indicadores de desadaptación. La aplicación de
la escala requiere aproximadamente 5 minutos.
La versión original del ERC tiene una buena consistencia interna, con un α de 0,89 para la escala total, y
de 0,96 y de 0,83 para labilidad emocional y regulación emocional, respectivamente. Aunque no se ha
publicado una versión adaptada de la prueba en español, existe abundante evidencia transcultural de su
validez, y diversos estudios sobre regulación emocional en niños pequeños en nuestro país confirman estos
resultados.
Batería de evaluación de temperamento (LabTAB) (Goldsmith y Rothbart, 1996). Esta batería evalúa el
temperamento, desde los 6 meses hasta los 5 años, en un entorno de laboratorio. Existen diferentes
versiones del Lab-TAB, en función de la edad del niño, que consisten en una serie de tareas o situaciones,
de entre 3 y 5 minutos, preparadas para provocar emociones específicas (miedo, frustración, interés…). En
ellas se estudia la expresión emocional del niño (vocalizaciones y verbalizaciones, intensidad, expresión
facial…) y su regulación emocional, dado que se analizan las estrategias que emplea, el tipo de estrategia de
que se trata o la frecuencia e intervalos en que se dan.
Hasta la fecha no se ha publicado una versión adaptada de la batería en español.
Percepción, valoración y expresión de emociones (PERVALEX-1.0) (Mestre, Guil, Martínez-Cabañas,
Larrán y González, 2011). Está diseñado para evaluar la percepción, expresión y valoración de emociones
básicas en niños de entre 3 y 6 años. Consta de 16 ítems que se presentan mediante el uso de ordenador.
Hay tres tipos de presentaciones: la primera de ellas muestra a los niños diferentes expresiones emocionales
y han de indicar cuál de ellas corresponde con la emoción básica indicada. La segunda tarea evalúa la
habilidad para discriminar entre dos expresiones emocionales y discernir cuál de las dos se ajusta a la
cuestión planteada. La tercera tarea presenta una música, y se le pide que diga la emoción que suscita. El
tiempo de administración oscila entre 5-10 minutos. La prueba muestra una buena consistencia interna (α =
0,93, 0,90 y 0,76 para las tres tareas respectivamente).
Procedimiento de las marionetas (Cole, Dennis, Smith-Simon y Cohen, 2009; versión española
(Alonso-Alberca, 2014). Evalúa la regulación emocional a través del reconocimiento de estrategias eficaces
y de la generación de estrategias de regulación. Para ello se representan dos situaciones de contenido
emocional, una de tristeza (debido a la pérdida de una mascota) y una de enfado (dos personajes quieren el
mismo juguete). Tras ello se le pregunta al niño cómo pueden los personajes dejar de estar tan tristes o tan
enfadados, situación ante la que el niño aporta sus sugerencias. Posteriormente se categorizan según el
número de estrategias, la tipología de estas (cognitiva, conductual, búsqueda de ayuda), su foco (dirigida a
resolver el problema o a otro aspecto) y su efectividad teórica como reguladora. En la segunda parte, los
propios personajes proponen estrategias, y el niño debe elegir las que considera efectivas.
La fiabilidad de la versión en español fue alta para el reconocimiento de estrategias (Ω = 0,96) y para la
generación de estrategias, calculada mediante acuerdo interjueces (κ = 0,7 – 0,94). La aplicación requiere
un evaluador en la representación con marionetas y otro que dialogue con el niño y recoja las respuestas. Se
recomienda que sea grabado en vídeo. El tiempo de aplicación oscila entre 10-15 minutos.
Test of Emotion Comprehension (TEC) (Pons, Harris y De Rosnay, 2004)
Esta herramienta evalúa la comprensión emocional para niños entre 3 y 11 años. Consta de 37 ítems
agrupados en nueve dimensiones que se organizan de manera jerárquica: reconocimiento de emociones
básicas, comprensión de las causas de las emociones, comprensión de la influencia de las emociones en
deseos, creencias y recuerdos, distinción entre emociones fingidas y reales, ambivalencia emocional,
comprensión de las emociones morales y regulación emocional. Se le presenta al niño una lámina mientras
el evaluador lee una historia; luego le hace preguntas sobre el personaje (en función de la tarea concreta, por
ejemplo, «¿cómo se siente este niño?»). Las historias van aumentando progresivamente su complejidad,
empezando por componentes sencillos como la identificación de la emoción en la expresión facial y
finalizando por aspectos complejos como la comprensión de emociones morales.
La simplicidad del lenguaje que utiliza reduce el efecto de la capacidad verbal del niño en los resultados.
El evaluador debe evitar aportar pistas emocionales verbales o no verbales para eliminar posibles sesgos.
Sobre la fiabilidad de la prueba, algunos estudios muestran alta correlación test-retest.
A pesar de que hasta la fecha no se ha publicado una versión adaptada del TEC en población española, la
prueba ha sido ampliamente utilizada y replicada.
Test de inteligencia emocional de la Fundación Botín para la Infancia (TIEFBI) (Fernández-Berrocal
et al., 2015). El TIEFBI está dirigido a la evaluación de la inteligencia emocional en niños desde 2 años y 6
meses hasta los 12 años. Mediante viñetas, fotografías y hojas de registro, la prueba evalúa las habilidades
de percepción de emociones, comprensión emocional y regulación emocional. Su aplicación puede ser
individual o colectiva. El TIEFBI cuenta con un manual con información acerca de la descripción de la
prueba, su estructura e instrucciones para su empleo.
Hasta la fecha no existen datos sobre sus propiedades psicométricas.

TABLA 2.1
Instrumentos de medida empleados en la evaluación de las habilidades emocionales en población infantil
Habilidad evaluada
Rango
Herramienta Informante
de edad Expresión Percepción Comprensión

AKT 30 Niño/a x x
meses-
5 años

CBQ-SF y 3-6 Profesor/a, x


CBQ-VSF padre/madre

EMT 3-6 Niño/a x x

ERC 2-12 Profesor/a,


padre/madre

Lab-TAB 6 Niño/a x
meses-
5 años

PERVALEX 3-6 Niño/a x x x

Procedimiento 3-6 Niño/a


de las
marionetas

TEC 3-11 Niño/a x x

TIEFBI 30 Niño/a x x
meses-
11
años
6. CONCLUSIONES Y RETOS PARA AVANZAR EN LA EVALUACIÓN
DE LAS HABILIDADES EMOCIONALES EN LA INFANCIA
La revisión presentada en este capítulo pretende dotar a los profesionales que trabajan con niños de la
primera infancia de una panorámica acerca de los recursos disponibles para la evaluación de las habilidades
emocionales a esta edad, así como de un conjunto de propuestas que constituyen lo que podríamos
denominar buenas prácticas a la hora de llevar a cabo dicha evaluación.
Por supuesto, partimos de la premisa de que la intervención debe ir acompañada de la evaluación de su
impacto, ya que es la única forma de avanzar en el conocimiento de este ámbito en el que la investigación
está aún en los primeros pasos de su desarrollo. Y esto se debe, en gran medida, a la complejidad que tiene
la recogida de datos con niños de tan corta edad. A pesar de ello, y como se ha evidenciado en las páginas
precedentes, en los últimos años se están haciendo importantes esfuerzos en nuestro país para poder contar
con herramientas válidas y fiables en esta franja de edad.
A modo de conclusión, ha quedado evidenciada la necesidad de que la intervención y evaluación de las
competencias emocionales sea abordada desde equipos multidisciplinares en los que se combinen los
conocimientos del ámbito educativo, de los currículums escolares en los que deben incluirse las
intervenciones, de la psicología evolutiva, de la metodología de investigación y de la psicometría, entre
otros. Así, consideramos necesario sensibilizar a los responsables del ámbito educativo sobre la necesidad
de configurar equipos multidisciplinares en los que educadores, padres y madres, psicólogos y pedagogos
aporten sus conocimientos especializados en cada área.
Asimismo, se ha puesto de manifiesto que la evaluación de las habilidades emocionales debe contemplar
otras variables concomitantes que tienen un alto valor predictivo en estos estudios, como son la edad, el
sexo, la competencia verbal, dimensiones del contexto familiar, etc., así como variables criterio tales como
las habilidades sociales, los problemas conductuales, los problemas internalizantes o externalizantes, la
adaptación al entorno escolar o el rendimiento académico.
Centrándonos en las herramientas de medida, es clave seguir avanzando en la adaptación y/o creación de
instrumentos que permitan una evaluación válida y fiable de las habilidades emocionales en esta edad. Para
ello es necesario que los psicólogos elaboren y/o adapten herramientas y que, a la hora de publicar estos
instrumentos, incluyan un manual de evaluación en el que se expongan con detalle y claridad los elementos
descriptivos básicos, los objetivos que se pretende abordar, las habilidades objeto de medición y las edades
para las que dicho instrumento es adecuado. Asimismo, es necesario que en dichos manuales se aporten
evidencias de los distintos tipos de validez (constructo, convergente, discriminante, etc.), así como los
índices de fiabilidad y otras propiedades psicométricas, como la estructura factorial del instrumento. Por
último, consideramos de suma importancia que en dichos manuales se incluyan las especificaciones y
orientaciones necesarias para que los profesionales que vayan a utilizar la herramienta puedan aplicar la
medida con seguridad y garantías respecto a su aplicación y corrección. Asimismo, es necesario incluir los
posibles problemas o incidencias que el evaluador deberá afrontar teniendo en cuenta la población objeto de
estudio. En este sentido, no debería descartarse la posibilidad de publicar protocolos de entrenamiento para
la aplicación de las medidas.
Una vez realizada la evaluación, será necesario contar con expertos en el tratamiento y análisis de los
datos, aunque también los manuales aludidos podrían incluir algunas pautas básicas para la realización de
análisis estadísticos básicos que guíen en la interpretación de los resultados obtenidos y que permitan la
extracción de conclusiones.
En definitiva, es necesario avanzar en la adaptación y/o elaboración de herramientas, tarea en la que un
reto a afrontar es la elaboración de una herramienta única en la que se integre la medición de todas las
competencias emocionales.
Es imperativo para el bienestar a largo plazo de los niños y el éxito académico tener herramientas de
evaluación que ayuden a identificar las fortalezas y debilidades en las habilidades emocionales (Denham,
2006), que permitan evaluar la efectividad de las intervenciones e iniciativas para promover la competencia
emocional.
En conclusión, pensamos que las habilidades emocionales desempeñan un papel clave en el ajuste desde
los primeros años, ya que tienen implicaciones tanto a corto como a largo plazo, promueven la adaptación y
previenen la aparición de problemas sociales y emocionales. Las habilidades emocionales se pueden
enseñar para proteger a los niños y las niñas de problemas y dificultades y para mejorar su vida. Estas
habilidades deben nutrirse de manera continua o, de lo contrario, pueden perderse.

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PARTE SEGUNDA
El desarrollo emocional en detalle
3
La comprensión de los componentes básicos del
conocimiento emocional: identificación, expresión y
causalidad
ARIADNA PEÑA MEDINA

1. INTRODUCCIÓN
En este capítulo se describen algunos de los estudios realizados sobre el conocimiento emocional en
niños desde el primer año de vida hasta la pubertad, aunque nos centraremos en los primeros años de vida.
De forma específica, nos referiremos al conocimiento de los denominados «componentes básicos» del
conocimiento emocional. Este conocimiento se relaciona con la capacidad para identificar y entender las
expresiones faciales asociadas a emociones, la capacidad lingüística para nombrar las emociones y la
comprensión de las situaciones que causan unas emociones u otras. Este conjunto de conocimientos sobre
las emociones se ha denominado «básico» porque, según algunos autores, constituye las primeras
dimensiones del conocimiento emocional que el niño adquiere. Como hemos visto en el primer capítulo, no
todos los trabajos apoyan esta visión y no todos los autores defienden esta idea de componentes básicos. Sin
embargo, existe todo un cuerpo de estudios empíricos que han abordado cómo los niños pequeños van
adquiriendo estos conocimientos referidos, principalmente, a las emociones básicas. La relación entre los
propios componentes, la relación entre los componentes y las distintas emociones básicas, la pauta
evolutiva y la relación con otras variables son aspectos recogidos por este tipo de trabajos. Esta es la
información que intentaremos presentar de forma ordenada en este capítulo.

2. IDENTIFICACIÓN DE EMOCIONES
Podría considerarse que la comunicación emocional no verbal constituye la base y el primer contacto
comunicativo entre el bebé y el adulto. Así, durante el primer año de vida los bebés comienzan a reconocer
emociones en las expresiones faciales o el tono de voz de los otros, lo que se conoce como «conocimiento
emocional receptivo» (Morgan, Izard y King, 2010). En la interacción con el adulto, los bebés expresan
diferentes estados emocionales (de alegría, enfado, tristeza y miedo) que son interpretados por el cuidador
y, al mismo tiempo, observan diferentes estados emocionales en sus expresiones faciales. Haviland y
Lelwica (1987) detectaron que bebés de 5 meses aumentaron el interés y la manifestación de alegría al ver a
sus madres mostrando alegría. En cambio, cuando sus madres manifestaban enfado, los bebés mostraron
enfado, pero no interés, y raramente expresaron tristeza, ni siquiera cuando esta era la emoción que
expresaban sus madres.
Para saber si los bebés detectan el cambio de la expresión emocional, algunos experimentos realizados
con bebés menores de 10 meses han utilizado el procedimiento de habituación como un artefacto
experimental. Durante el proceso de habituación, una expresión emocional es mostrada a los niños hasta
que pierden el interés. Seguidamente esta expresión facial se sustituye por una diferente. En consecuencia,
los neonatos miran más tiempo la nueva expresión facial indicando que han detectado el cambio. Widen y
Russell (2008) afirman que la interpretación más adecuada de esas observaciones es que los bebés
discriminan entre rasgos o patrones de rasgos, pero que esto no implica la demostración del reconocimiento
de emociones discretas como la alegría o el enfado. Sostienen, no obstante, que es posible que los niños
comiencen a detectar diferentes rasgos básicos, como la forma del ceño, la apertura de los ojos y la
curvatura de la boca, y posteriormente distingan expresiones faciales a partir de la combinación de estos
rasgos llegando a formar una categoría, como la sonrisa. Sin embargo, esto tampoco implicaría que los
niños comprendiesen el significado del patrón identificado.
En un estudio realizado por Kahana-Kalman y Walker-Andrews (2001) se pone de manifiesto no solo la
capacidad de los bebés para identificar rasgos faciales de expresiones emocionales que dependen del input
visual sino que, además, reconocen las emociones a través de la voz de la madre. Esto es, establecen una
correspondencia entre ambas modalidades perceptivas. En este estudio mostraron a bebés de 3,5 meses de
edad dos vídeos en dos pantallas adyacentes de manera simultánea, representando dos expresiones faciales
diferentes, en una la alegría y en la otra la tristeza. Uno de los dos vídeos incluía la voz correspondiente a la
expresión facial. Se formaron tres grupos de niños, que vieron los vídeos en tres condiciones: 1) con sus
madres, donde la expresión facial (movimiento de labios) y la voz estaban sincronizados; 2) igual que en la
anterior condición, pero la voz y la imagen no estaban sincronizadas, y 3) la presentación de una mujer
desconocida. Los resultados concluyeron que todos los niños miraron más tiempo los vídeos que mostraban
la expresión facial de alegría que la de tristeza. A su vez, cuando las expresiones emocionales fueron
representadas por las propias madres, los niños detectaron la correspondencia intermodal entre la voz y la
imagen mirando durante más tiempo el vídeo del sonido específico. Los niños percibieron la expresión
facial y voz de la alegría y la tristeza como una expresión multimodal unificada, incluso cuando estos
estímulos no estuvieron sincronizados. Por el contrario, cuando los vídeos fueron representados por mujeres
no familiares, los niños no supieron detectar la correspondencia entre la voz y la expresión facial sobre estas
mismas emociones. Esto muestra la importancia del adulto cuidador (o de la madre) en el reconocimiento y
aprendizaje de las emociones desde el nacimiento, así como la temprana sensibilidad de los bebés hacia las
expresiones emocionales de sus madres. Walker-Andrews (2008) pone de manifiesto que los bebés
experimentan procesos intermodales. Desde su nacimiento, están expuestos a una experiencia afectiva
emocional multimodal: en la interacción con sus cuidadores no solo ven sus caras u oyen su voz, sino que
perciben un conjunto de reacciones emocionales que acompañan a las sensaciones propioceptivas y
cinésicas.
Dentro de este período de edad, otros estudios han estado dirigidos a estudiar la comunicación emocional
entre las madres y sus bebés. Izard et al. (1995) realizaron varios estudios longitudinales con el objetivo de
observar la estabilidad de las expresiones faciales de la emoción, producidas por los bebés de 2,5 a 9 meses
de edad, como respuesta ante las diferentes expresiones emocionales por parte de sus madres. El objetivo
era comprobar si las expresiones de interés, alegría, enfado y tristeza se mantenían estables durante este
período de desarrollo, y si los niños respondían de forma diferente a las expresiones de enfado y tristeza de
sus madres. Las emociones que más frecuentemente expresaron los bebés durante los primeros 9 meses de
vida (medidas a los 2,5, 3, 4,5, 6 y 9 meses) fueron el interés, seguido de la alegría, el enfado y, por último,
la tristeza. En cuanto al patrón diferencial de respuesta de los bebés ante la expresión de la madre, los
resultados indicaron que, con independencia de la expresión facial de la emoción de la madre, tristeza o
enfado, los bebés de tres meses reaccionaban con otras emociones —interés, alegría y enfado— y en menor
medida tristeza. A los 6 meses de edad los bebés mostraron el mismo patrón diferencial de respuesta ante
las expresiones faciales de emoción de la madre. Según estos autores, la respuesta emocional más positiva
de los bebés a la edad de 3 meses puede interpretarse como una conducta adaptativa protectora del niño a
fin de evitar la emergencia de emociones negativas y favorecer la expresión de emociones positivas en sus
madres. Sin embargo, otra explicación podría ser que a los 3 meses de edad los niños apenas están
aprendiendo a distinguir los patrones de los rasgos en las expresiones emocionales de sus madres, por lo
que sus respuestas a una emoción negativa, como la tristeza, son mayormente respuestas de valencia
emocional diferente, como el interés y la alegría. Por el contrario, a los 6 meses de edad el aprendizaje
producido a través del vínculo y los intercambios con sus madres permitiría una respuesta emocional de la
misma valencia. Así, ante una emoción negativa el bebé de 6 meses responde con más probabilidad con otra
emoción negativa.
Veamos ahora lo que ocurre con el comportamiento y las decisiones que los niños toman ante las
expresiones emocionales faciales de sus madres. Hacia el final del primer año y durante el segundo año de
vida, los niños intentan descubrir o dar significado a las situaciones a través de la información obtenida de
las expresiones emocionales y las voces de sus cuidadores, para regular sus acciones y predecir las de los
demás (Widen y Russell, 2008). Una prueba de esto es el estudio clásico de Sorce, Emde, Campos y
Klinnert (1985) que mostró que los niños de un año expuestos al dispositivo del abismo visual decidían
cruzar o no el abismo dependiendo de las expresiones faciales de la emoción que mostraba la madre en el
lado opuesto del dispositivo. En el primer estudio, las emociones mostradas por la madre fueron la alegría
vs. el miedo; en el segundo, el interés vs. el enfado, y en el tercero, la tristeza. Así pues, cuando las madres
expresaron miedo, ninguno de los niños cruzó el abismo, mientras que el 74 por 100 lo hicieron al ver la
cara de alegría en sus madres. En el segundo estudio, cuando las madres mostraron interés, el 73 por 100
cruzaron el abismo, mientras que solo lo hizo el 11 por 100 cuando sus madres mostraron enfado. En el
tercer estudio, el 33 por 100 atravesaron el abismo cuando sus madres exhibieron tristeza. Se halló una
diferencia significativa entre la reacción de los niños ante las expresiones de tristeza y miedo, pero no entre
la tristeza y el enfado, ni entre este y el miedo. Los investigadores que enfatizan el papel de la referencia
social en el desarrollo emocional suponen que estos resultados indican que los niños atribuyen un
significado a las expresiones emocionales de los adultos y esto les ayuda a interpretar el entorno. Sin
embargo, para Widen y Russell (2008) una interpretación alternativa podría ser que las emociones
expresadas por los adultos causan un estado emocional particular en los niños (bienestar o malestar) que
influye en su predisposición a atravesar o no el abismo visual. Aun aceptando esta explicación, cabe señalar
que los resultados muestran una considerable diferencia en el comportamiento de los niños ante la expresión
emocional de sus madres. Cuando estas muestran emociones positivas, como la alegría o el interés, la
mayoría de los niños (entre el 73 y 74 por 100) son capaces de atravesar el abismo visual a pesar de la
aversión que pudiese provocar la percepción de la profundidad a esta edad, mientras que cuando ellas
muestran emociones negativas, el porcentaje de niños que lo atraviesan desciende notablemente, e incluso
llega a 0 cuando la expresión implicada es el miedo.

3. ETIQUETADO EMOCIONAL 13
Entre los 24 y los 36 meses de vida, y con la adquisición del lenguaje, los niños comienzan a nombrar
los objetos de su entorno y aparecen las primeras palabras referentes a las emociones básicas, como la
alegría, la tristeza, el enfado y el miedo (Ridgeway, Waters y Kuczaj, 1985; Widen y Russell, 2008). Se
adquiere así un importante componente del conocimiento emocional, denominado conocimiento emocional
expresivo, que permite tanto la comunicación y la expresión como la comprensión. En los estudios
realizados a partir de conversaciones espontáneas de niños, se ha observado que estos utilizan algunas
etiquetas emocionales más que otras. El orden de frecuencia de estas palabras fue, en primer lugar, la
alegría, seguida de tristeza, enfado, miedo, sorpresa y, por último, asco. Según Widen y Russell (2008), a
medida que los niños crecen, van incorporando más etiquetas emocionales de forma espontánea, desde
ninguna a los 30 meses hasta cinco a los 62 meses. Debido a que la mayoría de investigaciones sobre el
etiquetado emocional incluyen otros componentes como la identificación y el conocimiento causal,
continuaremos describiendo este aspecto de forma conjunta.

4. EL CONOCIMIENTO CAUSAL DE LAS EMOCIONES Y SU RELACIÓN


CON LA IDENTIFICACIÓN Y EL ETIQUETADO
A medida que progresa el desarrollo cognitivo, los niños comienzan a comprender la relación entre los
deseos y las emociones, de manera que el cumplimiento de un deseo causa emociones positivas, y su
incumplimiento, emociones negativas. Wellman y Woolley (1990) encontraron que niños de 2 años podían
asociar la alegría con la satisfacción de los deseos y la tristeza con un deseo incumplido. Asimismo, a esta
edad los niños empiezan a asociar algunas situaciones con determinadas emociones, a comprender las
diferentes causas que las provocan y a anticipar emociones en situaciones reales o imaginarias. Este
componente ha sido llamado conocimiento emocional situacional o conocimiento causal (Izard, Haskins,
Schultz, Trentacosta y King, 2003; Morgan et al., 2010). El estudio de Fernández-Sánchez, Giménez-Dasí y
Quintanilla (2014) es uno de los pocos que ha explorado la comprensión de las emociones en niños de 2
años considerando varios componentes: identificación de emociones básicas, etiqueta lingüística y
causalidad. Para llevarlo a cabo utilizaron el Affective Knowledge Test (AKT, Denham, 1986). Este test
consta de tres marionetas con expresiones faciales y cuatro caras adicionales que expresan las cuatro
emociones básicas. Las tareas de evaluación de la causalidad incluyen situaciones de causalidad típica en
las que se interroga al niño sobre cómo se siente la marioneta ante un determinado hecho y situaciones
atípicas en las que la marioneta representa la emoción opuesta a la que expresaría el niño en esa
circunstacia. En este estudio también se valoró el nivel de desarrollo cognitivo de los niños a fin de analizar
su relación con el desarrollo del conocimiento emocional. La muestra fue dividida en dos grupos de edad, el
pequeño, de 21 a 26 meses, y el mayor, de 27 a 32 meses. Los pequeños obtuvieron puntuaciones inferiores
en comparación con el grupo de mayores en la prueba de conocimiento emocional. Esta diferencia estuvo
relacionada más con el nivel de desarrollo cognitivo que con la edad cronológica. El análisis de los
resultados mostró una correlación positiva con la escala de desarrollo cognitivo para los componentes de
identificación, etiquetado y causalidad típica, aunque no para la causalidad atípica. Las tareas mejor
resueltas por todos los niños fueron la identificación y la causalidad típica, y las puntuaciones más bajas se
registraron en etiquetado y causalidad atípica. Con relación a las diferentes emociones, los niños
identificaron mejor, y en este orden, el enfado, seguido de la alegría, la tristeza y, por último, el miedo.
Con niños de tres años (M= 37,5 meses) y un tamaño de la muestra bastante inusual (N= 808), Székely
et al. (2011) estudiaron la identificación de emociones empleando una pantalla táctil. La prueba de
conocimiento emocional estaba compuesta por fotografías en color de personas adultas caucásicas que
expresaban las cuatro emociones básicas con gran intensidad (alegría, tristeza, miedo y enfado). Estas
imágenes fueron presentadas a los niños, quienes debían señalar la respuesta en una pantalla. La prueba
constaba de dos tareas de identificación: una consistió en realizar la correspondencia de expresiones faciales
de emociones, y la otra, en señalar la expresión nombrada por el experimentador. Los resultados indicaron
que los niños de tres años identificaban mejor, y en este orden, la alegría, el miedo, la tristeza y el enfado.
Estas dos últimas fueron significativamente inferiores a las dos primeras. En la tarea de etiquetado, los
niños señalaron correctamente, y en la misma proporción, las emociones de enfado, alegría y tristeza,
mientras que los aciertos fueron más bajos para la emoción de miedo. En el análisis de los errores se
observó que, al etiquetar emociones, la alegría fue más frecuentemente confundida con la cara de miedo, y
que las emociones negativas fueron confundidas más frecuentemente con otras emociones de la misma
valencia. Como podemos observar, mientras que en el estudio de Fernández-Sánchez et al. (2014) el orden
en que los niños parecen comprender mejor las emociones es enfado, alegría, tristeza y miedo, en este
último la secuencia es distinta (alegría, miedo, tristeza, enfado). Aunque los resultados de estos estudios
plantean interrogantes sobre qué emociones específicas los niños reconocen primero, es posible que sus
hallazgos no sean comparables debido a las diferencias en el método utilizado, la edad de los niños y la
cultura como factores importantes en la investigación de la comprensión emocional.
Un año después del estudio anterior, estos investigadores (Szèkely et al., 2012) presentaron los
resultados de un estudio longitudinal llevado a cabo con niños evaluados a los 18 y 36 meses de edad. En
este estudio se analizó la relación entre el rendimiento de los niños en las tareas de identificación y
etiquetado descritos en el estudio anterior y los índices sobre los problemas internalizantes y
externalizantes, obtenidos con el cuestionario Child Behavior Checklist (CBCL, Achenbach y Rescorla,
2000), proporcionado por los padres. Los resultados mostraron una correlación negativa entre problemas
internalizantes y aciertos en identificación y etiquetado de emociones en los niños de 36 meses. Es decir, a
mayor puntuación en problemas internalizantes, sobre todo en las escalas de ansiedad y depresión, peor
rendimiento en las tareas de identificación y etiquetado de emociones. Además, en lo referente a emociones
específicas, se encontró, por una parte, una correlación positiva entre el tipo de emoción y los problemas
internalizantes. Los niños que a los 18 meses puntuaron alto en este tipo de problemas posteriormente, a los
36 meses, puntuaron alto en el etiquetado de tristeza. Por otra parte, se constató una correlación negativa
entre estas dos medidas. A los 36 meses los niños que obtuvieron puntuaciones altas en problemas
internalizantes puntuaron bajo en el etiquetado de las expresiones faciales de alegría y enfado. En términos
generales, además, se encontró una relación entre los problemas externalizantes y la conducta agresiva con
un pobre rendimiento en conocimiento emocional general. Asimismo, el análisis longitudinal de estos niños
mostró que los problemas externalizantes y la conducta agresiva predijeron una menor precisión en las
tareas de identificación de expresiones emocionales y una asociación más débil con la tarea de etiquetado.
Este estudio nos revela que variables intrapersonales como los problemas internalizantes (especialmente
escalas que miden ansiedad y depresión) y problemas externalizantes parecen tener también influencia en la
capacidad de los niños pequeños para reconocer y nombrar emociones. Las investigaciones sobre cómo se
produce el desarrollo típico de la comprensión emocional en niños pequeños, en comparación con aquellos
que podrían presentar problemas relacionados con la salud emocional, nos ofrecen pautas para intervenir de
forma más temprana a fin de subsanar déficits y promover el desarrollo emocional.
Otro estudio en el que se analizan las relaciones entre factores intrapersonales e interpersonales en el
desarrollo del conocimiento emocional es el de Denham, Zoller y Couchoud (1994) con niños de 41 meses
edad. Este estudio destaca, por una parte, cuestiones que ya hemos mencionado (i.e. la relación entre el
conocimiento emocional y factores intrapersonales como la edad, el nivel de desarrollo cognitivo y del
lenguaje) y, por otra, su relación con los factores interpersonales como la sensibilidad emocional (positiva y
negativa) de la madre en la interacción con su hijo y el lenguaje emocional utilizado por esta en el diálogo
con su hijo. Para la evaluación del conocimiento emocional se utilizó el Affective Knowledge Test (AKT,
Denham, 1986). Las variables interpersonales fueron medidas mediante grabaciones en el laboratorio de un
tiempo de juego libre madre-hijo, seguido de un tiempo de juego estructurado, un período de lectura de un
libro con fotografías de niños mostrando expresiones emocionales intensas y una simulación de las madres
de tristeza y enfado. En el ámbito intrapersonal, la edad de los niños y el grado general de desarrollo
cognitivo y del lenguaje mostraron ser indicadores del conocimiento emocional general, tal como se ha
constatado en los estudios descritos previamente. En el área interpersonal, los niños cuyas madres
constatado más enfado obtuvieron puntuaciones bajas en el conocimiento emocional en general. Por el
contrario, la sensibilidad emocional positiva de las madres mostró estar relacionada positivamente con la
puntuación en el conocimiento emocional situacional, con el lenguaje emocional infantil y el nivel de
conocimiento emocional general. Los resultados de este estudio apoyan la tesis de la importancia de la
referencia social y del impacto de las emociones positivas de las madres en el desarrollo del conocimiento
emocional de sus hijos.
Entre los años 2010 y 2014 se llevaron a cabo diversos estudios aplicando la prueba Emotion Matching
Task (EMT, Izard et al., 2003; Morgan et al., 2010). Lo interesante de estos estudios radica principalmente
en que utilizaron la misma metodología para la evaluación del conocimiento emocional. Por otro lado, el
que se realizaran en diversos países y distintas lenguas aporta información sobre la influencia de variables
culturales y lingüísticas en el conocimiento emocional. La prueba Emotion Matching Task fue elaborada
para evaluar el conocimiento emocional en niños de 3 a 5 años en poblaciones con diversidad cultural. Esta
prueba ha sido descrita en el capítulo 2, así que no nos detendremos en ella. La validación de la prueba
EMT (Morgan et al., 2010) aportó buenas evidencias de validez convergente con otras pruebas de
conocimiento emocional, como el Kusché Emocional Inventory (KEI; Kusche, 1984, citado en Morgan et
al., 2010) y el Affective Knowledge Test (AKT; Denham, 1986). Se encontró una correlación positiva con
la edad y con el lenguaje. Igualmente, todas las pruebas utilizadas para evaluar el conocimiento emocional
mostraron similares coeficientes de correlación con estas variables. En cuanto a cada una de las partes de la
prueba, se detectó que los niños obtuvieron mejores puntuaciones en la correspondencia entre la etiqueta
emocional (cuando esta es verbalmente aportada por el entrevistador) y la expresión facial (parte 4,
conocimiento emocional receptivo), seguido de manera similar por la correspondencia entre dos
expresiones faciales y la tarea de etiquetado (partes 1 y 3, conocimiento emocional receptivo y expresivo,
respectivamente). La tarea que pareció resultar más difícil para los niños fue la asociación entre la emoción
expresada y sus causas (parte 2, conocimiento emocional situacional). En relación con otras variables, el
conocimiento emocional situacional parece ser un indicador del control conductual de los niños, y el
conocimiento emocional receptivo (correspondencia entre la etiqueta y la expresión facial emocional), un
indicador de la regulación emocional. Sin embargo, estos resultados no fueron consistentes con los
obtenidos mediante la prueba AKT (Morgan et al., 2010).
En 2012 Alonso-Alberca, Vergara, Fernández-Berrocal, Johnson e Izard llevaron a cabo la adaptación de
esta prueba al castellano, y en 2013 Di Maggio, Zapulla, Pace e Izard la adaptaron al italiano. Más
recientemente se adaptó la prueba al catalán (Peña, Navas y Quintanilla, en revisión). Todos los estudios
obtuvieron resultados similares al original. En relación con otras variables, el conocimiento emocional
mostró estar relacionado con la edad (sobre todo entre los niños de 3 años en comparación con los de 4 y 5),
el lenguaje, las habilidades adaptativas, la regulación emocional y la competencia social. Los resultados de
estos tres estudios en los que se aplicó la misma prueba con rango similar de edad en tres culturas diferentes
permiten afirmar que los niños de 3 a 5 años, en un primer momento, son capaces de relacionar la palabra
emocional con la expresión facial correspondiente. Después pueden comparar e identificar expresiones
faciales que expresan la misma emoción. En tercer lugar, consiguen nombrar emociones y, por último,
aquello que parece ser más difícil, el conocimiento de las causas que provocan emociones.
Por otra parte, Pons, Harris y De Rosnay (2004) se propusieron investigar sobre los cambios en
diferentes períodos del desarrollo en la comprensión emocional infantil. Además, les interesaba saber si el
dominio de algunos componentes del conocimiento emocional constituye un prerrequisito para la
adquisición de otros. De este modo partían de una teoría jerárquica del conocimiento emocional. En su
estudio participaron 100 niños británicos de 3 a 11 años divididos en cinco grupos de edad: 3, 5, 7, 9 y 11
años. Evaluaron los nueve componentes que forman el TEC (véase el capítulo anterior para una descripción
más completa). Así como en los otros estudios comentados los resultados mostraron un efecto de la edad en
el nivel de conocimiento emocional de los niños, casi todos los niños de 3 años respondieron
adecuadamente a dos componentes y casi todos los niños de 11 años lo hicieron en ocho o nueve
componentes. Asimismo, se observó un aumento de aciertos para cada uno de los componentes conforme
aumentaba la edad de los niños. Un poco más de la mitad de los niños de 3 años fueron capaces de
reconocer cuatro de las cinco expresiones faciales presentadas (componente 1). Los componentes que
resultaron más difíciles a esta edad y en los cuales la tasa de aciertos fue igual o inferior al 10 por 100
fueron (en orden de menor a mayor) la capacidad para regular las emociones, el ocultamiento, la
comprensión de emociones mixtas y la comprensión de emociones morales (componentes 6, 7, 8 y 9). A los
5 años entre el 65 y 80 por 100 de los niños pudo reconocer diferentes expresiones emocionales, identificar
las causas externas de las emociones y comprender el papel del recuerdo en la emoción (componentes 1, 2 y
5). A los 7 años la mayoría de los niños fueron capaces de entender el rol de los deseos y creencias y la
diferencia entre la expresión sentida y manifestada (componentes 3, 4 y 7). Por último, entre los 9 y 11 años
la mayoría de los niños comprendieron la naturaleza mixta o ambivalente de las emociones, la posibilidad
de regularlas mediante estrategias mentales y la influencia de las convicciones morales sobre las emociones
(componentes 8, 6 y 9). Estos hallazgos posibilitaron a Pons et al. (2004) postular que el desarrollo de la
comprensión emocional puede dividirse en tres períodos. El primero (primeros 5 años de vida),
caracterizado por la comprensión del aspecto visible de las emociones: su expresión facial, las causas que
las provocan y los hechos u objetos que suscitan recuerdos reactivando emociones pasadas. En el segundo
período (alrededor de los 7 años) los niños comprenden la naturaleza mental de las emociones: la
importancia de los deseos y creencias, y la posibilidad de ocultar emociones. Y en un tercer período (9-11
años) los niños son capaces de adoptar diferentes perspectivas sobre una situación determinada y
comprender el carácter mixto y ambivalente de las emociones, las emociones morales y la regulación
cognitiva de estas. En relación con el segundo objetivo de este estudio, sobre si el dominio de algunos
componentes del conocimiento emocional es necesario para la adquisición de otros, efectivamente los
resultados indican una organización jerárquica en la cual la comprensión de los aspectos externos de las
emociones constituye un prerrequisito para la comprensión de aspectos psicológicos internos (deseos,
creencias y ocultamiento) de la emoción, y estos, a su vez, un prerrequisito para la comprensión del impacto
de la reflexión sobre las emociones (capacidad para adoptar diferentes perspectivas, emociones mixtas,
morales y regulación emocional cognitiva).
A pesar de que hasta ahora los estudios plantean que la identificación emocional es un conocimiento que
se adquiere pronto en la infancia, estudios como el de Herba, Landau, Russell, Ecker y Phillips (2006)
muestran que en el proceso de identificación no solo se trata de identificar de qué emoción se trata sino de
conocer otra dimensión de la identificación emocional: la intensidad. Para ello estos autores seleccionaron
una muestra de 150 niños con edades comprendidas entre los 4 y los 15 años. Se utilizaron dos tareas para
la identificación de emociones. En ambas tareas se mostraba, en la parte superior, una expresión facial
emocional y, en la inferior, dos expresiones faciales de las cuales una era neutra. Las expresiones faciales
emocionales correspondían a cinco categorías emocionales: miedo, alegría, enfado, tristeza y asco, en
cuatro intensidades: 25 por 100, 50 por 100, 75 por 100 y 100 por 100. La primera tarea consistió en que el
niño señalara, entre las opciones de debajo de la pantalla, la expresión facial que mostraba la misma
emoción que en la parte superior (tarea de procesamiento emocional explícito). La segunda tarea, en
seleccionar de la parte inferior de la pantalla solamente la cara (sin expresión emocional) de la misma
persona que se presentaba en la parte superior. Se pretendía con esta tarea de correspondencia de identidad
de la cara de personas controlar la habilidad del reconocimiento facial y analizar el efecto del tipo de
expresión emocional. Para el análisis se formaron tres grupos de edad: de 4 a 7,5 años, de 7,5 a 10 años y de
10 a 15 años. Los resultados mostraron que la precisión en la tarea de procesamiento emocional explícito
mejora con la edad, en primer lugar para el miedo y el asco, seguido de la alegría y la tristeza, aunque no
para el enfado. A su vez, en esta tarea, la precisión mejora conforme aumenta la intensidad en la expresión
emocional facial, especialmente para el miedo y la alegría, con niveles de intensidad superiores al 50 por
100. La edad también tuvo un efecto sobre la precisión de los niños en la tarea de procesamiento emocional
implícito (correspondencia de identidad de la persona) sobre todo cuando las expresiones faciales fueron de
alegría, miedo y tristeza. La intensidad en la emoción expresada tuvo un efecto negativo, pues la precisión
disminuyó con el aumento de la intensidad, lo que sugiere que esta puede desempeñar un papel distractor en
la tarea de correspondencia de la identidad para todas las emociones excepto la tristeza. Los autores señalan
que esto podría deberse a la mayor similitud entre la expresión facial neutra y la de tristeza que entre otras
expresiones faciales emocionales.

5. CONCLUSIONES
Las investigaciones llevadas a cabo con niños desde los primeros años de vida hasta la pubertad
permiten suponer que, si bien el conocimiento emocional puede tener cierta base biológica, se desarrolla
ampliamente durante la infancia. El desarrollo del conocimiento emocional parece estar influido por
factores interpersonales y sociales (experiencias de interacción emocional con personas afectivamente
significativas para el niño) y factores intrapersonales, como el desarrollo cognitivo y del lenguaje y la edad.
A su vez, un desarrollo emocional desajustado podría estar relacionado con algunas dificultades, como
problemas de conducta, agresividad, ansiedad y depresión.
Desde una perspectiva del desarrollo, las diferencias en los resultados encontrados sobre el orden en el
que los niños reconocen las distintas emociones básicas (alegría, enfado, miedo y tristeza, a las que algunos
autores agregan interés y asco) plantean nuevos interrogantes y abren líneas de trabajo novedosas. Por un
lado, son necesarias más investigaciones en las cuales el método (número de participantes, rango de edad y
agrupamientos, procedimiento y pruebas) sea similar para hacer comparables sus resultados. Por otro lado,
es preciso estudiar la adquisición del conocimiento de las emociones básicas en cada uno de los
componentes del conocimiento emocional, ya que cada uno de ellos podría estar implicando procesos
cognitivos diferentes (percepción, memoria, pensamiento, lenguaje, etc.).
La investigación muestra que el conocimiento más básico que se adquiere sería la identificación de
emociones en las expresiones faciales. La adquisición del lenguaje constituye un hito en el desarrollo del
niño y posibilita tanto el aprendizaje del lenguaje emocional (etiquetado) como la producción del diálogo
emocional, contribuyendo así a mejorar su comprensión. Tal como comenta Harris (2008), el lenguaje
permite que los niños comiencen a hablar de sus propios sentimientos y de los de otros y a proyectar
sentimientos en los objetos con los que juegan. Esto permite que los niños generen teorías sobre las
emociones y sus causas, revisen experiencias emocionales pasadas, suscitando la reactivación de la emoción
sentida, y puedan pensar en el futuro comenzando a anticipar conductas y manifestaciones emocionales en
sí mismos y los demás. Asimismo, otros componentes del conocimiento emocional, como los deseos,
creencias y expectativas, influyen en la atribución que los niños hacen de las emociones que pueden
provocar determinadas situaciones. La clave está en la valoración de la situación y en la capacidad para
adoptar diferentes perspectivas, algo que también se va adquiriendo con el desarrollo. Por último, la
capacidad para comprender el carácter mixto y ambivalente que pueden tener las emociones, así como las
emociones morales (la culpa y el orgullo), parece ser, junto con la regulación emocional cognitiva, el último
logro de la etapa infantil al llegar a la pubertad.

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Press.

NOTAS

13 No nos extenderemos en este apartado, pues en el capítulo 6 se aborda con más profundidad la relación
entre lenguaje y conocimiento emocional.
4
La regulación de las emociones
INMACULADA MONTOYA-CASTILLO
SILVIA POSTIGO ZEGARRA
LAURA VILLENA GUIRAO

1. INTRODUCCIÓN
La regulación emocional es una habilidad compleja que influye decisivamente en nuestro ajuste con la
vida, pues, en última instancia, nos permite dirigir los impulsos, operar sobre las emociones menos
agradables, manejar la frustración y ser pacientes (Renom, 2007). Más concretamente, dependiendo del
modo en que regulamos nuestras emociones, estas pueden afectar a nuestras relaciones, al nivel de bienestar
y al grado de estrés percibido (Extremera, Fernández-Berrocal y Durán, 2003; Gross, 2002; Gross, Richards
y John, 2006; John y Gross, 2004; Lieble y Snell, 2004; Salovey, 2006). No todas las personas disponen de
las mismas estrategias para regular sus emociones, pues estas se aprenden durante el desarrollo, y dicho
aprendizaje está modulado por variables personales y sociales (Mayer y Salovey, 1997; Salovey y Mayer,
1990). En este sentido, los niños que tienen dificultades tempranas en la regulación fisiológica de su
emoción es probable que experimenten dificultades en el desarrollo de habilidades de autorregulación de
orden superior. No obstante, hay que señalar que los estudios sugieren que estas habilidades pueden ser
desarrolladas y fomentadas en ambientes de apoyo (Whitebread y Basilio, 2012).
Algunas de las variables más estudiadas en relación con la emergencia de la regulación emocional son el
control del esfuerzo (effortful control) y el desarrollo de las funciones ejecutivas, que son muy importantes
en la primera adaptación escolar de los niños (Bierman, Nix, Greenberg, Blair y Domitrovich, 2008).
Ambas están relacionadas, de modo que el desarrollo a una edad temprana del control del esfuerzo, la
función ejecutiva y las habilidades de regulación emocional tiene influencia en las habilidades académicas,
sociales y emocionales del niño (Eisenberg, Spinrad y Eggum, 2010). En este sentido, algunos estudios
muestran que los niños con diagnóstico de trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH) —
que se caracteriza por déficits asociados a la función ejecutiva— parecen tener baja capacidad de regulación
de emociones, escasa competencia social y altos niveles de desinhibición del comportamiento (Özyurt,
Öztürk y Akay, 2017; Kats-Gold y Priel, 2009). Además, la regulación emocional parece influir en todo
tipo de procesos motivacionales, encontrándose relación entre las habilidades de regulación emocional, la
motivación y la perseverancia en niños con problemas de conducta (Beauchaine, Gatze-Kopp y Mead,
2007).
El desarrollo de las habilidades de regulación emocional en los niños es un área que suscita mucho
interés, ya que se ha relacionado con un mayor grado de competencia social y de empatía y con el
mantenimiento de relaciones positivas con los pares en distintas etapas de la infancia (Cole, Martin y
Dennis, 2004; Denham y Burton, 2003; Fabes et al., 2003; Hastings, Zahn-Waxler, Robinson, Usher y
Bridges, 2000). La empatía es una variable que influye en el desarrollo de la regulación emocional
(Eisenberg, Fabes, Nyman, Bernzweig y Pinuelas, 1994), observándose que los niños con problemas
clínicos de comportamiento tienen niveles más bajos de preocupación por otros (según lo informado por las
madres, los maestros y los propios niños) en relación con otros grupos (Hastings et al., 2000). Asimismo, se
considera que una de las funciones fundamentales de la emoción es la comunicación, por lo que tiene un
objetivo social propio y es muy importante en el desarrollo de habilidades sociales (Spinrad et al., 2006).
Promover el desarrollo de la regulación emocional puede tener un impacto crucial, sobre todo en la vida de
los que están socialmente más desfavorecidos (Bierman et al., 2008).
En el ámbito académico, se ha observado que los niños que muestran comportamientos disruptivos en
clase y hacia sus compañeros parecen tener habilidades de regulación emocional más pobres en
comparación con otros niños de su misma edad (Cole, Zahn-Waxler, Fox, Usher y Welsh, 1996). En
cambio, los niños más moderados en la intensidad emocional son considerados por sus profesores como
más fáciles de enseñar y alcanzan niveles académicos más altos (Graziano, Reavis, Keane y Calkins, 2006;
Rimm-Kaufman, Pianta y Cox, 2000). Por otra parte, las habilidades tempranas de regulación emocional —
que miden propiamente la capacidad de un niño pequeño para seguir instrucciones, centrar la atención y
cooperar con los maestros y compañeros— tienen relación con las habilidades académicas tempranas
(Rubin, Coplan, Nelson, Cheah y Lagace-Seguin, 1999), pudiendo predecir las habilidades matemáticas y
de lectura (Blair y Razza, 2007; Graziano, Reavis, Keane y Calkins, 2006).
Dados los beneficios de desarrollar un buen nivel de regulación emocional, cabe promover el
aprendizaje de estas habilidades en el aula, teniendo en cuenta que la dinámica de la clase y el diálogo del
maestro ejercen una importante influencia en el desarrollo de la regulación emocional y actúan modelando
esta habilidad (Whitebread y Basilio, 2012). A continuación, se explica en detalle el concepto para
comprender de qué hablamos cuando hacemos referencia a regulación emocional.

2. DEFINICIONES Y MODELOS DE REGULACIÓN EMOCIONAL


En este apartado se mostrará cómo ha ido evolucionando el concepto de regulación emocional y los tipos
de regulación emocional que podemos categorizar según los aspectos concretos que tengamos en cuenta.

2.1. Evolución del concepto de regulación emocional


El concepto de regulación emocional ha evolucionado asociado a la relevancia de la investigación sobre
emociones. En este sentido, han ido apareciendo diferentes modelos teóricos que varían en cuanto a qué se
entiende por regulación emocional. Una de las primeras definiciones fue la de Thompson (1994), según el
cual la regulación emocional son «los procesos externos e internos responsables de monitorizar, evaluar y
modificar nuestras reacciones emocionales para cumplir nuestras metas» (Thompson, 1994, pp. 27-28).
Aunque el concepto ha ido evolucionando, esta definición continúa siendo muy utilizada, como prueba que
en enero de 2016 recibiera 2.082 citas en revistas científicas (Sabatier, Restrepo, Moreno, Hoyos y Palacio,
2017).
Unos años más tarde, Gross (1999) la definió como «aquellos procesos por los cuales las personas
ejercemos una influencia sobre las emociones que tenemos, sobre cuándo las tenemos y sobre cómo las
experimentamos y las expresamos» (Gross, 1999, p. 275). Nelson y Bouton (2002) señalaron que la
regulación emocional implicaba numerosos y diferentes procesos psicológicos. Para ellos, un sistema de
regulación inteligente debía implicar como mínimo: 1) los procesos inhibitorios que permiten controlar o
suprimir una emoción que podría estar ya produciéndose; 2) la capacidad de discriminar entre emociones
que pueden ser funcionales en algunas situaciones, pero inapropiadas en otras, y 3) ser capaz de adaptarse a
los cambios que ocurren en el tiempo.
Kopp y Neufeld (2003), desde una perspectiva evolutiva, señalaron que la regulación emocional durante
los primeros años de vida es un proceso que implica el despliegue de procesos intrínsecos y extrínsecos, en
cualquier nivel de madurez del niño, para gestionar los estados de arousal, para realizar adaptaciones
biológicas y sociales efectivas y para conseguir objetivos individuales. Estos autores recogían así dos
aspectos ya mencionados por Thompson (1994): que la regulación emocional implica procesos externos y/o
internos y el sentido último de la regulación emocional, que es el ajuste, la adaptación y el logro.
Cole, Martin y Dennis (2004) definieron la regulación emocional como «la utilización de estrategias que
los individuos ponen en marcha para modificar el curso, intensidad, duración y expresión de las
experiencias emocionales que poseen en pos del cumplimiento de objetivos individuales» (Cole, Martin y
Dennis, 2004, p. 269). Estos autores centran el concepto de regulación en el cambio producido sobre una
respuesta emocional inicial. Más recientemente, y ahondando en este aspecto de la regulación emocional, se
reconoce implícitamente la posibilidad de que la regulación emocional ocurra de forma inconsciente. De
esta forma, se considera que la regulación ocurre cuando la persona activa, consciente o inconscientemente,
recursos o estrategias con el objetivo de influir en el proceso generativo de la emoción (Gross, Sheppes y
Urry, 2011).
Desde una perspectiva procesual, Mayer, Salovey y Caruso (2000) consideran la regulación emocional la
última etapa dentro del desarrollo de la inteligencia emocional, sugiriendo que la regulación de emociones
empieza con su percepción. El paso siguiente es llegar a comprender los procesos emocionales y considerar
sus variaciones (comprensión emocional). Finalmente, con la información obtenida de las emociones, su
manejo o regulación nos permiten adaptarnos a contextos inter e intrapersonales (Mestre, Palmero y Guil,
2004). Desde este punto de vista, la regulación emocional sería la última área que se desarrolla con respecto
a la inteligencia emocional, y lo haría en un proceso formado por cuatro habilidades que se adquieren
progresivamente (Mayer y Salovey, 1997):

1. Habilidad para estar abiertos a los sentimientos, tanto los placenteros como los displacenteros
(aceptación de las emociones).
2. Habilidad para atraer o distanciarse reflexivamente de una emoción dependiendo de su información o
utilidad juzgada (autodistanciamiento). Esta habilidad estaría integrada en el plano de la regulación
interpersonal, ya que incluye la posibilidad de decidir mostrar las emociones mejor ajustadas
socialmente. Esto permite a los niños sentir una emoción pero mostrar otra.
3. Habilidad para monitorizar reflexivamente las emociones en relación con uno mismo y con los otros,
por ejemplo reconocer cómo de claros, típicos, influyentes o razonables son las conductas y
pensamientos asociados a dichas emociones (autocontrol).
4. Habilidad para regular las emociones en uno mismo y en otros, mitigando las emociones negativas e
intensificando las placenteras, sin reprimir o exagerar la información que transmiten
(autorregulación).

Así, la adquisición plena de la competencia de autorregulación implica la regulación emocional


reflexiva, que se da cuando la persona tiene la capacidad de realizar una reflexión consciente sobre sus
emociones, requiere la capacidad de autorreforzarse con emociones positivas y promueve el crecimiento
emocional e intelectual (Mayer y Salovey, 1997; Mayer, Salovey y Caruso, 2000).
Concluyendo, podemos entender la regulación emocional como una serie de procesos internos y
externos, conscientes e inconscientes, voluntarios e involuntarios, responsables de evaluar y modificar las
respuestas emocionales en sus procesos fisiológicos, cognitivos y comportamentales, siempre con el fin de
conseguir objetivos personales y buscando la aceptación social (Sabatier, Restrepo, Moreno, Hoyos y
Palacio, 2017). Esto define la regulación emocional como una habilidad compleja que conviene analizar
desde diferentes aspectos.

2.2. Tipologías de regulación emocional


A partir de la evolución del concepto de regulación emocional, nacen diferentes tipologías que enfatizan
distintas características de la regulación emocional (tabla 4.1).
En cuanto a los dominios de la regulación emocional, podemos señalar tres: neurofisiológico-
bioquímico, cognitivo-experiencial y motor-comportamental. Estos dominios coinciden con los tres
componentes de la emoción: fisiológico, cognitivo y conductual (Dodge y Garber, 1991; Scherer, 2000).
Esto implica que la regulación emocional puede dirigirse a modificar la activación fisiológica asociada a la
emoción, la experiencia o interpretación de la emoción, y/o su expresión conductual.
Según la eficacia, podemos distinguir entre estrategias eficaces e ineficaces para conseguir la regulación
(Dodge y Garber, 1991; Hervás y Vázquez, 2006). Las estrategias eficaces consiguen la regulación
emocional, si bien cabe distinguir entre estrategias adaptativas o funcionales, como hacer deporte o expresar
asertivamente una emoción, y desadaptativas o disfuncionales, como el consumo de alcohol o drogas y las
conductas autolesivas, que se caracterizan por ser eficaces solo a corto plazo, causando perjuicios mayores a
largo plazo. Las estrategias ineficaces hacen referencia a los dos polos del continuo de la regulación
emocional: 1) la desregulación, que conduce a la inercia o labilidad afectiva, caracterizada por la no
utilización de técnicas de regulación o el uso de técnicas no eficaces, y 2) el control excesivo de las
emociones, que ahoga la experiencia emocional y resulta igualmente ineficaz a largo plazo.

TABLA 4.1
Tipologías de la regulación emocional

Criterio de clasificación Tipo de regulación emocional


Dominio donde se produce la regulación — Neurofisiológico-
emocional bioquímico.
— Cognitivo-experiencial.
— Motor-comportamental.

Eficacia de la regulación emocional — Estrategias eficaces.


— Estrategias adaptativas o
funcionales.
— Estrategias desadaptativas o
disfuncionales.
— Estrategias ineficaces.
— Desregulación.
— Control emocional excesivo.

Plano en el que se produce la regulación — Regulación intrapersonal


emocional (autorregulación).
— Regulación interpersonal
(regulación social).

Nivel de voluntariedad o conciencia — Regulación inconsciente.


— Regulación consciente o
reflexiva.
Momento en que aparece la regulación en — Estrategias focalizadas en el
el proceso emocional antecedente.
— Estrategias focalizadas en la
respuesta.

En cuanto al plano en el que se realiza el proceso de regulación, se puede hablar de regulación


intrapersonal e interpersonal (Dodge y Garber, 1991), que también se han denominado proceso de
autorregulación y proceso de regulación social, respectivamente (Masters, 1991). El proceso de
autorregulación es reflexivo, puede ejecutarse de forma privada o pública (Masters, 1991), hace referencia a
la capacidad de modular y modificar las propias respuestas (emocionales y cognitivas) por demandas
específicas (Rothbart, Ellis, Rueda y Posner, 2003; Vohs y Baumeister, 2004; Lewis y Todd, 2007) y se
genera de forma voluntaria, aunque no necesariamente consciente. Sin embargo, la regulación social es
siempre pública y está dirigida a modificar el estado afectivo de otra persona o influir sobre el
comportamiento generado por un estado emocional de otra persona (Masters, 1991). No obstante, la
regulación a nivel intrapersonal está vinculada con la regulación interpersonal, por lo que los mismos
procesos y habilidades parecen subyacer a ambos planos, si bien la regulación intrapersonal se desarrollará
primero como base de la regulación interpersonal (Reyes y Mora, 2007).
Según el nivel de voluntariedad o conciencia, podemos hablar de regulación inconsciente y regulación
consciente o reflexiva. Por ejemplo, los niños recién nacidos utilizan mecanismos para autorregularse, como
balancear los pies, frotarse las manos, realizar cambios posturales o gestos faciales involuntarios que se
ejecutan con la finalidad de reducir la intensidad de la emoción (Reyes y Mora, 2007). Este tipo de
actividad autorreguladora es inconsciente y principalmente fisiológica (Stifter, Spinrad y Braungart-Rieker,
1999) y, junto con la experiencia vivida con los cuidadores, constituye la base de los aprendizajes sobre
nuestra regulación emocional. Pero también los adultos ejecutamos actividades reguladoras de forma
inconsciente, y el cambio a otro proceso implica un esfuerzo cognitivo, una evaluación de la nueva
estrategia y la consolidación hasta su automatización (Mestre y Guil, 2012).
Según el momento en que se ponen en marcha las estrategias de regulación emocional, Gross y
Thompson (2007) diferencian entre las estrategias focalizadas en el antecedente y las focalizadas en la
respuesta, que constituyen los dos mecanismos básicos de regulación emocional. Las estrategias focalizadas
en el antecedente se ponen en marcha antes de que la respuesta emocional esté completamente activada e
incluyen: a) la selección de la situación, que hace referencia a la realización de acciones que nos van a
permitir ser parte de una situación que genere emociones placenteras o displacenteras, por ejemplo,
seleccionar una situación tranquilizadora antes de ir a dormir, como leer un cuento; b) el cambio de una
situación o de alguno/s de sus elementos intentando modificar el curso de esta; c) el control de nuestra
atención sobre unos elementos u otros, y d) tener en consideración que nuestra interpretación puede variar
y, por tanto, el impacto emocional. Las estrategias focalizadas en la respuesta se ponen en marcha una vez
que la respuesta emocional ha sido generada y pueden dirigirse al cambio de la experiencia emocional
(dimensión cognitiva), de la expresión emocional (dimensión conductual o motora) y/o de la activación
fisiológica que la emoción conlleva (Fox y Calkins, 2003; Gross, 2002; Gross y Thompson, 2007; Hervás y
Vázquez, 2006).
Teniendo en cuenta las definiciones y los tipos de regulación emocional, en el siguiente apartado se
muestra cómo se produce el desarrollo de esta habilidad a nivel evolutivo.

3. DESARROLLO DE LA REGULACIÓN EMOCIONAL


Si entendemos la regulación emocional como los procesos internos y transaccionales a través de los
cuales las personas, ya sea consciente o inconscientemente, modulan uno o más componentes de la
emoción, podemos decir que la regulación emocional existe desde el nacimiento (Diamond y Aspinwall,
2003). Así, el desarrollo de la autorregulación emocional ha sido descrito como una transición gradual del
control externo al interno (Berger, Kofman, Livneh y Henik, 2007; Kopp, 1982, 1989, 1992). Y podemos
esbozar un patrón evolutivo normativo en relación con el desarrollo en otros dominios (tabla 4.2), si bien
hay que considerar que la regulación emocional que muestra una persona depende de muchos factores
(genéticos, como el temperamento; ambientales, como el estilo de crianza y la formación del apego, así
como motivacionales, socioculturales y económicos) (Aldrete-Cortez, Carrillo-Mora, Mansilla-Olivares,
Schnaas y Esquivel, 2014). Por otra parte, como especifican Mayer, Caruso y Salovey (2016), la
inteligencia no es lo mismo que la conducta, es decir, una persona puede poseer una gran habilidad
emocional y no ponerla en marcha en un momento y contexto determinados.

TABLA 4.2
Desarrollo de la regulación emocional

Desarrollo cognitivo, lingüístico y


Etapa Regulación emocional
social
Neonatal Etapa sensoriomotora (Piaget). Inconsciente, automática y
(0-2 años) Estadio de confianza básica conductual o externa y
(Erikson). conductual (acciones de
Desarrollo del vínculo de apego los cuidadores).
(Bowlby). Centrada en la respuesta
Capacidades emocionales: fisiológica.
expresión de emociones básicas, Estrategias: desahogo
sincronía afectiva (afinidad o emocional, contacto social
coherencia emocional). (llanto, primeras palabras)
y evitación del estímulo
(distracción conductual).

Infancia – Etapa preoperacional (Piaget). Interna, conductual,


Preescolar Estadios de autonomía vs. centrada en la respuesta
(2-6 años) vergüenza, e iniciativa vs. culpa fisiológica y conductual
(Erikson). (planos intra e
Lenguaje social y lenguaje interpersonal).
egocéntrico (autorregulación Estrategias: interacción
conductual) (Vygotski). social (búsqueda de
Capacidades emocionales: apoyo, confrontación,
aparición de la teoría de la mente pedir perdón) y
y las emociones morales o distracción conductual.
autoconscientes (culpa, Indicios de estrategias
vergüenza, orgullo). Conciencia centradas en el
emocional. antecedente (cambio
estimular) y técnicas
cognitivas.

Niñez – Etapa de operaciones concretas – Interna, conductual y


Escolar metacognición (Piaget). cognitiva, centrada en la
(6-12 años) Estadio de laboriosidad vs. respuesta (en los tres
inferioridad (Erikson). dominios de la emoción) y
Lenguaje interno (Vygotski). algunos antecedentes.
Capacidades emocionales: Estrategias: distracción
desarrollo de la empatía y la cognitiva, revaluación
comprensión emocional. cognitiva, aceptación,
planificación conductual,
rumiación,
catastrofización.

Adolescencia Etapa de operaciones formales Interna, cognitiva,


(+12 años) (Piaget). centrada en la respuesta y
Etapa de formación de la el antecedente.
identidad (Erikson). Estrategias similares al
Capacidades emocionales adulto.
similares a las del adulto.

3.1. De 0 a 2 años. Etapa neonatal


Aunque obviamente el bebé no es capaz de una regulación emocional reflexiva (Mayer y Salovey,
1997), sí se puede observar una forma inicial de autorregulación desde los primeros meses de vida (Kopp,
1982, 1989, 1992). El neonato manifiesta una capacidad primaria de autorregulación, que se irá haciendo
cada vez más sofisticada conforme el sistema cognitivo y lingüístico aumente su capacidad y el ámbito
social provea de oportunidades y modelos adecuados para el aprendizaje emocional (Berger et al., 2007;
Kopp, 1982, 1989, 1992). Los seres humanos comienzan la vida como individuos notablemente indefensos,
lo que provoca reacciones poderosas para protegerlos en las personas que los atienden, y la relación diádica
del vínculo de apego será el marco fundamental desde el que la regulación emocional inicie su desarrollo
(Cole, Martin y Dennis, 2004; Diener, Mangelsdorf, McHale y Frosch, 2002).
Evolutivamente, se desarrolla primero el plano intrapersonal de la regulación y, desde el nacimiento, el
niño manifiesta interés, malestar y repugnancia, mientras que la tristeza, el miedo o el enfado aparecen en
los meses siguientes (Feldman, 2007). Cada una de estas emociones puede o no ser expresada con llanto,
pero pide una respuesta apropiada de los cuidadores, que actuarán como fuente de regulación externa y son
la referencia para el desarrollo de los mecanismos de regulación en los niños (Walden, 1991). Cuando el
neonato llora, los cuidadores deben ser capaces de tranquilizarle y cubrir sus necesidades básicas, tanto
físicas como socioafectivas. Por ello, podemos calificar esta regulación emocional primitiva del recién
nacido como externa y conductual, pues depende de las respuestas apropiadas de sus cuidadores. Pero
además del llanto, que sirve tanto de desahogo emocional como para facilitar una respuesta de cuidado por
parte de los adultos, el bebé también emite otro tipo conductas que le ayudan a regularse, por ejemplo: la
evitación activa, la orientación y búsqueda de la madre, el cambio de foco atencional, el acercamiento, la
agresión, la autoestimulación física y la respiración (Aldrete-Cortez et al., 2014; Berger et al., 2007; Reyes
y Mora, 2007). Estas respuestas no son voluntarias y forman parte del sistema regulador automático del
neonato.
La regulación emocional del recién nacido se centra casi exclusivamente en la respuesta fisiológica,
atendiendo únicamente a sus necesidades inmediatas (Stifter, Spinrad y Braungart-Rieker, 1999), siendo
capaces de reducir sus niveles de estimulación e iniciando actividades autocalmantes como las mencionadas
más arriba (Berger et al., 2007). Kopp (1992) llama a la autorregulación de esta etapa «modulación
sensoriomotora», coincidiendo con las etapas descritas por Piaget e Inhelder (1969) en cuanto al desarrollo
cognitivo del niño. Las capacidades psicomotrices son el centro del desarrollo en este momento, y su
control motor irá mejorando progresivamente, deviniendo cada vez más autodirigidas.
Antes de los 3 meses, los cuidadores principalmente sostienen y mecen al bebé para calmarlo, mientras
que a partir de esa edad consiguen distraerlo de la activación emocional orientando su atención hacia un
estímulo alternativo (Kopp, 1982). Este manejo de la atención será el primer logro de la autorregulación,
ligada a las funciones ejecutivas superiores (Posner y Rothbart, 2000, 2007). Siguiendo el modelo propuesto
por estos autores, se ha observado que el desarrollo de las redes de atención se lleva a cabo en tres fases: 1)
la red de alerta está presente desde el nacimiento, e incluye la formación reticular, estructuras del tálamo y
el locus coeruleus. Es una atención reactiva que posibilita estrategias de regulación básicas como la
autoestimulación física y las conductas repetitivas; 2) alrededor de los 3-4 meses aparece la red de
orientación o sistema posterior de la atención, que incluye al lóbulo parietal y posibilita el «desenganche»
de la atención del bebé del estímulo molesto, y 3) a la edad de 9-10 meses el sistema límbico (responsable
de las reacciones emocionales primarias) empieza a funcionar de manera conjunta con los lóbulos frontales,
lo que implica el inicio del control de la atención, apareciendo la red ejecutiva o sistema anterior, que no
madurará hasta alcanzar el año de edad aproximadamente (Aldrete-Cortez et al., 2014; Berger et al., 2007;
Posner y Rothbart, 2000, 2007).
La creciente sofisticación del cerebro hace posibles los avances en la vida emocional del bebé, y también
alrededor del primer año de edad el gran hito emocional será regular la ansiedad ante los extraños y ante la
separación. En las conductas de cuidado, y a través del vínculo de apego establecido con el niño, los
cuidadores funcionan como extensiones de los sistemas reguladores internos del bebé (Hervás y Vázquez,
2006). Aunque no siempre es fácil establecer esa conexión, pues se requiere tener la capacidad de percibir y
comprender las necesidades que el bebé no puede expresar, y los conocimientos, la energía y los recursos
necesarios para responder de manera útil. Además, algunos bebés, conocidos como «de alta demanda»,
pueden mostrar un temperamento excitable y miedoso que dificulta la regulación emocional interna y
externa (Berger et al., 2007; Cole, Martin y Dennis, 2004). En este sentido, el desarrollo emocional de los
padres podría ser de mucha importancia, pues los datos sobre comprensión emocional indican que los bebés
no solo discriminan las expresiones emocionales básicas sino que reaccionan en consecuencia a cada una de
ellas (Feldman, 2007). Esto es posible por la maduración de las funciones cognitivas, en especial la
memoria evocativa y la capacidad de establecer esquemas de acción propios de la etapa sensoriomotora
(Piaget e Inhelder, 1969). Dos reacciones típicas a la ausencia prolongada del cuidador principal dan cuenta
de esta maduración: tanto la protesta inicial como la inhibición y la apatía que suelen seguir a dicha protesta
infructuosa exigen una evocación de los esquemas del pasado y una anticipación de lo que puede suceder.
En otros términos, la vida emocional del bebé y sus capacidades de regulación emocional se construyen
alrededor del sentimiento de confianza vs. desesperación que se enmarcan en el desarrollo de un vínculo de
apego seguro y pueden tener una relación directa con la regulación emocional tanto en la infancia como en
la edad adulta (Cole, Martin y Dennis, 2004; Erikson, 2002; Fox y Calkins, 2003; Hervás y Vázquez, 2006;
Muñoz-Muñoz, 2017). En este sentido, el tipo evitativo de apego inseguro estaría caracterizado por un
control emocional «excesivo», mientras que el tipo ansioso se caracterizaría por una dependencia excesiva
de la interacción social para regularse (Diamond y Aspinwall, 2003).
3.2. De 2 a 6 años. Etapa preescolar
Respecto a las tipologías mostradas previamente, según el momento en que aparece la regulación en el
proceso emocional, en primer lugar estarían las estrategias «focalizadas en la respuesta», que se
implementan una vez que las respuestas emocionales han sido generadas. Posteriormente aparecerían las
estrategias «focalizadas en el antecedente», dado que para ello el niño necesita desarrollar habilidades
emocionales y cognitivas más sofisticadas (Gross, 2002; Gross y Thompson, 2007).
El desarrollo lingüístico cobra especial relevancia en el progresivo despliegue de la regulación
emocional. Según Vygotski (1934), hasta los 2 años el lenguaje está orientado al contacto social y
emocional, esto es, que las primeras palabras se orientan hacia el desahogo afectivo. De los 2 a los 4 años el
lenguaje adquiere un carácter cada vez más social, y entre los 4 y los 6 años el lenguaje egocéntrico, además
de sus funciones comunicativas, cumplirá un papel muy importante en la planificación y autorregulación de
la conducta y las emociones del niño. El lenguaje egocéntrico comienza desempeñando funciones
expresivas y de relajación para más adelante asumir las funciones de planificación y control de la conducta
(Caycedo, Gutiérrez, Ascencio y Delgado, 2005; Cole, Martin y Dennis, 2004; Kopp, 1989).
En la etapa preescolar, el lenguaje empezará a ser utilizado para controlar acciones y pensamientos. Así,
el control atencional adquirido, las capacidades preoperatorias y el creciente sentido de sí mismos
permitirán que el niño pueda empezar a desarrollar estrategias de regulación emocional centradas en la
respuesta, no solo en su dimensión fisiológica, sino también motora, conductual o de expresión emocional
(Berger at al., 2007; Eisenberg, 2000). Kopp (1992) llamó a este tipo de regulación emocional
«autocontrol», pues el niño puede controlar sus conductas y sus expresiones emocionales, pero todavía está
muy limitado para adaptarse a nuevas situaciones que requieren mayor flexibilidad cognitiva. Por eso los
niños de esta edad aún tienden a reaccionar con agresiones y tienen estallidos emocionales si se sienten
frustrados. La regulación emocional se expresará principalmente en la capacidad de regular los impulsos y
las emociones desagradables, de tolerar la frustración y de saber esperar las gratificaciones; esto es, de lidiar
con el conflicto (Berger et al., 2007). Para los niños con alta intensidad emocional será especialmente
importante este desarrollo, pues las emociones negativas como la ira y la tristeza, así como la regulación
emocional, se relacionan con el posterior desarrollo de problemas externalizantes e internalizantes (Caycedo
et al., 2005; Eisenberg, 2000; Wang, Williams, Shahaeian y Harrison, 2017).
Otra importante característica de esta etapa es que el «otro» comienza a establecerse como referencia.
Por un lado, esto implica que el modelado se convierta en la principal fuente de aprendizaje. Por otro, que
las emociones que aparecen a los 5 y 6 años tengan como causa inmediata la estimación de las propias
cualidades en comparación con los demás (Feldman, 2007). Las consecuencias de esta estimación llevan a
reacciones emotivas como vergüenza, culpa, inseguridad, inferioridad u orgullo. Estas emociones
autoconscientes tienen un carácter moral, pues se basan en un juicio sobre la bondad de las propias acciones
y el propio ser y motivan conductas éticas como la reparación del daño, siendo imprescindibles en el
desarrollo social del niño (Eisenberg, 2000). Ampliando esta relación entre el desarrollo emocional y el
desarrollo moral, pueden vincularse las emociones y su regulación con el descubrimiento y consolidación
de valores y significados propios que marcan la trayectoria vital de la persona y las decisiones que toma
(Montoya, Postigo y González, 2016). Si bien dichas decisiones serán realmente reflexionadas más
adelante, en esta etapa se sientan las bases de la relación entre ambos ámbitos del desarrollo.
Con el progresivo desarrollo de la empatía afectiva y de la teoría de la mente, el niño empieza a razonar
sobre creencias y falsas creencias, interpretando adecuadamente el punto de vista cognitivo y afectivo de los
demás (Eisenberg, 2000; Feldman, 2007). Así, puede darse cuenta y manejar su propio estado emocional
(plano intrapersonal) y el de los demás (plano interpersonal). En un estudio con niños de 3 a 4 años se
observó que el 50 por 100 de ellos podía proponer de forma verbal estrategias para dejar de estar triste o
enfadado, como «acudir a alguien» o «jugar» (Dias, Vikan y Gravas, 2000). Posteriormente, niños de 5 a 7
años (Endrerud y Vikan, 2007) refirieron estrategias que pueden organizarse en cuatro categorías: manejo
del estímulo (propiciar cambios en el ambiente), interacción social (pedir ayuda a otros, hablar con el otro,
pedir perdón o jugar con otros), actividades de distracción (dejar de discutir, construir algo, juego solitario)
y técnicas cognitivas para modificar directamente una emoción (pensar en cosas que te hacen feliz, pensar
que no tiene importancia) o para suprimirla (olvidarlo, no pensarlo, pensar en otra cosa). No obstante, a
pesar de que niños de esta edad son capaces de formular estrategias cognitivas de regulación emocional, no
suelen utilizarlas o muestran muchas dificultades para hacerlo con éxito, y las más frecuentes siguen siendo
las estrategias de interacción social (Endrerud y Vikan, 2007). Esto significa que todavía necesitan y
confían en el contexto social para regular su nivel de activación, y es necesario ayudar al niño, en el
momento de la activación emocional, a trasladarse desde el control cerebral límbico hacia la
autorregulación basada en las vías corticales y el lenguaje, pues él va construyendo el significado de sus
experiencias emocionales a partir de sus interacciones con las personas con las que se vincula (Caycedo et
al., 2005; Gallardo, 2006; Rieffe, 2014).

3.3. De 6 a 12 años. Etapa escolar


En esta etapa, el menor evoluciona cognitivamente hasta las operaciones concretas, que le permiten
operar simbólicamente en un mundo de hechos y acciones concretas (Piaget e Inhelder, 1969), así como
expresar y darse cuenta de dichas operaciones (Fedman, 2007). Estas capacidades, unidas al desarrollo del
control atencional y la interiorización del lenguaje, permiten estrategias de regulación emocional más
internas y cognitivas. Así, hacia los 8-9 años, los niños pueden regular sus emociones mediante la
interiorización de conductas en cogniciones o pensamientos acerca de sí mismos, sus sentimientos y los de
otros, ya sea mediante estrategias adaptativas —como la aceptación, la planificación y la reevaluación
cognitiva— o desadaptivas —como la rumiación y la catastrofización— (Garnefski, Rieffe, Jellesma,
Terwogt y Kraaij, 2007). Alrededor de los 10 años el niño posee ya buenas capacidades de metacognición,
es decir, que puede reflexionar sobre su situación más que actuar sobre ella (Rieffe, 2014), iniciando la
denominada «regulación emocional reflexiva» (Mayer y Salovey, 1997).
Por otra parte, el niño va mejorando en su comprensión emocional, lo que le permite empezar a aceptar y
comprender las emociones ambivalentes (Gallardo, 2006; Rieffe, 2014). Entre los 3 y 5 años no aceptará la
posibilidad de que una misma situación puede provocar más de una emoción; entre los 6 y 7 años aceptará
esta posibilidad siempre que las emociones sean secuenciales, es decir, que una preceda a la otra, y ya entre
los 7-8 años comprenderá que pueden darse simultáneamente dos o más emociones, incluso si son
contradictorias. Esta comprensión emocional, conjuntamente con la capacidad de reflexionar sobre las
situaciones y sobre sí mismo, permitirá el control cognitivo sobre la activación emocional y abrirá la puerta
al uso de las estrategias centradas en el antecedente: la selectividad estimular, el cambio estimular, la
regulación del foco de atención y la interpretación de las situaciones (Gross, 2002). Así, desde el
aprendizaje de la distracción atencional (que es una estrategia cognitiva), el niño empieza a desarrollar otras
estrategias simbólicas más sofisticadas y enfocadas en el antecedente, como la reevaluación cognitiva de las
situaciones. Por otra parte, a la par que el uso de estrategias cognitivas se hace más frecuente (sin que
disminuya el uso de las estrategias conductuales), las técnicas basadas en la interacción social empiezan a
ser menos habituales y trasladadas de los padres a los iguales (Caycedo et al., 2005).
El niño de esta edad que ha llevado un desarrollo normativo de la regulación emocional suele mostrar
una serenidad global en sus emociones, unida a un alto y positivo sentimiento de sí mismo, con ganas de
hacerse notar y hacerse valer, porque empieza a poder controlar las situaciones frustrantes. En el caso de
muchos niños, el logro académico durante los primeros dos o tres años de formación escolar parece tener
fundamento en una base sólida de sus habilidades emocionales y sociales (Gallardo, 2006). Por ello el
desarrollo de la inteligencia emocional será afianzado en el sentimiento de responsabilidad, más que en la
comparación o modelo de los otros, pues apela a la laboriosidad y al sentimiento de «poder hacer» del niño
(Erikson, 2002). Es el momento en que el menor pone a prueba sus habilidades en múltiples ámbitos y las
emociones estarán presentes en todos ellos.
3.4. Adolescencia
El adolescente tiene ya capacidades cognitivas similares a las de un adulto, pues es capaz de llevar a
cabo operaciones cognitivas formales, esto es, de operar de forma simbólica en un mundo simbólico, un
mundo de hipótesis donde todo es posible y que le permite desplegar estrategias de regulación emocional de
carácter interno, cognitivo y centrado en el antecedente (Erikson, 2002; Gross, 2002; Piaget e Inhelder,
1969). No obstante, la vida emocional del adolescente puede ser inestable, intensa y fluctuante porque, a
pesar de tener las mismas capacidades potenciales de un adulto, se enfrenta a un momento evolutivo lleno
de incertidumbre y nuevas experiencias que no sabe cómo afrontar, y está dedicado a encontrar su lugar en
el mundo y una identidad propia. Serán la experiencia y su correspondiente maduración emocional,
relacionada con el pleno desarrollo del lóbulo frontal (que no terminará hasta pasados los 20 años), las que
harán posible la actualización de estas competencias (Feldman, 2007).

4. Conclusiones
La investigación sobre la regulación emocional ha ido adquiriendo más importancia en la medida en que
las emociones y las habilidades asociadas a ellas se han mostrado relevantes en el desarrollo psicológico,
comportamental, social, académico y motivacional. Por ello, actualmente se enfatiza la importancia y la
necesidad de elaborar recursos que ayuden a los niños a realizar un adecuado desarrollo emocional, dados
los beneficios presentes y futuros que conlleva. Sin embargo, la regulación emocional es una habilidad
compleja, y el marco teórico o la tipología elegida para comprenderla delimitará las actuaciones e
intervenciones a realizar. Así, si consideramos el dominio donde se produce la regulación emocional, no es
lo mismo centrarse en el área neurofisiológica-bioquímica que en la cognitiva o conductual. Si tenemos en
cuenta el plano, pueden realizarse intervenciones desde la regulación inconsciente hacia la consciente o
centrarse solo en la consciente. O, si se parte de una perspectiva procesual, se necesitará empezar por
competencias básicas previas, que no se contemplarán si no se toma en cuenta esta perspectiva.
Pensamos que la mejor manera de avanzar en el desarrollo de recursos y herramientas para la enseñanza-
aprendizaje de la regulación emocional es utilizar una definición amplia y no restrictiva. En este sentido,
recordamos las definiciones de Sabatier et al. (2017) y Mayer y Salovey (1997, 2007), que consideran la
regulación emocional reflexiva una serie de procesos complejos, intrapersonales e interpersonales,
conscientes e inconscientes, voluntarios e involuntarios, responsables de evaluar y modificar las respuestas
emocionales en sus procesos fisiológicos, cognitivos y comportamentales, utilizando estrategias eficaces y
adaptativas, focalizadas tanto en el antecedente como en la respuesta, y que promueven el crecimiento
emocional e intelectual. Sólo partiendo de una definición que abarque todos los aspectos de la regulación
emocional, podemos valorar la eficacia de una intervención y evaluar si el desarrollo de un niño es
saludable o no. En la medida en que conocemos cómo se desarrolla la regulación emocional en cada etapa
evolutiva, mejor se podrán orientar las intervenciones ajustándose a la edad de los niños. Por ejemplo, para
la mayoría de los niños de 6 años va a ser difícil centrarse de una forma autónoma en el antecedente de la
emoción y realizar acciones que hagan más positiva su experiencia emocional, como hacer una actividad
tranquila antes de ir a dormir o dejar de jugar para ir a cenar, dado que en esa etapa sus estrategias están
focalizadas en la respuesta y son estas las que podemos afianzar.
Así, una posible línea de investigación futura sería concretar qué permite el desarrollo de la regulación
emocional en cada etapa evolutiva, qué podemos enseñar en cada edad y cómo ayudar a los niños a pasar a
la siguiente etapa en su desarrollo emocional, tanto en población general como en poblaciones que
presentan problemas comportamentales, emocionales o psicológicos. En este sentido, se plantean varias
cuestiones: ¿qué factores influyen en el adecuado desarrollo de la regulación emocional en cada etapa?,
¿qué competencias se deterioran o se quedan estancadas según el trastorno psicológico que pueda presentar
un niño?, ¿los niños con temperamentos más difíciles aprenden con las mismas estrategias que otros? y,
cuando se ha producido un mal aprendizaje de estrategias, ¿cómo podemos desaprender y enseñar
estrategias eficaces?
Consideramos que la regulación emocional es una competencia que se puede adquirir a lo largo de toda
la vida, pero sabemos también por el trabajo clínico con adultos que los aspectos emocionales que se han
consolidado en la infancia requieren, en ocasiones, de un gran trabajo emocional para deshacer, modificar y
reconstruir estrategias más adaptativas a su realidad actual. En este sentido, surge la cuestión de si existe un
período crítico o sensible de consolidación de la regulación emocional a partir del cual puede volverse más
complejo el aprendizaje de nuevas estrategias. Por este motivo, podemos preguntarnos si existe un período
crítico o sensible para realizar las intervenciones sobre el desarrollo de la inteligencia emocional o si, por el
contrario, bastaría con ajustar al ciclo evolutivo las estrategias y habilidades que se enseñan. Un análisis en
profundidad de los programas de intervención existentes en regulación emocional nos permitiría conocer si
han tenido en cuenta la capacidad del niño para aprender las estrategias y competencias que pretenden
desarrollar. Algunos programas pueden ser, por ejemplo, muy eficaces para niños de 6-7 años y
absolutamente ineficaces para niños de 2 o de 11 años. Esta cuestión abre otra línea de investigación
importante: evaluar la eficacia de los programas de intervención respecto a la edad, en el sentido de poder
señalar concretamente qué habilidades han permitido desarrollar en determinadas edades y qué habilidades
no han mejorado tras la intervención.
Finalmente, cuando hablamos de regulación emocional, se suele pensar primero en los estados
displacenteros, lo cual tiene mucho sentido porque son los que se viven con malestar, pero también es
necesario aprender a regular los estados placenteros, como la euforia, cuando no es adecuada al contexto
(Gratz y Roemer, 2004). Por ejemplo, la euforia y la alegría de aprobar un examen deberían regularse para
ajustarse socialmente si el resto de los iguales no ha aprobado (Hervas y Vázquez, 2006). La cuestión que
se plantea aquí es: ¿las mismas estrategias que son eficaces para regular los estados displacenteros son
eficaces para regular los placenteros? O, como la experiencia emocional y las consecuencias son diferentes,
¿debemos enseñar a los niños otras habilidades de regulación específicas para estados placenteros?
En resumen, la investigación en emociones y, más concretamente, en regulación emocional es un campo
muy interesante y amplio que está siendo cada vez más estudiado. Pero, cuanto más se avanza, más
preguntas surgen, abriendo nuevas líneas de investigación. No obstante, el objetivo siempre será crear las
condiciones necesarias, suficientes e idóneas para favorecer un desarrollo saludable, un buen nivel de
bienestar psicológico, la construcción de ajustes creativos y el crecimiento emocional que permita a los
niños y adolescentes desarrollar un proyecto de vida ético y con sentido.

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5
Las relaciones entre la comprensión emocional y la teoría
de la mente
RENATA SARMENTO HENRÍQUEZ

1. INTRODUCCIÓN
Comprender las emociones y estados mentales propios y ajenos es un aspecto de especial importancia
para el funcionamiento socioemocional del individuo. La comprensión de las emociones nos permite
conocer la naturaleza, las causas y las expresiones de las emociones, así como entender que estas se pueden
regular. Por otro lado, la adquisición de las habilidades mentalistas nos permite inferir y predecir el
comportamiento de los demás a partir de sus estados mentales: deseos, creencias, intenciones, conocimiento
y emociones dirigen la conducta de las personas. La emergencia y el desarrollo de estas habilidades en los
niños se han estudiado tradicionalmente de forma separada; sin embargo, en los últimos años algunos
trabajos han abordado el estudio de las relaciones que existen entre ellos. A pesar de estos intentos, las
relaciones entre la comprensión emocional (CE) y la teoría de la mente (TM) no están nada claras. En este
capítulo intentaremos abordar algunas cuestiones que siguen todavía abiertas, como por ejemplo: ¿Existe
simplemente una relación de precedencia temporal de un elemento sobre el otro? ¿Se trata más bien de una
relación causal en la que uno funciona como prerrequisito o soporte del otro? ¿Podemos decir que son dos
aspectos separados del conocimiento y que no tienen relación entre sí?
En primer lugar, parece relevante aclarar qué entendemos por comprensión emocional. La comprensión
emocional cobra especial relevancia en los años preescolares. En este momento es cuando los niños
empiezan a identificar y reconocer sus propias emociones y las de los demás, inferir causas y consecuencias
de las emociones propias y ajenas, utilizar el lenguaje para describir su propia experiencia emocional,
percibir que las emociones se pueden regular, entender que se puede sentir más de una emoción de forma
simultánea y comprender emociones complejas (Denham, 1998). Asimismo, Pons, Harris y De Rosnay
(2004) establecen que la comprensión emocional está conformada por nueve componentes organizados
jerárquicamente que se desarrollan entre los 3 y los 11 años.
En el mismo sentido, definir a qué nos referimos cuando hablamos de teoría de la mente se hace también
necesario. En línea con Astington (2000), la TM se puede definir como la «habilidad para atribuir creencias,
deseos, intenciones y emociones a sí mismo y a los otros para explicar y predecir la conducta» (p. 270).
Wellman y Liu (2004) establecen que la comprensión de los deseos precede a la comprensión de las
creencias; en particular, los niños perciben que dos personas pueden tener deseos diferentes por el mismo
objeto antes de darse cuenta de que dos personas pueden tener diferentes creencias sobre el mismo objeto.
El siguiente paso en la comprensión de la TM es la capacidad de los niños para identificar que ellos y otra
persona pueden tener creencias diferentes sobre la misma situación (cuando el niño no sabe qué creencia es
verdadera y cuál es falsa). Posteriormente son capaces de percibir que alguien puede tener una creencia
falsa sobre una situación (el niño sabe qué creencia es verdadera y cuál es falsa). La diferenciación entre la
emoción real y aparente aparece más tarde en los preescolares. En los niños con desarrollo típico, este
proceso tiene lugar entre los 3 y los 5 años de edad (Wellman y Liu, 2004), con un punto crítico alrededor
de los 4-5 años, cuando empiezan a comprender la creencia falsa (Wellman, Cross y Watson, 2001;
Wimmer y Perner, 1983).
Diversos autores han señalado la importancia de la CE y la TM para el desarrollo sociognitivo del
individuo (Dunn, 1995; Jenkins y Astington, 2000; Weimer y Guajardo, 2005). Entender cómo se establece
la relación entre estos dos dominios nos ayudará a comprender mejor el desarrollo socioemocional infantil.
Comprender cómo se da la relación entre CE y TM en el período que va desde los 3 hasta los 6 años cobra
relevancia por el momento evolutivo en que el niño se encuentra. Como se ha mencionado anteriormente,
los niños alrededor de los 4 años dominan la relación entre deseos y emoción, y están en un proceso en el
que empiezan a dominar la creencia falsa para aplicarla a la predicción del comportamiento. Se trata, pues,
de ver cómo se relaciona la comprensión emocional en este período de transición en el que comienzan a
comprender la creencia falsa. Además de muchas cuestiones prácticas de cara a una mejor intervención,
aclarar la relación entre CE y TM nos ayudará a entender mejor el debate (no resuelto) sobre la relación
entre emoción y cognición.
Algunos autores proponen que la comprensión emocional precede a la comprensión mentalista (Dunn,
2000; Hughes y Dunn, 1998; O’Brien et al., 2011). Para otros, los niños necesitan primero de la
comprensión de los estados mentales. Esta comprensión les permite entender después las emociones ajenas
(De Rosnay, Pons, Harris y Morrell, 2004; Weimer, Sallquist y Bolnick, 2012). Por último, otros autores
entienden la CE y la TM como dos elementos que se desarrollan de forma paralela, es decir, de manera
independiente, aproximadamente en el mismo espacio de tiempo, pero sin relación causal entre ambas
(Cutting y Dunn, 1999).
Además de las posibles relaciones que puedan darse entre ambas habilidades, numerosos estudios han
señalado la importancia que el desarrollo lingüístico tiene tanto en el desarrollo de la TM (Astington y
Jenkins, 1999; Astington y Baird, 2005; P. de Villiers, 2005; Peterson y Siegal, 1995, 1999; 2000; Woolfe,
Want y Siegal, 2002) como en el desarrollo de la CE (Cutting y Dunn, 1999; De Rosnay y Harris, 2002;
Hughes, White y Ensor, 2014; Pons, Lawson, Harris y De Rosnay, 2003).
En este capítulo revisamos el panorama que ofrece la investigación sobre la relación entre comprensión
emocional y teoría de la mente. En primer lugar, expondremos los trabajos que evidencian la precedencia
temporal y causal de la CE sobre la TM. En segundo lugar, nos detendremos en aquellos estudios que, por
otro lado, muestran la necesidad del desarrollo de las habilidades mentalistas para que luego tenga lugar el
desarrollo de la CE. A continuación nos centraremos en los trabajos que ponen de manifiesto que estos dos
constructos comparten un desarrollo temporal, pero lo hacen de forma paralela sin que haya una relación de
causalidad ni precedencia de uno sobre el otro. Por último, revisamos de qué forma el lenguaje influye en la
relación entre CE y TM. Esta reflexión nos permitirá analizar qué son y cómo se relacionan ambos
dominios para poder plantear algunas hipótesis finales.

2. LA COMPRENSIÓN EMOCIONAL PRECEDE Y PREDICE LA TEORÍA


DE LA MENTE
Algunos autores defienden que las emociones y los afectos son las vías primarias de acceso
intersubjetivo, es decir, los primeros caminos a la mente del otro (Hobson, 1993; Rivière y Núñez, 2001;
Trevarthen, 1986). Las experiencias de intersubjetividad temprana, cuya génesis está en las emociones,
desembocarían en las habilidades mentalistas. Como vemos, para estos autores la comprensión emocional
aparece primero en el tiempo y gracias a ella emerge después el conocimiento mentalista.
Los estudios realizados con bebés (1-4 meses) utilizando el paradigma conocido como still-face son un
ejemplo de cómo emergen las habilidades emocionales y sociales a edades muy tempranas (Tronick, Als,
Adamson, Wise y Brazelton, 1978). El paradigma de still-face consta de tres pasos: 1) interacción de juego
entre bebé-adulto; 2) el adulto deja de responder a la interacción y mantiene una expresión facial neutra
(exenta de emoción), y 3) el adulto vuelve a la interacción dejuego. El metaanálisis llevado a cabo por
Mesman, Van IJzendoorn y Bakermans-Kranenburg (2009) ha confirmado el efecto clásico de este
paradigma, revelando que los bebés desde muy pronto (1-4 meses) en situaciones de atención conjunta
identifican y se acomodan a las expresiones emocionales de los adultos. Los bebés se muestran afectados
por los cambios en los estados emocionales y de comportamiento del adulto, por lo que hacen muchos
esfuerzos para que este vuelva a engancharse en la interacción y vuelva a mostrar alegría (Weinberg,
Beeghly, Olson y Tronick, 2008). En la misma línea, Reddy (2008) afirma que los bebés a los 2 meses
muestran ya una increíble sensibilidad a las expresiones emocionales de los adultos y son capaces de
aprender sobre su significado a partir de la respuesta de estos a sus propias expresiones emocionales (p. 82).
En este sentido, los trabajos de Hoehl (2014) sobre expresión emocional revelan que los bebés desde muy
pequeños (3 meses) responden de forma conductual a las expresiones emocionales de sus cuidadores. Para
esta autora el niño va dando significado al mundo que le rodea a través de las expresiones emocionales de
los adultos.
Todo este conocimiento emocional y social se despliega antes del desarrollo de la intencionalidad y la
revolución cognitiva, alrededor de los 9 meses de acuerdo con Tomasello (1999). Aparentemente nos
encontramos con la siguiente paradoja: si la atención conjunta se puede entender como un precursor de la
TM (Baron-Cohen, Leslie y Frith, 1985; Tomasello, 1995) y si no hay intencionalidad hasta los 9 meses,
¿qué es lo que lleva al bebé a intentar recuperar la armonía en la interacción con el adulto? Esta aparente
paradoja es aclarada por Trevarthen (1986), quien sostiene que nos encontramos con un bebé que muestra
una clara intencionalidad comunicativa aunque no disponga de un repertorio conductual que le permita
mostrarlo.
Asimismo, Rochat (2004) pone de manifiesto el importante avance en cuanto a comprensión emocional
y social que ocurre en el primer año de vida. Hacia el segundo mes de vida, el bebé empieza a desarrollar
expectativas sociales, adoptando en la relación con el adulto la sonrisa social. Un poco más tarde, alrededor
de los 4-6 meses, los bebés manifiestan una sensibilidad hacia los indicios sociales y emocionales que
muestra el adulto en su conversación y en el juego. Para Rochat, una vez que el bebé está dotado de esta
intersubjetividad primaria, está preparado ya para dar el siguiente paso en la comprensión de los demás
como agentes intencionales.
En el mismo sentido, Hobson (1993) retoma las ideas de Vygostki en las que sugiere que los niños
adquieren una comprensión de sí mismos y de los otros a través de sus experiencias en las relaciones
interpersonales. En estas relaciones las emociones cumplen un papel fundamental. Para este autor, la
comprensión social tiene un origen emocional, así como la conciencia emocional tiene un origen social.
Las relaciones afectivas son necesarias para que el niño desarrolle su concepto de «persona»; este
concepto a su vez es necesario para comprender el concepto de uno mismo como persona; el
reconocimiento de la existencia del otro implica la capacidad de reflexión y autoconciencia, incluyendo
la conciencia de la experiencia emocional (p. 237). Estas relaciones se convierten, entonces, en una
condición imprescindible para el desarrollo de la mente representacional.
Considerando los trastornos del neurodesarrollo, podemos entender algunas alteraciones desde esta
perspectiva. En este sentido, las personas con autismo podrían mostrar las consecuencias que una afectación
en el origen emocional de la comprensión social tiene para el desarrollo del individuo. La ausencia de
interés para el contacto afectivo con el otro es uno de los rasgos distintivos de este trastorno (Kanner, 1943).
Se puede interpretar que esta falta de enganche emocional tiene importantísimas consecuencias en la
cognición social. Desde esta perspectiva, por tanto, las relaciones afectivas serían la base de la comprensión
del otro como un ser con mente propia. Cuando esta habilidad emocional se altera o no aparece, la
cognición social no se desarrolla con normalidad.
En esta línea, Trevarthen (1986) sostiene que la capacidad para relacionarse con los demás regula el
desarrollo mental. Los niños llegan al mundo dotados de una gran inmadurez psicológica, biológica y física,
pero, a la vez, de una predisposición a conectar emocionalmente con el otro. A partir de esta conexión con
el otro, de este compartir experiencias y emociones, el niño va accediendo al mundo social. En este sentido,
Abe e Izard 14 (1999) defienden que las emociones desempeñan un papel central en la consecución de los
hitos cognitivos en cada etapa del desarrollo. Para estos autores no se puede olvidar el peso de los
intercambios emocionales en la construcción de la cognición.
Así pues, como vemos, existe un numeroso grupo de autores que considera que el bebé se basa en el
conocimiento emocional para desplegar después el conocimiento mentalista. Sin embargo, ¿qué ocurre un
tiempo más tarde? ¿Se sigue manteniendo este apoyo de lo mental sobre lo emocional? Otros autores han
analizado las relaciones entre CE y TM en preescolares. Para Bartsch y Wellman (1995) los niños a los 2
años utilizan ya términos emocionales y de deseo para solo posteriormente hablar sobre creencias. Estos
autores sugieren que a través de la interacción social los niños aprenden cómo las creencias influyen en el
comportamiento de las personas. En la misma línea, los trabajos de Dunn (2000) y Hughes y Dunn (1998)
sugieren que los niños entienden primero los estados emocionales para posteriormente ampliar dicha
comprensión a los estados cognitivos. Como las emociones son mostradas externamente, no así los estados
mentales, los niños pueden reconocer cuándo sus emociones y las de los demás son diferentes antes que los
estados mentales. Los autores que apoyan esta visión se basan en el carácter externo de las emociones frente
al interno de los estados mentales como un facilitador de la primacía de la CE frente a la TM.
Los trabajos con preescolares utilizan otros tipos de medidas y otras definiciones de lo que son la CE y
TM, como veremos a continuación. Este es un hecho a tener muy en cuenta porque puede determinar los
resultados de una investigación, máxime cuando se trata de trabajos sobre el desarrollo infantil. En función
de cómo se defina el constructo, se utilizarán unas medidas u otras, como podremos ver más adelante.
Además, dependiendo del momento del desarrollo en el que se tome la medida, podemos obtener unos
resultados u otros. Se observa una amplia variedad de tareas que miden la teoría de la mente, así como la
comprensión emocional y sus distintos componentes. Los estudios con preescolares utilizan distintas
medidas y en su mayoría no analizan todos los elementos de CE y TM, por lo que disponemos de un
conocimiento bastante «compartimentado» del funcionamiento socioemocional del niño.
En un estudio longitudinal, Dunn, Brown, Slomkowski, Tesla y Youngblade (1991) analizaron la
relación entre TM y CE en una muestra de 50 niños a los 33 y a los 40 meses. Encontraron que los niños
que crecen en entornos donde las conversaciones familiares versan en mayor medida sobre las emociones y
sus causas mostraron ser más hábiles 7 meses después al explicar las emociones y acciones de los
protagonistas en las tareas de creencia falsa. Para estos autores, pues, la comprensión emocional aparece
antes que la habilidad para comprender la mente de los demás y relacionar las acciones con las creencias.
Asimismo, Hughes y Dunn (1998) descubrieron que las tareas de toma de perspectiva afectiva a los 3 años
predecían el rendimiento en TM a los 5 años, cuando se controlaba la edad, las habilidades lingüísticas
verbales y no verbales.
Del mismo modo, en un estudio más reciente con niños de 3 y 4 años (O’Brien et al., 2011) se tomaron
medidas longitudinales de CE a través de tareas de etiquetado, toma de perspectiva afectiva y causalidad.
La TM fue evaluada a través de tareas de localización inesperada, contenido inesperado, distinción
apariencia-realidad y toma de perspectiva conceptual. Los autores hallaron que la CE a los 3 años predecía
los cambios producidos en la ejecución en las tareas de TM de 3 a 4 años. Sin embargo, el rendimiento en
TM a los 3 años no predecía cambios en la CE durante el mismo período de tiempo. Los datos sugieren,
pues, que la CE precede a la TM en estas edades.
Otro grupo de estudios que sugiere la precedencia de CE sobre la TM pone de manifiesto los problemas
de comprensión de las habilidades mentalistas en niños que han sido víctimas de malos tratos. Numerosos
trabajos constatan que los niños víctimas de malos tratos muestran dificultades en las habilidades
socioemocionales. Los padres maltratadores son posiblemente menos propensos a mostrar estilos parentales
que fomenten la comprensión social y emocional (Luke y Banerjee, 2013). En las situaciones de maltrato
hay una interacción cuidador-niño alterada, de manera que al niño le resulta difícil interpretar y predecir el
comportamiento del cuidador. Estos niños crecen en un ambiente donde escasean las experiencias
necesarias para un desarrollo ajustado de la CE (Alink, Cicchetti, Kim y Rogosch, 2009; Maughan y
Cicchetti, 2002). El metanálisis llevado a cabo por Luke y Banerjee (2013) pone de manifiesto las
dificultades que presentan los niños maltratados en comprensión emocional, toma de perspectiva afectiva y
creencia falsa.
El desarrollo desajustado en CE puede afectar también al desarrollo de las habilidades mentalistas. Pears
y Fisher (2005) han encontrado diferencias significativas en CE y TM entre niños institucionalizados
víctimas de malos tratos y un grupo de iguales sin historia previa de maltrato. En una reciente revisión
llevada a cabo por Benarous, Guilé, Consoli y Cohen (2015) se analizaron 12 trabajos que estudian la
relación entre maltrato y desarrollo de la TM. Es importante señalar la dificultad en este tipo de estudios
puesto que la definición de malos tratos es a veces compleja y difusa. El término «maltrato» incluye el
físico, el sexual, la negligencia y/o el psicológico o emocional. Muy posiblemente no todos los tipos de
maltrato tengan las mismas consecuencias para el individuo. A pesar de las dificultades conceptuales, la
revisión concluye que los niños con historia de malos tratos muestran más dificultades en tareas de creencia
falsa comparados con sus iguales que no han sufrido malos tratos.
A modo de conclusión, podemos decir, a raíz de los resultados de los estudios que defienden la
precedencia de la CE sobre la TM, que venimos al mundo preformateados para conectar con el otro y a
través de la socialización llegamos a interpretar el mundo mental del otro. Las emociones se pueden
entender, por tanto, como el vehículo primario que da sentido al mundo. Dar sentido al mundo es, dicho de
otro modo, incorporar (e interpretar) el significado que el otro tiene del mundo (en un sentido muy abstracto
de lo que es otro). En las interacciones afectivas el adulto guía al niño para el proceso de socialización.
Estas relaciones afectivas son las que nos hacen ver e interpretar el mundo de una manera determinada.
Cuando se presentan problemas en el «preformateo», todo el proceso de desarrollo emocional, socialización
y acceso al mundo mental parece estar afectado. Esto es lo que ocurriría en niños con trastorno autista,
cuyas capacidades biológicas parecen estar alteradas, o en niños en situaciones de maltrato, en las que la
experiencia afectiva temprana está igualmente alterada.

3. LA TEORÍA DE LA MENTE PRECEDE Y PREDICE LA COMPRENSIÓN


EMOCIONAL
Otros estudios apuntan a que los niños necesitan desarrollar una comprensión de estados mentales para
luego identificar estados emocionales ajenos. Es posible que los niños necesiten reconocer primero que los
demás tienen creencias y deseos que son diferentes a los propios para poder comprender las emociones
ajenas. En este sentido, se encuentran dos tipos de evidencia. Por un lado, algunos autores encuentran que
los niños son mejores en TM que en CE. Por otro lado, hay otros estudios que, aunque solo evalúan la
comprensión de la creencia falsa, también evidencian que los niños predicen mejor los estados mentales que
los emocionales.
Harwood y Farrar (2006), en un estudio con niños de 3 a 5 años, comprobaron la relación entre las tareas
de toma de perspectiva afectiva y creencia falsa. Para medir la habilidad de los niños para predecir sus
propias emociones y las emociones de un amigo (tareas de toma de perspectiva afectiva), tuvieron en cuenta
dos posibles escenarios: 1) que la emoción del niño y del amigo fuera coincidente (alegría-alegría o tristeza-
tristeza) y 2) que la emoción del niño y del amigo no fuera coincidente (alegría-tristeza o tristeza-alegría).
Encontraron que el rendimiento en tareas de creencia falsa estaba positivamente relacionado con la
habilidad del niño para predecir la emoción del amigo cuando esta era diferente a la suya, pero no cuando la
emoción de ambos era coincidente. Estos resultados muestran que la adquisición de la creencia falsa puede
ampliar la comprensión del niño de que las personas tienen creencias diferentes que les hacen actuar de
manera distinta, lo que promueve el desarrollo de la CE. Estos resultados deben ser tomados con cautela
puesto que es arriesgado establecer una relación de precedencia de un elemento sobre otro en un estudio
transversal. Además, se utilizan medidas muy concretas de la TM (creencia falsa) y CE (toma de
perspectiva afectiva).
Asimismo, Weimer et al. (2012) examinaron la relación entre la comprensión de creencias falsas y la
comprensión emocional (medida a partir de algunos ítems del TEC) en 78 niños de 4 a 6 años. Una vez
controlada la edad, el rendimiento en las tareas de creencia falsa correlacionaba positivamente con el
reconocimiento y la comprensión de las causas de las emociones, pero no con las medidas de comprensión
emocional más complejas (comprensión de emociones basadas en deseos, creencias, recuerdo, emociones
ocultas y predicción de emociones basada en creencia falsa). Para estos autores, pues, la comprensión de la
creencia falsa puede ofrecer a los niños la oportunidad de aprender acerca de las emociones de una manera
más amplia.
Del mismo modo, Seidenfeld, Johnson, Cavadel e Izard (2014) analizaron las competencias mentalistas
y la comprensión emocional de forma longitudinal de 60 niños del programa Head Start 15 con edades
comprendidas entre los 3 y los 5 años. Concluyeron que las representaciones mentales, medidas a través de
tareas de creencia falsa, promovían el desarrollo del reconocimiento de expresiones emocionales y la
identificación de causas y consecuencias de las emociones. Sus resultados apoyan la hipótesis de la
precedencia de la TM sobre la CE. Para estos autores, la comprensión de la creencia falsa puede ser un hito
crucial para que los niños empiecen a generalizar su conocimiento básico de las emociones y puedan
aplicarlo en contextos sociales más amplios.
En este sentido, Doherty (2009) sugiere que la comprensión de las creencias falsas marca un punto de
inflexión en el conocimiento social del niño. Antes de los 4 años, los niños poseen una comprensión básica
con respecto al comportamiento del otro, pero no son capaces de comprender todavía la naturaleza subjetiva
de los estados mentales. A partir de los 5 o 6 años es cuando el niño es capaz de darse cuenta de que las
emociones se basan en las creencias más que en la realidad objetiva. Esta reflexión concuerda con lo
sostenido por Harris, Johnson, Hutton, Andrews y Cooke (1989). Estos autores defienden que los niños de 3
a 7 años progresivamente van reconociendo que las reacciones emocionales de una persona ante una
situación se rigen por la evaluación que hace aquella de esta más que por las características objetivas de la
situación misma.
Asimismo, Harris et al. (1989) mostraron que, a medida que los niños de entre 3 y 6 años maduran, son
cada vez más capaces de hacer atribuciones emocionales sobre la base de las creencias y, al hacerlo, tienen
en cuenta conjuntamente las creencias y los deseos. En uno de sus trabajos con tres grupos de niños de 4, 5
y 6 años, Mickey, un personaje travieso, gastaba bromas a otros protagonistas. Durante la ausencia del
protagonista, Mickey reemplazaba el contenido deseable de un recipiente de comida o bebida por uno
indeseable (o al contrario, reemplazaba algo no apetecible por algo deseable). Al regreso del protagonista,
se les pedía a los participantes que predijeran su emoción en dos momentos distintos: 1) al ver por primera
vez el recipiente pero antes de abrirlo y 2) después de descubrir el contenido real. Los resultados indicaron
que las predicciones erróneas basadas en el contenido real del recipiente (lo que el participante sabía pero
no el personaje) decrecieron con la edad para la pregunta 1 pero no para la pregunta 2. En cuanto a las
justificaciones, el grupo de 6 años dio más respuestas correctas con respecto al grupo de 5 y de 4 años. En
conjunto, los resultados de los tres trabajos mostraron que los niños de 3 a 7 años predicen y explican la
emoción con referencia a la teoría de la mente, o al menos con una referencia conjunta a dos de los
elementos clave de la TM: creencias y deseos.
En la misma línea, De Rosnay et al. (2004) entienden que existe un desfase entre la comprensión de las
creencias falsas y la habilidad para atribuir emociones basadas en creencias falsas. Sugieren que las
habilidades lingüísticas, así como las conversaciones en el contexto familiar, son los elementos que ayudan
a disminuir este desfase. Los resultados de sus trabajos apuntan a que la comprensión de la creencia falsa no
garantiza que el niño sea capaz de hacer una evaluación correcta sobre el estado emocional cuando este
depende de una creencia falsa. Estos autores interpretan este desfase como una evidencia a favor de la
precedencia de la TM sobre la CE y creen que la comprensión de la emoción basada en la creencia requiere
de las funciones ejecutivas, es decir, que se trata de un conocimiento que va más allá de la comprensión de
la creencia falsa (Harris, De Rosnay y Ronfard, 2014). Más adelante volveremos a tratar el papel del
lenguaje en la comprensión de los estados mentales y emocionales.
Es importante poner de manifiesto que los argumentos de estos últimos trabajos se refieren no a la CE
como la entendemos, sino a un componente avanzado de la CE. Es decir, se trata de una comprensión
emocional que por definición exige que el niño tenga adquirido el desarrollo de la creencia falsa, un
elemento clave de la TM. En este sentido, y por definición, está claro que el niño necesita primero
desarrollar la creencia falsa para luego comprender las emociones que se basan en creencias falsas. Parece
plausible pensar que, una vez desarrollada la comprensión de la creencia falsa, el niño necesita un tiempo
para ajustar/acomodar este nuevo hito mentalista a la comprensión emocional de la que dispone.

4. LA COMPRENSIÓN EMOCIONAL Y LA TEORÍA DE LA MENTE


COMO HABILIDADES PARALELAS
Una tercera posible relación que se establece entre CE y TM es que su desarrollo ocurra de forma
paralela, es decir, que estas dos áreas se desarrollen de manera independiente y sin relación causal entre
ambas. En el estudio de Dunn et al. (1991) mencionado anteriormente, los autores concluyen que CE y TM
siguen distintos patrones de desarrollo. Igualmente, en un trabajo posterior, Dunn (1995) no encuentra
relación entre CE y TM en niños de 40 meses. La autora insiste, por tanto, en la importancia de diferenciar
estos dos constructos en la investigación sobre el desarrollo social.
Cutting y Dunn (1999), en un estudio con niños de 3 a 5 años, descubrieron que ni la comprensión
emocional ni la comprensión de la creencia falsa contribuían de forma independiente la una a la otra una
vez controlados la edad, el entorno familiar y las habilidades lingüísticas. Concluyeron, pues, que CE y TM
pueden estar relacionados pero son aspectos distintos del desarrollo social y que, probablemente, siguen
trayectorias distintas.
Asimismo, LaBounty, Wellman, Olson, Lagattuta y Liu (2008) insisten en la idea de separación entre
CE y TM. En un estudio con 106 niños de entre 3 años y medio y 5 años y medio compararon la relación
entre el discurso de la madre y del padre y el desarrollo de la CE y TM. Para medir el discurso de padres y
madres utilizaron una tarea basada en la lectura conjunta de un libro ilustrado infantil. Las tareas de toma de
perspectiva afectiva y etiquetado emocional descritas por Denham (1986) fueron las medidas utilizadas para
la CE. En cuanto a la TM, se emplearon las tareas de creencia falsa usadas por Bartsch y Welman (1989).
En el tiempo 1, no encontraron relaciones entre CE y TM. Sin embargo, curiosamente, hallaron que la
madre era un agente socializador más importante para la CE mientras que el padre lo era en los aspectos
relacionados con la TM. El discurso de la madre, con más términos emocionales y más explicaciones
causales, reveló ser un predictor de la CE del niño. Por su parte, el discurso del padre, con más alusiones a
términos emocionales negativos y a explicaciones sobre deseos y emociones, predecía la ejecución en TM
del niño. Parece claro que el discurso influye en el desarrollo social del niño; sin embargo, distintos
aspectos del discurso influyen en diferentes ámbitos del conocimiento.
En definitiva, estos trabajos sugieren que la CE y la TM son dos aspectos distintos del conocimiento
social y que su desarrollo no tiene por qué estar necesariamente vinculado. Pueden confluir en algún
momento del proceso, aunque estos autores defienden que CE y TM siguen diferentes trayectorias. Es
importante señalar que esta línea de trabajo no ha sido de las que más evidencias ha cosechado. Desde
nuestro punto de vista, y en consonancia con la mayor parte de la evidencia empírica, resulta difícil negar la
relación entre CE y TM, que ambos comparten antecedentes y convergen en el desarrollo socioemocional
del individuo.
Como se ha podido mostrar a lo largo de este apartado, muchos son los trabajos que han tratado de
arrojar luz a cómo se establece la relación entre CE y TM a lo largo del desarrollo. Sin embargo, la pregunta
no tiene una respuesta unívoca. La respuesta dependerá de la edad de los participantes en los estudios y, por
tanto, del período evolutivo en el que se encuentran, de la definición que hagan los investigadores de los
constructos y sus elementos, de los instrumentos utilizados, así como de las medidas tomadas. No todos los
estudios analizan todos los componentes de la CE y los distintos estados mentales de la TM. Como hemos
podido comprobar, muchos son los trabajos que resumen la TM a las tareas de creencia falsa, obviando los
demás elementos: deseos, intenciones, emociones, etc.
Otro de los problemas observados en muchos de los trabajos es la variación en el rango de edad de los
niños en los que se estudia la relación entre comprensión emocional y teoría de la mente. Este rango varía
desde los 3 a 5, 4 a 6 y 3 a 7 años. Además, en algunos de estos estudios se utilizan grupos bastante
heterogéneos, dicho rango de edad oscila en más de 12 meses. En este período evolutivo, los preescolares
están inmersos en importantes cambios a nivel lingüístico, cognitivo y socioemocional (Piaget e Inhelder,
1997; Vygotski, 1986). De ahí la necesidad de tomar los datos transversales con mucha cautela. En este
sentido, cobra relevancia la realización de estudios longitudinales que nos aporten una visión más amplia
del desarrollo.
Como se ha comentado anteriormente, muchos de los trabajos sobre CE y TM reducen ambos
constructos a determinados elementos. Por un lado, la CE se suele medir a través del etiquetado y la
expresión, mientras que la TM suele quedar reducida a la comprensión en las tareas de creencia falsa (De
Rosnay et al., 2004; Dunn et al., 1991; Harris et al., 1989; Harwood y Farrar, 2006; Seidenfeld et al., 2014;
Weimer et al., 2012). Es importante hacer un esfuerzo por intentar considerar, en la medida de lo posible,
todos los elementos de la CE y la TM para así poder profundizar en los factores que determinan el
desarrollo infantil.

5. EL PAPEL DEL LENGUAJE EN LA TEORÍA DE LA MENTE Y LA


COMPRENSIÓN EMOCIONAL
Como se puede ver, la relación entre TM y CE no está clara; sin embargo, no podemos obviar el papel
que desempeña el lenguaje en esta relación.

5.1. La influencia del lenguaje en la teoría de la mente


Los resultados del metaanálisis llevado a cabo por Milligan, Astington y Dack (2007) confirman que hay
una fuerte relación entre la comprensión de la creencia falsa y las habilidades lingüísticas, que se mantiene
cuando se aplican distintas medidas de lenguaje, así como distintos tipos de tareas de creencia falsa. El
desarrollo del lenguaje parece ser un buen predictor del desarrollo posterior de TM, medida a partir de
tareas de creencia falsa y apariencia-realidad, no siendo la ejecución en dichas tareas de TM un buen
predictor del desarrollo lingüístico posterior (Astington y Jenkins, 1999).
Una vez más, desde el ámbito de las alteraciones del desarrollo podemos aportar alguna evidencia para
entender cómo se relacionan estos constructos. Algunas discapacidades sensoriales, como la discapacidad
auditiva, retrasan 16 la adquisición del lenguaje y la comprensión de la conversación. Estos elementos
pueden desempeñar un papel crucial en el desarrollo de la TM (Siegal y Peterson, 2008). El estudio de la
TM en personas con discapacidad auditiva nos aporta información relevante acerca del papel que
desempeña el lenguaje en la comprensión de la creencia falsa y sobre la contribución relativa de sus
distintos elementos (P. de Villiers, 2005). Los niños con deficiencia auditiva, hijos de padres oyentes,
además de mostrar retraso en el lenguaje, presentan un retraso en la CE (Gray, Hosie, Russell, Scott y
Hunter, 2007; Ludlow, Heaton, Rosset, Hills y Deruelle, 2010) y en la comprensión de creencia falsa
(Peterson y Siegal, 2000; Peterson, 2004), incluso cuando son evaluados a través de tareas con baja
demanda lingüística (Levrez, Bourdin, Driant, D’Arc y Vandromme, 2012; Schick, De Villiers y
Hoffmeister, 2007). En el mismo sentido, el metaanálisis llevado a cabo por Nilsson y De López (2016)
pone de manifiesto el retraso que muestran los niños con trastorno específico del lenguaje en el desarrollo
de la TM. Estos estudios aportan evidencia sobre el factor mediador del lenguaje sobre la TM.
Para Jackson (2001), hay propiedades específicas del lenguaje que son necesarias para la comprensión
de las tareas de creencia falsa, más allá de experiencias relacionadas con la edad y la maduración
neurológica, como también sugieren Remmel, Bettger y Weinberg (2001). El lenguaje proporciona recursos
sintácticos, semánticos y pragmáticos que facilitan la comprensión de las tareas de creencia falsa (J. de
Villiers y Pyers, 2002).
Parece claro, pues, que el lenguaje cumple un importante papel en el desarrollo de la comprensión de la
creencia falsa. Es importante señalar que, una vez más, los estudios que analizan el desarrollo de la TM y su
relación con el lenguaje se centran únicamente en la comprensión de la creencia falsa y no tienen en cuenta
los demás elementos que componen la TM. La interpretación de los trabajos, por tanto, nos impide sacar
conclusiones más generales, como ya se ha comentado anteriormente.

5.2. La relación entre lenguaje y comprensión emocional


En los últimos años se ha desarrollado una línea de investigación que ha aportado evidencia sobre el
papel del lenguaje en el desarrollo de la comprensión emocional. En este sentido, Pons et al. (2003)
analizaron la relación entre habilidades lingüísticas (Test of Receptive Grammar – TROG) y CE (medido a
través del TEC) en 80 niños de entre 4 y 11 años. Los resultados mostraron que la edad y las habilidades
lingüísticas juntas explicaban el 72 por 100 de la varianza en las medidas de CE. Los autores sugieren, pues,
que el lenguaje se puede entender como un instrumento de representación cognitiva (las emociones son
objetos susceptibles de ser representados) y de comunicación social. Luego, los niños con mayor nivel de
lenguaje tendrán más oportunidades para el uso de esta capacidad y, por tanto, llegarán a representar los
estados mentales, incluyendo las emociones, de forma más ajustada. Parece claro, pues, que las habilidades
lingüísticas desempeñan un importante papel en el desarrollo de la CE.
Más concretamente, se ha encontrado que las habilidades gramaticales, así como el vocabulario
receptivo y las habilidades narrativas de niños preescolares, se relacionan con el reconocimiento de
expresión emocional y con la CE (Cutting y Dunn, 1999; Pons et al., 2003; Ruffman, Slade, Rowlandson,
Rumsey y Garnham, 2003). Del mismo modo, Morgan, Izard y King (2010) han encontrado relaciones entre
CE y lenguaje incluso cuando han utilizado medidas diseñadas para niños con bajo nivel económico o con
retraso en el desarrollo del lenguaje, es decir, sin apenas carga lingüística. Asimismo, De Stasio, Fiorilli y
Di Chiacchio (2014), en un estudio realizado con 102 niños con edades entre 3 y 6 años, comprobaron que
algunos componentes de la CE, como identificación, causalidad y deseos (medidos a través del TEC), se
relacionaban exclusivamente con la edad y las habilidades lingüísticas (medidas a través del TROG),
mientras que otros componentes de la CE, como recuerdos, creencias y emociones ocultas, requerían
habilidades de razonamiento abstracto. Estos resultados matizan los obtenidos por Pons, que encontraba que
lenguaje y edad explicaban el 72 por 100 de la varianza en la CE. Este hecho ilustra la importancia de las
medidas y los instrumentos para llegar a conclusiones más ajustadas, tal como se ha puesto de manifiesto
anteriormente.
Otra de las evidencias sobre la importancia del lenguaje en el desarrollo de la CE viene por los trabajos
que analizan el papel que cumple el input familiar en la comprensión emocional a través del diálogo y las
conversaciones tempranas. El discurso temprano de los cuidadores, por ejemplo, influye en el desarrollo
emocional de los niños. La frecuencia, el estilo y el contenido del discurso entre padres e hijos, incluyendo
referencias y explicaciones emocionales, se relacionan positivamente con la comprensión y regulación de la
emoción en los niños (Beck, Kumschick, Eid y Klann-Delius, 2011). Una vez más, también los trabajos con
personas con discapacidad auditiva muestran la necesidad de un acceso temprano al lenguaje para un
adecuado desarrollo de la CE (Peterson y Siegal, 1999, 2000). Asimismo, los estudios con niños que
presentan alteraciones del lenguaje evidencian que estos muestran más dificultades en comprensión
emocional (Spackman, Fujiki y Brinton, 2006) y regulación emocional que sus iguales sin alteraciones
lingüísticas (Fujiki, Brinton y Clarke, 2002).
En línea con Saarni (1999), parece claro, pues, que el lenguaje aporta la herramienta para representar de
forma eficiente nuestra experiencia emocional, además de dar forma a las relaciones sociales.
5.3. La relación entre lenguaje, teoría de la mente y comprensión emocional
La relación entre las habilidades lingüísticas y mentalistas y la comprensión emocional ha sido poco
estudiada hasta el momento. Además, la escasa evidencia empírica existente es contradictoria. Parece obvio
pensar que la relación entre estas tres variables es compleja y está lejos de ser directa.
En este sentido, en el estudio llevado a cabo por Cutting y Dunn (1999), comentado anteriormente, el
lenguaje resultó ser un factor importante tanto para el desarrollo de la TM como para la CE.
Asimismo, De Rosnay et al. (2004) comprobaron que a mayor capacidad verbal, más respuestas
correctas a las preguntas de creencias falsas, así como mayor comprensión de la emoción basada en las
creencias. Estos autores defienden, como se ha señalado anteriormente, que la laguna existente entre la
comprensión de las creencias falsas y de las emociones basadas en creencias falsas reside en las diferencias
individuales de las capacidades lingüísticas, incluso cuando ya se ha demostrado la comprensión de las
creencias falsas. En este sentido, el lenguaje funciona como un escalón: en un primer momento ayuda en la
comprensión de la teoría de la mente y en segundo lugar en la comprensión de las creencias basadas en las
emociones (Harris, De Rosnay y Pons, 2005).
Weimer y Guajardo (2005) llevaron a cabo un estudio con 60 niños de 3 a 5 años en el cual la mitad
pertenecía al programa Head Start y la otra mitad no. Evaluaron la toma de perspectiva afectiva, creencia
falsa, habilidades sociales y habilidades lingüísticas. Los autores encontraron correlaciones positivas entre
CE y creencia falsa. Sin embargo, una vez controlados el lenguaje y la edad, esta correlación desaparecía.
Esto significa, entonces, que la relación entre CE y TM descansa en las diferencias individuales en cuanto a
las habilidades lingüísticas.
Como hemos podido mostrar, parece clara la existencia de la relación entre lenguaje, CE y TM, aunque
se den resultados inconsistentes en los diferentes estudios y la evidencia empírica no aclare la dirección de
dicha relación. Una vez más, es probable que la incoherencia en los resultados se deba a la utilización de
participantes con distintas edades. Por ejemplo, en el trabajo de Weimer y Guajardo (2005) se compararon
grupos con edades significativamente diferentes (el grupo Head Start tenía de media 58 meses, y el otro
grupo, 53 meses). Además, desde el punto de vista metodológico, el hecho de utilizar covariables (edad y
habilidades lingüísticas) que no son independientes de la CE y TM puede dificultar la interpretación de los
datos, puesto que las varianzas explicadas pueden estar entremezclándose (Miller y Chapman, 2001). En
estos aspectos reside la dificultad de estudiar el desarrollo infantil, puesto que es necesario tener en cuenta
que las distintas habilidades no se manifiestan de manera aislada, sino más bien por medio de relaciones
que se van complementando.

6. CONCLUSIONES
A lo largo de este capítulo hemos ido analizando las distintas posturas teóricas acerca de la relación entre
la comprensión emocional y la teoría de la mente, haciendo hincapié en el papel que desempeña el
desarrollo lingüístico en dicha relación.
Como hemos podido comprobar, hay un cuerpo teórico que defiende que la comprensión emocional es la
que precede al desarrollo mentalista, entendiendo que el niño nace ya predispuesto a conectar con el adulto
y necesita a la vez de este para comprender el mundo social. A través del proceso de socialización, el niño
va aprendiendo a interpretar el mundo mental del otro. Por otro lado, otros autores sugieren que a partir de
las habilidades mentalistas los niños van teniendo un mayor entendimiento de la comprensión emocional.
Es posible, pues, que los niños necesiten reconocer primero que los demás tienen creencias y deseos que
son diferentes a los propios antes de comprender las emociones. Y, como una tercera posibilidad, defendida
por algunos autores y que muestra poca evidencia, se sugiere una separación entre los dos constructos.
Llegados a este punto, podemos retomar las preguntas planteadas en la introducción. ¿Existe
simplemente una relación de precedencia temporal de un elemento sobre el otro? ¿Se trata más bien de una
relación causal en la que uno funciona como prerrequisito o soporte del otro? ¿Podemos decir que son dos
aspectos separados del conocimiento y que no tienen relación entre sí? Es difícil simplificar el desarrollo
infantil y, por tanto, tan solo contestar sí o no a cualquiera de estas preguntas. Las relaciones existentes
entre nuestras distintas capacidades están lejos de ser explicadas de una manera sencilla, más que nada
porque el ser humano es un ser complejo y en nuestro funcionamiento cerebral no hay compartimentos que
digan esto pertenece a la CE o esto pertenece a la TM. En el desarrollo todo está mucho más
interrelacionado, no existen separaciones tan claras. Parece difícil negar la importancia que tienen en el
desarrollo temprano la comunicación y los intercambios afectivos. Varios autores sostienen que a partir de
la intersubjetividad primaria y la capacidad para conectar con el otro (capacidad de la que depende la vida
en los primeros momentos) el bebé va construyendo su mundo mental a la vez que el adulto le va dando las
claves para interpretar el mundo mental del otro (Rochat, 2004; Trevarthen, 1986). Durante los primeros
años, en este contexto, el lenguaje tendrá un papel primordial a la hora de dotar de herramientas al niño para
que sea capaz de relacionar esta comprensión emocional, las habilidades mentalistas y otras funciones
cognitivas más avanzadas (Saarni, 1999). Sabemos que el desarrollo de la TM se da entre los 3 y los 6 años
con un punto crítico alrededor de los 4-5 años, cuando el niño pasa a comprender la creencia falsa (Bartsch
y Wellman, 1995; Doherty, 2009; Wellman, 2011). Sin embargo, es importante no perder de vista que,
cuando el niño emprenda este viaje que desembocará en la comprensión de la TM, llevará ya un bagaje de
CE a sus espaldas. Por tanto, este recorrido es el que le va a permitir percibir que las emociones se basan en
las creencias alrededor de los 5 o 6 años. Esta capacidad para comprender que nuestras emociones, así como
nuestras acciones, se basan en nuestras creencias y deseos es crucial para el desarrollo socioemocional
posterior.
Nos parece importante volver a señalar las complicaciones metodológicas y conceptuales que tiene tratar
de aclarar la relación entre CE y TM. Por un lado, los estudios nos aportan distintas definiciones de ambas
capacidades. En función de esta definición, se determinan las medidas que habrán de ser tomadas, que en la
mayoría de las ocasiones es una medida «reduccionista», es decir, reduce la CE a etiquetado y expresión
emocional, y la TM a comprensión de la creencia falsa. Además, muy relacionado con la medida está el
momento evolutivo en el que se toma dicha medida. En este sentido, hay que tener mucha cautela con la
interpretación de los trabajos que presentan exclusivamente datos transversales. Asimismo, estrictamente
desde el punto de vista metodológico, el análisis de covariables (ANCOVA) que no sean independientes de
las variables medidas puede generar confusión en la interpretación de los datos (Miller y Chapman, 2001).
La inmensa mayoría de los trabajos revisados utilizan esta metodología para el análisis de sus datos. Las
variables tratadas, como hemos podido observar, están muy entrelazadas (lenguaje, TM, CE, edad) y, por
tanto, se vuelve muy complejo separar el efecto que tiene una u otra utilizando esta metodología. A pesar de
estas dificultades metodológicas y conceptuales, parece plausible pensar que la CE y la TM son habilidades
que están relacionadas. Posiblemente, y en línea con los estudios de Dunn et al. (1991), Hughes y Dunn
(1998), O’Brien et al. (2011) y otros, la CE precede en el tiempo y servirá de base para el desarrollo de la
TM. En la medida en que el niño se va desarrollando, muy probablemente estas dos capacidades van
sirviendo de base la una a la otra para dar forma al mundo socioemocional del individuo. Las alteraciones
que se dan en el desarrollo emocional y de las habilidades mentalistas en los niños con autismo, los estudios
que demuestran las dificultades de comprensión emocional y en tareas de TM en niños signantes tardíos o
bien los estudios que sugieren un desarrollo emocional y una comprensión de la TM alterados en niños
víctimas de malos tratos ponen de manifiesto la estrecha relación que mantienen estos dos constructos. Sin
embargo, la evidencia empírica todavía no nos permite asegurar cuál de las dos variables es la que aparece
primero en esta relación y cuándo. No nos podemos olvidar que en la investigación sobre el desarrollo nos
movemos sobre algo en construcción, en movimiento; por tanto, es muy probable que esta relación vaya
sufriendo cambios a lo largo del tiempo. Los estudios longitudinales que incluyan medidas de ambas
variables a lo largo del desarrollo serán los que nos aporten, quizá, más claridad al campo.
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NOTAS

14 Posteriormente, Izard (2011) matiza parte de su teoría y reconoce la necesidad de algunos mecanismos
cognitivos muy básicos, como por ejemplo la percepción del contorno de la cara del adulto por parte de los
bebés. Sin embargo, no obvia la importancia de las emociones básicas para el desarrollo social.

15 El programa Head Start está dirigido a niños en edad preescolar pertenecientes a familias con bajos
ingresos. Tiene como objetivo fomentar el desarrollo a través de apoyo en el aprendizaje temprano, salud y
bienestar familiar.
16 En este sentido, cabe matizar que no es la discapacidad auditiva en sí la que retrasa la adquisición del
lenguaje, sino la experiencia lingüística atípica. Los niños con discapacidad auditiva cuyos padres son
signantes no muestran este tipo de retraso (Spencer, 2011).
6
Conocimiento emocional y lenguaje
ELISABET SERRAT
FRANCESC SIDERA

1. INTRODUCCIÓN
En este capítulo se abordará la relación entre el conocimiento emocional y el lenguaje durante la infancia
a partir de la dimensión funcional del lenguaje, que puede dividirse en dos funciones principales: la
comunicativa y la representacional. A continuación se presentará cada una de ellas por separado en relación
con el conocimiento emocional. Por una parte, se tratará la comunicación de emociones a través de recursos
lingüísticos y, por otra, la conceptualización y representación emocional humana, que, siguiendo propuestas
recientes, sería posible fundamentalmente a través del lenguaje. En cuanto a este último planteamiento, nos
centraremos en algunos estudios sobre desarrollo de la comprensión emocional que ilustran la importancia
del lenguaje para el desarrollo del conocimiento emocional. Finalmente, se planteará si la variación cultural,
expresada en las diferentes lenguas del mundo, produce variaciones en la comprensión y expresión de
emociones.

1.1. Comunicación, lenguaje y emoción


Para profundizar en la relación entre el conocimiento emocional y el lenguaje durante la infancia
temprana es necesario comenzar con una distinción importante acerca de la dimensión funcional del
lenguaje. Como hemos introducido, el lenguaje tiene dos funciones principales, una función comunicativa y
una función representacional (Belinchón, Rivière e Igoa, 1992). Disponer de lenguaje nos permite
comunicarnos de manera voluntaria y así interactuar con otras personas. En este propósito comunicativo, de
interacción social, se incluye la expresión y la comprensión de emociones a través del lenguaje.
El lenguaje también tiene una vertiente representacional, ya que posibilita conocer la realidad, interpretar
lo que nos rodea y representarlo mentalmente. Hay que tener en cuenta que el lenguaje nos permite esta
representación del mundo de una manera que no sería posible sin disponer de él, nos permite un nivel de
abstracción al que de otro modo difícilmente podríamos llegar. De hecho, si no se adquiere adecuadamente
el lenguaje durante el desarrollo, se observan dificultades importantes, no solamente a nivel comunicativo
sino también en diversos aspectos que incluyen la comprensión emocional y que podemos considerar
relacionados con esta función representacional.
A lo largo del desarrollo ambas funciones, la comunicativa y la representacional, interactúan y se
despliegan para formar las posibilidades de comprensión y expresión lingüísticas y las posibilidades
representacionales de una persona determinada. En esta línea, para conectar lenguaje y emoción, hemos de
plantearnos inicialmente qué tipo de interacción se da entre el lenguaje y la cognición. Asumiremos en este
capítulo que el lenguaje y la cognición interactúan. Asumiremos que la manera en que la cognición humana
funciona tiene una influencia en la estructura del lenguaje humano y que, a su vez, el lenguaje influye en la
cognición humana. Qué fuerza tiene la relación del lenguaje en la cognición es una discusión que domina el
ámbito acerca del relativismo lingüístico y que no podemos retomar aquí en toda su extensión. Para
nuestros propósitos, sí conviene plantearnos cómo deberíamos entender la relación entre lenguaje y
emoción. Además, vamos a asumir que la cognición interactúa con la emoción (Damasio, 1994) y que lo
hace de una manera estrecha, pero no podemos profundizar en esta tesis, puesto que va más allá del objetivo
del capítulo. Las personas tenemos la habilidad de conceptualizar emociones, no solamente las propias, sino
también las de los demás, y, en este sentido, la cognición sirve como intermediario entre lenguaje y
emoción. Además, un hablante también tiene la posibilidad de expresar sus emociones directamente con el
lenguaje, dando como resultado la expresión lingüística de las emociones (también denominado lenguaje
emotivo o afectivo).
Por una parte, el lenguaje permite el intercambio de información entre dos o más hablantes que utilizan
un mismo código o lengua. En cuanto a esta funcionalidad comunicativa, hay que destacar que es la función
primigenia o primera en un sentido evolutivo. Utilizamos el lenguaje para comunicar emociones; en nuestra
vida diaria gracias al lenguaje podemos comunicar voluntariamente nuestros estados emocionales. Es más,
la comunicación lingüística de las emociones no se centra solamente en la comunicación oral, ya que
también comunicamos emociones a través del lenguaje escrito u otros sistemas lingüísticos no orales, como
el lenguaje de signos, e incluso con recursos más recientes como los emoticonos. En este capítulo vamos a
abordar la comunicación oral de las emociones, puesto que es aquella que se da en la primera infancia.
A lo largo del desarrollo los niños aprenden el lenguaje y cómo expresar diferentes hechos, vivencias y
estados de ánimo. Aprenden también a expresar no verbalmente las emociones y a fingirlas, minimizarlas,
exagerarlas u ocultarlas según lo requieran las reglas del contexto social en el que se hallan inmersos. Pero
como hemos apuntado, el lenguaje no solamente permitiría comunicar y expresar emociones, sino que
también ayudaría a adquirir, organizar y utilizar el conocimiento conceptual emocional, que es un elemento
esencial en la percepción de emociones e incluso en su experiencia y regulación (Lindquist, Satpute y
Gendron, 2015).
Por tanto, durante la primera infancia va a ser fundamental adquirir el lenguaje (o determinados aspectos
del lenguaje) para el desarrollo del conocimiento emocional. Hay que tener en cuenta, además, que la
expresión lingüística de emociones se realiza en una lengua determinada y, por tanto, en una cultura
determinada, con lo cual la expresión y comprensión de las emociones, así como su representación
conceptual, pueden variar en función de la lengua de adquisición.

2. VERBALIZANDO EMOCIONES
Es indudable que comunicamos emociones lingüísticamente. Pero ¿de qué manera las expresamos? ¿Con
qué aspectos de la estructura lingüística podemos o solemos expresarlas? En este apartado vamos a tratar
brevemente estas cuestiones para luego aportar algunos datos sobre el desarrollo lingüístico y la expresión
de emociones.
En primer lugar, conviene destacar que para comprender o expresar emociones lingüísticamente
combinamos información verbal y no verbal. Esto nos permite aclarar el significado de las palabras o
enunciados. Así por ejemplo, en una expresión como «está loco» la información lingüística (palabras,
estructura oracional) y la paralingüística (tono, volumen, etc.), así como otra información no verbal
(expresión facial, gestos), permitirán desambiguar el sentido del enunciado para comprender cuál es el
significado real: «está haciendo tonterías», o bien «está perturbado».
La comunicación de emociones se realiza ampliamente a través de mecanismos no verbales, ya sean
paralingüísticos o no verbales, que son muy relevantes pero que no constituyen el foco de este capítulo. En
este apartado presentaremos fundamentalmente la comunicación verbal de emociones como comunicación
intencional, consciente o voluntaria de las emociones. Ahora bien, aunque no trataremos de manera amplia
sobre la comunicación no verbal de las emociones, sí vamos a comentar concisamente un aspecto de la
comunicación no verbal estrechamente relacionado con el habla: los indicadores o marcadores
paralingüísticos.
Recursos paralingüísticos
Según Poyatos (1994, p. 28), el paralenguaje se define como «las cualidades no verbales de la voz y sus
modificadores, las emisiones independientes cuasiléxicas y los silencios momentáneos, que utilizamos
consciente o inconscientemente para apoyar o contradecir los signos verbales, kinésicos, proxémicos, etc.,
simultáneamente o alternando con ellos, tanto en la interacción como en la no-interacción».
En esta línea, en Cestero (2006) se detalla cuáles son los aspectos paralingüísticos. En el cuadro 6.1 se
recogen algunos ejemplos en relación con la comunicación de emociones.

CUADRO 6.1
Aspectos paralingüísticos relacionados con la comunicación de emociones

— Cualidades y modificadores fónicos: timbre, resonancia, volumen, registros, campo entonativo, etc., y
todos los distintos tipos de voz.
— Sonidos fisiológicos y emocionales: el llanto, la risa, el suspiro, el jadeo, la tos, el bostezo, el
carraspeo, el eructo, etc.
— Elementos cuasi-léxicos: la mayoría de las interjecciones, las onomatopeyas, sonidos que cuentan con
nombre propio (chistar, sisear, lamer, gruñir…) y otros sonidos que no llevan asociados un signo
lingüístico concreto pero que tienen un importante valor comunicativo (uff, hum, ouu…).
— Pausas y silencios.

FUENTE: elaborado a partir de Cestero (2006).

Los marcadores paralingüísticos son importantes en la comprensión y expresión emocionales. Así, por
ejemplo, imaginemos que nos dicen con una entonación determinada en un contexto de relación amorosa
«¡Qué tonto eres!». Y ahora imaginemos que la misma expresión se dice en medio de una discusión, por
supuesto, con otro tipo de entonación. Se expresa una emoción absolutamente diferente, en el primer caso
positiva, de cariño; en el segundo caso, de ira o enfado.
Diversos trabajos se han centrado en la expresión de emociones a partir de mecanismos no verbales
(Ekman y Davidson, 1994; Russell y Fernández-Dols, 1997). Se trata de recursos importantes; no obstante,
en este capítulo asumimos que estos canales paralingüísticos y no verbales son importantes pero
insuficientes para expresar de forma definida el amplio margen de las experiencias emocionales humanas.
Por diversos motivos, primero, porque aunque las claves no verbales indican en general la emoción que una
persona siente, no suelen proporcionar información detallada sobre dicha emoción, quizá sí para
reconocerla, pero no tanto para comprenderla suficientemente. Por otra parte, la comprensión de los
marcadores paralingüísticos en la primera infancia es secundaria. En el estudio de Morton y Trehub (2001)
se muestra que los niños disponen de una comprensión limitada de los recursos paralingüísticos como
marcadores afectivos. Así, para desambiguar enunciados (una situación alegre que se describía con una
prosodia triste), los niños, a pesar de ser capaces de reconocer las emociones por separado, se basaban
principalmente en el contenido del mensaje, mientras que los adultos se basaban principalmente en los
indicadores paralingüísticos.

Recursos lingüísticos
Si vemos a alguien quejándose o llorando, podemos asumir que se ha hecho daño o que está triste, y
quizá por el nivel de llanto podremos deducir su intensidad. Pero la información no verbal que nos aportan
las lágrimas no nos indica de qué experiencia de dolor o de tristeza se trata: en un sentido más corporal (se
ha golpeado con algo), más cognitivo (le han insultado, está solo) o sobre las circunstancias que han llevado
a este estado (ha perdido el trabajo, se ha muerto su mascota). Sin embargo, la comunicación verbal de los
estados emocionales puede proporcionar información, aunque no perfecta, sí bastante precisa sobre la forma
específica de una emoción como la tristeza, la depresión o la alegría, su origen o motivo. De este modo, los
niños a lo largo del desarrollo aprenden a expresar emociones, a describirlas y a comprenderlas
explícitamente gracias al lenguaje.
En efecto, al comunicar con palabras las emociones, no solo se hace referencia a la descripción de
emociones externas, sino que la expresión lingüística de emociones a menudo se halla impregnada
subjetivamente de sentimiento y, de hecho, las funciones comunicativas referencial y emotiva del lenguaje
se desarrollan conjuntamente (Wilce, 2009).
Esta expresión de emociones a través del lenguaje se puede hallar en todos los niveles o componentes
lingüísticos.

— En la prosodia o habla afectiva (Hancil, 2009).


— A nivel léxico, los nombres como «amor», «sorpresa», «miedo» nos permiten hablar de nuestras
emociones. También los adjetivos («enfadado», «triste», «contento») o los verbos («odiar», «temer»).
En español, el corpus Adesse incluye en los verbos de sensación aquellos que denotan un proceso en
el que una entidad capacitada para tener sentimientos o emociones se ve afectada psíquicamente por
algo o muestra una determinada disposición subjetiva hacia algo (Vaamonde, González Domínguez y
García-Miguel, 2010).
— También a nivel léxico hay una connotación en aquellas palabras que vehiculan emociones: una
palabra que no hace referencia directa a una emoción sí que puede evocar, al mismo tiempo que su
significado referencial, ciertas emociones o sentimientos (cáncer, muerte, guerra, bebé…).
— En la morfología, como en el caso de los diminutivos. Así, Taylor (1989) analiza las diferentes
connotaciones de los diminutivos en varias lenguas. En español Ruiz de Mendoza (2000) plantea que
el diminutivo posee dos valores centrales, el afectivo y el despreciativo, asociados a -ito e -illo
respectivamente.
— Interjecciones como «¡uau!» e intensificadores adverbiales como «terriblemente», «horriblemente»,
etc., a menudo tienen un efecto emotivo.
— Muchas construcciones sintácticas tienen significado emocional expresivo (Foolen, 2012). Selting
(2010) estudió cómo la afectividad se vehicula en interacción utilizando expresiones cortas, con
cláusulas densas y elípticas, con palabras soeces y recursos vocales fonético-prosódicos específicos.
Así pues, el orden de las palabras también puede ser indicativo de determinadas emociones.
— En la pragmática, las expresiones idiomáticas o lenguaje figurativo se utilizan muy frecuentemente
para expresar emociones. También la interacción conversacional y los recursos que se utilizan para
ella vehiculan lingüísticamente la afectividad en diferentes contextos conversacionales (Selting,
2010). Sería el caso de «se ha ido» para significar la muerte.
— En la estructura y género discursivo (Wilce, 2009).
— El contexto sociocultural donde se habla tiene efectos en cómo se transmite y se percibe la emoción.
Por ejemplo, en Japón, existen contextos particulares donde se esperan determinadas emociones, y
solo es necesario indicar con determinadas fórmulas qué afecto se tiene sin necesidad de expresarlo
(Wilce, 2009).

Ahora bien, ¿cómo aprendemos estos recursos? ¿A qué edades emergen y se adquieren? ¿Con qué
orden?
Actualmente, tan solo hemos comenzado a responder a estas preguntas. En un primer momento, la gran
mayoría de estudios se centraron en la aparición del léxico emocional básico recogido a partir de informes
parentales. Otros estudios se han centrado en la identificación y denominación de expresiones faciales.
Además, también podemos referir estudios experimentales y obtener evidencia a partir de bases de datos de
inventarios comunicativos.
2.1. Desarrollo del vocabulario sobre emociones
Se acepta comúnmente que el inicio de la comunicación verbal de emociones se da entre los 18 meses y
los 2 años de edad (Bretherton y Beeghly, 1982; Ridgeway, Waters y Kuczaj, 1985). Estos estudios,
basados en informes parentales, concluyen que palabras como «contento», «triste», «enfadado» y «miedo»
o «susto» aparecen con cierta frecuencia entre los 2 y los 2 años y medio. En esta línea, en el estudio de
Bretherton, McNew y Beeghly-Smith (1981) se observó que los niños de 28 meses utilizaban diversidad de
palabras para referirse tanto a emociones negativas como positivas. Sin embargo, a estas edades los niños
tienden a usar los términos de estados mentales más a menudo para referirse a sí mismos que para referirse
a las otras personas (Bretherton y Beeghly, 1992). También Wellman, Harris, Banerjee y Sinclair (1995), a
partir de registros de habla espontánea, hallan que ya desde los 2 años de edad los niños utilizan términos o
expresiones para referirse a estados emocionales positivos y negativos. Los términos positivos como
«feliz», «reír», «amor», «sentirse bien» son frecuentes a los 2 años de edad, mientras que «sorpresa»
aparece hacia los 4 años. Igualmente, los términos negativos «llorar» o derivados aparecen con frecuencia a
los 2 años, así como otros términos relacionados con el miedo, la tristeza y el enfado.
Por su parte, Bretherton, Fritz, Zahn-Waxler y Ridgeway (1986) concluyen que los niños de 18 a 36
meses progresan rápidamente en su dominio del lenguaje de las emociones. Según estos autores, los niños
de estas edades utilizan términos o expresiones emocionales para comentar o explicar sus estados
emocionales y también los de los demás. Además, hacia el tercer año de vida son capaces, aunque sea de
forma rudimentaria, de utilizar el lenguaje emocional en situaciones de simulación, como en el juego
simbólico, y para propósitos manipulativos o de engaño.
En definitiva, a partir de los 3 años se hace evidente la habilidad de los niños para reflejar verbalmente
situaciones relacionadas con la emoción, de manera que progresivamente pueden expresar y comprender las
emociones propias y de los demás de forma más precisa, compleja y clara.

Denominación de expresiones faciales


En otro tipo de estudios, centrados específicamente en analizar la denominación de expresiones faciales,
se observa que los niños de 0 a 6 años etiquetan las emociones faciales siguiendo un orden evolutivo
determinado e inician su denominación a partir de los 3 años de edad.
A esta edad empiezan a utilizar algunas etiquetas para describir las expresiones de emociones faciales,
pero no todas las que sí aparecen en el habla espontánea de los niños en los estudios mencionados
anteriormente. Ante la denominación libre de expresiones faciales (el experimentador enseña al niño una
foto de una expresión emocional y pregunta «¿cómo se siente esta persona?»), el orden en que aparecen las
etiquetas emocionales en los niños de habla inglesa se ilustra seguidamente:

Figura 6.1.—Elaborada a partir de Widen y Russell (2003, 2008).

Widen y Russell (2003) hallan que los niños cometen errores en la denominación de expresiones
prototípicas de emociones y que estos no son aleatorios, sino sistemáticos. Encuentran que es más probable
que se equivoquen en una expresión con una etiqueta de una categoría emocional parecida, por ejemplo es
más probable que se equivoquen entre enfado y miedo que entre felicidad y enfado, puesto que el enfado y
el miedo comparten valencia negativa. También observan que las etiquetas para expresiones emocionales
emergen para la mayoría de los niños en un orden determinado y no otro, tal y como se ha esquematizado
en la figura 6.1.
La extensión semántica de las categorías emocionales en un principio es muy amplia, pero a medida que
los niños se hacen mayores estas etiquetas se van concretando y perfilando gradualmente. Así, inicialmente
utilizan de manera general la palabra «contento» indistintamente para una expresión facial de alegría o de
sorpresa; sin embargo, los niños mayores ya usan «contento» y «sorprendido» para las expresiones faciales
correspondientes (Widen y Russell, 2008). En concreto, Widen (2013) propone que inicialmente los niños
tienen solo dos categorías emocionales, que se van perfilando lentamente hasta llegar al sistema adulto de
categorías discretas. De acuerdo con esta autora, este desarrollo conceptual no puede ser atribuido solo al
vocabulario, ya que antes de los 3 años ya tienen etiquetas para las emociones básicas. En efecto, puede
considerarse que las palabras referidas a expresiones faciales son mucho más que esto, ya que contienen
información sobre expresiones vocales, comportamientos y causas asociadas a esta etiqueta. Siguiendo a
esta autora, la comprensión de emociones específicas no empieza a través de las expresiones faciales, sino
del establecimiento de relaciones con otros componentes de la comprensión emocional, como entender los
antecedentes y consecuentes comportamentales de estas emociones. No obstante, cómo ocurre exactamente
este proceso es aún un tema de investigación. De hecho, Fernández-Sánchez, Giménez-Dasí y Quintanilla
(2014) hallan que los niños menores de 3 años en primer lugar identifican la expresión emocional facial,
luego incorporan la comprensión de la causalidad típica y tras ello muestran que pueden etiquetar
correctamente expresiones faciales. Por tanto, parece que los datos de unos y otros estudios nos mostrarían
que los niños adquieren el vocabulario emocional básico tempranamente, primero en su vertiente de
comprensión lingüística, para luego ser capaces de producir o denominar las emociones en las expresiones
faciales.
Así pues, los resultados obtenidos en los estudios sobre denominación de emociones en expresiones
faciales nos muestran la aparición del vocabulario emocional en una situación determinada y
fundamentalmente a partir de los 3 años. Ahora bien, hemos comentado otro tipo de estudios que, en
situaciones observacionales espontáneas, exponen que los niños comienzan a utilizar el léxico emocional
antes de su segundo aniversario. Por tanto, queda por perfilar el encaje de los datos de unos y otros estudios.
Para resolver esta aparente contradicción, probablemente haya que profundizar en cuál es el significado que
los niños atribuyen a los términos para emociones a tan corta edad.

Los inventarios comunicativos


Los datos obtenidos a partir de la respuesta parental a los inventarios MacArthur-Bates disponibles a
partir de la versión española de México (Jackson-Maldonado et al., 2003) nos revelan que los niños utilizan
vocabulario referente a estados emocionales muy pronto (véase figura 6.2). Ya a partir de los 18 meses
entre un 10 por 100 y un 20 por 100 de los niños utiliza palabras para describir miedo, enfado o alegría, por
orden de importancia en cuanto a porcentaje de usuarios de estas palabras. Hacia los 2 años de edad el
porcentaje de niños aumenta y también se observa ya un porcentaje de niños que utilizan la palabra «triste».
Sin embargo, no es hasta los 2 años y medio cuando vemos cómo alrededor de la mitad o más de los niños
hacen referencia a la tristeza, el enfado y la alegría, mientras que más de un 70 por 100 usan palabras para
referirse al miedo.
Figura 6.2.—Adquisición del vocabulario sobre estados emocionales. Proporción de niños que producen
vocabulario sobre emociones. Elaborada a partir de los datos de producción lingüística de los CDI-I (12,
15 y 18 meses) y CDI-II (de 18 meses a 30 meses) del español de México (Jackson-Maldonado et al.,
2003) obtenidos a partir de la base de datos Wordbank (Frank, Braginsky, Yurovsky y Marchman,
2017). Para los datos de los 18 meses se ha utilizado la media aritmética a partir de los dos cuestionarios.
No se ha contemplado la palabra «fuchi» (México y Honduras), frecuente en el corpus del CDI de
México, que se utiliza para expresar asco, desagrado o rechazo, porque puede tener un uso como
interjección.

Según estos datos, antes de los 3 años gran parte de los niños utilizan y comprenden el vocabulario para
los estados emocionales básicos; sin embargo, hay que tener en cuenta que entre la mitad y un tercio de los
niños no dispondrían en su vocabulario expresivo de las palabras para describir estados de enfado, alegría y
tristeza: «enojado», «contento» y «triste».
Estos datos, aun siendo generales, nos sirven para poner de manifiesto dos ideas principales:

— El vocabulario emocional básico aparece muy pronto en el habla infantil, tal y como se ha observado
en los estudios obtenidos con registros de habla espontánea, a diferencia de los resultados que arrojan
los estudios sobre denominación libre de expresiones faciales. Por tanto, de nuevo, los datos nos
llevan a la necesidad de investigar el significado que atribuyen los niños a estas palabras.
— No todos los niños utilizan este vocabulario y, por tanto, existen diferencias individuales muy
notables en el desarrollo de la expresión lingüística de las emociones. A pesar de mostrar un inicio
temprano del vocabulario sobre emociones, un porcentaje importante de niños no dispone en su
vocabulario expresivo a los 2 años y medio de los términos para las emociones básicas. ¿A qué puede
ser debido? En el siguiente subapartado, algunos estudios nos han de permitir entrever una posible
respuesta.

Interacción familiar, conversación y emociones


Uno de los factores que puede aducirse para explicar las diferencias individuales en el desarrollo del
vocabulario emocional es el de las diferencias en el habla entre padres/madres e hijos. En este sentido, se ha
investigado la interacción conversacional madres-niños y su relación con la comprensión emocional en la
infancia.
Los padres hablan sobre emociones a sus hijos desde muy temprano, y algunos estudios que hemos
revisado anteriormente indican que los niños también utilizan lenguaje emocional en las interacciones con
otros durante el segundo y tercer años de vida (Bretherton et al., 1986; Ridgeway, Waters y Kuczaj, 1985).
También se han observado diferencias en la frecuencia y tipo de habla emocional que se da en las
interacciones familiares con los niños (Dunn, Bretherton y Munn, 1987; Martin y Green, 2005).
Dunn, Bretherton y Munn (1987) hallaron que las madres que hablan sobre emociones más a menudo
tienen hijos que hablan más sobre emociones. En esta misma línea, las diferencias en el contenido o el habla
familiar sobre emociones cuando los niños tienen 3 años correlacionan con la comprensión de emociones de
los demás a los 6 años (Dunn, Brown y Beardsall, 1991). Dunn et al. (1991) también encuentran que las
madres y niños que hablan de emociones más frecuentemente en sus interacciones cotidianas son más
propensos a hablar sobre las causas y consecuencias de las emociones. Otros estudios también han
detectado que el grado con el cual los niños comprenden emociones está influenciado por la frecuencia con
la que sus madres hablan sobre emociones (Denham, Renwick-DeBardi y Hewes, 1994; Harris et al., 2005).
A partir de ahí, se ha aducido que las explicaciones sobre emociones, el hecho de denominar una emoción o
de explicitar por qué se tiene una emoción permiten a los niños conceptualizar las emociones, de manera
que estas explicaciones sobre emociones predicen la comprensión emocional (Wellman y Lagattuta, 2004).
Otras diferencias en la comprensión emocional pueden explicarse por el modo diferencial en que los
padres manejan estas interacciones conversacionales en relación con sus hijos. De hecho, se ha encontrado
que, durante la interacción conversacional sobre emociones, los padres ajustan sus estrategias de
socialización emocional al nivel de comprensión emocional de los niños. Así, se han hallado diferencias en
función del orden de nacimiento entre hermanos, del género de los niños y también entre padres y madres
(Van del Pol et al., 2015): las madres muestran mayor tendencia a discutir emociones que los padres, de
manera que el habla materna puede predecir, en mayor grado que la de los padres, la comprensión
emocional en edades más avanzadas (Aznar y Tenenbaum, 2013).

El habla figurativa
Más allá del lenguaje literal o de los mecanismos paralingüísticos, diversos autores sostienen que para
comunicar emociones es fundamental el lenguaje figurativo. De hecho, el habla figurativa se usa a menudo
en relación con las emociones.
Consideremos las dos expresiones siguientes:
«Estoy apenado» en comparación con «Tengo el corazón en un puño» o «Estoy irritada» comparada con
«¡Me hierve la sangre!».
Estas expresiones no vehiculan el mismo significado, no las entendemos del mismo modo si las
manifestamos de manera figurada o literal. Parece ser que es con las expresiones no literales, en ocasiones
con términos soeces, con las que más frecuentemente manifestamos emociones y sentimientos. Se ha
argumentado que esto es así porque las emociones son «abstractas» y es difícil hablar de ellas sin metáforas
o metonimias. Las emociones pertenecen a la clase de referentes no neutrales, sobre los cuales a menudo
hablamos de una manera implícita (Foolen, 2012). El habla figurativa contribuye a ello, la expresión
figurada nos permite evocar o vivenciar una experiencia física. Cuando se buscan efectos emocionales, se
utiliza el habla figurativa en mayor frecuencia (publicidad, literatura, etc.), a diferencia del uso literal, que
se da en contextos más racionales, como en este capítulo de libro. En definitiva, el uso del habla figurativa
nos ayuda a expresar el lenguaje afectivo de manera más importante de lo que suele considerarse (Fussell y
Moss, 1998).
Aunque los niños no van a comenzar a utilizar expresiones de este tipo probablemente hasta la infancia
media, es importante remarcar que se trata de recursos muy importantes y habituales para la expresión de
emociones y sobre los cuales carecemos de estudios que aporten evidencia acerca de su desarrollo.
2.2. Cuestiones pendientes
El estudio sobre el desarrollo de la comprensión y expresión lingüísticas de las emociones nos ofrece
resultados interesantes pero todavía preliminares. Los niños comienzan muy pronto de forma espontánea a
utilizar léxico emocional, pero en situaciones determinadas su uso se observa menos frecuente y con
errores. Los estudios sobre habla espontánea no analizan el uso real de estos términos, su extensión
semántica. Por tanto, queda por investigar el alcance real de este uso del vocabulario en situaciones
cotidianas y, sobre todo, en cuanto a su comprensión. Otros aspectos del desarrollo lingüístico en relación
con las emociones, como las construcciones sintácticas, los recursos paralingüísticos, otros recursos
pragmáticos, etc., se han investigado escasamente en edades tempranas.
Por otra parte, las diferentes culturas pueden variar en el uso del lenguaje para las emociones y vehicular
de modo distinto el modo de referirse a las emociones. La mayoría de estudios sobre el uso y desarrollo del
léxico emocional se han realizado en lengua inglesa. Por ejemplo, el término inglés disgust, que se
considera que describe una emoción básica, es de traducción difícil al español. A pesar de que hemos
ofrecido datos del corpus del CDI-I y CDI-II para el español de México, se trata de datos muy limitados, y
en otras variantes del español podrían hallarse resultados diferenciados, sobre todo si se incluyen otros
términos emocionales.
Además, el desarrollo del lenguaje emocional abarca mucho más que el dominio y uso apropiado de los
términos o expresiones que describen felicidad, disgusto, miedo, tristeza, etc. Más relevante puede ser
investigar cómo se desarrolla el dominio de otros recursos lingüísticos, o cuándo y de qué manera el
lenguaje permite a los niños marcar la incongruencia entre la expresión emocional y la experiencia, o qué
repercusiones tiene esto en el comportamiento expresivo.
Igualmente, desconocemos cómo se da el desarrollo (a nivel expresivo y comprensivo) de las
expresiones emocionales figurativas, que, aparte de que también son propias de cada lengua, desempeñan
un papel primordial en la comprensión y expresión de las emociones en la edad adulta.

3. CONCEPTUALIZANDO EMOCIONES
Como hemos introducido anteriormente, se ha propuesto que el lenguaje va más allá de la comunicación
emocional y no solamente denomina o comunica estados emocionales ya generados. Algunos autores
proponen que también permite conceptualizar las emociones al de dar coherencia a las sensaciones en la
percepción de estados emocionales. Esta posibilidad que nos brinda el lenguaje se predice con detalle a
partir de un marco construccionista que sugiere que el lenguaje desempeña un papel en la emoción porque
fundamenta el conocimiento conceptual utilizado para dar significado a las sensaciones corporales en un
contexto determinado (Lindquist, Satpute y Gendron, 2015). Para profundizar en esta cuestión, primero
revisaremos sucintamente las posturas principales al respecto, centrándonos en la perspectiva
construccionista, para posteriormente presentar estudios que ponen de relieve la importancia del lenguaje,
tanto en el desarrollo normal como en el caso de dificultades del desarrollo.
De modo general, y en aras de la necesaria síntesis en este capítulo, los estudios sobre la relación entre el
lenguaje y la representación de emociones se podrían encajar en dos posturas opuestas. Por una parte, la de
los autores que consideran que el lenguaje tiene un papel poco relevante en la representación de emociones,
de manera que meramente comunica o etiqueta los estados emocionales (Ekman y Cordaro, 2011; Wood y
Niedenthal, 2015), a la que llamaremos perspectiva comunicativa. Por otra parte, la de los autores que
sostienen que el lenguaje tiene un papel fundamental en la conceptualización de emociones (Barrett,
Lindquist y Gendron, 2007; Lieberman et al., 2007; Lindquist, Satpute y Gendron, 2015), ya sea porque
actúa como guía de la conceptualización de emociones o porque actúa de etiquetaje de la experiencia
emocional y, a partir de ahí, interviene en la representación emocional (Ogarkova, 2013). El punto de vista
que se adopta en este apartado sigue a los autores de la segunda perspectiva, asumiendo que el lenguaje
tiene un papel importante en la formación de categorías sobre emociones y, por tanto, un papel fundamental
en el desarrollo del conocimiento emocional. Denominaremos a este punto de vista perspectiva
representacional.
Los autores que se enmarcan dentro de la perspectiva comunicativa otorgan poco papel al lenguaje, pero
no niegan que a partir de él se pueden describir las emociones que experimentan las personas y que lo que
otras personas nos dicen puede afectar a nuestras emociones. Por consiguiente, el papel que conceden al
lenguaje se situaría en la dimensión comunicativa que hemos comentado al inicio de este capítulo. Sin
embargo, no asumirían que el lenguaje desempeña un papel también en la conceptualización o
representación de emociones, negando así la función representacional del lenguaje en relación con el ámbito
emocional.
Los autores que se enmarcan dentro de la perspectiva representacional sostienen que el lenguaje
desempeña un papel fundamental en la conceptualización emocional. En este caso sí que admiten una doble
importancia del lenguaje en relación con las emociones, tanto en la vertiente comunicativa como en la
vertiente conceptual o representacional. Estos autores ponen el énfasis en que el lenguaje tiene un papel
crucial en la formación de los conceptos o categorías sobre emociones. Las distintas categorías para las
emociones emergen gracias a las palabras usadas con referencia a ciertos eventos psicológicos que son
vagamente similares. Esta perspectiva, llevada al extremo, conecta con concepciones de raíz whorfiana,
puesto que las palabras para emociones no solamente reflejan las emociones sino que guían e incluso
determinan la percepción, el reconocimiento y la conceptualización de la experiencia. En esta misma línea,
otros autores enfatizan el papel de la cultura: es la arquitectura cultural de una comunidad lingüística (reglas
emocionales, valores, normas, conceptos salientes) la que guía la lexicalización y tiene un impacto
cuantitativo y cualitativo en los recursos léxicos de una lengua. Desde este punto de vista, la elaboración de
una emoción como focal o, alternativamente, como «silenciada» fundamenta la lexicalización de algunos
conceptos emocionales, como «vergüenza» en chino. O, de manera inversa, la escasa lexicalización de
otros, como «tristeza» y «culpa», entre los tahitianos, entre otros ejemplos. De este modo, el vocabulario
relacionado con el foco de una cultura se asume que es directamente proporcional a su relevancia en ella.
Aunque en este caso se focaliza en un aspecto diferente, poniendo el acento en la cultura como fuente
previa a la lexicalización, también se asume que las representaciones lingüísticas son indicadores fiables de
categorías conceptuales (Ogarkova, 2013). En definitiva, estas aproximaciones defienden la existencia de
una relación causal entre el lenguaje y la conceptualización de las emociones. Retomaremos esta idea con
más profundidad más adelante en el apartado siguiente.
Esta línea teórica está generando variedad de estudios y revisiones para describir y explicar cómo se
concreta la influencia del lenguaje en la emoción, incluso a nivel neuronal. Es el caso del metaanálisis de
Brooks et al. (2017), que demuestra que las palabras emocionales tienen un impacto en la representación
neuronal de la emoción. En este metaanálisis los resultados muestran que las tareas que implican palabras
emocionales provocan recuperación semántica y uso del conocimiento conceptual emocional relevante
durante la experiencia y percepción de emociones. Por otra parte, los autores constatan que cuando el
estudio no implica lenguaje emocional, se observa actividad en la amígdala. Estos resultados son
consistentes con un papel de la amígdala que señala incertidumbre sobre el significado de sensaciones
afectivas cuando el conocimiento conceptual no es fácilmente accesible. Por tanto, son consistentes con un
punto de vista según el cual la incertidumbre sobre el significado de los estímulos afectivos se resuelve
cuando el conocimiento conceptual sobre la emoción se hace más accesible y se usa para categorizar el
significado de las sensaciones afectivas. Según los autores, esto sería así porque las palabras referidas a
conceptos emocionales ayudan a refinar el significado de estados afectivos que de otro modo resultarían
ambiguos.
Otros estudios muestran que el hecho de no poder acceder al significado de las palabras emocionales
afecta a la habilidad para percibir emociones en el rostro. Sin acceso al significado de las palabras
emocionales como «miedo» o «tristeza», las personas perciben esas expresiones emocionales faciales como
simplemente desagradables (Lindquist, Gendron, Barrett y Dickerson, 2014). Estos resultados sugieren que
el acceso al significado de una palabra emocional (y a los conceptos que representa) es un componente
esencial en la comprensión de los significados discretos de las emociones faciales. Por otra parte, otros
estudios sugieren que poner palabras a las emociones también puede cambiar la experiencia emocional
(Lindquist, Gendron y Satpute, 2016). Una vez que una persona categoriza un afecto desagradable como
«miedo», entonces sabe lo que este estado afectivo significa, qué hacer con ello e incluso como regularlo
implícitamente. También la evidencia proveniente de la investigación transcultural es consistente con la
idea de que el lenguaje desempeña un rol constitutivo en la emoción (por ejemplo, Gendron, Roberson, Van
der Vyver y Barrett, 2014).
En conjunto, la idea de una relación importante entre lenguaje y emoción cobra fuerza a la luz de
estudios y metaanálisis como los mencionados; sin embargo, la investigación ha de continuar aportando
resultados en esta línea para completar la explicación dentro de la perspectiva representacional. Veamos con
mayor detalle la propuesta teórica más elaborada al respecto: la Conceptual Act Theory o CAT (Barrett,
2006; Lindquist, MacCormack y Shablack, 2015).

3.1. El punto de vista construccionista y la CAT


Dentro de la perspectiva comunicativa o básica sobre el papel del lenguaje en la emoción, se considera
que los conceptos lingüísticos se invocan después de que la emoción ya se haya generado, y se usan para
comunicar emociones a los demás. En la figura 6.3 se esquematiza esta idea.

Figura 6.3.—Perspectiva comunicativa sobre el papel del lenguaje en la emoción. Elaborada a partir de
Lindquist, Satpute y Gendron (2015).

En contraposición, desde la perspectiva representacional se confiere un papel relevante al lenguaje en


relación con la emoción porque ayuda a adquirir, organizar y utilizar el conocimiento conceptual que es
esencial en la percepción de emociones (Lindquist, Satpute y Gendron, 2015). Los conceptos lingüísticos
permiten dotar de significado a los estados corporales ambiguos en función del contexto. De este modo, los
conceptos lingüísticos son integrantes de la emoción, y ayudan a instaurar la experiencia ya en un inicio.
Esta perspectiva se esquematiza en la figura 6.4.
Por supuesto cada experiencia o percepción emocional no ocurre con presencia explícita de palabras
emocionales o es explícitamente categorizada con lenguaje. Sin embargo, la aproximación construccionista
predice que la conceptualización ocurre implícitamente cuando el conocimiento semántico sobre las
categorías emocionales se usa para dotar de significado a las predicciones afectivas ambiguas en un
contexto determinado (Lindquist y Barrett, 2008; Wilson-Mendenhall, Barrett, Simmons y Barsalou, 2011).
En concreto, el punto de vista construccionista en el que se sitúa la CAT abarca diversas teorías que
conciben las emociones como «compuestos» psicológicos que son el resultado de la combinación de
elementos más básicos que en ellos mismos no son específicos de las emociones (Lindquist, MacCormack y
Shablack, 2015). Según la CAT, los elementos básicos que contribuyen a las emociones son
representaciones de sensaciones corporales internas (el affect), representaciones de sensaciones externas
(sensaciones exteroceptivas) y el conocimiento conceptual utilizado para conferir significado a esas
sensaciones en contexto.

Figura 6.4.—Perspectiva representacional sobre el papel del lenguaje en la emoción. Elaborada a partir
de Lindquist, Satpute y Gendron (2015).

Las sensaciones internas, como representación de estados internos, pueden ser experimentadas como el
nivel de valencia y activación, y permitirían al organismo comprender si los objetos del mundo son buenos
o nocivos, evitables o aproximables. Se trata de una combinación de información interoceptiva y del
sistema neuroquímico/hormonal. Por su parte, las sensaciones exteroceptivas proporcionan a un organismo
representaciones de información del mundo externo. En este sentido, también proveen de información sobre
las emociones de otras personas. La CAT predice que ambos tipos de sensaciones se dotan de significado a
partir de ejemplos de experiencias emocionales o percepciones utilizando conocimiento conceptual sobre
categorías emocionales.
El conocimiento conceptual se refiere al conjunto de instancias que conforman lo que alguien sabe sobre
diferentes categorías. Una vez adquirido, el conocimiento conceptual sirve como información a priori para
dar forma a predicciones sobre nuevas sensaciones internas y exteroceptivas, ayudando al cerebro a
comprender el significado de sensaciones y actuar sobre ellas. En el caso de la emoción, significa que el
conocimiento conceptual se usa para ayudar a hacer significativas instancias/ejemplos de emociones
específicas, que de otro modo serían vagas y potencialmente ambiguas sensaciones corporales internas y
externas. La emoción resultante es, pues, un estado emergente que es a la vez afectivo y conceptual.
Lindquist, MacCormack y Shablack (2015) presentan evidencia sobre el papel constitutivo del
conocimiento conceptual y el lenguaje en las emociones. Estos autores revisan diversas líneas de estudio
que sugieren que el lenguaje desempeña este importante papel en la emoción, pero quedan aún por conocer
los mecanismos precisos mediante los cuales se realiza. En definitiva, el CAT sostiene que el lenguaje
ayuda a la adquisición y uso de conocimiento conceptual sobre emoción, pero poco trabajo de investigación
se ha realizado que atienda a esta hipótesis hasta el momento.
Si se admite la formación de conceptos emocionales a través del lenguaje, es primordial conocer cómo
se forman estos conceptos o representaciones sobre emociones durante el desarrollo, puesto que para la
formación de dichas conceptualizaciones ha de darse una relación estrecha entre el desarrollo del lenguaje y
el desarrollo emocional, aspecto que trataremos seguidamente.

3.2. La interacción entre el desarrollo emocional y lingüístico


En cuanto al desarrollo conceptual y, por extensión, al desarrollo de la conceptualización de emociones,
la perspectiva construccionista que hemos sintetizado en el apartado anterior asume que los niños disponen
de las habilidades necesarias para un aprendizaje probabilístico como aspecto fundamental de la cognición
humana, y que esta habilidad también está en la base del aprendizaje sobre las categorías emocionales a
partir de las palabras (Lindquist, MacCormack y Shablack, 2015).
Durante el desarrollo los niños forman categorías sobre los objetos que les rodean, en algunos casos
basadas en las regularidades detectables a partir de los sentidos. Pero no todos los conceptos pueden
aprenderse a partir de la regularidad estadística; por ejemplo, no será así en el caso de las categorías
abstractas. Una palabra como «contento» puede ir asociada a diversas modalidades de experiencias
sensoriomotoras (sensaciones corporales, situaciones o comportamientos) y puede servir para aglutinar
diferentes tipos o experiencias que se situarían bajo el paraguas de la palabra «contento» y que no se
perciben iguales necesariamente. Ciertamente, estar contento porque he visto a mi madre no tiene por qué
ser lo mismo que estar contento porque he visto mi juguete preferido. Las palabras ayudarían a los niños a
orientar su atención, incluso en el caso de las categorías que no son perceptivamente obvias, como los
conceptos abstractos, y que, precisamente, han de codificarse a través del lenguaje. Por ejemplo, en niños de
10 meses la denominación lingüística dirigiría la atención de los niños para la agrupación de objetos que no
poseen similitudes perceptivas evidentes (Plunkett, Hu y Cohen, 2008). Aparte de la focalización de la
atención, el lenguaje podría ayudar a la conceptualización de las categorías emocionales permitiendo
comparar unas emociones con otras, o una misma emoción entre distintas personas (Doherty, 2009). De esta
manera las etiquetas lingüísticas se muestran como herramientas poderosas para aprender qué objetos
perceptivamente diferentes pueden considerarse miembros de la misma categoría. Este aprendizaje de
conceptos abstractos a partir del lenguaje puede ser aplicado al conocimiento emocional; sin embargo, la
investigación en esta línea durante los primeros meses de vida hasta el momento no ha indagado la
adquisición del conocimiento sobre categorías emocionales.
El lenguaje tiene importancia en el desarrollo de distintos aspectos de la comprensión emocional y, de
hecho, hay evidencias sobre esta relación: los niños más avanzados lingüísticamente son aquellos que
también son más capaces de predecir y explicar las emociones (Pons, Lawson, Harris y De Rosnay, 2003;
Sidera, Serrat y Amadó, 2014). No solo en el reconocimiento emocional, sino también en otros
componentes de esta comprensión, como por ejemplo la comprensión de que las emociones se pueden
regular, la comprensión de que podemos recordar situaciones del pasado para revivir emociones pasadas,
etc. Por otra parte, como hemos comentado anteriormente, también hay estudios que conceden importancia
no solo al nivel lingüístico de los niños, sino también a las conversaciones familiares sobre emociones y su
relación con otros estados mentales y sus efectos sobre el comportamiento de las personas. Desde este punto
de vista, la forma en que los cuidadores hablan con los niños de los estados mentales tiene una influencia
directa sobre cómo estos comprenderán las emociones (De Rosnay y Hughes, 2006). Algunos aspectos
clave en este sentido son: hablar no solo de qué siente alguien sino de por qué lo siente (Garner, Jones,
Gaddy y Rennie, 1997); que las madres conversen con el niño de forma conectada sobre estados mentales y
ajustada a sus capacidades de comprensión emocional (Ensor y Hughes, 2008; Taumoepeau y Ruffman,
2008). A partir de ahí, se ha aducido que las explicaciones sobre emociones, el hecho de denominar una
emoción o de explicitar por qué se tiene una emoción ayudan a los niños a conceptualizar las emociones, de
manera que estas explicaciones sobre emociones predicen la comprensión emocional (Wellman y Lagattuta,
2004).
La evidencia de los estudios de desarrollo sugiere que los padres ayudan a los niños a adquirir los
conceptos emocionales gracias al lenguaje en el contexto de conversaciones o situaciones en las que se
denominan las conceptualizaciones emocionales. Aunque, de nuevo, son necesarios más estudios para
profundizar en cómo ocurre este desarrollo, se admite que el marco conversacional entre padres e hijos
fomenta primordialmente el aprendizaje de la conceptualización emocional en la infancia temprana. En este
sentido, son muy relevantes los estudios realizados con trastornos del desarrollo ya que permiten observar
cómo se gesta el desarrollo de la conceptualización emocional en el caso de niños con dificultades en el
desarrollo del lenguaje. En el estudio de Sidera, Amadó y Martínez (2017) se halló una relación entre el
nivel lingüístico y el reconocimiento de expresiones faciales en niños sordos de 3 a 8 años. Por otra parte,
diferentes componentes lingüísticos pueden tener una relación más estrecha que otros con la
conceptualización emocional (Sidera, Serrat, Amadó y Morgan, en prensa). Los resultados de este último
estudio muestran que la importancia de los diferentes componentes del lenguaje para esta conceptualización
varía en diferentes momentos del desarrollo. Por otro lado, el estudio de Rieffe y Wiefferink (2017) prueba
que niños de 3-4 años con o sin trastorno del lenguaje actuaban de forma similar en tareas no verbales de
discriminación emocional. En cambio, los niños con trastorno del lenguaje mostraban un peor rendimiento
en tareas de reconocimiento emocional que implicaban denominar emociones básicas. Los resultados
obtenidos en las dos tareas también estaban relacionados con el nivel de lenguaje emocional de los niños.
En su conjunto, este estudio sugiere que los niños con dificultades lingüísticas tienen un problema en el
reconocimiento de emociones que no es solamente lingüístico, sino también conceptual. Además, esta
dificultad para reconocer emociones parece ser no solo una cuestión de vincular vocabulario emocional a
expresiones faciales, sino de construir lingüísticamente los conceptos emocionales a través (de la discusión)
de las experiencias emocionales, sus causas o sus consecuencias en el comportamiento de las personas
(véase Widen, 2013).

3.3. Cuestiones pendientes


Son varias e interesantes las cuestiones de investigación que se apuntan a partir de lo que hemos
comentado en este apartado. Por una parte, en general, la investigación dentro del ámbito evolutivo ha de
continuar generando evidencia sobre cómo se produce el desarrollo de la comprensión emocional, qué
aspectos se hallan implicados en cada momento, y, específicamente, ha de introducirse como elemento del
foco investigador el papel del lenguaje durante este desarrollo. Por otra parte, es importante considerar que
diferentes componentes del lenguaje pueden tener un papel diferenciado en dicho desarrollo y, también, que
el contexto conversacional, muy importante en las primeras edades, puede darse de manera diferenciada o
con otra relevancia en edades más avanzadas, y en otros contextos de desarrollo, como por ejemplo con los
compañeros o maestros.
Los estudios sobre el desarrollo emocional en niños con trastornos del lenguaje son una línea primordial
porque permiten observar y comparar aspectos sobre la interacción entre el desarrollo emocional y
lingüístico que de otro modo sería complicado conocer. Por el mismo motivo, la investigación sobre el
desarrollo emocional en otro tipo de trastornos del desarrollo, como el caso de los trastornos del espectro
autista, también debería contemplar con atención esta interacción entre emoción y lenguaje.
Otro de los ámbitos de investigación actuales, referido a la comprensión emocional, tiene que ver con la
comprensión implícita de las emociones, es decir, con la comprensión de emociones que no puede ser
expresada lingüísticamente, y que aparece antes de la comprensión explícita. Aun así, es posible que esta
comprensión emocional implícita, aunque no se pueda expresar lingüísticamente, se construya a través del
lenguaje. Por ejemplo, Scott (2017) aporta evidencias de que los niños de 20 meses ya pueden comprender
implícitamente la sorpresa, es decir, tienen expectativas de que las personas se sorprenden al descubrir
situaciones que contradicen sus falsas creencias. De todos modos, no sabemos si este tipo de conocimiento
es sobre la expresión o comportamiento, o bien si atribuye a la persona estados afectivos internos. Scott
tampoco estudió la influencia del lenguaje en esta situación. De forma similar, Walle y Campos (2012)
aportan evidencias de que los niños menores de 2 años comprenden implícitamente que algunas expresiones
emocionales no son reales, es decir, son fingidas, aunque tampoco estudian el lenguaje en relación con esta
capacidad. Sin embargo, el estudio de Meristo et al. (2012) sí sugiere que la comprensión implícita de
estados mentales podría estar vinculada al desarrollo del lenguaje. Estos autores encontraron dificultades en
los niños sordos de padres oyentes en la comprensión implícita de la falsa creencia, que atribuyeron a una
restricción lingüística y comunicativa vinculada a la sordera. Probablemente este campo de investigación,
sobre la relación entre la comprensión emocional implícita y el lenguaje, tendrá una atención creciente en
los próximos años.
Finalmente, si durante el desarrollo se da una diferenciación creciente de los conceptos emocionales,
apoyada en los recursos conceptuales y lingüísticos que también se desarrollan, ello redundará en la
habilidad infantil para identificar y articular lo que están sintiendo, de manera que se facilitará una
regulación efectiva de la emoción (tanto externa como interna). Este aspecto acerca del desarrollo de las
posibilidades de la regulación emocional apoyada en (o gracias a) las habilidades lingüísticas también es un
campo que ha de ser atendido en la investigación sobre el desarrollo emocional en la infancia temprana.

4. LENGUAJE, LENGUAS Y EMOCIONES


En este apartado vamos a abordar dos cuestiones fundamentales acerca de la relación entre lenguaje y
emoción. En primer lugar, la de las diferencias semánticas entre las diversas lenguas del mundo, que la
literatura ha abordado sobre todo en relación con la lexicalización de las emociones, es decir, en cuanto a
los términos utilizados para categorizar las emociones. En segundo lugar, estudiaremos, desde una
perspectiva cultural, cómo el lenguaje afecta al desarrollo de la comprensión de emociones.
Sobre la primera cuestión, no existe un consenso claro sobre si los términos para denominar emociones
son universales o no. Aunque sí existe cierto consenso sobre que no hay una universalidad completa,
algunas posturas se sitúan en una perspectiva más universalista sobre las palabras para referirse a las
emociones, mientras que otras posturas defienden que los términos para las emociones difieren en función
de la lengua/cultura. A continuación, vamos a tratarlas en mayor profundidad.

Similitudes translingüísticas en la representación lingüística de las emociones


La perspectiva universalista asume mayoritariamente que la capacidad para sentir y percibir emociones
es innata y universal, de modo que las categorías en las que las personas dividen las emociones (y hablan de
ellas) son similares en las diversas lenguas (véase Lindquist, Gendron y Satpute, 2016).
Ogarkova (2013) apunta que hay cinco similitudes generales en cómo las emociones se denominan en
las diferentes lenguas.

a) A pesar de las diferencias en el tamaño del vocabulario emocional, la mayoría de lenguas que se han
estudiado tienen palabras o expresiones específicas para denominar lo que podríamos etiquetar como
«estados emocionales».
b) Las lenguas tienen palabras para sadness y para shame/guilty (Hupka, Lenton y Hutchison, 1999) y
también palabras que vehiculan significados similares a angry, ashamed y afraid (Wierzbicka, 1999).
c) En la mayoría de las lenguas las emociones se manifiestan con expresiones sobre sensaciones
somáticas y metáforas somáticas, es decir, con expresiones que hacen referencia a partes del interior
del cuerpo o con el cuerpo, ya sea de manera literal o imaginaria (por ejemplo, en inglés she blushed,
his hair stood on his head o his heart sank). Estas expresiones se hallan en una amplia variedad de
lenguas de familias lingüísticas diversas, tanto modernas como antiguas (latín, griego antiguo), hecho
que se ha utilizado como prueba de una universalidad de la emoción.
d) Los términos emocionales son similares en cuanto a la dimensionalidad. Comparables, pero no
idénticos, en una amplia variedad de lenguas (Galati, Sini, Tinti y Testa, 2008).
e) En términos de la aproximación prototípica, las categorías emocionales se hallan en el nivel básico de
categorización en lenguas tipológicamente distantes.

A pesar de estas similitudes, conviene destacar que se han estudiado relativamente pocas lenguas en
relación con la cantidad real de lenguas existentes, y además en cada estudio se comparan pocas lenguas.
Con todo, desde la perspectiva universalista, se considera que, aunque las palabras referidas a emociones
puedan diferir de unas lenguas a otras, los conceptos emocionales podrían ser similares en todos los
idiomas. Por tanto, es solo una cuestión de hasta qué punto unas lenguas u otras especifican
lingüísticamente determinados conceptos emocionales (véase Harris, 1995a). Los hablantes de distintas
lenguas podrían llegar a conclusiones parecidas sobre el estado emocional de las personas usando la
información contextual que tienen sobre cada situación (Harris, 1995a).

Diferencias en la categorización de las emociones


Aun teniendo en cuenta las similitudes en la categorización emocional en distintas lenguas, también
existen evidencias importantes que se contraponen a una explicación universalista de las categorías para las
emociones. En primer lugar, las lenguas contienen un rango muy variable de palabras para referirse a las
emociones. Las cuantificaciones entre diferentes estudios etnográficos pueden oscilar entre 558 palabras en
inglés (Averill, 1975) y siete palabras en chewong, lengua hablada en la península malaya (Howell, 1981).
Por supuesto, los estudios utilizan diferentes procedimientos que influyen en las palabras que contabilizan y
en cómo recogen los datos, el nivel de detalle o las expresiones que consideran. Así, las 558 palabras con
connotaciones emocionales se reducen a menos de la mitad si se tienen en cuenta criterios más restrictivos
sobre las expresiones que describen propiamente emociones (véase tabla 6.1).

TABLA 6.1
Cantidad de categorías para denominar emociones

N.º de términos/
Estudio Lengua
uso habitual
Averill (1975) Inglés 558

Plutchik (1980) Inglés 142

Fehr y Russell (1984) Inglés 196

Shaver et al. (1987) Inglés 213

Storm y Storm (1987) Inglés 135

Whissell (1989) Inglés 107

Scherer (1984) Alemán 235 / 72

Zammuner (1998) Italiano 153 / 61

FUENTE: elaborada a partir de Cowie y Cornelius (2003).

También se ha cuestionado que el término «emoción» mismo sea universal (Russell, 1991; Wierzbicka,
1995). Por una parte, se ha observado que en algunas lenguas no existe un término como «emoción» para
las experiencias emocionales (por ejemplo, samoano, tahitiano o chewong). Por otra parte, cuando existe el
término, el campo semántico que abarca no se corresponde con el del inglés, lengua en la que se realizan la
mayoría de estudios y con la que se comparan otras lenguas. Por ejemplo, en japonés jodo se refiere a las
emociones en un sentido similar al español, pero también incluye categorías que no abarca el término
español «emoción», como considerado, afortunado o calculador. Así, por ejemplo, en otras lenguas el
término aproximado a «emoción» se incluye en una categoría para estados somáticos como el hambre o la
sed, o bien se utiliza más de un término no sinónimo para expresar «emoción». Al no haber esta
correspondencia para la palabra «emoción» en diferentes lenguas, tampoco podemos suponerla entre las
palabras específicas para referirse a emociones. En efecto, algunas palabras no tienen equivalencia en otras
lenguas, o bien tienen significados más restringidos o más amplios. Algunos ejemplos pueden hallarse en el
cuadro 6.2.

CUADRO 6.2
Ejemplos de diferencias translingüísticas en el vocabulario emocional

En tahitiano se contabilizan 46 términos diferenciados para el enfado, mientras que en inglés pueden
contabilizarse menos de diez; además, en tahitiano no hay un concepto para tristeza.
En ifaluk o en malayo no existe una palabra para la sorpresa, considerada una emoción básica. En ifaluk
se distingue entre dos tipos de sorpresa según si se trata de una sorpresa agradable (ker) o no (rus). En
esa lengua tampoco existe un vocablo para la culpa, a la que se hace referencia con el término metagu,
cuyo significado sería miedo o ansiedad.
En samoano la palabra lotomaualalo no tiene equivalente en lenguas occidentales. Se refiere a una
emoción agradable en la que hay ausencia de malicia, tristeza o resentimiento, en situaciones de conflicto
potencial en las que esas emociones podrían esperarse.
Dentro de las lenguas indoeuropeas también hallamos ejemplos de términos que no tienen
correspondencia en otros idiomas. Por ejemplo, la palabra Schadenfreude, que se refiere al placer
derivado del displacer de otros, no tiene equivalente en inglés o español.
Una de las emociones consideradas básicas en muchos estudios, disgust en inglés, traducida como
«asco» en español, no tiene equivalente en polaco.

Por otra parte, si antes referíamos que las distintas lenguas representan las emociones mediante
expresiones somáticas, se han hallado diferencias en la manera en que ello se realiza o con la parte del
cuerpo con la que se asocian determinadas emociones. Por ejemplo, en las culturas occidentales las
emociones se consideran a menudo provenientes del corazón, pero en otras culturas se asocian al hígado o a
los intestinos (Parkinson, Fisher y Manstead, 2005). Ante la descripción de las diferencias entre lenguas en
cuanto al vocabulario sobre emociones, Russell (1991) apunta la posibilidad de que se manifieste la
emoción mediante otro tipo de expresiones verbales, como frases o sentencias metafóricas. Wierzbicka
(1999), por su parte, considera posible utilizar términos lingüísticos básicos que están presentes en todas las
lenguas, como pensar o saber. Esta misma estrategia se ha propuesto y utilizado con niños pequeños que
aún no han desarrollado un término emocional específico (Quintanilla y Sarriá, 2009). Aun así, según el
modelo construccionista psicológico de la emoción, el lenguaje no solo «traduce» los sentimientos a
palabras, sino que puede llegar a cambiar la naturaleza de estos sentimientos. De este modo, las palabras
referidas a emociones ayudan a crear las experiencias que sentimos y percibimos en los demás (Lindquist et
al., 2016), de modo que algunas experiencias emocionales pueden ser difíciles de comprender si no existen
semejanzas culturales sobre los comportamientos y actividades a los cuales esas emociones se refieren.

Diferencias culturales en la comprensión emocional


Algunos autores han sugerido que existen diferencias culturales en cómo comprendemos las personas las
emociones a distintos niveles, como, por ejemplo, cómo comprendemos sus antecedentes, las respuestas
comportamentales a las mismas o las evaluaciones morales que hacemos sobre estas emociones (Parkinson,
Fisher y Manstead, 2005). Por ejemplo, se ha aducido que en muchas culturas las emociones se entienden
como un fenómeno relacional, implicado en situaciones sociales que tienen lugar entre las personas y no
tanto dentro de ellas. Por tanto, las palabras para las emociones en estas culturas funcionan
intersubjetivamente, como una descripción de la relación entre una persona y un suceso (que implica a otra
persona) más que sobre la introspección de los estados internos de alguien. Un ejemplo de esta idea lo
encontramos en el trabajo de Vinden (1999), quien comprobó que los niños de algunas culturas no
occidentales, a pesar de comprender que las personas podemos tener creencias erróneas sobre la realidad,
tenían dificultades para comprender que nuestras emociones dependen de esas creencias (por ejemplo, para
comprender que Caperucita está contenta cuando el lobo se ha comido a su abuela, porqué aún no lo sabe).
Vinden alude al hecho de que en algunas culturas la emoción no se entiende en términos individuales y, por
tanto, no tiene mucho sentido atribuir emociones debido a las creencias falsas de un individuo. Su trabajo
nos muestra que existen diferencias culturales y lingüísticas que tienen un impacto sobre el desarrollo de los
conceptos emocionales de sus miembros, que no deben ser entendidos cómo déficits sino como
conceptualizaciones distintas de la realidad. En el apartado anterior comentamos que el habla sobre estados
mentales en las conversaciones con los hijos es un elemento importante para el desarrollo de la
comprensión emocional. En este sentido, estudios sobre el discurso han encontrado que las madres de niños
de 3 años de Estados Unidos hacen más referencia a estados mentales cognitivos y emocionales que las
madres de China, y discuten más sobre el porqué de sus emociones. Debido a ello, los niños de Estados
Unidos muestran una mejor comprensión de las situaciones que provocan determinadas emociones. Sin
embargo, la perspectiva cultural nos permite comprender que las madres de China no están tan preocupadas
por mejorar la comprensión emocional de sus hijos como porque estos actúen para reparar las relaciones
sociales rotas, o bien porque cumplan con los estándares morales y las normas expresivas de su cultura,
aspectos más propios de un modelo cultural colectivista o interdependiente (Friedlmeier, Çorapçi y Benga,
2015). En efecto, una gran parte de la literatura sobre la comprensión de emociones está relacionada con
una comprensión individual y subjetiva de las emociones, hecho que puede implicar dificultades a la hora
de comprender la intersubjetividad de las relaciones humanas en culturas más colectivistas (Karasawa,
1995).
En contraposición con Vinden (1999), Avis y Harris (1991) descubrieron que los niños baka, una
sociedad cazadora recolectora y prealfabetizada, eran capaces de comprender que las emociones de las
personas dependen de sus creencias a unas edades similares a las de los niños occidentales, hacia los 5 años.
Harris (1995a) interpreta estos resultados indicando que esta comprensión no depende de la escolarización o
del lenguaje. Asimismo, Harris propone que la capacidad de distinguir entre la apariencia y la realidad
emocional, que se desarrolla aproximadamente entre los 4 y los 6 años, es un concepto universal adquirido
por los niños de todas las sociedades (en ausencia de trastornos o dificultades específicas), de manera que
las diferencias entre culturas podrían residir simplemente en el momento de adquisición de este concepto.
Ahora bien, esta propuesta está por determinar, así como la universalidad de los otros componentes de la
comprensión emocional. Aparte del estudio de Vinden, existen evidencias de dificultades (o diferencias) en
otros componentes de esta comprensión en otras culturas, como en la quechua de Perú (Tenenbaum,
Visscher, Pons y Harris, 2004). Quintanilla y Sarriá (2009), por ejemplo, estudiaron la comprensión de la
envidia en niños españoles y zapotecos de 3 a 5 años y encontraron resultados similares en ambas culturas
en niños de 4 y 5 años (hecho que puede sugerir cierta universalidad en la comprensión de los aspectos
básicos de la envidia) pero no a los 3 años, edad en la cual los niños zapotecos parecen tener más
dificultades para detectar y explicar la emoción positiva del envidioso en una situación donde el objeto de la
envidia es destruido.

4.1. Cuestiones pendientes


En relación con la universalidad de los términos emocionales, pero fuera del alcance de este apartado,
queda abierta la cuestión sobre si el dominio de más de una lengua conlleva la experiencia de diferentes
emociones en función del idioma. Siguiendo los postulados del constructivismo más radical expuesto en el
tercer apartado, sería así. En este sentido, ¿qué ocurre con los bilingües? ¿Su experiencia emocional puede
diferir en función de la lengua utilizada? Y también nos podríamos preguntar si el bilingüismo puede
afectar, y de qué modo, al desarrollo de la comprensión emocional. En este capítulo hemos comentado
algunos ejemplos que ilustran diferencias sobre cómo niños de distintas culturas y lenguas entienden y
expresan las emociones. Pero existen muy pocas investigaciones empíricas sobre la comprensión de
emociones en la infancia desde una perspectiva cultural (Friedlmeier, Çorapçi y Benga, 2015). Este tipo de
estudios ayudarían a discernir la influencia del lenguaje (por ejemplo, tener unas categorías léxicas
emocionales u otras) y la cultura (aspectos como las normas, creencias, actitudes y expectativas que los
padres tienen sobre sus hijos en distintas culturas) en el desarrollo de la comprensión emocional.
Desconocemos si algunos componentes de la comprensión emocional son más sensibles a estas influencias
lingüísticas y culturales que otros, o si existe más universalidad en los conceptos emocionales en la primera
infancia que en la edad adulta (véase Harris, 1995b). Por ejemplo, Wellman (1995) muestra que los niños
de 2 años de habla inglesa en Estados Unidos ya poseen una concepción interna, mentalista y subjetiva de
sus emociones y de las de los demás. Pero los niños de otras culturas ¿poseen esa misma concepción?

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7
Conocimiento emocional, empatía y conducta prosocial
ELENA GAVIRIA

1. INTRODUCCIÓN
Definida de forma simple y general, la empatía es la capacidad para entender los estados afectivos de
otros y reaccionar emocionalmente ante ellos. Eso incluye cualquier estado afectivo (alegría, tristeza,
miedo, ira, vergüenza, culpa, etc.). Este capítulo aborda la relación entre la empatía y el comportamiento
prosocial; por ello, nos centraremos en emociones que supongan malestar psicológico para analizar cómo
las personas, en concreto los niños, reaccionan ante ese malestar emocional ajeno.
Hablar, o escribir, sobre empatía y su relación con el comportamiento prosocial parece una tarea
relativamente fácil. Al fin y al cabo, todo el mundo sabe lo que es la empatía y, además, es casi de sentido
común que cuanto más empáticos somos, más ayudamos a los demás. Sin embargo, algo que para el lego es
tan obvio ha sido y sigue siendo objeto de controversia entre los investigadores que trabajan en esta área de
estudio, en gran parte como consecuencia de la particular forma de entender la empatía según cada uno. En
este capítulo vamos a intentar plasmar esa controversia acerca de la relación entre la empatía, sea lo que
sea, y el comportamiento prosocial.
Antes de entrar de lleno a analizar esta cuestión, revisaremos algunos aspectos que nos servirán para
introducir el contenido que vendrá después. En concreto, abordaremos la importancia de la empatía para el
funcionamiento social y daremos unas pinceladas sobre el origen filogenético y el desarrollo ontogenético
de esta capacidad, analizando después sus componentes para poder tener una visión más clara del
fenómeno.

2. LA EMPATÍA COMO ELEMENTO DE LA COGNICIÓN SOCIAL


La cognición social engloba todos aquellos procesos cognitivos que hacen posible y facilitan la
interacción social. Por tanto, es fundamental en una especie como la nuestra, en la que la interacción con
otros individuos es inevitable. La empatía forma parte de este conjunto por cuanto es una capacidad que
permite entender el estado afectivo de otras personas y responder ante él de forma adecuada, lo cual facilita
unas interacciones sociales positivas. Pero la empatía posee también un fuerte componente emocional, que
se traduce en compartir de forma vicaria el estado afectivo del otro, o bien en reaccionar emocionalmente
ante la situación del otro. En este sentido, se trata de un constructo en el que lo afectivo y lo cognitivo se
combinan y solo artificialmente son separables. Aunque los investigadores elijan centrarse en uno u otro
aspecto por razones de simplificación y control, no debemos perder de vista que estamos ante un fenómeno
complejo en el que ambos componentes se influyen mutuamente.

2.1. Importancia de la empatía para el funcionamiento social


La capacidad de entender los estados emocionales de los demás, sus causas y sus consecuencias, y de
reaccionar de forma adecuada ante ellos, posee un indudable valor para funcionar en el entorno social en el
que se desenvuelve el ser humano. Y esto ha sido así desde tiempos ancestrales. Nuestra especie ha
evolucionado en un medio social, de grupos pequeños, en los que la interdependencia entre los miembros
era obligatoria, no optativa, puesto que ningún individuo podía sobrevivir en aislamiento (Brewer, 1997).
Pero, al igual que la necesidad de supervivencia del individuo le obligaba a vivir en grupo, la necesidad de
supervivencia y viabilidad de los grupos exigía la cooperación entre sus miembros para lograr metas
comunes, para lo cual es imprescindible un cierto grado de comunicación y coordinación. La capacidad
empática ha evolucionado probablemente debido a esos imperativos, y desempeña un papel esencial en el
funcionamiento de los grupos al permitir la comunicación, la coordinación y la cooperación entre las
personas. Además, con un valor añadido, dado que también impulsa el comportamiento prosocial. Incluso
puede facilitar el logro de metas individuales, como veremos más adelante.

2.2. Evolución filogenética de la capacidad empática: cooperación vs.


manipulación
La capacidad empática del ser humano no ha surgido de la nada, sino que ha ido evolucionando a lo
largo de la historia de nuestra especie, probablemente a partir de una disposición más rudimentaria presente
en nuestros ancestros primates e, incluso, mucho antes. De hecho, su origen se suele retrotraer al cuidado
parental característico de los mamíferos (De Waal, 2012; Hoffman, 1981; MacLean, 1985). Aquellos
progenitores que estuvieran pendientes de las necesidades de sus crías y las atendieran tendrían sin duda
más éxito reproductivo que los que se mostraran indiferentes. En especies sociales, sobre todo si viven en
grupos pequeños, como era el caso humano en tiempos ancestrales, esa capacidad se extendería a las
necesidades de otros miembros del grupo, lo que favorecería, como decíamos, la comunicación, la
coordinación y el bienestar grupal, y conferiría un valor adaptativo añadido a la tendencia empática (De
Waal, 2008). Los grupos mejor coordinados y cuyos miembros se cuidaran unos a otros aventajarían a
aquellos en los que predominara el egoísmo y la filosofía de «cada cual a lo suyo y sálvese quien pueda»,
como diría Eduardo Galeano 17 .
Esta evolución filogenética se plasma en el cerebro. Existe abundante investigación en neurociencia
sobre los correlatos cerebrales de la empatía. En este capítulo no podemos extendernos en esa cuestión (el
lector puede consultar revisiones de esa literatura: Decety y Michalska, 2012; Decety y Svetlova, 2012;
González-Liencres, Shamay-Tsoory y Brüne, 2013; Shamay-Tsoory, 2009; Singer, 2006; Tousignant,
Eygène y Jackson, 2017). Pero sí consideramos importante exponer, por su influencia en la investigación
posterior, el modelo de percepción-acción (PAM, según sus siglas en inglés), desarrollado por Stephanie
Preston y Frans de Waal (2002), para explicar cómo ha evolucionado la capacidad empática a nivel
cerebral.
Según estos autores, la selección natural habrá favorecido la evolución de un sistema nervioso que
permita responder rápida y automáticamente a elementos del ambiente que sean relevantes para la
supervivencia. En el caso de especies sociales como la nuestra, los elementos más importantes del ambiente
son otros miembros del grupo de los que el individuo depende para conseguir sus metas, normalmente
amigos y parientes. Cuando los miembros de un grupo poseen un cerebro con esta capacidad de respuesta
ante las señales de los demás, el resultado es la reciprocidad y la mejora de la eficacia biológica inclusiva,
es decir, de la aptitud para transmitir la propia dotación genética a la siguiente generación.
De acuerdo con el modelo, el núcleo de la capacidad empática lo constituye un mecanismo que permite
al observador, mediante sus propias representaciones neurales y corporales, tener acceso al estado subjetivo
de otro individuo y generar una respuesta apropiada. El proceso, que se basa en el funcionamiento de las
llamadas «neuronas espejo», es el siguiente: cuando el observador percibe el estado emocional del otro, se
activan automática e inconscientemente sus representaciones neurales de un estado similar. Cuando ese
estado es desagradable, la tendencia conductual inmediata es reducirlo, lo que suele implicar ayudar al otro
para que cese el malestar. Esto ocurre con más facilidad cuanto mayores son la semejanza, la proximidad
social y el número de experiencias compartidas entre el observador y el observado, porque aumenta la
identificación y eso fomenta que las respuestas motoras y autonómicas del primero sean similares a las del
segundo. Este mecanismo de percepción-acción no solo funciona en relación con la convergencia
emocional, sino que es mucho más general; también interviene en la sincronización corporal, la
coordinación, la imitación y la emulación.
Por otra parte, cuando se dice que el PAM permite generar una respuesta apropiada, no se está haciendo
referencia únicamente a conductas de ayuda. En función de la representación que se haga del otro y de la
situación, la acción apropiada en ese caso puede ser también la de castigarle. De hecho, una de las funciones
que se atribuye a la empatía como convergencia emocional es la de facilitar el castigo a los «tramposos»
que violaban la norma de reciprocidad, básica para el funcionamiento del grupo en tiempos ancestrales.
Estas acciones para hacer cumplir la norma beneficiarían al grupo pero supondrían un fuerte coste para el
que las llevara a cabo, en términos de esfuerzo y de posibles represalias por parte del castigado. De ahí que
se denomine a este tipo de comportamiento prosocial «castigo altruista». Por ello, sería necesario algún tipo
de recompensa que incentivara esa conducta. Esa recompensa podría venir del propio grupo, pero estaría
sujeta a posibles imponderables. Mucho más inmediata y automática sería si el propio cerebro del altruista
la produjera.
Esto es lo que encontraron De Quervain y sus colegas (2004) en un experimento en el que empleaban
técnicas de neuroimagen. Cuando se daba al participante la opción de castigar a otro que violaba una norma
de reciprocidad, incurriendo a la vez en un riesgo (simulando la condición del castigo altruista), se
activaban las áreas cerebrales asociadas con la recompensa. Al imaginar la reacción emocional del otro
mientras recibía el castigo, los sujetos estaban participando de forma vicaria del estado mental de aquel y se
sentían reforzados ante la idea del escarmiento. Resultados similares fueron obtenidos por Singer y sus
colaboradores (2006). Cuando los participantes presenciaban el dolor que sufría un cómplice del
experimentador, se activaban en ellos distintas áreas cerebrales en función de que esa persona se hubiera
mostrado cooperadora (áreas relacionadas con el dolor) o tramposa (áreas relacionadas con la recompensa).
Estos estudios ponen de manifiesto que la capacidad empática sirve tanto para ayudar a otros como para
castigar a los que violan normas básicas de convivencia, y en ambos sentidos cumple una función prosocial.
Pero también demuestran que la empatía tiene mucho que ver con un sentimiento que se conoce como
Schadenfreude (placer ante el malestar ajeno).
Según De Waal (2008), a este mecanismo básico de percepción acción se irían superponiendo, a lo largo
de la evolución humana, otros más complejos, en un patrón similar al de las muñecas rusas, a medida que el
desarrollo del cerebro (sobre todo del lóbulo frontal) fuera permitiendo una más clara distinción entre el yo
y los otros. De esta forma, el carácter puramente emocional de contagio ante la percepción del estado del
otro se combinaría con la comprensión de la situación y de las causas de ese estado emocional, lo que daría
lugar a lo que se conoce como preocupación empática. El último paso en la evolución sería la aparición de
la capacidad para adoptar la perspectiva del otro. Esta se relaciona con la lectura de la mente de los demás y
sirve también para poder detectar sus intenciones y predecir su conducta. La complejidad creciente de las
relaciones sociales en los grupos humanos hizo necesarias estas habilidades, lo que impulsaría la evolución
de la capacidad empática hacia procesos cognitivos más sofisticados.
De acuerdo con los defensores de la hipótesis de la inteligencia social (p. ej., Barton y Dunbar, 1997;
Byrne y Whiten, 1988; Dunbar, 2003), lo que provocó el desarrollo sin precedentes del cerebro en nuestra
especie fue una «carrera de armamento cognitivo» entre los que intentaban engañar, es decir, utilizar su
capacidad de lectura mental para manipular y engañar a otros, y los que intentaban detectar ese engaño.
Aparte de esta función puramente competitiva, sin duda hubo también imperativos de carácter más
prosocial que impulsaron esa evolución (De Waal, 1996). Cuando esta capacidad cognitiva se combina con
el componente emocional de la empatía, se hace posible la adopción de perspectiva empática, que permite
comprender el estado de necesidad del otro y ofrecer una ayuda más ajustada a esa necesidad.
En resumen, cuando se contemplan las razones que justifican la aparición de la empatía en la historia de
nuestra especie, parece innegable que el ser humano es empático por naturaleza, pero esa capacidad ha
evolucionado incluyendo aspectos prosociales y otros que no lo son tanto (Young, 2012). Aunque la
empatía es innata, no es indiscriminada, sino que parece depender de factores interpersonales y contextuales
que influyen tanto en la cognición como en la conducta.

2.3. Desarrollo ontogenético: modelo de Hoffman


Probablemente, el modelo más completo del desarrollo de la capacidad empática a lo largo de la vida del
individuo es el de Hoffman (1982, 2000). Su enfoque, que parte de la premisa de que la empatía es producto
de la selección natural (Hoffman, 1981), refleja la idea de que la ontogenia reproduce la filogenia. Se centra
en el papel de la autoconsciencia y de la distinción yo-otros, así como en la relación de la empatía con el
comportamiento prosocial. El modelo distingue cinco fases.
Al poco de nacer, los bebés responden con lo que Hoffman llama el llanto reactivo del recién nacido.
Desde las 18-72 horas de vida dan muestras de inquietud y lloran cuando oyen el llanto de otro bebé, pero
no cuando oyen otro tipo de sonidos aversivos, incluido su propio llanto, lo que parece indicar que existe
una predisposición biológica a reaccionar ante las emociones negativas de otros (Sagi y Hoffman, 1976).
Durante el primer año se manifiesta la empatía global. Aparece antes de que se desarrolle un sentido de
los otros como entidades físicas distintas de uno mismo, por lo que las señales de malestar en otros se
confunden con el propio malestar. En esta etapa, los niños buscan consuelo cuando se ven expuestos al
dolor de otra persona (Hay, Nash y Pedersen, 1981).
En el segundo año de vida comienza la fase de empatía egocéntrica. El niño empieza a ser consciente de
que es la otra persona la que sufre y no él, aunque todavía no distingue entre sus propios estados internos y
los de los demás. La forma de consolar al otro es haciendo cosas que le consolarían a él.
A partir del tercer año, el niño da muestras de verdadera empatía hacia los sentimientos del otro. Con el
desarrollo de la capacidad de adoptar la perspectiva del otro, el niño empieza a ser consciente de que los
sentimientos y las necesidades de los demás pueden diferir de los suyos. Además, con el desarrollo del
lenguaje, se amplía el rango de emociones con las que el niño empatiza, así como su repertorio de
conductas prosociales de ayuda y consuelo al que sufre.
En la última etapa, que tiene lugar en la infancia tardía, aparece la empatía hacia las condiciones de
vida de otras personas. Con el desarrollo de la capacidad de abstracción y la creación de conceptos
sociales, la empatía se extiende más allá de la situación inmediata del otro a circunstancias más distantes e,
incluso, a grupos sociales enteros.
El modelo de Hoffman ha recibido considerable apoyo empírico. Uno de los ejemplos más citados lo
constituyen los estudios longitudinales de Zahn-Waxler y sus colaboradores (Zahn-Waxler y Radke-
Yarrow, 1982; Zahn-Waxler, Radke-Yarrow, Wagner y Chapman, 1992) con niños de edades comprendidas
entre 1 año y 2 años y medio. Utilizando una metodología basada en la observación natural y el empleo de
estímulos de malestar estandarizados (daño fingido), encontraron que, en torno a los 2 años, la mayoría de
los niños mostraban: a) la capacidad cognitiva de interpretar, de forma simple, el estado físico y psicológico
de otros a partir de sus expresiones; b) la capacidad emocional de experimentar afectivamente el estado de
otros, y c) un repertorio conductual que permite al niño tratar de aliviar el malestar de otros.
No obstante, estudios más recientes están poniendo de manifiesto que, si bien el patrón general
propuesto por Hoffman es correcto, las edades que establece para la adquisición de las distintas habilidades
pueden estar algo desfasadas. Por ejemplo, parece ser que tanto la capacidad para diferenciar entre el yo y
los otros como la preocupación empática (auténtica empatía) podrían estar presentes ya en el primer año de
vida, como también lo estarían los circuitos cerebrales que sustentan su expresión (Light y Zahn-Waxler,
2012). Otros trabajos muestran que, a los 18 meses, los niños distinguen entre alguien que está sufriendo y
alguien que no, incluso en ausencia de expresiones faciales de dolor, lo que sugiere una forma incipiente de
adoptar la perspectiva del otro que no depende del contagio emocional (Vaish, Carpenter y Tomasello,
2009). Además, a esa edad, dan muestras de ayuda instrumental, que requiere, por una parte, inferir la meta
que quiere alcanzar el otro y, por otra, la motivación empática para ayudarle a conseguirla (Warneken y
Tomasello, 2006).

3. ¿DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE EMPATÍA?


En un trabajo en el que pasa revista a los diferentes fenómenos a los que se ha aplicado el término
empatía en la literatura, Batson (2009) propone dos preguntas que englobarían lo que los distintos
investigadores quieren averiguar cuando emplean ese término. La primera se refiere al conocimiento
emocional: ¿cómo podemos saber lo que otra persona está pensando o sintiendo? La segunda tiene que ver
con la conducta prosocial: ¿qué lleva a una persona a responder con sensibilidad y preocupación ante el
sufrimiento de otra? Aunque algunos autores subrayan que ambas preguntas están relacionadas, la mayoría
se centran solo en una de ellas.
La pregunta relativa al conocimiento ha interesado sobre todo a los investigadores que trabajan en el área
de la teoría de la mente, según los cuales o bien inferimos los estados internos de los demás a partir de
nuestras propias teorías de cómo funciona la mente, o bien nos imaginamos a nosotros mismos en la
situación del otro e interpretamos sus estados internos a partir de los nuestros. En cambio, la pregunta
referente a la conducta se la plantean sobre todo aquellos psicólogos del desarrollo y psicólogos sociales
que intentan entender y promover el comportamiento prosocial. Para estos, los sentimientos empáticos hacia
otra persona actuarían como fuente de motivación para aliviar su malestar.
Ahora bien, ¿es indiscutible que el conocimiento emocional que proporciona la empatía impulse siempre
acciones prosociales? Esta pregunta es el eje del presente capítulo. Para poder responderla es necesario
empezar analizando los distintos componentes de la empatía para así tener una idea de a qué nos estamos
refiriendo cuando empleamos este término.

3.1. Los componentes de la empatía


A pesar de la enorme variedad de definiciones, parece haber bastante acuerdo en que la empatía tiene
tres componentes básicos (Decety, 2010): 1) una respuesta afectiva ante el estado emocional de otra persona
(con o sin convergencia emocional con ella), que sirve para diferenciar de forma automática estímulos
hostiles, desagradables o amenazantes de otros que son positivos; 2) la capacidad cognitiva de adoptar la
perspectiva del otro y entender sus emociones, que se solapa en gran medida con el procesamiento del tipo
teoría de la mente, y 3) ciertos mecanismos de regulación que permiten controlar la emoción, la motivación
y el impulso para la acción.
Basándose en la teoría y en la evidencia empírica procedente de la neurociencia afectiva y la psicología
del desarrollo, Decety (2010) ha elaborado un modelo del neurodesarrollo de la empatía que asocia los
componentes descritos más arriba con dos tipos de procesamiento de las emociones de los demás: un
procesamiento de abajo arriba, que implica experimentar de forma vicaria el estado emocional de otro, y
un procesamiento de arriba abajo, que abarca la adopción de la perspectiva del otro para entender cómo se
siente y la regulación de las propias emociones para hacer posible una respuesta adecuada. En este
procesamiento de arriba abajo, las metas, las intenciones, los recuerdos, las actitudes y el contexto influyen
en cómo se perciben las emociones de los demás. Con la edad, el refinamiento de los mecanismos top-down
(empatía cognitiva y autorregulación) puede fomentar respuestas empáticas más apropiadas, promoviendo
así una mayor motivación altruista y conductas prosociales, pero también una mayor selectividad de esas
respuestas.
Estos procesos están asociados con circuitos neurales distintos, que interactúan y a veces se solapan, y
presentan patrones de desarrollo diferentes, como veremos a continuación.

3.2. Evidencia empírica acerca de la distinción entre empatía emocional y


empatía cognitiva
Aunque hasta hace relativamente poco la caracterización de la empatía como constructo emocional o
cognitivo ha sido objeto de controversia, la evidencia reciente basada en medidas conductuales y de
neuroimagen, tanto en humanos como en otras especies, y en estudios clínicos con casos de lesiones
cerebrales y trastornos psiquiátricos, parece apoyar la existencia de dos sistemas de empatía separados, uno
emocional y otro cognitivo. Estos dos sistemas son independientes, tanto en cuanto a los procesos que
abarcan como en lo referente a las áreas cerebrales implicadas y los mecanismos neuroquímicos que
intervienen en cada uno, si bien a menudo interactúan (Shamay-Tsoory, 2009; Singer, 2006).
Por ejemplo, Tania Singer (2006) distingue las áreas asociadas a funciones que ella denomina empáticas,
que permiten entender las emociones de los demás al compartir sus estados afectivos (esto es posible
cuando existe una congruencia entre los estados afectivos propios y los del otro), de las áreas que
intervienen en procesos mentalistas (teoría de la mente y empatía cognitiva, necesaria cuando no existe una
representación del estado afectivo del otro en uno mismo, por ejemplo, cuando el sufrimiento de alguien
nos produce ira ante los que se lo han provocado, o culpa y remordimiento si somos los causantes), que
carecen de experiencia corporal. Las primeras son las estructuras límbicas o paralímbicas, que son más
antiguas filogenéticamente, se desarrollan antes en la vida del individuo y formarían parte de lo que se suele
conocer como «cerebro emocional» o «cerebro social». En cambio, las habilidades mentalistas están
asociadas al neocórtex (córtex prefrontal y temporal), aparecieron más tarde en la filogenia y se desarrollan
más despacio en la ontogenia.
Otros autores encuentran también que los procesos cognitivos y los afectivos se asocian con regiones
parcialmente distintas en el cerebro adulto, aunque aparecen solapamientos (Bzdok et al., 2012; Carrington
y Bailey, 2009; Kanske, Böckler, Trautwein y Singer, 2015).
La distinción entre empatía emocional y empatía cognitiva se ve muy clara en dos tipos de trastornos que
implican un desequilibrio entre los dos componentes: el autismo y la psicopatía. Respecto al primero,
Baron-Cohen (2002) ha propuesto la teoría del «cerebro masculino extremo», que sostiene que las personas
con trastorno del espectro autista (específicamente con síndrome de Asperger) presentan un déficit general
de empatía junto con un normal o alto nivel de sistematización. Frente a esta postura, otros autores, como
Smith (2006), sugieren que el conflicto motivacional que caracteriza el autismo no se debe a un déficit
general en la capacidad de empatizar, sino, al contrario, a una hipersensibilidad emocional ante las
emociones de otros, lo que Hoffman (2000) llama «sobreactivación empática». El problema residiría en un
fuerte desequilibrio entre el componente afectivo y el componente cognitivo, que estaría muy poco
desarrollado (Blair, 2005). Según Smith (2006), la aparente falta de conexión emocional que muestran estas
personas puede ser un mecanismo de defensa. Es posible que compartan las emociones de otros pero que no
sepan interpretarlas ni manejarlas, y la única forma de regular su propia experiencia emocional sea desviar
la atención de la fuente de malestar, como hacen los bebés (véase más adelante).
En cuanto a la psicopatía, las personas con este trastorno parecen ser perfectamente conscientes de las
emociones de los demás, pero son incapaces de compartirlas, lo que elimina cualquier obstáculo
motivacional para hacerles daño. Por tanto, en este trastorno ocurre lo contrario que en el autismo: la
empatía cognitiva aparece intacta, mientras que el déficit se encuentra en el componente emocional (Blair,
2005; Wai y Tiliopoulos, 2012).
De todo lo anterior se deduce que, probablemente, toda respuesta empática, en un cerebro normal, ponga
en marcha los dos sistemas, y que el grado en que cada uno funcione dependa de diversos factores del
contexto social, como la relación entre el observador y el otro o la semejanza percibida entre ambos, y
también de variables personales, como las experiencias pasadas del observador, sus actitudes o sus metas.

3.3. Desarrollo ontogenético de los distintos componentes


En un apartado anterior hemos presentado el modelo de desarrollo de la empatía propuesto por Hoffman
(1982), que es un modelo general. Sin embargo, como acabamos de mencionar, los distintos componentes
de la experiencia empática presentan patrones de desarrollo diferentes. Aunque la investigación longitudinal
es escasa en esta área, completándola con estudios transversales a distintas edades podemos obtener un
cuadro bastante aproximado de cómo es ese desarrollo.

Empatía emocional
Según indica la evidencia empírica basada en datos conductuales, los seres humanos nacemos con la
capacidad de enviar y recibir señales afectivas y de distinguir los estados emocionales de otras personas.
Algunas muestras de esta evidencia son las manifestaciones de inquietud de los recién nacidos ante el llanto
de otro, pero no ante el sonido de su propio llanto (Dondi, Simion y Caltran, 1999; Sagi y Hoffman, 1976),
la respuesta diferenciada y la imitación de los bebés ante distintas expresiones faciales de su madre a las 10
semanas (Haviland y Lelwica, 1987) o las expresiones de preocupación, faciales, vocales y posturales, ante
el malestar de su madre desde los 8 meses (Roth-Hanania, Davidov y Zahn-Waxler, 2011). Los estudios que
emplean técnicas de neuroimagen también encuentran evidencia del funcionamiento de mecanismos de
percepción-acción en edades muy tempranas (Marshall y Meltzoff, 2014).
Por otra parte, y en contra de lo que tradicionalmente se ha sostenido, se han encontrado desde muy
pronto precursores de un sentido de autoconsciencia y agencia en el que se basa la capacidad para
diferenciar entre el yo y el otro en las experiencias empáticas. Entre los 2 y los 6 meses los bebés
desarrollan un sentido del yo como agente social y aprenden que su conducta puede afectar a la respuesta
emocional del otro (Neisser, 1991). De todas formas, hasta el segundo año los niños no empiezan a
reconocerse a sí mismos y a los demás como agentes intencionales cuyas acciones vienen causadas por
estados mentales subyacentes, como emociones, creencias y deseos.

Empatía cognitiva
La adopción de la perspectiva del otro permite al observador centrar su atención en los estados
emocionales de la otra persona y también hacer inferencias sobre esos estados emocionales cuando no
existen claves externas que los identifiquen. Esta capacidad sigue un curso de desarrollo bastante más lento
que la empatía emocional. Hasta los 3 o 4 años los niños no empiezan a entender que los demás pueden
tener pensamientos, deseos o emociones distintos de los propios. No obstante, algunos estudios han
encontrado signos de atribución de emociones en niños mucho más pequeños. Mientras que a los 14 meses
dan muestras de egocentrismo ofreciendo a otros lo que a ellos mismos les gusta, a los 18 meses son
capaces de inferir correctamente los deseos de otro a partir de su expresión emocional (Repacholi y Gopnik,
1997), e incluso de mostrar preocupación ante el malestar de otro en ausencia de expresiones faciales de
malestar (Vaish, Carpenter y Tomasello, 2009).

Regulación de las emociones


La capacidad para regular la propia experiencia emocional al presenciar el malestar de otras personas es
un importante proceso modulador de la activación afectiva. Un buen grado de regulación potencia la
preocupación empática por el estado del otro y la conducta de ayuda, mientras que la falta de regulación
provoca un mayor malestar personal (sobreactivación empática), que suele llevar a centrar la atención en la
propia perspectiva y no en la del otro, y a evitar la situación (Eisenberg et al., 1994; Lemerise y Arsenio,
2000). Los mecanismos de regulación de la emoción pueden actuar disminuyendo o aumentando la
respuesta emocional ante la situación del otro.
Los recién nacidos tienen una capacidad muy limitada para regular sus propias emociones, y dependen
de las personas que los cuidan para reducir su malestar. Más adelante, a medida que se desarrolla el control
motor, durante el primer año de vida los bebés empiezan a regular deliberadamente su propio malestar
mediante acciones tranquilizadoras, como chuparse el dedo, o autodistractoras, desviando la mirada del
estímulo aversivo (Planalp y Braugart-Rieker, 2015). Formas más complejas y eficaces de regulación, como
el control deliberado y la revaluación cognitiva, se van desarrollando gradualmente durante la infancia y la
adolescencia, en paralelo con la maduración de las funciones ejecutivas, e incluso en la edad adulta.

Motivación hacia la conducta prosocial


Según la hipótesis empatía-altruismo de Batson (2011), la preocupación empática (emoción orientada
hacia alguien que necesita ayuda y congruente con su estado emocional) produce una motivación altruista a
aumentar el bienestar del otro. Tanto la empatía emocional como la empatía cognitiva pueden promover la
preocupación empática. No obstante, el que la motivación altruista lleve o no a la conducta prosocial
dependerá de otras fuerzas motivacionales presentes en el observador y de las diferentes opciones
disponibles en la situación.
Gran cantidad de estudios de psicología del desarrollo, sobre todo basados en observación de la conducta
prosocial, sugieren que este tipo de comportamiento (ayudar, consolar, compartir, cooperar) aparece en el
segundo año de vida (p. ej., Brownell, 2013; Vaish et al., 2009; Warneken y Tomasello, 2006). Los niños
parecen evolucionar desde un tipo de altruismo ingenuo hacia conductas de ayuda más selectivas a medida
que crecen. El desarrollo sociocognitivo de la toma de perspectiva y la regulación de la emoción capacitan
al niño para demostrar conductas prosociales en una mayor variedad de situaciones y de forma más
selectiva.
Esta evolución de la capacidad empática desde los primeros años en adelante tiene que ver tanto con el
desarrollo cognitivo, que permite al niño comprender cada vez mejor los sentimientos y los pensamientos
de los demás, como con el desarrollo social, que le expone continuamente a experiencias interpersonales
evocadoras de emociones, y también con la socialización por parte de los adultos, que van dirigiendo sus
respuestas a esas experiencias.
Aunque se suele asociar la empatía con conductas prosociales, motivadas por una preocupación por el
bienestar de otros, hay casos en los que esa asociación no se produce. Uno de ellos ya se ha mencionado:
cuando el conocimiento del malestar del otro provoca un grado tal de malestar en uno mismo
(sobreactivación empática) que la motivación resultante se dirige a reducir el propio estado desagradable, lo
que puede llevar a huir de la situación. Pero también es posible utilizar el conocimiento del estado
emocional del otro para manipularle y conseguir beneficios propios a su costa.

4. EL CONOCIMIENTO EMOCIONAL QUE LA EMPATÍA FACILITA ¿DA


SIEMPRE COMO RESULTADO UN COMPORTAMIENTO PROSOCIAL?
DEBATE ACERCA DE LA RELACIÓN ENTRE EMPATÍA E
INTELIGENCIA MAQUIAVÉLICA
Como decíamos al principio, el enfoque evolucionista de la cognición social en general, y de la empatía
en concreto, predice que la selección natural habrá favorecido el desarrollo de mecanismos para la
cooperación, el altruismo y la conducta prosocial en general, y también mecanismos que permitan el engaño
y la manipulación de otros miembros del grupo. Según los teóricos de la inteligencia maquiavélica (p. ej.,
Byrne y Whiten, 1988; Dunbar, 2003), la razón fundamental por la que ha evolucionado la capacidad para
leer la mente y entender o inferir los estados mentales (cognitivos y afectivos) de los demás es que
facilitaba la manipulación de otros y la consecución de los propios intereses sin romper la integridad del
grupo. Frente a este punto de vista orientado hacia el valor adaptativo de la competición, otros defienden
que esa capacidad de inferir el estado afectivo de otra persona asociada a la empatía (y compartirlo o
reaccionar emocionalmente ante él) ha evolucionado fundamentalmente porque favorecía la coordinación
entre los miembros del grupo y el cuidado mutuo (De Waal, 2008; Hoffman, 1981). La diferencia entre
ambas posturas es una cuestión de grado. Ninguna de las dos niega la importancia de los argumentos de la
otra.
Estas dos hipótesis sobre la evolución de la empatía se traducen en dos perspectivas enfrentadas a la hora
de entender la relación entre la capacidad empática y el comportamiento prosocial. La primera considera
que la empatía facilita la manipulación. La segunda, más generalizada, defiende que la empatía promueve el
comportamiento prosocial y, por tanto, es incompatible con la manipulación.
Los defensores de la primera postura suelen equiparar empatía con teoría de la mente y centrarse en el
componente cognitivo, o lo que se ha dado en llamar «empatía fría», que no incluye compartir la emoción
del otro (Astington, 2003; Davis y Stone, 2003). Algunos estudios han obtenido correlaciones positivas
entre este tipo de empatía y conductas de manipulación. Por ejemplo, Barnett y Thompson (1985)
encontraron que los niños de 9 a 11 años que puntuaban bajo en empatía emocional y alto en empatía
cognitiva eran los que mostraban puntuaciones más altas en una escala de maquiavelismo, y eran valorados
por los profesores como menos serviciales que sus compañeros cuando alguien necesitaba claramente
ayuda. La conclusión que extraen los autores es que es la empatía emocional la que motiva la conducta de
ayuda altruista.
Por su parte, Sutton, Smith y Swettenham (1999), en un estudio con niños entre 7 y 10 años donde
relacionaban, entre otras variables, la empatía cognitiva y el comportamiento de acoso (bullying),
encontraron que los acosadores líderes obtenían puntuaciones significativamente más altas en una tarea de
comprensión emocional que sus secuaces y que las víctimas. Sin embargo, en un estudio posterior con
preescolares (Monks, Smith y Swettenham, 2005) no apareció esa superioridad cognitiva en los bullies. La
posible explicación de esa disparidad de resultados estaría, según los autores, en la diferente forma de
funcionar de los acosadores a distintas edades: los más pequeños recurren a métodos de agresión directos,
mientras los mayores emplean formas más indirectas; además, los pequeños suelen actuar solos, mientras
que los mayores lo hacen en grupo. Tanto la agresión indirecta como la necesidad de organizar a una banda
de secuaces y convencerles para que le apoyen en sus acciones requieren unas mayores habilidades
cognitivas en el acosador. De ahí sus mayores puntuaciones en tareas de teoría de la mente y empatía
cognitiva.
En esta misma línea, Kaukiainen y sus colaboradores (1999) encontraron que la empatía (cognitiva y
afectiva) mostraba relaciones negativas significativas con la agresión directa (verbal y física), pero no con
la agresión indirecta en niños de 12 años. Por otra parte, apareció una relación positiva entre agresión
indirecta y lo que ellos llaman «inteligencia social», que contiene algunos ítems que podrían considerarse
empatía cognitiva (p. ej., «es capaz de adivinar los sentimientos de otros, incluso cuando no quieren
expresarlos»; «se da cuenta fácilmente cuando otros mienten»).
Estos resultados, y los de los estudios antes citados de Sutton et al. (1999) y Monks et al. (2005), son
coherentes con el modelo de Bjökqvist, Lagerspetz y Kaukiainen (1992) sobre el desarrollo de la agresión.
Según este modelo, la agresión de los niños pequeños es fundamentalmente física; pasa a ser verbal a
medida que las habilidades verbales se desarrollan; y en la tercera etapa (preadolescencia) aparece la
agresión indirecta y manipulativa, que requiere un cierto nivel de inteligencia social. Lo que Kaukiainen y
sus colegas (1999) sugieren es que la inteligencia social (que se solapa en parte con la empatía cognitiva) no
debe entenderse como sinónimo de habilidades prosociales ni tampoco de maquiavelismo, sino como una
herramienta neutra que puede emplearse con propósitos tanto prosociales como egoístas. El uso que se haga
de ella dependerá de las demandas de la situación y de factores personales, como el nivel de preocupación
empática (empatía emocional). De hecho, numerosos autores han encontrado, en edades muy diferentes y
muestras muy distintas, que es el componente emocional de la empatía el que promueve la conducta
prosocial e inhibe la antisocial (p. ej., Barnett y Thompson, 1985; Jolliffe y Farrington, 2006; LeSure-
Lester, 2000; Renouf et al., 2010; Warden y Mackinnon, 2003).
Otros estudios han intentado encontrar relaciones entre la empatía cognitiva (entendida como teoría de la
mente y a veces como inteligencia emocional) y el «maquiavelismo» (conductas en las que un individuo
utiliza a otro como instrumento para lograr sus fines), desde la lógica de que, si la inteligencia maquiavélica
es una estrategia favorecida por la evolución para engañar a otros, los que puntúen alto en escalas de
maquiavelismo deberían tener facilidad para resolver las tareas de teoría de la mente. Lo que demuestran los
resultados, tanto en adultos (p. ej., Austin, Farrelly, Black y Moore, 2007; Paal y Bereczkei, 2007) como en
niños (p. ej., Barlow, Qualter y Stylianou, 2010), es que la relación es negativa: cuanto mayor es la
capacidad para interpretar o inferir el estado mental o emocional del otro, más probable es que se produzcan
interacciones cooperativas y conductas de apoyo al que necesita ayuda. Esta relación negativa parece ser
más acusada en las niñas. No obstante, una baja puntuación en una escala de maquiavelismo no significa
que esa persona no sea capaz de engañar y manipular a otros, sino que habitualmente no utiliza sus
habilidades de comprensión de las emociones de otros para manipularles.
Los defensores de la segunda postura consideran que no es posible entender la empatía separando sus
elementos; tiene tanto un componente cognitivo como un componente emocional, independientes pero con
una necesaria interacción (Davis y Stone, 2003; Feshbach, 1987). Según estos autores, no es posible
entender y experimentar las emociones y las necesidades de otra persona, ni responder empáticamente a
ellas, sin percibir la situación desde su punto de vista. Refiriéndose al ámbito de la investigación
neurocientífica, Zaki y Ochsner (2012) subrayan que, aunque los dos sistemas se han estudiado por
separado empleando estímulos y tareas simplificados, no se debe perder de vista que en la mayoría de las
situaciones de la vida real son indisociables, como lo demuestran los estudios que emplean métodos
naturalistas. Ambos sistemas se activan cuando las personas se enfrentan a información social compleja,
ambos están funcionalmente interconectados para responder a esas claves sociales y ambos son necesarios
para una respuesta adecuada.
En esta misma línea, Smith (2006) sostiene que la capacidad para emplear ambos componentes de la
empatía de una forma integrada permite que ambos se complementen y se facilite el comportamiento
prosocial. Por ejemplo, la empatía emocional puede facilitar la motivación prosocial, impulsándonos a
ayudar a alguien, mientras que la empatía cognitiva proporciona una comprensión prosocial y permite ver
con más claridad cuál es la forma más apropiada de ayudar a esa persona (Caputi, Lecce, Pagnin y
Banerjee, 2012). Además, la empatía emocional puede limitar el uso maquiavélico de la empatía cognitiva
(Lonigro, Laghi, Baiocco y Baumgartner, 2014).
En apoyo de esta necesaria complementariedad, numerosos estudios confirman una relación positiva
entre capacidad empática (tanto afectiva como cognitiva) y conducta prosocial, y una relación negativa
entre esta capacidad y conductas agresivas o antisociales (p. ej., Eisenberg, Eggum y Di Giunta, 2010;
Eisenberg, Spinrad y Sadovsky, 2006; Feshbach, 1978; Gini, Albiero, Benelli y Altoè, 2007; Hoffman,
2000; Lyons, Caldwell y Schultz, 2010; Richardson, Hammock, Smith, Gardner y Signo, 1994).
Por otra parte, como afirma Astington (2003), la capacidad para atribuir estados mentales a otros es una
condición necesaria pero no suficiente para el funcionamiento social. Probablemente, la capacidad de
empatizar con los demás, experimentando sus emociones y «simpatizando» con ellas, es un elemento
esencial entre la teoría de la mente y la competencia social (Eisenberg, Huerta y Edwards, 2012; Lonigro et
al., 2014).
Teniendo en cuenta todo lo anterior, ¿cómo pueden explicarse resultados tan divergentes? Aparte de la
cuestión innegable relativa a la disparidad de métodos y de conceptualizaciones del mismo constructo, ¿es
factible que ambas posturas tengan parte de razón? ¿Existe la posibilidad de que la empatía, entendida como
capacidad cognitivo-emocional, se relacione tanto con la conducta prosocial como con la manipulación de
otros en beneficio propio? Esto es lo que predice la teoría evolucionista, que parte de la premisa de que lo
más adaptativo es la flexibilidad, es decir, la versatilidad de los mecanismos heredados para que puedan ser
útiles en distintos contextos y ante distintas necesidades.
A partir de lo visto en este capítulo, la clave podría estar en el mecanismo que controla la experiencia
emocional de la empatía. Lo que proponemos aquí es que las dos posturas podrían tener parte de razón si la
capacidad de regulación de la emoción hiciera que el propio malestar emocional ante el sufrimiento del otro
se regulara hacia abajo a conveniencia (Decety, 2010), facilitando una desensibilización (como ocurre en
los profesionales de la salud; Hojat et al., 2009). Esto implicaría que la manipulación no es un rasgo fijo,
sino una estrategia, que dependería de las metas del observador.
Parte del proceso de desarrollo puede que consista en adquirir conductas más complejas y elaboradas, en
que haya más ocasiones que evoquen emoción, pero también en la adquisición de estrategias que protejan
contra esa evocación, como mayor distanciamiento, distracción y evitación. La respuesta empática
emocional puede ser más fuerte en los niños, y con la edad y la maduración del cerebro, junto con las
experiencias interpersonales que están fuertemente moduladas por diversos factores contextuales y sociales,
los niños y los adolescentes se van haciendo más sensibles a las normas sociales que regulan el
comportamiento prosocial, y también más selectivos en sus respuestas a los otros. Ser capaz de manejar las
propias emociones de forma eficaz (controlando la sobreactivación empática, por ejemplo) no solo hace
posible una conducta socialmente apropiada (Eisenberg, Fabes, Gauthrie y Reiser, 2000), sino que también
reduce un posible obstáculo para el logro de los propios objetivos (Repacholi, Slaughter, Pritchard y Gibbs,
2003; Smith, 2006).

5. CONCLUSIONES
Cualquier intento de revisión de la investigación sobre empatía, incluso restringiéndola a los estudios
con niños, se enfrenta a dos serios problemas, como denuncian todos los que acometen esta tarea: por un
lado, la falta de consenso acerca de qué es exactamente la empatía; por otro, y como consecuencia, la
diversidad de formas en que se ha operativizado para medirla.
Cuando nos acercamos a la literatura especializada, encontramos un buen número de términos que,
dependiendo de los distintos investigadores, se refieren a procesos sutilmente diferentes. La distinción más
clásica es la que se establece entre empatía afectiva o emocional y empatía cognitiva. Pero aparecen otros,
como simpatía, preocupación empática, teoría de la mente, toma de perspectiva afectiva o inteligencia
emocional. El propio Batson (2009) denuncia esta situación en un trabajo en el que distingue hasta ocho
usos distintos del término empatía. Esta disparidad terminológica y conceptual dificulta enormemente la
comparación entre estudios.
Por otra parte, la diversidad de medidas empleadas en los distintos estudios tampoco contribuye a
facilitar las cosas. Veamos un ejemplo. Distintos paradigmas experimentales que han utilizado viñetas han
medido la empatía afectiva como una convergencia exacta entre la emoción del personaje y la del niño, o
como una convergencia entre emociones distintas, pero con la misma valencia (por ejemplo, si el personaje
expresa tristeza y el niño dice sentir ira o miedo). Algo parecido ocurre con la empatía cognitiva. Las
medidas empleadas se refieren al reconocimiento de la emoción expresada por un personaje, o a la
comprensión de la causa de la emoción expresada por un personaje, o a una inferencia de la emoción que un
personaje debería sentir a partir de un escenario.
Aparte de estos problemas, en general esta área de estudio adolece de falta de investigación naturalista y
longitudinal que permita explorar la empatía en situaciones más reales para los niños y establecer el patrón
de desarrollo de los distintos procesos implicados. Aunque existe bastante acuerdo entre los investigadores
en este sentido, esto puede no ser más que un desiderátum, dados la dificultad, el coste y el escaso rédito
académico a corto plazo de este tipo de metodología.
A pesar de estas dificultades, podemos extraer dos conclusiones de lo visto en este capítulo, una más
general y la otra más relacionada con el objeto central de la presente revisión. La primera es que el carácter
multifacético (cognitivo-emocional) de la empatía la convierte en ejemplo paradigmático de la relación
entre la emoción y la cognición social, una relación que se pone de manifiesto no solo a nivel de procesos
sino también en cuanto a sus bases neurológicas (Adolphs, 1999).
La segunda se refiere a la función de la empatía. En este capítulo nos hemos centrado en una cuestión
que ha generado bastante debate entre los investigadores: la relación del conocimiento emocional que
proporciona la capacidad empática con la conducta prosocial y con la persecución de las propias metas, o,
dicho en otros términos, con el comportamiento altruista y el egoísta. Para ello hemos partido del
planteamiento evolucionista, que considera la empatía como una capacidad versátil, que promueve el
cuidado de los demás y la cooperación entre los miembros del grupo y, al mismo tiempo, el engaño y la
manipulación de otros en beneficio propio. Frente a una visión excluyente que sostiene que una de las dos
funciones tiene más peso que la otra, hemos defendido la coexistencia de ambas, mucho más coherente con
el enfoque evolucionista y su énfasis en la flexibilidad necesaria para una mejor adaptación a distintos
contextos. En este sentido, la empatía sería una capacidad neutra, y la saliencia de una u otra función en un
momento dado dependería de variables personales, como las metas, las experiencias previas o la capacidad
de regulación del individuo, y de factores contextuales, como el grado de relación con la otra persona o las
normas que rigen en esa situación concreta.
Coincidimos con Dale Hay (2009) cuando afirma que, probablemente, uno de los mayores logros del
desarrollo infantil sea la adquisición de la capacidad para equilibrar las tendencias prosociales con las
necesidades individuales, y para discriminar cuándo es apropiado compartir, simpatizar y ayudar a otros y
cuándo es prioritario centrarse en los intereses propios. La empatía es una herramienta más para facilitar el
comportamiento social, y no viene de fábrica con una direccionalidad predeterminada.

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NOTAS

17 Galeano, E. (2008). Espejos. Una historia casi universal (p. 4). Madrid: Siglo XXI.
PARTE TERCERA
El desarrollo emocional en contexto
8
Diferencias de género en la expresión emocional en la
infancia
HARRIET R. TENENBAUM
ANA AZNAR

1. INTRODUCCIÓN
El género es una representación cultural formada por normas, valores, prejuicios, prohibiciones y reglas
que influye en la manera de comportarse y expresarse de hombres y mujeres. Durante décadas, el género se
consideró un rasgo estable; sin embargo, en los últimos años ha pasado a considerarse un componente de la
identidad personal que se desarrolla y evoluciona a lo largo de la vida. Desde esta perspectiva, la
investigación en esta área ha pasado de describir las diferencias entre hombres y mujeres a intentar
establecer por qué y cómo las diferencias de género aparecen y se desarrollan. El género también influye en
cómo hombres y mujeres expresan sus emociones. La expresión emocional es una habilidad fundamental
porque nos permite comunicar nuestros sentimientos a aquellos que están a nuestro alrededor. Sin embargo,
numerosas investigaciones demuestran que desde la más temprana infancia hay diferencias de género en la
expresión emocional (Chaplin y Aldao, 2013). A lo largo de este capítulo revisaremos la literatura sobre
diferencias de género en la expresión emocional en la infancia y las razones que explican estas diferencias.

2. DESARROLLO DE LA COMPETENCIA EMOCIONAL EN LA


INFANCIA
La competencia emocional es la habilidad de entender las emociones propias y las de aquellos que están
a nuestro alrededor, así como de expresar y regular las emociones (Denham et al., 2003; Halberstadt,
Denham y Dunsmore, 2001). De estos tres elementos, la expresión de emociones es el que ha sido estudiado
de manera más extensa, en parte porque es el componente más fácil de investigar (Kring y Gordon, 1998).
Comprender la competencia emocional en el desarrollo es importante porque está relacionada con otras
habilidades y competencias (Huffman, Mehlinger y Kerivan, 2000). Primero, la competencia emocional
está ligada a la competencia social (Eisenberg, Fabes, Guhtrie y Reiser, 2000; Eisenberg, Smith, Sadovsky
y Spinrad, 2004). Por ejemplo, los niños que demuestran una elevada competencia emocional tienden a ser
más populares entre sus compañeros y suelen tener más amigos que aquellos que tienen un menor nivel de
competencia emocional (Dunn y Herrera, 1991; Fabes et al., 2001; Shields y Cicchetti, 2001). La causa de
esta relación puede ser que los niños emocionalmente competentes tienen más capacidad para entender y
reaccionar de manera apropiada a los sentimientos de los demás que sus compañeros menos competentes
emocionalmente. Esta habilidad les permite establecer relaciones sociales de mayor calidad. Segundo, la
competencia emocional está relacionada con el rendimiento académico (Garner, 2010; Trentacosta e Izard,
2007; Valiente, Swanson y Eisenberg, 2012). Por ejemplo, Izard et al. (2001) encontraron que la
comprensión emocional a los 5 años predecía el rendimiento académico a los 9 años. Diversas
investigaciones también demuestran que la regulación emocional está unida al rendimiento académico
(Sanson, Hemphill y Smart, 2004), probablemente porque los niños que tienen dificultad para controlar sus
emociones, a su vez, tienden a tener problemas para concentrarse (Blair, 2002). Por último, la competencia
emocional está unida al desarrollo de psicopatologías. Los niños que tienen una baja competencia
emocional corren mayor riesgo de sufrir síntomas de depresión, ansiedad y problemas psicosomáticos en
comparación con sus compañeros con una mayor capacidad emocional (Garber, Braafladt y Zeman, 1991;
Garber, Zeman y Walker, 1990). En resumen, la habilidad de entender, expresar y regular las propias
emociones y las de los demás desempeña un papel fundamental en la capacidad para funcionar con éxito en
la sociedad. Este capítulo examinará solo un aspecto de la competencia emocional: la expresión de
emociones y específicamente las diferencias de género en la expresión de emociones en la infancia.

3. LA EXPRESIÓN EMOCIONAL
La expresión emocional es la capacidad de comunicar las emociones de una manera apropiada y
efectiva, de manera que los demás puedan entenderlas (Denham et al., 2003). Las emociones pueden
comunicarse a traves de diversos canales: expresiones faciales, vocalizaciones (p. ej., llanto), posturas (p.
ej., cerrar los puños), o a través de conversaciones explícitas sobre emociones (Chaplin, 2015).
Desde el nacimiento, los niños expresan sus emociones para guiar los cuidados de sus padres. A medida
que los niños crecen, aprenden a expresar verbal y no verbalmente sus emociones, a la vez que asimilan
también las reglas sobre expresión emocional, es decir, aprenden cuándo, cómo y con quién deben expresar
sus emociones (Chaplin y Aldao, 2013). Es importante desarrollar la capacidad de expresar las emociones
de manera efectiva porque diversas investigaciones demuestran que está unida a la capacidad de establecer
relaciones sociales de éxito (Halberstadt et al., 2001). Por ejemplo, los niños en edad preescolar que
mencionan un mayor número de emociones tienden a ser más populares entre sus compañeros que los que
mencionan menos emociones (Fabes, Eisenberg, Hanish y Spinrad, 2001). También los niños cuyas familias
expresan afecto positivo frecuentemente demuestran un elevado comportamiento prosocial (Denham y
Grout, 1993), mientras que los niños cuyas familias expresan más frecuentemente afecto negativo
manifiestan mayores niveles de agresividad (Denham, Renwick-DeBardi y Hewes, 1994). Por último, los
niños que no expresan sus emociones de manera efectiva corren mayor riesgo de sufrir psicopatologías que
aquellos que tienen mejor expresividad emocional (Chaplin y Cole, 2005).

4. DESARROLLO DE LA EXPRESIÓN EMOCIONAL EN LA INFANCIA


Como ya hemos mencionado, desde el nacimiento los niños usan señales no verbales para comunicar sus
estados emocionales a sus padres (Chaplin, 2015; Izard et al., 1995). A partir de los 18 meses empiezan a
comunicar sus emociones verbalmente (p. ej., «estoy contento», «ella está enfadada»). Los niños empiezan
expresando emociones simples (p. ej., alegría, enfado) y, durante el segundo y tercer años de vida, aprenden
a expresar emociones complejas (p. ej., culpa, orgullo) (Barrett, Zahn-Waxler y Cole, 1993; Belsky,
Domitrovich y Crnic, 1997).
Gran parte de las investigaciones en este campo están basadas en información aportada por las madres,
quienes indican que sus hijos a los 28 meses expresan emociones positivas, como alegría, diversión, amor,
orgullo, sorpresa, moralidad y bienestar, así como emociones negativas, como tristeza, miedo, enfado, asco
y culpabilidad. Con la edad, los niños aprenden a discutir sobre sus emociones de una manera más
sofisticada (Southam-Gerow y Kendall, 2002). En concreto, entre los 18 y los 36 meses los niños y niñas
aprenden a poner nombre a sus emociones y a las de los demás, a discutir emociones pasadas y futuras y a
hablar sobre los antecedentes y las consecuencias de los estados emocionales (Bretherton et al., 1986;
Trabasso, Stein y Johnson, 1981). Más tarde, los niños aprenden a controlar y a ocultar sus emociones
(Bretherton et al., 1986).
A pesar de que, como acabamos de ver, hay una clara pauta en el desarrollo emocional, desde una edad
muy temprana aparecen diferencias individuales en la expresión emocional (Brown y Dunn, 1996; Denham,
1998; Miller y Olson, 2000; Thompson, 1994; Thompson, Flood y Lundquist, 1995). Un posible factor que
podría explicar estas diferencias son las conversaciones sobre emociones entre los niños y las personas de
su alrededor (p. ej., padres, hermanos). Otro posible factor es el género, tanto el de los padres como el de
los hijos, y, en concreto, la manera en la que madres y padres hablan a sus hijos sobre emociones (Adams,
Kuebli, Boyle y Fivush, 1995; Cervantes y Callanan, 1998; Fivush, 1989; Kuebli y Fivush, 1992; Kuebli,
Butler y Fivush, 1995; Martin y Green, 2005). En efecto, diversas investigaciones demuestran que cuando
hay diferencias, las madres y los padres tienden a hablar más frecuentemente sobre emociones con sus hijas
que con sus hijos. En la próxima sección revisaremos la literatura sobre las diferencias de género ligadas a
la expresión emocional.

5. DIFERENCIAS DE GÉNERO EN LA EXPRESIÓN EMOCIONAL EN LA


INFANCIA: REVISIÓN DE LA LITERATURA
Piense en la persona más emocional que conoce. La mayoría de los lectores habrá pensado en una mujer
debido a que existe el estereotipo de que las mujeres son más emocionales que los hombres (Brody y Hall,
2000; Fivush y Buckner, 2000; Zahn-Waxler, Cole y Barrett, 1991). Este estereotipo está relacionado con la
idea de que los hombres son racionales mientras que las mujeres son emocionales, noción que proviene de
la distinción binaria que existe en Occidente entre la razón y la emoción y la asociación de cada una de ellas
con la masculinidad y la feminidad respectivamente (Lloyd, 2002). Más aún, la asociación de la
emocionalidad con las mujeres y la razón con los hombres sitúa a estos en un estatus superior al de las
mujeres. Por ello es fundamental establecer si el estereotipo de que las mujeres son más emocionales que
los hombres es cierto. En esta sección exploraremos la literatura sobre diferencias de género en la expresión
emocional para así determinar si este estereotipo tiene o no fundamento.
En general, la mayoría de investigaciones sugieren que hay diferencias de género en la expresión
emocional durante la infancia y que se plasman en que las niñas tienden a ser más expresivas
emocionalmente que los niños. Es importante tener en cuenta que, cuando hay diferencias de género, estas
tienden a ser pequeñas (Chaplin y Aldao, 2013), pero suelen aparecer incluso usando diferentes métodos de
análisis. Los estudios con adultos también sugieren que las mujeres tienden a ser más expresivas
emocionalmente que los hombres. Sin embargo, es importante destacar que algunos estudios no han
encontrado diferencias de género en expresividad emocional entre adultos (p. ej., Cupchik y Poulos, 1984;
Vrana, 1993; Wagner, 1990), pero no hay ningún estudio, al menos que las autoras conozcan, que haya
encontrado que los hombres son más expresivos emocionalmente que las mujeres.
Las diferencias de género en expresión emocional tienden a aparecer tanto en la comunicación verbal
como en la no verbal de emociones durante la infancia y la edad adulta. Aunque el análisis de la
comunicación no verbal de emociones no es el objetivo de este capítulo, nos gustaría resaltar que, al igual
que ocurre en la expresión verbal de emociones, las investigaciones sobre diferencias de género en la
expresión emocional no verbal (p. ej., llanto) apoyan el estereotipo de que las mujeres son más emocionales
que los hombres y que esta diferencia tiende a aparecer en la infancia. El estudio de las diferencias de
género en la expresión verbal de emociones ha recibido mucha atención. Gran parte de estos estudios
exploran las diferencias de género en niños y niñas cuando hablan sobre emociones con sus madres
mediante el análisis del número de palabras sobre emociones mencionadas, la calidad (p. ej., si el niño
explica las emociones que menciona o no) y el signo de dichas conversaciones (p. ej., si el niño se refiere a
emociones positivas o negativas) durante actividades como la reminiscencia (p. ej., Fivush et al., 1989,
2002, 2009, 2013), el juego (p. ej., Aznar y Tenenbaum, 2013; Cervantes, 2002; Cervantes y Callanan,
1998) y la lectura de libros (p. ej., Van der Pol et al., 2015; Garrett-Peters et al., 2008; Jessee, McElwain y
Booth-LaForce, 2016). Los resultados en esta área son contradictorios, pero tienden a sugerir que cuando
hay diferencias, las niñas mencionan más emociones en conversaciones con sus madres que los niños.
Además de los estudios que examinan las diferencias de género en expresión emocional durante la
infancia en general, también hay investigaciones que analizan las diferencias de género en el uso de las
distintas emociones. De acuerdo con los estereotipos, hay emociones, como el miedo y la tristeza, que se
consideran femeninas y otras emociones, como la ira y la frustración, que se consideran masculinas (Brody,
1996). Si consideramos el enfado una emoción asertiva y la tristeza una emoción pasiva (Leaper, 2002),
podemos concluir que los estereotipos sobre emociones concuerdan con los estereotipos más generales
sobre hombres y mujeres (Anderson, 1998). La pregunta entonces es si los estereotipos sobre emociones
tienen fundamento científico. La investigación sobre diferencias de género en expresión emocional no es
concluyente para determinar si estas diferencias aparecen en todas las emociones. Estudios con adultos
sugieren que, en general, las mujeres tienden a expresar más frecuentemente tristeza, alegría y miedo,
mientras que los hombres tienden a manifestar enfado y orgullo más a menudo (Hess, Blairy y Kleck, 2000;
Kelly y Hutson-Comeaux, 1999; Kring, 2000; Plant, Hyde, Keltner y Devine, 2007; Weber y Wiedig-
Allison, 2007). Por tanto, estos resultados coinciden con el estereotipo occidental. Sin embargo, Van der
Pol et al. (2015) no encontraron diferencias de género en las conversaciones entre padres y madres con sus
hijos sobre tristeza, alegría, enfado y miedo.
Las diferencias de género en la expresión de emociones específicas a lo largo de la infancia también han
sido examinadas. Empezando con niños en edad escolar (Brody, 1985) y adolescentes (Stapley y Haviland,
1989), las niñas dicen expresar más tristeza que los niños, e incluso dicen sentirse peor cuando no expresan
sus emociones negativas que cuando sí lo hacen (Zeman y Shipman, 1997). Al contrario, los niños dicen
expresar enfado más frecuentemente que las niñas (Brody y Hall, 1993). En un reciente metaanálisis de 166
estudios que examinaba diferencias de género en expresión emocional en niños y niñas de entre 0 y 17 años,
Chaplin y Aldao (2013) encontraron diferencias de género, pero muy pequeñas. Principalmente detectaron
que los niños tienden a expresar enfado con mayor frecuencia que las niñas y estas suelen expresar más
frecuentemente emociones positivas, tristeza y ansiedad. En resumen, podemos conluir que hay diferencias
de género en la expresión de emociones específicas y que estas diferencias tienden a reflejar esterotipos de
género más generales.
Sin embargo, hay que ser cautos al afirmar que las niñas y las mujeres son más emocionales que los
hombres y los niños por dos razones. Primero, la manera en la que hombres y mujeres expresan sus
emociones depende del canal empleado (Brody, 1999). Segundo, la expresión emocional tiende a estar
influida por diversos factores sociales, culturales y situacionales (Adelmann y Zajonc, 1989; Chaplin y
Aldao, 2013; Lang, Bradley y Cuthbert, 1990; Miller y Kozak, 1993) como, por ejemplo, la emoción de la
que se habla, el interlocutor o características personales como la edad, el idioma o la cultura (Brody, 1999;
Chaplin y Aldao, 2013). En los siguientes apartados revisaremos cómo estos factores muy probablemente
desempeñan un papel importante en las diferencias de género en la expresión emocional.

5.1. Edad
La edad es uno de los factores que influyen en las diferencias de género en la expresión emocional
(Chaplin, 2015; Chaplin y Aldao, 2013; Kring y Gordon, 1998; Simon y Nath, 2004). Como ya hemos
mencionado, la investigación con adultos demuestra que, tanto verbal como no verbalmente, las mujeres
son más emocionales que los hombres (Ashmore, 1990; Brody y Hall, 1993; Kring y Gordon, 1998). Las
mujeres tienden a expresar más frecuentemente emociones positivas y emociones internalizantes (p. ej.,
tristeza), a sonreír más y, con la excepción de enfado, a manifestar más frecuentemente emociones
negativas que los hombres (Brody, 1985). Sin embargo, es importante destacar que algunos estudios no han
encontrado diferencias de género en expresión emocional en adultos (p. ej., Cupchick y Poulos, 1984; Kring
y Gordon, 1998; Lanzetta, Cartwright-Smioth y Kleck, 1976; Wagner, 1990). Por tanto, a la luz de esta
información, lo que nos tenemos que preguntar es: ¿cuándo aparecen las diferencias en expresión emocional
entre hombres y mujeres? ¿Están presentes desde el nacimiento o se desarrollan a lo largo del crecimiento?
Los estudios con bebés y niños y niñas obtienen resultados contradictorios, lo que hace difícil establecer
una pauta de desarrollo (Cossette, Pomerleau, Malcuit y Kaczorowski, 1996). La mayoría de estudios
observacionales con recién nacidos y bebés no han encontrado diferencias (Cossette et al., 1996). Cuando
aparecen diferencias, los bebés varones son más irritables (con una muestra española, Boatella-Costa,
Costas-Moragas, Botet-Mussons, Fornieles-Deu y De Cáceres-Zurita, 2007), lloran más (Feldman, Brody y
Miller, 1980) y son más expresivos emocionalmente que las niñas.
En niños y niñas en edad preescolar, también aparecen diferencias de género en expresión emocional
(Chaplin, Cole y Zahn-Waxler, 2005). Las niñas tienden a ser más expresivas que los niños. Observaciones
naturales han encontrado que niños y niñas en edad preescolar mencionan un número de palabras sobre
emociones parecidas (Fabes et al., 2001). Sin embargo, al final de la edad preescolar las niñas usan más
palabras sobre emociones y una mayor variedad que los niños (Kuebli et al., 1995). A los 24 meses de edad,
las niñas hablan más que los niños sobre emociones en conversación con sus madres (Cervantes y Callanan,
1998; Dunn, Bretherton y Munn, 1987). También, cuando los niños y niñas juegan con sus compañeros, las
niñas de 4, 5 y 6 años tienden a expresar más emociones que los niños de la misma edad (Garner, Robertson
y Smith, 1997; Tenenbaum, Ford y Alkhedairy, 2011).
Además de examinar la frecuencia con la que los preescolares hablan sobre emociones, hay diversas
investigaciones que han examinado la calidad y el estilo de esas conversaciones. Por ejemplo, los
preescolares de 40 a 45 meses hablan más sobre las causas de las emociones con sus madres que con sus
padres, y las niñas usan un mayor número de emociones cuando hablan con sus padres sobre hechos que les
dan miedo que los niños de la misma edad (Fivush et al., 2000). Leaper y Smith (2004) encontraron que en
diversas edades las niñas usan un lenguaje más afiliativo que los niños, mientras que estos emplean un
lenguaje más asertivo. Finalmente, las niñas tienden a expresar más tristeza que los niños, mientras que
estos tienden a demostrar más enfado que aquellas (Brody, 1999; Saarni, 1984).
Las investigaciones con adolescentes, aunque más escasas, continúan demostrando diferencias de género
en expresión emocional. Cuando hablan con sus padres, las adolescentes son más emocionales que los
adolescentes de la misma edad (Aldrich y Tenenbaum, 2006). En relación con la calidad de las
conversaciones sobre emociones, las adolescentes declaran expresar más tristeza y afecto, mientras que los
adolescentes tienden a expresar más enfado (Brody y Hall, 1993; Safyer y Hauser, 1994).
En resumen, y de acuerdo con los estereotipos culturales, las diferencias de género en expresividad
emocional se incrementan con la edad, y tanto verbal como no verbalmente las niñas y las mujeres son más
expresivas emocionalmente que los hombres y los niños.

5.2. Interlocutor
Cuando hablamos sobre nuestras emociones, es de sentido común asumir que la persona con la que
estamos hablando influye en cómo y cuánto hablamos sobre nuestras emociones. En general, tendemos a
hablar sobre nuestras emociones más frecuentemente cuando estamos con familiares que cuando estamos
con personas poco conocidas o con colegas de trabajo (Matsumoto, Takeuchi, Andayani, Kouznetsova y
Krupp, 1998). Numerosas investigaciones sugieren que las emociones positivas se expresan más libremente
cuando estamos con familiares (Buck, Losow, Murphy y Costanzo, 1992; Kring, Raniere y Eberhardt,
1995), mientras que evitamos comunicar las emociones negativas en presencia de personas poco conocidas,
pero no con interlocutores conocidos (Buck et al., 1992; Kring et al., 1995; Chaplin y Aldao, 2013). Pautas
parecidas aparecen cuando se compara a niños y niñas en conversación con sus padres o con sus
compañeros. Por ejemplo, niños de 7 y 11 años expresan sus emociones negativas más frecuentemente con
sus padres que con sus compañeros, probablemente porque es más normal que los padres acepten estas
emociones negativas, mientras que sus compañeros podrían ridiculizarles (Zeman y Garber, 1996). De
manera parecida, niños y niñas en educación primaria dicen demostrar más emociones con miembros de su
familia que con sus amigos (Zeman y Garber, 1996).
El sexo del interlocutor también desempeña un papel en la manera de expresar emociones de niños y
adultos. Por ejemplo, en su metaanálisis, Chaplin y Aldao (2013) no detectaron diferencias de género en la
expresión verbal y no verbal de emociones cuando niños y niñas de entre 0 y 17 años hablaban con uno de
sus padres, pero sí descubrieron pequeñas diferencias cuando hablaban con adultos que eran menos
conocidos para ellos. Si examinamos diferencias de género en la expresión verbal de emociones en la
infancia, debemos considerar la gran cantidad de estudios que examinan las conversaciones sobre
emociones entre padres e hijos. Cervantes y Callanan (1998) encontraron que a los 2 años las niñas
hablaban más sobre emociones que los niños mientras jugaban con sus madres; sin embargo, no registraron
diferencias en niños y niñas de 3 y 4 años. Resultados parecidos han sido encontrados en niños al final de la
edad preescolar en Estados Unidos, donde las niñas usaban más términos emocionales y más variados que
los niños cuando hablaban sobre el pasado con sus madres (Kuebli et al., 1995). Sin embargo, Melzi y
Fernández (2004) no encontraron diferencias de género en la frecuencia de las emociones mencionadas por
preescolares en Perú cuando hablaban sobre el pasado con sus madres. Finalmente, Aldrich y Tenenbaum
(2006) encontraron que las adolescentes en Estados Unidos mencionaban más emociones que los
adolescentes cuando discutían dilemas morales con sus padres varones.
En resumen, el interlocutor influye en la manera en la que niños y niñas hablan sobre emociones, pero
este efecto no es claro. Cuando hay diferencias, las niñas mencionan más emociones que los niños al
dialogar con sus madres. Estos estudios apoyan la teoría del modelo contextual de género (Brody y Hall,
2008; Deaux y Major, 1987; Fischer y Evers, 2011; LaFrance, Hecht y Paluck, 2003), y sugieren que el
género de la persona que habla y el de su interlocutor desempeñan un papel en la expresión emocional en la
infancia.

5.3. Cultura
Cada cultura dicta cómo, cuándo y con quién es o no aceptable expresar las emociones (Brody y Hall,
2000; Matsumoto, 1990; McCarty et al., 1999). A traves de las prácticas de socialización transmitidas
principalmente por los padres y por otros adultos de la sociedad (Rogoff, 1990), los niños y niñas aprenden
estas reglas, incluidas las referidas al género, sobre cómo las emociones pueden y deben ser expresadas
(Fivush y Buckner, 2000). Ciertamente, los estereotipos de género que existen en cada cultura están
relacionados con lo que significa ser mujer u hombre (Williams y Best, 1990). Por ejemplo, en la cultura
china, las emociones (especialmente las negativas) son consideradas destructivas y peligrosas para las
relaciones sociales y por ello deben mantenerse bajo un estricto control (Wang, 2013). Al contrario, en la
cultura occidental, la estadounidense o la europea, por ejemplo, la expresión emocional se promueve porque
se considera la expresión de uno mismo (Markus y Kitayama, 1991).
La gran mayoría de investigaciones sobre la expresión emocional están realizadas en Estados Unidos y
en algunos países de Europa (p. ej., España, Reino Unido, Italia) con niños de clase media y media-alta
(Brody y Hall, 1993; Chaplin y Aldao, 2013; Manstead, 1992). Por ello todavía no está claro si los
resultados de estas investigaciones se pueden extrapolar a otras culturas. Sin embargo, hay algunos
ejemplos de investigaciones en otras culturas. Si examinamos conversaciones sobre emociones entre padres
e hijos, los padres asiáticos tienden a elaborar menos sus relatos cuando hablan con sus hijos (Wang, 2001)
que los padres europeos y estadounidenses (Wang y Fivush, 2005). Schroder, Keller y Kleis (2013)
examinaron a padres y madres de Costa Rica, México y Alemania hablando sobre emociones con sus hijos
de 3 años. Los resultados sugieren que mientras que las familias de las tres culturas eran comparables en
elaboración, los padres y madres alemanes eran los menos «socialmente» orientados de los tres. Es decir,
las familias alemanas hablaban menos sobre otras personas (p. ej., «¿estaba tu primo con nosotros?») y se
referían más frecuentemente a objetos, números, comida o animales (p. ej., «¿de qué color era el coche?»)
que las familias de México o Costa Rica.
Algunas investigaciones analizan las diferencias de género en expresión emocional en distintas culturas
durante las conversaciones sobre el pasado entre padres e hijos. Estudios con participantes hispanohablantes
sugieren que las madres mexicanas (Eisenberg, 1999) y españolas (Aznar y Tenenbaum, 2015) mencionan
más palabras sobre emociones cuando hablan con sus hijas que con sus hijos. Sin embargo, las madres
peruanas hablan más sobre emociones con sus hijos que con sus hijas (Melzi y Fernández, 2004). Otras
investigaciones han examinado el estilo de las conversaciones sobre emociones entre padres e hijos en
diferentes culturas. Los padres y madres en Europa y América elaboran más sus relatos cuando hablan sobre
el pasado con sus hijas que con sus hijos (p. ej., Fivush, Berlin, McDermott Sales, Mennuti-Washburn y
Cassidy, 2003; Reese y Fivush, 1993). Sin embargo, hay investigaciones que sugieren que no hay
diferencias en el nivel de elaboración de madres y padres cuando hablan sobre emociones con sus hijos e
hijas (con una muestra china, Fivush y Wang, 2005; con una muestra peruana, Melzi, Schick y Kennedy,
2011). Finalmente, en un estudio que comparó muestras de madres chinas y americanas, las madres
mencionaron más explicaciones con sus hijas que con sus hijos.
Por el contrario, muy pocas investigaciones abordan la manera en la que los niños y las niñas hablan
sobre emociones cuando conversan sobre el pasado con sus madres. Por ejemplo, Wang y Fivush (2005)
encontraron que en China los niños y las niñas de 40 meses de edad se atribuyen más emociones a sí
mismos que los niños en Estados Unidos de la misma edad. También los niños y niñas en Estados Unidos
hablan más sobre las causas de sus emociones que los niños y niñas chinos de la misma edad. Wang y
Fivush (2005) detectaron que el modo en que los niños hablan sobre emociones tiende a reflejar la manera
en que sus madres hablan sobre emociones, lo que significa que a través de las conversaciones las madres
transmiten los valores culturales a sus hijos. Además, estos resultados cuestionan por qué aparecen las
diferencias entre culturas y específicamente sobre por qué la cultura occidental promueve las diferencias de
género en la expresividad de emociones. En resumen, parece que el efecto de la cultura en la expresión
emocional de los niños y las niñas no demuestra una pauta clara y que son necesarios más estudios para
determinar el papel que desempeña la cultura en la expresión emocional.

6. ¿POR QUÉ HAY DIFERENCIAS DE GÉNERO EN LA EXPRESIÓN


EMOCIONAL?
Como hemos examinado a lo largo de este capítulo, la mayoría de las investigaciones demuestran que
hay diferencias de género en la expresión emocional. Estas diferencias aparecen en la infancia y continúan
durante la edad adulta. Sin embargo, las razones por las que estas diferencias aparecen no están todavía
claras. Hay dos corrientes teóricas que intentan explicar estas diferencias. La primera mantiene que las
diferencias de género son estables y se deben a diferencias biológicas como, por ejemplo, el temperamento
(Buss, 1995; Else-Quest, Hyde, Goldsmith y Van Hulle, 2006). La segunda mantiene que las diferencias de
género no son estables y están basadas en la experiencia (Beall y Sternberg, 1993; Bussey y Bandura, 1999;
Epstein, 1997). Esta teoría confiere una especial relevancia a la socialización de emociones (Chaplin et al.,
2005; Eisenberg, Cumberland y Spinrad, 1998; Wood y Eagly, 2002), y en especial al papel que la familia
desempeña en la socialización (Cassano y Zeman, 2010; Denham, Zoller y Couchoud, 1994; Dunn y
Brown, 1994; Garner, Dunsmore y Southam-Gerrow, 2008; Martin y Green, 2005). En esta sección,
revisaremos tres teorías que pretenden explicar las diferencias de género en expresión emocional (Chaplin,
2015; Chaplin y Aldao, 2013).
La teoría del desarrollo social mantiene que a lo largo del crecimiento las niñas y los niños aprenden las
reglas sobre expresión emocional propias de su género, observando las expresiones de emociones de otros a
traves de la experiencia y mediante conversaciones explícitas sobre emociones. Esta última tiene especial
relevancia en este capítulo y merece ser explicada en más detalle. Desde la más temprana infancia, las
madres y los padres hablan con sus hijos e hijas sobre emociones. Aznar y Tenenbaum (2015) llevaron a
cabo un estudio en el que padres y madres en España realizaron dos actividades con uno de sus hijos de 4 o
6 años: jugaron con una familia de muñecos mientras contaban una historia y hablaron sobre cuatro hechos
pasados importantes para los niños, como, por ejemplo, el primer día de colegio. Los resultados muestran
que las madres hablaron más sobre emociones que los padres y que tanto los padres como las madres
hablaron más sobre emociones con sus hijas que con sus hijos. Estos resultados sugieren que, a través de las
conversaciones con sus padres, los niños y las niñas reciben las reglas sobre expresión emocional propias de
su género internalizando el mensaje de que es más apropiado hablar sobre emociones para las niñas y las
mujeres que para los niños y los hombres. Además, de acuerdo con esta teoría, las diferencias de género en
expresión emocional se incrementan con la edad a medida que los niños y las niñas tienen un mayor número
de experiencias de socialización.
Las teorías basadas en la biología explican que los niños y las niñas nacen con diferencias innatas debido
a factores prenatales o a factores que ocurren durante el nacimiento o, por el contrario, mantienen que las
diferencias aparecen con la edad. Diversas investigaciones sugieren que las hormonas sexuales
(especialmente la testosterona) afectan al cerebro masculino y femenino de manera diferente. Por ejemplo,
niveles más elevados de testosterona en el feto están relacionados con niveles más bajos de empatía
(Knickmeyer, Baron-Cohen, Raggatt y Taylor, 2005a), con problemas en las relaciones sociales
(Kickmeyer, Baron-Cohen, Raggatt, Taylor y Hackett, 2005b) y con niveles más elevados de agresividad en
los niños que en las niñas (Kemper, 1990). También es posible que las diferencias biológicas se desarrollen
a lo largo del crecimiento. Especial importancia tiene la adolescencia, período en el que las hormonas
afectan de manera diferente al crecimiento de las niñas y los niños. Por ejemplo, en las niñas los niveles de
estrógenos y de progesterona pueden explicar la dificultad creciente que tienen las adolescentes para
recuperarse del estrés (Young, 1998). Si examinamos las teorías biológicas en relación con la expresión
emocional, la evidencia sugiere que el cerebro femenino y el masculino son diferentes en cuanto a la
expresividad emocional (Brody, 1999), pero lo que no está claro es si estas diferencias son una
consecuencia o una causa. Por ejemplo, la dirección de la relación entre la testosterona y la expresión de la
agresividad no está clara. Puede ser que un nivel elevado de testosterona produzca mayor agresividad o, por
el contrario, que un nivel elevado de agresividad provoque un nivel elevado de testosterona (Kung, Browne,
Constantinescu, Noorderhaven y Hines, 2016). Por otro lado, las mujeres suelen tener mayor habilidad
lingüística que los hombres (Hyder y Linn, 1988) y, como hemos visto a lo largo de este capítulo, tienden a
expresar verbalmente sus emociones más frecuentemente que los hombres, pero no está claro si la mayor
habilidad lingüística de las mujeres se debe a diferencias en la lateralización cerebral de hombres y mujeres
(Brody, 1999). Otra posibilidad es que las diferencias de sexo en expresión emocional sean una
consecuencia de la interacción entre factores biológicos y factores sociales (Brody, 1999). Diversas
investigaciones sugieren que la regulación emocional y la capacidad lingüística se influyen mutuamente.
Por ejemplo, la capacidad de regular las emociones de los bebés predice su habilidad lingüística ocho meses
después (Dixon y Smith, 2000).
Finalmente, la teoría construccionista explica los procesos por los cuales los individuos tratan de
entender el mundo en el que viven (Gergen, 1985) y propone que el contexto tiene un papel fundamental en
la aparición de las diferencias de género en el comportamiento humano. De acuerdo con esta teoría, los
niños y las niñas cambian su comportamiento para adaptarse a los diferentes estereotipos y expectativas que
la sociedad tiene para hombres y mujeres (Buss y Bandura, 1999; Shields, 2002). Así, según esta teoría, los
niños y las niñas adaptan su expresión emocional a los estereotipos y expectativas de la sociedad en la que
viven.
En resumen, estas tres teorías proponen diferentes explicaciones sobre los mecanismos que subyacen a
las diferencias de género en el comportamiento humano y, más específicamente, a la expresión emocional.
Sin embargo, la mayor parte de los investigadores en esta área mantienen que es una combinación de estos
factores lo que probablemente explique las diferencias de género. En efecto, analizando estas tres teorías
podemos concluir que las diferencias de género en la expresión emocional dependen del contexto y que
aumentan a medida que los niños y las niñas crecen como resultado del incremento tanto de las diferencias
biológicas entre hombres y mujeres como de las experiencias de socialización de los niños y las niñas
(Chaplin y Aldao, 2013).

7. CONCLUSIONES
En resumen, el campo de la psicología ha dedicado mucha atención al estudio de las diferencias de
género en el comportamiento humano. Durante décadas, los psicólogos estuvieron divididos en el estudio
del género. Algunos consideraban que el género es un rasgo estable, mientras que otros no lo consideraban
estable. Más recientemente, los investigadores en este campo han adoptado una perspectiva contextual que
mantiene que las diferencias de género en el comportamiento humano dependen de factores contextuales
como la cultura o la edad. En el caso específico del estudio de diferencias de género en la expresión
emocional durante la infancia, un gran número de investigaciones sugiere que cuando hay diferencias, las
niñas y mujeres son más expresivas emocionalmente que los niños y los hombres (Deaux y Major, 1987).
Estas diferencias aparecen en la infancia y continúan durante la adolescencia y la edad adulta. El estudio de
las diferencias de género en la expresión emocional es importante porque nos ayuda a mejorar la
comunicación entre hombres y mujeres, lo que a su vez puede contribuir a reducir la desigualdad entre
hombres y mujeres.

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9
El desarrollo emocional en contextos de riesgo
ALBERTO FERNÁNDEZ ANGULO

1. INTRODUCCIÓN
A nadie sorprende ya que la inteligencia emocional se considere uno de los principales responsables del
bienestar y el ajuste psicológico de las personas. Tanto es así que los desajustes emocionales pueden afectar
a la salud mental y derivar en trastornos psicológicos, tal y como se ha evidenciado en la literatura reciente
(Martins, Ramalho y Morin, 2010).
Como hemos visto en capítulos anteriores, el desarrollo de las competencias emocionales es un proceso
que se empieza a gestar desde las primeras etapas de la vida, y cualquier déficit en el transcurso del mismo
parece estar asociado a mayores problemas escolares, además de dificultades sociales y psicológicas en
etapas vitales posteriores (Ortega-Navas, 2010).
De los distintos componentes emocionales, se ha prestado una especial atención a la capacidad para
regular emociones negativas. Si el niño crece sin aprender a utilizar de una forma apropiada este
mecanismo, es más probable que esté predispuesto a futuros problemas conductuales (Block, Gjerde y
Block, 1991). Estudios longitudinales han relacionado los déficits en regulación de emociones con
conductas disruptivas en la adolescencia, mayor riesgo de sufrir bullying e incluso propensión a la ideación
suicida (Hessler y Fainsilber, 2010; Lomas, Stough, Hansen y Downey, 2012; Valois, Zullig y Hunter,
2013).
Se han estudiado con especial interés los factores que facilitan el desarrollo emocional del niño,
prestando una atención particular al contexto social, dado que es donde tiene lugar su primer contacto con el
mundo que le rodea, y se ha llegado a alguna conclusión interesante. Aunque es posible vivir en un contexto
que cubra las necesidades primarias (biológicas) del niño, este ambiente por sí solo no garantiza un
desarrollo emocional óptimo; constituye además un entorno de vulnerabilidad social que hará a la persona
más predispuesta a mostrar déficits y desajustes emocionales.
A lo largo del presente capítulo haremos un recorrido por algunos de los contextos de riesgo social cuya
exposición en la infancia temprana puede dar lugar a desajustes en el desarrollo de las competencias
emocionales. Revisaremos los ambientes de bajos ingresos y sus múltiples riesgos, así como otros que no
están específicamente relacionados con la escasez de recursos económicos. También se mencionarán
algunos de los factores que habitualmente se han mostrado como protectores o moduladores del desajuste,
puesto que pueden sugerirnos formas preventivas de actuación para un mejor ajuste del menor expuesto a
estas circunstancias.

2. EXCLUSIÓN SOCIAL Y VULNERABILIDAD


Cuando hablamos de exclusión social nos referimos a las condiciones socioeconómicas que impiden a
una persona ejercer como ciudadano social, esto es, gozar de los derechos y libertades básicas que
garanticen su bienestar (trabajo, educación, salud, vivienda…). Entre otros factores que comúnmente se
asocian con los procesos de exclusión social encontramos el paro, la pobreza (referida al nivel de ingresos),
un nivel educativo bajo, la desestructuración familiar o la falta de vivienda (Jiménez-Ramírez, 2008). El
concepto de exclusión puede entenderse mejor por oposición al de integración social, referido a ese otro
sector poblacional que sí tiene garantizados los criterios mínimos de calidad de vida y bienestar por los que
llevan décadas luchando los Estados de Bienestar. Según Juárez, Renes, Jiménez y Luengo (1995), entre
ambos grupos se encuentra la zona de vulnerabilidad, caracterizada por desprotección y dificultades en el
acceso al empleo y que alcanzaría a los soportes familiares y sociales. A menudo el concepto de
vulnerabilidad social o de riesgo es confundido con la pobreza y la exclusión. Por su parte, la vulnerabilidad
se refiere a una situación de indefensión, inseguridad y exposición a riesgos que en muchas ocasiones puede
ser consecuencia de la insuficiencia de ingresos o pobreza, pero hay muchos otros elementos que pueden
conducir a una situación de vulnerabilidad. Por tanto la pobreza sería uno más de los factores que pueden
explicar la condición de vulnerabilidad social, pero no el único (Escarbajal-Frutos, Izquierdo-Rus y López-
Martínez, 2014).
No existe un discurso único sobre la pobreza que sea universalmente válido para todas las sociedades.
Hablar de pobreza en países en vías de desarrollo supone referirse a circunstancias que afectan directamente
a la supervivencia del individuo, como el acceso a los alimentos, el vestido o la vivienda. Por otro lado, en
sociedades modernas industrializadas las personas que viven bajo el umbral de la pobreza no suelen ver
amenazadas sus necesidades básicas para sobrevivir. Lo que tiene en común la pobreza en ambos tipos de
sociedades es que la precaria situación de quien la sufre y la escasez de recursos hacen que no disponga de
las mismas oportunidades para desarrollar sus capacidades y funcionalidades que el resto de la sociedad
(Atkinson, 1998).
En los últimos tiempos se ha abordado el impacto de la crisis económica en el empobrecimiento de la
sociedad. Según la OCDE, en Europa, y específicamente en nuestro país, el perfil sociodemográfico de las
personas bajo el umbral de la pobreza ha cambiado en varios aspectos; ha alcanzado a la población que
décadas atrás no se consideraba «de riesgo», ha sufrido un mayor rejuvenecimiento y se ha incrementado la
tasa de riesgo de pobreza infantil (OCDE, 2008; Marí-Klose y Marí-Klose, 2010).
Merece una atención especial, por su vulnerabilidad social, la población migrante que reside en nuestro
país, y que ha venido huyendo de situaciones de privación de libertades, miseria, hambrunas o guerras,
como es el caso de los refugiados. Este es un grupo de población muy sensible a los cambios económicos
del país y su propio estatus socioeconómico se relaciona muy estrechamente con las fluctuaciones de la
renta estatal. La crisis laboral o las políticas de ajuste implementadas en los últimos años como remedio han
tenido un importante impacto en la situación de familias venidas de otros países. Las cifras nos dicen que,
entre la población extranjera residente en nuestro país, la pobreza relativa o la privación material son
bastante habituales (Mahía y De Arce, 2013). Respecto a los niños y niñas de estas familias, después de las
experiencias vitales traumáticas vividas durante el proceso migratorio, llegan a un lugar, a menudo hostil
para ellos, donde las costumbres, los valores y el idioma son distintos. Como iremos viendo, todos estos
factores suponen una desventaja en la adaptación social y les hacen claramente propensos a un desarrollo
socioemocional deficitario (Balsells, 2003).

3. VULNERABILIDAD FAMILIAR Y DESARROLLO EMOCIONAL


Uno de los intereses de la psicología al analizar las características psicosociales que definen a las
familias de riesgo social reside en paliar la influencia que pueden tener en el desarrollo psicológico de su
descendencia y poder planificar así estrategias preventivas. En nuestro caso, nos vamos a centrar en la
relación entre el perfil sociodemográfico, el estilo de vida o las pautas de crianza de los padres con el
desarrollo emocional del niño.
Aunque son muchos los factores involucrados en el desarrollo de las competencias emocionales durante
la infancia, resulta crucial el papel de la familia, así como las relaciones que se establecen entre padres e
hijos. Las actitudes y pautas de crianza de los padres van a influir directamente en la aparición o
mantenimiento de alteraciones emocionales en los hijos (Franco, Pérez y De Dios, 2014). Otras evidencias
apuntan hacia la gestión parental de sus emociones como un factor decisivo en el desarrollo emocional del
niño (Richaud de Minzi, 2007; Greco, 2010). En esta línea, los progenitores o cuidadores pertenecientes a
grupos socialmente desfavorecidos y/o en situación de pobreza suelen mostrarse más inestables
emocionalmente, lo que se traduce en prácticas parentales que afectan al desarrollo social y emocional de
los hijos, colocándolos en una situación de claro riesgo de desadaptación social (Ayala, Pedroza, Morales,
Chaparro y Barragán, 2002; Balsells, 2003).
Otras evidencias de la influencia que la inestabilidad de los padres ejerce en el ajuste emocional de los
hijos podemos encontrarlas en el estudio de Jeon, Buettner y Hur (2014). Estos autores examinaron la
relación entre el riesgo de pobreza familiar y las desventajas de un entorno vecinal conflictivo, insalubre e
inseguro con el desarrollo emocional y social de los niños, mediado por la depresión parental. Entre otros
resultados encontraron que los padres con más riesgo de pobreza y cuyo vecindario presentaba más
desventajas reportaron una mayor sintomatología depresiva, lo que repercutía en más problemas sociales y
emocionales de los hijos.
Esta inestabilidad emocional y psicológica de los padres podría ser un factor más para tener en cuenta en
las situaciones de precariedad económica, siendo así una consecuencia directa más, entre otras, de estos
contextos socioeconómicos. Además del bajo nivel de estudios o la privación económica, es bastante
corriente encontrarse con trayectorias vitales problemáticas. Conducta antisocial, abuso de drogas y/o
alcohol, experiencias de maltrato o trastornos psicológicos, entre otros (Arruabarrena y De Paúl, 2002;
Moreno, 2002; Rodríguez, Camacho, Rodrigo, Martín y Máiquez, 2006). A menudo a estas familias se les
ha denominado multiproblemáticas o de alto riesgo, puesto que no solo exteriorizan un síntoma en
particular, sino una variedad de estresores que hacen que su vulnerabilidad sea mayor (Linares, 1997;
Sharlin y Shamai, 1995; Walsh, 2004). Existe bastante acuerdo en la literatura respecto a estilos parentales
en familias de alto riesgo donde predominan la negligencia o la coercitividad (Martín, Máiquez, Rodrigo,
Correa y Rodríguez, 2004; Rodrigo, Máiquez, Martín y Byrne, 2008; Rodríguez et al., 2006). Como
producto de estos estilos de vida relacionados con drogas y/o delincuencia, los padres terminan con
estancias en la cárcel y se producen, evidentemente, para los hijos situaciones de desamparo, bien por la
falta de supervisión parental, bien porque esta se produce de forma negligente. Ambas circunstancias se han
relacionado estrechamente con la inestabilidad emocional del niño (Roberts et al., 2014).
La influencia del nivel educativo fue estudiada por Bennet, Bendersky y Lewis (2005) en una
investigación con 188 niños de 4 años y nivel socioeconómico bajo. Los resultados de este trabajo pusieron
de manifiesto que los hijos con mayor capacidad cognitiva, cuyas madres tenían mejor aptitud verbal,
poseían un mayor conocimiento de las emociones que aquellos cuyas madres tenían peor aptitud verbal.
Esto refuerza la idea de que el ambiente intelectual puede ser un apoyo para el desarrollo emocional del
niño y, al mismo tiempo, podría respaldar la hipótesis de que un ambiente intelectualmente desfavorecido
predice el conocimiento emocional deficitario.
Hallazgos anteriores habían mostrado que el nivel educativo de los padres y la presencia de ambos
progenitores en casa correlacionaban de forma directa con el conocimiento que el niño tiene de las
emociones (Cutting y Dunn, 1999; Smith y Walden, 1998). De forma contraria, se puede intuir que un bajo
nivel educativo de los padres o la ausencia de cualquiera de ellos puede afectar emocionalmente al niño.
Además de las pautas de crianza, los estilos parentales o la exposición a múltiples riesgos, otros factores
se han revelado importantes para explicar los déficits en competencias emocionales de niños en situación de
riesgo. Las circunstancias en que se desarrolla el día a día de estas familias propician pocos argumentos
para la expresión de emociones positivas y más situaciones en que se produce el descontrol de emociones
como la ira (Ackerman, Izard, Schoff, Yougstrom y Kogos, 1999; Miller y Olson, 2000). Además, se trata
de hogares expuestos a una múltiple combinación de factores estresantes, lo que, sin duda, afecta de manera
intensa al desarrollo emocional y afectivo de los niños, especialmente menores de 6 años (Wadsworth et al.,
2008).
Por tanto, nos hemos referido a los padres que expresan poco afecto, tendentes al desapego, la coerción o
la negligencia y que pueden presentar problemas psicológicos, emocionales y otras situaciones
problemáticas. Si a esto le sumamos la propia privación material, podemos entender que la coyuntura social
en que se sumergen estas familias presenta una difícil escapatoria. Bajo nivel educativo, poca cualificación
laboral, inestabilidad psicológica y emocional, consumo de tóxicos o conducta antisocial son algunos de los
aspectos que más comúnmente se registran y que dificultan una mejoría de la situación socioeconómica
familiar. Además, se trata de factores que no actúan de forma unitaria, sino que suelen interactuar de una
forma conjunta, afectando tanto a los estilos de crianza como al desarrollo del niño (Barudy y Dantagnan,
2010; Richaud de Minzi et al., 2012; Vargas Rubilar y Lemos, 2011).
En resumen, dada la influencia que tienen las pautas de crianza parentales sobre el desarrollo emocional
en los menores, sobre todo en contextos de bajos ingresos, podría resultar beneficioso no solo el trabajo
directo con los niños sino también con sus padres. No en vano, algunos estudios sugieren que el
compromiso paterno en el cuidado de los niños resulta un buen predictor de los niveles de autorregulación.
A pesar de la desventaja socioeconómica, los niños que reciben cuidados competentes y comprometidos por
parte de sus padres pueden llegar a desarrollar habilidades de autorregulación efectivas y un buen grado de
ajuste emocional (Garner y Spears, 2000; Raver, 1996). El hecho de que la implicación y el compromiso
parentales estén relacionados con el desarrollo de competencias emocionales efectivas en sus hijos puede
arrojar esperanzas en cuanto al trabajo preventivo con estas familias, habitualmente desahuciadas por la
sociedad.
Además de los bajos ingresos económicos, vamos a revisar con más detenimiento otros factores que
comúnmente se encuentran asociados a factores de riesgo psicosocial, como encarcelamiento de los padres,
consumo de tóxicos, violencia de género o maltrato infantil y las implicaciones que tienen en el desarrollo
emocional infantil.

4. FACTORES ASOCIADOS A LOS CONTEXTOS DE RIESGO Y SU


INFLUENCIA SOBRE EL DESARROLLO EMOCIONAL
Vivir en un hogar cuyos ingresos económicos se encuentran por debajo del umbral de la pobreza, tal y
como hemos visto, puede estar acompañado de una serie de factores de riesgo para la infancia, como la
desnutrición, un nivel educativo deficiente, vivienda inestable, inseguridad del vecindario, exposición a
tóxicos o ausencia de los progenitores. En estas condiciones es habitual que las prácticas parentales se vean
afectadas, lo que puede influir negativamente en el desarrollo de las competencias afectivas del menor y
repercutir en etapas posteriores de la vida.
Es habitual que en condiciones de pobreza haya una alteración en los roles parentales, la cual suele venir
acompañada de pobreza psicológica y afectiva (Ortiz-Andrellucchi, Peña, Albino, Mönckeberg y Serra-
Majem, 2006). En esta dirección, los trabajos de distintos autores ponen de manifiesto que la interacción
padres-hijos en entornos de pobreza se suele caracterizar por escaso apoyo y pocas manifestaciones de
afecto positivo (Garret, Ng’andu y Ferron, 1994; Smith y Sandhu, 2004).
Además de las explicaciones centradas en las prácticas parentales o el tiempo que invierten los
progenitores en la crianza de los hijos, otros autores han sugerido algunas alternativas para explicar el
impacto de la pobreza en la primera infancia a lo largo de la vida. Los niños desfavorecidos
socioeconómicamente presentan una mayor propensión a enfrentarse a una amplia gama de estresores
físicos, como el alojamiento deficiente o el hacinamiento, y psicosociales, como la exposición a la
violencia, agitación familiar o la separación de sus cuidadores adultos. A medida que estos factores se van
sucediendo y cronificando, los procesos de autorregulación, que ayudan a los niños a afrontar las demandas
externas, se ven seriamente dañados (Evans y Kim, 2013).
Siguiendo con esta explicación, la exposición a múltiples factores de estrés, tanto físico como
psicosocial, puede contribuir a explicar por qué uno de cada cinco niños en condiciones de pobreza en
América presenta riesgo de dificultades emocionales. Un trabajo de Evans y English (2002) con niños de
bajos ingresos de entre 8 y 10 años reportó factores asociados al entorno y factores psicosociales que estos
niños sufrían en mayor medida que niños de ingresos medios. Estos resultados otorgan importancia a las
circunstancias contextuales que acompañan a la pobreza como explicación de las dificultades
socioemocionales de los menores.
En consecuencia, si los contextos de riesgo suponen una exposición a estresores físicos y psicosociales
que terminan debilitando los mecanismos de autorregulación, conviene prestar atención al papel que estos
mecanismos regulatorios pueden tener para los menores que viven en contextos de riesgo, por su
implicación preventiva respecto a conductas problemáticas futuras.
Otros trabajos apoyan empíricamente esta propuesta, como el de Lengua (2002), que, en una
investigación llevada a cabo con 101 niños de primaria, estudió la interacción entre la exposición a
múltiples riesgos, emocionalidad y autorregulación para predecir el ajuste social. Los resultados fueron
esperanzadores. Por encima del impacto que puede causar la exposición a múltiples riesgos, el ajuste social
se predecía mucho mejor mediante las medidas emocionales y la autorregulación. Esta última intervenía
también como moderador entre el riesgo múltiple y el grado de ajuste, resultando que niños con baja
autorregulación eran más vulnerables al riesgo y presentaban un peor ajuste. Estos resultados invitan a
considerar las competencias emocionales y la capacidad de regulación factores protectores en contextos de
riesgo social múltiple.
Más recientemente Flouri, Midouhas y Joshi (2014), comparando a niños en situación de pobreza y
niños con ingresos medios en el período que va desde la primera infancia hasta la preadolescencia,
investigaron el papel de la autorregulación emocional y la capacidad cognitiva verbal en las conductas y
competencias emocionales. Hallaron una relación positiva entre la desventaja socioeconómica y los
problemas emocionales, que era mayor cuando los niños tenían una capacidad verbal más baja. En la
condición de pobreza, con los años se evidenció un número mayor de problemas emocionales y
conductuales en los niños que tenían bajos niveles de autorregulación. Sería interesante proponer
investigaciones que profundizasen en la importancia que puede tener la capacidad cognitiva verbal y la
interacción de esta con la autorregulación, puesto que podrían ejercer un papel protector respecto al
desajuste social de menores en situación de pobreza.
Dejando a un lado las posibles diferencias culturales de crianza, cuando se comparan familias de distinta
etnia, raza o país de origen, los déficits emocionales hallados en niños en situación de riesgo social se
explican principalmente por la desventaja socioeconómica de la familia. Una investigación de Zilanawala,
Sacker, Nazroo y Kelly (2015) con niños bengalíes, paquistaníes, africanos negros y blancos de 7 años no
obtuvo diferencias relevantes en variables emocionales y sociales que no se pudieran explicar aludiendo a
diferencias culturales. Los autores apuntaron hacia la privación económica como factor a tratar para reducir
las diferencias encontradas entre grupos minoritarios. Otro resultado interesante de este trabajo apuntaba a
la angustia psicológica de la madre como variable parcialmente mediadora entre las condiciones
económicas adversas y las dificultades socioemocionales.
Un trabajo llevado a cabo por Peña y Canga (2009) en nuestro país comparó niños y niñas de primaria,
españoles e inmigrantes, en control emocional y otras variables socioemocionales. La formación de ambos
grupos, más allá de la distancia cultural, no contempló desigualdades socioeconómicas relevantes. Los
hallazgos de este trabajo no apreciaron diferencias significativas en competencias emocionales entre
españoles e inmigrantes, lo que sugiere que las diferencias culturales debidas al país de origen resultan
insuficientes para hallar déficits emocionales en niños inmigrantes y, por tanto, las desigualdades en
desarrollo emocional entre grupos étnicos, que a menudo se han evidenciado en la literatura, pueden estar
más relacionadas con la situación de desventaja socioeconómica del grupo minoritario.
Hemos realizado hasta aquí un abordaje integral de los riesgos asociados a los contextos de bajos
ingresos o pobreza. En los siguientes subapartados ampliaremos esta información resaltando
pormenorizadamente algunos factores específicos de riesgo y las implicaciones que tienen en el desarrollo
de las competencias emocionales en la infancia. No obstante, el concepto de familias multiproblemáticas, al
que nos hemos referido anteriormente, hace alusión al hecho de que habitualmente se presentan varios de
estos factores interaccionando entre sí de forma compleja.
4.1. Exposición a drogas y alcohol
En contextos de riesgo es frecuente encontrar historias de abusos de sustancias, como drogas o alcohol,
incluso durante el período de gestación. Sobre el desarrollo físico y psicológico existe mucha información
que relaciona estas conductas de riesgo con malformaciones o problemas psicológicos en el futuro hijo. Es
mucho menor la producción literaria específica que relaciona el abuso de sustancias en la madre con el
desarrollo emocional del futuro niño. Hasta hace relativamente poco, la mayoría de estudios sobre la
exposición al alcohol durante el embarazo se habían centrado en los primeros meses de gestación, y apenas
se habían hallado algunas asociaciones modestas o poco concluyentes entre la ingesta excesiva de la madre
y problemas conductuales o emocionales en la primera infancia del niño (Kesmodel et. al., 2012; Sayal et
al., 2009).
Esto podría deberse a la dificultad para encontrar mujeres que reconocieran haber abusado del alcohol en
los últimos meses de embarazo, puesto que es una conducta poco deseable socialmente. Una reciente
investigación de Niclasen, Andersen, Strandberg-Larsen y Teasdale (2014) resulta novedosa al poner el
foco en el consumo de alcohol durante los últimos meses de embarazo. Los resultados mostraron que los
niños expuestos de forma tardía presentaban, a los 7 años, más problemas conductuales y de desarrollo
emocional que niños no expuestos o expuestos solo de forma temprana.
En cuanto al consumo de otras drogas, Molitor, Mayes y Ward (2003) examinaron la asociación entre el
consumo de cocaína materno y la regulación emocional de los niños comparando tres grupos de madres: no
consumidoras de drogas, no consumidoras de cocaína, pero con alguna historia pasada de alcohol y/o
marihuana, y consumidoras actuales de cocaína. Los resultados constataron que las madres consumidoras
presentan menor compromiso emocional que las otras y, como consecuencia de ello, se advirtieron déficits
en la expresión y regulación de emociones de sus hijos. Estos déficits fueron más acusados en los hijos de
madres consumidoras de cocaína.

4.2. Estancias en prisión de los progenitores


Otro factor que ha recibido un tratamiento específico en la literatura sobre desarrollo emocional en
situación de riesgo tiene que ver con las estancias en la cárcel de alguno de los dos progenitores.
Tener al padre cumpliendo condena en prisión ha sido asociado a mayor riesgo de desajuste. Aunque son
pocos los estudios que han buscado la explicación de esta desadaptación en los niños, existe cierto apoyo
empírico que otorga un papel importante al reconocimiento de emociones como factor predictor del
desajuste. Hindt, Davis, Schubert, Poehlmann-Tynan y Shlafer (2016), en una investigación reciente,
examinaron si el reconocimiento emocional era diferente entre niños de 3 a 9 años con y sin padres en la
cárcel. Para ello se presentaban a los menores diferentes emociones y estos tenían que etiquetarlas. El grupo
de niños con padres encarcelados subestimaron el total de etiquetas para las emociones positivas y
sobreestimaron el de las negativas presentadas en comparación con el grupo de control, lo que podría estar
indicando un sesgo negativo a la hora de reconocer emociones. No obstante, aunque los resultados aportan
alguna evidencia para la situación de tener un progenitor en prisión, no fueron tan consistentes cuando se
controlaron otros factores como la edad, la raza o la educación del cuidador. Así pues, aunque es difícil
concluir el efecto principal que puede tener sobre el niño el hecho de tener a su padre en prisión, parece que
sí podría proponerse una interacción entre este y otros factores.
En otros casos es la madre la que se encuentra en prisión. Este hecho ha sido relacionado en
investigaciones recientes con un mayor riesgo de desadaptación psicológica y emocional en los hijos
(Zeman, Dallaire y Borowski, 2016; Zeman, Dallaire, Folk y Thrash, 2017). El estudio de Zeman et al.
(2016) estaba centrado en la percepción del niño acerca de la socialización materna de emociones de ira y
de tristeza. Los niños tenían que reportar si la respuesta emocional de sus madres ante situaciones
específicas relacionadas con el encarcelamiento se centraba en sí mismas o en el propio problema. Ante la
ira no hubo resultados particularmente relevantes. Cuando la emoción era de tristeza, la percepción infantil
de una respuesta emocional por parte de la madre centrada en sí misma resultó un buen predictor de
problemas psicológicos, déficits de regulación y mayor inestabilidad emocional en sus hijos. Esto no
ocurría cuando la madre se centraba en el problema. Estos resultados nos invitan a ser críticos respecto a
cómo operan los procesos de socialización emocional en niños criados en contextos atípicos.
Los niños criados en contextos de encarcelamiento materno muestran también una problemática mayor a
la hora de regular emociones como la ira, teniendo comportamientos externalizantes desajustados (Zeman et
al., 2017). Estos hallazgos destacan el papel de los procesos de socialización emocional, así como la
centralidad de la regulación emocional a la hora de explicar desajustes, lo que, sin duda, puede tener
implicaciones para las intervenciones preventivas.

4.3. Violencia de género


Además de los devastadores efectos físicos, psicológicos y emocionales que la violencia de género tiene
directamente sobre las víctimas, los niños que vivencian estos episodios desde su primera infancia sufrirán
las consecuencias a lo largo de su desarrollo afectivo y emocional. Un gran número de ellos mostrarán
posteriormente síntomas postraumáticos y riesgos más elevados de depresión. La socialización emocional
materna, de la que ya hemos hablado, y la regulación emocional de los niños pueden suponer una vía de
protección ante futuros síntomas de desajuste psicológico. Fainsilber, Stettler y Gurtovenko (2016)
examinaron la posible función preventiva de ambas variables. Para ello seleccionaron a un grupo de 58
madres que habían sufrido violencia de género y sus hijos de entre 6 y 12 años. Aunque sus resultados no
predijeron relación directa entre socialización de la emoción en la madre y ajuste del niño, sí observaron
varios efectos indirectos. Si la madre mostraba conciencia y aceptación de su tristeza, se podría predecir una
mejor aceptación del niño de dicha emoción. Del mismo modo, mayor conciencia del miedo en las madres
resultaba predictora de una mejor regulación infantil de esta emoción. Indirectamente había una relación
con menores síntomas depresivos y postraumáticos en edades posteriores. En una línea similar, trabajos
anteriores ya habían hablado de la desregulación emocional como principal mecanismo responsable de los
problemas comportamentales infantiles en niños expuestos a violencia de género en el hogar (Harding,
Morelen, Thomassin, Bradbury y Shaffer, 2013). Nuevamente se sostiene la necesidad de la intervención
con familias de alto riesgo y el relevante papel que desempeña la regulación emocional infantil en el ajuste
posterior del niño.

4.4. Maltrato infantil


El maltrato infantil es otro de los factores de riesgo que queremos destacar, puesto que algunos trabajos
han constatado que hasta un 80 por 100 de los niños preescolares maltratados exhiben patrones de
desregulación emocional (Maughan y Cicchetti, 2002).
Un trabajo de Shields y Cicchetti (1998) puso de manifiesto la interacción existente entre atención,
emoción y agresión comparando niños que habían sufrido maltrato con un grupo de control. Analizaron las
conductas de socialización entre los niños en un campamento de verano y descubrieron que los niños
maltratados exhibían muchas más conductas agresivas que el resto. Otros hallazgos de este estudio se
refieren a una mayor desregulación de las emociones que se manifestaba como negación, labilidad afectiva
o conductas emocionales socialmente inadecuadas.
5. CONCLUSIONES
Como hemos visto a lo largo del capítulo, las circunstancias que habitualmente vienen asociadas a
contextos de alto riesgo provocan importantes alteraciones en el ajuste de los niños y en el desarrollo de sus
competencias emocionales. No obstante, encontrarnos con estas situaciones no debe llevarnos a perder la
esperanza y dejar a los menores abandonados a su suerte. La literatura especializada resalta algunas
estrategias de trabajo que favorecerán el adecuado desarrollo del menor.
Se ha argumentado a lo largo del capítulo la importancia de la socialización de los padres para regular
las emociones de sus hijos en estos ambientes. Aunque se trata de trabajos recientes que están abriendo
nuevas líneas de investigación, autores como Sanders, Zeman, Poon y Miller (2015) han estudiado la
importancia que tiene la socialización parental de emociones en la regulación emocional de los niños.
Algunos de los resultados más interesantes mostraban que si la expresión de emociones en los niños va
seguida de respuestas desfavorables por parte de los padres, se fomenta un menor afrontamiento emocional
que más adelante deriva en una mayor desregulación emocional. Los propios padres, mediante medidas de
autoinforme, percibían que, a niveles altos de respuestas no favorables a las emociones, los niños regulaban
mal o directamente no afrontaban sus respuestas de ira. Vemos, pues, la influencia que los padres ejercen en
las habilidades regulatorias de los menores e insistimos en la conveniencia de diseñar programas de trabajo
preventivos que ayuden a los progenitores a facilitar el desarrollo emocional del niño.
Aparece aquí otra variable a la que queremos conceder la importancia que merece. Se trata de la
regulación emocional en contextos de riesgo que, como hemos comentado, propician una alta
emocionalidad debido al estrés y las circunstancias a las que se encuentran sometidos diariamente padres e
hijos. En estos casos la regulación puede resultar un factor clave para predecir el grado de ajuste psicosocial
que presentará el niño, puesto que si presenta una elevada emocionalidad, pero dificultades regulatorias, su
adaptación será peor (Rydell, Berhlin y Boilin, 2003). Por tanto, la regulación en niños emocionalmente
muy reactivos resultará una habilidad de especial importancia al estar relacionada con la conducta prosocial
y los problemas conductuales (Eisenberg et al., 1990; Eisenberg y Fabes, 1998). Por tanto, creemos que es
importante diseñar programas específicos de trabajo dirigidos a la infancia y años posteriores que refuercen
las competencias emocionales en general y en particular esta, la regulación.
Desde el ámbito educativo hasta el momento se ha hecho hincapié en la escolarización de los niños en
situación de riesgo, considerando múltiples criterios, pero siempre relacionados con el currículo escolar.
Educar emocionalmente supone mejoras, no solo en el ámbito emocional sino también en bienestar
psicológico y en competencia social, como ha demostrado la literatura sobre esta cuestión (Denham et al.,
2003; Denham y Brown, 2010).
Existe evidencia de que la regulación y comprensión emocional contribuyen al ajuste escolar,
especialmente en niños preescolares en riesgo, teniendo los maestros una especial influencia en su
competencia emocional por la función reguladora que pueden ejercer (Shields et al., 2001).
Por tanto, fomentar programas de trabajo dirigidos tanto a la socialización emocional de los padres como
a la mejora de las competencias emocionales de los niños, especialmente la regulación, puede traer consigo
que muchos menores en riesgo no estén claramente abocados a una situación de exclusión y puedan tener
otra alternativa. Se trata, en última instancia, de realizar intervenciones preventivas que repercutirán en un
número menor de adolescentes con problemas conductuales, psicológicos o emocionales.

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10
El papel de las emociones en el aula: una aproximación
histórico-cultural
MABEL ENCINAS

1. INTRODUCCIÓN 18
Si bien el estudio de las emociones ha dejado de centrarse en el individuo y sus reacciones gracias al
desarrollo de diversos paradigmas sociales, la posibilidad de ofrecer una visión integral de los procesos
emocionales está lejos de ser una realidad. Las emociones o son estudiadas neurológicamente (Damasio,
1994, 1999, 2003), y quizá son universales e innatas (como en el caso del «interés»; Izard, 2013), o son
fenómenos mentales de carácter individual al margen de mundo social y vinculados con la evolución
humana (Ekman, 1982; Ekman y Oster, 1979; Ekman y Rosenberg, 2005; Panksepp, 2005; Turner y Stets,
2006), o bien las emociones son socialmente construidas (Belli, 2009; Lutz y While, 1986), ya sea por
influencia de la cultura más inmediata ligada al grupo (Frijda, 2006; Frijda y Mesquita, 1994; Lazarus,
1991), ya sea por una determinación sociocultural más amplia (Kitayama, Markus y Kurokawa, 2000). En
algunos casos, las emociones son consideradas reacciones irracionales (Haselton y Ketelaar, 2006) que
necesitan ser controladas; en otros, un elemento funcional en relación con la especie (Keltner, 1999), un
elemento fundamental en la toma de decisiones (Damasio, 1994, 1999, 2003; Nussbaum, 2004), un motor
de búsqueda de cambios sociales (Jasper, 1998; Roeser, 2012) y una fuente de sabiduría (Haselton y
Ketelaar, 2006). A veces, las emociones son estudiadas como fenómenos discursivos vinculados a la
comunicación (Oatley y Jenkins, 1992), y en otras ocasiones son fenómenos performativos (Buttler, 1997).
Con todo este mosaico de perspectivas, parece que el proyecto de una visión unitaria que integre todos los
aspectos que tienen que ver con las emociones es una misión imposible, y en general ha dejado de estar
sobre la mesa en la psicología contemporánea: cada paradigma construye sus propias premisas y mira de
manera sesgada a las demás.
En este capítulo voy a intentar ofrecer la perspectiva de la psicología histórico-cultural, y en concreto de
la perspectiva que ofrece Vygotski. En principio, asumo que el contexto social es un elemento central para
entender las emociones en general y, en particular, las emociones en el aula (Encinas, 2008). Para
mostrarlo, analizo la microhistoria de las emociones en ese contexto. Es decir, estudio cómo las emociones
emergen, se transforman y modifican el contexto, mediante el análisis de los cambios que suceden en el
aula durante breves períodos de tiempo, que llamo microsituaciones.
Para construir la perspectiva que utilizo para estudiar las emociones, comienzo por mostrar la síntesis
que ofrece Vygotski. Como explicaré, esta síntesis considera las emociones un fenómeno individual y social
simultáneamente. Termino esta primera sección desarrollando los elementos necesarios para pensar las
emociones microhistóricamente. Después, presento la metodología utilizada en mi estudio, basada en el
análisis de vídeos de interacciones en clases, que son extractos a los que llamo microsituaciones. Enseguida,
y a través de un ejemplo, discuto las consecuencias de pensar las emociones en una perspectiva histórico-
cultural. Concluyo este capítulo con las implicaciones que esta perspectiva puede tener tanto para pensar las
prácticas escolares y la formación docente como para considerar las posibles vertientes de investigación con
esta vía.
2. UNA VISIÓN HISTÓRICO-CULTURAL DE LAS EMOCIONES
Dos son las contribuciones centrales de Vygotski al estudio de los fenómenos psicológicos: la necesidad
de estudiarlos como fenómenos unitarios y la necesidad de comprenderlos como fenómenos históricos. La
unidad de un fenómeno implica comprenderlo considerando todos los posibles aspectos o elementos que lo
integran, más que separarlos por niveles, aspectos o perspectivas psicológicas (Vygotski, 1997 y 1999). En
el estudio de las emociones esto significa no separarlas a priori como fenómenos individuales y sociales, o
en términos fisiológicos y culturales, o en estados conscientes e inconscientes. Esta unidad implica tomar
como punto de partida la construcción de una unidad de la psicología. Por supuesto, no significa agregar
una visión a la siguiente y así sucesivamente. Por el contrario, significa construir los cimientos para la
unidad y mirar las aportaciones de las diferentes perspectivas psicológicas a la luz de ese principio
unificador más amplio. En la actualidad, las diversas perspectivas psicológicas conviven sin la intención de
contribuir a un proyecto común.
El segundo aspecto que Vygotski presenta es la historicidad de las emociones, el cual implica entender
que las emociones se transforman de manera situada y al mismo tiempo transforman el contexto (Vygotski,
1999). Esto es, que las emociones, a veces, son el resultado del contexto en el que emergen, pero también se
convierten en detonadores de cambios en dicho contexto. Es decir, la función de las emociones no está
predeterminada, sino que se transforma a través del tiempo. Si bien es cierto que las emociones emergen en
un individuo, sus causas, sus efectos y sus significados se definen en el contexto en el que emergen. Por
tanto, son simultáneamente sociales, como mostraré más adelante. La unidad y la historicidad, que explico
en las siguientes secciones, constituyen las premisas fundamentales de la perspectiva vygotskiana de los
fenómenos psicológicos, y en particular de las emociones.

La unidad: emociones en el mundo social


El sesgo individual que, con frecuencia, supone el estudio de las emociones me llevó a buscar la
perspectiva sociológica acerca de este tema. En las últimas tres décadas ha habido una ebullición en el
estudio de las emociones del ser humano en las ciencias sociales de tal magnitud, que algunos
investigadores hablan de un «giro afectivo» (Clough, 2007). En este contexto, las perspectivas teóricas
acerca de las emociones desarrolladas durante este período en las ciencias sociales pueden agruparse en dos
grandes vertientes: aquellas que enfatizan las emociones como resultado del proceso de evolución de la
especie humana (Stets y Turner, 2006; Turner, 2000, 2004, 2007; Turner y Stets, 2005; Turner y Stets,
2006b) y aquellas que destacan su carácter social (Bendelow y Williams, 1998; Hochschild, 1979, 1983,
1998, 2003, 2005; Williams y Bendelow, 1998). Estas dos vertientes son opuestas, pero, como veremos a
continuación, implícitamente conllevan un principio común.
Por un lado, la perspectiva de las emociones cuyo fundamento es la evolución separa los aspectos
naturales de los aspectos sociales. Las emociones tienen un sustrato fisiológico que constituye un
prerrequisito para el desarrollo de la historia humana y, con ello, de las emociones más complejas. Estas
tesis enfatizan el carácter esencial de las emociones (Charmaz y Milligan, 2006; Clanton, 2006; Clark,
2006; Davis, 2006; Felmlee y Sprecher, 2006; Schieman, 2006; Turner y Stets, 2006) con independencia de
las situaciones sociales en que se presentan. El significado sociocultural de las emociones se concibe como
un fenómeno sobrepuesto, o un epifenómeno. La segunda vertiente sociológica en cambio,
socioconstruccionista, sostiene que las emociones se construyen a partir de reglas sociales, a las que los
individuos se ajustan, de modo que las emociones varían en diversos contextos históricos y culturales
(Bendelow y Williams, 1998; Hochschild, 1979, 2003), y lo que sucede en el cuerpo es solo un aspecto más
de los significados construidos socialmente. Para explicar ese proceso, Hochschild (1979, 2003) acuñó el
concepto de «trabajo emocional», el cual concibe como el control de los sentimientos para crear
expresiones (corporales y faciales) públicamente.
Ambas posiciones, la que enfatiza la evolución y la que enfatiza la historia, sin embargo, comparten la
concepción con un dualismo implícito: la biología y la cultura son dos sustratos independientes, cada uno
regido por sus propias reglas.
Para romper este dualismo, Vygotski (1999) argumentó que las emociones no son un estado dentro de
otro estado, sino que, simultáneamente, pertenecen al ámbito individual y social. Resulta necesario romper
con este dualismo implícito en las dos posiciones sociológicas señaladas y estudiar lo humano como una
unidad, donde cognición y emoción, individuo y sociedad, cuerpo y mente no se conviertan en polos
artificialmente separados. De aquí la necesidad de encontrar una síntesis unificadora que permita estudiar
las emociones en el aula. Con este objetivo, Vygotski (1999) estudió en profundidad las deficiencias de las
perspectivas psicológicas de su tiempo en relación con las emociones. Debatió los fundamentos filosóficos
del materialismo mecanicista de James (1884) y Lange (1887) en relación con las emociones y el cuerpo,
así como la psicología idealista propuesta por Dilthey (1988) y Freud (1999) con respecto a la
interpretación subjetiva de las emociones (lo que además tuvo gran influencia en Piaget, 1968, 1971). Así
pues, esta crítica dirigida a la separación en dos ámbitos (el material y el interpretativo) para estudiar las
emociones demarca la fundamentación filosófica para analizar críticamente las dos teorías sociológicas de
las emociones contemporáneas. En ambos casos, las emociones se explican como un fenómeno en dos
niveles: el biológico o el de la experiencia subjetiva, pero no integra la explicación de ambos niveles.
Desafortunadamente, Vygotski no tuvo tiempo de construir una teoría que integrara plenamente las
emociones y que estuviera al nivel de sus fructíferas contribuciones en temas tales como pensamiento,
lenguaje, aprendizaje y desarrollo, como puede verse en sus obras escogidas. Sin embargo, el análisis crítico
que Vygotski (1999) llevó a cabo en su tiempo sugiere que para comprender las emociones es necesario
construir una psicología no dualista, que recupere, por un lado, la psicología narrativa, o descriptiva, y, por
otro, la psicología «explicativa», i.e., inspirada en las ciencias naturales (Cole, 1996). La primera parte es la
psicología identificada por Wundt (1921) en los inicios de la disciplina. Esta sección de la psicología fue
relegada en favor de la segunda vertiente, que se desarrolló como ciencia bajo los parámetros de la ciencia
natural: el conductismo (Cole, 1996; Vygotski, 1999) y, posteriormente, como su heredera, la psicología
cognitiva (Bruner, 1990). Vygotski (1999) identificó la necesidad de estudiar las emociones de manera
unitaria, unificada, integrando la comprensión de la fisiología en el contexto de las prácticas sociales donde
se construye su sentido, es decir, su significado concreto.
Como consecuencia, el estudio de las emociones debe partir de un claro supuesto, el carácter situado de
las emociones en el contexto social. El sustrato biológico no es independiente ni previo a la participación en
la cultura y la vida social, ya que la relación entre evolución e historia resulta inextricable (Cole, 1996).
Asimismo, el estudio de las emociones ha de partir de considerar que los ámbitos individual y social son
inseparables. Desde el principio, no es posible concebir el desarrollo individual fuera del mundo social para
la supervivencia (Cole y Cole, 2001). La comprensión de las emociones, según Vygotski, tiene que
involucrar la comprensión de tal fusión en una unidad inseparable. Como dice Vygotski (citado por Cole,
1996) refiriéndose al desarrollo:

El crecimiento del niño normal en el seno de la civilización usualmente involucra la fusión entre los
procesos orgánicos de maduración. Ambos planos de desarrollo —el natural y el cultural— coinciden y
se funden uno con el otro. Las dos líneas de cambio se interpenetran mutuamente y forman lo que es
esencialmente una sola línea de formación sociobiológica de la personalidad del niño. Esto ocurre en tal
grado que el desarrollo tiene lugar en el medio cultural, y se transforma en un proceso biológico
históricamente condicionado (1978, p. 47).

De esta manera las emociones ocurren en el medio cultural y se transforman en un proceso biológico-
cultural al mismo tiempo.

Emociones en la historia humana


En relación con la historia, es decir, la historia general de la humanidad, Scribner (1985) señala que el
objetivo de Vygotski consistió en desentrañar los mecanismos por los que «la transformación de lo natural a
lo histórico tiene lugar en los fenómenos de la vida mental» (Scribner, 1985, p. 121), con la finalidad de
hacer evidente la idea de que la continuidad de las emociones humanas y del resto del mundo animal se
rompe gracias a la cultura. Solo comprendiendo la historia, pueden entenderse simultáneamente las
emociones «básicas» y las emociones «superiores», y cómo se produce el tránsito entre unas y otras,
incluyendo tanto la continuidad como la ruptura entre ellas. La historia comprende tanto el peso del pasado
como el hito del potencial futuro. Ambos se juegan en las circunstancias concretas del presente.
La consecuencia de la comprensión de lo social como la base para comprender la vida mental en general,
y las emociones en particular, es que la cultura tiene un efecto lamarckiano. Lamarck (1914) sostiene que
las características adquiridas por un organismo durante su vida podrían ser transferidas a sus descendientes
por herencia. A pesar de que en biología sus ideas fueron descartadas hace tiempo, hoy estas tesis reviven
con la epigenética, que estudia los mecanismos que algunos organismos transmiten transgeneracionalmente
como una respuesta a factores ambientales, también llamada transferencia horizontal, sin que ocurran
cambios genotípicos (Jablonka y Lamb, 1989, 2002, 2014; Jablonka, Lamb y Avital, 1998; Jablonka y Raz,
2009). Ahora bien, en términos culturales, esa transferencia tiene lugar a través de prácticas sociales que
transitan de una generación a la siguiente, y que incluyen no solo comportamientos coordinados
socialmente sino un mundo material humanizado por los artefactos producidos por las generaciones previas.
Tanto en los comportamientos como en los artefactos, existen intenciones implícitas. Por ejemplo, ante una
pérdida, la psicoterapia es una práctica social que tiene la intención de apoyar al individuo en afrontamiento
del proceso emocional. Además, se han desarrollado artefactos, como los antidepresivos, que buscan
transformar el balance químico de los neurotransmisores del cerebro que afectan a los estados de ánimo. No
es este el lugar para analizar el uso de los antidepresivos; sin embargo, los menciono solo con la intención
de reconocerlos como herramientas culturales que transforman las emociones.
En resumen, las prácticas sociales de las generaciones previas modifican la vida cotidiana a lo largo de la
historia, transformando el mundo en que vivimos y la experiencia humana, que a su vez tienen
consecuencias en la transformación de nosotros mismos como seres humanos, y como parte de ello, en las
emociones. A través de la historia general, se puede entender la síntesis entre naturaleza y educación
(Vygotsky, 1987b, citado por Scribner, 1985; Toulmin, 1979). La discusión de Vygotski en relación con la
historia general tiene una función teórica importante en la confrontación con las posiciones dualistas
planteadas arriba y sugiere una dirección para el estudio de los fenómenos mentales (Scribner, 1985, p.
125). En este sentido, se puede concluir que hace falta estudiar las emociones como parte de prácticas
sociales, como parte del contexto del aula, en este caso, y comprender cómo emergen, qué hacen y cómo
cambian en un corto período de tiempo.

Emociones y desarrollo adolescente


El segundo nivel de la historia estudiado por Vygotski es la historia individual o la historia del niño o
adolescente (Vygotskiy, 1987b, citado por Scribner, 1985). En este sentido, Vygotski (1986) se centra en el
mismo tema que en su análisis de la historia general: los «aspectos del comportamiento únicamente
humanos» (Vygotski, 1978, citado por Scribner, 1985). En este nivel también se deben distinguir las dos
líneas de desarrollo que mencionábamos más arriba y que se entremezclan: la biológica (a veces
denominada natural) y la cultural (Scribner, 1985, p. 124). Los niños nacen en un momento histórico-
cultural particular, que tiene un impacto en su desarrollo ontogenético. Las emociones son parte de su
desarrollo individual. Como afirma Cole (1996), con respecto al desarrollo ontogenético, no es posible
afirmar que los aspectos filogenéticos estén presentes antes que los aspectos culturales o individuales.
Todos están allí desde el principio de la vida de cada niño o niña. De esta manera, desde el punto de vista
individual, las emociones son moldeadas a lo largo de la vida mediante la participación en prácticas
sociales.
La historia de los niños y adolescentes implica un proceso de internalización de un conocimiento social
sobre cómo afrontar, gestionar y transformar las emociones. A su vez, implica un proceso de
externalización en el que los niños y adolescentes participan en la vida social de manera activa y expresan y
comunican sus emociones. Es en ese proceso dual de internalización y externalización como los niños
reciben del mundo cultural una intención de futuro, a la que Cole (1996) llama prolepsis. Los adultos
apoyan el desarrollo de las emociones marcando implícita o explícitamente qué emociones es válido y
apropiado sentir y expresar en qué situaciones. El proceso de socialización es fundamental para que el niño
comprenda las emociones, las exprese y las comunique adecuadamente en el momento y en el lugar
adecuados. Este interés coincide con otras perspectivas psicológicas que pretenden avanzar en el desarrollo
conjunto de las habilidades sociales y emocionales (Giménez-Dasí y Quintanilla, 2009; Giménez-Dasí,
Quintanilla y Daniel, 2013).
Vygotski resume este proceso en su ley del desarrollo: «cualquier función en el desarrollo cultural del
niño (y el adolescente) aparece en escena dos veces, en dos planos, primero entre las personas como una
categoría interpsicológica y entonces dentro del niño como una categoría intrapsicológica» (Vygotski, 1991,
p. 40, paréntesis mío). Por esta razón, para entender el desarrollo de las emociones en niños y adolescentes
se necesita partir de la sociogénesis (Vygotski, 1991).
En este proceso, los niños y adolescentes son agentes activos en la negociación de su propio desarrollo.
Esto es especialmente importante en la adolescencia, el período de la vida en que

es más probable que los psicólogos enfaticen los conflictos intergeneracionales, cambios tanto en el
comportamiento como en la personalidad del joven en desarrollo que los adultos perciben como
destructivos (p. ej., altos niveles de conducta considerados criminales o inmorales, altas tasas de
suicidio) (Cole y Gajdamashko, 2009, p. 136).

En las culturas occidentales, la creación cultural y el cuestionamiento de los adolescentes a las reglas
establecidas son actividades prominentes; sin embargo, estas actividades darán lugar a nuevos productos
culturales, que buscan disminuir o extinguir lo antiguo (Cole y Gajdamashko, 2009). Así, se desvela que el
desarrollo no siempre es funcional y coincidente con las intenciones y objetivos de las generaciones previas
(Engestrom, 1996). En efecto, la transformación que los adolescentes ofrecen sea en forma de resistencia,
rebelión o incluso «negatividad» contra lo establecido genera algo nuevo, lo cual puede resultar
sorprendente para los adultos. En relación con esta idea, la investigación ha señalado que, por sus
características innovadoras y transformadoras, los adolescentes son quienes frecuentemente inician
movimientos sociales (Sherrod, Flanagan, Kassimir y Syvertsen, 2006).

Emociones y microhistoria
Vygotski (1978) estudió el desarrollo infantil a partir de la génesis de los procesos psicológicos y utilizó
el concepto de microgénesis para identificar un momento de cambio, el punto en que emerge una nueva
estructura de pensamiento-acción. La microgénesis se define como «el tiempo crítico en que una reacción
aparece y cuando sus vínculos funcionales son establecidos y ajustados» (Vygotski, 1978, p. 68). Por tanto,
este concepto es usado para estudiar el desarrollo infantil, ya que, como afirma Werstch (1985), Vygotski
realiza observaciones repetidas de manera longitudinal en un corto período de tiempo para entender cómo y
cuándo emergen ciertas funciones psicológicas. Por ejemplo, la formación de conceptos científicos.
Asimismo, Vygotski usa la «microgénesis» para referirse al «desdoblamiento de un acto perceptivo o
conceptual, a menudo en un período de milisegundos» (Werstch, 1985, p. 55). En ese caso, él estaba
interesado en captar transformaciones específicas, como por ejemplo el movimiento del pensamiento a la
expresión verbal (Werstch, 1985), en cuyo caso el lapso es extremadamente corto. El concepto de
microgénesis resulta útil para estudiar las emociones de manera situada, ya que el propósito es comprender
cómo «están siendo» las emociones en el contexto del aula. En este ambiente, los procesos estudiados no
son ni tan breves, como la segunda acepción usada por Vygotski, ni tan duraderos (como los estudios
longitudinales) para revelar el desarrollo emocional de los participantes. Para comprender las emociones
«en acción», de manera situada, propongo llevar a cabo un estudio microhistórico.
El tiempo tiene diferentes ritmos según la escala que se utilice. Introduzco el concepto de microhistoria
para dar cuenta de la historia que tiene lugar en pequeños períodos de tiempo, en el análisis de
microsituaciones. Estas microsituaciones pueden durar varios segundos o algunos minutos, y sus puntos de
inicio y final están definidos por lo que ocurre en el contexto de las tareas del aula. En las microsituaciones,
las interacciones humanas ocurren como parte de una actividad (Cole, 1996, siguiendo a Leontiev, 1974)
mientras se desarrolla el tiempo presente. Una actividad constituye un sistema de acciones y operaciones
que tiene un propósito, un motivo que les da sentido (Leontiev, 1974; Engestrom, 1987). Una mirada
microhistórica abre la posibilidad de captar el carácter situado de las emociones, constituido y constituyente
del contexto y de la actividad en la que emergen. El análisis microhistórico permite estudiar, pues, lo que
sucede con las emociones en el contexto de la actividad y tiene el potencial de captar las transformaciones
tanto individual como socialmente.
Al estudiar un fenómeno históricamente, es importante no plantearlo solo en términos lineales como el
resultado de un desdoblamiento del pasado sobre el presente, únicamente como el resultado de las
condiciones que le anteceden. En este nivel, también el futuro está presente. Por ejemplo, el enojo de una
maestra por algo que considera irrespetuoso tiene un sentido diferente cuando está dentro de su clase que
cuando está discutiendo con su hermana. En el segundo contexto, su enojo cobraría distintas direcciones,
puesto que, en relación con su hermana, se entremezclan diferentes historias: la cultura social en que viven,
la cultura familiar y la historia de su relación, vinculado además con las expectativas previstas de su
relación. Pues en este caso la relación entre hermanas podría preverse con más continuidad y necesidad de
establecer acuerdos. En el primer contexto, todas estas historias se entremezclan también, pero con un
motivo y una razón distintos en relación con su participación como educadora, cuya función es formar a los
estudiantes y con un futuro quizá no tan a largo plazo como en la relación familiar. En ambos contextos,
además, la conciencia, o no, del enojo puede tener implicaciones distintas.
El estudio microhistórico de los acontecimientos que ocurren en el día a día tiene el potencial de
identificar que tanto las intenciones y posibles futuros como las circunstancias particulares del presente
contribuyen a abrir un espacio de indeterminación, creando un sistema abierto en el que participan, en este
caso, maestra y alumnos, y del que emergen y toman forma las emociones.

3. LAS PREGUNTAS
Son tres las preguntas que guían el trabajo en análisis que se presenta en este capítulo en relación con la
microhistoria. La primera es: ¿es posible identificar en las microsituaciones patrones en la manera en que
las emociones surgen y se transforman a través del tiempo? La segunda pregunta es: ¿Pueden la
«negatividad» y la rebeldía adolescente afectar a las emociones en clase y viceversa? La tercera pregunta
es: ¿Cuál puede ser la consecuencia del clima emocional creado durante las clases?

4. EL ESTUDIO: EMOCIONES EN CONTEXTO


Con una aproximación de corte etnográfico, el trabajo de campo se realizó con cuatro maestros de la
clase de español en una secundaria de la Ciudad de México, con alumnos de entre 12 y 15 años. Los datos
analizados fueron 45 vídeos de observación de clase. El trabajo de campo, que duró siete meses, se
complementó con mis notas, que fueron integradas para ofrecer información del contexto. Seleccioné una
variedad de episodios de interacción en el aula que suman un total de 100 microsituaciones. Llamo
microsituaciones, como mencioné más arriba, a las acciones e interacciones que ocurren en muy breves
períodos de tiempo, las cuales están incluidas en la microhistoria. Estas microsituaciones tienen un inicio y
un final definidos por lo que está sucediendo. Por ejemplo: la invitación de una maestra a que un alumno
pase al frente de la clase, que concluye cuando el alumno regresa a su lugar; la explicación de un maestro de
la actividad a realizar, que es interrumpida por el descubrimiento de que una alumna no tiene el ordenador
en la pantalla correcta y concluye cuando el maestro, después de llamarle la atención, continúa su clase; la
maestra hace una pregunta que los alumnos responden y que termina antes de iniciar la siguiente pregunta.
Las microsituaciones, entonces, están definidas por el contenido, por lo que está sucediendo. De allí que su
longitud sea variada.
La metodología utilizada es cualitativa (Bryman, 2015). Por esta razón, el análisis de los datos implicó la
construcción conjunta del método y la mirada teórica histórico-cultural que permitiera dar cuenta de las
emociones en contexto (Creswell y Poth, 2017). El análisis detallado del vídeo se llevó a cabo prestando
atención a los pequeños cambios que ocurren en el tiempo (Mavers, 2012). Estos «cambios» se convirtieron
en transcripciones con dibujos, usando flechas y otros indicadores para enfatizar lo que ocurría en el aula.
Además de su función metodológica, los dibujos tuvieron la función ética de mantener el anonimato de los
maestros y alumnos participantes.

5. UNA MIRADA A LOS DATOS: EL QUIJOTE Y LOS VAQUEROS


Al analizar los vídeos, pude identificar dos maneras en que las emociones aparecen en el aula: (1)
acompañando las tareas de enseñanza y aprendizaje en relación con los contenidos curriculares y (2)
convirtiéndose en el centro de las tareas de enseñanza y aprendizaje, el trabajo sobre el contenido curricular
se detiene y, de esta forma, el «contenido» no esperado de la clase son las emociones. A continuación,
presento una microsituación del primer tipo. Se trata de la risa ruidosa que produce el disfrute de una
broma. En esta situación el humor y la risa surgen al trabajar en una clase de español (de lengua). La
microsituación tiene una duración de 1 minuto y 18 segundos. La secuencia de los sucesos es la siguiente:
Sofía, la maestra, presenta la actividad del grupo. Una broma hecha por un alumno provoca un efecto en el
grupo. Después Sofía empatiza con la broma y se crea una situación de familiaridad y cercanía; enseguida
Sofía retoma el liderazgo y orienta al grupo hacia el trabajo en el ejercicio propuesto. Finalmente, la
pregunta planteada por Sofía es respondida. En las próximas subsecciones se encuentra el desarrollo. En la
figura 11.2 los números corresponden a la secuencia presentada.

Sofía encuadra la actividad


1. Sofía, la maestra, tiene a su grupo de tercero de secundaria sentado en círculo (véase la figura 10.1).
María leyó, de un libro que Sofía llevó a la clase, una versión moderna del primer capítulo de Don Quijote
de la Mancha, y un comentario sobre los personajes. Después Sofía propuso jugar a responder preguntas de
«falso» y «verdadero» e indicó que cuando la respuesta fuera «falsa» los alumnos tendrían que decir cuál
era la respuesta correcta. Las preguntas eran en realidad afirmaciones que ella improvisaba de la lectura
recién escuchada por todos.

Figura 10.1.—La broma que un alumno hace y sus efectos en el grupo.


2. Sofía cambia la palabra «caballería» por «fantasía». Entonces busca a alguien que responda, mira
sonriente hacia donde está Juan y con un gesto de dar la palabra mueve la barbilla hacia arriba. Juan
responde con seriedad, como si estuviera dando o intentando dar la respuesta correcta, pero dice que don
Quijote «leía Libros Vaqueros». Todo el grupo suelta una carcajada. Felipe y luego Joaquín golpean la
mesa, y Sara lo hace después, aunque con menos fuerza. Sofía ríe también, pero adopta una postura mucho
más contenida. Esta broma es obvia para un mexicano 19 . El reconocimiento de la broma implica un «saber
mexicano» muy particular. Con esta broma, Juan crea una divergencia del contenido curricular y reta a
Sofía. La broma es, por cierto, bastante afortunada. Si reflexionamos en los paralelismos entre las novelas
de caballería y los Libros Vaqueros, la broma de Juan está basada en la homonimia de la palabra «libro»,
refiriéndose a los libros de caballería, y la palabra «Libros», que es el nombre del cómic. Si extendemos las
comparaciones: los personajes de ambos tipos de «libros» andan a caballo, los cowboys del Libro Vaquero
tienen sus «Dulcineas» (damas por las que están dispuestos a morir por salvar su honor). Además, así como
don Quijote se volvió loco por leer tantos libros de caballería, por el contenido erótico de los Libros
Vaqueros, en el sentido popular mexicano, ambos «libros» pueden producir locura. Estas analogías van
demasiado lejos; sin embargo, es posible que pudieran haber contribuido al éxito de la broma.

Figura 10.2.—La broma que un alumno hace y su efecto en el grupo.

3. Sofía, además de reír, dice «sí», y lleva a cabo movimientos amplios, de magnitud similar a la de sus
alumnos. En realidad, el ambiente que existe en el aula es muy «familiar», y da un poco la sensación de
«estar en casa». Ciertos rasgos pueden ser observados en distintos momentos de este extracto. Por ejemplo:
Sofía se rasca la espalda por debajo de la ropa, le da una pequeña palmada en el brazo a un alumno o se toca
el cuello mientras habla.

Sofía toma el liderazgo y reorienta al grupo hacia el trabajo


4. Sofía, suavemente, empieza a calmar al grupo, moviendo la mano repetidamente como empujando
hacia abajo, y después a los alumnos a su izquierda. Su risa dura 8 segundos, mientras que las risas del
grupo duran 30. Su intervención es un poco dudosa al principio. Sin embargo, enseguida levanta su dedo
índice, corrige la intervención de Juan y dice: «Debiste haber dicho: “Falso, leía Libros Vaqueros”». Su
intervención señala que esta debía ser la respuesta acertada de Juan; a la vez lo indica como si incluyese la
respuesta-broma en una parte más de la actividad de la lectura y las preguntas. Al señalar la respuesta,
enfatiza con su brazo derecho. Pero esto no es todo: Sofía parece tener cuidado de la relación con Juan y le
sonríe. Entonces sí, puede seguir con la actividad.

La pregunta planteada por Sofía es respondida


5. «Vamos a ver cuál es la respuesta correcta.» Invita a los alumnos a responder y un voluntario aparece.
Este voluntario, Rubén, da una respuesta equivocada, pero ella no rechaza la respuesta, le pide elaborar.
Rubén hace un intento de responder, y dos alumnos lo hacen. Sofía toma la respuesta correcta, ignorando el
intento de otro alumno por recordar la broma. «Leía libros de caballería.» Ella asegura que la respuesta
correcta fue escuchada por el grupo con el patrón inicio-respuesta-evaluación (Cazden y Beck, 2003;
Cuban, 1984; Mehan, 1979), que en términos de Wells se conoce como incio-respuesta-retroalimentación
(IRF) (Wells, 1993).
Como podemos ver en los cinco párrafos anteriores, es válido reír en la clase de Sofía. Ella, de hecho,
acompaña el humor y, suave pero firmemente, conduce a los alumnos a la actividad. Esta interacción no es
solo la comunicación entre un grupo de personas, es una conversación que ocurre como parte de una
práctica social, la enseñanza en el aula. Los estudiantes ríen y expresan que la broma les divierte, pero
Sofía, sutil y pacientemente, regula la risa, retoma el liderazgo y, sin reprimir la risa de sus alumnos, regresa
al trabajo. La risa surge, toma sentido y se convierte en un dispositivo «vivo» de la acción que tiene lugar
en el aula. No se puede saber si la risa en esta ocasión fue placentera para Sofía, pero podemos observar que
ella conduce la risa y promueve la integración e implicación de los alumnos en la práctica del aula. En este
segmento, los alumnos se movieron aparatosamente, golpearon la mesa, rieron, murmuraron entre ellos,
siguieron la broma, pero al final llegaron a la respuesta, y continuaron con la tarea. Sofía no reprimió la risa,
la siguió, la acompañó y contribuyó a que los alumnos regularan su disfrute y a que aceptaran interesarse en
la actividad.

6. DISCUSIÓN: MICROHISTORIA
La risa que observamos en la sección anterior ocurre en el contexto del aula, y parece ligada a ese
contexto. Pero es importante ver cómo podemos entender la relación de la risa y el contexto del que forma
parte. Esa risa no es una pasión etérea del alma individual de Felipe o Joaquín, está vinculada a las otras
personas que comparten la participación en la tarea en la que se encuentran inmersos. Las emociones tienen
un contenido, y ocurren mientras las personas hacen algo juntas, en el contexto de una práctica social
particular.

Emociones: patrones de surgimiento, ¿causa o consecuencia?


Sofía está sorprendida por la broma de Juan y la enérgica risa de la clase, de tal modo que se ve forzada
a responder ante tal sorpresa. En esta actuación encontramos cuatro elementos básicos que constituyen un
patrón coincidente en las secuencias de microsituaciones que he analizado en trabajos previos (Encinas,
2014): 1) los docentes tienen un plan; 2) las sorpresas planteadas por los estudiantes «interrumpen» los
planes de los docentes; 3) estos responden a esas sorpresas, y 4) ocurre una resolución o cierre de la
microsituación. Los estudiantes generan sorpresas que alteran los planes originales de los docentes. «Sofía
se sorprende por la broma de Juan y la risa enérgica de la clase». Las llamo «sorpresas» porque surgen de
forma inesperada, y aunque todos los participantes en el aula se enfrentan a esas sorpresas, los docentes
deben aceptar el desafío que representan, en sus roles principales como profesores.
Las sorpresas se definen como eventos inesperados, desde la mirada del docente, en la medida en que
surgen como una alteración a los planes del profesor en relación con el objetivo de la actividad propuesta.
Esto recuerda el trabajo de Suchman (1987) en relación con la distancia entre los planes y las acciones
situadas. En relación con las intenciones de los docentes, las sorpresas pueden tener un sentido didáctico en
las actividades, aunque suponen limitaciones de tiempo para abordar los contenidos curriculares. El sistema
de actividad en el aula de Sofía tiene un motivo: el aprendizaje de los estudiantes; en la tarea contenida en
la microsituación presentada Sofía tiene un propósito, que es el estudio del libro clásico de la literatura
española. Pese a que Sofía tiene una meta, ella responde a la broma riendo, a los grandes movimientos con
grandes movimientos, al desafío de Juan. Luego desafía la estructura de la broma: «debiste haber dicho…».
Para interpretar esto, utilizo la metáfora de Suchman (1987) y la aplico al aula como una manera de navegar
a través de las aguas. Sofía conduce la «navegación» del aula respondiendo a las corrientes, las condiciones
meteorológicas y el interés de visitar un puerto inesperado. La ruta no es fija entre el lugar donde se
encuentran y el puerto de destino. Por esta razón, la clase parece navegar a la deriva, pero solo por un corto
período, puesto que después de un tiempo retoman el rumbo. La respuesta empática de Sofía le permite
ganar una posición de influencia para liderar al grupo de regreso al trabajo. Es interesante observar que la
introducción de la broma acerca de los Libros Vaqueros durante la lectura, así como la risa, aproxima a los
adolescentes hacia el contexto de una historia del siglo XVII (don Quijote), de una cultura totalmente ajena
al entorno en el que viven. Con ello se acercan a la reflexión o intuición sobre la locura, el romance y el
despertar erótico a través de la risa y el humor. La profesora, tal vez, no puede captar todo eso sobre la
marcha; sin embargo, no lo censura porque, además, tiene la presión de mantener su planificación de la
actividad de lectura.
Dentro de la estructura presentada, diferentes emociones pueden ser identificadas respondiendo a las
circunstancias en que maestra y alumnos viven el tiempo presente. Las emociones pueden ser observadas, lo
mismo que la respuesta a ellas de manera performativa. Disfrute, excitación y preocupación (de parte de
Sofía) aparecen como formas en que las personas individuales se involucran en el tiempo presente. Sin
embargo, los datos sugieren que las emociones no desempeñan un papel específico como causa (algo que
tiene un impacto) o como consecuencia (algo que recibe un impacto de una situación o acción particular) en
el análisis microhistórico. Las emociones parecen emerger de lo que sucede en el contexto: la broma, pero
su transformación no se origina en lo que las desencadena, sino en el hecho de que las emociones son el
resultado de una compleja interacción entre la situación en la que surgen y la negociación del futuro.
Vygotski (1997, 1999) subraya la complejidad de las características psicológicas: su función varía a lo largo
del tiempo, ya sea como causa o como consecuencia. No obstante, es posible señalarlos, aunque no
podemos separarlos del contexto como se separa el tejido con un bisturí.

La «negatividad» adolescente y las emociones


El hecho de que el estudio se realizara en las aulas de secundaria hace necesario discutir la negatividad
implícita en el «rechazo de lo viejo» por parte de los adolescentes (Cole y Gajdamashko, 2008; Engeström,
1996). Tal como lo muestra el extracto de datos presentado, los estudiantes presentan sorpresas a los planes
de trabajo en el aula. Estas sorpresas desde la perspectiva del adulto están asociadas con la rebeldía
adolescente, con una manera de plantear el quehacer del aula. El rechazo hacia «lo viejo», como se planteó
antes, a la propuesta de la profesora no está claramente diferenciado: ¿es un rechazo al contenido, a la tarea
en que participan, a la institución, a la maestra, a las reglas del comportamiento, a las relaciones de poder, al
entorno físico del aula o a la combinación de algunos de estos factores? Tal rechazo, incluso, puede ser una
forma de aceptarlo, de digerirlo e integrarlo a lo ya conocido. Sin embargo, la manera en que la maestra
trabaja con las emociones presentes, y no en contra de ellas, parece contribuir a la creación de un clima que
permite la colaboración y el trabajo.
El clima emocional y los futuros posibles
En relación con el futuro, las emociones surgen no solo como una respuesta a la situación inmediata,
sino que su curso también está determinado por las negociaciones que tienen lugar en relación con el futuro
previsto implícito o explícito de la situación. En el análisis microhistórico, es imposible observar el
desarrollo o aprendizaje como tal, porque estos dos procesos implican «un cambio cualitativo significativo
y relativamente a largo plazo en la forma en que nos relacionamos con el mundo» (Engeström, 1996, p. 4).
Sin embargo, en esta microsituación se muestran indicios que podrían ser importantes para el aprendizaje en
términos del contenido y en los términos en los que se plantean las relaciones profesora-alumnos. En cuanto
al contenido, al traer a colación a la clase los Libros de Vaqueros, la microsituación mostrada sugiere la
comprensión de algunos elementos del Quijote; en cuanto a las relaciones, sugiere una transformación de
las relaciones al desafiar a la autoridad docente.
Para observar ambos tipos de desarrollo y aprendizaje en su totalidad, se necesitaría investigar otros
procesos para ganar conciencia y autoconciencia para sostener que el aprendizaje en un sentido más amplio
tiene lugar (Engeström, 1996; Sherrod et al., 2006). En cualquier caso, hay algunas pistas que sugieren dos
aspectos contradictorios del aprendizaje y el desarrollo por parte de los adolescentes que participan en las
microsituaciones discutidas. Por un lado, los adolescentes se mueven en la dirección de dominar elementos
de la cultura preexistente cuando se involucran en la discusión de un libro clásico, el Quijote. En el aspecto
más positivo, el aprendizaje de los estudiantes implica dejar de reír y volver al trabajo, pero al mismo
tiempo aceptar que la risa puede ser parte del proceso de trabajo mismo. Este aspecto del aprendizaje tiene
que ver con la continuidad en términos de recibir recursos culturales construidos por generaciones
anteriores. Por otro lado, los adolescentes se mueven en la dirección del cambio mediante la inclusión de los
Libros Vaqueros en el contexto escolar. Sin embargo, no está claro cuál será el resultado final de estos dos
aspectos antagónicos del aprendizaje y el desarrollo en su vida adulta. En general, las emociones son parte
tanto de la repetición colectiva como de la transformación colectiva.
Los estudiantes también retan las habilidades docentes para conseguir trabajar juntos, tal como muestra
la microsituación de Sofía y su grupo. La empatía que muestra, su acompañamiento paciente y su enfoque
amable para hacer que los estudiantes vuelvan al trabajo sin desafiarlos abiertamente crean una estructura
emocional que apoya la creación de vínculos y fortalece la confianza de los estudiantes en el maestro y en el
trabajo conjunto.
Adicionalmente, el análisis sugiere que se está produciendo un aprendizaje colectivo en el que se
construye un sentido particular en relación con lo que es trabajar juntos. Trabajar juntos, sin embargo,
puede significar al menos dos cuestiones: por un lado, puede significar que hay que trabajar juntos a pesar
de estar en una situación difícil. Por otro lado, que hay que trabajar juntos en el contenido y en relación con
los objetivos sugeridos por el docente, así como con los contenidos y las actuaciones que los alumnos
producen sobre la marcha. Como sugiere Engestrom (1996), en resumen, maestra y alumnos están cruzando
fronteras, entre el saber escolar y los saberes de los adolescentes.
Sofía calma la risa de los jóvenes. Su plan de clase apunta hacia el apoyo al aprendizaje de los
estudiantes; la forma en que ella responde a las acciones y emociones de los estudiantes parece contribuir a
la construcción de un camino para la transformación de las emociones tanto para Sofía como para los
estudiantes. Las formas en que los docentes hacen frente a las acciones de los estudiantes, que incluyen
emociones y participación de apoyo, tienen el potencial de fortalecer los valores de la aceptación de la
diversidad. Esto crea un clima en el cual es posible trabajar juntos y apoyar una cultura de cuidado y de
tolerancia hacia la emergencia de emociones, pese a que el maestro las vive quizá como distractores de la
actividad. De manera performativa, Sofía las acepta y las conduce a buen puerto.

7. CONCLUSIONES
En este capítulo he argumentado que el presente no es simplemente un despliegue lineal procedente del
pasado, sino también un impulso hacia el futuro, implícito en el motivo de estar en un aula, que a su vez se
traduce en los planes y metas propuestos por el docente. Para apoyar este argumento, presenté un extracto a
través de un análisis microhistórico de las emociones. He discutido el papel de las emociones no solo de
manera descriptiva, sino también en relación con los roles que desempeñan en situaciones emergentes de
sorpresa para los planes del docente, además del papel que desempeñan en el desarrollo individual y
colectivo. Al abordar esta cuestión, he argumentado que el estudio de la microhistoria ayuda a identificar
patrones en relación con la emergencia y transformación de las emociones, así como las contradicciones en
las relaciones sociales que están asociadas con el proceso de desarrollo tanto de los adolescentes,
particularmente en relación con su «negatividad» y rebeldía, como de los docentes que participan en ellas.
Las sorpresas de los estudiantes entonces tienen también un impacto en la configuración de las emociones,
cuestionando la posibilidad de definirlas como causas de una manera simplista. En el conjunto mostré
algunos elementos de aprendizaje individual y colectivo, de participación y diversidad y de posibilidades en
la resolución de conflictos entre las metas de la maestra y las de sus alumnos.
La atracción hacia el futuro que define el contexto del aula implica la intención de apoyar el aprendizaje
de los estudiantes, y esto se negocia con las sorpresas planteadas por los alumnos, que ofrecen un camino
para que las emociones particulares surjan, cambien y se desvanezcan. Finalmente, argumenté que las
negociaciones entre los estudiantes y sus profesores ofrecen diferentes caminos de transformaciones
colectivas en aulas particulares, lo que puede conducir a diferentes maneras de hacer juntos y colaborar.
Con el estudio de la secuencia de eventos que la microhistoria favorece he analizado las contradicciones
en las relaciones sociales asociadas con el proceso de desarrollo tanto de los adolescentes como de los
docentes que participan en las prácticas sociales. Esto ha permitido identificar patrones en la transformación
de las emociones, asociados con las tensiones entre el peso del pasado, la situación presente y los posibles
futuros. Finalmente, discutí el papel de las emociones en la transformación colectiva del aula y el impacto
del clima o el ambiente en las posibilidades para el futuro. Con todo ello, mi intención ha sido desarrollar
una manera de entender la ambiciosa agenda de Vygotski con la idea de integrar una mirada de la
psicología donde lo individual y lo social no se separen, a partir de una concepción de los fenómenos
humanos como una unidad y como procesos históricos. Quedan muchas preguntas para posibles
investigaciones futuras, pero, en relación con las prácticas educativas en el aula, este tipo de análisis sugiere
que los maestros enseñan de forma sutil qué hacer con las emociones, y que lo que se hace en el aula con las
emociones puede apoyar el aprendizaje escolar.

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NOTAS
18 Agradezco a la Universidad Pedagógica Nacional y al Programa Nacional de Superación del Personal
Académico, de México, su apoyo para la realización de esta investigación.

19 El Libro Vaquero es un cómic que tuvo su punto de tirada cumbre en la década de los ochenta, al
imprimir hasta 78 millones de ejemplares al año (López Parra, s.f.); actualmente tiene una presencia
importante en los cómics mexicanos. La característica principal de El Libro Vaquero es el elemento
romántico y erótico de sus historietas.
PARTE CUARTA
Intervención y desajustes del desarrollo
emocional
11
Programas de intervención educativa para niños de 0 a 2
años
MARTA FERNÁNDEZ SÁNCHEZ
MARTA GIMÉNEZ-DASÍ

1. INTRODUCCIÓN
A lo largo de este capítulo se van a revisar los programas para mejorar la competencia socioemocional
(CSE) en niños en los primeros años, desde el nacimiento hasta los 2 años. El objeto de la revisión es
ambicioso y complejo a la vez por varios motivos. Por un lado, porque la intervención educativa en edades
tan tempranas se organiza de manera muy variable en función de cada país 20 . Esta situación nos dibuja un
panorama donde la mayoría de países inician la escolarización a los 3 o 4 años, y como consecuencia
también las intervenciones dirigidas a habilidades socioemocionales. En los países donde no existe una
educación reglada antes de los 2 o 3 años las actuaciones con edades tan tempranas se canalizan a través de
servicios médicos, de atención primaria, entidades privadas o servicios sociales para compensar situaciones
de desventaja socioeconómica. Se perfila así un panorama y ámbitos de actuación tan amplios como
borrosos. Por otro lado, aunque se ha señalado la relevancia que tiene la mejora de la competencia social y
emocional en las directrices de los programas educativos en los últimos años, ha habido un desarrollo poco
homogéneo de propuestas de educación emocional, pues se han elaborado menos en las edades más
tempranas que en las edades posteriores.
Por ello, nos hemos planteado los siguientes criterios a la hora de seleccionar programas o propuestas de
intervención que mejoren competencias sociales y/o emocionales en niños de 0 a 2 años.

— Que abarquen las edades entre los 0 y 2 años de edad, bien en la totalidad de su propuesta o bien en
alguna parte de ella.
— Que mejoren bien la competencia emocional, la competencia social o ambas, tratando varias o
algunas de las habilidades que las conforman.
— Que se configuren como una propuesta secuenciada y planificada en la intervención, con objetivos,
actividades y/o materiales organizados y accesibles.
— Que sean programas evaluados y probados en distintos estudios o investigaciones.
— Que sean universales (para toda la población) o dirigidos a población en situación de riesgo o
desventaja, pero no a población con trastornos o alteraciones en su conducta o desarrollo.

Siguiendo estos criterios, nos hemos encontrado con numerosos programas centrados en el ámbito
familiar y escasísimas propuestas centradas en el ámbito escolar. Nuestra revisión se ha organizado
separando los programas desarrollados en el extranjero y los programas diseñados en nuestro país, en el que
además nos hemos encontrado con un enorme y significativo vacío de propuestas. Para ambos se han
revisado primero los programas dirigidos al ámbito familiar y posteriormente los centrados en el ámbito
escolar que cumplen los criterios ya mencionados. Para cada programa hemos tratado de abordar sus
objetivos, principios metodológicos, actividades y materiales, así como los estudios e investigaciones que
los avalan.
2. PROGRAMAS EN EL EXTRANJERO
La revisión de programas que mejoren la CSE en niños de 0 a 2 años nos dibuja un curioso escenario,
donde predominan las propuestas de intervención dirigidas al ámbito familiar frente a escasas propuestas
planificadas y validadas para el ámbito escolar. Dentro del ámbito familiar las propuestas toman dos
posibles vertientes: lo que en la mayoría de programas se considera parenting (formación o trabajo con
padres) o bien home visiting (trabajo directo en el ámbito familiar); este último suele darse en mayor
medida cuando la población se encuentra en situación de riesgo o desventaja.

2.1. Programas dirigidos al ámbito familiar


Incredible Years (IY) (Webster-Stratton, Reid y Hammond, 2001)
Uno de los primeros programas en los que nos detendremos será el IY por varias razones. La primera es
que se configura como un amplio marco para la mejora de la CE y CS, abordando la intervención desde el
ámbito familiar y escolar y realizando propuestas para padres, alumnos y profesores, desde las edades más
tempranas hasta la edad escolar. La segunda, y tal vez más importante, es que entre sus propuestas de
intervención encontramos que es uno de los pocos proyectos que contempla edades muy tempranas, aunque
se dirijan más al ámbito familiar. Y la tercera es su amplia validación a través de numerosas investigaciones
desarrolladas en distintos países, como Estados Unidos, Inglaterra, Portugal, Canadá, Noruega, Dinamarca,
Nueva Zelanda, Australia o Rusia.
El programa IY ha sido reconocido por numerosas asociaciones y ha recibido numerosas críticas
positivas por parte de entidades como SAMHSA’s Science and Service Awards 2009, Mental Health
Promotion, Department of Health and Social Services, Center for Substance Abuse Prevention, St. Vincent
Family Centers, Office of Juvenile Justice & Delinquency Program (OJJDP), Blueprints, The National
Registry of Evidence-based Programs and Practices (NREPP), Mental Health Research Scientist Award,
The Lela Rowland Award 1997 y 2002, The Center for Substance Abuse Prevention (CSAP) y American
Psychological Division 12 Task Force.
En la figura 11.1 recogemos los distintos programas que configuran la amplia propuesta de IY. De estos,
en este capítulo tan solo desarrollaremos aquellos dirigidos a los más pequeños, entre 0 y 2 años, que se
centran en este caso en el ámbito familiar: Parents and Babies Program (para familias y niños de 0 a 12
meses) y Toddlers Parent Program (programa para familias de niños de 1 a 3 años). Los programas y
propuestas para el ámbito escolar se recogerán en el siguiente capítulo.
Parents and Babies Program. El programa Parents and Babies de IY va dirigido a familias de niños
entre 0 y 12 meses y pretende enseñar a los padres cómo mejorar el desarrollo físico y comunicativo con sus
bebés, así como ayudarles a sentirse seguros, protegidos y queridos. Se organiza mediante sesiones grupales
de formación a padres, de dos horas de duración, a lo largo de ocho a diez semanas. En estas sesiones se
visionan vídeos con ejemplos y actividades. El programa consta entre sus materiales de tres DVD, una guía
de actividades en el hogar, un manual y materiales complementarios.
Figura 11.1.—Programas del Incredible Years.

Los resultados sobre la validez y eficacia de este programa son por el momento limitados. Algunos
autores han encontrado efectos positivos en cuanto a la sensibilidad materna en la interacción con los bebés
en poblaciones con situaciones de desventaja (Hedd Jones, 2013). Sin embargo, otros autores sugieren que
los resultados no resultan significativos cuando se aplica de manera universal y no solo en contextos
desfavorecidos (Pontoppidan, Klest y Sandoy, 2016).
Toddler Basic Program (IYTBP). Programa de formación con padres (parenting) de niños entre 1 y 3
años que pretende enseñar a los padres cómo apoyar el desarrollo positivo de sus hijos, haciéndoles sentir
seguros y animando su desarrollo social, emocional y lingüístico. Para ello se enseña a los padres a
establecer unas rutinas claras y predecibles, a manejar las separaciones y los encuentros adecuadamente y a
regular la conducta de los niños positivamente.
Se desarrolla a través de ocho bloques de contenido para la formación a los padres, con ejemplos, vídeos
y tutoriales. Estos bloques trabajan la regulación emocional, la autoestima, las separaciones y las normas a
través del juego y del lenguaje. Para ello cuenta con los siguientes materiales: manual para padres,
actividades para casa, seis DVD, pegatinas, pósteres y una caja de herramientas.
El programa ha sido evaluado dentro de un amplio proyecto de implementación e investigación
promovido por la Universidad de Bangor, en Gales (Gran Bretaña), y en colaboración con autoridades
locales. Los resultados del estudio sugieren que la aplicación del programa de formación a padres (IYTBP)
mejora la competencia familiar y el bienestar de familias en situación de riesgo (Griffith, 2011; Griffith,
Hutchings, Jones, y Williams, 2011; Griffith, Jones, Hutchings y Bywater, 2010; Hutchings, Griffith
Bywater, Gridley y Whitaker, 2012).

Triple P Standard (Sanders, Markie-Dadds y Turner, 2003)


El programa Triple P está dirigido a la formación de padres (parenting) para mejorar la interacción
padres-hijo y disminuir los problemas de comportamiento. Fue creado por Sanders en 1981 (Sanders,
Markie-Dadds y Turner, 2003) y se configura como uno de los programas más eficaces para el
entrenamiento a padres, respaldado por más de 30 años de investigación. Triple P aporta a los padres
estrategias prácticas y sencillas para manejar con confianza el comportamiento de sus hijos, prevenir
problemas en su desarrollo y construir relaciones saludables. Actualmente se desarrolla en 25 países.
El programa está dirigido a padres de niños y adolescentes, desde el nacimiento hasta los 16 años. Entre
sus objetivos, el programa pretende incrementar las habilidades, conocimientos y confianza de los padres y
reducir la prevalencia de problemas emocionales, comportamentales y de salud entre los niños y
adolescentes. Además, pretende promover la autosuficiencia y autoeficacia de los padres.
La aplicación de este programa se implementa tanto grupal como individualmente. En la modalidad
grupal, los padres participan en cuatro sesiones intensivas de 2 horas que se desarrollan semanalmente,
mientras que en la aplicación individual se imparten diez sesiones de 1 hora. Para todo ello existen varias
metodologías de trabajo que van desde el asesoramiento a los padres por el terapeuta, en el que se les ofrece
un manual de ejercicios y consultas con un mínimo contacto, hasta el entrenamiento intensivo de padres.
Las sesiones las llevan a cabo psicólogos, trabajadores sociales, terapeutas de familia, educadores y
personal escolar, con formación previamente acreditada.
Entre los contenidos que aborda encontramos las 17 habilidades clave para aumentar conductas
prosociales y disminuir problemas de comportamiento (por ejemplo: establecer normas, enseñanza
incidental, tiempo fuera, consecuencias claras y consistentes, atención, etc.).
Este programa ha sido ampliamente validado a través de distintos estudios de niños entre 2 y 5 años con
problemas de conducta, niños entre 3 y 6 años en situación de riesgo social o niños entre 3 y 9 años
diagnosticados con TDAH o trastorno negativista desafiante (Bor, Sanders y Markie-Dadds, 2002; Cann,
Rogers y Mathews, 2003; Leung, Sanders, Leung, Mak y Lau, 2003; Markie-Dadds y Sanders, 2006;
Morawska
y Sanders, 2006; Sanders, Markie-Dadds, Tully y Bor, 2000; Sanders y McFarland, 2000; Turner, Richards
y Sanders, 2007). Nos gustaría destacar el estudio comparativo sobre la eficacia de las diferentes
modalidades llevado a cabo por Sanders, Markie-Dadds, Tutty y Bor (2000). Estos autores mostraron que,
con independencia del modo de aplicación —dirigida por el terapeuta o autoadministrada, mediante manual
de ejercicios y consultas telefónicas semanales—, la eficacia resultó equiparable en ambos casos.
Por otra parte, en los últimos 30 años se han llevado a cabo numerosas investigaciones y estudios para
evaluar la eficacia de este programa. Muestra de ello es el estudio realizado por Matsumoto, Sofronoff y
Sanders (2010) en el que los participantes en el programa mejoraron significativamente en prácticas
parentales, competencias parentales, funcionamiento familiar, comportamiento de los niños y adaptación
familiar.
Nowak y Heinrichs (2008) llevaron a cabo un metaanálisis donde se analizaron los resultados de 55
estudios que evaluaron la eficacia del programa. A través de este análisis, encontraron efectos positivos en
cuanto a problemas de comportamiento, actitudes parentales y bienestar familiar. También se constató una
mejora significativa en la calidad de las relaciones familiares.

Pathaway to Competence in Young Children (Landy y Thompson, 2006)


Pathaway to Competence es un programa de formación a padres cuyo objetivo es ofrecer orientación y
estrategias a los padres para incrementar el desarrollo y el comportamiento adecuado en sus hijos. Se dirige
a niños desde el nacimiento hasta los 7 años.
El programa consiste en diez sesiones semanales de trabajo con los padres, a lo largo de 20 semanas,
impartidas en pequeños grupos conducidos por un psicopedagogo, trabajador social o profesional de la
materia. Entre los contenidos que se trabajan en las sesiones encontramos: desarrollo de los niños,
interacción padre-hijo, jugar con mis hijos, manejar la conducta, normas y límites, manejar emociones
negativas, estimular conductas prosociales y empatía, solución de problemas.
Este programa ha sido evaluado con madres de niños con problemas de agresividad y sin ellos y ha
demostrado un descenso de problemas de conducta y de rasgos clínicos de posibles trastornos (Landy,
Menna y Sockett-Dimarcio, 1997; Landy y Menna, 2006).

Preschooler Dare to Be You (Miller-Heyl, MacPhee y Fritz, 2000)


Este programa fue diseñado por Jan Miller-Heyl en 1979, como parte de un proyecto de la Universidad
de Colorado. Inicialmente se creó como un programa de prevención para jóvenes en riesgo de abuso y
consumo de sustancias, a través de sus familias. El programa ha ido creciendo y cuenta con distintos
formatos, incluido este dirigido a edades más tempranas. El programa para preescolar Dare to Be You se
plantea como objetivo primordial la prevención primaria de la resiliencia y el consumo de sustancias. Está
dirigido a familias de niños de 2 a 5 años en situación de alto riesgo.
El programa consiste en sesiones semanales de 2 horas, a lo largo de 10-12 semanas, para trabajar tanto
conjunta como individualmente con padres y niños. Las sesiones están dirigidas por educadores
comunitarios con formación específica.
Entre los contenidos que se trabajan con los padres encontramos: autoeficacia y autoestima, locus de
control interno, habilidades para la toma de decisiones, estrategias de comunicación y crianza eficaces y
regulación del estrés. Por su parte, con los niños se trabajan la responsabilidad y las habilidades de
comunicación y toma de decisiones.
El programa ha sido evaluado con familias de niños entre 2 y 5 años en situación de alto riesgo y ha
demostrado un aumento en sus niveles de desarrollo y un descenso en las conductas oposicionistas (Miller-
Heyl, MacPhee y Fritz, 1998).

PALS: Play and Learning Strategies (Landry, Smith y Swank, 2006)


PALS es un programa en la modalidad de intervención domiciliaria (home visiting) con carácter
preventivo, dirigido principalmente a familias con pocos recursos. Pretende dar formación a padres dentro
del ámbito familiar centrándose en el desarrollo de un estilo de crianza sensible. Su objetivo es enseñar a los
padres habilidades para mejorar el desarrollo social, emocional, cognitivo y del lenguaje de sus hijos. El
programa se lleva a cabo a través de padres-entrenadores que han recibido formación previa y dirigen las
sesiones en el hogar enseñando distintas técnicas y estrategias mediante vídeos y sesiones prácticas.
El programa cuenta con dos bloques en función de la edad:

— PALS Infant (5-18 meses). Consiste en diez sesiones, con frecuencia semanal, de 90 minutos de
duración.
— PALS Toddlers (18 meses-3 años). Consiste en 12 sesiones, con frecuencia semanal, de 90 minutos.

El programa ha sido desarrollo y evaluado por el Children Learning Institute (CLI). Fue iniciado en el
estado de Texas (EE.UU.) y después fue extendiéndose hasta por 30 estados diferentes. Requiere formación
previa que se puede realizar a través del CLI. El programa PALS incluye un manual, juguetes y materiales
complementarios.
Cuenta con estudios e investigaciones que demuestran su eficacia en la mejora de habilidades sociales y
comunicativas tempranas (conductas cooperativas, de implicación social y afecto positivo con las figuras
maternas) en población de riesgo (Landry, Smith, Swank y Guttentag, 2008; Landry, Smith y Swank, 2006).
El programa cumple los criterios para los programas de intervención domiciliaria validados en primera
infancia establecidos por el Departamento de Salud y Servicios Sociales de Estados Unidos.

PATs Parents as Teachers (Wagner y Clayton, 1999)


PATs supone un conjunto de propuestas basadas en la intervención domiciliaria (home visiting) con el
objetivo de dar apoyo y formación a padres, mejorar la preparación para la escolarización y prevenir
situaciones de abuso, negligencia o desventaja. Se dirige a familias en situación de riesgo o desventaja
desde el embarazo hasta la escolarización (familias en riesgo socioeconómico, en riesgo de abuso o
negligencia, padres adolescentes, familias con necesidades especiales o riesgo de salud mental).
El programa cuenta con cuatro tipos de actuaciones:

1. Visitas en el hogar, dirigidas por padres-educadores que desarrollan distintos programas en función de
la edad. Para estas vistitas PATs cuenta con dos programas: Foundational Curriculum, de 0 a 3
años, y Foundational 2 Curriculum, de 3 a 6 años. En ambas propuestas se incluyen contenidos para
las sesiones en el hogar relacionados con el desarrollo evolutivo de los niños, las estrategias positivas
de interacción padres-hijos, la salud y bienestar de los niños, el juego, el desarrollo del lenguaje, la
solución de conflictos, etc.
2. Sesiones mensuales en grupo.
3. Seguimientos sobre el desarrollo y la salud de los niños.
4. Relaciones entre las familias para compartir recursos.

Cuenta con numerosos estudios e investigaciones que avalan su eficacia en distintos aspectos, como la
preparación para la escuela, las habilidades de crianza, la detección de dificultades en el desarrollo y la
prevención de abusos. Más concretamente, mejora el desarrollo social, el bienestar emocional, las
habilidades cognitivas y de lenguaje, la persistencia en la tarea y habilidades sociales y de interacción
(O’Brien, Garnett y Proctor, 2002; Pfannenstiel, Seitz y Zigler, 2002; Pfannenstiel y Zigler, 2007). El
programa cumple también los criterios para los programas de intervención domiciliaria validados en la
primera infancia y establecidos por el Departamento de Salud y Servicios Sociales de Estados Unidos.

PCHP: Parent Child Home Program


PCHP es un programa de intervención en el ámbito familiar dirigido a familias en situación de riesgo o
desventaja socioeconómica y cultural con niños entre los 16 meses y los 4 años. Su objetivo es dotar de la
formación y las estrategias adecuadas a los padres para fortalecer sus relaciones con los niños, mejorando
sus habilidades comunicativo-lingüísticas, así como sus habilidades socioemocionales de cara a la
escolarización. Tiene un fuerte carácter preventivo y compensador.
El programa se lleva a cabo mediante visitas en el ámbito familiar realizadas por un especialista en
aprendizaje temprano. Este profesional acude al ámbito familiar dos veces por semana, en sesiones de
media hora, durante dos años. En estas sesiones, a través de cuentos o juguetes, el profesional modela con
los padres en su propio idioma actividades que mejoren las relaciones padres-hijo y que promuevan
habilidades lingüísticas y socioemocionales fundamentales de cara a la escolarización. Tras las sesiones,
facilita guías-resumen con ideas clave sobre comunicación e interacción con el niño.
El PCHP ha mostrado su eficacia en la preparación para la escolarización, así como en el posterior éxito
escolar (ORS Impact, 2015), demostrando su carácter preventivo y compensador de desventajas
socioculturales de cara a la escolarización. Igualmente, ha demostrado que mejora habilidades sociales,
emocionales y lingüísticas en los niños, así como la competencia prosocial en las familias (Astuto, 2014).

2.2. Programas dirigidos al ámbito escolar


En la revisión de propuestas de intervención en el ámbito escolar hemos encontrado un enorme vacío en
cuanto a programas con una validación empírica. Aunque encontramos algunas propuestas o currículos que
abordan las edades de nuestra revisión dentro del ámbito escolar, estos no cuentan en su mayoría con
estudios empíricos que avalen su eficacia (High Scope Infant Toddler Curriculum, Circle of Security,
etc.), a excepción del programa diseñado y evaluado desde la Universidad de Milán y que se detalla a
continuación.

The Stories of Ciro and Beba: cómo fomentar conversaciones emocionales con niños pequeños
(Ornaghi, Agliati y Gazzani, 2014)
La reciente propuesta de estas autoras italianas toma como marco de referencia una intervención basada
en el diálogo emocional y las conversaciones sobre emociones para mejorar la comprensión emocional, las
conductas prosociales y la comprensión de estados mentales.
Consiste en un conjunto de ocho cuentos sobre dos conejitos: Ciro y Beba. Las pequeñas historias se irán
leyendo con los niños siguiendo el guion o secuencia que proponen las autoras: introducción, lectura,
conversación sobre emociones a partir de la lectura y resumen o cierre. Las autoras aportan un guion para
dinamizar la conversación con los niños de manera que se aborden los principales elementos de la
comprensión emocional (identificación de emociones, comprensión de emociones y su causalidad,
regulación de emociones y conductas de ayuda y cooperación) con cada cuento. Por ejemplo, tras la lectura
del cuento «Beba se enfada en la playa», se proponen las siguientes preguntas para dinamizar la
conversación:

— Identificación de emociones: ¿Qué cara pones cuando estas enfadado? ¿Qué dices cuando te enfadas?
— Causalidad: ¿Por qué se ha enfadado Beba? ¿Vosotros también os enfadáis si os quitan los juguetes?
¿Hay algo más que os haga enfadar?
— Regulación emocional: Cuando estas enfadado, ¿qué haces para sentirte mejor? ¿Haces algo para no
enfadarte?
— Conductas prosociales: ¿Viste qué amable fue Ciro? ¿Qué puedes hacer para ayudar a tu amigo a
calmarse?

El punto fuerte de la propuesta es su reciente evaluación con una muestra de 105 niños entre 21 y 36
meses en un centro de educación infantil (Grazzani, Ornaghi, Agliati y Brazzelli, 2016). Profesores del
centro, previa formación, aplicaron el programa en pequeños grupos, en sesiones diarias durante dos meses.
Los resultados de su estudio apoyan la eficacia de su propuesta de intervención para mejorar la
comprensión emocional de los niños, así como ciertas dimensiones de la empatía.
3. PROGRAMAS EN NUESTRO PAÍS
El análisis de la realidad en nuestro país en cuanto a los programas de intervención para mejorar CE y
CS en los niños nos ofrece un panorama significativamente más reducido que en los países extranjeros.
En la revisión llevada a cabo no se han encontrado programas dirigidos a niños desde el nacimiento
hasta los 2 años que mejoren en alguna medida las habilidades sociales y/o emocionales y cuyos efectos
hayan sido evaluados y probados empíricamente. Este panorama prácticamente desértico se produce tanto
en las propuestas dirigidas al ámbito familiar como en las centradas en el ámbito escolar.
Fruto de este enorme vacío y dentro del marco de un proyecto de investigación dirigido por Marta
Giménez-Dasí, se plantea el diseño y validación de un programa para mejorar la competencia emocional y
social en niños de educación infantil, desde los 2 hasta los 5 años, Pensando las emociones (Giménez-Dasí,
Fernández y Daniel, 2013).

Pensando las emociones (Giménez-Dasí et al., 2013)


Pensando las emociones (Giménez-Dasí et al., 2013) es un programa dirigido a niños dentro del ámbito
escolar, desde los 2 hasta los 5 años, y que pretende mejorar la competencia emocional y social a través del
diálogo y la reflexión sobre emociones, el juego y los cuentos y las técnicas de mindfulness. Se diseñó con
la intención de cubrir dos grandes lagunas existentes en los programas de intervención socioemocional. Por
un lado, el vacío existente en nuestro país de programas de intervención sistemáticos y estructurados en CE
y CS para educación infantil. Por otro lado, suplir la falta de programas, tanto en España como en el
extranjero, que utilicen una metodología de intervención más profunda basada en la reflexión, el diálogo y
el pensamiento crítico y que promuevan cambios más duraderos en los niños, como es la filosofía para
niños (Lipman, Sharp y Oscanyan, 1980). Desde los planteamientos de la filosofía para niños se propone
una metodología de intervención reflexiva, donde los niños desarrollan un pensamiento crítico y creativo a
través del cuestionamiento conjunto. Para lograr estos objetivos, Lipman y sus colaboradores utilizan una
serie de cuentos o historias en los que plantean cuestiones filosóficas adaptadas a los niños. De este modo se
crea lo que Lipman denomina «comunidades de investigación», donde todos sus miembros reflexionan,
debaten y comparten sus ideas sobre distintos aspectos. Así, a través de la comunidad de investigación, los
niños comenzarán a practicar competencias sociales, a regular sus emociones y a comunicarse
efectivamente con otros niños. Estas propuestas metodológicas, combinadas con otras técnicas y estrategias
de aprendizaje social y cognitivo-conductual, perfilarían un programa de intervención principalmente
reflexivo, que lograría cambios más profundos y duraderos en la mejora de las CS y CE de los niños.
Algunos autores han iniciado trabajos en esta línea, mostrando cómo el uso de programas basados en la
filosofía para niños con niños de 5 años mejora el desarrollo de competencias para la prevención de la
violencia (Daniel, 2002, 2003).
El programa consta de cuatro propuestas diferenciadas y graduadas en función de la edad. En este
capítulo nos centraremos en el programa dirigido a niños de 2 años. Pensando las emociones con 2 años
trabaja los componentes básicos de la competencia emocional: identificación, expresión, causalidad y
regulación emocional (Denham, 1998; Harris, 2000), con las cuatro emociones básicas: alegría, tristeza,
miedo y enfado. Su objetivo primordial es sentar las bases para desarrollar competencias propias de la CE y
CS, así como los prerrequisitos para trabajar posteriormente desde el enfoque de la filosofía para niños.
Para ello emplea una metodología lúdica y dialogada, donde, a través de juegos, cuentos y dramatización
con marionetas, se va introduciendo a los niños en la capacidad de identificar y expresar emociones, de
entender sus causas y de adquirir estrategias para regularlas. Cuenta con unas marionetas: Ana, Daniel y su
perro Bigotes, y una serie de materiales que se facilitan en un CD.
Se estructura en cuatro grandes bloques en torno a los cuatro componentes básicos de la comprensión
emocional (identificación, expresión, causalidad y regulación de emociones) trabajando las cuatro
emociones básicas con cada uno de ellos. En la tabla 11.1 aparece un ejemplo de las diferentes actividades
realizadas estructuradas por componentes y emociones. Estos bloques de contenido se van trabajando a
través de sesiones semanales, entre 20 y 30, a lo largo de seis u ocho meses. Se propone desarrollar una
sesión semanal dentro del horario escolar, que cuenta con una estructura fija. Primero aparecen las
marionetas, que introducen la sesión, y después se realiza el juego/cuento o dramatización que corresponda.
Se complementa con actividades transversales, que se pueden realizar diariamente o cuando considere el
profesor, y actividades para desarrollar en casa con los padres.
El programa para niños de 2 años ha sido implementado y evaluado en distintas escuelas infantiles de la
Comunidad de Madrid, llevando a cabo un proyecto de investigación en una de ellas. Los resultados del
estudio sugieren que el programa mejora significativamente los distintos componentes de la comprensión
emocional evaluados (identificación, expresión y causalidad de emociones), así como de la competencia
social. Sin embargo, no se obtienen resultados en la mejora de la regulación emocional de los niños
(Fernández, Quintanilla y Giménez-Dasí, 2015).

4. CONCLUSIONES
La revisión de los distintos programas para mejorar competencias sociales y emocionales en niños hasta
los 2 años arroja a nuestro entender conclusiones interesantes.
En primer lugar, que la mayoría de programas para estas edades están dirigidos al trabajo en el ámbito
familiar, tanto en formato de parenting como en home visiting, y son muy escasos los centrados en el
ámbito escolar, a diferencia de lo que ocurre a partir de los 3 años, como se verá en el siguiente capítulo.
En segundo lugar, destacamos el carácter preventivo y sobre todo compensador que tienen la mayoría de
estos programas. Como hemos podido apreciar, muchos de ellos se dirigen a población en situación de
desventaja social, económica o cultural. Con estos programas se pretende mejorar las habilidades de crianza
y educación de familias en situación de riesgo o desventaja, mejorando como consecuencia el bienestar y
las habilidades socioemocionales en los niños. Y aquí encontramos otra interesante conclusión de nuestra
revisión. La mayoría de los programas que se han encontrado abordaban la mejora de competencias
socioemocionales, entre otros muchos aspectos, como el desarrollo cognitivo, las pautas y hábitos de salud
y crianza responsables, los hábitos de alimentación etc. Es decir, la mejora de la CSE no era un eje único o
central de los programas, ni en los contenidos ni tampoco en los instrumentos empleados a la hora de
evaluar sus efectos o resultados. Su objetivo claramente preventivo y compensador busca una incidencia
más global, de manera que mejorando el contexto familiar se mejoren las competencias y el desarrollo
futuro de los niños en un sentido amplio. Sin embargo, a pesar de esta situación, en que las CSE están más
difuminadas, la mayoría de estos programas han demostrado su eficacia y validez a largo plazo con estudios
longitudinales que constatan mejoras significativas en cuanto al abandono escolar, el éxito académico o los
ingresos personales de los sujetos.

TABLA 11.1
Componentes y ejemplos de actividades realizadas en el aula

Componente Sesiones Descripción de ejemplos de actividades


Identificación de Ocho Buscando emociones: la alegría. En este
emociones sesiones, juego los niños deben encontrar, en
dos para láminas repartidas por el aula, caras que
cada representen una emoción concreta, en este
emoción
caso la alegría. Para ello el profesor habrá
repartido láminas con fotos e imágenes que
expresen dos emociones: alegría y tristeza,
y les pedirá que localicen aquellas caras
que están contentas.
La caja sorpresa. Consiste en un juego para
adivinar la expresión emocional que se
esconde en una caja. Para ello el profesor
dirá lo siguiente: «Triste o contento,
¿cómo está? Dímelo tú y lo vemos ya». A
continuación se muestra a los niños la cara
escondida para que adivinen la emoción.

Expresión/etiquetado Cuatro El dado de las emociones. El juego consta


de emociones sesiones, de un dado donde se pueden colocar
una para distintas expresiones faciales, en función
cada de aquellas que se estén trabajando. Los
emoción niños, siguiendo turnos, irán lanzando el
dado y deberán nombrar la emoción que
les ha tocado. Como en estas edades no
todos tienen un desarrollo suficiente del
lenguaje oral, podrán, en su defecto,
expresar facial y corporalmente la emoción
correspondiente.
Los sonidos de las emociones. Este juego
consiste en escuchar con los niños distintos
sonidos asociados a cada emoción (risas en
la alegría, llantos en tristeza, etc.). Los
niños deberán adivinar la emoción que
representa cada sonido nombrándola o
expresándola. Tan solo se trabaja con la
alegría, la tristeza y el enfado, ya que el
sonido del miedo en edades tan tempranas
puede resultar desagradable.

Causalidad de Cinco Cuéntame cuándo estás… triste. A través


emociones sesiones, de las marionetas del programa se
dos para representarán situaciones sencillas y
la cotidianas que generen tristeza. Los niños
alegría y deberán identificar la emoción del
una para personaje y qué le ha hecho sentir así.
cada Me gusta, no me gusta. Es una actividad
emoción transversal que se puede plantear antes de
negativa distintas rutinas (el patio, el comedor, la
psicomotricidad). Consiste en recordar y
verbalizar con los niños aquellas cosas que
les gustan y no les gustan concretamente
en la rutina que se va a desarrollar. Por
ejemplo, antes de salir al recreo hablar con
los niños recordándoles y explicitando qué
les gusta hacer en el patio (qué les hace
sentir bien) y qué no les gusta hacer o que
les hagan (qué les hace sentir mal).

Estrategias de Tres ¿Qué puedo hacer cuando estoy… triste?


afrontamiento sesiones, Esta actividad se trabaja con las tres
una para emociones que hacen sentir mal a los
emoción niños. La idea es dotarles de algunas
negativa estrategias sencillas para afrontar mejor
estas situaciones y regular su estado
emocional. La actividad se desarrolla a
continuación del juego «Cuéntame cuándo
estás triste» que se ha realizado con las
marionetas. Tras las representaciones se
pregunta a los niños qué puede hacer la
marioneta con su tristeza para sentirse
mejor. Se les deja un tiempo de respuesta y
se simula la aplicación de las estrategias
con las marionetas, cambiándoles su estado
emocional. Si los niños no proponen
estrategias, el adulto les guiará hacia
estrategias de reparación y consuelo
(ayudarle, curarle, darle algo que le gusta)
y estrategias comunicativo-conductuales
(por ejemplo: el señor No).

Por último, estos programas dirigidos al ámbito familiar resultan muy frecuentes en países anglosajones,
pero prácticamente inexistentes en nuestro país, al menos hasta donde llega nuestra revisión. Pensamos que
se abre una línea de actuación muy interesante para poder iniciar programas de intervención en edades muy
tempranas dirigidos al ámbito familiar, tanto preventivos y compensadores como de carácter universal. Las
experiencias y antecedentes de otros países sugieren su gran eficacia en el desarrollo posterior de los niños
y las familias, en la adecuada preparación para la escolarización, en los mejores índices de éxito escolar y
en la disminución del abandono escolar.
Finalmente, centrándonos en el análisis de las escasas propuestas dirigidas al ámbito escolar,
encontramos interesantes conclusiones que pueden arrojar cierta luz sobre qué funciona y qué no en la
intervención educativa en edades tan tempranas. The Stories of Ciro and Beba (Ornaghi et al., 2014) y
Pensando las emociones (Giménez-Dasí et al., 2013) son dos programas dirigidos al ámbito escolar que
cuentan con numerosos elementos en común, que podemos entender como factores que sí funcionan
respecto a la intervención:
Ambos son programas estructurados y planificados y que han sido llevados a cabo por los propios
profesores del centro educativo previa formación y no por personal externo al aula.
La metodología de los dos programas se basa, total o parcialmente, en el diálogo, la conversación sobre
emociones y estados mentales y el lenguaje emocional. Aunque este enfoque resulte poco común para
edades tan tempranas, muestra su eficacia en ambos casos y confirma numerosas líneas de investigación
sobre el desarrollo emocional temprano y su relación con el diálogo y la conversación emocional (De
Rosnay y Hudges, 2006; Ornaghi, Grazzani, Cherubin, Conte y Piralli, 2015; Pons, Doudin, Harris y De
Rosnay, 2006; Raikes y Thompson, 2008; Tenenbaum, Alfieri, Brooks y Dunne, 2008).
Los efectos positivos encontrados en ambos programas en la mejora de competencias emocionales y
sociales en niños de 2 años nos indican la importancia de iniciar la intervención lo antes posible, incluyendo
este tipo de actuaciones de manera permanente y regular dentro de las aulas y desde los primeros
momentos.
Por otra parte, junto a las luces que arrojan estos programas, también encontramos ciertas limitaciones.
Por un lado, en los efectos obtenidos sobre algunos componentes de la comprensión emocional o de la
competencia social. En el programa Pensando las emociones no se obtienen resultados concluyentes en
cuanto a la mejora de la regulación emocional desde un punto de vista cuantitativo, aunque sí
cualitativamente en la valoración del profesorado. Por su parte, Las historias de Ciro y Beba no derivan en
mejoras significativas en conductas prosociales y de ayuda en los niños tras su aplicación que sí se observan
tras la aplicación del programa español. Estas limitaciones, en algunos casos como apuntan las autoras, se
podrían deber a los instrumentos de medida empleados para evaluar la regulación social o las conductas
prosociales. Sería interesante para futuros estudios emplear distintos instrumentos para evaluar elementos
de la competencia social y la regulación emocional con el fin de tratar de arrojar resultados más
concluyentes en estos aspectos.
Por otro lado, hay una ausencia de estudios longitudinales que nos permitan observar los efectos más
duraderos y a largo plazo de estas intervenciones en el desarrollo posterior de los niños. Esta circunstancia
resultaría fundamental de cara a comprobar la posible eficacia de este tipo de programas como herramientas
para prevenir el conflicto en las aulas, mejorando la convivencia escolar y disminuyendo situaciones de
abuso o acoso escolar por parte de iguales.

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NOTAS

20 En Estados Unidos el sistema educativo se inicia en Pre Kindergarden, que abarca desde los 3 hasta los
5 años. En Gran Bretaña empiezan con 4 años en el Foundational Stage. En Italia, Francia y Alemania
comienzan a los 3 años. En España, al igual que en Dinamarca, el sistema educativo propone una Educación
Infantil no obligatoria desde los 0 hasta los 6 años, que se divide en 0-3 años y 3-6 años.
12
Programas de intervención educativa para niños de 3 a 5
años
MARTA GIMÉNEZ-DASÍ
MARTA FERNÁNDEZ SÁNCHEZ

1. INTRODUCCIÓN
Como acabamos de ver en el capítulo anterior, los programas dirigidos a la infancia temprana son muy
escasos en nuestro país. Desde nuestro punto de vista, esta es una gran asignatura pendiente que debemos
afrontar para fomentar el desarrollo socioemocional sano desde los inicios de la vida. En esta misma línea,
la formación en competencias socioemocionales es uno de los mayores retos a los que el sistema educativo
español tendrá que enfrentarse en los próximos años. No obstante, no partimos de la nada. Como veremos
en este capítulo, hay muchos programas dirigidos al siguiente período en el que se estructura nuestro
sistema educativo, el que va de los 3 a los 6 años, que han mostrado ser eficaces. Sin embargo, al igual que
ocurre entre el nacimiento y los 2 años, las iniciativas desarrolladas en nuestro país son mucho menores que
las llevadas a cabo en el mundo anglosajón.
Este capítulo se estructura de la misma forma que el anterior para poder realizar comparaciones
fácilmente. Así, separamos los programas en función de dónde se ha realizado el diseño y, dentro de estos,
en función del entorno al que van dirigidos. Como veremos, al contrario de lo que sucede en la etapa
anterior, para estas edades prácticamente no existen iniciativas dirigidas al ámbito familiar y los programas
extranjeros son todos anglosajones. Así, dado que la mayor parte de los niños entre 3 y 5 años ya están
escolarizados, las propuestas se concentran en el ámbito escolar. Por otra parte, los criterios que hemos
seguido para seleccionar los programas son los mismos que los enunciados en el capítulo anterior.

2. PROGRAMAS EN EL MUNDO ANGLOSAJÓN

2.1. Programas dirigidos al ámbito escolar


Incredible Years: Child Dinosaur Classroom Program (Webster-Stratton, 2002)
Este programa fue diseñado por Carolyn Webster-Stratton y sus colaboradores en la Clínica para
Familias de la Universidad de Washington. Se fundamenta en las teorías del aprendizaje social y cognitivas,
así como en las teorías del modelado y la autoeficacia.
Su objetivo principal es promover la CS y la CE en los niños, así como la autorregulación y el desarrollo
de un comportamiento positivo en el ámbito escolar. Está dirigido a niños en edad preescolar, entre los 3 y
los 8 años, así como a niños en situaciones de riesgo.
El programa consta de 60 sesiones anuales. Se desarrolla a lo largo de tres cursos escolares, mediante
dos sesiones semanales de unos 40 minutos. Las sesiones se dividen en dos partes: la primera, de 20
minutos, con todos los niños sentados en círculo, y la segunda, también de 20 minutos, realizando
actividades en pequeños grupos. Se trabaja con la clase completa y lo desarrollan los profesores. Es
necesaria la formación, disponible a través de distintos cursos certificados impartidos por profesionales
acreditados, y cuenta con materiales complementarios.
Entre los contenidos que aborda encontramos el aprendizaje de normas escolares, literatura emocional,
resolución de problemas interpersonales, regulación del enfado, habilidades sociales y habilidades de
comunicación. La metodología se basa en el modelado de estrategias y habilidades a través de role-playing,
representaciones con marionetas, modelado con vídeos, prácticas en pequeños grupos, grupos de debate,
juegos y promoción de habilidades a lo largo del día.
La eficacia del programa ha sido evaluada con una amplísima muestra (1.768 niños) de niños
escolarizados en escuelas infantiles, Head Start 21 y aulas de primer curso de infantil (3-4 años), y ha
demostrado un aumento de la competencia social y la autorregulación emocional, así como un descenso de
los problemas de conducta (Webster-Stratton, Reid y Stoomiller, 2008).

Emotions Course (EC) (Izard, 2001)


El principal objetivo de EC es aumentar la habilidad de los niños para comprender y regular las
emociones, así como reducir las conductas desadaptativas. Está dirigido a niños en edad preescolar, entre 3
y 5 años.
El programa consiste en 20 módulos, compuestos de unas cuatro o cinco sesiones de trabajo. Cada
semana se realiza uno de los módulos, con sus sesiones y actividades a desarrollar en cuatro días de la
semana, a lo largo de cinco meses de intervención. Se trabaja con la clase completa y lo imparten los
profesores del aula. No requiere formación previa. Cuenta con materiales de apoyo, como dos personajes,
una serie de historias que sustentan cada módulo de trabajo, láminas y guiones.
Los módulos trabajan aspectos básicos de la comprensión y regulación emocionales (como la
identificación, la expresión, la causalidad o el afrontamiento de emociones) en relación con las cuatro
emociones básicas. Cada módulo cuenta con unas viñetas que apoyan las actividades, así como historias
sencillas que representan los personajes. La metodología se basa en la tutorización y modelado emocional,
así como en el entrenamiento por parte de los profesores ante situaciones de falta de regulación. Para ello
utiliza marionetas, juegos de interacción y cuentos.
El programa ha sido evaluado con niños escolarizados entre 3 y 5 años, mostrando un incremento en su
conocimiento emocional, su regulación de emociones y su competencia social. Asimismo, se ha observado
un descenso en la expresión emocional negativa, la agresividad o conductas negativas de interacción entre
iguales o con adultos (Izard, Trentacosta, King y Mostow, 2004; Izard, King, Trentacosta, Morgan,
Laurenceau, Krauthamer-Ewing y Finlon, 2008). Sin embargo, aún no se ha podido probar su
generalización y la permanencia de sus efectos a lo largo del tiempo.

Preschool PATHS (Domitrovich, Greenberg, Kusché y Cortes, 2001)


El programa original fue diseñado en 1981 por Kusché y Greenberg para promover habilidades sociales
y emocionales en niños hasta los 11 años. Posteriormente se desarrolló un programa en concreto para
edades más tempranas, de 3 a 6 años, que se tratará a continuación. Este programa se fundamenta en
modelos dinámico-afectivos y cognitivo-conductuales del desarrollo. Su objetivo principal es prevenir y
reducir los problemas conductuales y emocionales en niños pequeños y potenciar su competencia social y
emocional.
El programa consta de 44 sesiones, una semanal, que se pueden desarrollar en horario flexible. Se trabaja
con la clase completa y lo llevan a cabo los profesores del aula, previa formación disponible. Cuenta con un
manual para el profesor donde se detalla cada sesión y con materiales complementarios.
Entre sus contenidos aborda habilidades para hacer amigos, comprensión emocional, estrategias de
autocontrol y solución de problemas. La metodología se basa en el uso de situaciones naturales del aula,
donde el profesor trabaja coaching emocional a través de cuentos, marionetas, modelado, discusiones,
canciones y role-playing.
El programa ha sido ampliamente evaluado en distintas investigaciones con niños del programa Head
Start entre 3 y 4 años, y ha mostrado fidelidad del tratamiento y generalización de los aprendizajes. Se ha
observado un aumento de la comprensión emocional, de la competencia socioemocional y la solución de
problemas, así como un descenso de las conductas agresivas y problemas internalizantes (Bierman,
Domitrovich, Nix, Gest, Welsh y Greenberg, 2008; Bierman, Nix, Greenberg, Blair y Domitrovich, 2008;
Domitrovich, Cortes y Greenberg, 2007).

Second Step (Committee for Children, 1999)


Este programa fue diseñado en 1999 por el Committee for Children, organización sin ánimo de lucro que
lleva una larga trayectoria de trabajo con la infancia, la promoción del desarrollo socioemocional y la
prevención del bullying. El programa se fundamenta en las teorías del aprendizaje social y su objetivo
principal es desarrollar una prevención primaria para promover la competencia social y disminuir la
agresividad. Está dirigido a niños de edad preescolar.
El programa consiste en 28 sesiones que se desarrollan una o dos veces a la semana a lo largo de un
curso escolar completo. Se trabaja con toda la clase y lo llevan a cabo los profesores, previa formación
disponible. Entre sus contenidos se encuentra la regulación emocional, la empatía, la solución de
problemas, el control de impulsos y la regulación del enfado. La metodología se basa en el uso de claves
por parte de los profesores para generar habilidades, a través del role-playing, marionetas y cómics. El
programa cuenta con diversos materiales complementarios.
El programa ha sido evaluado con niños preescolares de 3 a 5 años y niños de casas de acogida entre 4 y
7 años, que han registrado un incremento en su empatía, control de impulsos, solución de problemas y
regulación del enfado. Asimismo, se ha observado una disminución de las conductas disruptivas y de las
agresiones físicas y verbales. Sin embargo, no se han obtenido datos sobre su generalización o
mantenimiento a lo largo del tiempo (McMahon, Washburn, Felix, Yakin y Childrey, 2000).

Social Skills in Pictures, Stories and Song (Serna, Nielsen y Forness, 2007)
Este programa ha sido fruto de un proyecto de seis años de estudio conducidos por Serna et al. (2007)
para diseñar una herramienta que mejore las competencias sociales y emocionales en niños pequeños. Se
fundamenta en los principios de la autodeterminación. Su objetivo principal es ayudar a los niños a aprender
habilidades sociales y emocionales necesarias para la preparación al colegio. Está dirigido a niños a partir
de 3 años.
El programa consiste en 22 lecciones que se pueden presentar de manera flexible. Al implementarlo en
estudios empíricos, las sesiones se realizaban semanalmente, con una duración entre 2 y 3 horas a lo largo
de 12 a 14 semanas. Se desarrolla con la clase completa y lo llevan a cabo los profesores del aula. Entre los
contenidos que aborda encontramos habilidades de autorregulación, solución de problemas y conductas
prosociales. La metodología se basa en actividades que faciliten el desarrollo y aprendizaje de estas
habilidades a través de cuentos, role-palying, juegos con marionetas, apoyos visuales, canciones y reglas
mnemotécnicas.
El programa ha sido evaluado con niños del programa Head Start y niños en riesgo de alteraciones
socioemocionales, mostrando fiabilidad en el tratamiento. Se han observado mejorías en las conductas
adaptativas y de interacción, así como un incremento en las habilidades sociales. Por otra parte, también han
disminuido problemas de conducta y falta de atención (Serna, Nielsen, Lambros y Forness, 2000; Serna,
Lambros, Nielsen y Fornes, 2002; Serna, Nielsen Mattern y Fornes, 2003).

Preschool I Can Problem Solve (Shure, 2000)


Este programa fue diseñado por Shure en 1971 y originalmente fue creado para madres afroamericanas
de bajos ingresos económicos con niños de 4 años. Actualmente, su diseño y población han aumentado y se
dirige a niños de entre 4 y 12 años, aunque cuenta con un programa para edad preescolar, de 4 a 6 años, que
es el que aquí tratamos.
Su principal objetivo es enseñar a los niños a pensar en distintas formas de resolver problemas
interpersonales habituales con iguales o con adultos, para así reducir y prevenir problemas de conducta.
Consta de 59 sesiones, de 20 minutos cada una, desarrolladas semanalmente. Se lleva a cabo en pequeños
grupos por parte del profesor del aula, que cuenta con formación disponible. Entre sus contenidos
encontramos: solución de problemas a través del lenguaje, identificación de emociones y habilidades para
solución de conflictos. La metodología se basa en la interacción grupal, juegos con marionetas y role-
playing, junto con la presencia del profesor para mediar y guiar la solución de conflictos cuando estos
surgen en el aula. Destaca también el uso del diálogo como componente central del programa para dirigir
las actividades.
El programa ha sido evaluado con niños en escuelas infantiles públicas, observándose una generalización
y mantenimiento de los resultados de la intervención. En su evaluación se encuentra un aumento de
conductas ajustadas, así como de la capacidad para solucionar conflictos, y un descenso de conductas
inhibidas, impulsivas o desajustadas (Feis y Simons, 1985; Shure, Spivark y Jaeger, 1972; Shure y Spivark,
1979).
Los resultados de algunos estudios reflejan que el programa ayuda a mejorar el ajuste social de los niños,
promueve comportamientos prosociales positivos y disminuye la impulsividad (Boyle y Hassett-Walker,
2008; Feis y Simons, 1985).

Al’s Pals (Wingspan, 1999)


Al’s Pals es un programa desarrollado en 1999 por Susan Geller, fundadora del Equipo Wingspan. Este
programa se fundamenta en los principios de la teoría de la resiliencia y el riesgo social. Pretende promover
la competencia social y emocional, aumentar la resiliencia y reducir el riesgo de conductas antisociales y de
acoso entre iguales.
Está dirigido a niños entre 3 y 8 años, especialmente a aquellos en situación de riesgo social derivado de
pobreza o violencia. El programa consiste en 46 sesiones, que se imparten dos días a la semana, con una
duración de unos 15-20 minutos, a lo largo de 23 semanas. Se trabaja con la clase completa, lo llevan a cabo
los profesores, previa formación, y cuenta con material complementario.
Entre sus contenidos encontramos la comprensión y expresión de emociones, la autorregulación, la
resolución de problemas, el afrontamiento positivo, las interacciones sociales positivas, la toma de
decisiones saludables y sesiones para trabajar la prevención de la violencia y el acoso entre iguales. La
metodología se basa en la enseñanza de estrategias y habilidades en la práctica diaria en el aula, a través de
marionetas, cuentos, role-playing, juego creativo y música.
Este programa ha sido evaluado con niños en edad preescolar y niños en casa de acogida y ha
demostrado un incremento de las conductas prosociales, así como un descenso de problemas de conducta
(Dubas, Lynch, Galano, Geller y Hunt, 1998; Lynch, Geller y Smith, 2004). Sin embargo, no se ha probado
su capacidad para generalizar los aprendizajes y mantenerlos en el tiempo.

2.2. Programas dirigidos al ámbito familiar


Como anunciamos en la introducción, el panorama de los programas dirigidos al ámbito familiar para
niños de estas edades es escaso en Estados Unidos e inexistente en nuestro país. No obstante, incluimos un
programa que cumple los criterios establecidos y ofrece resultados interesantes.

Early Childhood BASIC Parent Training Program


Este programa está dirigido a padres de niños entre 3 y 6 años y pretende fortalecer las competencias
familiares para fomentar las competencias sociales, emocionales y académicas de sus hijos, así como
reducir posibles problemas de conducta.
El programa consta de 20 sesiones que se desarrollan en un período de 12-14 semanas, en cada una de
las cuales los padres reciben 2-2 ½ horas de formación. El programa se desarrolla mediante visitas
domiciliarias, en las que los padres reciben formación de psicólogos, trabajadores sociales, enfermeras y/o
especialistas en terapia familiar.
En las distintas sesiones se utilizan materiales como actividades y vídeos donde se muestran los
comportamientos más comunes de los niños de esa edad y la variedad de temperamentos que se pueden
encontrar. Partiendo de estos vídeos, se incluyen habilidades para aprender a dirigir los juegos de sus niños,
responder a los comportamientos de estos mediante el uso de la empatía, alabanzas y motivación. Por
último, se enseña cómo establecer límites y usar técnicas de disciplina no violentas.
El programa ha sido evaluado en niños escolarizados en el programa Head Start, así como en niños de
entre 2 y 5 años, y muestra un aumento de la competencia social y conductas prosociales, una mejora en la
preparación para la escuela en los niños, así como un incremento en los vínculos afectivos y la implicación
parental (Webster-Stratton, Reid y Hammond, 2001). En diversos estudios realizados, como el de McIntyre
(2008), se constataron resultados positivos en cuanto a reducción de problemas conductuales y de
comportamientos agresivos, mejor regulación emocional, mejor relación padre-hijo y disminución del uso
de una disciplina dura en casa.

3. PROGRAMAS EN NUESTRO PAÍS


En nuestro país no existe ninguna propuesta validada para niños de 3 a 5 años dirigida al ámbito
familiar. Este tipo de actividades se configuran en algunos casos como una propuesta transversal dentro del
propio programa dirigido al ámbito escolar. Por otra parte, el panorama de programas estructurados y
validados en España para trabajar las competencias socioemocionales dentro del ámbito escolar entre los 3
y los 5 años es realmente escaso. Aunque existen cada vez más iniciativas, enmarcadas fundamentalmente
en los planteamientos del Socio-Emotional Learning (SEL) y de la inteligencia emocional, que se están
desarrollando en distintos puntos de España y se dirigen a diferentes grupos de edad, desde nuestro
conocimiento los específicos para las edades de educación infantil con evidencia empírica son solo tres. A
continuación revisamos cada uno de ellos.

3.1. Programas dirigidos al ámbito escolar


Programa de enseñanza de habilidades de Interacción social (PEHIS) (Monjas, 1993)
El PEHIS fue el primer programa estructurado que se diseñó en nuestro país. Se trata de un programa
cognitivo-conductual de enseñanza sistemática de habilidades sociales a niños, niñas y adolescentes
diseñado por Inés Monjas en 1993. A pesar de que tiene un formato algo antiguo basado sobre todo en las
tradicionales «fichas», sigue siendo uno de los más manejados en nuestro país dentro del ámbito escolar. La
meta principal que se propone es la promoción de la competencia social en la infancia y la adolescencia.
El programa está destinado a alumnos de segundo ciclo de educación infantil (3 a 6 años), alumnos de
primaria (6 a 12 años) y alumnos de secundaria (12-16 años). El programa se encuentra secuenciado por
objetivos, contenidos y metodología para cada etapa escolar. Nosotros nos centraremos en el programa para
educación infantil.
El programa PEHIS para esta etapa comprende 30 habilidades agrupadas en seis áreas, como son:
habilidades básicas de interacción social, habilidades para hacer amigos, habilidades conversacionales,
habilidades relacionadas con los sentimientos y emociones, habilidades para afrontar y resolver problemas
interpersonales y habilidades para relacionarse con los adultos. Para trabajar cada una de estas habilidades
el programa cuenta con unas «fichas de enseñanza» para guiar al profesorado mediante actividades y
ejemplos.
La temporalización del programa en cuanto al número de sesiones, duración y frecuencia es abierta, de
manera que cada centro y cada profesor pueden determinarla en función de su grupo y necesidades. El
programa propone su enseñanza en un tiempo determinado dentro de la jornada escolar. Las sesiones para
infantil se sugiere que sean de menor duración pero mayor frecuencia: una o dos diarias, de 10 o 15
minutos.
Para realizar la evaluación del programa la autora contó con una muestra inicial de 72 alumnos, que se
redujo a 63, distribuida entre grupos experimental y control, a los que evaluó antes y después de la
aplicación del programa empleando cuestionarios, un instrumento de observación de la interacción social y
una medida sociométrica. La evaluación pretest se llevó a cabo en el primer cuatrimestre y la evaluación
postest se realizó entre los meses de mayo y junio. Tal y como detalla la autora, la evaluación postest
encontró numerosas dificultades (pérdida de muestra muy amplia, aplicación variable de unas pruebas a
unos alumnos y a otros no, imposibilidad de evaluación completa del resto de la muestra, etc.), lo cual
obstaculiza la interpretación de los resultados obtenidos. Así, aunque los resultados mostraron mejoras en
las habilidades sociales y emocionales, autoconcepto, asertividad y resolución de problemas (Monjas, 1993;
Monjas y González, 1998; Verdugo, Monjas y Arias, 1992), tal y como señala la propia autora, el diseño de
investigación cuenta con numerosas dificultades y limitaciones metodológicas que impiden la interpretación
unívoca de los resultados (Monjas y González, 1998). No hemos encontrado evidencia empírica posterior
acerca de la eficacia del programa.

Programa Aprender a convivir (Justicia et al., 2008)


Aprender a convivir es un programa de intervención que tiene como objetivo desarrollar la competencia
social en niños de 3 a 7 años. El programa está diseñado para segundo ciclo de educación infantil y dos
cursos de educación primaria. Nos detendremos en el programa para edades de 3 a 6 años.
La intervención para educación infantil se divide en cuatro bloques de contenidos: 1) las normas y su
cumplimiento; 2) sentimientos y emociones; 3) habilidades de comunicación, y 4) ayuda y cooperación.
Cada bloque consta de tres unidades, cada una compuesta de dos sesiones. Las unidades, de una hora de
duración, se trabajan con frecuencia semanal a lo largo de 12 semanas de intervención. En cuanto a la
estructura del programa, en el caso de EI, todas las unidades están compuestas por dos sesiones: una
introducción con marionetas y una segunda parte donde se desarrolla la actividad.
La metodología del programa se basa en técnicas de resolución de problemas, así como en técnicas de
enseñanza que siguen una secuencia compuesta por los siguientes elementos: instrucción verbal, diálogo y
discusión; modelado; práctica; feedback; refuerzo, y tareas (Goldstein, Sprafkin, Gershaw y Klein, 1989;
Monjas y González, 1998).
Merece especial mención el trabajo realizado para validar la implementación de este programa en niños
de 3 y 4 años (Benítez, Fernández, Justicia, Fernández y Justicia-Arráez, 2011; Fernández, 2010; Justicia-
Arráez, Pichardo y Justicia, 2015a). La validación del programa para niños de 3 años contó con una muestra
de 131 alumnos en un caso (Fernández, 2010) y 313 en otro (Justicia-Arráez et al., 2015a). Para los dos
estudios se contó con grupos experimentales y controles a los que evaluaban antes y después de la
aplicación del programa mediante las pruebas School Social Behavior Scale (SSBS) y el cuestionario Child
Behaviour Checklist (CBCL-TRF). En la investigación realizada se comprobó que los niños que
participaron en el programa mejoraron su conducta de manera significativa en los contenidos básicos del
programa: el cumplimiento de normas, la expresión y reconocimiento de sentimientos, las habilidades de
comunicación y la ayuda y cooperación. En general, se obtuvo un aumento de la competencia social de los
niños y una disminución de los problemas de conducta.
Por otra parte, Benítez et al. (2011) evaluaron el programa con niños de 4 años. Tomaron una muestra de
147 niños, que dividieron en grupo experimental (N = 78) y grupo control (N = 69). Ambos grupos fueron
evaluados antes y después de la intervención mediante el Child Behavior Checklist-Teacher Report Form
(CBCL-TRF) y el Preschool and Kindergarten Behavior Scales (PKBS) para padres y profesores. Los
resultados obtenidos mostraban una disminución de las conductas antisociales y un aumento significativo de
la competencia social en los niños del grupo experimental frente al control. Así pues, podemos afirmar que
este programa ha mostrado ser eficaz para la mejora de comportamientos prosociales y la prevención de
conductas disruptivas en niños de 3 años (Fernández, 2010; Justicia-Arráez et al., 2015a) y niños de 4 años
(Benítez et al., 2011). No obstante, los resultados están basados en cuestionarios dirigidos a padres o
profesores, quienes informaron de los avances de los niños. Así, no se realizaron evaluaciones de la
ejecución o el rendimiento a través de las respuestas de los propios niños.
Por último, este programa ha sido evaluado de forma longitudinal a través de una intervención llevada a
cabo durante tres cursos escolares con niños de 3 a 5 años (Justicia-Arráez, Pichardo y Justicia, 2015b). La
muestra estuvo compuesta por 91 niños de 3 años, divididos en grupo control y experimental, que fueron
evaluados en seis momentos temporales diferentes. En cada curso escolar se llevó a cabo una intervención
de 12 semanas de duración. Los resultados mostraron que los niños del grupo experimental mejoraron en
competencia social respecto de los niños del grupo control. El instrumento de medida utilizado fue una
escala de observación de la competencia social de 34 ítems agrupados en tres subescalas que evaluaban
habilidades de interacción social, cooperación social e independencia social. A pesar de que los resultados
generales fueron positivos, tal y como los propios autores señalan, este trabajo tiene algunas limitaciones.
En primer lugar, la evaluación es realmente escasa (un único instrumento de medida que consta de 34
ítems). Además, no se incluyen valoraciones desde la propia ejecución de los niños ni ningún informe de
otros posibles evaluadores, como los padres. Por último, los evaluadores de los niños del grupo
experimental son los mismos adultos que realizan la intervención en el aula. Esta falta de independencia
entre quien implementa la intervención y quien evalúa los resultados, junto con la ausencia de otras fuentes
de información, hace que los resultados puedan estar realmente sesgados.
A pesar de que este programa necesita más evidencia empírica y aumentar la potencia de las medidas de
validez, se trata de una de las propuestas más rigurosas e interesantes que han aparecido en nuestro país en
los últimos años. Sin duda este es el tipo de investigación que se necesita en la actualidad para mejorar las
competencias sociales de los niños.

Programa Pensando las emociones con atención plena (Giménez-Dasí et al., 2013, 2017)
Por último, el programa que nuestro grupo de investigación ha elaborado ha ido obteniendo evidencia
acerca de sus beneficios en los últimos años. En este último epígrafe realizamos una extensa revisión de los
diferentes resultados que hemos recopilado en diversos trabajos con niños de edad preescolar.
La idea de diseñar un programa de intervención para mejorar las competencias emocionales y sociales en
niños pequeños surge, precisamente, al constatar el vacío que existe en nuestro país en cuanto a programas
con evidencia empírica. Por otra parte, la revisión de la evidencia anglosajona también nos hizo tomar
conciencia de que trabajar con niños de forma principalmente conductual no era siempre todo lo eficaz que
se esperaba y que, en algunas ocasiones, los efectos no se mantenían a largo plazo o no se generalizaban a
contextos naturales (Grossman y Hughes, 1992; Kam, Greenberg y Kusché, 2004; Palardy, 1992). Estos son
dos de los problemas más importantes que la intervención psicológica debe afrontar para convertirse en una
forma eficaz de mejorar la calidad de vida de las personas. En este sentido, una de nuestras principales
preocupaciones fue encontrar una forma de trabajo que dejara huellas más profundas en la mente del niño
que el modelado o las autoinstrucciones. Otro elemento decisivo fue diseñar un programa que abordara las
bases de conocimiento emocional lo antes posible. A partir de la evidencia sobre la plasticidad del
desarrollo cerebral y la desconfiguración inicial del cerebro humano, pensamos que ofrecer al niño lo antes
posible las bases del conocimiento emocional contribuiría a instaurar también las bases del desarrollo
socioemocional sano (Karmiloff-Smith, 2012). Como muchos autores señalan, la intervención primaria
debe iniciarse en las primeras etapas de la vida (Nelson, 2003). Por último, otro de nuestros principales
objetivos fue elaborar un material claro, explícito y completo para que cualquier profesor de educación
infantil pudiera contribuir a mejorar las competencias emocionales y sociales de sus alumnos. Uno de los
principales problemas que siempre nos encontramos en este ámbito es que los autores que proponen las
intervenciones no suelen explicitar las actividades que realizan y, por tanto, se limitan a propuestas muy
vagas que el profesor no sabe cómo poner en práctica en su aula. Aunque existen algunas excepciones,
como el programa Aulas Felices, nos hemos encontrado en muchas ocasiones con profesores que no
disponen de información concreta para trabajar estas competencias y que, sobre todo, no tienen ninguna
formación previa para poder abordarlas de forma autónoma. Esta situación contribuye, sin duda, a que el
trabajo en clase sea esporádico, desconectado de otros ámbitos y sin planificación previa. Como ya hemos
señalado en el capítulo anterior y veremos en la conclusión, las intervenciones que se realizan en estas
circunstancias suelen ser poco eficaces. Desde nuestro punto de vista, es fundamental que los profesores de
educación infantil tomen conciencia de la enorme contribución que pueden realizar al desarrollo sano y del
importante papel que las competencias socioemocionales tienen en ese desarrollo sano. Esta toma de
conciencia pasa, necesariamente, por una formación exigente y de calidad que los futuros maestros deberían
recibir y no tienen. En este sentido, podemos decir que nuestro objetivo al diseñar un programa completo y
claro era cubrir el vacío en la formación de los maestros y la ausencia de propuestas estructuradas y
explícitas.
Una de nuestras principales preocupaciones a la hora de diseñar el programa fue encontrar un tipo de
intervención que lograra resultados profundos y duraderos. Como acabamos de señalar, algunas variables
son muy relevantes a la hora de diseñar intervenciones eficaces, entre ellas el uso de una metodología
secuenciada, explícita y activa. Partiendo de esta base, elaboramos un programa dialógico, basado en la
filosofía para niños de Mathew Lipman, y adaptamos los contenidos de las discusiones filosóficas a
cuestiones sociales y emocionales (Lipman, Sharp y Oscayan, 1980). De forma muy complementaria y más
cercana a nuestro ámbito, adoptamos el marco teórico elaborado por Karmiloff-Smith (1992), cuya idea
central sobre cómo llegamos a conocer el mundo consiste en un proceso en el que los conocimientos
pragmáticos e implícitos (el saber cómo) se transforman en procesos más explícitos (el saber qué). De esta
forma, gracias a la redescripción de las representaciones en formato explícito, nos volvemos conscientes del
conocimiento, de las reglas que rigen los procesos de pensamiento y, en nuestro caso, de las reglas que
rigen las emociones y la interacción social. Desde este marco entendemos que uno de los principales
problemas para lograr ser social y emocionalmente competente es que esta información permanece implícita
porque no existe un discurso elaborado —una instrucción formal— que la aborde. Este es el principal
problema de estas competencias incluso en la edad adulta: la mayor parte de las personas no saben qué hay
que hacer para ser emocional y socialmente competentes, y parece que aquellas que lo consiguen
simplemente tienen un don especial. Sin embargo, cuando nos proponemos estudiar de cerca una
competencia concreta, podemos identificar los elementos que la componen, cuándo aparece en el desarrollo
y cómo fomentarla. Nuestra comprensión del desarrollo temprano nos permitió abordar después el diseño de
un programa de intervención.
Dado que el programa se inicia con niños de 2 años que no han desarrollado sus habilidades lingüísticas,
diseñamos una secuencia de contenidos basada en la pauta evolutiva típica del conocimiento emocional y
social en la que el protagonismo del lenguaje va aumentando progresivamente. Así, para los niños de 2 años
se abordan los componentes básicos de identificación, expresión, causalidad y regulación emocional a
través de actividades visuales y lúdicas. A partir de los 3 años se introducen contenidos algo más elaborados
(i. e. empatía y competencia social) y se revisan los componentes básicos de forma más compleja. Para los
niños de 4 y 5 años muchas de las actividades se plantean en forma de diálogos que les hagan reflexionar
sobre cuestiones emocionales y sociales. A partir del diálogo, que recoge los intereses del niño y le obliga a
explicitar conocimiento emocional y social, se intercambia y se crea conocimiento entre iguales.
La implementación del programa Pensando las emociones (Giménez-Dasí, Fernández-Sánchez y Daniel,
2013) con niños de 2, 4 y 5 años ha mostrado mejoras significativas en conocimiento emocional, conducta
prosocial, conocimiento de estrategias para resolver conflictos con iguales, clima de aula y estatus
sociométrico en los grupos experimentales frente a los controles (Fernández-Sánchez, Quintanilla y
Giménez-Dasí, 2015; Giménez-Dasí, Fernández-Sánchez y Quintanilla, 2015; Giménez-Dasí, Quintanilla y
Daniel, 2013). Otra intervención realizada con niños pertenecientes a entornos sociales vulnerables y en
riesgo de exclusión también mostró mejoras significativas en conocimiento emocional y competencia social
en los grupos experimentales frente a los controles (Giménez-Dasí, Quintanilla, Ojeda y Lucas-Molina,
2017; Giménez-Dasí, Quintanilla y Lucas-Molina, en revisión). Estas intervenciones se han realizado
durante siete meses, en sesiones semanales de una hora, siguiendo un estricto control de fidelidad en la
aplicación del programa y con profesores experimentados y previamente formados. Además, el currículo
socioemocional se integró a la vida cotidiana del aula.
En un trabajo posterior realizamos una intervención longitudinal de tres cursos de duración con el mismo
grupo de niños (iniciando en primero de segundo ciclo de EI y finalizando en tercero, es decir, de 3 a 5
años). A lo largo de esos años evaluamos diferentes variables en seis momentos temporales. En este caso la
implicación de los profesores fue mucho menor. Los primeros resultados analizados muestran que los niños
del grupo experimental incorporaron rápidamente estrategias conductuales y mejoraron de forma
significativa en regulación emocional y conducta prosocial frente a los controles. Esta mejora se produjo
desde los 3 años, siguió aumentando y se mantuvo significativa a lo largo de los 3 años de intervención
(Giménez-Dasí, Sarmento, Lucas-Molina y Quintanilla, 2017). Sin embargo, aunque los niños del grupo
experimental mejoraron más que los controles en conocimiento emocional y mentalista, estas diferencias no
resultaron significativas. Este resultado pone de manifiesto que la implicación del profesorado y la
incorporación de estas competencias a la vida cotidiana del aula son elementos esenciales en la adquisición
del conocimiento explícito. Otro resultado relevante de cara a la evaluación de las competencias es la
diferencia encontrada entre la percepción de los profesores, comparada con la de los padres, a la hora de
valorar los avances de los niños a lo largo del tiempo (Sarmento, Lucas-Molina, Quintanilla y Giménez-
Dasí, 2017).
Por último, recientemente realizamos una revisión de programas para el ciclo de primaria (Pons,
Giménez-Dasí, Sala, Molina, Tornare y Andersen, 2015) y diseñamos la continuación lógica del programa
para este ciclo. Para primaria se presentan tres programas diferentes estructurados por ciclo (6-7, 8-9 y 10-
11 años) en los que se trabajan contenidos cada vez más complejos. Así, por ejemplo, se abordan algunas
emociones complejas o sociales (como el orgullo, la vergüenza y la envidia), el impacto de las emociones
sobre el aprendizaje, competencias sociales complejas y un amplio apartado sobre regulación emocional
(Giménez-Dasí, Quintanilla y Arias, 2016). Además de las actividades dialógicas, este programa incorpora
actividades de atención plena.
Las técnicas de atención plena o mindfulness están recibiendo gran atención en los últimos años.
Aunque hay todavía poca evidencia con niños, algunas revisiones muestran beneficios significativos en
bienestar emocional, aprendizaje y salud mental (Burke, 2009; Harnett y Dawe, 2011). Otros trabajos
muestran mejoras en las competencias socioemocionales, la conducta prosocial, las emociones positivas y el
optimismo y descensos de conductas agresivas y oposicionistas (Flook, Goldberg, Pinger y Davidson, 2015;
Napoli, Krech y Holley, 2005; Polehlmann-Tynan et al., 2016; Ramler, Tennison, Lynch y Murphy, 2016;
Schonert-Reichl y Lawlor, 2012). Desde la psicología clínica y educativa, los trabajos de Richard Davidson
han encontrado que el uso combinado de técnicas cognitivas y de atención plena produce mejoras
significativas e incluso modificaciones en los correlatos neurológicos (Davidson, Kabat-Zinn et al., 2003).
Ante estos resultados, los países anglosajones están desarrollando programas de atención plena para aplicar
de forma integrada en el contexto escolar (véase, por ejemplo, el programa «.b» o el Mindfulness In School
Project).
Esta evidencia nos ha llevado a diseñar un programa para primaria en el que el diálogo y la atención
plena se combinan, introduciendo también actividades de atención plena para el programa original de
educación infantil (Giménez-Dasí, Fernández-Sánchez, Daniel y Arias, 2017). Igual que las técnicas
cognitivas y la atención plena se completan y su uso conjunto es eficaz, el diálogo y la atención plena, tal y
como se plantean en este programa, constituyen dos formas complementarias de trabajar las mismas
competencias. El diálogo supone la apropiación por parte del niño del conocimiento social (de fuera hacia
dentro) a través de la reflexión sobre las normas que rigen la vida socioemocional y la forma de regular las
emociones. La atención plena ayuda a tomar conciencia y regular los estados emocionales (de dentro hacia
fuera).
Los tres estudios piloto que hemos realizado para comprobar la eficacia de este uso conjunto de técnicas
han mostrado resultados positivos en contextos y edades diferentes. El programa de primaria se probó con
un grupo de niños de 8 años que viven en contextos de riesgo de exclusión social. La intervención mostró
mejoras significativas en variables como regulación emocional, adaptación social e inestabilidad emocional
(Fernández-Angulo, Quintanilla y Giménez-Dasí, 2016).
El programa para EI se probó con dos grupos muy diferentes de niños de educación infantil. En primer
lugar, se realizó una intervención durante tres meses con un grupo de 21 niños de 3 años con desarrollo
típico. La intervención se llevó a cabo en 12 sesiones de 30-40 minutos de duración dentro del centro
escolar por el psicólogo municipal que atiende el colegio. Además, se seleccionó una muestra equivalente
de niños dentro del mismo centro educativo para comparar con un grupo control (N = 25). Los padres y el
tutor de los niños evaluaron las habilidades de autorregulación antes y después de la intervención a través
del BRIEF-P (Isquith, Crawford, Espy y Gioia, 2005). En segundo lugar, se intervino con un grupo de
cinco niños de 5 años con problemas de autorregulación. En este caso el psicólogo de un centro privado que
atiende las necesidades psicológicas y educativas de estos niños fue quien realizó la intervención
estructurada en ocho semanas. Los niños realizaban cuatro sesiones semanales de 30 minutos de duración.
En este caso, dadas las características de la muestra, no pudimos contar con grupo control. Los padres de los
niños evaluaron las habilidades de autorregulación antes y después de la intervención a través del BRIEF-P
y la Escala de regulación emocional (Shields y Cicchetti, 1997).
Los resultados del estudio con niños de 3 años de desarrollo típico mostraron mejoras significativas en el
grupo experimental en todas las escalas (inhibición, flexibilidad, control emocional, memoria de trabajo y
planificación y organización) e índices (autocontrol inhibitorio, flexibilidad metacognición emergente y
función ejecutiva global) del BRIEF-P evaluados por los padres. Al contrario, para el grupo control no
hubo en ningún caso diferencias significativas entre las medidas pre y post. Los resultados fueron casi
similares en el caso de la evaluación del profesor: el grupo experimental mostró diferencias significativas en
todas las escalas (excepto la de flexibilidad) e índices y el grupo control no registró diferencias
significativas en ninguna de ellas. En el caso de los niños con problemas de conducta, se encontraron
exactamente los mismos resultados al analizar el BRIEF-P. Los niños mejoran de forma significativa en
todas las escalas, excepto flexibilidad, e índices globales. Además, también mostraron mejoras
significativas en regulación emocional y labilidad emocional (Giménez-Dasí y Edo, 2017; Villena,
Fernández-Angulo y Giménez-Dasí, 2017).

Otras propuestas para educación infantil sin evidencia empírica


Educación responsable (www.fundacionbotin.org

En 2004 la Fundación Marcelino Botín, creada en 1964 como institución con finalidades asistenciales,
educativas, culturales y científicas, se embarca junto con la FAD (Fundación de Ayuda contra la
Drogadicción) en un proyecto de educación responsable. Parten del programa Prevenir para vivir que la
FAD estaba desarrollando en 41 colegios de Cantabria y que promovía el desarrollo de factores de
prevención en niños de 3 a 12 años. Así, a partir de este programa, diseñan el proyecto de educación
responsable con el fin de promover el desarrollo integral de los niños, fomentando su crecimiento positivo y
su bienestar personal y social, y no solo de incidir en factores de riesgo.
El proyecto Educación responsable está dirigido a niños entre 3 y 12 años y se está llevando a cabo en 83
centros educativos de la Comunidad de Cantabria. El proyecto cuenta con cuatro líneas estratégicas de
intervención: las actuaciones extensivas, las actuaciones intensivas, el desarrollo de medios y recursos y la
investigación.
En las actuaciones extensivas, se trabaja con un elevado número de participantes, pero con una menor
intensidad. El programa consiste en una o dos sesiones semanales desarrolladas en el aula a través de
actividades. Estas actividades se encuentran recogidas en un «Banco de herramientas audiovisuales para la
promoción de competencias personales y sociales» creado específicamente para esta experiencia gracias a
las propuestas de los docentes. Las actividades están ajustadas a las características evolutivas de los niños.
Paralelamente al trabajo con los alumnos, se desarrollan actuaciones intensivas de formación del
profesorado y orientación a familias. Con el profesorado se han desarrollado seminarios y grupos de
formación a través de sesiones periódicas. Por su parte, para familias se ha elaborado una sencilla Guía
sobre educación responsable con orientaciones de especial relevancia en el ámbito familiar: la importancia
de las normas, de las relaciones afectivas, de la comunicación y del ocio y tiempo libre. Esta guía pretende
informar, formar y apoyar a las familias para complementar y reforzar todo el trabajo realizado en la
escuela, para que lo aprendido en el aula pueda ser transferido al ámbito familiar.
El proyecto ha sido evaluado en 2007, con la participación de 73 centros, 590 docentes y 12.128
alumnos, mediante un cuestionario aplicado a los profesores (Fernández Berrocal, 2008). Los resultados
arrojan una percepción de cambio y mejora por parte del profesorado. A nuestro entender, el estudio
muestra importantes limitaciones porque basa sus resultados tan solo en las valoraciones de los profesores a
través de un cuestionario y no obtiene ni evaluaciones proporcionadas por los niños ni desde la percepción
de los padres.
Por su parte, en las actuaciones intensivas se implican pocos centros, pero de alta intensidad. Este
proyecto, denominado VyVE (Vida y valores en la educación), está dirigido a niños de 3 a 18 años y se está
llevando a cabo en tres centros educativos de Cantabria. El proyecto pretende fomentar de manera más
intensiva el desarrollo de competencias socioemocionales a través de las áreas curriculares. Para ello
propone una serie de actividades que fomenten la competencia socioemocional secuenciadas para
incorporar de manera transversal a las áreas curriculares.
Entre las actuaciones que se llevan a cabo con el alumnado nos centraremos en las desarrolladas en
educación infantil, con alumnos de 3 a 5 años:

— Actividades para mejorar la autoestima, la expresión emocional, la empatía, la autocontrol, las


actitudes saludables y las habilidades de interacción social. Consta de cinco actividades con dos
sesiones cada una que se desarrollan en cada nivel de edad.
— Programa de fomento y animación a la lectura, en colaboración con la Fundación Germán Sánchez
Ruipérez, con cuentos para ver, sentir, tocar, escuchar, cantar, etc.

Paralelamente a las actuaciones con los alumnos se han realizado actuaciones de formación del
profesorado, tanto para el proyecto global como para cada programa y herramienta a aplicar.
Actualmente se desconocen los posibles datos sobre la evaluación y resultados de este proyecto de
actuación intensiva en alumnado de segundo ciclo de infantil. Sin embargo, en alumnos de primaria y
secundaria se ha llevado a cabo un estudio longitudinal sobre sus efectos y beneficios (Melero y Palomera,
2011), realizando un amplio diseño con grupos experimental y control y medidas pretest y postest, que
arroja resultados positivos.
Educación emocional. Programa para 3 a 6 años (López Cassá, 2003)
El programa de Educación emocional diseñado por Elia López Cassá se enmarca en las actuaciones del
GROP para el desarrollo y fomento de la educación socioemocional. Este programa consiste en una
propuesta para trabajar las competencias sociales y emocionales en niños de segundo ciclo de educación
infantil, entre los 3 y los 6 años.
El programa cuenta con cinco grandes bloques de contenidos que se desarrollan a través de numerosas
actividades de carácter lúdico. Estos bloques son: conciencia emocional, regulación emocional, autoestima,
habilidades socioemocionales y habilidades de vida. El programa realiza un planteamiento abierto en cuanto
a la secuencia y temporalización de los bloques para cada grupo de edad, permitiendo al profesorado ajustar
en función de cada grupo-clase. Se propone desarrollarlo conjuntamente con el grupo para los niños más
mayores, mientras que en las primeras edades sugiere la posibilidad de pequeños grupos de trabajo para
cada actividad.
A nuestro juicio, las propuestas y actividades de López Cassá resultan interesantes como un conjunto de
actividades y juegos, con un carácter muy lúdico y creativo a la hora de abordar actividades en edades
tempranas. Sin embargo, la falta de estudios que evalúen su puesta en práctica y eficacia, así como su
configuración como un conjunto de propuestas no secuenciadas por edades, nos dibuja un programa con
importantes carencias.
Sentir y pensar. Programa de inteligencia emocional para niños y niñas de 3 a 5 años (Ibarrola, 2004)
El programa Sentir y pensar de inteligencia emocional para niños de 3 a 5 años desarrollado por Ibarrola
(2004) forma parte del programa Sentir y pensar, proyecto más amplio diseñado por Moreno (2001) para
trabajar la IE con alumnos de educación primaria.
Su objetivo principal es ayudar a los niños a ser personas emocionalmente sanas, personas con una
actitud positiva ante la vida, que sepan expresar y controlar sus sentimientos, que conecten con las
emociones de otras personas, que tengan autonomía y capacidad para tomar decisiones adecuadas y puedan
superar las dificultades y conflictos que inevitablemente surgen en la vida.
El programa consta de nueve módulos, en cada uno de los cuales se proponen diferentes dinámicas y
actividades: autoconocimiento, autoestima, autonomía, comunicación, habilidades sociales, escucha,
solución de conflictos, pensamiento positivo y asertividad. La metodología se basa en el uso de cuentos
sobre emociones y fichas y actividades para trabajarlos, que se acompañan con el programa. Hasta el
momento, no se han encontrado estudios que avalen su puesta en práctica y eficacia.
Programa SICLE (Siendo inteligentes con las emociones) (Vallés Arándiga, 1999)
Este programa va dirigido a alumnado desde infantil hasta secundaria y ofrece a cada grupo de edad
actividades y contenidos específicos adaptados al grupo. El programa tiene como objetivo principal enseñar
a los alumnos habilidades emocionales que les permitan enfrentarse a las dificultades de la vida diaria que
se dan en el ámbito escolar, pero además también pretende desarrollar las capacidades emocionales de los
alumnos mediante el aprendizaje de la identificación y expresión de las propias emociones, los
sentimientos, la empatía y las habilidades de comunicación interpersonal.
Entre las habilidades que incluye el programa SICLE se encuentran conocerse a sí mismo, solucionar los
problemas con los compañeros, reconocer y regular las propias emociones, respetar, ser optimista, expresar
adecuadamente las emociones, descubrir emociones en los demás, expresar opiniones, comunicarse bien
con los demás y saber qué comportamientos son adecuados e inadecuados.
El programa consta de un cuadernillo en el que se incluye vocabulario que hace referencia a conceptos
emocionales (emoción, sentimiento, enfado, ira, rabia, alegría, empatía, etc.). El profesor puede ampliar este
vocabulario introduciendo otras palabras aportadas por los alumnos y referidas a la identificación de estados
de ánimo. Además, en este cuadernillo también se plantean actividades, juegos, situaciones personales, etc.
Para llevar a cabo el programa, la metodología parte de un enfoque práctico y vivencial que incluye
técnicas como la del juego de roles o ensayo de conducta, teatro, música, observación, etc., a través de las
cuales los alumnos dramatizarán o escenificarán las situaciones interpersonales que se presentan en las
páginas del cuaderno y otras situaciones que el profesor estime de interés. En estas escenificaciones se
tendrán en cuenta la expresión y la identificación de los componentes no verbales de la comunicación
interpersonal (gestos e indicadores faciales de estados de ánimo), con el objetivo de capacitar a los alumnos
en la interpretación de los mensajes emocionales de los demás. A pesar de que se trata de una propuesta
interesante, tampoco hemos encontrado ningún estudio que evalúe su eficacia en niños de educación
infantil.

4. CONCLUSIONES
Como hemos visto a lo largo de estos dos capítulos, el panorama de la intervención en los primeros años
de vida para mejorar las competencias emocionales y sociales desde el ámbito escolar es muy distinto en
función de las edades y del país. De forma resumida, podemos decir que en el mundo anglosajón existen
muchas propuestas validadas que se centran en el ámbito familiar para el ciclo 0-2 y en el escolar para el
ciclo 3-5. En nuestro país, por el contrario, el panorama es muy distinto. Para el ciclo 0-2 las propuestas
validadas para el ámbito familiar son inexistentes, y escasísimas para el entorno escolar. Para el ciclo 3-5
las propuestas validadas para el entorno escolar siguen siendo escasísimas. Este panorama pone claramente
de manifiesto el desfase que existe entre nuestro país y los entornos anglosajones. Así pues, una primera
conclusión es que es necesario invertir esfuerzo y recursos para que este campo pueda avanzar.
Por otra parte, gracias a los trabajos que se han realizado en los últimos años en España y fuera de
España y a las revisiones y metaanálisis que se han llevado a cabo, cada vez tenemos más claro qué
requisitos debe cumplir una intervención de este tipo para ser eficaz. Un reciente y exhaustivo informe de
revisión y análisis publicado por el Banco Mundial señala que hay determinadas variables que contribuyen
al éxito de estas intervenciones (Sánchez Puerta, Valerio y Gutiérrez Bernal, 2016). Estas variables se
pueden resumir en las siguientes claves: a) las intervenciones que se realizan durante la infancia son más
eficaces que las que se aplican después de la adolescencia; b) las intervenciones intensivas, de al menos dos
años de duración, obtienen mejores resultados; c) las intervenciones que se plantean de forma integrada al
currículum y no como actividades sueltas que se realizan de vez en cuando logran mayores beneficios; d) la
experiencia y la trayectoria del profesor inciden en el éxito de la intervención: los profesores con más
experiencia obtienen mejores resultados; e) las intervenciones que cuentan con pruebas de fidelidad son
más eficaces; f) la forma en la que se plantee la intervención incide en su eficacia: cuando las competencias
se trabajan de forma secuenciada, planificada y explícita, dedicándoles un tiempo específico y con una
participación activa por parte del niño, los beneficios son mayores; g) las intervenciones que promueven la
participación de los padres son más eficaces. Así, los futuros programas de intervención que puedan ir
apareciendo en el panorama español y las intervenciones que sigamos realizando deben cumplir estos
requisitos para aumentar su eficacia.
Por último, una de las cuestiones de mayor importancia a nuestro juicio tiene que ver con la implicación
y la formación del profesorado. Mientras los profesores de todos los niveles educativos no tomen
conciencia de la importancia de estas competencias y de las enormes consecuencias que tienen en la vida de
las personas, los avances serán escasos. En el mismo informe del Banco Mundial que acabamos de
mencionar se realiza una revisión de los efectos a corto, medio y largo plazo que las competencias
emocionales y sociales tienen a nivel psicológico y social. Sin querer ser exhaustivos, este tipo de
intervención tiene efectos duraderos a largo plazo que impactan en aspectos sociales tan importantes como
la salud, las oportunidades laborales, el nivel retributivo o el rendimiento académico. Desde un punto de
vista psicológico, se observan mejoras conductuales y de personalidad evaluadas a través de variables como
el locus de control, los problemas externalizantes e internalizantes, la conducta prosocial o las dimensiones
de los Cinco Grandes (véase Sánchez Puerta et al., 2016, para una revisión). Sin duda, para que los actuales
y futuros profesores puedan entender la trascendencia de la cuestión necesitan recibir una formación
adecuada en la que se muestre toda esta evidencia y se les ofrezcan los recursos necesarios para realizar las
intervenciones rigurosas y sistemáticas que sabemos que son eficaces. La implicación de los centros
educativos y los profesores en esta tarea y, sobre todo, la formación que las universidades ofrecen son la
llave para lograr que los niños del futuro sean social y emocionalmente competentes y, por tanto, más
felices y más sanos.

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Wingspan L. L. C. (1999). Al’s pals: Kids making healthy choices. Richmond, VA: Author.

NOTAS

21 Head Start es un programa federal de Estados Unidos que promueve la preparación para la
escolarización de los niños de 0 a 5 años, procedentes de familias con pocos recursos, fomentando su
desarrollo cognitivo, social y emocional a través de distintos servicios en función de las necesidades de cada
comunidad (escuelas donde acuden los niños media jornada o jornada completa, hogares de acogida o
servicios de apoyo familiar).
13
Desarrollo emocional desajustado: el acoso escolar
BEATRIZ LUCAS-MOLINA

1. INTRODUCCIÓN
El acoso escolar es uno de los problemas más graves que afectan al sistema escolar del mundo
desarrollado. Por desgracia, es raro encontrar hoy en día a alguien que no haya tenido una experiencia más
o menos directa con este fenómeno, ya sea a través de los medios de comunicación o por la vivencia de
algún conocido o familiar. En este capítulo vamos a ver algunas cuestiones sobre este tipo de violencia
entre iguales. Empezaremos con algunos aspectos sobre el acoso que suponemos no sorprenderán en exceso
(definición, prevalencia, etc.), para pasar a adentrarnos en un terreno más desconocido y arenoso: el acoso
en preescolar, intentando dar respuesta primeramente a la siguiente pregunta: ¿podemos hablar de «acoso
preescolar»? Una vez puestos sobre la mesa los retos a los que se enfrenta el estudio del acoso en
preescolar, presentaremos algunas evidencias científicas sobre el fenómeno en esta etapa educativa,
prestando especial atención al carácter grupal y contextual del fenómeno. En un tercer momento, pasaremos
a explorar la relación existente entre acoso y competencia emocional. Si bien, como refleja el título del
presente capítulo, parece que el acoso escolar podría ser el resultado de un desajuste emocional, hay pocos
estudios que hayan examinado de forma directa esta relación, especialmente en infantil. Por otra parte, ¿el
desajuste emocional lo presentaría el alumno que participa en el acoso o el contexto en el que este se
produce? En este tercer apartado intentaremos reflexionar sobre estas cuestiones, buscando poner el acento
en la naturaleza contextual de ambos constructos: el acoso y la competencia emocional. Por último,
finalizaremos con algunas conclusiones, así como con posibles líneas de investigación futura. Esperemos
que la lectura de este capítulo despierte la curiosidad del lector por saber más sobre estos complejos
fenómenos y su relación.

2. PUNTO DE PARTIDA NECESARIO: LO QUE SABEMOS SOBRE


ACOSO ESCOLAR
El acoso escolar es aquel tipo de violencia que ejerce un alumno o grupo de alumnos de forma
intencionada y reiterada sobre otro alumno que no puede defenderse por sus propios medios (Hymel y
Swearer, 2015; Salmivalli, 2010). En la actualidad, ha aparecido un nuevo tipo de acoso ejercido a través de
las nuevas tecnologías: el ciberacoso (Salmivalli, 2016). En este capítulo nos dedicaremos básicamente al
acoso escolar, también denominado acoso «tradicional» o «presencial», por ser el tipo de acoso que puede
darse desde preescolar.
La mayor parte de los estudios realizados sobre el fenómeno, tanto dentro como fuera de España, se han
desarrollado básicamente en los últimos cursos de primaria y primeros de secundaria, y han arrojado tasas
de prevalencia muy dispares (Lucas-Molina, Pérez de Albéniz y Giménez-Dasí, 2016). Según un reciente
estudio de la Organización Mundial de la Salud realizado sobre 219.460 estudiantes provenientes de 42
países (entre ellos España), un 11 y 8,5 por 100 de los estudiantes informó haber sufrido y ejercido,
respectivamente, acoso en los dos últimos meses (Inchley et al., 2016). Estos resultados indican que en un
aula de 25 alumnos, entre dos y tres alumnos podrían ser potenciales agresores o víctimas de acoso. En
cuanto al género, se ha visto que los chicos suelen ejercer y sufrir en mayor medida este tipo de situaciones,
si bien hay estudios que no encuentran estas diferencias (Iossi, Pereira, Mendonça, Nunes y Oliveira, 2013).
Respecto a la edad, se ha observado una disminución con la edad con un repunte al inicio de la educación
secundaria (Hymel y Swearer, 2015).
Las consecuencias negativas del acoso a corto y largo plazos han sido ampliamente documentadas en
muy diversos estudios (p. ej., Young-Jones, Fursa, Byrket y Sly, 2015), poniendo de manifiesto que tanto el
alumnado agresor como víctima se encuentran en mayor riesgo de sufrir desajustes psicosociales y
trastornos psicopatológicos en la adolescencia y la vida adulta. Además, diversos estudios indican que
observar las situaciones de acoso, sin participar de forma directa en ellas, puede tener también un efecto
negativo en el desarrollo y la adaptación escolar (Rivers, Poteat, Noret y Ashurst, 2009).
De este modo, en los últimos años el enfoque adoptado por los expertos en el tema ha pasado de
centrarse casi exclusivamente en la díada agresor-víctima a ampliar el foco examinando el papel
desempeñado por los espectadores y el contexto social en el que se producen las situaciones de acoso
(Salmivalli, 2010; Thornberg, Wänström, Hong y Espelage, 2017). Así, se ha observado que determinados
alumnos pueden estar reforzando el comportamiento de los alumnos agresores u observando pasivamente,
mientras que otros estudiantes pueden intervenir para ayudar al compañero víctima (Salmivalli et al., 1996;
Hymel y Swearer, 2015). Es importante señalar que cuando los espectadores defienden al alumno víctima,
el acoso suele detenerse en más del 50 por 100 de las ocasiones (Hawkins, Pepler y Craig, 2001). Además,
estas intervenciones reducen los efectos perniciosos de la victimización (Kärnä, Voeten, Poskiparta y
Salmivalli, 2010). De hecho, muchos de los programas actuales sobre prevención e intervención en acoso
están incorporando de un modo u otro a los espectadores (Salmivalli, 2016; Salmivalli, Karna y Poskiparta,
2011; Ttofi y Farrington, 2011).
Si bien la mayor parte de estos estudios se han realizado sobre población pre y adolescente, los
metaanálisis existentes sobre la efectividad de los programas de prevención del acoso escolar en contextos
educativos (Nocentini, Zambuto y Menesini, 2015; Ttofi y Farrington, 2011; Zych, Ortega-Ruiz y Del Rey,
2015) plantean la necesidad de prevenir este tipo de conductas y fomentar las conductas de defensa ya no
solo desde los inicios de educación primaria sino incluso desde infantil. El programa KiVa (Williford et al.,
2013), el programa más ampliamente implementado y evaluado en Finlandia, se trata del más claro ejemplo
de este enfoque preventivo. A pesar de esto, como vamos a ver a continuación, el número de
investigaciones realizadas en la etapa de preescolar sigue siendo muy limitado.

3. ¿PODEMOS HABLAR DE «ACOSO PREESCOLAR»?


El hecho de que la investigación sobre acoso realizada en preescolar sea casi inexistente y se haya
llevado a cabo prácticamente en población escolar, concretamente desde los 8 años en adelante, puede venir
justificado por dos motivos: uno de tipo conceptual y otro de tipo metodológico (Levine y Tamburrino,
2014; Mönks, Palermiti, Ortega y Costabile, 2011; Vlachou, Andreou, Botsoglou y Didaskalou, 2011).
En cuanto al conceptual, como ya se ha comentado, el acoso escolar es un tipo de agresión entre
escolares que se caracteriza por ser intencional y dañino, repetitivo, y estar basado en una asimetría de
poder entre el agresor y la víctima. Dadas las limitaciones sociocognitivas típicas del período preescolar,
resulta poco plausible que un niño de 3 años pueda manejar de forma simultánea estas tres dimensiones en
su relación con los iguales. De hecho, cuando se ha intentado averiguar la conceptualización que tenían los
niños de preescolar del acoso, se ha encontrado que ni distinguían las tres características del acoso ni lo
diferenciaban de una agresión entre iguales o una simple pelea (Monks y Smith, 2006; Smith y Levan,
1995). Por otra parte, no es hasta después de los 8 años cuando los niños desarrollan una definición de
acoso que, además de incluir los tres rasgos, tiene en cuenta distintas modalidades: verbal, física y
psicológica. Antes de esta edad, los niños prestan especial atención a las agresiones físicas, después a las
verbales y más tardíamente a las psicológicas (Björkqvist, Österman y Kaukiainen, 1992). Por otra parte, en
estas edades tienden a fijarse más en las consecuencias de las conductas que en su intencionalidad. Además,
conviene tener en cuenta el carácter temporal de las relaciones interpersonales que los niños establecen en
estas edades. Por último, dadas las escasas habilidades de autorregulación y competencias lingüísticas
características de esta etapa del desarrollo, la agresión puede tratarse de una estrategia más en el repertorio
conductual de los niños de estas edades para expresar frustración y mostrar su posición en su relación con el
otro. En este sentido, algunos profesionales optan por utilizar el término «agresión injustificada» en vez de
acoso en este período evolutivo, un término que también tiene sus detractores (Levine y Tamburrino, 2014;
Monks et al., 2011; Vlachou et al., 2011).
La otra razón por la que no hay mucha investigación sobre el fenómeno en estas edades es la
metodológica. Esto ya se ha tratado en otros capítulos de este libro en relación con la evaluación de la
competencia emocional en la infancia. De nuevo, debido a las características sociocognitivas y lingüísticas
de los niños de estas edades, resulta muy complejo recoger información mediante cuestionarios, tanto en su
versión auto como heteroinforme. Esto explicaría que la mayor parte de los estudios sobre el fenómeno se
haya realizado con población mayor de 8 años, edad a partir de la cual resulta fiable utilizar cuestionarios
(Vlachou, Botsoglou y Andreou, 2013). Por ejemplo, se ha observado una baja fiabilidad de las medidas
diseñadas para profesores debido a las dificultades que ellos mismos manifiestan a la hora de diferenciar
entre acoso y agresión entre iguales (Levine y Tamburrino, 2014; Vlachou et al., 2011; Vlachou et al.,
2013). Los instrumentos de recogida de datos más adecuados para estas edades son la entrevista, las
técnicas de nominaciones entre iguales basadas en fotografías y la observación, herramientas cuya
aplicación, análisis e interpretación requieren de muchos recursos temporales (Vlachou et al., 2013). Por
tanto, si en general es recomendable la adopción de un enfoque multimétodo y multiinformante en el
estudio del acoso, este se hace especialmente necesario cuando se trabaja con población preescolar.
Teniendo las anteriores restricciones conceptuales y metodológicas en mente, podemos decir que los
pocos estudios que han examinado la prevalencia del acoso en la etapa preescolar han encontrado tasas de
prevalencia muy dispares, al igual que ocurre en primaria y secundaria (Jansen et al., 2012; Monks et al.,
2011). Por ejemplo, Monks et al. (2005), a partir de lo que informaron profesores y compañeros,
identificaron a un 25 por 100 de agresores y un 22,1 por 100 de víctimas. Perren y Alsaker (2006)
detectaron, por su parte, a un 6 por 100 de víctimas y un 11 por 100 de agresores. Estos últimos porcentajes
sí seguirían la tendencia señalada por estudios internacionales realizados en la etapa escolar (p. ej., Inchley
et al., 2016).

Condiciones para el «acoso preescolar»: algunas consideraciones


Independientemente de que podamos hablar o no de acoso en preescolar (aquí seguiremos utilizando el
término «acoso», por ser el más empleado, y no el de «agresión injustificada»), no podemos negar que
sufrir la agresión por parte de los iguales puede tener un fuerte impacto negativo en el desarrollo
socioemocional de los niños. Los compañeros no solo proporcionan la principal oportunidad para
desarrollar la competencia social y una de las principales fuentes de apoyo emocional que los alumnos
tienen en la escuela, sino que desempeñan un papel prioritario en la formación de la propia identidad
(Vitaro, Boivin y Bukowski, 2009). Por consiguiente, la exposición a situaciones de violencia por parte de
los iguales implica una ruptura con las funciones socializadoras de los compañeros, que pasan a convertirse
en una verdadera fuente de estrés y de inadaptación escolar. Además, las conductas violentas entre
compañeros pueden incrementar en quienes las realizan y las padecen el riesgo de comportamiento agresivo
y antisocial, así como de desajuste socioemocional (Murray-Close, Ostrov y Crick, 2007).
El período preescolar es un momento crucial en el desarrollo socioemocional de los niños ya que entran
por primera vez en contacto con otros en un contexto organizado y estructurado (Camilli, Vargas, Ryan y
Barnett, 2010). Es en este contexto donde el niño pone en marcha todas las habilidades sociales
desarrolladas principalmente en el entorno familiar, mucho más protegido, y donde pueden empezar a
observarse posibles dificultades en las interacciones con los compañeros (Vlachou et al., 2013). El
preescolar tiene que aprender a construir y mantener amistades, a establecer grupos de compañeros de juego
más o menos estables, a adquirir reputación social dentro de su grupo y a aceptar las primeras situaciones de
rechazo, y todo ello sin la presencia de sus adultos significativos de referencia (Denham et al., 2003). Por
tanto, aunque no podamos hablar de acoso en la etapa de infantil, no podemos negar que es importante
detectar posibles problemas de adaptación social en estas edades con el fin de impedir su escalada futura,
así como minimizar su impacto negativo en el desarrollo y bienestar de los niños.
Para cuando los niños tienen 5 o 6 años, es bastante probable que ya tengan algunas amistades recíprocas
y formen parte de pequeños grupos, y que hayan dejado de lado las actividades solo para participar cada vez
más en juegos de carácter social, pasando más tiempo con sus compañeros y amigos (Camilli et al., 2010;
Rubin, Bukowski y Parker, 1998). De este modo, la complejidad de las relaciones sociales va aumentando,
con los niños de mayor edad formando grupos sociales más grandes y cohesionados (Strayer y Santos,
1996). Por ello, al estar aún los niños pequeños menos interesados en sus compañeros, la relación entre
victimización y la calidad de las relaciones en infantil es más frágil e inestable que entre los alumnos de
primeros cursos de primaria, socialmente más conectados.
Por otra parte, como se ha comentado con anterioridad, con la edad los niños avanzan en sus capacidades
sociocognitivas, haciendo que sus conceptualizaciones de los otros sean más elaboradas y comiencen a
incorporar en ellas el papel de la reputación social (Rubin et al., 1998). Además, a mayor edad, los niños
tienen mayores habilidades de regulación emocional y conductual en situaciones sociales, consiguiendo un
mayor autocontrol (Card, Stucky, Sawalani y Little, 2008). En este sentido, los niños de infantil tienen
menor control a la hora de decidir en qué actividades participar y con quién interactuar. Como resultado de
estos cambios, con la edad los niños pueden ser más proclives a dirigir su comportamiento agresivo hacia
determinados niños basándose en la reputación social de estos, en vez de hacerlo de forma aleatoria e
indiscriminada (Card et al., 2008; Hanish, Martin, Fabes, Leonard y Herzog, 2005).
En último lugar, no podemos dejar de comentar algunas cuestiones sobre el papel de la agresión y su
desarrollo en la infancia. A diferencia de la agresión física, que se ha visto que alcanza su pico alrededor de
los 30 meses de edad (Broidy et al., 2003), diversos estudios transversales sobre la agresión indirecta,
aquella dirigida a dañar las relaciones sociales del otro (p. ej., excluirlo del grupo, expandir falsos rumores
sobre él, etc.), han puesto de manifiesto que los niños mayores la utilizan con mayor frecuencia que los
pequeños (Björkqvist et al., 1992; Little, Henrich, Jones y Hawley, 2003). Asimismo, estudios
longitudinales han demostrado que la agresión indirecta aumenta con la edad (Card et al., 2008). Estas
diferencias relacionadas con la edad en el uso de la agresión física e indirecta son consistentes con la teoría
evolutiva de la agresión de Bjorkqvist et al. (1992). Concretamente, estos autores han sugerido que la
agresión indirecta representa una forma más sofisticada de agresión que presumiblemente sustituye a la
agresión física (y verbal) a medida que los niños adquieren competencias sociocognitivas y habilidades
lingüísticas. Varios trabajos han señalado que la agresión relacional es relativamente frecuente en muchas
aulas de preescolar (Card et al., 2008). Aunque la expresión de esta forma de agresión relacional durante los
años preescolares es similar en muchos aspectos a la que se da con posterioridad, también tiene
características únicas. Por ejemplo, cuando los preescolares ejercen la agresión relacional, tienden a hacerlo
de una forma relativamente simple y muy vinculada a una situación concreta o provocación. Una agresión
relacional típica de esta edad podría ser decirle a un compañero que no será su amigo a menos que le deje
algún lápiz de color o un juguete. En cambio, los niños de primaria utilizan formas más complejas y sutiles
de agresión relacional que pueden responder a una situación o transgresión que ocurrió en el pasado, como
por ejemplo excluir deliberadamente a un compañero de un partido de fútbol porque este no lo invitó a su
cumpleaños el mes pasado.

4. LOS ROLES EN EL ACOSO PREESCOLAR


En el presente apartado presentaremos algunos resultados de los estudios realizados sobre los roles que
ejercen los niños en las situaciones de acoso. Veremos que las características de los roles de víctima y
agresor son bastante similares en las etapas preescolares y escolares. Nos centraremos especialmente en las
características de defensores y observadores, si bien en la etapa preescolar apenas se han realizado estudios
al respecto. Finalmente plantearemos algunas cuestiones sobre la estabilidad de estos roles que pueden
resultar relevantes de cara a la prevención de la victimización en preescolar.

4.1. La clásica díada víctima-agresor


Al igual que ocurre en los estudios realizados en primaria y secundaria, la mayor parte de la
investigación desarrollada en preescolar se ha centrado principalmente en analizar las características de
víctimas y agresores (Espelage y Swearer, 2003). De este modo, se han podido detectar grandes similitudes
y algunas diferencias existentes en el patrón comportamental que presentan estos dos roles en infantil y
etapas educativas posteriores.

Agresores preescolares
Los estudios ponen de manifiesto que los agresores preescolares están bien integrados en su grupo de
iguales y no tienen menos amigos que los niños no implicados en las situaciones de acoso (Vlachou et al.,
2011), si bien algunos trabajos señalan que pueden ser más rechazados que sus iguales no implicados
(Camodeca, Caravita y Coppola, 2015). Además, a estas edades los agresores suelen pertenecer a grandes
grupos sociales (Perren y Alsaker, 2006). Por otra parte, tienden a afiliarse con otros niños agresores, al
igual que ocurre en primaria (Eivers, Brendgen, Vitaro y Borge, 2012), hecho que retroalimentaría sus
conductas agresivas. No obstante, existen diferencias de género, ya que las niñas agresoras suelen
encontrarse más aisladas que sus compañeros agresores, y aunque no sean rechazadas de forma sistemática,
ellas no tienen a nadie con quien jugar (Perren y Alsaker, 2006). Esto podría implicar que la aceptación de
la agresión es distinta según el género de quien la ejerza. Como se ha tratado en otro capítulo, la expresión
de las emociones está ligada al género y a la cultura. En el caso de las niñas, la expresión de la agresividad
es menos frecuente y está peor vista que la de otras emociones como la tristeza o el miedo. En la etapa
escolar se ha visto que el acoso podría tener funciones distintas para niñas y niños. Mientras que para los
niños es una forma de ejercer poder y dominación social, para las niñas está más relacionado con patrones
de afiliación y exclusión (Isaacs, Voeten y Salmivalli, 2013; Lucas-Molina, Pérez-Albéniz, Fonseca-
Pedrero y Giménez-Dasí, 2017b). Quedaría por examinar si esto también es así para los niños en edad
preescolar.

Víctimas preescolares
Los pocos estudios realizados en preescolar han puesto de manifiesto que la falta de amigos de los niños
víctimas puede situarlos en una posición de mayor vulnerabilidad psicológica y social que les lleva a su vez
a sufrir mayor victimización, iniciando con ello una espiral de riesgo psicosocial de la que difícilmente
pueden salir por sus propios medios, debido a la inmadurez propia de esta etapa del desarrollo (Perren y
Alsaker, 2006). Al igual que en etapas escolares, hay evidencia empírica en infantil que indica que los niños
víctimas son más rechazados (Camodeca et al., 2015) y tienen menos amistades recíprocas que aquellos
niños no implicados (Eivers et al., 2012). Por consiguiente, no tener amigos puede ser también un factor de
riesgo de victimización en el contexto preescolar. Por otra parte, tal y como ocurre en primaria y
secundaria, ser víctima puede conducir asimismo a la pérdida de amistades y relaciones con los iguales.
Relacionarse con un niño víctima puede ser un factor de riesgo, ya que puede suponer tanto la pérdida de
estatus dentro del grupo como la exposición a situaciones de victimización (Espelage y Holt, 2001). Por el
contrario, tener un buen amigo es un potente factor de protección ante el acoso en la etapa escolar
(Kendrick, Jutengren y Stattin, 2012).

4.2. Más allá de la díada víctima-agresor: los espectadores


La mayoría de los episodios de intimidación tienen lugar en un contexto grupal y rara vez en la díada
víctima-agresor (Garandeau y Cillessen, 2006; Hymel y Swearer, 2015). A pesar de esto, como ya se ha
comentado con anterioridad, gran parte de los estudios se han centrado en conocer las características y las
relaciones entre víctimas y agresores (Salmivalli, 2010), si bien últimamente el foco de atención ha virado
hacia las variables que influyen en las conductas de defensa ante las situaciones de acoso. Salmivalli et al.
(1996) fueron los primeros en identificar los distintos roles en una muestra de educación primaria. Mediante
un heteroinforme, la Participant Role-Scale (PRS), que ha sido ampliamente adaptada a distintos idiomas y
etapas educativas (p. ej., Goossens et al., 2006; Lucas-Molina, Williamson, Pulido y Calderón, 2014;
Menesini y Gini, 2000; Sutton y Smith, 1999), diferenció seis roles: el agresor, que inicia las situaciones de
acoso; el asistente, que apoya la intimidación pero no la inicia; el reforzador, que anima al agresor sin
participar directamente en las agresiones; el defensor, que defiende y ofrece consuelo a la víctima; el
observador pasivo u outsider, que simplemente observa sin hacer nada, y la víctima, que sufre la
victimización. Estos roles han sido identificados en primaria y secundaria, aunque algunos estudios no han
logrado diferenciar entre agresor, asistente y reforzador, encontrando por tanto únicamente cuatro roles (p.
ej., Lucas-Molina et al., 2014; Sutton y Smith, 1999). Son contados los estudios cuyo objetivo haya sido
examinar la existencia de estos roles en preescolar. Uno de los primeros fue el realizado por Monks, Smith
y Swettenham (2003), quienes mediante una entrevista a niños de 4 a 6 años identificaron a agresores,
víctimas y defensores en su clase, pero no a asistentes y reforzadores. Belacchi y Farina (2010), por su
parte, adaptaron la PRS para que profesores detectaran los roles en niños de 3 a 6 años. En la línea
comentada con anterioridad, las italianas pudieron identificar únicamente cuatro roles: pro-hostil (agresor,
reforzador y asistente), prosocial (defensor, mediador, consolador), pasivo u outsider y víctima, pero no
pudieron reconocer los de reforzador y asistente como roles independientes. Por último, tenemos el reciente
trabajo de Camodeca et al. (2015), quienes adaptaron la escala de Belacchi y Farina (2010) para que fuese
cumplimentada por los iguales. Ellas encontraron cinco roles: agresor, reforzador-asistente, defensor,
outsider y víctima. Sin embargo, al correlacionar los roles obtenidos por compañeros y profesores, no
encontraron una correspondencia para el rol outsider. En conjunto, estos resultados podrían poner de
manifiesto, por una parte, que los niños de preescolar quizá no puedan diferenciar aún los tres roles
relacionados con la participación más o menos directa en el acto agresivo (agresor-asistente-reforzador), y
solo puedan hacerlo en edades más avanzadas. Y, por otra parte, que tal vez el rol de outsider sigue siendo
un poco difuso y aún no ha cristalizado en estas edades.

Defensores preescolares
En los últimos años se ha incrementado notablemente el número de investigaciones dirigidas a conocer
las características de los niños que intervienen en las situaciones de acoso para defender a la víctima y
ofrecerle apoyo y consuelo. De hecho, los resultados de estos trabajos están generando nuevas perspectivas
teóricas dirigidas a comprender y explicar las conductas de defensa en situaciones de acoso (Meter y Card,
2015).
En este sentido, diversos estudios han puesto de manifiesto que los alumnos que defienden rara vez son
agresivos, poseen más actitudes tanto a favor de la víctima como contrarias a la violencia, tienen buena
teoría de la mente, baja desconexión moral, alta empatía, amistades de calidad y un buen estatus social
dentro de su grupo (p. ej., Caravita, Di Blasio y Salmivalli, 2010; Gini, Pozzoli y Bussey, 2015; Pöyhönen,
Juvonen y Salmivalli, 2010). Además, por lo general suelen ser chicas y de cursos inferiores (Thonberg y
Jungert, 2014).
Los escasos estudios realizados en preescolar han registrado resultados similares. Los defensores de
preescolar obtenían mejores puntuaciones en tareas de teoría de la mente y planificación, aunque estas
diferencias no eran significativas (Monks et al., 2003), mostraban una mayor competencia social y
preferencia social en el grupo (Camodeca et al., 2015), así como mayores niveles de empatía y una mejor
comprensión emocional (Belacchi y Farina, 2010, 2012; Camodeca y Coppola, 2016). Este último resultado
lo trataremos más detenidamente en el siguiente apartado sobre la competencia emocional. Asimismo, las
niñas de preescolar adoptaron el rol de defensoras en mayor medida que sus iguales chicos (Belacchi y
Farina, 2010; Monks et al., 2003, 2011), aunque esta diferencia podría depender del tipo de medida
utilizada (Camodeca et al., 2015). Resulta de vital importancia realizar más investigaciones sobre estas
conductas en preescolar para poder fomentarlas, así como conocer la estabilidad del rol defensor a lo largo
del tiempo, especialmente si tenemos en cuenta que las características de este rol en infantil son casi
idénticas a las que presenta en primaria y secundaria.

Outsiders u observadores pasivos preescolares


Recientemente se ha iniciado otro campo de investigación dirigido a conocer las características de los
denominados observadores pasivos y compararlas con las de los observadores activos (defensores). Si
resulta importante determinar los factores implicados en las conductas de defensa, también lo es dilucidar
aquellas variables que influyen en las conductas de pasividad. En este sentido, conviene recordar que
cuando se les pregunta, las víctimas interpretan las conductas de pasividad como un apoyo implícito al
acoso (Gini, Pozzoli, Borghi y Franzoni, 2008).
Los distintos trabajos realizados en la etapa escolar muestran notables parecidos, así como algunas
diferencias, entre los defensores y los observadores pasivos. Al igual que los defensores, se ha visto que los
outsiders presentan buena teoría de la mente (Caravita et al., 2010), buenos niveles de empatía y
razonamiento moral (Gini et al., 2008), buenas capacidades sociocognitivas y competencia emocional
(Camodeca y Goossens, 2005). Sin embargo, frente a los defensores, los outsiders informan de bajos
niveles de autoeficacia en sus relaciones interpersonales; de hecho emplean en mayor medida estrategias de
afrontamiento de tipo evitativo ante situaciones de estrés, se sienten menos responsables ante los conflictos
ajenos (Pozzoli y Gini, 2013), experimentan menos vergüenza y culpa y tienen un menor estatus social en
su grupo (Menesini y Camodeca, 2008). Belacchi y Farina (2010) y Camodeca et al. (2015), en sus
adaptaciones de la PRS a población preescolar, encontraron que el rol de outsider presentaba correlaciones
positivas con los roles prohostil y víctima, así como correlaciones negativas con el rol prosocial. Este
resultado es interesante porque pondría de manifiesto que las características de este rol en infantil son
distintas a las que presenta en etapas educativas posteriores, ya que parece estar más cerca de los roles
agresor y víctima que del de defensor.

4.3. Estabilidad de los roles


Otro tema de interés en el estudio del acoso escolar ha sido examinar la estabilidad de los distintos roles
a lo largo del tiempo. Los trabajos realizados son escasos, ya que este tipo de investigaciones requieren de
un diseño longitudinal, mucho más difícil de conducir. Por otra parte, los ya realizados se han basado en
analizar principalmente la estabilidad de los roles víctima y agresor (p. ej., Schäfer, Korn, Brodbeck, Wolke
y Schulz, 2005). Sin embargo, a pesar de su escasez, especialmente en preescolar, estos estudios resultan de
gran relevancia, sobre todo de cara a la prevención del acoso desde infantil.
Son varios los trabajos que han puesto de manifiesto la estabilidad de los roles víctima y agresor a lo
largo del tiempo, especialmente el de este último (Boulton y Smith, 1994; Schäfer et al., 2005; Menesini,
Modena y Tani, 2009; Salmivalli, Lappalainen y Lagerspetz, 1998). Sin embargo, esto no parece ser así en
preescolar para el rol de víctima (Kochenderfer y Ladd, 1996; Monks et al., 2003).
El papel de agresor sí parece mostrar una mayor estabilidad en preescolar. Hay evidencias de que se
mantiene a los cuatro meses (Monks et al., 2003) y al año (Ladd y Burgess, 1999) de la evaluación, tanto a
través de autoinforme como de heteroinforme (nominaciones por iguales). En este sentido, cabe destacar
que algunos estudios han detectado la estabilidad de la agresión relacional en las niñas de preescolar
durante un período de 18 meses, según informaron los profesores (Crick et al., 2006). Esto sugiere que los
patrones de comportamiento relacionalmente agresivos pueden estar cristalizándose desde edades
tempranas, especialmente en las niñas. Si esto se confirmase en futuros estudios, sería conveniente dirigir
esfuerzos a las acciones de prevención e intervención dirigidas a este tipo de agresión en la primera
infancia.
El rol de defensor sí ha mostrado estabilidad cuando esta ha sido evaluada mediante la técnica de
nominaciones entre iguales, pero no así con autoinforme (Monks et al., 2003). Respecto al rol de outsider, a
nuestro entender no existen evidencias en preescolar.
La menor estabilidad de estos roles en preescolar versus en la etapa escolar puede ser debida a la
naturaleza más transitoria de las relaciones sociales de los niños pequeños, que hace más probable que
cambien con mayor frecuencia de rol.

5. LA NATURALEZA CONTEXTUAL DEL ACOSO: ESCUELA Y


FAMILIA
Aparte de los estudios cuyo objetivo ha sido analizar las características de los distintos roles
participantes en el acoso desde una perspectiva individual, son cada vez más los trabajos que, adoptando
una perspectiva socioecológica (Bronfenbrenner, 1979), analizan la posible influencia de distintas variables
contextuales. De hecho, diversos estudios han puesto de manifiesto que el contexto en el que se produce el
acoso tiende a influir en las percepciones, actitudes y comportamiento de los propios alumnos (Salmivalli y
Voeten, 2004). Uno de los contextos sociales más relevantes de los alumnos es el aula, donde pasan gran
parte del día interactuando con sus compañeros. Además, la mayoría de los episodios de acoso ocurren en la
escuela entre compañeros de clase (Hymel y Swearer, 2015). Cuando se ha adoptado un enfoque multinivel
para analizar los efectos simultáneos de las variables individuales y de clase, se ha observado una
considerable variabilidad en la prevalencia del acoso en función del aula.
Concretamente, los estudios multinivel han puesto de manifiesto que los niños son más propensos a
defender en aquellas aulas donde el acoso es menos frecuente (Peets, Pöyhönen, Juvonen y Salmivalli,
2015), donde los niños se posicionan más claramente contra la intimidación (Lucas-Molina, Giménez-Dasí,
Fonseca-Pedrero y Pérez-Albéniz, 2017a; Salmivalli y Voeten, 2004) y donde los niños perciben una mayor
presión por parte de los compañeros para intervenir (Pozzoli, Gini y Vieno, 2012). Todo lo contrario se
observa para las conductas de acoso (Sentse, Veenstra, Kiuru y Salmivalli, 2015). En conjunto, estos
resultados indican que los niños estarían más dispuestos a defender y menos inclinados a acosar en aquellos
contextos menos permisivos con el acoso. Además, también se ha observado que las conductas de defensa
(individualmente) son más frecuentes en aquellas aulas más pequeñas (Lucas-Molina et al., 2017a; Peets et
al., 2015), así como en aquellos centros educativos en los que se ha implantado previamente un programa
de prevención del acoso (Salmivalli, 2016). Por el contrario, se han detectado mayores niveles de conductas
de acoso en aulas y centros educativos más grandes (Sentse et al., 2015). Asimismo, se han hallado menores
niveles de acoso y mayores de conductas de defensa en aquellas clases en las que alumnos y profesores
afirmaban tener una buena relación con el alumnado (Lucas-Molina, Williamson, Pulido y Pérez-Albéniz,
2015; Thornberg et al., 2017). Por otra parte, estas variables contextuales pueden a su vez influir en el
efecto que las variables individuales ejercen sobre las conductas de acoso y defensa (Peets et al., 2015;
Thornberg et al., 2017).
En nuestra opinión en la etapa de preescolar no se han realizado estudios multinivel dirigidos a conocer
la influencia diferencial e interactiva de las variables contextuales e individuales en el acoso. Sí se han
realizado estudios que examinan el impacto de la relación entre profesor-alumno y la victimización en las
aulas de preescolar y que han detectado que aquel alumnado con mayor nivel de conflictividad en su
relación con el profesor sufría mayores niveles de victimización, mientras que aquellos niños que tenían una
relación más cálida y cercana con su profesor presentaban niveles más bajos (Shin y Kim, 2008).
Otro contexto social relevante en el estudio y la prevención del acoso ha sido la familia (Bronfenbrenner,
1979). Es en el seno familiar donde el niño desarrolla las habilidades sociales necesarias para el
establecimiento de relaciones saludables con sus iguales. Este contexto ha sido más estudiado en preescolar
que en etapas educativas posteriores, aunque no se haya empleado para ello una perspectiva multinivel. Por
ejemplo, se ha visto que las familias con un estilo parental autoritario y con elevados niveles de estrés y
conflictividad están asociadas con el perfil de agresor (Ahmed y Braithwaite, 2004; Duncan, 2004; Shields
y Cichetti, 2001). Respecto al rol de víctima, los resultados son más inconsistentes. Algunos estudios
señalan que las madres de los niños víctimas son excesivamente controladoras y muestran poco afecto
(Ahmed y Braithwaite, 2004). Por otra parte, otros trabajos han encontrado que las víctimas perciben a sus
padres como cercanos y con un alto grado de cohesión (Duncan, 2004; Espelage, Bosworth y Simon, 2000).
Se sabe menos sobre las familias del alumnado defensor. Los estudios realizados en primaria señalan que
los alumnos defensores afirman tener una mejor relación y comunicación con sus padres (Nickerson, Mele
y Princiotta, 2008), quienes les sugieren usar estrategias no violentas de resolución de conflictos con sus
iguales (Lucas-Molina et al., 2017b).

6. COMPETENCIA EMOCIONAL Y ACOSO ESCOLAR


En este apartado hemos intentando integrar aquella investigación que de forma explícita ha analizado la
relación entre competencia emocional y acoso escolar. De este modo, partiendo de una definición de
competencia emocional, presentamos los resultados de distintos trabajos que examinan el conocimiento, la
comprensión y la regulación emocional de víctimas y agresores y, en menor medida, por existir menor
evidencia científica al respecto, de espectadores, haciendo hincapié en los estudios realizados en preescolar.
Por competencia emocional entendemos el modo en que somos capaces de reconocer y manejar las
emociones que sentimos, de expresarlas, de reconocerlas en los demás y de conectarnos afectivamente con
ellas, con el objetivo de mantener relaciones interpersonales sanas y satisfactorias (Sánchez, Ortega y
Menesini, 2012). Según el modelo de competencia emocional de Saarni (1999), las habilidades emocionales
no se entienden desde la estabilidad sino desde el cambio, pues es en la interacción individuo-contexto, y en
función de la historia personal de los protagonistas y de los significados que en esta historia han ido
construyendo, desde donde la competencia emocional adquiere relevancia y significatividad (Saarni, 2001).
Esto adquiere especial significado si tenemos en cuenta lo visto con anterioridad en relación con la
naturaleza contextual del acoso. Parece que para comprender ambos fenómenos es importante tener en
cuenta tanto su carácter dinámico como contextual.
La competencia emocional es particularmente relevante para el estudio del acoso y de la victimización
entre compañeros. A pesar de ello, son pocos los estudios que han examinado la relación entre estos
constructos (Jenkins, Demaray y Tennant, 2017). La capacidad para reconocer e interpretar emociones
puede ser un buen recurso para evitar las agresiones de los compañeros (Crick y Dodge, 1994; Denham et
al., 2002). Especialmente para las víctimas, quienes deben aprender a evaluar las expresiones y conductas
emocionales de sus agresores con el fin de generar una respuesta social y emocional apropiada (Denham et
al., 2002; Wilton, Craig y Pepler, 2000). Además, si tenemos en cuenta el carácter grupal del acoso, en un
episodio de acoso no son solo las víctimas, sino también los agresores y espectadores, quienes evalúan,
interpretan y dan significado a las emociones que se ponen en juego, para generar finalmente una conducta
más o menos adecuada y adaptada al contexto (Jenkins et al., 2017). Algunos estudios muestran que los
niños con mayor conocimiento emocional reciben con mayor frecuencia la ayuda, el apoyo y el consuelo de
sus compañeros comparados con otros niños (Cassidy, Werner, Rourke y Zubernis, 2003), y tienen mayor
tendencia a establecer amistades caracterizadas por elevadas expresiones de conducta prosocial y bajos
niveles de hostilidad (Dunn y Cutting, 1999).
Reconocer y expresar las emociones que sentimos es un logro fundamental para la comunicación
humana y el ajuste psicológico. Diversos han sido los trabajos que han profundizado en las habilidades de
reconocimiento, comprensión y expresión emocional de agresores y víctimas (Jenkins et al., 2017). Cuando
se han mostrado a alumnos agresores, víctimas y no implicados expresiones faciales que representaban las
emociones básicas (i. e., tristeza, alegría, disgusto, rabia, miedo y sorpresa), se ha encontrado que a los
alumnos víctimas les resultaba más difícil reconocer emociones de felicidad y disgusto que a los agresores y
no implicados (Sánchez et al., 2012). Estos resultados podrían explicarse por el hecho de que los alumnos
víctimas suelen ser niños con pocos amigos y rechazados por sus iguales (Lucas-Molina, Pulido y Solbes,
2011), por lo que dispondrían de menos oportunidades para establecer intercambios sociales, privándoles
con ello de la experiencia socioemocional que estos proporcionan.
Por su parte, ante situaciones emocionalmente ambiguas, tanto los alumnos agresores como víctimas
tienen mayor tendencia a interpretar erróneamente enfado e ira en las expresiones faciales de otros
(Camodeca y Goosens, 2005; Hunter, Boyle y Warden, 2004). Este resultado es especialmente interesante si
tenemos en cuenta que en edad preescolar la precisión en el reconocimiento de la ira es un predictor
negativo de victimización física (Garner y Lemerise, 2007). Cuando se le presentan escenarios de acoso, el
alumno agresor tiene dificultades para reconocer y explicar las causas de las emociones de las víctimas (Del
Barrio, Almeida, Van Der Meulen y Gutiérrez, 2003; Keller, Lourenco, Malti y Saalbac, 2003; Sánchez,
2008), pero no así el alumno víctima. Esto explicaría en parte la escasa sensibilidad que los agresores
manifiestan hacia las víctimas y las dificultades que muestran para conectarse afectivamente con ellas.
En cuanto a las emociones complejas, en primaria y secundaria se han estudiado principalmente la culpa
y la vergüenza, por su naturaleza sociomoral y cognitiva y su importante función como reguladoras del
comportamiento moral de los niños implicados en acoso (Ahmed, 2005; Ttofi y Farrington, 2008). De este
modo, los alumnos víctimas tienden a autoculparse por lo que les ocurre (Graham y Juvonen, 1998),
afirmando también sentimientos de vergüenza e indefensión (Ortega, Elipe, Mora-Merchán, Calmaestra y
Vega, 2009). Igualmente, las víctimas presentan mayor sensibilidad ante el sufrimiento ajeno y
experimentan intensas experiencias emocionales de culpa y vergüenza cuando se ven implicadas como
protagonistas de transgresiones morales (Ortega et al., 2012).
Los agresores, por su parte, ante las situaciones de acoso, tienden a culpabilizar a los niños víctimas,
presentan menos sentimientos de vergüenza cuando se ven implicados en transgresiones morales y muestran
poca sensibilidad ante el sufrimiento ajeno (Perren, Gutzwiller-Helfenfinger, Malti y Hymel, 2012). Por
consiguiente, parece que agresores y víctimas tendrían dificultades para gestionar su vida emocional ante
transgresiones morales significativas. Es importante señalar que cuando se pregunta a alumnos no
implicados en las situaciones de acoso, ellos mismos atribuyen emociones de orgullo e indiferencia al
agresor, así como emociones de culpa y vergüenza a la víctima (Menesini y Camodeca, 2008). Por tanto,
parece que el contexto estaría reforzando la experiencia emocional de víctimas y agresores.
Diversos estudios han puesto de manifiesto que tanto agresores como víctimas tienen problemas en la
expresión y regulación emocionales. Los niños acosadores admiten expresar ira con mayor frecuencia,
aunque perciban que no es un problema y que está bajo su control (Golmaryami et al., 2016). Este resultado
iría en la línea de aquellos trabajos (p. ej., Hubbard et al., 2002; Muñoz, Kerr y Besic, 2008) que plantean
que los niños acosadores expresarían ira no por una dificultad en la regulación emocional, sino para
dominar y ejercer el control en sus relaciones. En cambio, los niños víctimas expresan con mayor
frecuencia tristeza y manifiestan también mayores dificultades para regular esta emoción (Gomaryami et al.,
2016). Estas dificultades en la expresión y regulación emocionales podrían obstaculizar el establecimiento
de relaciones significativas con los iguales en la escuela, especialmente por parte del alumnado víctima, que
suele encontrarse en una situación de mayor aislamiento.
Otros trabajos interesantes relacionados con la competencia emocional son aquellos que han analizado
las estrategias de afrontamiento de niños víctimas ante las situaciones de acoso escolar y su efecto
moderador en el ajuste psicológico (Kochenderfer-Ladd y Skinner, 2002). Según los resultados de estos
estudios, en los estadios iniciales del acoso, cuando este aún no se había establecido, resultaban más
eficaces las estrategias de afrontamiento orientadas al problema, especialmente aquellas que suponían
recurrir a la ayuda de un adulto o de un igual, tanto para terminar con el maltrato como para preservar el
ajuste social y personal. Sin embargo, cuando el acoso tenía carácter prolongado, las estrategias más
eficaces eran aquellas orientadas a la regulación emocional, mediante la distracción («pensar en otra cosa»
o «hacer como si nada») y el alivio de la tensión emocional, pues conseguían reducir el impacto negativo
que el acoso tenía sobre el ajuste psicológico de la víctima. Estudios longitudinales posteriores
(Kochenderfer-Ladd, 2004) han concluido en la misma dirección, ahondando en el efecto de las variables
emocionales en el proceso de afrontamiento. De este modo, se ha encontrado que sentir miedo predecía que
los niños buscasen apoyo social, lo que a su vez se asociaba con la resolución del problema y el cese del
maltrato. El enfado, que por otro lado era la emoción que los niños víctimas de este estudio decían vivir más
intensamente, predecía la selección de estrategias agresivas y de búsqueda de venganza, y anunciaba la
estabilidad de la victimización un año después. Se deduce, pues, que podría resultar beneficioso desarrollar
entre el alumnado estrategias de regulación emocional tanto para prevenir las situaciones de acoso e impedir
su estabilidad como para contrarrestar el efecto negativo que el acoso puede tener en la autoestima y
autoconcepto de las víctimas.
De todo lo presentado hasta el momento parece desprenderse que tanto agresores como víctimas
muestran algunas dificultades en el reconocimiento, expresión, comprensión y regulación de las emociones.
Carmen Belacchi y Eleonora Farina (2010) han sido de las pocas investigadoras que han examinado la
relación entre competencia emocional y los roles que los niños de preescolar desempeñan en el acoso
escolar, mediante la adaptación del PRS de Salmivalli et al. (1996) que realizaron para niños de 3 a 6 años
ya comentada con anterioridad. Además de dar un paso más allá en el estudio del acoso en preescolar, estas
autoras buscaban aportar no solo evidencia sobre la relación entre acoso y competencia emocional en estas
edades, sino también una mejor comprensión de los mecanismos intervinientes en esta relación partiendo de
una teoría del desarrollo de la competencia emocional. Para ello se basaron en una teoría que organiza la
comprensión emocional en una serie de componentes jerárquicos que van aumentando en complejidad
(Pons, Harris y De Rosnay, 2004): desde el externo, que es el más básico e implica el reconocimiento de la
expresión facial y la causalidad de las emociones, hasta el reflexivo, el más complejo, que incluye
elementos como las estrategias de regulación, la ambivalencia o las emociones morales, pasando por la
dimensión mental en que el niño incorpora las creencias y otros estados mentales en la comprensión
emocional. Según esta teoría, el reconocimiento de la expresión facial sería el principal elemento
organizador de la comprensión emocional entre los 3 y 6 años. Para ello utilizaron el Test of Emotion
Comprenhension (TEC; Pons y Harris, 2000), que se fundamenta en esta propuesta teórica y pretende
medir el nivel del niño en cada una de las dimensiones.
Los resultados de Belacchi y Farina (2010) revelaron que el rol prosocial mostraba correlaciones
positivas con los distintos indicadores de comprensión emocional, tanto con aquellos más simples de la
dimensión externa que suponían reconocimiento facial como con otros más complejos de la dimensión
reflexiva que implicaban la comprensión de emociones ambiguas y morales, así como con la puntuación
total en comprensión. Sin embargo, el rol de víctima mostró relaciones negativas con la dimensión externa
y la puntuación total, mientras que el rol de observador pasivo-outsider, solo con la dimensión externa. El
rol de agresor se asociaba de forma positiva con el componente externo. De estos resultados las autoras
dedujeron varias conclusiones interesantes. La primera, estos resultados serían consistentes con la teoría
jerárquica del desarrollo de la comprensión emocional que subraya que en edades preescolares las
características situacionales y observables de las emociones (dimensión externa) son generalmente bien
gestionadas, pero no así aquellos aspectos cognitivos y metacognitivos más complejos (dimensiones
mentales y reflexivas) (Pons et al., 2004). En segundo lugar, se pondría de manifiesto que tanto los niños
víctimas como observadores pasivos tienen dificultades en los componentes más básicos de la competencia
emocional (en el reconocimiento de la expresión facial, dimensión externa), por lo que, teniendo en cuenta
que desde la teoría jerárquica este es el principal elemento organizador de la comprensión emocional, estos
niños podrían encontrarse en mayor riesgo de desarrollar una adecuada competencia emocional. En tercer
lugar, en la línea de estudios previos que relacionan conducta prosocial y competencia emocional
(Trentacosta y Fine, 2010), revelarían que los niños defensores revelan una mejor comprensión emocional,
no solo porque tienen adquiridos aquellos elementos de la dimensión externa propios de su edad, sino
porque también presentan indicadores de las dimensiones mental y reflexiva, que corresponden a edades
posteriores. Por otra parte, las autoras señalaron tanto las similitudes como el carácter «inestable» de los
roles víctima y outsider y atribuyeron esta inestabilidad a las competencias sociocognitivas propias de estas
edades.
Más recientemente, Marina Camodeca y Gabrielle Coppola (2016) han examinado también la relación
entre los roles agresor, defensor y outsider y la comprensión emocional, esta vez evaluada mediante la
adaptación italiana de la Emotion Puppet Interview (Denham, 1998; Camodeca y Coppola, 2010), que
mide la capacidad de los niños para reconocer las emociones básicas, por lo que se estaría obteniendo
información sobre el componente externo de Pons et al. (2004). Comprobaron que la comprensión
emocional estaba directamente relacionada con las conductas de defensa, pero no con las de agresión y
outsider, lo que confirma parcialmente los resultados anteriores de Belacchi y Farina (2010). De nuevo,
parece claro que identificar correctamente las expresiones faciales y comprender cómo y por qué sienten de
una determinada manera los demás es necesario para poder ofrecer ayudar y consuelo a los compañeros
victimizados.
En su conjunto, estos resultados ponen de manifiesto la necesidad de trabajar de forma explícita los
distintos aspectos de la comprensión emocional en infantil, tanto para compensar posibles carencias ya
presentes en estas edades (como en aquellos niños que estén en riesgo de ser victimizados o niños que
ejercen el rol de outsider) como para fomentarlas de modo que el alumnado esté en una mejor posición para
mostrar conductas prosociales hacia sus compañeros.

7. A MODO DE REFLEXIÓN: CONCLUSIONES Y FUTURAS LÍNEAS DE


INVESTIGACIÓN
A lo largo del capítulo hemos intentado dar respuesta a algunos interrogantes sobre el acoso en
preescolar y la competencia emocional, o, en su defecto, ofrecer diversas claves para que el lector pueda
extraer sus propias conclusiones. Entre dichas preguntas, posiblemente las más importantes hayan sido:
¿podemos hablar de acoso en preescolar? y, en ese caso, ¿cómo se manifiesta en estas edades?, ¿qué
relación existe entre acoso y competencia emocional? A la hora de ir presentando las luces y sombras de
todo lo avanzado hasta el momento sobre estos fenómenos y su compleja relación, hemos querido de forma
más o menos explícita destacar el carácter grupal y la naturaleza dinámica y contextual del acoso y de la
competencia emocional. Para ello, en la medida de lo posible, hemos pretendido quitar protagonismo a la
díada víctima-agresor para cedérselo a los espectadores de las situaciones de acoso, así como poner el foco
de atención en las variables contextuales. La gran limitación con la que nos encontramos hasta el momento
es la falta de un corpus teórico integrador y coherente en el que enmarcar la evidencia científica sobre el
acoso en general (Meter y Card, 2015), y en preescolar en particular, así como su relación con la
competencia emocional (Sánchez et al., 2012).
En relación con la competencia emocional, se ha tratado ya en capítulos previos cómo esta surge y se
construye en la relación con el otro, especialmente en la relación e interacción del niño con los adultos
significativos. En cuanto al acoso, hemos destacado cómo en la actualidad se está prestando cada vez mayor
atención al papel desempeñado por los espectadores, tanto en su versión activa como pasiva, a la hora de
comprender cómo el acoso aparece, se mantiene y también se detiene (Hymel y Swearer, 2015; Salmivalli,
2016). Por consiguiente, es importante, a la hora de comprender estos fenómenos, ir más allá de
perspectivas individualistas y reduccionistas, centradas únicamente en las características del niño que está
construyendo su competencia emocional al tiempo que está sufriendo/ejerciendo el acoso, para analizar las
características de los otros con quienes se relaciona y de las interacciones que con ellos establece. Y aquí
entramos en la naturaleza contextual de ambos constructos: todo niño con sus particularidades se relaciona
con otros adultos o iguales en un determinado contexto y no en otro. De este modo, hemos visto que tanto el
acoso como las conductas de defensa tienen lugar en aulas y colegios que comparten una serie de
características (p. ej., Lucas-Molina et al., 2017a; Peets et al., 2015; Thornberg et al., 2017). Es importante
conocer cuáles son estas variables contextuales y su influencia diferenciada para poder diseñar programas
de prevención e intervención adaptados y eficaces.
Además, sería interesante adoptar también este enfoque multinivel en el estudio de la competencia
emocional. De este modo podríamos dejar de hablar de alumnos con mayor o menor competencia
emocional para hablar de contextos emocionalmente más o menos competentes. Tal vez dejaríamos de
preguntarnos únicamente: ¿qué le pasa a este niño?, ¿por qué es acosado por sus compañeros?, ¿en qué
aspecto de la competencia socioemocional está fallando?, para empezar a preguntarnos también: ¿qué le
pasa a este contexto que permite que este niño sea acosado?, ¿cómo podemos prevenirlo?, ¿cómo podemos
fomentar la competencia emocional de nuestro alumnado en este entorno particular? El primer paso para
fomentar las competencias socioemocionales de nuestro alumnado es promover contextos emocionalmente
competentes. Sin embargo, para conseguirlo, tenemos aún grandes retos. El primero de ellos, como se ha
mencionado anteriormente, consiste en desarrollar modelos teóricos que puedan ayudar a comprender el
fenómeno del acoso escolar, en particular en preescolar, y, a su vez, su relación con la competencia
emocional. A continuación pasaremos a detallar algunos retos más específicos, algunos de los cuales ya se
han ido anticipando a lo largo del capítulo.

Retos y futuras líneas de investigación


Iniciábamos el capítulo con los problemas conceptuales y metodológicos a los que se enfrenta el estudio
del acoso escolar en infantil. Una propuesta a corto plazo sería delimitar la definición de «acoso preescolar»
(si realmente este existe), sus características, así como aquellas metodologías e instrumentos de evaluación
más adecuados. Sin ser excesivamente pesimistas, puede que esto lleve un cierto tiempo, sobre todo porque
estas cuestiones siguen sin estar claras en el estudio del acoso en la etapa escolar. Es necesario unificar
criterios conceptuales y metodológicos, algo de lo que ya se han quejado diversos expertos en el tema
(Hymel y Swearer, 2015; Salmivalli, 2016).
Segunda cuestión, una vez tengamos una definición consensuada del fenómeno en infantil y una
metodología adecuada, sería interesante dar un paso más allá. El paso ideal podría ser determinar los
indicadores de riesgo del acoso en educación infantil. En uno de los primeros apartados del capítulo hemos
visto que para que se den las conductas de acoso son necesarias al menos dos condiciones: que exista cierta
estabilidad en las relaciones entre iguales y que la reputación social sea ya algo valorado a nivel individual
y grupal. ¿Qué indicadores de riesgo a nivel individual, relacional (p. ej., relaciones compañeros, profesor-
alumno, etc.), contextual (p. ej., nivel de agresión en el aula, número de alumnos, clima en el aula y centro,
etc.) podrían hacernos sospechar de la posible aparición de una situación de victimización o acoso? Detectar
estas señales de alarma tempranas podría permitirnos actuar y evitar males mayores.
En tercer lugar, algo que llama también la atención y que se ha observado en la etapa escolar, son las
diferencias en el acoso escolar ligadas al género. Concretamente nos referimos a dos dimensiones: su
función y su tipología. En cuanto a la función, en primaria y secundaria se ha observado que la
victimización y el acoso pueden tener distinta función y aceptación entre el grupo según sea ejercido por
parte de una chica o de un chico (Isaacs et al., 2013; Lucas-Molina et al., 2017b). Respecto a la tipología, en
secundaria hay estudios que señalan un mayor uso de la agresión relacional por parte de las chicas (Card et
al., 2008). En infantil, los pocos estudios realizados al respecto señalan que el acoso es menos aceptado
entre las niñas (Perren y Alsaker, 2006) y que la agresión relacional se cristaliza antes (Crick et al., 2006).
Sería interesante seguir indagando en estas diferencias de género, así como examinar su evolución a lo largo
de las distintas etapas educativas.
Cuarto punto, cuando se han presentado los roles participantes en los episodios de acoso y la estabilidad
de estos, hemos visto que, si bien los perfiles de agresor y defensor son bastante estables, no lo son así los
de víctima y outsider. Este último tiene su particular importancia porque mientras que en infantil parece
estar más cercano al rol de víctima (Belacchi y Farina, 2010; Camodeca et al., 2015), en secundaria parece
estar más próximo al perfil de defensor (Pozzoli y Gini, 2013). ¿Qué es lo que pasa durante ese tiempo para
que esto ocurra?, ¿qué factores determinan que un niño adopte el rol de víctima o de outsider en infantil?,
¿y en secundaria?, ¿comparten en un primer momento elementos comunes que luego se diferencian? y, en
ese caso, ¿cuáles son estos? Se hace también necesario dejar de lado la díada víctima-agresor en preescolar
para centrarse en los roles del defensor y outsider con el objetivo de desarrollar teorías explicativas que nos
permitan entender cómo se genera y mantiene el acoso escolar en el tiempo. Puede que la naturaleza más
endeble del rol outsider pueda darnos pistas para entender los mecanismos subyacentes al acoso escolar. El
desarrollo de estudios longitudinales orientados a conocer la estabilidad de los roles y los factores
determinantes nos podría dar información muy útil para diseñar prevenciones más precisas y efectivas.
La mayoría de expertos parten de la idea de que aquellos alumnos directamente implicados en las
situaciones de acoso, especialmente víctimas y agresores, tienen alguna dificultad en la gestión de su
vivencia emocional, ya sea a la hora de reconocer, expresar, comprender o regular sus emociones básicas o
complejas. Sin embargo, como hemos comprobado a lo largo del capítulo, son escasos los trabajos que han
analizado de forma directa la relación entre acoso y los distintos componentes de la competencia emocional.
Y menos aún que hayan empleado para ello una teoría del desarrollo emocional. A nuestro entender, una de
las pocas excepciones la encontramos en los trabajos de Belacchi y Farina (2010, 2012). Estas autoras
encontraron que los niños que ejercían de víctimas tenían dificultades en el reconocimiento facial de las
emociones y la atribución de causalidad. Si partimos de la teoría jerárquica del desarrollo emocional (Pons
et al., 2004), estos resultados pondrían de manifiesto que las víctimas tienen un problema en el principal eje
vertebrador de la comprensión emocional. Por tanto, se encontrarían en mayor riesgo de desajuste
emocional. Sería interesante seguir investigando para conocer de forma más exhaustiva la competencia
emocional no solo de víctimas y agresores, sino también de aquellos no implicados en los episodios de
acoso. Además, estos resultados pondrían de manifiesto la necesidad de trabajar desde la etapa de infantil la
competencia emocional, implementando actividades que desarrollen de forma explícita sus distintos
componentes, como el reconocimiento e identificación emocionales. Esto es especialmente relevante si se
tiene en cuenta que, según los dos únicos estudios existentes al respecto, los niños defensores muestran una
mejor ejecución en estos componentes (Belacchi y Farina, 2010; Camodeca y Coppola, 2016), mientras que
los observadores pasivos presentan algunos déficits (Belacchi y Farina, 2010). Afortunadamente, en la
actualidad contamos con programas validados en infantil de fácil implementación que cumplen con este
objetivo, como el programa Pensando las emociones (Giménez-Dasí, Fernández y Daniel, 2013; Giménez-
Dasí, Fernández-Sánchez, Daniel y Arias, 2017), que se ha presentado en el capítulo anterior.
Por último, y retomando lo dicho sobre la naturaleza contextual del acoso y de la competencia
emocional, no podemos olvidar el papel de la escuela y la familia. Como línea de investigación futura sería
interesante realizar estudios multinivel que incluyesen variables escolares y familiares con el objetivo de
ver su posible influencia y peso diferencial en las conductas de acoso y defensa en educación infantil. De
este modo se podría observar la evolución de dichas influencias con el tiempo. Parece lógico pensar que
mientras que el contexto familiar puede desempeñar un papel determinante en los primeros momentos, tal
vez este pierde poder predictivo a medida que va aumentando la escolaridad del niño. Por otra parte, desde
un punto de vista más aplicado, resulta imprescindible ofrecer el apoyo necesario a los profesores para que
puedan crear ambientes de aula positivos en los que el acoso escolar no tenga cabida, así como desarrollar
las competencias socioemocionales entre su alumnado. De hecho, es fundamental fomentar la participación
tanto de padres como de profesores en la construcción de un clima emocional que propicie la
internalización de las normas sociales y la adquisición de adecuadas habilidades de interacción con los
iguales por parte de todo el alumnado.

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Edición en formato digital: 2018

Director: Francisco J. Labrador

© Marta Giménez-Dasí (Coord.) y Laura Quintanilla Cobián (Coord.)


© Ediciones Pirámide (Grupo Anaya, S.A.), 2018
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28027 Madrid
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ISBN ebook: 978-84-368-3923-4

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