Sunteți pe pagina 1din 164

ze

BÁSICO
Manfred B. Steger y Perle Besserman
Z EN
BÁSICO
MANFRED B. STEGER
PERLE BESSERMAN
Revisor técnico y director de colección: Fidel Font
Traductor: Josep Padró Umbert
Diseño de cubierta: David Carretero

© 2003, Manfred B. Steger


Perle Besserman
© Editorial Paidotribo
C/ Consejo de Ciento 245 bis, 1º 1ª
08011 Barcelona
Tel.: 93 323 33 11 - Fax.: 93 453 50 33
E-mail: paidotribo@paidotribo.com
http://www.paidotribo.com

Primera edición
ISBN: 84-8019-684-
X
Fotocomposición: Bartolomé Sánchez de
Haro Impreso en España por: A & M Gràfic

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del


copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial
de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidas la reprografía y el
tratamiento informá- tico y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o
préstamo públicos.
Este libro está dedicado a Uchiyama Gudo Roshi y a todas las demás víctimas
del fascismo, el militarismo y el totalitarismo del siglo veinte.
AGRADECIMIENTOS

Damos las gracias a los miembros del Princeton Area Zen Group (Grupo
de Zen del área de Princeton) por hacer posible este libro, y deseamos agra-
decer en particular a quienes generosamente han permitido que les citemos.
Por nuestros animados diálogos Zen más allá de Princeton, nos gustaría
dar las gracias a Ursula Baatz, Wolfgan Waas, Jeff Shore, Michelle
MacDonald y Steve Smith.
ÍNDICE

Introducción..................................................................................................7

TIEMPO
Tal como viene, se va..................................................................................19
No te acostumbres a las veinticuatro horas................................................23
Habitar en el tiempo....................................................................................29
Hacer la cosas en el momento adecuado....................................................33
Matar el tiempo tan sólo.............................................................................37
Tiempos difíciles, grandes cambios............................................................41
Confiar en el momento...............................................................................45
Más allá del tiempo.....................................................................................51

ESPACIO
Puntos de vista equivocados.......................................................................57
Puntos de vista correctos.............................................................................65
Conteniendo multitudes..............................................................................69
Este mismo lugar.........................................................................................75
Vivir con limitaciones.................................................................................81
Espacio sagrado...........................................................................................89
El camino del medio...................................................................................95
Las cuatro sabidurías...................................................................................99

MOVIMIENTO
Emoción....................................................................................................109
Hambre espiritual.......................................................................................115
Todas las cosas simplemente son...............................................................119
Esfuerzo y persistencia.............................................................................123
Nuestra mejor estación..............................................................................129
Paciencia...................................................................................................135
Automejora contra autorrealización..........................................................141
Pasión en la compasión.............................................................................145

Sobre los autores.......................................................................................151


Súbitamente me abro.
Todo se asienta,
Esta brizna de hierba que soy
yo Con raíces en los sonidos
Gansos graznando, silencio
El tic-tac de un
reloj Humo de
incienso Luz
apagándose
Maravillosamente llena.
Soy una brizna de
hierba, Enraizada aquí
esta noche Posada en
estos momentos De vuelo
de aves salvajes.
Es aquí donde están mis
orígenes Y como una brizna
de hierba
Me doblo y tuerzo, y vivo y muero
En todo lo que transcurre
precipitadamente Nieve, hielo, lluvia
torrencial
Sol, estrellas
Placer, dolor
Oscuridad,
luz
Y sigue adelante con todas las cosas de la vida.

Hetty Baiz
ZEN BÁSICO

TS’AO-PEN CH’AN 7

Zen básico tiene sus fundamentos en la práctica de la meditación ts’ao-


pen ch’an en comunidad que se dio durante la dinastía china Sung entre
cabezas de familia, agricultores, poetas, artistas, intelectuales y personas
dedicadas a los negocios. Sin la aprobación oficial de los sacerdotes budistas
y fuera de los recintos de los monasterios, estos grupos aparecían en
cualquier lugar en que se reunían hombres y mujeres devotos y,
compartiendo la misma ilusión, se sentaban juntos en meditación. El ts’ao-
pen ch’an es la rama original, la forma de Zen trasplantada del este, que
arraigó con éxito en el suelo occiden- tal del siglo XX. Así, la tradición Zen
es análoga al desarrollo del Zen fuera del monasterio en la China Sung.
Puesto que no hay un linaje formal, ningu- na jerarquía ni relación de
nombres de maestros, no está tan fácilmente docu- mentado como el Zen
monástico, pero se encuentra integrado en el reino de la historia social. Es
Zen sin los atavíos religiosos. Es una prueba de que la meditación Zen puede
practicarse en cualquier lugar, en cualquier momento, o con quien sea.
El enfoque independiente del Zen básico atrae con la misma intensidad a
los occidentales en el umbral del siglo XXI que a los chinos antiguos en su
momento. Aunque no somos monjes ni monjas, o ni siquiera budistas, todos
compartimos el hambre de respuestas a las mismas preguntas de toda la vida:
“¿Quién soy?”, “¿por qué tengo que morir?” o “¿por qué sufro?”. Al igual
que nuestros antepasados chinos de entre la gente común, no necesitamos
ningu- na aprobación oficial para buscar respuestas a estas preguntas. Basta
con que nos sentemos juntos y que meditemos con personas como nosotros
mismos, gente de mentalidad práctica que no están por tonterías y que
comparten la experiencia de hacer malabarismos con el trabajo, la vida
familiar y la res- ponsabilidad social, junto con su profunda dedicación al
Zen.
EL ZEN BÁSICO EN LA ACTUALIDAD

Enraizado en un modelo de asociación espiritual basado en “compartir el


poder”, la práctica del Zen básico en la actualidad pone de relieve la igualdad
entre los sexos y la práctica familiar, y está orientado hacia los niños, el tra-
bajo y el compromiso social. Lo puede practicar cualquier persona –religiosa
o no– dedicada a la autorrealización y que desea convertir la meditación en
un trabajo serio y no en un hobby pasajero. Alienta a compartir las
responsabili- dades y la toma de decisiones democráticas. En consecuencia,
la política de la comunidad se discute y se aplica democráticamente, en lugar
de ser gober- nada desde arriba.
8 El Zen básico no constituye una práctica aislada y metafísica sin contacto
con el mundo; integra la meditación y la vida cotidiana en el atareado mundo
que hay fuera del monasterio. Aquí, lo verdaderamente difícil es hacernos
más conscientes de la interdependencia de todos los seres, y ayudarnos a
poner en práctica esta visión a base de conectar con las dimensiones
políticas, sociales y espirituales de nuestra existencia. La unidad del ser
experimentada en la meditación Zen debe expresarse en el mundo como
abertura, no-violencia, compasión, amistad y democracia.
Para la persona no experta en particular, la percepción espiritual quiere
decir integrar la comprensión de la interdependencia de todas las cosas con el
modo en que vivimos y actuamos en el mundo. Cuando la meditación nos
revela que no somos distintos del ruidoso vecino de al lado, de la mujer sin
hogar del parque ni de la lechuza manchada, el compromiso social y ético se
convierte en una segunda naturaleza. Ésta es la clase de práctica de Zen sinó-
nima de “práctica del Zen de la vida” en el mundo que ocupamos aquí y
ahora. Siguiendo el camino de compasión del bodhisattva –aquel que
abandona la liberación personal para prestar atención a este mundo y al
sufrimiento de sus muchos seres–, los practicantes del Zen básico deben
asimismo rechazar la perfección vacía del nirvana (término del sánscrito que
significa la “extin- ción” de todos los deseos) a favor del tumultuoso terreno
del tiempo, del espa- cio y del movimiento. A diferencia de otras disciplinas
espirituales o religio- sas que dependen de la intervención exterior de un dios
o de la transmisión de un maestro, el Zen básico carga directamente la
responsabilidad sobre los hombros del practicante individual. Somos
nosotros quienes decidimos sen- tarnos en meditación diaria y asistir a retiros
de meditación, mientras simul- táneamente nos ocupamos de nuestro trabajo,
cuidamos de los hijos y de los padres ancianos, votamos, participamos en
organización de voluntariado, sal- vamos el planeta. Al igual que el Buda –
del que se dice que todavía está prac-
ZEN BÁSICO

ticando– a nosotros también se nos invita en cada momento de nuestra vida a


embarcarnos en el camino. Afortunadamente, ya no necesitamos viajar lejos
de nuestro hogar para encontrarlo.

NUESTRA HISTORIA

Puesto que todo este libro se basa en nuestra propia experiencia como
practicantes y maestros de Zen, nos gustaría contarles cómo llegamos al Zen
básico. Antes de ser comaestros en el Princeton Area Zen Group (Grupo de
Zen del área de Princeton), en Princeton, Nueva Jersey, en 1991, cada uno de
nosotros había pasado diez años practicando el Zen. La mitad de estos años 9
los dedicamos al duro entrenamiento tradicional con monjes japoneses, y el
resto en Hawai con el maestro laico Robert Aitken Roshi, el “decano de los
maestros Zen americanos”. Con la idea de llevar la práctica del Zen laico un
paso más lejos de sus raíces japonesas, iniciamos –al trasladarnos de Hawai a
Princeton– un pequeño grupo de Zen y comenzamos a experimentar con una
versión “básica” más americana de la práctica. Nuestra experiencia en Hawai
nos dejó claro que era un escapismo religioso lo que nos llevaba a vestirnos
con hábitos negros y a fingir ser monjes japoneses. Después de tratar durante
tanto tiempo de adoptar esta imagen de “tradición”, no pudimos seguir igno-
rando el hecho de que éramos occidentales a finales del siglo XX. Como
humanistas y “progresistas”, nos preocupaban los derechos humanos, la
igual- dad racial, la justicia económica, la no-violencia, la ecología y el
feminismo. Nos molestaba la naturaleza patriarcal y jerárquica del Zen
tradicional japo- nés, su militarismo y su distanciamiento de la acción social
y de las preocu- paciones del “mundo real”. Como testigos de nuestro siglo
genocida, ya no podíamos cerrar los ojos y oídos al racismo violento de
algunos de nuestros maestros Zen japoneses más reverenciados. Nuestro
karma “Zen samurái” había llegado claramente a su fin.
Resultaba particularmente perturbador ver que hombres y mujeres que
habían estado profundamente dedicados a la práctica del Zen lo abandonaban
al encontrarlo cada vez más “irrelevante” para sus vidas. Considerábamos
que nuestra tarea era doble: hacer el Zen más atractivo a los practicantes
laicos occidentales, pero permaneciendo fieles al verdadero “núcleo” de la
práctica. Prescindiendo del estilo cultural feudal del Zen japonés en nuestra
comunidad de Princeton, conservamos lo que creíamos que eran sus
elementos esencia- les: zazen, meditación formal sentados; sesshin, retiros
silenciosos para medi- tar; charlas dharma, conferencias relacionadas con la
práctica dadas por maes-
tros Zen; koans, intercambios verbales entre maestro y estudiante diseñados
para facilitar la intuición espiritual; y dokusan, entrevistas privadas entre
maestro y estudiante relacionadas con la práctica.
Eliminamos los hábitos y la tonsura monásticos, así como todo vestigio
de militarismo y de dominio masculino inherente en el adiestramiento Zen
japo- nés. Esto es especialmente importante, dado el papel de subordinación
que desde hace tiempo se le otorga a las mujeres en la mayoría de las
religiones del mundo, incluido el budismo Zen tradicional. Importado de
Japón en los años 50, el Zen era perfectamente compatible con los modelos
tradicionales de dominación masculina que encontró en su nuevo hogar en
Occidente. Combinando principios y entrenamientos enraizados en imágenes
de trascen-
10 dencia masculina y de materialidad femenina, glorificaba el celibato y demo-
nizaba el cuerpo. Así, incluso aquellas mujeres que trataban de escapar de su
estatus inferior, convirtiéndose en monjas, quedaron excluidas de la jerarquía.
Muchas mujeres soportaron en silencio la humillación sexual y psicológica,
así como las injurias, a fin de ser aceptadas en la sangha (comunidad budista).
De modo gradual, a medida que los abusos fueron saliendo a la luz, un
número creciente de mujeres se sintieron con la suficiente valentía como para
cuestionar no sólo la relación entre los maestros Zen y sus discípulos, sino
también las estructuras sociales que conformaban la propia práctica. En los
años 80, extendiéndose desde Occidente incluso hasta los lugares más aleja-
dos, la mayoría de las fortalezas misóginas del monasticismo asiático, el
movimiento de las mujeres había dado luz a una nueva etapa en la revolución
espiritual de la posguerra. En la nueva era, se ponía menos énfasis en mirar a
un maestro o a un linaje Zen como fuente de legitimidad que en aceptar la res-
ponsabilidad derivada de la propia práctica, y en confiar en la propia expe-
riencia. Los desafíos feministas a los maestros Zen varones se extendieron al
derecho a hacer preguntas, a las imágenes y símbolos androcéntricos, y a los
estilos de la enseñanza. Inspirados por este paradigma femenino, moldeamos
una forma más holística e inclusiva de práctica del Zen en nuestro sangha de
Princeton.

EL GRUPO DE ZEN DEL ÁREA DE PRINCETON (PAZG)


Antes de que hubieran transcurrido tres años, el pequeño grupo de Zen
básico de Princeton había crecido lo bastante como para alquilar un espacio
permanente y comenzar a cobrar derechos para ser socio en lugar de
depender de contribuciones. En folletos, el Grupo de Zen del área de
Princeton se pos- tulaba como “una comunidad de personas que compartían
unas mismas ilusio- nes y que practicaban juntos la meditación Zen todas las
noches de domingo,
y que comparten por igual la responsabilidad del mantenimiento y del sostén
del zendo, el “lugar de la práctica”. Se celebraban retiros de meditación más
prolongados, se reservaron noches de principiantes para presentar el Zen a
los recién llegados y, como comaestros del grupo, nos dirigimos a la
comunidad de Princeton dando charlas, organizando talleres y seminarios
sobre Zen tra- bando contacto también con la clerecía local judía y cristiana
interesada en conocer, ellos mismos y sus congregaciones, la práctica de la
meditación.
Basamos nuestra comunidad de Zen básico en un compromiso comparti-
do con la práctica de la meditación y la amistad. El filósofo griego Sócrates
denominó una vez a tales sentimientos de respeto y lazos de amistad como
filia, una idea que ha estado perdiendo su atractivo en nuestra alienada socie-
dad de masas. Puesto que la práctica de la filia sólo es posible en un marco 11
pequeño y descentralizado, decidimos conjuntamente mantener limitado su
tamaño y alcance.

MIEMBROS DEL PAZG


Inspirados por la atmósfera secular y el lenguaje pragmático del Zen bási-
co, los miembros del PAZG –tanto si se consideraban a sí mismos como uni-
tarios, devotos católicos, éticos judíos o religiosos no afiliados– crearon gra-
dualmente una mezcla confortable de práctica Zen oriental y occidental.
Nadie puso objeciones a tener un altar y a poner un retrato de Buda sobre el
mismo, o al uso de incienso, campanas, o a los tradicionales cojines
japoneses para el suelo. Al mismo tiempo, la relajada relación no jerárquica
entre maestros y estudiantes, las amistades personales que fueron
desarrollándose entre los miembros y la intimidad compartida por todos los
implicados en los crecien- tes problemas del grupo, crearon un sentimiento
de objetivo espiritual y una lealtad común que impedía la aparición de
ningún enfrentamiento sectario. Con independencia de la ocupación, sexo,
nacionalidad, edad o posición social, ninguno de los miembros consideraba al
Zen como una exótica impor- tación asiática que pudiera alienarlos de sus
situaciones o del contexto de su “vida real”. Incluir a cónyuges no
practicantes, invitar a los hijos y a otros miembros de la familia y a amigos a
cenas y a fiestas en las que se comía lo que había al finalizar los retiros de fin
de semana, y ampliar los contactos sociales fuera del grupo Zen en la
comunidad, sirvió incluso para atraer a los habitantes de la localidad que
inicialmente temieron que estaba apareciendo un culto en medio de ellos. El
hecho de que ni los maestros ni los miembros del grupo vistieran hábitos
negros o se afeitaran la cabeza (una tradición monásti- ca practicada todavía
en muchos centros laicos de Zen en América), ayudó también a conectar el
PAZG con la vida social e intelectual exterior al zendo.
Como maestros de Zen básico, dimos la bienvenida a nuevos miembros,
en gran medida principiantes sin experiencia ni prejuicios previos sobre la
práctica del Zen. Nadie preguntó si el tipo de meditación sentados que se
enseñaba era japonesa o americana, vieja o nueva. Los físicos, los ambientó-
logos, artistas, estudiantes, constructores, contables, poetas, empleados
gubernamentales, jubilados y terapeutas que se unieron al grupo, estaban
menos interesados en cuestiones de jerarquía, “linaje” y otros temas de la
“Catedral Zen”, que en sentarse sobre sus cojines de meditación y experi-
mentar el “Camino de Buda” por sí mismos. Y puesto que la antigua práctica
china de meditar sobre koans iba continuamente asociada con su propia
expe- riencia de la vida cotidiana, los miembros lo aceptaron fácilmente.
12 El hecho de que fuéramos un equipo de marido y mujer que no llevaba
símbolos de autoridad religiosa –y que no nos mantenía el grupo, sino que nos
ganábamos nuestro sustento como cualquier otro– también ayudó a relajar la
atmósfera clerical y abrumadoramente masculina largamente asociada al
Zen. Las entrevistas estudiante-maestro (desprovistas de las elaboradas
postracio- nes y formalidades monásticas del tradicional Zen asiático)
abrieron nuevas líneas de comunicación que de otro modo podrían haberse
visto oscurecidas por el tiempo y las diferencias culturales, y los retiros para
meditar, en los que todos los miembros eran responsables por igual de la
organización, financia- ción y ejecución de tareas prácticas, sirvieron para
crear una forma más demo- crática de práctica del Zen. La disciplina –un
espantajo Zen en nuestra época crecientemente igualitaria– no tenía por qué
estar simbolizada por el largo palo de madera usado en los monasterios. La
mayor parte de los miembros del PAZG eran profesionales adultos
responsables, con hijos a los que debían dis- ciplinar; algunos eran mayores
de cabello blanco, y no parecía apropiado caminar dando vueltas por el
zendo golpeándolos en la espalda con un palo para mantenerlos despiertos.
La creciente inclinación del grupo por “femini- zar” el Zen hizo que se
aplicara una comprobación de la postura, y a aquellos que no podían sentarse
con las piernas cruzadas sobre cojines en el suelo se les enseñó a sentarse de
un modo determinado, con las piernas cruzadas en una silla.
Al cabo de cinco años, dejamos la zona de Princeton para aceptar trabajos
académicos en Illinois. Reuniéndonos varias veces al año para celebrar reti-
ros de meditación, comunicándonos mensualmente mediante charlas y discu-
siones dharma en grupo grabadas en cinta, y mediante el teléfono, el correo y
el correo electrónico, y designando a ayudantes de los maestros de entre los
miembros, tanto nosotros como nuestros estudiantes nos embarcamos en una
nueva fase de nuestro experimento “básico” en marcha. Ante la sorpresa de
todos, en lugar de que esto significara la muerte del grupo, la ausencia de
maestros residentes hizo que los miembros se aproximaran aún más unos a
otros. Al asumir totalmente la responsabilidad de las sentadas semanales y
del mantenimiento del zendo, además de la financiación y preparación de
retiros, la creación de una página web y la publicación ocasional de Crazy
Cloud Sangha Newsletter, que hacía publicidad del grupo y que introducía a
los nue- vos miembros en los rudimentos de la meditación, el Grupo de Zen
del área de Princeton demostró que una forma independiente, igualitaria y
conectada socialmente de Zen Básico Americano era efectivamente posible.

FUNCIÓN DE LA PLURALIDAD
Ser un maestro Zen laico occidental, a principios del siglo XXI, quiere 13
decir aceptar lo que llamamos “la función de la pluralidad”. Tal como han
demostrado los infames escándalos Zen de los años 80 en Estados Unidos, el
papel tradicional del roshi (maestro de Zen) como la viva manifestación de la
iluminación tendía a alentar a los estudiantes a extender el papel del “maes-
tro” a todos los aspectos de la existencia humana. Daban por sentado que sus
maestros no podían hacer nada malo. Incluso acciones claramente negativas,
como beber en exceso o abusos sexuales los del roshi, eran vistas como
“ense- ñanzas misteriosas” demasiado avanzadas para que practicantes
“ordinarios” pudieran entender. Una traducción tan automática del papel
especial del “maestro” a todas las áreas de la vida impedía a los estudiantes
comprender que sus maestros no eran perfectos. Como seres humanos, todos
desempeña- mos muchas funciones distintas, y tenemos también muchas
fuerzas y flaque- zas individuales. En algunos de los papeles, estamos
llamados a liderar; en otros, debemos seguir a personas más experimentadas.
Aceptar la pluralidad de nuestras funciones quiere decir que los maestros de
Zen competentes deben poder liderar a sus estudiantes en la meditación, pero
que ellos, a su vez, deben estar dispuestos a aprender de sus estudiantes en
otras áreas. Dicho de otra manera, tanto los estudiantes como los maestros
deben permitirse asu- mir distintos papeles en situaciones distintas, y olvidar
las jerarquías precon- cebidas y petrificadas que amenacen con perjudicar la
fluidez de las interac- ciones humanas.
Como maestros de Zen básico, siempre hemos sentido la necesidad de
desarrollar una estrecha amistad con nuestros estudiantes. No queríamos
estar confinados en el papel del roshi infalible, y nos negábamos a que se nos
paga- ra por nuestros servicios. Queríamos poder ir a tomar una taza de café
con nuestros alumnos, y que se nos viera como compañeros de conversación
del mismo nivel. Queríamos poder invitar a los estudiantes a cenar y
discutir
abiertamente sobre política, carreras y cuestiones culturales en una atmósfera
de igualdad que llevase a un libre intercambio de ideas. En este espíritu, esta-
mos practicando no sólo como maestros Zen, sino también como cabezas de
familia, asalariados, miembros de familia, amigos, y ciudadanos
involucrados por igual en la protesta contra la construcción de otra granja de
cerdos conta- minante en nuestra localidad del centro de Illinois, al igual que
como guías de nuestros estudiantes de Princeton en la meditación. Al ofrecer
este tipo de enseñanza Zen a un pequeño grupo de personas que, al igual que
nosotros, buscaban la paz mental en medio de una actividad febril,
descubrimos nues- tro hogar en la herencia del ts’ao-pen ch’an del Zen.

14
LA RAÍZ DE TODO

En este libro, exploraremos las cuestiones con las que se enfrentan los
practicantes actuales del Zen básico. Con un enfoque directo, demostraremos
cómo las preocupaciones sociales, profesionales y psicológicas de la gente
corriente pueden ofrecer oportunidades para el despertar espiritual. Usando
la metáfora de un “campo de hierba”, para el actual ts’ao-pen ch’an sangha
de Occidente (una comunidad igualitaria de miembros socialmente móviles
que ponen menos énfasis en la transmisión y en la jerarquía que en la
responsabi- lidad individual) nos concentraremos en la interacción entre el
“campo” (la comunidad Zen), el sencillo “componente de la base” (el
practicante indivi- dual) y las dimensiones de “tiempo, espacio y
movimiento” (el mundo). En el nivel de la superficie, cada miembro de la
comunidad aparece en el mundo de tiempo, espacio y movimiento como un
yo separado con un papel único, una sola brizna de hierba emergiendo de una
sola raíz. La raíz y la brizna de hier- ba individuales son una misma cosa, ya
que son dependientes la una de la otra. La raíz está implícita en la brizna; la
brizna existe en potencia en la raíz. Pero cuando excavamos a mayor
profundidad en el suelo, descubrimos que la raíz individual de hierba está
siendo sostenida, protegida y alimentada por todas las demás raíces de hierba
del campo. El Zen básico se puede considerar como una “guía de jardinería”
para el descubrimiento de la verdadera naturaleza del yo en esta conexión.
Como la brizna individual de hierba en el campo, el yo es parte de una
gran red sin costuras de la vida. Su persistencia en el tiempo es estacional,
sujeta a las condiciones cambiantes. Está enraizada en la tierra, pero no de
modo permanente. La meditación revela que la verdadera naturaleza del yo
interdependiente es la compasión. Habita sin agarrarse; cuando llega la
lluvia,
forma totalmente una unidad con ella; cuando aparece el sol, forma totalmen-
te una unidad con el sol.
El momento presente es la raíz de todo. Triste o feliz, en movimiento o en
reposo, el momento proporciona infinitas oportunidades para cultivar la per-
cepción. Cada raíz de nuestro campo de hierba, cada momento, está lleno de
todos los nutrientes que necesitamos. Yendo a la raíz, convirtiéndonos en uno
con el momento, descubrimos que la vida es perfecta tal como es. Al fin y al
cabo, en el mundo estamos en nuestra casa.
Zazen (meditación) es el modo de entender la verdadera naturaleza del
yo. Al ver más allá de la punta de una sola brizna de hierba y de su raíz
familiar, nos damos cuenta de que sólo hay cambio. Lo que imaginamos
como un blo-
que sólido de experiencia llamado “tiempo” es en realidad el yo en continuo 15
movimiento. En cualquiera de las formas en que aparezca, el yo constituye
una unidad con el cambio. Nosotros mismos nos estamos transformando con
el momento, manifestándonos ahora como raíz de hierba, ahora como el sol,
ahora como el firmamento. Somos simultáneamente únicos e indistinguibles
de lo que nuestros antiguos antepasados chinos llamaban "el mundo de las
diez mil cosas”.
En su sentido más profundo, el Zen básico trata de cómo ir a la raíz, de
descubrir cómo son todas las cosas. Al permanecer seguros en nuestro propio
terreno, nos sentimos cómodos con esta idea. Todo es; cualquier cosa que
ocu- rra es, incluidas todas las cosas terribles y todas las cosas maravillosas.
Centrados en esta sabiduría raíz, somos libres de movernos por nuestras
vidas. Sin esta sabiduría básica, sin embargo, no hay más que sufrimiento.
Sufrimos porque no aceptamos el momento que está aquí, en este preciso
instante, exac- tamente tal como se presenta. Queremos evitarlo. Lo
rechazamos, tratamos de escapar de él, ¿pero cómo podemos hacerlo, cuando
nosotros somos, en este mismo instante, una misma cosa con la propia raíz?
Cuando constituimos una unidad con ella, sabemos lo que hemos de hacer. El
ego desaparece y las posi- bilidades de elección se abren: nos encontramos
andando por un camino recto sobre el que damos seguros el paso siguiente.

TIEMPO, ESPACIO Y MOVIMIENTO

Como el yo, la raíz de la hierba es temporal, sujeta a los cambios de las


estaciones. Interactúa con el viento, la lluvia, el sol y la nieve, y cambia de
un momento al siguiente. Su breve duración en el tiempo convierte a estas
inter- acciones en preciosas. Tanto si viene como sequía, granizo o helada
mortal, o
como una lluvia cálida y refrescante, el tiempo es un elemento vital en nues-
tro campo básico de la práctica. La meditación es un sinónimo del cultivo del
campo. Revela que el único modo que tiene el yo de prosperar, es desapare-
ciendo en las condiciones cambiantes impulsadas por el tiempo.
Dado nuestro sentido ferozmente individualista del yo, y el frenético
ritmo de nuestra época, ¿cómo puede el practicante básico integrar el mundo
eterno del zazen con las actividades sometidas al tiempo de la vida
cotidiana? La pri- mera sección de este libro, “Tiempo”, enfoca esta cuestión
explorando lo que significa “convertirse en una misma cosa con el tiempo”.
La segunda sección, “Espacio”, explora la manera en que delimitamos un
lugar para el yo en el mundo. Además de examinar lo que comúnmente lla-
16 mamos espacios “buenos” y “malos”, muestra cómo el zazen equilibra las
necesidades del yo dentro de sus limitaciones espaciales. Al igual que el tiem-
po, el espacio también es temporal, y nuestra pequeña parcela está siempre
cambiando, por lo que encontrar el Camino del Medio es esencial. Esta sec-
ción del libro mostrará cómo manejar el yo, sin asfixiarlo ni dejándolo correr
sin ningún tipo de control.
“Movimiento”, la tercera sección del libro, trata de lo que se necesita
para alcanzar el equilibrio entre la práctica y la vida cotidiana.
Concentrándonos en los ritmos individuales y comunes del yo, describiremos
una diversidad de situaciones que piden que cedamos o que persistamos, que
conectemos o que las dejemos ir, que aceleremos o que reduzcamos el ritmo.
Nos gustaría acabar esta introducción con unas palabras de advertencia:
el Zen Básico no se puede practicar sin meditar sentados diariamente.
Veinticinco minutos de concentración en la respiración son indispensables
para establecer una práctica individual significativa. A aquellos lectores que
todavía no han empezado a sentarse, les ofrecemos este libro como una indi-
cación del camino. Esperamos que quienes ya meditan, sean inspirados por
nuestras palabras a profundizar en su práctica.
tiempo
Esta página dejada en blanco al propósito.
TAL COMO VIENE, SE VA

TODO EL DÍA BAJO UNA LLUVIA GRIS


LAS MALVAS
SIGUEN EL CAMINO
INVISIBLE DEL SOL
BASHO

ACEPTAR EL CAMBIO

En sus breves y profundas descripciones del paso de las estaciones, los


haiku japoneses capturan perfectamente la naturaleza de nuestro “viaje
malva” a lo largo del “camino invisible”. Tanto si aparece como un sol dora-
do o como una lluvia gris, el cambio inherente en el paso del tiempo es un
implacable recordatorio de nuestra fugaz existencia “básica”. No sabemos de
dónde venimos ni a dónde vamos, pero nunca queremos pararnos. Nos aga-
rramos a la preciosa vida, a nuestra pequeña parcela de tierra, pero cuanto
más nos agarramos más sufrimos. Parece que no somos capaces de aceptar
las con- diciones cambiantes. Sólo cuando nos encontramos sin aliento e
incapaces de seguir adelante, nos paramos. Un día nos damos cuenta de que
el cambio es ineludible. El cambio significa que no hay nada a lo que poder
sujetarse. El cambio es lo que nos lleva a la práctica del Zen.

CADA RESPIRACIÓN ES DISTINTA

En ningún lugar resulta tan evidente el cambio como cuando nos


sentamos sobre nuestros cojines siguiendo la respiración. Puesto que por lo
general no prestamos atención a lo que percibimos como un proceso
automático, caemos en la ilusión de que todos nuestros alientos son iguales.
Creemos que sólo los cantantes de ópera y los asmáticos tienen que ser
conscientes de la respira- ción. De súbito nos percatamos de que cada
respiración es distinta, que cada inhalación y exhalación es única e
irrepetible. Ampliando nuestra atención, nos fijamos en nuestro oído, tacto,
vista, gusto y olfato, y caemos en la cuenta de que también son irrepetibles.
Cada paso que damos, cada bocado que probamos, cada sonido que
escuchamos es distinto a cualquier otro.
Despertados de nuestro estupor con una sacudida, vemos que todo cambia,
momento a momento. Una y otra vez, pero siempre frescos y nuevos, nunca
estancados, nunca de forma rutinaria, también nosotros llegamos y nos
vamos con el cambio.
De esto no debemos darnos cuenta una sola vez. Hemos de experimentar-
lo nuevamente cada vez que nos sentamos sobre nuestros cojines. Tenemos
tendencia a hundirnos de nuevo en nuestros viejos hábitos mentales, por lo
que hemos de volver a la respiración, a este momento cambiante. Tenemos la
necesidad de permitirnos dejar que el cambio suceda. Sólo cuando entende-
mos que el universo es de por sí nada más que cambio, y que sigue adelante
sin cesar, podremos comenzar a percibirnos a nosotros mismos como
cambio.
20
CIERRE DE LA BRECHA

La meditación reduce el temor al cambio. Afloja nuestra sujeción al


deseo de permanencia. Dejamos de refugiarnos en la idea de un alma
esencial, una etiqueta de identidad imperecedera que sea perfecta,
inamovible, inmodifica- ble y, en consecuencia, “real”. El yo unido al
cambio es más como una gota de agua fluyendo por encima de una roca,
cambiado de forma mientras se adapta a la superficie de la misma,
deteniéndose quizás de vez en cuando, hasta que se vuelve más densa y es
atraída de nuevo por la gravedad hacia la corriente de la que vino.
Dejar realmente que el yo se vuelva uno con el cambio significa que ya
no necesitamos seguir pensando en el cambio. En lugar de separarnos de las
con- diciones, emociones, expectativas y objetivos cambiantes, simplemente
desa- parecemos en ellos. Siempre hay otros nuevos. La vida nunca es
aburrida. Habiendo cerrado la brecha entre el universo cambiante, el
momento y la entidad separada a la que consideramos como nuestro “yo”,
podemos al fin venir y marcharnos en paz.

PRÁCTICA DEL ARTE DEL CAMBIO

Hay un término palí maravilloso para el Buda, Tathagata. Traducido lite-


ralmente, significa “tal como llega, se va”. Dicho de otro modo, Buda no es
más que cambio. Siempre presente, el Tathagata está manifestando continua-
mente las muchas cosas de este mundo. Nada es excluido, nada es separado
de esta abundante cosecha. Todo es cambio. Cuando nos sentamos en zazen,
TIEMPO

practicamos el arte del cambio, obteniendo una perspectiva completamente


nueva sobre el transcurrir del tiempo. En lugar de temer el cambio, podemos
incluso comenzar a gozar de nuestras cambiantes condiciones. Envejecer,
dejar que los hijos se vayan, reunirse con amigos lejanos, todas estas cosas
son parte de nuestra práctica, parte de nosotros. Estamos cambiando conti-
nuamente y siendo cambiados, viviendo como cambio. Cualquier condición,
por dolorosa o feliz que sea, da paso inevitablemente a otra. Pero es única-
mente sumergiéndonos en el momento como entendemos esto plenamente,
experimentando una y otra vez lo que es envejecer y abrirse.
Todo empieza con la respiración. Inhalando en este momento, exhalando
al siguiente. Cuando nos distraigamos, basta con que volvamos a concentrar-
nos. Esto es lo que está sucediendo aquí y ahora mismo. La última respiración 21
se ha acabado; aquí hay otra. Viene un pensamiento, bien. Dejemos que pase.
Se ha ido. Volvamos a la respiración. Inhalar. Exhalar. Viene otro pensamien-
to. Muy bien. Dejemos que pase. El cerebro genera pensamientos de la
misma manera que el hígado genera bilis. Ése es el modo en que funciona el
cerebro. Ése es su trabajo. Nosotros no nos sentamos preocupados por lo que
supone- mos que está haciendo el hígado. No nos enfadamos con él.
Apliquemos esta misma fácil aceptación a la función de nuestro cerebro.
Dejemos que nos envíe pensamientos. Basta que no nos dejemos llevar por
ellos. No hemos de interesarnos demasiado en ellos. Al mismo tiempo,
dejemos que vengan y se vayan, sin control por nuestra parte. Al final, la
mente y la respiración se vol- verán una misma cosa. Ésta es la forma más
rápida de entrar en el descubri- miento de uno mismo como cambio.
Los médicos chinos tradicionales creen que la respiración y la mente
están conectadas. Aquellos de nosotros que se han sometido a tratamientos
de acu- puntura, han experimentado esto de primera mano. Tan pronto como
las agu- jas quedan colocadas en los puntos meridianos, sientes
simultáneamente cómo la respiración y los pensamientos se hacen más
lentos. La mente se comienza a relajar de verdad. Ésta es la razón por la que
muchos pacientes se duermen. Es incluso mejor para los pacientes que
meditan, ya que entran en un estado relajado pero alerta que ayuda al cuerpo
a ocuparse de la curación.
Basta con respirar. Nada más. Pero la experiencia de simplemente sentar-
se y prestar atención a la respiración nos devuelve al hecho básico de nuestra
existencia. No es que seamos ilusos. Ésta es una idea equivocada que algunas
personas tienen sobre la práctica del Zen –que allí no hay nadie en absoluto.
Basta con que nos pillemos los dedos en una puerta para darnos cuenta de
que esto no es cierto. De todos modos, existe una diferencia entre lo ilusorio
y lo pasajero. El yo, como el resto de las cosas del universo, viene y va, no
está
fijo, no tiene ni siquiera la misma forma al momento siguiente. Cuando esta-
mos heridos, nos sale sangre auténtica y derramamos lágrimas reales. Pero
sólo momentáneamente. Es el yo dolido en este momento. En un instante,
se transformará, se volverá completamente nuevo. El yo es real, manifestán-
dose como el momento cambiante. La única ilusión es que el yo es sólido,
fijo, y que el cambio lo está atacando de algún modo desde el exterior.
La intimidad real con el cambio significa que no nos agarramos automáti-
camente a los momentos “encantadores” ni rechazamos los “feos”. Llega la
lluvia, y nos quedamos empapados por ella; viene el sol, y nos quedamos
empapados por él. Esto es todo.
La gente Zen a menudo habla sobre “aceptar el momento tal como es”.
22 Esto está bien, pero lo que todavía nos gusta más es “cuidarnos del momen-
to” con la misma generosa ternura que derramarías en un recién nacido. Cici,
una enfermera-comadrona conocida nuestra, es un ejemplo perfecto de lo
que queremos decir. Acudiendo a llamadas a todas horas del día y de la
noche, puede cansarse, pero su profesión no le aburre nunca. Privilegiada por
el hecho de traer nuevas vidas al mundo, Cici presta la misma atención y
cuida- dos a cada uno de los bebés que ayuda a nacer. Lo mismo sucede con
la prác- tica del Zen. Una vez has experimentado cada momento sobre tus
cojines como “un recién nacido”, ¿cómo no puedes tratarlo con cuidado?
NO TE ACOSTUMBRES A LAS
VEINTICUATRO HORAS

OH CREPÚSCULO DE PRIMAVERA...
PRECIOSO MOMENTO
QUE VALE PARA MÍ
UN MILLAR DE MONEDAS
SOTOBA

MOMENTOS ESPECIALES

El tiempo es la red que los seres humanos imponemos al cambio. Es el


modo en que nosotros los occidentales en particular medimos el “progreso”.
Aun cuando Einstein nos ha dicho lo contrario, todavía nos imaginamos el
tiempo “avanzando” en línea recta hacia algún objetivo predeterminado. Lo
con- sideramos como un amigo cuando está “de nuestra parte” o cuando
“nos concedemos un poco de él”, o como un enemigo cuando está “contra
noso- tros” o cuando “se nos agota”. Sabiendo que la muerte cortará
inevitable- mente nuestra “línea del tiempo”, nos pasamos la mayor parte
de la vida negándolo, fingiendo que vamos a seguir “para siempre”.
Dicho de otra manera, somos cautivos de la ilusión que nos hemos creado
de permanencia. Pasamos por nuestras rutinas diarias creando momentos
especiales y des- cartando el tiempo que hay entre ellas. Cuando no estamos
gozando de estos momentos especiales queremos seguir adelante con
rapidez, pero no pode- mos, porque llevamos con nosotros el tiempo como
un peso muerto. Queremos acabar con esta pesada tarea e ir corriendo hacia
nuestro descanso para comer al mediodía, o para ver nuestro programa
favorito de televisión. Queremos que el monótono trabajo de la semana
acabe para llegar al fin de semana. Entonces podremos encerrarnos en el
taller y dar golpes todo el día o quizás relajarnos en la tumbona con una
cerveza y no hacer nada. Pero cuan- do llega el fin de semana, queremos que
sea jueves, porque los jueves por la noche vamos a jugar a los bolos, y así
sucesivamente. El establecimiento de estos momentos especiales, pequeños
placeres robados al tiempo, hace que la vida resulte soportable. Esperar la
llegada del momento que todavía no está
aquí se convierte en lo “natural”.
El problema es que los momentos especiales no parecen ser tan abundan-
tes como los no tan especiales. Tan pronto como nuestro momento especial ha
TIEMPO

pasado, debemos crear otro, y otro, y otro. Siempre persiguiendo estos


momentos, consumiéndolos, tragándolos con avidez sin ni siquiera masticar-
los ni digerirlos, somos como los legendarios fantasmas chinos hambrientos
que devoran alimentos imaginarios y nunca se sacian. No hay reposo.
Empujarnos a nosotros mismos de esta forma nos vuelve inquietos. Nos
enfa- damos con la gente que se pone en medio de nuestro camino hacia
estos momentos especiales. Nos enfadamos con nosotros mismos y nos
lanzamos hacia delante todavía con mayor fuerza. Pronto empezamos a odiar
las horas que hay que llenar de algún modo, las que no son especiales.
Desarrollamos pequeños trucos para evitarlas; vivimos en sueños,
proyecciones, recuerdos. No queremos ocuparnos de lo que está sucediendo
ahora, porque no es emo-
24 cionante. No nos hace sentir bien. Viviendo así, nunca nos sentimos conten-
tos, porque no hay descanso para aliviar a la mente de su pesada tarea.

PONER EL TIEMPO CABEZA ABAJO

En una de sus famosas charlas, el gran maestro Zen chino Chao-Chou


reprendió a sus monjes, diciendo: “No os dejéis dominar por las veinticuatro
horas”. Si los monjes de Chao-Chou necesitaban un recordatorio para no
dejarse someter por el tiempo, imaginemos cuánto más difícil debe de resul-
tar para el practicante de Zen básico de la actualidad. Las palabras de Chao-
Chou nos pueden inspirar, pero hemos de ponerlas en práctica si de verdad
queremos experimentar la auténtica naturaleza del tiempo por nosotros mis-
mos.
Según nuestro entender, Chao-Chou dice que hemos de poner el tiempo
cabeza abajo si queremos conseguir dejar de ser usados por las veinticuatro
horas. Tenemos que hacer un cambio radical de perspectiva y comenzar a
con- templar la vida de una forma totalmente nueva. Sólo cuando pongamos
el tiempo cabeza abajo, podremos ver que ¡cada momento es especial!
Cualquiera que haga el pino, sabe cómo cambia la sensación del tiempo
en esa posición de cabeza abajo. No puedes ir a ninguna parte, y tienes que
estar inmóvil para evitar caer. Literalmente, tienes que pararte del todo. En
esta desacostumbrada posición, no tienes más remedio que prestar atención a
lo que sucede, de lo contrario podrías caer. Gradualmente, todas las cosas de
la habitación, incluido tu cuerpo, se hacen uno con el momento. El reloj de la
pared señala las tres, pero por otro lado, lo mismo podrían ser las doce y
cuar- to. ¿Son las doce del mediodía o las doce de medianoche? Estando
cabeza abajo, resulta imposible decirlo. Es más, en realidad no importa.
Estás dema-
siado absorto en cada una de las pequeñas venas del pétalo de aquella rosa en
el jarrón invertido puesto sobre la mesita del café invertida, como para preo-
cuparte por la hora que es. O quizás, lo más importante que puedes estar
haciendo con tu tiempo, es ver de frente a aquella pequeña araña roja en el
suelo, delante de ti.
Lo mismo ocurre estando sentado en zazen sobre tu cojín. Sólo que, en
lugar de estar cabeza abajo, la meditación invierte tu relación con el tiempo
al apagar tu máquina de “momentos especiales” y hacerte parar del todo.
Una vez te hayas detenido, cada momento, con independencia de qué esté
hecho, se convierte en una aventura. De pronto, la vida es interesante porque
cada momento te invita a participar en lo que está sucediendo ahora mismo.
Ahora
quedas totalmente absorbido en el momento, sumergido en su radiante “espe- 25
cificidad”. Bañada en el poderoso brillo de tu atención, cada actividad mun-
dana se vuelve especial; coger un bolígrafo y completar un formulario se con-
vierten en actos “iluminados”. En lugar de arrastrar el tiempo como si de un
peso muerto se tratara, o de temerlo como algo que hay que dominar,
comien- zas en realidad a gozar al desaparecer en tus tareas. Lo que solía ser
aburrido se convierte en luminoso, brillante y enteramente nuevo. Tu humor
tam- bién se vuelve luminoso y brillante. Hay un nuevo respeto por las
“pequeñas cosas” que antes tendías a ignorar. A medida que dejas entrar una
mayor parte del mundo, comienzas a intereactuar con mayor generosidad con
la gente. Al no estar ya obsesionado con tus momentos especiales, descubres
que en rea- lidad estás escuchando a aquel colega en la máquina del café
mientras descri- be su viaje a la Toscana.

MOMENTOS MICROZEN

Nos sentimos más serenos y seguros cuando la vieja relación enfrentada


con el tiempo desaparece y entramos en el reino “intemporal” del momento.
Nos ocupamos de nuestras rutinas cotidianas con una mente en paz. No hay
actividades extrañas, no hay actividades adicionales que cumplir para ir a
alguna otra parte. Incluso los obstáculos se convierten en oportunidades para
comprendernos a nosotros mismos en el momento. Cuanto más profunda es
nuestra atención, más vívido es el momento. Liberado de esta red, el tiempo
se funde en el cambio.
Convertirse en una misma cosa con las condiciones cambiantes del
momento, es como convertirse en una misma cosa con nuestra respiración
mientras estamos sentados. La única diferencia es que como práctica nos
estamos concentrando en nuestras actividades cotidianas, eliminando la
barre- ra artificial entre el zendo y el mercado. La práctica no es sólo lo que
hace- mos sobre los cojines; es lo que hacemos sobre los cojines y en
cualquier otra parte durante las veinticuatro horas –pero no como un deber o
un trabajo penoso, sino como algo extra que debemos encajar en nuestras
vidas. Naturalmente, no todo el mundo logra estar atento durante el cien por
cien del tiempo, pero, como solía decir uno de nuestros maestros japoneses,
“un cinco por ciento está muy bien”. Hay que seguir intentándolo, y cuando
fracasemos, no hay necesidad de echarnos la culpa a nosotros mismos.
Siempre hay el momento siguiente.
Al sentarnos regularmente, nos acordamos de volver al presente cuando
26 comenzamos a distraernos en busca de ese momento especial. E incluso cuan-
do no estamos sentados formalmente, es posible traer este “recordatorio” en
nuestras atareadas vidas a base de practicar lo que denominamos “momentos
microzen”. He aquí cómo lo hacemos.
Cuando tenemos la sensación de que nos estamos empujando a nosotros
mismos, persiguiendo un objetivo imaginario o un momento especial, basta
con que nos volvamos a sentar e inspiremos. Dejemos que todo se vaya. Al
cabo de unas pocas inspiraciones, nos daremos cuenta de que ya estamos
justo en medio de nuestro momento especial. Sentémonos otra vez, miremos
por la ventana, y dejemos que la luz nos bañe. Dejemos que los sonidos se
convier- tan en una misma cosa con nuestra respiración. Relajémonos
completamente con respecto a nuestros alrededores, y seguro que
experimentaremos este momento especial. No hay necesidad de perseguirlo,
basta con que nos abra- mos a él en cualquier instante, porque siempre está
aquí. Practica con sufi- ciente frecuencia, y estos momentos microzen
llegarán a ser algo tan natural como cepillarnos los dientes o tomar nuestra
taza de té por la mañana.

UN FIN AL SUFRIMIENTO

Estar presentes en el momento nos permite descansar en el dinámico des-


pliegue de ser –no individuos separados y aislados, sino como el mismo uni-
verso. Es lo que Buda quiere decir con las palabras: “Debajo de los cielos,
por encima de la tierra, únicamente yo, solo en el universo”. Puede sonar
filosó- fico, pero la forma en que Buda llegó a comprender esto fue muy
pragmática. Simplemente se sentó debajo de un árbol y meditó. Impulsado a
buscar una respuesta al sufrimiento, no descubrió ni el fin del dolor ni un
vacío que a menudo se confunde con “iluminación”, sino el final del
sufrimiento. Dejó de
percibirse a sí mismo como un yo atomístico y aislado, maltrecho por el
tiem- po. El sufrimiento se disipa cuando dejamos de convertir la meditación
en otro “momento especial” sobre el cojín, cuando la vivimos veinticuatro
horas al día.
El darnos cuenta de que todo lo que podemos llegar a desear ya lo tene-
mos aquí, convierte al mundo en nuestro campo cubierto de hierba de la
prác- tica. Vivir conscientemente mientras vamos y venimos se traduce de
inme- diato en paz mental. Todo lo demás crece de allí: la confianza, la
serenidad, la alegría, la comprensión, la tolerancia, la abertura, la
interdependencia, la com- pasión, la simpatía. Ésa es la ética del Zen: no un
conjunto de mandamientos grabados en piedra, sino una mente más libre que
el aire y más fluida que el
agua. Simplemente la miríada de briznas de hierba, que se doblan con el vien- 27
to. ¿Puedes percibirlo?
Esta página dejada en blanco al propósito.
HABITAR EN EL TIEMPO

SILENCIOSO EL JARDÍN
DONDE EL ÁRBOL DE LAS CAMÉLIAS
ABRE SU BLANCURA
ONITSURA

UN MUNDO VIRTUAL

Hace poco estábamos sentados en el vestíbulo de una sala multicine inau-


gurada recientemente, tomando una taza de café. Mientras esperábamos que
empezara nuestra película, miramos a una pareja que pasaban junto a nues-
tra mesa. Acababan de salir juntos de una de las salas y se estaban estre-
chando la mano, pero la mujer estaba hablando con alguna otra persona por
el teléfono móvil. Era una imagen extraña. He aquí una mujer conversando
con alguien que no estaba allí mientras le daba la mano al hombre que esta-
ba ignorando. Nos hizo pensar en la gente que pasa el tiempo en un mundo
cada vez más “virtual”, un mundo en que nuestra experiencia inmediata del
momento está dominada por artilugios. En el siglo XXI, vivir en este “jardín
intemporal donde el árbol de las camelias abre su blancura” exigirá un
esfuerzo mucho mayor. Para abrirnos camino por entre la maleza, tendremos
que dedicar más tiempo a los retiros de meditación.

SESSHIN

Los retiros Zen, o sesshin, están organizados para ayudarnos a concen-


trarnos en la experiencia del momento, en lo que es estar vivo en este mundo,
en este preciso momento. Al vivir durante tres, cuatro o cinco días juntos en
silencio, lejos del teléfono, del trabajo, de la familia, de los periódicos, los
libros, la televisión, la radio y el automóvil –llegamos a conocer de verdad la
alegría sin trabas de ver, oler, gustar, oír y pensar. Meditar, comer, dormir y
caminar en silencio nos enseña lo maravilloso que es habitar levemente en el
tiempo. Es similar a esa buena sensación que obtenemos cuando limpiamos
un armario: nos libramos de toda la basura que no necesitamos o que no usa-
mos, y que no sirve más que para ir quedando cubierta por el polvo y atraer a
las polillas. Es lo contrario de la decepción que se apodera de nosotros cuan-
do compramos algo. Quizás estamos contentos con lo que hemos comprado
durante uno o dos días, pero por lo general al cabo de una semana nos deja
indiferentes. La razón de este fenómeno es que el hecho de comprar a
menudo se usa para llenar un vacío interior. La gente compra para aliviar su
soledad y para encontrar un sentimiento de “comunidad”. Compran para
esca- par del parloteo incesante en nuestras mentes, que es también la razón
por la que la gente se pega a sus teléfonos móviles o mantiene en
funcionamiento sus televisores durante todo el día. Tienen miedo del silencio
y temen el vacío de sus corazones.
30 En sesshin, cuanto más te dejas ir, mejor te sientes. De hecho, es frecuen-
te que la gente no quiera que el sesshin se acabe. El primer día suele ser duro;
todavía te estás sacudiendo el polvo del mundo, aún tienes un pie en el zendo
y el otro fuera, en la vida atareada que has dejado atrás. Pero muy pronto, te
sumerges en las delicias del silencio del “jardín donde el árbol de las came-
lias abre su blancura”. El tiempo vuela. Cada período de zazen te deja sin-
tiéndote más ligero. Hay una sensación de realización en este sentimiento, de
que todo es perfecto tal como es sin ninguna necesidad de ornamentación o
embellecimiento. Si estamos en otoño y el árbol de las camelias está des-
prendiéndose de sus hojas, no te sientes triste porque no es primavera. Lo
mismo sucede con la mente. No hay necesidad de ahuyentar los pensamien-
tos, basta con que nos descarguemos del equipaje que llevan consigo. No hay
necesidad de amontonarlos ni tampoco de recogerlos. Si son pensamientos
de otoño, deja que sean pensamientos de otoño. Deja que caigan. Recibe
todo lo que encuentres en tu camino con una mente ordenada.

COMO UNA NUBE SOBRE EL AGUA

En japonés, la palabra para el monje Zen es unsui, o “agua-nube”. Quiere


decir vivir como una nube por encima del agua, viajando sin posesiones
mun- danas y sin dejar rastro. Para el practicante del Zen básico, significa
vivir muy levemente sobre la tierra, sin estar cargado por posesiones,
conceptos, hábitos ni temores extraños. Tradicionalmente, convertirse en
monje significaba abandonar el hogar y unirse a una comunidad monástica.
¿Pero cómo pode- mos nosotros, padres de familia, practicar el “abandono
del hogar”? ¿Qué sig- nifica vivir como una nube por encima del agua en
medio de nuestro campo de hierba de familia, trabajo, escuela, autopistas e
impuestos?
TIEMPO

Para empezar, podemos “abandonar el hogar” cada mañana o noche


cuan- do nos sentamos en zazen. Al tomarnos un descanso de nuestras
desordena- das vidas, y entrar en el camino hacia nuestro “verdadero hogar”
con cada respiración, nuestro verdadero hogar está siempre con nosotros. No
podemos comprar esta casa a un corredor de fincas; no necesitamos
comprarla. Sólo parece que se halla fuera de nuestro alcance cuando la
enterramos bajo una montaña de nociones estancadas. Hemos de pasar a
través de esta montaña para que nuestro verdadero hogar se manifieste.
Frecuentemente representadas en el arte budista como figuras idealizadas,
las boshisattvas arquetípicas representan hombres y mujeres que han pos-
puesto su propia liberación sufrimiento para ayudar a otros. En todos los
alta-
res Zen tradicionales hay dos estatuas bodhisasttva. En un lado, está Kannon, 31
el bodhisattva de la compasión. En el otro, está Manjustri, el asesino de enga-
ños que empuña una espada. Con un golpe repentino, su espada corta a través
de la montaña de confusión mental que nos impide entrar en nuestro verda-
dero hogar. Kannon y Manjustri son en realidad una misma cosa; manifiestan
las dos caras de la sabiduría compasiva mostrada por el bodhisattva –es
decir, por nosotros, cuando nos sentamos y meditamos. No hay compasión
sin corte a través; no hay corte a través sin compasión.
Cuando dejamos que la confusión entre en nuestras mentes y en nuestras
vidas, no estamos actuando compasivamente a tiempo. Aprendimos esto de
primera mano cuando nos unimos a una cooperativa de alimentos orgánicos
dirigida por agricultores locales en Illinois central. Como gente de ciudad
acostumbrada a comprar en supermercados para hacernos con productos, nos
sentimos decepcionados al encontrarnos tomates cuando ya habían
transcurri- do tres o cuatro meses de primavera y verano, y cuando no
podíamos conse- guir cerezas ni fresas en invierno. Una visita a la granja y
un poco de instruc- ción por parte de los agricultores orgánicos nos
mostraron lo “antinatural” que es hacer crecer cosas fuera de temporada,
cuánto sufrió el suelo por haber plantado frutas y vegetales que no eran
compatibles con la estación y la región. De súbito, el hecho de que el suelo
era una cosa viva se hizo real, y la compasión por la tierra se convirtió en
algo más que una mera metáfora. La prueba definitiva estaba en comer.
Comenzamos a darnos cuenta de esto cuan- do anhelamos frutos y hortalizas
fuera de temporada y, pasando por encima de la cooperativa, los compramos
en otro lugar, y nos dimos cuenta de que tenían un sabor extraño. Los
tomates tenían un sabor parecido al de las pata- tas; el sabor de los
melocotones se parecía más al de las manzanas que a cual- quier otro –
especialmente ahora que los ingenieros genéticos se ocupan de este hecho.
Qué placer más delicioso fue morder un trozo de melón orgánico
llegado directamente de la granja –durante su temporada. ¡Qué sabor tan dis-
tinto! Fue una excelente lección de cómo vivir con levedad, como una nube
por encima del agua, aquí mismo en nuestro mundo básico.

EL INTERIOR Y LO EXTERIOR SON UNA MISMA COSA

Cuando confundimos nuestras mentes, no estamos siendo compasivos


hacia nosotros mismos. Cuando atestamos la tierra con productos nacidos de
nuestros deseos con independencia de la estación, no estamos siendo compa-
sivos con el universo. “El interior y el exterior son una misma cosa”, dice un
32 proverbio Zen. Lo que hacemos, pensamos, compramos y comemos no se
hace a partir del vacío. Cuando nos sentamos sobre nuestros cojines y con-
fundimos nuestras mentes con los venenos de la codicia, el odio y la ignoran-
cia, cuando no reconocemos ni prestamos atención al momento, nos
privamos a nosotros mismos de lo que es vivir de verdad –no sólo a la ligera,
en el sen- tido económico, sino también en el sentido de estar
verdaderamente vivo. Estamos atormentados por nuestra pesada carga de
codicia. Las preocupacio- nes también son una forma de codicia cuando
acumulamos agravios, abriga- mos envidias y nos obsesionamos con
sentimientos venenosos contra quienes creemos que nos han herido.
Aumentamos innecesariamente nuestros sufri- mientos cuando
reflexionamos sobre el pasado e imaginamos cosas fantásti- cas sobre el
futuro. Todas estas cosas en el armario del cerebro nos impiden andar por la
tierra con ligereza; hemos de abrirnos paso por entre una monta- ña de
basura –tanto en el interior como en el exterior. La misma vida se con- vierte
en un obstáculo. Cuando la mente está llena, con pensamientos acumu- lados
y deseos o fantasías gastados, no podemos hacer frente a las situaciones y a
la gente con claridad, tanto en casa como en la oficina.
Zazen es la actividad de despejar continuamente la mente. Nos deja libres
para entrar en el mundo sin cargas, con la vista clara y ligeros. Al concentrar-
nos en el momento, no llevamos nada extraño. Al igual que la nube encima
del agua, no dejamos huellas. Liberados de esas posesiones por las cuales
estamos a la vez “poseídos”, podemos saborear de verdad los deliciosos fru-
tos de la estación. Con sólo veinticinco minutos de zazen diarios basta.
HACER LAS COSAS EN EL
MOMENTO ADECUADO

EL ROBLE PERMANECE EN PIE


CON NOBLEZA SOBRE LA MONTAÑA
INCLUSO CUANDO
LOS CEREZOS FLORECEN
BASHO

DANZA DEL DHARMA

La mayoría de nosotros asociamos la ecuanimidad budista con las


estatuas de Buda de sonrisa serena vistas en los museos, por lo que pensamos
que la gente iluminada debe de estar siempre perfectamente tranquila. Pero
de vez en cuando, en estos mismos museos, nos encontramos con una
versión total- mente distinta de la ecuanimidad budista; puede tratarse de un
pergamino que muestra un tipo con los dientes salidos con un hábito
desarrapado y manejan- do una escoba, o una estatua de un monje de cuello
grueso y ojos feroces sal- tando con alegría en el momento del despertar
espiritual. A diferencia de los Budas etéreos y trascendentes, estos tipos
están arraigados en la tierra, están vivos. Sus ojos están abiertos, y sus
cuerpos parecen estar moviéndose. Jurarías que están respirando. Aquí es
donde opera la ecuanimidad Zen en el mundo real, “incluso en la estación en
que florecen los cerezos”.
Es improbable que alguna vez alcancemos la serenidad de los Budas anti-
guos. Pero se dice que el mismo Buda está todavía practicando, por lo que no
hemos de desanimarnos. Y como el Buda, hemos de trabajar con lo que tene-
mos. Sea cual sea el lugar en que nos hallamos situados en la vida, la prácti-
ca es inacabable. No es sólo una cuestión de un bienaventurado estallido de
iluminación –independientemente de lo grande o pequeño que sea. Es una
cuestión de practicar de forma continuada, de aplicar lo que hacemos sobre
nuestros cojines en cada área de la vida –experimentada a veces como gozo,
y en otras ocasiones como fracaso; a veces como ganancia y a veces como
pérdida. La práctica consiste en convertirse en uno con este flujo de la vida
incesantemente cambiante. Es interactuar con la cajera del supermercado,
con el cartero, el conductor de autobús, el chico del quiosco de venta de
periódi- cos, la señora que hace que lleguemos tarde cuando nos dirigimos
hacia el trabajo. Éste es nuestro ritmo particular de Zen básico.
Es difícil encontrar ecuanimidad en esta rápida corriente de la vida con-
temporánea. No tenemos el lujo de sentarnos en monasterios ni en cuevas.
Estamos llamados a vivir nuestro Zen aquí y ahora. Con bastante frecuencia,
hemos de hacerlo en medio de una actividad febril, bailar no sólo al ritmo de
nuestras situaciones inmediatas, sino también en el mundo rápidamente cam-
biante que nos rodea. Hemos de bailar también al ritmo de otras personas.
Aquí hay una gran oportunidad para practicar –especialmente cuando estos
ritmos colisionan y todo parece embrollarse.
El antiguo poeta chino de Zen Yung-chia dice que tener madurez en Zen
es tener madurez en expresión. ¿Cómo expresas tu madurez Zen cuando te
estás preparando para tener una casa llena de invitados a la hora de cenar, y
34 tu lente de contacto se te va totalmente hacia arriba dentro del ojo y no logras
hacerla bajar de ninguna manera? ¿Qué quiere decir ser una persona “espiri-
tual” en un momento como éste? Quizás sólo pasar diez minutos frente al
espejo del cuarto de baño hasta que consigues quitarte la lente.
Cada uno de nosotros es especial en el modo en que “bailamos”. Algunos
somos de carácter relajado e indolente; otros son rápidos e impacientes.
Algunos son de movimientos amplios y espaciosos, mientras que otros se
mueven con brevedad y economía. Todos estos son perfectos tal como son.
Pensemos en Gene Kelly, Fred Astaire y Twyla Tharp, todos ellos bailarines
de tipo muy diferente, pero brillantes y un placer para la vista. No hay una
sola manera de bailar. Por el mero hecho de que seamos indolentes, ello no
quiere decir que nuestro ritmo sea más “espiritual” que el de la persona muy
excitable que se halla en el cojín junto a ti. La madurez en Zen no se refleja
tanto en nuestra disposición como en el modo en que hacemos frente a situa-
ciones en las que el ritmo de nuestra vida se vuelve caótico. Es tan fácil
dejar- se desconcertar por el ritmo de los acontecimientos que parecen
estarnos ocu- rriendo, arrojados contra nosotros desde algún lugar del
exterior. Acababas de establecer un buen y agradable ritmo para ti y –
¡BANG!– te arrojan fuera de tu camino. Es como el “koan fundamental”
establecido por el maestro japo- nés laico de Zen del siglo XX Shin’ichi
Hisamatsu: “Nada de lo que haces ser- virá. ¿Qué harás entonces?”.
O bailas al nuevo ritmo de cada momento... o te lastimarás. Esto quiere
decir que tienes que estar tan concentrado, prestar tanta atención al
momento, que ya no distingues entre tus propios ritmos personales y los de
las perso- nas que te rodean. Te abres a lo inesperado. Y cuando no le pones
un califi- cativo al momento, pierde su cualidad de amenaza. Aun así, para
que ocurra esto, debes perderte en el momento. Ya es bastante difícil hacerlo
sobre tus cojines de Zen, cuando los ritmos de tu respiración y de tu mente
fluyen armo-
TIEMPO

niosamente. Pero todavía es más difícil cuando los ritmos chocan, por ejem-
plo, cuando tú y tu compañero estáis compitiendo para ver quién lidera y
quién va a seguir al otro.

ENCONTRAR EL RITMO DE TU VIDA

Un buen lugar en el que localizar el ritmo de tu vida es en tu cuerpo.


Aquellos de nosotros que hemos trabajado alrededor de otra gente en un gim-
nasio, sabemos exactamente lo que esto conlleva. Un ejemplo que hace al
caso: nos gusta hacer ejercicio juntos. Hemos desarrollado un programa que
nos va bien a ambos. Utilizamos la cinta ergométrica, la bicicleta estática y 35
unas pocas máquinas de pesas. Hemos dividido nuestro tiempo de manera que
uno de nosotros está en la cinta ergométrica mientras el otro está en la bici-
cleta, y así sucesivamente. Excepto cuando se trata de ser puntuales,
hallamos escasas dificultades en adaptarnos a los muy distintos ritmos de
cada cual. A Manfred le gusta hacer su rutina durante no más de una hora; a
Perle le gusta prolongar la suya durante bastante más de una hora. Por lo
general, nuestros ritmos sólo chocan cuando tenemos que ir a algún lugar o
hacer algo juntos al acabar. Es entonces cuando Manfred parece estar
“corriendo” y Perle parece estar “holgazaneando”. Solíamos volvernos locos
al tratar de cambiar los rit- mos del otro, hasta que un día descubrimos que
no había necesidad de cam- biar nada, sino que bastaba con no acordar hacer
cosas juntos antes o después de hacer ejercicio. Esta solución era tan sencilla,
que casi no caímos en la cuenta. Desperdiciamos mucha energía –primero
tratando de obligarnos el uno al otro a cambiar, y cuando esto no funcionó,
tratando de adaptarnos el uno al otro. Fue sólo cuando dejamos de intentar
hacer nada y nos limitamos a experimentar cada sesión de ejercicios de
nuevo, cuando descubrimos la armonía en nuestros ritmos enfrentados.
Ahora, cuando nos vemos abocados a situaciones que parecen totalmente
desalentadoras, a menudo encontramos las mejores oportunidades para
“movernos por nuestra cuenta juntos”. Pero esto sólo funciona cuando
dejamos de ser tímidos y nos permitimos bailar con el momento.
Por tanto, ¿qué tienes que hacer cuando la fácil y uniforme respiración
establecida en el zazen da paso a la inesperada intrusión de un accidente o de
una enfermedad? ¿Qué ocurre cuando una situación familiar de repente deja
de serlo? ¿Vives constantemente esperando que se produzca un desastre? ¿Te
obsesionas neuróticamente con la meteorología, por ejemplo, cuando vives
en “Tornado Alley (el Callejón de los Tornados)”? ¿O ves la oportunidad
de
practicar de verdad tu Zen convirtiéndote en uno con el ritmo de tu situación,
independientemente de cuál pueda ser?
Tan pronto como la mente se ve desafiada por un cambio inesperado de
acontecimientos, cae en picado. Es como un mono, habituado a hacer las
cosas de una sola manera y que odia ser apartado de su curso por algo nuevo.
Esta “mente de mono” se disgusta instantáneamente, se lo toma todo como
una afrenta personal: “¿Cómo puede ser que esto se entrometa conmigo?”.
“He aquí una nueva situación. No me gustan las situaciones nuevas que no
he creado yo”. “Odio las interrupciones que me obligan a alterar los ritmos
de baile cotidiano cuidadosamente coreografiado”. Tanto si se trata de un
acci- dente como de una enfermedad, o de un rechazo por parte de
alguien con
36 quien contabas, o de un grosero e-mail llegado a primera hora de la mañana
en el trabajo, o una llamada telefónica de la escuela anunciando que tu hijo
tiene una incapacidad lectora, éstos son los ritmos enloquecidos que exigen
madurez en Zen allí donde cuenta –no en la cima de una montaña, sino aquí
mismo, respondiendo con la acción apropiada. Tan reflejo y rítmico como la
respiración, puede adoptar innumerables formas: desviar bruscamente el
coche contra una acequia para evitar una colisión frontal, saltar para esquivar
a un patinador con patines de línea que viene directamente contra ti por la
pista destinada a hacer jogging, o negociar la paga con tu rebelde hijo de
doce años.
A fin de encontrar el ritmo de tu vida, tienes que cerrar la brecha entre ti
y todo lo que haces –no a base de seguir los pasos que tienes en tu cabeza,
sino bailándolo con la totalidad de tu mente y de tu cuerpo. El Zen no distin-
gue entre lo físico y lo espiritual. No dice que una persona iluminada vaya a
tener una marca negra y azul en la espinilla después de caer sobre el hielo.
Pero, al mismo tiempo, revela que la ocupada mente del mono es un árbitro
no fiable de la realidad. También demuestra que la absorción meditativa no
es exclusiva de los cojines, y que hemos de seguir practicando para llegar a
ser mejores bailarines dharma, más inclinados a improvisar. Cuando no
hacemos distinciones entre ritmos extraños y ritmos familiares, es menos
probable que seamos derribados por cambios abruptos. Más importante aún,
tenemos que entrar de un salto en el momento –sea lo que sea lo que nos
tenga reser- vado– si de verdad queremos bailar.
MATAR EL TIEMPO TAN SÓLO

DEBO IR
SUPLICANDO AGUA...
LOS DONDIEGOS DE DÍA
HAN CAPTURADO MI
POZO
CHIYO

CANSANCIO ESPIRITUAL

Al cabo de unos pocos años de practicar Zen, en ocasiones sentimos que


el cansancio se apodera de nosotros. Nuestras mentes son “capturadas” por
una insidiosa maleza que nos deja “suplicando agua”. Hemos dedicado tanto
tiempo y esfuerzo a nuestra práctica, y ahora, justo cuando estamos intentan-
do incorporar los veinticinco minutos de zazen diario en nuestras atareadas
vidas, descubrimos que hemos perdido el entusiasmo que hizo que nos sentá-
ramos al principio. Volvemos al cojín con regularidad, pero en realidad no
nos concentramos. Nuestras intenciones son buenas, pero por alguna razón
no logramos separarnos nunca mentalmente de nuestras atareas vidas.
Estamos tan acostumbrados a acumular una tarea tras otra, que la meditación
en sí se convierte en una parte de la lista de tareas. Nos levantamos por la
mañana e inmediatamente adoptamos un modelo robótico, para que podamos
llevar a cabo nuestras tareas rutinarias. Dejamos de prestar atención.
Dejamos de ser realmente perspicaces. Efectuamos una tarea con la finalidad
de pasar a la siguiente. Acabamos la siguiente para pasar a la otra. Antes de
darnos cuenta, el día se ha acabado, una acumulación de tareas preparadas
para ser almace- nadas y olvidadas. Lo único que hacemos es matar el
tiempo.
¿Por qué nos distraemos con estas cosas hipnóticas y aburridas? ¿Por qué
no nos parece interesante el momento de por sí? Supongamos que no estás
haciendo nada más que estar sentado en tu cojín, respirando. No estás partici-
pando en ninguna actividad, en ningún ritual interesante diseñado para favo-
recer un elevado estado de conciencia. Da la impresión de que estar simple-
mente sentado ahí en el momento es algo demasiado rígido, algo que carece
demasiado de acontecimientos. Puede ser incluso doloroso, como cuando de-
cimos de algo que es “dolorosamente aburrido”. ¿Cuándo desaparece el abu-
rrimiento y empieza el dolor? Algunas personas lo compararían con estar en
el sillón del dentista. Estar sentado durante veinticinco minutos puede ser
abu- rrido. También puede ser físicamente doloroso. En zazen, no hay la
música del dentista para distraernos de nuestro dolor en las rodillas, por
ejemplo. Pero, lo mismo que el sillón del dentista, ofrece una oportunidad
perfecta para enten- der el impulso de cerrar la mente a cualquier experiencia
que no sea “agrada- ble”.
Esta mente es tramposa y furtiva. Puede parecer tan inocentemente inteli-
gente o emocionalmente sensible, tan investigadora. Una de las cosas que
siempre hace, independientemente de cómo trabaja su engaño, es tratar de
ale- jarte del momento. Y siempre parece trabajar horas extraordinarias
durante el zazen. Como un parlanchín incesante sentado detrás de ti en el
cine, distrae
38 totalmente tu atención de la atracción principal y te pone a merced de una
narrativa aburrida y continua. ¿No es extraño que nos enfademos tanto contra
ese parlanchín en el cine, y sin embargo que le dejemos dominar plenamente
en nuestro zazen? Haríamos cualquier cosa para escapar del aburrimiento.
En lugar de sentarnos, leemos sobre los antiguos maestros Zen chinos,
pellizcándose la nariz unos a otros y arrojando bolas de nieve. Es mucho más
interesante. ¿Por qué no nos emocionamos con las divertidas historias de los
maestros, cuando nuestra propia práctica está tan rancia?

LA ESPADA MÁS AFILADA

Paradójicamente, el zazen en sí es la única manera de acabar con este


can- sancio. El zazen afila la espada de la atención y nos devuelve al
momento, que nunca es aburrido. Tanto si aparece como la brisa del
atardecer entrando por la ventana, o como el petardeo de un camión, cada
momento proporciona la chispa que “enciende nuestra vela dharma”, tal
como lo dice el maestro Wu- men. Ninguna ocasión es demasiado grande ni
demasiado pequeña, y el zazen las abarca todas.
Existe un koan que nos muestra el camino en la forma de una sencilla
pre- gunta: “¿Cuál es la espada más afilada?” Intentamos llevar con nosotros
este koan en todo momento. Ahora mismo, por ejemplo, ¿dónde está esa
espada afilada? Leyendo estas palabras, ¿dónde está? Ablandando nuestra
almohada,
¿dónde está? Tosiendo, ¿dónde está? No deberíamos desprendernos nunca de
esa espada –es decir, a menos que nos sintamos satisfechos con una existen-
cia que simplemente nos empuja, o que nos domine las veinticuatro horas.
No podemos permitir que el sentarnos se convierta en una penosa tarea más,
pasando rápidamente nuestros veinticinco minutos y luego hacer otra cosa,
TIEMPO

finalizando nuestra tarea, nuestra tarea de zazen del día. Debemos ver este
período como una maravillosa oportunidad, como un mundo lleno con poten-
cial de ser, por sí mismo.

NINGÚN OBJETIVO NI NADA QUE CONSEGUIR

Tómate los veinticinco minutos de zazen para simplemente dejarte mecer


en el deleite de la respiración. Concédete este emocionante momento en el
que experimentas una mente en paz. Limítate a sentarte, y en los primeros
momentos de tu meditación, simplemente cuenta tu respiración. Deja que
todo se vaya. Lánzate conscientemente al pozo del vasto espacio. Uno… 39
dos… tres. No hay nada que necesites saber, nada que necesites lograr.
Ningún lugar a donde ir, ningún lugar donde permanecer. En estos espaciosos
veinticinco minutos, ni los medios ni la racionalidad son aplicables. No sepa-
ras, no diferencias, no conceptualizas. Simplemente fluyes hacia delante
como una poderosa corriente. Uno… dos… tres. Y luego, dejas de contar y
permites que la propia respiración sea tu vehículo. La respiración en sí se
con- vierte en todo el universo, en todo lo que existe. Desplegándose con
naturali- dad, la respiración te lleva a este vasto e ilimitado espacio. Te
olvidas de ti mismo, y al olvidarte de ti mismo abres los ojos al momento. O,
más bien, es el propio momento el que se despierta a sí mismo. Puesto que
no hay nadie que se despierte ni nada que despertar. El despertar es justo
ahora. Simplemente el sonido del coche pasando por el exterior, el tictac del
reloj, la fragancia del incienso. Es una unidad, una relación íntima, una
inmediatez que constituye su propio propósito, meta y objetivo.
Nunca pondremos suficiente énfasis en la importancia que tiene abando-
nar el modo de pensar objetivo y orientado hacia una meta, el estado mental
en que haces algo para que las cosas se hagan. Viviendo así, te excluyes del
momento, que no tiene meta ni nada que conseguir. Realmente, el momento
no tiene nada que conseguir. Pero al mismo tiempo, cuando el momento se
manifiesta, todo se logra. El logro se produce; simplemente sucede. La respi-
ración es logro. El afecto es un logro. El sonido es un logro. Simplemente
cuando las cosas se manifiestan, es así como afilamos la espada. Así es como
transformamos nuestro zazen en lo que el Buda llamaba un “hábil recurso”
para comprender el momento, nuestras mentes originales –que, por supuesto,
son todas la misma cosa–.
PARARSE COMPLETAMENTE

Nuestro anterior maestro Robert Aitken solía describir el zazen como


“detenerse del todo”. Esto es muy importante, porque si no nos paramos,
esta- remos condenados a vagar por nuestro mundo de distinciones haciendo
añi- cos todas las experiencias. En este mundo de hacer distinciones, donde
todo se convierte en una tarea penosa, vivimos sabiendo más que siendo.
Siempre estamos viajando, pero nunca llegando de verdad. El mundo de
hacer distin- ciones es importante, pero necesita ser complementado por la
resolución del reloj que hace tictac como un fin en sí mismo, o la respiración
inhalando y exhalando siguiendo su propio ritmo. Necesitamos poner estos
dos mundos
40 juntos. Pero sólo podemos hacerlo si trabajamos en ser en el momento, que es
de lo que se trata el zazen. No hay necesidad de preocuparse por el mundo de
las tareas penosas; lo sabemos de sobras.
No dejes que el zazen degenere convirtiéndose en una tarea penosa más.
No lo objetives poniéndolo en tu lista de cosas que hacer. Atesora tu zazen.
Conviértelo en la celebración del regreso al momento. Mira si tiene un catali-
zador que te ayude a llevar el mismo frescor a todas las demás actividades de
tu vida cotidiana. Afila tu espada y deja que brille. Afila el momento y goza
de su resplandor. No dejes escapar esta oportunidad. No te contentes en ir
simplemente a la deriva. No te prives a ti mismo de lo “verdadero” –la fasci-
nante y viva experiencia del momento– cambiándolo por una vida seca, abu-
rrida y de segunda mano. No desperdicies tus preciosos veinticinco minutos
de zazen. Deja que cada momento sobre tu cojín sea la gloriosa
manifestación del Tathagata.
TIEMPOS DIFÍCILES,
GRANDES CAMBIOS

SOBRE LAS RUINAS


DE UN SANTUARIO,
UN CASTAÑO
TODAVÍA LEVANTA SUS VELAS
BASHO

EL ROSTRO DE LA DERROTA

Hasta que no nos vemos golpeados por grandes cambios, no solemos dar-
nos cuenta de cómo cambia la vida y nosotros mismos momento a momento.
Especialmente frente a una pérdida, incluso personas que han estado
meditan- do durante años se ven abocadas a una nueva relación con el
tiempo. Nos damos cuenta de esto después de una conversación con una
amiga que ha sufrido un cambio traumático en su vida, cuando un tornado se
llevó no sólo el ambiente físico tan querido por ella –la casa, el jardín, los
árboles y el lago donde había crecido– sino también su percepción de sí
misma como artista. Dijo que tenía la sensación de que toda su identidad
había sido “desarraigada”. Escucharla me hizo llorar, no porque la casa no
pudiera reconstruirse ni los árboles replantarse, sino por nuestro
compartido apego humano a estas cosas que apreciamos tanto. ¿Qué
queremos decir, por ejemplo, cuando hablamos de volver a nuestra
“verdadera casa en el momento” ante un desas- tre como éste? ¿Qué
sensación produce verse convertido en añicos por el
cambio?
Veamos esto en una escala menos monumental. Todos tenemos “tesoros”
personales de los que nos duele desprendernos, como por ejemplo aquel par
de zapatos que no tenemos ganas de tirar aun cuando se están cayendo a
peda- zos. Nos sentimos tan a gusto con ellos que se convierten en
extensiones de la vida relajada y feliz que más nos gusta. Nuestro vecino, por
ejemplo, tenía un par de sandalias que quería mucho. Se las ponía a diario.
Después, el mismo día en que regresaba de un viaje y dejó sus sandalias en el
portal, se las robaron. Hizo bromas sobre este asunto, pero su sentimiento de
pérdida era evidente incluso mientras reía. No existe comparación posible
entre que te roben las sandalias y perder la casa de tu infancia en un tornado,
por supues- to, pero ambos casos conllevan la sensación de haber sido
violado personal-
mente por el cambio. Es ésta la sensación con la que tenemos que enfrentar-
nos cuando nuestro sentido del yo, nuestro “santuario”, ha sido “arruinado”.
¿Dejaremos que nuestras crisis personales lleguen a tener tanta trascen-
dencia que ya no nos quede tiempo para el zazen? Se puede argumentar que
es lógico reducir tus actividades normales cuando nos enfrentamos a tiempos
difíciles, en especial si implican grandes cambios en la vida, como por ejem-
plo el paro, un divorcio, una enfermedad o la muerte de un ser querido. Es
comprensible que necesitemos toda nuestra energía para hacer frente al dolor
y a la pérdida provocados por tales acontecimientos. No queremos que nos
“distraigan” otras actividades. Parece natural decir: “No quiero que me
moles- ten con esto en este momento. Tengo problemas verdaderamente
graves que
42 resolver; tengo que concentrarme en ellos”. Ésta parece una respuesta natural,
pero en realidad es una estrategia para aumentar el dolor y el sufrimiento.
¿Por qué? ¿Qué es lo que estamos haciendo?

ZEN Y CRISIS PERSONALES

Cuando decimos “hay un problema en mi vida, por lo que no tengo tiem-


po para practicar”, nos estamos apartando de nuestra práctica, convirtiéndola
en un objeto que está “ahí fuera”. De hecho, estamos objetivando tanto nues-
tra práctica como nuestro problema. “Me estoy divorciando”, por ejemplo, se
convierte en una cosa exterior, opuesta al yo. El zazen, también, es tan sólo
otro objeto externo y desconectado enfrentado a nuestro sentido del yo. Al
separarnos o desconectarnos de esto que se llama “divorcio” y de esta cosa
llamada “práctica de zazen”, en realidad estamos incrementando el dolor ya
provocado por el divorcio. No podemos resolver de verdad nuestra situación,
porque no entramos en ella de pleno. Al externalizarla, no nos convertimos
de verdad en uno con lo que está sucediendo ahora mismo, con lo cual
llegamos siempre un poco tarde. Comenzamos a pensar en círculos
interminables, meditando sobre nuestra crisis, tratando de abordarla como si
fuera un obstá- culo que bloqueara nuestro camino. Puesto que gastamos
tanta energía luchando con ella, no tenemos tiempo para otros “objetos
externos”, tales como la práctica del Zen.
Esto ocurre cuando no hemos llegado a intimar de veras con el Zen; no
hemos entendido, en un sentido profundo, que no se trata de una cosa no
esen- cial de nuestras vidas. No comprendemos que –al igual que comprar
víveres, arreglar el coche, comprar una casa nueva o perder la vieja– nuestras
crisis personales no son cosas externas. Por lo contrario, constituyen el
contexto
TIEMPO

mismo de nuestra práctica del Zen; de hecho, son nuestra práctica del Zen.
Todas ellas son pequeños hilos de la gigante red básica que llamamos vida,
que se nos revela maravillosamente en el acto de sentarnos.
Cuando estés experimentando un intenso momento de crisis, intenta lo
siguiente. Concéntrate simplemente en tu respiración mientras inhalas y
exha- las, y descubrirás que aquello que tú creías que era la forma externa y
sólida de tu crisis no es sólida en absoluto. Verás que no es una piedra en
medio de la carretera, sino un acontecimiento fluido, cambiante y
transitorio. Deja que la respiración te muestre que el dolor que experimentas
como reacción a tu crisis no es absoluto, sino relativo; es parte de una vasta
red de interdepen- dencias compuesta por la respiración, el sentarse, el
hablar, el caminar y, sí, el
sentir dolor. Deja que la respiración desenrede la madeja de momentos entre- 43
tejidos que forman nuestro tapiz kármico, los modelos de experiencia, las
cosas que nos agradan y las que nos desagradan. Muy pronto descubrirás que
el Zen no es una práctica extracurricular, para el buen tiempo.
El Zen básico –la vida ordinaria– no tiene un referente externo, no tiene
nada externo a sí mismo. Esto es especialmente cierto durante momentos de
crisis personales, cuando más necesitamos el Zen para entrar en el momento.

UN PIE DELANTE DEL OTRO

La pintura china es famosa por sus paisajes naturales. Montañas, valles y


ríos a menudo ocupan la mayor parte de la tela. Pero en ocasiones hay un
diminuto sabio errante calzado con sandalias de paja y una mochila a
cuestas, caminando alegremente desde las cimas a los valles, desde las orillas
de los ríos hasta las montañas. A veces, tiene claras dificultades para escalar.
En otras ocasiones, se lo toma con calma, sentándose sobre una balsa y
flotando río abajo. En algunas pinturas llueve, y en otras el sol brilla. Pero,
con inde- pendencia de las circunstancias externas (contexto), el sabio
errante siempre prosigue su viaje. Aunque siempre están cambiando, las
circunstancias y el viaje son en realidad una misma cosa.
Hemos de ser como ese sabio errante, dejar que podamos sentir el dolor y
percibir el esfuerzo que exige subir la montaña, y no detenernos con la excu-
sa de que es demasiado doloroso continuar. Poner un pie delante del otro y
seguir avanzando es lo mismo que prestar atención a una respiración tras
otra. Eso es el zazen. Ésa es nuestra práctica. La crisis personal es Zen. Zen
es cri- sis personal. Simpre en transformación, la crisis personal no es más
que un contexto en el siempre cambiante cuadro de los modelos de la vida.
Sólo si
entramos de lleno en el cuadro, sabiendo que el contexto es siempre una plu-
ralidad de cosas, somos capaces de dejarnos ir y entender ese cambio. Sólo
entonces somos capaces de transformarnos a nosotros mismos y a nuestras
crisis. Es esencial seguir caminando, no dejar nunca de practicar. Si hemos
de abrirnos plenamente al acontecimiento que se ha convertido en el
contexto de nuestra práctica, en lugar de usar una crisis como excusa para no
sentarnos ne- cesitamos prestar atención al momento y a la respiración –
ahora más que nunca–.
No hay nada que podamos hacer con el “ambiente externo”. La transfor-
mación viene sola. Es suficiente que dejemos que suceda. Esto no quiere
decir que debamos ser pasivos ni fatalistas con respecto a las cosas. Más
bien se
44 trata de estar alerta, de tener cuidado en no resbalar hacia el abismo de la des-
esperación. Por otro lado, podemos creer que estamos siendo “espirituales” o
“desprendidos” al rehusar identificarnos con los tiempos difíciles. Pero en
realidad nos estamos engañando. Esto es tan sólo otra forma de cerrarnos al
contexto.
Lo que emergió de nuestras conversaciones con nuestra amiga que había
perdido su casa en el tornado no era un falso desapego, sino estar básicamen-
te centrada, negarse a ser arrastrada por el acontecimiento. Esto era una señal
de su compromiso con la práctica del Zen. En medio de sus problemas, ella
sabía que su verdadero hogar no podría ser nunca destruido. Seis meses des-
pués, llamó para decirnos que ella y su marido e hijos estaban plantando nue-
vos árboles en la propiedad que rodea el lago. “Es sorprendente cómo ha
vuel- to a crecer la hierba, incluso más espesa y verde que antes”, dijo.
Entonces, tras una leve pausa, añadió: “Después de todos estos años de
pintar, creo que por fin he llegado a entender lo que es el verde”.
CONFIAR EN EL MOMENTO

EN EL ANTIGUO SANTUARIO
LÁMINA DE ORO DESLUSTRADO...
Y HOJAS VERDES
DESPERTANDO EL TIEMPO
CHORA

VER POR PRIMERA VEZ

Mientras que el Zen básico no tiene “objetivo”, lo cierto es que la prácti-


ca tiene sus recompensas.
Lo que ocurre es que dichos beneficios no son visibles inmediatamente.
No se manifiestan al cabo de dos semanas ni de dos meses de sentarse, sino
sólo gradualmente. En ocasiones hacen falta años. Es como si la niebla se
fuera levantando lentamente, permitiéndonos ver con mayor claridad los con-
tornos de los ríos y de las montañas, casas, animales, árboles y personas.
Tras décadas de zazen, nos despertamos en “la lámina de oro deslustrado y
hojas verdes” por primera vez.
Con demasiada frecuencia, la palabra “Zen” nos hace imaginar todavía
hombres de expresión pétrea vestidos de negro sentados inmóviles en el
vacío. La casa estalla a su alrededor, pero “¿y qué? Construiremos otra. Todo
es transitorio, al fin y al cabo”. Algunos de sus seres queridos fallecen, y
dicen “Ah, es la vida y la muerte. No me concierne”. Atacados por una
enfermedad, le quitan importancia comentando: “Es el orden natural de las
cosas. ¿Por qué me tiene que molestar esto?” Esto es muerte en vida; no
tiene nada que ver con nuestra existencia humana “básica”. Si el Zen fuera
así, nosotros seríamos los primeros en huir de él.

ECUANIMIDAD BÁSICA

Aunque ha salido unas pocas veces en estas páginas, “ecuanimidad” es


una palabra que no usamos con gran frecuencia. Preferimos hablar de con-
fianza. La “ecuanimidad básica” es una confianza fundamental en todo lo
que thalagata ofrece: todos los acontecimientos y, sobre todo, todos los
momentos
TIEMPO

que componen nuestra vida cotidiana. Nunca pondremos suficiente énfasis


en lo importante que es confiar en el momento, si queremos cambiar nuestra
rela- ción con el tiempo dominada por la ansiedad. Debemos empezar
derribando la pared que nuestras mentes conceptuales erigen entre nosotros
mismos y el momento. Se trata de eliminar divisiones y experimentar la
interdependencia: simultáneamente cambiando, y siendo cambiados por el
momento. Para entrar en una relación tan íntima con el momento,
necesitamos tener una confianza sin condiciones. Necesitamos confiar en la
vida misma. Tampoco queremos decir aceptar inocentemente los
acontecimientos externos a medida que se producen. En absoluto. Estamos
diciendo que hemos de confiar en el hecho de que nuestra identidad, aquello
que consideramos un “yo” estático, es en
46 realidad un acontecimiento dinámico que siempre está cambiando.
La respiración es el vehículo de nuestra existencia, y es la única manera
de desarrollar una confianza fundamental en el momento. Cuando nos senta-
mos sobre nuestros cojines y simplemente vamos a la deriva, dejándonos lle-
var por el pasado o por el futuro, no estamos confiando en el momento. Es lo
contrario de la ecuanimidad. Confiar en el momento significa confiar en la
respiración, fundirse con ella. Al perdernos en cada momento de la respira-
ción, establecemos un flujo mutuo ilimitado. Confiamos en el aliento y el
aliento confía en nosotros. Cada aliento que damos es devuelto, satisfacién-
donos completamente. No necesitamos nada más; el objetivo y el propósito
se convierten en una misma cosa. En ese momento, nuestra respiración
expresa plenamente todo lo que existe. La totalidad del universo es parte del
proceso, literalmente.
Cuando la respiración y el momento se funden, no hay nadie que se
quede fuera comentando: “Bueno, ¿está respirando ahora todo el universo?”.
También este narrador confía suficientemente en la respiración como para
renunciar a su posición privilegiada. Nada ni nadie se quedan fuera. Es lo
que el maestro japonés de Zen Dogen quería decir con la expresión “una
verde montaña caminando”. No una persona dando un paseo, sino todo el
universo caminando.
Cuando realmente confiamos en el momento, arrastrados por nuestra res-
piración con la misma ligereza que el vapor de las nubes, nuestras mentes
pueden finalmente detenerse y descansar. No se trata del descanso
petrificado y congelado de los muertos vivientes, sino de la facilidad
dinámica y vivien- te de inhalar y exhalar, de expansión y contracción. No
hay final para el flujo cambiante. Viajamos sobre él, como el despreocupado
niño que monta el buey en los famosos cuadros Zen de pastoreo de bueyes.
Eso es la ecuanimidad, eso es la confianza. ¿Es sencillo? Quizás sí que lo es
en el zazen, pero no tan a
menudo en la vida cotidiana. Estamos viajando con suavidad, y las circuns-
tancias cambian de repente. Aparece una bandera roja, el buey enloquece y
somos arrastrados, agarrándonos a sus cuernos para salvar la vida. Es enton-
ces cuando hemos de aprender a confiar incluso en los momentos que nos
desagradan.

CONFIAR EN LOS MOMENTOS QUE NOS DESAGRADAN

En ocasiones, en medio de un día frenético en el trabajo, nos damos


cuenta de que estamos esperando que llegue un atardecer de zazen.
Realmente anhelamos el momento en que finalmente podamos sentarnos en 47
nuestros cojines y abandonarlo todo. Sin embargo, tan pronto como estamos
perfectamente en posición, nos vemos asaltados por pensamientos. Nuestro
día enloquecido nos ha seguido hasta el zendo, y por mucho que contemos
nuestra respiración no podemos ahuyentarlo. Los pensamientos son dema-
siado fuertes, y no podemos relajarnos. Parece que no podemos generar un
esfuerzo suficiente como para abandonarlos; nuestros pensamientos son tan
poderosos que arrollan la escasa confianza que podamos reunir en aquel
momento. Pero precisamente porque nos desagradan con tanta intensidad,
estos momentos tan desapacibles ofrecen la mejor oportunidad para cultivar
la confianza. Puesto que no hay donde ir, y no podemos hacer nada para
escapar de ellos, simplemente nos sentamos y respiramos como esos frené-
ticos pensamientos. Al confiar en este momento de pensamientos frenéticos,
reconocemos que no hay distinción entre “yo” y “ello”. No hay nadie que
tenga pensamientos frenéticos, lo único que hay son momentos de pensa-
mientos frenéticos que saltan como fuegos de artificio. El zazen nos propor-
ciona la confianza para entrar de lleno en estos momentos, tanto si nos resul-
tan agradables como si no.
Supongamos que estás planeando una cena íntima iluminada con la luz de
una vela para celebrar el cumpleaños de tu marido. Estás saliendo por la
puer- ta de tu oficina, cuando tu secretaria te dice que tu jefe te está
llamando. Cogiendo la llamada, te enteras de que hay un problema en un
programa de ordenador que sólo tú sabes cómo solucionar, y que tendrás que
quedarte durante tres horas más. Lástima de cena de cumpleaños para tu
marido.
¿Qué harás ahora? El simple hecho de que practiques Zen no significa
que no vayas a sentirte desilusionada o incluso terriblemente, de mal humor.
La cuestión estriba en dejar pasar esta ola de desilusión a través de ti,
aceptarla, estar allí con ella y convertirte en una con ella. Es importante
admitirla.
Muy a menudo, no reconocemos nuestras desilusiones, y en lugar de ello
elegimos roerlas durante horas, días o semanas, quizás muy largas. Lo mejor
es reconocerlas de inmediato y luego pensar en otra cosa. Por tanto, debes
lla- mar a tu marido y explicarle la situación; confías en el momento
ocupándote de él. Te haces una con esa llamada telefónica, abierta a la
interacción, a la desilusión de tu marido, y regresas al ordenador y confías
también en ese momento. No te separas de las siguientes tres horas de trabajo
por el hecho de querer estar en otro lugar. No pasas las tres horas siguientes
maldiciendo a tu jefe. Te ocupas de la cuestión que tienes entre manos, plena
y totalmente, prestándole toda tu atención, y luego pasas a otro asunto.
Confías en los momentos de corrección de la dificultad, de compilar la
lista de clientes a
48 los que tienes que llamar, de levantarte y estirarte de vez en cuando.
Al aceptar tu desilusión en el momento en que se presenta, estás confian-
do en el momento; pero cuando ese momento llega a su fin, no lo realimentas
una y otra vez, simplemente pones tu confianza en el momento siguiente en
cuanto aparece, y así sucesivamente, deslizándote a través de los momentos
que te desagradan.

VINCULARSE CON LA VIDA

Contrariamente a lo que a la mayoría de nosotros se nos hace creer, la


ecuanimidad incluye la capacidad de expresar ira cuando está presente, pero
sin violencia. Tenemos que expresar la verdad de un momento de ira con la
misma honestidad que derrochamos en un momento de amor; de lo contrario
no seremos capaces de concentrarnos en la resolución de los problemas con-
formen se vayan presentando. Como practicantes de Zen básico, buscamos
experimentar y expresar la verdad de todos los momentos. Jugar con un gato,
contarle una historia a nuestro hijo, hacer el amor con nuestra pareja, tocar
nuestra pieza musical favorita, sentir el frío de una mañana de noviembre
en nuestra piel, expresar el “verde” sobre una tela, todas estas cosas son ver-
daderas expresiones de ecuanimidad Zen. Demuestran cómo establecemos
una relación íntima con el momento. Inevitablemente, el toma y daca condu-
ce a una genuina experiencia de interdependencia.
Cuando nuestra identidad deja de estar separada de la del momento, nos
vinculamos con todos esos momentos que llamamos “vida”. No hemos de
convertirnos en dioses, ni desapegarnos de lo que supone ser un ser humano.
Pero mantenerse apartado del momento y tratar de manipularlo tampoco es
ser humano. A esto se le llama sufrimiento. Está directamente opuesto a la
interconexión de las cosas. Todas las grandes tradiciones espirituales nos
dicen que hay un modo de escapar del sufrimiento, y que ello tiene algo que
ver con reconsiderar los fundamentos de nuestra existencia humana. Todas
ponen hincapié en la necesidad de una transformación del egoísmo al desin-
terés, lo cual no quiere decir renunciar totalmente a la individualidad.
Significa la plena realización de lo individual en el acto de unión con todo lo
demás. Es una transformación en la que el yo se abre y, al volver a conectar
con un todo vibrante, se hace uno con el universo entero. Todo lo que hace
falta es confianza en el momento.

49
Esta página dejada en blanco al propósito.
MÁS ALLÁ DEL TIEMPO
NIEVE SUSURRANDO
DURANTE TODO EL
DÍA LA TIERRA SE HA
DESVANECIDO DEJANDO SÓLO
EL CIELO
JOSO

HACERSE ETERNO

Estos días, con todo lo que se dice sobre seres humanos manipulados
genéticamente, la gente a menudo nos pregunta si creemos que el zazen se
quedará obsoleto. ¿Por qué iba un androide perfecto, dirigido por un ordena-
dor, a sentir la necesidad de despertar a un mundo en el que “la tierra se ha
desvanecido dejando solamente el cielo”? Respondemos diciéndole que
regrese al momento. Ahora mismo, todavía estamos hechos de carne y hueso,
todavía tratando de hallar el fin del sufrimiento y todavía comprometidos con
el camino de Buda. No obstante, las condiciones cambiantes exigen un exa-
men constante de ese compromiso. Particularmente en Occidente, a comien-
zos del siglo XXI, ¿qué es lo que convierte la práctica del Zen básico, basado
como está en un antiguo budismo chino, eterno?

PRÁCTICA DEL CAMINO DEL BUDA

Empezamos con el Buda. Seguro, la nuestra no es una interpretación orto-


doxa del “camino del Buda”. Está inspirada por los principios democráticos
occidentales. La practican personas laicas y sin experiencia monástica; religio-
samente hablando, no es ni siquiera budista de verdad. No nos “refugiamos en
el Buda” como fundador del budismo o como una figura de salvación. A pesar
de la advertencia de Buda a sus estudiantes, esto es exactamente lo que sucedió
en la India después de su muerte. Sus discípulos lo convirtieron en un dios, y
hoy en día la mayor parte de los budistas asiáticos le rezan de la misma forma
que los occidentales rezan a su dios. Se refugian en él como un poder superior;
no creen en su propia capacidad para llegar a ser ellos mismos Budas; es decir,
para meditar y descubrir la salvación por su cuenta, tal como Buda enseñó.
En muchos países asiáticos budistas, los seglares consideran que hacer
buenas obras es su único deber religioso. Apoyan a los monasterios, los tem-
plos y los clérigos a fin de hacer méritos. Hacen esto para que en alguna vida
futura se reencarnen como monjes, puesto que creen que es importante tomar
un cuerpo humano para llegar a la iluminación. Es delegar la religión, dejan-
do que Buda y quienes hacen de la vida religiosa su profesión realicen el tra-
bajo espiritual que deberían hacer ellos. En compensación, estas buenas per-
sonas laicas sostienen a los monjes. Después de haber pasado por un número
suficiente de reencarnaciones como cabezas de familia, tienen la esperanza
de haber ganado el derecho de practicar el camino de Buda. Hasta entonces,
con- sideran que su “práctica” es asistir a los servicios religiosos, rezar,
sostener a
52 religiosos profesionales y ejecutar rituales religiosos.
Viviendo en Hawai, descubrimos lo distinta que era nuestra práctica ame-
ricana del budismo Zen de la de los americanos de origen asiático que habían
nacido como budistas, en lugar de quienes, como nosotros, lo habían adquiri-
do. Fuimos buenos amigos de un monje Zen vietnamita muy especial, el
reve- rendo Thich Thong Hai, el abad de un templo sito en una encantadora
ladera en Honolulú, y siempre subíamos a visitarlo cuando estábamos allí.
Cuando fuimos invitados por primera vez a su templo, esperábamos
sentarnos en zazen y quizás participar en algunos cantos. Después supimos
que habría un almuerzo vegetariano tradicional de la comunidad vietnamita.
Fue una sor- presa descubrir que no iba a haber meditación, que incluso dos
jóvenes mon- jes asistentes del reverendo Hai estaban demasiado ocupados
ejecutando una diversidad de rituales como para sentarse, y que el mismo
reverendo Hai diri- giria un prolongado servicio y que daría un sermón
dominical, exactamente igual que todos los demás clérigos de las iglesias de
Honolulú. El templo esta- ba dedicado en gran medida a servir a una
numerosa congregación vietnami- ta laica sin experiencia en la meditación.
Por tanto, tras el servicio, entramos junto al reverendo Hai y sus dos monjes
en el vestíbulo de Buda, encendieron incienso y se sentaron en zazen durante
diez minutos antes de unirse a los demás en el comedor para un riquísimo
banquete vegetariano.
Hablando con el reverendo Hai, descubrimos que la congregación no
esperaba ser dirigida en meditación, y que sus obligaciones no tenían tanto
que ver con la práctica del Zen, que había estado llevando a cabo desde su
ordenación a los cinco años de edad, como con dar servicio a la comunidad.
En esto, había tenido un éxito notable. Como “boat person” (refugiados que
huyeron de Hawai en pequeñas embarcaciones) que llegó a Hawai sin nada,
estableció un centro de enseñanza profesional y atención de la salud para
inmigrantes recién llegados, y hace poco había conseguido crear una escuela
TIEMPO

budista vietnamita para niños y una casa de salud para ancianos. Cuando le
preguntamos quién hacía zazen, el reverendo Hai sonrió y dijo:
“Principalmente occidentales, personas como ustedes dos, y ocasionalmente
algún monje budista occidental de paso hacia el continente procedente de
Asia”. No estaba siendo sarcástico. De hecho, le complacía que la práctica
del Zen que había enseñado en el monasterio en Vietnam la llevaran a cabo
per- sonas occidentales laicas.
El budismo asiático tradicional es muy similar a nuestro propio estilo
judeocristiano de culto. La comunidad religiosa, compuesta por laicos, se
reúne en un templo para celebrar las fiestas, los nacimientos y los matrimo-
nios, y para conmemorar la muerte. No es distinto de lo que hemos visto
desde
la infancia. Por tanto, ¿qué tiene todo esto que ver con experimentar el 53
Camino de Buda? ¿Qué hay de eterno en esta práctica? Dos minutos de silen-
cio es todo lo que obtendrás un domingo en cualquier templo budista. Es casi
exactamente lo mismo que los dos minutos de “meditación” que hallarás en
cualquier iglesia o sinagoga. ¿Es esto lo que queremos decir con el término
Zen básico?
Incluso aunque desterremos todos los símbolos y rituales asiáticos, no
podemos negar que el Zen es una práctica de meditación arraigada en la espi-
ritualidad budista. En ella todo apunta a la experiencia de Buda sobre la ver-
dadera naturaleza del yo. Por consiguiente, la esencia del Zen Básico es el
zazen. Si nos agrada efectuar rituales budistas, bien. Pero es nuestro compro-
miso diario de sentarnos sobre nuestros cojines lo que cuenta de verdad. Es
tomar nuestro lugar, como el Buda sentándose en meditación bajo del árbol
Bodhi, mirando hacia arriba, contemplando la estrella de la mañana y desper-
tando a nuestra verdadera naturaleza. Éste es el camino “básico” de refugiar-
se en el Buda. Es comprometernos en despertar en este mismo cuerpo, cono-
ciéndonos a nosotros mismos como Buda, responsabilizándonos de nuestra
propia salvación. La nuestra no es una práctica religiosa en el sentido tradi-
cional. Más que adorar a Buda, continuamos su práctica de despertar a cada
momento –bien formalmente, sobre nuestros cojines, en el trabajo, o en
casa. En cada una de las facetas de nuestra vida, nos refugiamos en el Buda.

SÉ UNA LÁMPARA ENFOCADA HACIA TI MISMO

La práctica del zazen en el tiempo está en sí misma fuera del tiempo.


¿Por qué? Porque no tiene como objetivo ganar nada, no indica el número de
horas, años, buenas obras o vidas que se necesitan para llegar al Buda. Lo
único que
necesitamos es estar despiertos, con independencia de dónde estemos o de lo
que estemos haciendo, entregados como el mismo Buda a la respiración, a
comer, hablar, sentarse, sentir y amar. El Buda nunca pidió a nadie que cre-
yera en su experiencia. Aconsejó a sus estudiantes que “fueran una lámpara
dirigida hacia sí mismos”. No sigáis a nadie, no os creáis las palabras de
nadie. No permitáis que nadie sea vuestro salvador. Es difícil para la gente
asumir esta responsabilidad. Es mucho más fácil vivir por persona interpues-
ta a través de grandes maestros religiosos –especialmente cuando, dada la
dis- tancia en tiempo y cultura, los ponemos en un pedestal. Es mucho más
fácil refugiarse en la experiencia de alguna otra persona. En este aspecto, los
seres humanos somos extrañamente parásitos. Y aun así, Buda nos dice que
sea-
54 mos nuestra propia autoridad, que nos mantengamos sobre nuestros propios
dos pies. Hemos de tener el coraje de saltar fuera del tiempo, de zambullirnos
en la práctica sin ninguna otra garantía que nuestra determinación de caminar
por el Camino de Buda. Se necesita mucho valor para desprenderse de todos
nuestros conceptos, nociones y rituales. Es muy severa esta práctica de “nada
especial”. Quizás ésta es la razón por la que tanta gente prefiere leer sobre
ella que llevarla a cabo. Se sienten atraídos por la “estética Zen”, para acabar
des- cubriendo, cuando de verdad se sientan sobre los cojines, que no hay
expe- riencias “estéticas”, sólo rodillas doloridas y un tiovivo de
pensamientos.
Convertirse en una lámpara dirigida hacia uno mismo significa fundirse
con el momento cambiante. Es compartir la mismísima experiencia que el
Buda está teniendo en este preciso instante, sobre este mismo cojín. No hay
distinciones entre el Buda y tú. Éste es el motivo por el que, a diferencia de
sectas budistas más tradicionales, el Zen nos aconseja “matar” el Buda cuan-
do lo encontremos. Lo que matamos en la idea de Buda que nos impide ser
Buda. ¿Cómo hemos de hacerlo? Sólo el zazen nos orientará en la dirección
correcta. Una vez nos sentamos, todos los objetivos se desvanecen. El tiempo
se vuelve eterno. La paz mental emerge por sí misma.
espacio
Esta página dejada en blanco al propósito.
PUNTOS DE VISTA
EQUIVOCADOS

ESPACIO
HACIA UNA NOCHE FRÍA
HABLÉ EN VOZ ALTA...
PERO LA VOZ NO
ERA NINGUNA VOZ QUE YO CONOCIERA
OTSUJI

LOS TRES “VENENOS”

Localizar el yo en el espacio consiste en construir un hogar en el univer-


so. En la vida cotidiana, comienza marcando un lugar en cada dirección. Al
igual que el tiempo, el espacio también es temporal, y nuestro pequeño trozo
de terreno está siempre cambiando. Así pues, ¿qué sucede cuando nos halla-
mos en un espacio que no nos gusta, donde hay algo “que no está bien” por
lo que concierne a la vista? ¿Nos rendimos ante los “venenos” de la codicia,
el odio y la ignorancia, y dejamos que el yo corra en estado salvaje?
Buda nos enseñó que toda vida es una expresión de sufrimiento; todo lo
que existe se halla en un estado de flujo, una condición consistente en ser
arrastrado por trshna, que puede traducirse como “sed”, “estar apegado” o
“deseo”. Como consecuencia del deseo, se llega a la existencia. Al llegar a la
existencia, se sufre. El mensaje central del budismo es que el fin del sufri-
miento radica en el “cese” del deseo. A medida que el budismo se fue exten-
diendo hacia China, Tíbet, Vietnam, Corea y Japón, dejó detrás su modelo
Threvada indio original, y llegó a ser conocido como Mahayana, o en el caso
del Tíbet, Vajrayana.
La gran diferencia entre el budismo Theravada original y su rama
Mahayana, es que en el último hay ciertas formas de deseo y de apego a las
que nunca se renuncia. Uno de ellos es el deseo de salvar a todos los seres
del mundo, manifestado en el Bodhisattva que cantamos tras sentarnos en
zazen. Puesto que la práctica de salvar a todos los seres no tiene fin, no hay
“cese”, no hay nirvana. Así, al mantener viva la “sed”, los budistas
Mahayana no experimentan nunca completamente el fin de convertirse en
algo.
ESPACIO

CODICIA

Para los practicantes del Zen básico, es importante entender que la “sed”
también tiene que ver con la codicia de tener experiencias, que conllevan
sufrimiento. Éste no es el tipo de apego que nosotros, como bodhisattvas
prac- ticantes, queremos mantener. Sin embargo, hay una diferencia
fundamental entre la codicia y el deseo “legítimo”, o lo que llamamos
“apego saludable”. Para empezar, la codicia tiene siempre como objetivo el
engrandecimiento o expansión del yo a costa de todo y de todos los demás.
La imagen que nos gusta emplear es la de una hierba creciendo de forma
descontrolada, que asfi- xia todas las demás formas de vida en el campo. El
apego sano, por otro lado,
58 tiene como finalidad mostrar compasión, tener consideración por los demás,
dejándoles espacio para crecer.
Enfrentarse a la codicia es esencial para la práctica del Zen básico. Desde
la primera inspiración que tomamos tras haber sonado la campana señalando
el período de comienzo del zazen, estudiamos el modo en que emerge la
codi- cia. Forma parte del proceso de contemplación del asombroso
funcionamien- to del yo. Sobre nuestros cojines experimentamos cuando
incesantemente se mueve la mente; con qué facilidad se distrae; cómo le
gusta acumular y refun- dir conceptos, ideas, recuerdos y fantasías. Ésta es
probablemente la forma más básica de codicia –fijarse en nuestras ideas y
objetivos favoritos. Antes de que podamos darnos cuenta, dejan de ser ideas
y se convierten en ansias que anhelamos cumplir. A esto nos referimos
cuando hablamos de engrande- cer o expansionar el yo.
Codiciar dinero es quizás la mayor preocupación en nuestro campo
básico de práctica. Suele empezar con un sincero deseo de un aumento de
sueldo. Inofensivo, en principio. Pero en lugar de detenerse allí, la mente
elabora una historia. “¿Qué podría tener si mi profesión fuera otra o, mejor
todavía, si hubiese nacido en el seno de una familia rica?”. El pensamiento
pronto se con- vierte en algo más que una cuestión de dinero. Antes de que
nos demos cuen- ta, quedamos atrapados en un círculo giratorio de
pensamientos sin fin gene- rados por nuestro deseo inicial. Ya no pensamos
en dinero, sino en situaciones que nos gustan y que nos desagradan. Ahora
estamos apuntalando el yo, bus- cando modos de hacerlo inmune al cambio y
a la muerte. Evocamos placeres que nunca se acaban, fortunas que nunca se
convierten en infortunios. En resu- men, estamos hipnotizados por la codicia.
Por supuesto, toda nuestra sociedad está basada en este principio de codicia.
Se le llama “confianza del consumi- dor”, que significa que cuanto más
compramos, “más sana” está la economía. En el mantra económico de
nuestra era “se prefiere más a menos”.
Si todas las cosas en este mundo interdependiente están impregnadas por
la codicia, ¿cómo vamos a poder controlarlo? ¿Qué podemos hacer frente a
una presión social tan fuerte? ¿No estamos nosotros también inextricable-
mente atados a acontecimientos del mundo por los resultados de nuestras
pro- pias acciones?
Para nosotros, la respuesta radica en la “sola brizna de hierba”, el hecho
de sentarse individualmente sobre el cojín, rompiendo el hábito de la codicia
al valorar la naturaleza del ir y venir de la respiración. El antídoto al veneno
de la codicia entra en acción cuando nos sumergimos en este mundo sin
obje- tivos, cuando simplemente gozamos de la vida por lo que es. Usamos
el zazen como un arado para eliminar las semillas a fin de que podamos
crecer en el
espacio que tenemos asignado. 59
Como siempre, la respiración es nuestro mejor maestro. Llena nuestro
cuerpo cuando inhalamos, pero lo abandona sin dejar ningún rastro cuando
exhalamos. Aunque no queda nada, hay la constante inhalación y exhalación
que sostiene nuestras vidas como bodhisattvas, practicantes de Zen básico,
mujeres y hombres, profesionales, peones agrícolas, y componentes de una
familia. Siempre está la respiración, una medida constante que nos enseña
algo muy fundamental sobre la codicia: a saber que nos basta con inhalar y
exhalar una vez para completar cada respiración. El aire que inhalamos debe-
rá ser exhalado posteriormente. Si nos lo quedamos, acabaríamos estallando.
Hemos de dejarlo salir para seguir viviendo.
No estamos abogando por renunciar a todas las cosas y convertirnos en
mendigos. Todo lo que hace falta es un esfuerzo honesto para prestar
atención al modo individual en que aparece la codicia, convirtiéndose en un
hábito inconsciente, y fortaleciendo con ello la codicia de la masa en nuestra
socie- dad. Te sorprendería ver la rapidez con la que los objetivos y apegos
super- fluos se debilitan o simplemente desvanecen bajo las lentes del zazen.
Tal percepción llega más allá del cojín, y afecta también a nuestras vidas en
su ámbito social, político y económico. Al encarnar nuestro Voto
bodhisattva, aprendemos a limitar nuestros deseos a fin de que haya
suficiente espacio para todos los ocupantes del planeta Tierra.
De todos modos, por muy conscientes que seamos, la “sed” no se acabará
nunca. La codicia, el odio y la ignorancia aparecen incesantemente. Pero esto
no nos hace dejar de trabajar para arrancarlos de raíz. Siguiendo la línea de la
tradición Mahayana, el Zen básico no trata del cese. Se ocupa de impulsar
los buenos deseos. Y lo que hace que unos deseos sean “buenos” es que
tengan como objetivo el bienestar de todos los seres. No pretendemos ir de
senti- mentales ni de moralistas. El tipo de “desinterés” del que estamos
hablando
es más bien como tocar un instrumento de viento. Las notas van y vienen
como la respiración. Sigue habiendo el deseo de interpretar, pero no existe la
necesidad de apego a alguna nota a lo largo de toda la pieza. Con toda segu-
ridad, tocaremos una nota falsa de vez en cuando. Pero no tiene ninguna
importancia, porque los errores también proporcionan el contexto para nues-
tra práctica. Imaginemos que la codicia se acaba; ¿qué haríamos los bodhi-
sattvas humanos ordinarios?

ODIO

60 El segundo de los tres venenos, el odio, es en realidad una forma exagera-


da de codicia. Allí donde aparece la codicia a partir del impulso interesado por
acumular más y más, el odio es la última expresión del aislamiento. “Yo odio
-----” (rellena el espacio en blanco) no es sólo una declaración de aversión,
sino un intento de dominar al “otro”. El odio es la afirmación del yo aislado
y alie- nado a costa de todo lo demás. Yendo un poco más allá, el odio es el
acto de destruir el impulso emergente para que el yo desesperadamente
alienado pueda correr sin miramientos por encima de todo lo que encuentre
en su camino.
Las primeras escrituras budistas describen todas las emociones como for-
mas de energía que sentimos pero que no entendemos tan bien. El odio es
una emoción muy fuerte y muy destructiva. Es una energía que se disipa
rápida- mente, como un fuego que arde intensamente pero que no da luz ni
calor. Todos conocemos su poder. Todos nosotros tenemos momentos
cuando esta- mos sobre el cojín en que experimentamos la aparición del
odio. Suele comenzar con una sensación no específica de inquietud. Notamos
que hay algo que no está bien. No podemos señalarlo con un dedo, pero hay
una clara sensación de que falta algo. Aquí es donde nuestros deseos buscan
algo a lo que apegarse. El poeta Otsuji describió acertadamente esta extraña
sensación como si fuera hablar con una voz fuerte que no reconocemos como
propia. Es casi como si un niño en nuestro interior estuviera gritando:
“¡Odio esto!
¡Quiero aquello, y lo quiero ahora!”. A menudo es difícil determinar lo que
quiere ese niño, puesto que tan pronto como le ofrecemos algo, inmediata-
mente se pone a chillar de nuevo para conseguir otra cosa. Este pequeño
drama nos deja con una sensación de gran inquietud.
Sin atribuir tales sentimientos “inestables” a una fuente específica, los
antiguos filósofos indios nos proporcionan una buena descripción de ella.
Dicen que existen tres gunas, energías universales omnipresentes, que son
responsables de nuestros estados de ánimo. Que nos despertemos sintiéndo-
nos animados, raros o deprimidos depende de la influencia de estas tres ener-
gías. Los científicos occidentales modernos lo han descrito en términos de
influencias cósmicas, atribuyendo los cambios de humor en los seres huma-
nos y en los animales a fenómenos celestes tales como erupciones solares o
lluvias de meteoritos. Ambas explicaciones recurren a energías universales
indeterminadas que influyen en nuestros cambios de humor.
Lamentablemente, en lugar de trabajar con sensaciones de inquietud,
pres- tando atención a su aparición, las expresamos inmediatamente. “Hoy
no me siento muy bien porque tuve que pasar horas oyendo a un
conferenciante abu- rrido la noche anterior. Estaba sentado en la primera fila
y me estaba mirando directamente, por lo que no podía levantarme e irme –
especialmente porque
mi supervisor estaba sentado justo a mi lado, y él había invitado al conferen- 61
ciante. Odio a mi supervisor”. Es posible que no queramos decir que de ver-
dad odiamos al supervisor; puede que sólo estemos expresando una leve
forma de irritación, pero seguimos sin estar dispuestos a aceptar nuestro des-
contento como lo que es. Preferimos racionalizarlo, justificarlo y expandirlo
hasta que finalmente llegamos a la conclusión de que el supervisor es el res-
ponsable de nuestro descontento. No nos gusta sentirnos descontentos, por lo
que alguien debe ser el culpable.
En ocasiones nos desagrada instantáneamente una persona sin razón algu-
na. Quizás es sólo una falta de afinidad. No importa, podemos vivir con
dicha falta. Pero no podemos dejar que nuestro yo aislado y alienado aliente
esta leve aversión. No estamos diciendo que sea fácil. Incluso en aquellos
momen- tos en que prestamos atención a la aparición de odio dirigido contra
alguien, quedamos atrapados en su despliegue y no podemos hacer nada
contra ello. Da la impresión de que estamos indefensos ante nuestro odio.
Podemos inclu- so darnos cuenta de sus consecuencias negativas, casi
podemos predecirlas, y aun así dejamos que la aniquilación del “otro” se
expanda grotescamente.
¿De verdad no hay nada que podamos hacer? ¿Estamos condenados a
pasar nuestras vidas odiando? Hasta cierto punto, lamentamos tener decir
que “sí”. Pero esto no quiere decir que vayamos a dejar de cumplir con
nuestro Voto Bodhisattva. Seguimos practicando, cortando y arrojando lejos
la hierba vene- nosa del odio y dejando espacio para que la compasión
florezca en su lugar.
Por increíble que parezca, es posible usar el odio para regresar al momen-
to. Basta con detenerse y olvidarse del odio durante unos pocos segundos
mientras inhalamos y exhalamos. Nos ocupamos del momento que se presen-
ta como odio. Sin dejarnos arrastrar por él, nos limitamos a prestarle
atención, dándonos cuenta de que, como todo lo demás, es una forma
pasajera de ener- gía. Tu propia atención pondrá fin al odio. No tienes que
actuar contra él,
lamentando lo que has hecho uno o dos días después. Si el odio es demasiado
fuerte y no se va a ir, entonces confórmate con ponerlo en perspectiva.
Contempla cómo la energía va y viene con tu inhalación y exhalación.
Pruébalo con personas que realmente te desagraden. Escúchalas. Amplía tu
perspectiva viendo de dónde proceden. Si esto es demasiado difícil, inténtalo
con alguien a quien ames, tu cónyuge o un hijo. En medio de una pelea, trata
de intercambiar posturas con tu adolescente de cabello púrpura. Párate y
observa cómo su sentido de la rectitud se expande mientras lo muerdes.
Observa lo fácil que es dejarse llevar por tu propia visión partidista de la rea-
lidad. Contempla cómo te separa de tu propio hijo y convierte tu relación en
una lucha entre “yo” y “él”.
62 Somos arrastrados por el odio en un momento u otro. Pero también nos
impulsa la posibilidad de comprender que no somos distintos de aquellos que
odiamos. Quizás no podamos librarnos completamente del odio, pero desde
luego podemos ponerle límites a su crecimiento.
Por ejemplo, pasamos un tiempo particularmente difícil, haciendo frente
al niño propenso al odio que llevamos dentro, cuando nos trasladamos a
Illinois y nos encontramos viviendo en una población universitaria llamada
“Normal”. Además de su ridículo nombre, Normal defiende todo lo que no
somos: políticamente conservadora, antiintelectual, temerosa de la diversidad
y obsesionada con los valores de la propiedad. Como todas las pequeñas
ciudades americanas que experimentan un crecimiento explosivo, está com-
puesta por una infinidad de subdivisiones de casas que parecen iguales, cons-
truidas de la noche a la mañana por avariciosos constructores. Las granjas
familiares están siendo devoradas por enormes y contaminantes conglomera-
dos agrícolas, y la tierra de la pradera está siendo asfaltada con arcenes y
centros comerciales. Pura extensión del campus universitario, la calle mayor
de la población tiene una longitud de dos manzanas, y sus bares, salones de
tatuajes y pizzerías atienden principalmente a estudiantes. Sería injusto no
mencionar que también hay tres excelentes tiendas de regalos, un buen res-
taurante vegetariano, una buena tienda de libros de viejo y un museo de arte
cinematográfico.
Pasamos una buena parte de nuestro primer año “odiando Normal”, antes
de llegar a considerarla como lo que es: el lugar donde vivimos, llevamos a
cabo un trabajo con sentido, tenemos amigos estupendos y una red de acción
progresiva que promueve nuestras responsabilidades sociales. Ahora estamos
entrando en nuestro quinto año aquí, y aunque Normal todavía no nos ha
llegado a gustar del todo, podemos decir sinceramente –gracias a nuestra
práctica del Zen– que ya no la odiamos.
IGNORANCIA

La ignorancia es la base de los “tres venenos” que son la fuente del sufri-
miento. Desde una perspectiva budista, la ignorancia no es sólo lo contrario
del “conocimiento” conceptual, como puede ser el no coger un paraguas por-
que no se sabe que está lloviendo. La ignorancia es algo mucho más profun-
do que no saber. En realidad, tiene que ver con el modo en que nos vemos a
nosotros mismos, a nuestro ambiente, y nuestras acciones. Ser ignorante
significa no conocer el yo, no entender su verdadera naturaleza, no “com-
prenderse”. La ignorancia es la base para hablar en voz alta y no conocer tu
propia voz. Es pensar: “Estoy aquí, y tú estás allá fuera”. Es trazar una línea
cortante que te distingue de los demás, de modo que puedas hacer lo que quie- 63
ras sin preocuparte por los efectos que tus acciones vayan a tener sobre ellos.
La línea cortante te tranquiliza falsamente de que no habrá repercusiones.
Siempre que la ignorancia cierra los ojos a la naturaleza interdependiente
del momento, sufrimos. Al vernos frustrados, doblamos nuestros esfuerzos
para conseguir lo que nos gusta y evitar lo que no nos gusta. Luchamos para
librarnos de una trampa de la que no podemos salir. Pero, mientras más nos
movemos, más empeora la situación. Finalmente, agotados, dejamos de
deba- tirnos y comenzamos a examinar nuestra situación. Empezamos con lo
que tenemos más cerca: la respiración. En lugar de considerar la respiración
como algo que está “allá fuera”, nos unimos a ella. Los límites entre “mi” y
“mi res- piración” se desvanecen. Seguimos estando conscientes. No es
como caer en un trance, pero la calidad de nuestra conciencia cambia. Ahora
incluye la res- piración, el goteo del grifo, el susurro de las hojas, el ladrido
de los perros... todo lo que está sucediendo. El maestro Dogen llama a esto
“reducción súbi- ta del cuerpo y de la mente”. Y cuando ocurre esto, los
venenos de la codicia, el odio y la ignorancia también se reducen de súbito.
Esta página dejada en blanco al propósito.
PUNTOS DE VISTA CORRECTOS

LA SILUETA DEL PINO


PINTADA POR LA LUNA DE LA
COSECHA SOBRE UN CIELO ILUMINADO
RANTETSU

CLARIDAD

Cuando decimos de alguien que es un “pensador claro”, solemos asociar


la claridad con el espacio mental del conocimiento conceptual. Esto es la cla-
ridad de los límites, de la sustancia y de la particularidad. Es ver un objeto
co- mo distinto de otros objetos. Ésta no es la claridad del Zen. De hecho, es
lo contrario. El problema para la mayoría de nosotros es que estamos tan
habi- tuados a distinguir entre objetos “allí fuera”, que es difícil entrar en un
mundo donde no hay distinciones. Y esto es exactamente lo que exige el
Zen: entrar en el mundo del momento, del flujo, del despliegue perpetuo. Ver
el Zen con “claridad” es formar parte al cien por cien de este despliegue. Tan
pronto como nos detenemos y decimos: “Oh, ¿qué experiencia fue ésa? ¿De
dónde procedía? ¿En qué aspecto se diferencia de la experiencia que tuve
ayer?”, nos vemos inmersos en una búsqueda de la claridad analítica.
Detenemos el flujo al salirnos de él, creando así un objeto estático llamado el
“yo”. Es este obser- vador el que crea otros objetos estáticos y que ya no
quiere fluir junto con los acontecimientos. Así es como perdemos la claridad,
que en términos Zen se llama “ir y venir”.
Existe siempre la tentación de hacer estas paradas analíticas, especial-
mente cuando nos sentamos. Cuando ciertas emociones o pedazos de pensa-
miento van a la deriva, sujetamos uno de ellos y queremos clarificarlo o
inter- pretarlo. Creamos una historia a su alrededor o intentamos tratarlo de
una manera conceptual. Por supuesto, es imposible clarificar esta
interminable corriente de conciencia. Afortunadamente, está la respiración;
siempre que nos demos cuenta de que nos estamos obsesionando con una
idea, pode- mos volver de inmediato a contar nuestras inhalaciones y
exhalaciones. Podemos dar al viejo narrador de nuestras mentes algo mejor
que hacer, hasta que gradualmente se aleje. Una vez que se haya ido, una
vez que nos haya-
ZEN BÁSICO

mos desentendido de la mente analítica y de la “claridad” que aparece al


divi- dir el sujeto y el objeto, hay espacio para la claridad de solamente esta
inha- lación, solamente esta exhalación, solamente la respiración de este
momento.

DESPLIEGUE EN EL MOMENTO

En la poesía Zen, la “luna de la cosecha” simboliza la mente iluminada.


Sentados en el centro de un “firmamento claro”, su claridad no conoce lími-
tes. Impregna todo el universo. Es dinámica sin estar limitada ni por el tiem-
po ni por el espacio. No se presta a ser clasificada. No podemos imponerle
66 categorías. Pero siempre esta “pintando siluetas” –viendo, oyendo, oliendo,
saboreando, tocando, desplegándose por sí misma– si le dejamos. La claridad
Zen se llena de conciencia sensorial, pero no es conceptual. Ver de verdad no
puede ocurrir cuando hay un sujeto aquí dentro y un objeto allí fuera. Éste es
nuestro gran obstáculo, tanto en nuestros cojines como cuando vamos por la
vida.
En el campo cubierto de hierba de nuestra práctica, donde pensar concep-
tualmente está tan valorado, es particularmente difícil abandonarse en la cla-
ridad del momento que empieza. Pero no es imposible. Incluso si hemos de
sumergirnos en pensamiento conceptual, todavía podemos abrirnos a “sólo
pensar”. Podemos dejar que pensar no sea distinto a oír, ver o saborear. Los
chinos, por ejemplo, al pensar le llaman el sexto sentido. No lo ponen en un
pedestal por encima de todos los demás, del modo que lo hacemos nosotros.
Si sólo pensamos “3+4=7”, del modo en que entendemos “casa, ventana,
maceta de flores”, entonces podemos abrirnos a la claridad del pensamiento
por sí mismo. Es más difícil “simplemente pensar” en la oficina que “sólo
respirar” cuando estamos sobre nuestros cojines, pero verdaderamente mere-
ce la pena practicar. Forma parte del proceso de contemplar cada momento
como una oportunidad para aclarar el sentido de nuestras vidas.
Nuestra práctica de Zen básico comienza cuando intentamos clarificar
cuestiones existenciales relacionadas con el cambio: “¿Por qué tengo que
envejecer?”, ¿por qué tengo que morir?”. Cuando llegamos al cojín, nuestras
mentes están agotadas. Ninguna de las respuestas conceptuales nos satisface.
Ni nunca lo harán. La razón es que nuestras mentes tienen el hábito de “cla-
rificar” conceptualizando, analizando, examinando, diseccionando, poniendo
distancia entre nosotros y nuestras preguntas. Cuanto más profundamente
entramos en este proceso, más inquietos nos volvemos. Por último, llegamos
a la pared. Estamos frustrados y enfadados cuando cogemos un libro sobre
ESPACIO

Zen, y leemos que la respuesta está justo delante de nosotros. ¿Por qué no la
vemos?
Leerla no es suficiente; hemos de sentarnos y aceptar la claridad que está
justo aquí en este preciso momento. Hemos de pasar por la “puerta abierta”
del antiguo maestro Wu-men, el punto de control desguarnecido por el que
siempre estamos pasando libremente en uno y otro sentido.

DE REPENTE EL CIELO SE ABRE

La propia mente analítica es el obstáculo para aceptar el momento pre-


sente y poder ver con claridad. En tal caso, es la mente la que debe descansar. 67
Podemos comenzar a dar un rodeo alrededor del obstáculo del pensamiento
discursivo. Esto es lo que hace la mente durante la meditación; se aclara en el
acto de unirse con la respiración. “De repente el cielo se abre”, decía el
maes- tro Wu-men, “el cielo y la tierra están asombrados”. ¿Por qué están
asombra- dos? Por lo claras que son todas las cosas desde el principio. La
claridad está siempre allí, por tanto no hay nada que aclarar. Esto suena como
un acertijo filosófico, un truco verbal, pero en realidad no lo es. Una amiga
Zen nuestra describía su experiencia de claridad como “tan obvia, tan simple,
que me era imposible dejar de reír cuando se me ocurrió. Tuve que salir fuera
y rodar por la hierba”. Cuando el gran maestro Zen chino Lin-chi “clarificó
el gran pro- blema”, dijo: “Oh, ¿es esto todo lo que tiene el dharma de mi
maestro Huang- po?”. Lin-chi no estaba desacreditando las enseñanzas de
Huang-po; se mara- villaba ante lo obvio.
Tan pronto como se despliega la vista, tan pronto como el viento sopla a
través nuestro y los pájaros cambian en nuestras voces, ya no necesitamos
aclarar nada. Somos la claridad. “El gran camino se ha abierto y ya no hay
obstáculos”. Ésta es nuestra tarea como practicantes de Zen básico, caminar
por este “gran camino” y ayudar a otros a clarificarlo por sí mismos llegando
y caminando con ellos por este polvoriento camino. Hemos de aclarar el pro-
blema juntos, como comunidad básica, puesto que el proceso de clarificación
va asociado con la experiencia de la interdependencia. En realidad, es enten-
der la interdependencia. No podemos comenzar a clarificar nada sin hacernos
uno con “el mundo del polvo rojo”, tal como los chinos lo describen tan poé-
ticamente. No se puede hacer apartándonos del mundo, sino únicamente
abra- zándolo. Debemos participar activamente en la gran celebración
cósmica que siempre está progresando, que vincula a todos los seres en el
gran flujo de la conciencia.
ZEN BÁSICO

ERIGIR BARRERAS DONDE NO HAY NINGUNA

No hay nada misterioso en la práctica del Zen, pero parece como si fuéra-
mos incapaces de dejar de complicar las cosas. Creemos que de algún modo
hemos de trascender este mundano mundo para llegar donde está la luz clara.
Cuando empezamos un taller, inevitablemente surge alguna pregunta sobre la
purificación. “¿No hemos de purificarnos, vaciar nuestras mentes, para poder
ver con claridad?” La propia pregunta es un buen ejemplo de pensamiento
conceptual. Al leer demasiados libros “espirituales”, a menudo engrandecemos
nuestras expectativas. Nos hablan sobre ángeles, paseos astrales, sorprenden-
tes estados de trascendencia, y de paz perfecta. No resulta nada sorprendente
68 que haya tantos buscadores espirituales que crean que la claridad debe de ser
algo especial. No puede darse aquí, en este mismo momento mundano. Debe
estar allá fuera, en alguna parte. Y nos vamos, de un taller al siguiente, espe-
rando “atraparla”.
La espiritualidad en sí puede ser un obstáculo para la claridad. Es la idea de
claridad que la mente crea por sí misma la que distrae la atención de lo que
hay aquí y ahora, y la que considera que carece de valor. Estableciendo
distinciones entre los mundos “sagrado” y “profano”, erigimos las barreras.
Después nos sentimos frustrados, si no tenemos experiencias misteriosas.
Aunque no pueda parecernos gran cosa, la mayor experiencia a nuestro
alcan- ce es convertirnos en uno con el momento, y comprender que el
espacio que habitamos es ya claro y perfecto tal como es. Lo hemos dicho
muchas veces, pero realmente es la “experiencia espiritual” más perfecta que
los humanos podamos llegar a tener nunca. Es la única que da respuesta a
todas nuestras preguntas, que las aclara de una vez y por todas. Un buen
ejemplo de lo que acabamos de decir, es la leyenda del buscador que va a ver
a Bodhidharma, el fundador del Zen en China, esperando convertirse en su
estudiante. Está nevando, y Bodhidharma está sentado en zazen en su cueva.
El hombre espera fuera durante tres días, hasta que al final está tan
desesperado que se corta un brazo. Bodhidharma sale y le pregunta: “¿Qué
quieres?”. El hombre responde que está buscando el modo de que su mente
descanse. “Tráeme esta mente, y la pondré en reposo por ti”, dice
Bodhidharma, e instantáneamente, el hombre queda iluminado. Ésta es la
mente con la que hemos de trabajar... pero sin cortarnos el brazo.
No hemos de crear olas cuando el océano está plano. El esfuerzo sólo apa-
rece cuando somos nosotros mismos quienes creamos esas olas. Pero incluso
entonces, el mismo hecho de encontrarnos en medio de una gran ola nos ofrece
una oportunidad. Lo único que hemos de hacer es zambullirnos directamente
en ella.
CONTENIENDO MULTITUDES

¿QUÉ SIGNIFICA ESTO?


¡CRISANTEMOS Y
JUNQUILLOS!
FLORECIENDO JUNTOS
SHURIN

RELACIONES DHARMA, RELACIONES KARMA

Nakagawa Soen Roshi reflexionaba una vez sobre la diferencia entre las
dolorosas relaciones kármicas y las maravillosas conexiones dhármicas.
Dirigiendo sus comentarios específicamente a un grupo de estudiantes occi-
dentales de Zen, comentó la facilidad con la que los problemas interpersona-
les se abren camino hasta las “relaciones shanga”. En oriente, donde las nor-
mas sociales y culturales confucianas regulan la conducta en las
comunidades Zen, los problemas interpersonales no suelen ventilarse en
público. Estas nor- mas han sido sobrepuestas al budismo, y a menudo son
difíciles de reconci- liar con la no-dualidad democrática del Camino de
Buda. De todos modos, los budistas asiáticos de alguna manera han
conseguido equilibrar el modo de vida jerárquico y confuciano con los
principios cíclicos y no dualistas del budismo y del taoísmo de los que
emergió el Zen.
Estábamos haciendo esfuerzos por resolver la cuestión, cuando encontra-
mos grupos Zen occidentales salmodiando la invocación tradicional de “deja
que el verdadero dharma continúe, que las relaciones sangha se completen”.
¿Por qué se han hecho tan completas las relaciones sangha? Cómo parte inte-
gral del dharma, ¿el sangha no está ya lleno y completo tal como es? Todo lo
que nos hace falta es conectarnos con él cuando nos sentamos, y el dharma
simplemente se nos revela. Cuando nos reunimos y practicamos como una
comunidad, ¿no estamos “practicando” el dharma? Y, por cierto, ¿qué es el
“verdadero dharma”, al fin y al cabo? Y, ¿por qué las relaciones kármicas
están tan a menudo en conflicto con él?
Este canto nos parece muy eficaz. Si las relaciones sangha necesitan ser
completadas, significa que todavía queda algo abierto. Hay una ruptura en el
círculo que de alguna manera hay que unir. Pero, si practicamos el Zen
duran- te suficiente tiempo, llegaremos a darnos cuenta de que no existe la
perfec-
ESPACIO

ción ni es posible completarlo. El poeta Zen Leonard Cohen lo describe


como la “grieta en todas las cosas” que deja entrar la luz. Si incluso el Buda
no ha acabado de practicar, el dharma debe ser infinito, un espacio abierto
dentro de un recinto. No hay ningún objetivo final de perfección que
alcanzar.
De todas formas, hay otra manera de contemplar el “dharma”. Tal como
Krishna le dice al príncipe Arjuna en la gran epopeya índica, el
Bhagavadgita, “tu dharma es tu deber, tus obligaciones religiosas, sociales y
familiares”. En este contexto, se refiere a las leyes de la vida cotidiana. Tiene
que ver con la ética práctica y la conducta moral. ¿Te comportas
“dhármicamente” en tus tra- tos de negocios, en tus relaciones íntimas, en tus
relaciones con la tierra y sus muchos seres? Está implicada la práctica de
vivir correctamente, de estar
70 “dhármicamente” implicado en la comunidad, tanto dentro como fuera del
zendo. Estos diversos niveles de “dharma” tienen interesantes matices y,
dependiendo de la situación, tienen distintos significados.
La frase “dejemos que el verdadero dharma continúe, y que las relaciones
sangha se completen”, se refiere al dharma formal, dentro del contexto de la
práctica del Zen. Reitera la conexión no sólo con el sangha inmediato, si no
con todos los que vinieron antes y vendrán en el futuro. En este sentido, las
“relaciones sangha” se están refiriendo al linaje budista de los practicantes
dharma.
Los practicantes de Zen básico tienen que establecer esa conexión sin
nin- gún plano formal de linaje. Puesto que no formamos parte de ningún
templo oficial de Zen, y no contamos con ningún sucesor dharma budista ni
sacerdo- te ordenado, monja o monje entre nosotros, nos convertimos en
sangha sim- plemente sentándonos juntos. Nuestra relación con el dharma se
confirma cada vez que “nuestras cejas se enredan con los antepasados” sobre
nuestros cojines. Estamos agradecidos a las personas que plantaron las
semillas para que el dharma pudiera brotar en nosotros y llegar a dar fruto en
un campo de hierba donde se pueden ver “los crisantemos y los junquillos
floreciendo jun- tos”. Con cada respiración, damos las gracias a Buda y al
Bodhidharma, Lin- chi y Dogen, así como la persona que se sienta sobre un
cojín a nuestro lado, por unirnos con nuestras raíces en la “familia dharma”.
¿Por qué, entonces, han de ser tan horribles las relaciones kármicas? ¿Por
qué hay tantos problemas familiares en esta larga línea de relaciones
dharma? Decimos que es porque el karma es parte del dharma, parte de lo
que es ser un ser humano.
NO HAY FORMA DE EVITAR LA CAUSA Y EL EFECTO

Todas las personas y todas las cosas están unidas por el karma, la ley de
la causa y el efecto. Incluso las personas iluminadas no pueden evadir la ley
del karma. Supongamos que hemos sido insultados y que sentimos ira.
Decimos que el insulto nos ha hecho estar iracundos. ¿Cuándo dejó de ser un
insulto para convertirse en un sentimiento de ira? ¿En qué momento se
transforma una persona “dhármica” en una persona “kármica”? ¿Se pueden
separar el dharma y el karma? ¿Pueden existir el uno sin el otro? ¿Puede
existir una “práctica” sin seres humanos, llena de codicia, odio, e ignorancia
como no- sotros? En realidad, no. No, si no quieres volver a nacer como
zorro. Sólo los
seres humanos encarnados en este grupo de tendencias kármicas pueden sen- 71
tarse en zazen y comprender el “verdadero dharma”. No hay dharma sin rela-
ciones kármicas, buenas o malas.
No es pacífico ser un ser humano con relaciones kármicas. Es un tanto
milagroso que podamos establecer una sola conexión dhármica; que de todas
las permutaciones y combinaciones posibles, nos encontremos entre espíritus
análogos en el campo de hierba de este mundo. Aun así, hemos de procurar
no enfrentar el dharma contra el karma. No debemos convertir el dharma en
un ideal último de perfección. En lugar de enfrentar un grupo perfecto de
rela- ciones contra otro grupo imperfecto de relaciones, pongámonos
simplemente a tono con lo que se esté manifestando en el momento: una cara
sonriente, una cara ceñuda, un elogio, señalar como culpable. No es que todo
esto sea lo mismo. Esto sería entender erróneamente la práctica del Zen. Una
bofetada en la cara es, desde luego, distinta a un beso. Es preferible prestar
atención a la ira que nos atraviesa después de un insulto –y luego, dejar que
se vaya.

CULTIVO DE UNA MENTE AMPLIA

Cuando Walt Whitman escribió que él “contenía multitudes”, fue critica-


do como arrogante. Sus críticos no sabían que su afirmación provenía de la
experiencia de meditar cada día durante su hora del almuerzo. La meditación
había hecho a su mente, y a su corazón, lo bastante espaciosos como para
con- tener a todo el universo, incluso enfrentándose contra lo que el karma
puede ofrecer. Puesto que somos individuos únicos, a menudo resulta difícil
tratar con nosotros. Añádase a esto nuestras distintas disposiciones kármicas,
tem- peramentos, herencias culturales y genéticas, y obtendremos un gran
número de oportunidades para contener multitudes o para aniquilarlas. Esto
es espe-
cialmente cierto si, como nuestro amigo Bill, eres un practicante Zen y una
enérgica persona de negocios. Le preguntamos cómo logra compaginar
la ética Zen del “modo de vida correcto” con las exigencias de su profesión,
y escribió:

La dinámica competitiva del mundo de los negocios a menudo me hace


pensar más en la vida en el mercado que en la vida salvaje. El instinto de
“supervivencia del más apto” en los seres humanos puede parecer primitivo,
pero parece ser una realidad en nuestro mundo “natural” así como en el
mundo de los negocios. ¿Cómo puede un estudiante de Zen como yo aplicar
los frutos de la meditación en un mundo que está siempre poniendo a prueba
72 mi ecuanimidad? ¿Cómo puedo evitar suprimir mis deseos e instintos,
y encontrar un modo de aceptar su auténtica expresión? ¿Existe un equilibrio
en nuestras vidas, entre dicha expresión y la acción responsable y ética? El
Zen nos enseña a participar y aceptar las “características” del mundo “tal
como es”, y parece que lo mismo es válido para la naturaleza humana y la
vida en el mundo de los negocios.
En los negocios, seguimos la tendencia del prejuicio y de la ética, tratan-
do de mantener en todo momento la eficacia en el control de los costos y la
creatividad en el marketing; teniendo como objetivo último lograr un benefi-
cio o al menos sobrevivir. En este terreno, hallamos la oportunidad de equili-
brar nuestros deseos y ambiciones con el ritmo del momento. Cada vez que la
vida nos golpea y nos hace perder el equilibrio, la mente o bien se resiste o,
como un especialista de Aikido, oscilamos con el puñetazo e incorporamos
este ritmo a nuestra siguiente expresión… Me he ocupado de estos temas en
mi práctica de Zen, simplemente enfrentándome a los momentos de la vida
cotidiana, tanto en la oficina como en el hogar, con el espíritu de especifici-
dad. Y puesto que enfrentarnos a todos y cada uno de los momentos está más
allá de las posibilidades de la mayoría de nosotros, me descubro a mí mismo
de vez en cuando regresando del remolino agitado de mi vida cotidiana al
acto presente de cerrar la puerta del coche o de caminar hacia mi cita
siguiente. No obstante, en ocasiones vuelvo con ira o ansiedad producidos
por el efecto del mundo de los negocios sobre mi resistente mente. La vida en
el exterior del claustro cerrado del ritual y de las formalidades religiosas me
ofrece infinitas posibilidades para participar compasivamente en el mundo.

Es fácil denigrar la plaza del mercado e idealizar el monasterio. Pero


basta con leer un poco de historia para ver que incluso Buda y sus sangha
tenían su parte de enfrentamientos competitivos. De hecho, uno de los
discípulos de
Buda llegó a sentir tal grado de hostilidad, que intentó envenenar a Buda. La
historia del Zen también está llena de conflictos. En China, la designación
del sexto antepasado como sucesor dharma causó tales resentimientos, que
tuvo que huir del monasterio para salvar su vida. Según la leyenda, una
multitud de monjes lo persiguió corriendo con la intención de matarlo.
Imaginemos a monjes budistas, que dedican toda su vida “al dharma” –cuya
primera ley es no hacer daño– corriendo detrás de un hermano monje para
matarlo. No resul- ta sorprendente, entonces, que practicantes ordinarios de
base como nosotros tengamos todavía problemas para abrazar a otros
miembros sangha, por no mencionar las multitudes.
Está claro que el dharma y el karma son una misma pieza, y es nuestra
tarea, parte de nuestro compromiso con la práctica Zen, aprender cómo osci- 73
lar hacia atrás y hacia delante con su juego siempre cambiante. Debemos
equilibrar nuestro ideal de armonía sangha con las realidades de nuestro
karma fracturado, dominado por la personalidad. Hemos de hacer un esfuer-
zo consciente por comportarnos “dhármicamente”, por ser considerados con
las ideas de otras personas, y no obligarles a callar cuando dichas ideas cho-
can con las nuestras.
Cuando interactuamos dhármicamente, existe alguna otra cosa en jue-
go. Cuanto más practicamos el dharma, más impregna nuestra actividad
kármica. Cualquiera que haya interactuado a este nivel, reconoce haber sido
llevado más allá de las limitaciones del yo, abriéndose a otros sin emitir
inme- diatamente juicios críticos. Cuando cedemos ante nuestros tics
kármicos, nunca nos sentimos cómodos. Siempre estamos molestos con
alguien, tanto si se trata de la voz de Darrell como del modo de vestir de
Sylvia. Sin embargo, la práctica continuada descubre nuestra misteriosa
conexión con estas perso- nas. En ciertos momentos dhármicos, podemos
incluso verlos como si se tra- taran de nosotros mismos. Jessica, miembro
desde hace mucho tiempo de nuestro sangha, describe cómo el sesshin lo
hace por ella: “A la mañana del tercer día, estaba molesta con todos los del
sangha, fijándome únicamente en el rasgo que más me desagradaba en cada
persona. Viendo aparecer este espí- ritu crítico en mí, el mero hecho de estar
con ella constituye la mejor prácti- ca. Cuando lo estoy haciendo realmente
bien, las críticas suelen acallarse a la hora de la cena. Al cuarto día, los
quería a todos”.
En cierto sentido, nuestras obligaciones como practicantes de base
están menos formalizadas que en los sanghas tradicionales. Por ello, hemos
de ser más sensibles al dharma y al karma, la presencia de lo informe en
nues- tro mundo de la forma. Corremos mayor peligro de perder de vista
nuestro dharma en nuestras preocupaciones cotidianas, debido a la
sobreestimulación
procedente de la publicidad, de los niños cuyo único interés en la vida parece
radicar en hacer skateboarding, de las profesiones que nos apartan cada vez
más de nuestra familia, por no hablar de la conexión espiritual con la comu-
nidad Zen. Nuestro problema no es tanto flotar en el vacío, como quedar
sofo- cados por la forma. Nuestras mentes están cada vez más atestadas;
hemos de hacer un verdadero esfuerzo para despejarlas, para proporcionar
espacio para que el dharma se manifieste en nuestras actividades kármicas.
Debemos aprender mientras practicamos cómo andar por la delgada línea
que hay entre el dharma y el karma en nuestras relaciones con nuestros ami-
gos de base, con nuestros maestros, colegas, familias y, en última instancia,
con el mundo de los muchos seres. Ésa es la única manera que tenemos de
lle-
74 gar a “salvarlos” alguna vez, tal como prometemos hacer en nuestro Voto
Bodhisattva. La única manera de salvar a las personas es abrazándolas como
si se trataran de nosotros mismos. Al negarnos a ser arrastrados por las filias
y las fobias kármicas y por las emociones violentas, unimos las aparentemen-
te conflictivas relaciones dharma/karma, y se completan. Es duro para indivi-
duos como nosotros, pero es la única manera de hacerlo.
ESTE MISMO LUGAR

ILIMITADO Y LIBRE ES EL FIRMAMENTO DE SAMADHI.


BRILLANTE LA LUNA PLENA DE LA
SABIDURÍA. DE VERDAD, ¿FALTA ALGO AHORA?
EL NIRVANA ESTÁ AQUÍ MISMO, ANTE NUESTROS OJOS;
ESTE LUGAR ES LA TIERRA DEL LOTO;
ESTE CUERPO, EL BUDA.
HAKUIN

CIELO Y TIERRA

Sólo hay unos pocos pasajes en los escritos budistas Zen que resumen la
práctica en una o dos frases, y las dos últimas líneas de la Canción de Zazen
del maestro japonés de Zen Hakuin figuran ciertamente entre las mejores.
Capturan la esencia del yo como la “raíz que no es domicilio”.
“Este mismo lugar es la Tierra del Loto;/Este mismo cuerpo, el Buda”. A
primera vista, las metáforas de Hakuin parecen extrañas. Aunque hay sectas
budistas dedicadas a encontrar la salvación en el paraíso, por lo general no
asociamos imágenes dualistas de cielo y tierra con el Zen. A la Tierra del
Loto se la conoce mejor como el paraíso del Budismo de la Tierra Pura, un
lugar verdadero que representa el cese del sufrimiento. No hay molestias en
este paraíso, sólo paz perfecta. Como sus equivalentes cristianos y
musulmanes en occidente, muchos budistas creen en la existencia de dicho
lugar. Pero aquí, en una interesante desviación de la tradición budista, el
maestro de Zen Hakuin parece estar proclamando que la propia tierra es el
paraíso, que este lugar es el cielo. ¿Cómo es posible? Al fin y al cabo, ¿no
está hablando del mundo del sufrimiento, del cambio, del llegar y volver a
marchar? Este mundo, nuestro mundo, es uno donde, por definición, nunca
somos perfectos, nunca estamos libres del sufrimiento. Nunca estamos allí. Y
sin embargo, Hakuin parece sugerir que, efectivamente, este mismo lugar es
donde encon- tramos la paz. Este mismo lugar de sufrimiento y de cambio es
el nirvana. El énfasis aquí radica en este mismo lugar, ahora mismo.
ZEN BÁSICO

ESTE MISMO LUGAR

Hay muchas formas diferentes de hablar sobre un sentido de lugar, por lo


que empezaremos definiendo lo que significa para el típico practicante de
Zen básico. Es nuestro lugar en la familia, la ciudad y el barrio en que
vivimos, el lugar con el que nos sentimos especialmente conectados, aquel al
que llama- mos “hogar”. Extendiéndose más allá de la familia, es también
nuestro lugar de trabajo, lo que hacemos para ganarnos la vida, nuestra
oficina, nuestra clase, nuestro estudio o laboratorio; y es nuestro lugar
intelectual y cultural: nuestros periódicos, libros, radio, televisión, películas,
alimentos, arte, deportes. Todas estas cosas forman nuestro sentido de lugar.
A éstas se refiere Hakuin.
76 Sin embargo, llegando más allá de nuestra definición convencional,
Hakuin corta directamente hasta el corazón de la cuestión. “Este lugar” no es
algo separado o aparte de nosotros. Es el momento en el que nuestro contex-
to y nuestra existencia individual se cruzan, se tocan y, literalmente, se con-
vierten en uno. Es el lugar en que ya no tratamos de poner distancias entre
nosotros y las demás cosas, personas o lugares. Este lugar es donde ya no
vivi- mos en dualidad (aquí estamos hablando del tipo de dualidad que nos
aísla, que nos hace sentir claramente diferentes, que nos separa). Este lugar
es el lugar del zazen. Es el lugar donde vemos y nos familiarizamos con
“este lugar” mediante nuestra respiración. Establece el sentido de lugar del
que habla Hakuin. Para nosotros hace muy real el hecho de que este lugar es
la Tierra del Loto, el lugar de la pez, justo donde estamos. Se refiere al
contex- to entero, la intersección de una noche oscura, una casa fría, un
suelo, una alfombra, una silla, dos amigos conversando. No hay en realidad
espacio entre nosotros, sólo la idea de espacio que nosotros mismos hemos
creado.
Una vez hemos localizado este lugar, todo se vuelve vibrante, interdepen-
diente, completo, una comunidad de ser. No hay necesidad de ir al cielo.
Incluso cuando estamos viajando en el mundo –por ejemplo, al ir al trabajo o
al visitar familiares el Día de Acción de Gracias–, viajar se está
manifestando como este lugar. Estamos allí con cada paso que damos.
Cuando descansar en el momento se convierte en la base de nuestra vida,
podemos estar ocupados o relajados, cansados o despiertos, sufriendo o feli-
ces, pero siempre estaremos en la Tierra del Loto. Experimentaremos toda
clase de condiciones, pero éstas no cambiarán la verdad fundamental de que
esta misma condición, la que estamos experimentando ahora mismo, es el
paraíso. Este preciso momento es la plena y completa expresión del universo,
de todo lo que es. Y es a través del zazen como comenzamos literalmente a
incorporar esta verdad.
ESTE MISMO CUERPO

Sentarse es una acción física, empírica, arraigada. Necesitamos un cuerpo


para sentarnos. Por tanto, si hemos de establecer un sentido de lugar, un
hogar en el momento, hemos de establecer también un sentido de cuerpo, de
fisica- lidad. Demasiado a menudo, gente espiritual (sin excluir a los
practicantes de Zen, por cierto) tiene una relación muy problemática con el
cuerpo. Existe la sensación de que sólo los ideales son reales, y que de algún
modo están con- denadas a vagar con sus cuerpos. A menos que estén
enfermos o sufriendo dolor, o sometiéndose a alguna intervención quirúrgica,
o envejeciendo y ya no estén tan ágiles como antaño, muchas personas
espirituales prestan poca
atención a sus cuerpos. De hecho, esos momentos en que el cuerpo comienza 77
a exigir atención lo convierten en mucho más odioso para ellos. Se siente
como un pesado lastre, una distracción de la práctica ritual “real”. Tales per-
sonas consideran a sus cuerpos como adversarios.
Una mujer joven hablaba en una de nuestras clases sobre sus problemas
con la anorexia. Criada en un devoto hogar católico, se embarcó en un
camino espiritual en una etapa muy temprana de su vida. Cuando llegó al
instituto, sin embargo, decidió que era imposible ser de verdad espiritual sin
someterse a la purificación del cuerpo. Comenzó ayunando varios días a la
semana. No pasó mucho tiempo antes de que dejara de comer completamen-
te. Pronto, aparte de dejar caer unas pocas gotas de agua en sus labios y en
su lengua, también dejó de beber. Cuando la llevaron al hospital ya estaba
casi muerta. Cuando le preguntaron qué es lo que había motivado su drásti-
ca conducta, la joven mujer respondió: “Estaba segura de que nunca llegaría
a ser una persona verdaderamente espiritual mientras permaneciera todavía
en un cuerpo”.
Ésta no es la percepción del Zen. Todo lo contrario. El cuerpo es
realmente nuestro primer hogar, nuestro primer sentido de lugar. Nos permite
entender nuestra verdadera naturaleza, manifestar la totalidad del universo.
Es, en ver- dad, un instrumento maravilloso, tan precioso como un violín
Stradivarius o un piano Steinway. Tenemos la responsabilidad de mantener
afinado este ins- trumento. Hemos de prestarle atención, cuidarlo de la
misma manera en que estos días se nos está diciendo que hemos de cuidar
nuestra alma. No hay des- conexión alguna entre cuerpo y alma. Apreciar
una significa apreciar las dos. Hemos de mantener sanos nuestros cuerpos y
tratar la maravillosa casa que ocupamos como la verdadera manifestación de
la Tierra del Loto. El cuerpo no es algo de lo que hay que librarse para poder
practicar; es el propio instru- mento de la práctica. Sin él, no hay
comprensión. Ése es el motivo por el que
los seres incorpóreos y los ángeles no pueden despertarse. Debemos apreciar
profundamente el cuerpo porque, tal como dice Hakuin, es el Buda.
El cuerpo realiza la verdad de este mismo lugar como la Tierra del Loto.
Sin el cuerpo, no puede haber paz ni satisfacción, ni práctica de Zen, ni
seguimiento de la maravillosa senda del Camino de Buda. En lugar de consi-
derar el cuerpo como un “mal necesario”, hemos de desarrollar la proverbial
cualidad Zen de “cariño de abuela” hacia él y hacia todos los seres encarna-
dos –personas, caracoles, sangha, árboles, ríos, el campo de hierba que es el
mundo– están todos conectados, son un mismo cuerpo. Hemos de aprender a
cuidar el cuerpo entero del universo, cada una de las cosas de este mundo de
las diez mil cosas.
78
CUIDADO

Este mismo lugar, este mismo cuerpo, es todo el paraíso que necesitamos.
No hay nada excluido, nada demasiado grande ni demasiado pequeño; todo
merece ser cuidado. Cuidar es quizás la expresión más fundamental de la
sabi- duría Zen. Dicho de otro modo, es negarse a dejar que la vida se
convierta en una rutinaria secuencia mecánica de acontecimientos. Es
negarse simplemen- te a ir tirando, a no vivir plenamente todo nuestro
potencial humano. En este estado despreocupado, en el que nos gusta dejar
que las cosas se vayan desli- zando, no prestamos atención al momento. Tan
sólo dejamos que la vida nos lleve hacia donde soplen los vientos del
cambio. No hay duda de que existen casos en que es necesario operar con el
“piloto automático”, pero desde luego no puede ser el modo en que vivamos
nuestra práctica de Zen básico. El com- portamiento del rebaño que a
menudo pasa como entusiasmo, es más adecua- do para las distracciones
deportivas en el estadio.
Hacen falta esfuerzo y dedicación para comprender que este mismo lugar
es la Tierra del Loto, y que este mismo cuerpo es el Buda. Esto es sabiduría
práctica, no una comprensión intelectual del “simbolismo” del poema de
Hakuin. Por sabiduría práctica, queremos decir que se expresa en nuestra
capacidad por preocuparnos por los demás, por abrirnos y unirnos a la
corriente subyacente de la compasión que aviva la Tierra del Loto. Honramos
este lugar dando testimonio de este maravilloso misterio que llamamos vida.
El preocuparse por los demás comienza y acaba con el zazen. Sin él, nues-
tras vidas no tienen combustible, calidez ni energía. Necesitamos practicar
para preocuparnos por el cuerpo, y por este lugar. Y puesto que estamos
viviendo en unos tiempos en que a la gente le importa muy poco la suerte del
prójimo, es esencial que practiquemos juntos. Si lo practicamos solos, resulta
demasiado fácil deslizarse hacia la insensibilidad de nuestros hábitos y ruti-
nas cotidianas, limitándonos a efectuar las mismas acciones mecánicas en el
trabajo y en nuestras relaciones. No es que estemos diciendo que sea posible
mantener una actitud de preocupación por los demás continuamente; siempre
hay un intercambio entre la rutina y las ocupaciones activas. Pero preocupar-
se por los demás es saber que estemos donde estemos o haciendo lo que
haga- mos, el nirvana está siempre aquí, frente a nuestros ojos.

VOLVER A CASA
79
Para nosotros, la quintaesencia americana de las historias de volver a casa
es El Mago de Oz. En nuestra versión de Zen básico, la búsqueda por parte de
Dorothy de la tierra mágica de Oz es la búsqueda del yo, nuestra “verdadera
casa”. Sus amigos –el Hombre de Hojalata, el Espantapájaros y el León
Cobarde– representan la codicia, el odio y la ignorancia que nos impiden ver
la verdadera naturaleza del yo; Toto, las brujas y el mago son los maestros
que proporcionan guía, equipo y obstáculos necesarios para el viaje; y la
verde ciudad de Oz es el campo de hierba de nuestra práctica. Las zapatillas
de color rojo rubí representan el zazen, revelando que para empezar nunca
abandona- mos nuestra casa. Como El Mago de Oz, nuestra historia trata
también del descubrimiento de nuestro hogar perdido hace mucho tiempo en
el lugar menos esperado; aquí mismo, en el momento presente. La única
diferencia es que nuestra historia no acaba nunca. Ésta es la razón por la que
hemos de seguir practicando –despertándonos de nuestro sueño– una y otra
vez.
Esta página dejada en blanco al propósito.
VIVIR CON LIMITACIONES

NO ES FÁCIL
DISTINGUIR CON SEGURIDAD
A QUÉ PARTE CORRESPONDE
CADA EXTREMO
DE UN GUSANO EN REPOSO
KYORAI

CRECIMIENTO ESPIRITUAL Y ESPACIOS ESTRECHOS

Hablando estrictamente, no vivimos “con” limitaciones, sino que más


bien vivimos “como” ellas. Se trata tan sólo de que hemos adquirido el
hábito de mirar la vida desde el interior hacia fuera. Cuando el jefe crea una
nueva polí- tica que nos limita, decimos: “Bueno, creo que tendré que
acostumbrarme tanto si me gusta como si no”. Es una forma de enfrentarse a
los desafíos a nuestro espacio. Otra forma es dejar el trabajo. Pero cuando
hemos madurado un poco en nuestra práctica Zen, llegamos a entender que
no somos diferen- tes de las limitaciones que estamos experimentando. Nos
vemos a nosotros mismos como limitación, encierro, cambio, etcétera. Una
vez hemos salvado el espacio existente entre nosotros y el momento, no hay
nadie que experi- mente algún acontecimiento o condición allí fuera que
ocupe un espacio dife- rente al de aquí dentro. La experiencia no se nos
arroja como una pelota. No la estamos atrapando ni devolviéndola, ni la
estamos contemplando. Más bien, somos una misma cosa con la propia
experiencia. Igual que en el caso del “gusano en reposo”, no hay modo de
“distinguir un extremo del otro”.
Concretamente, vivir como una limitación el hecho de pasar un resfriado,
por ejemplo, es vivir estornudando, es vivir fuertemente acatarrado. En este
preciso instante, tu vida se estará manifestando como un resfriado.
El problema es que por lo general no lo vemos de esta forma. Creemos
que estamos limitados por las circunstancias, impuestas por un virus. Si
realmen- te estamos físicamente debilitados, los límites entre nosotros y la
libertad de vivir como queremos parecen todavía mayores.

SUPERVIVENCIA

Cuando hablamos de supervivencia, hemos de tener en cuenta que esta-


ZEN BÁSICO

mos viviendo en la paz y prosperidad relativas de un país tecnológicamente


avanzado. La mayoría de los practicantes de Zen básico son personas acomo-
dadas de clase media que no viven bajo las limitaciones que entran en la
cate- goría de supervivencia. No hemos de temer ser devorados por los
tigres. No hemos de preocuparnos porque las setas que estamos a punto de
comer- nos puedan ser venenosas; vamos al supermercado, y damos por
supuesto que, puesto que están envueltas en celofán, no son venenosas. No
importa que sus efectos a largo plazo puedan ser venenosos porque han sido
rociadas con pesticidas; a corto plazo, por lo menos, podemos estar bastante
seguros de que no vamos a desplomarnos y morir al primer mordisco.
Sobre una base de día a día, lo que concebimos como una limitación es
82 más mental que física; es algo que creamos nosotros mismos. Pasando del pri-
mer nivel de la mera supervivencia al nivel más inmediato de nuestras vidas
cotidianas, es más realista considerar como condiciones lo que interpretamos
como limitaciones –lo que consideramos que pone dificultades de algún
modo a nuestra voluntad. Podemos estar limitados financieramente o
profesional- mente. Nuestra profesión puede no estar muy bien considerada o
no ser socialmente útil. Por nuestra parte hubiéramos podido elegir
libremente nues- tras profesiones, es posible que nos gusten el arte o la
música, por ejemplo, pero el mundo que nos rodea no está particularmente
interesado en lo que que- remos ofrecer. Así pues, ¿qué hay que hacer?
Empezamos midiéndonos con- tra el mundo que nos rodea. A veces, como
una mujer que conocimos en el instituto, esto nos paraliza. Helen era una
estudiante extraordinaria. Pero, tras completar los exámenes orales y escritos
de su doctorado con matrícula de honor, por alguna razón no fue capaz de
comenzar a trabajar en su disertación. Dado que siempre se ponía a la
defensiva cuando alguien sacaba a relucir el tema, la gente acabó por no
volverle a preguntar sobre esta cuestión. Tuvieron que transcurrir años antes
de que Helen le confesara a una amiga mientras cenaban que había sido
criada en una familia de perfeccionistas, con unos padres que la obligaban a
escribir con unos niveles imposibles diciéndole que “escribiera como
Dostoevsky, o que de lo contrario no se molestara en escri- bir nada”. No es
extraño que nunca lograra escribir su disertación.

HACER LO CORRECTO

Es posible que Helen sea un caso extremo, pero es muy humano hacer
“comparaciones envidiosas”, tal como le gustaba denominarlas a uno de
nues- tros maestros Zen. Nos preguntamos por qué algo que nos parece tan
noble,
tan importante para la humanidad, es considerado como insignificante. Esto
es incluso más apropiado en el caso de la práctica Zen. ¿Por qué entrar en
sesshin, por ejemplo, cuando podemos fácilmente tomarnos la semana libre y
jugar al golf, o cuando te iría bien apuntarte a un curso de ordenador y mejo-
rar tus técnicas? La práctica del Zen es una limitación que nos imponemos.
En cierto sentido muy real, nos separa del “mundo exterior”, especialmente
cuan- do tenemos en cuenta lo que el mundo exterior considera valioso: la
diversión, la fama y la fortuna. Podemos decirnos a nosotros mismos: “Sí,
estoy hacien- do lo correcto. Yo eligiría practicar si tuviera que hacerlo de
nuevo; pero me siento limitado, un poco apartado de mi familia y de mis
amigos que no prac- tican”.
Si nos lo tomamos en serio de verdad, hemos de observar atentamente el 83
Zen y el mundo que tanto nos preocupa; la situación social, el tiempo y el
lugar, que son el contexto de nuestra práctica. Consideremos, por ejemplo,
nuestros antecesores "básicos” en China, los practicantes ts’ao-pen ch’an.
Viviendo en la feudalista dinastía Sung, nacían con limitaciones que ni
siquie- ra podemos imaginar. La movilidad social que damos por supuesta
actual- mente en los Estados Unidos, no se conocía entonces. Un hombre de
negocios debía permanecer dentro de su círculo socialmente determinado
como hom- bre de negocios. Podía ser un hombre acomodado, pero nunca
podía esperar que su hijo se casara con nadie más que con la hija de otro
hombre de nego- cios. Quizás se lo habría podido permitir, pero ni él ni a su
familia estaban autorizados a vestirse con prendas de seda fina, un privilegio
reservado sola- mente a los aristócratas. Las líneas de separación entre un
monje y un hom- bre de negocios que practicase el Zen eran igualmente
duras y rígidas. Por ejemplo, a principios de la dinastía T’ang, durante la
llamada “edad de oro del Zen”, en el momento en que el seglar P’ang decidió
convertirse en un practi- cante serio del Zen pero no en monje, aun así tuvo
que cortar los vínculos con su antigua vida y abandonar todo lo que poseía.
Imaginemos lo que supondría, en la cima del éxito de una persona, tener que
renunciar a todo (familia, pro- piedades, animales de granja, muebles).
Entonces, acompañado solamente por su hija (también una devota del Zen),
vender utensilios domésticos de bambú para ganarse la vida y convertirse en
un maestro itinerante de Zen.
Hubo muchos practicantes laicos como P’ang en la China antigua: artis-
tas, poetas, eruditos, agricultores. Dado su restringido estatus social, podría
decirse que estaban haciendo algo único y revolucionario. ¿Estaban haciendo
lo correcto? Creemos que sí. ¿Seríamos lo bastante valientes como para
hacer- lo? Nos gustaría creer que sí. Teniendo en cuenta cómo era el mundo
en su tiempo, al practicar el Zen estaban aceptando un riesgo todavía
mayor que
quienes entraban en la vida religiosa. Al menos los monjes y las monjas tení-
an un lugar donde dormir y dos comidas al día.
Por otro lado, un sistema de castas se presta muy bien a la práctica del
Zen, que está llena de limitaciones. Estamos limitados por el timbre del
cronome- trador, el espacio del cojín y el alcance del movimiento. Hay un
número inde- terminado de limitaciones que nos imponemos para ejecutar
esta práctica, que, socialmente hablando, es en sí limitadora en cuanto nos
separa de lo que la mayoría de las demás personas de nuestra sociedad hace
en su valioso tiem- po libre. Como los antiguos practicantes básicos chinos,
nos sentamos cuan- do nuestros familiares y amigos preferirían vernos
haciendo otra cosa. Hoy en día, es casi inconcebible que alguien renuncie a
las comodidades, a su estatus
84 social y a la aceptación de la comunidad para vagar como un vagabundo Zen,
viviendo en la precariedad. La única comparación que me viene a la mente es
el poeta Beat Jack Kerouac y otros “holgazanes dharma” de los años 50. Pero
con unas pocas excepciones notables, estaban más interesados en la poesía y
en las drogas, que en una vida dedicada al zazen.
De todas maneras, no podemos negar que experimentamos una extraña
satisfacción debido a esta limitación. Podemos incluso decir que nos gusta
ser unos “forasteros”. Desde luego, no es tan malo para nosotros como lo fue
para los practicantes del Zen básico en la antigua China. Su mundo estaba
organi- zado tan jerárquicamente, que podían llevar a alguien ante los
tribunales por el mero hecho de sentarse en una silla equivocada a la hora de
la cena en tu propia casa y, además, podía ser castigado. No es extraño que la
gente de tales sociedades feudales hicieran de la obediencia una bendición, y
de la pobreza una cuestión estética. Estas limitaciones forman una buena
parte de nuestra herencia zazen. Aun así, quedan los aspectos positivos. Se
puede encontrar belleza en el arte de salir adelante con lo que se tiene. Al
igual que en la poe- sía haiku de este libro, la sabiduría Zen brota de las
limitaciones que le son impuestas.

BELLEZA EN LAS LIMITACIONES

La idea de límites es detestable para los americanos. Pensemos en ello.


Nada ni nadie parece que tengan el derecho de limitarnos. Pasamos una
buena parte de nuestra vida luchando contra los límites. Los consideramos
como obstáculos que superar –la pobreza, la enfermedad, cualquier
disfunción que se nos pueda ocurrir, e incluso alguna en la que nos hayamos
pensado. América está repleta de tales campeones. Naturalmente, esto
demuestra que
tenemos una gran fuerza de voluntad y un espíritu creativo, y estas virtudes
son necesarias para hacer frente a desafíos de vida o muerte. Pero esto no es
lo que hace falta para vivir con las limitaciones de nuestras experiencias coti-
dianas: no conseguir hacer las vacaciones cuando tú querías, o aquel curso
que tan ardientemente deseabas dar, o aquel cliente que parecía tan dispuesto
a firmar. Las limitaciones son nuestra vida. Hay belleza en ellas, no mera-
mente en hacerles frente, sino en hacernos unos con ellas.
¿Dónde está la limitación una vez te has fusionado con ella? ¿Te quejas
de la respiración por estar limitada a una inhalación seguida por una
exhalación?
¿Rechazas el momento porque te limita a estar enfermo en lugar de sano, o
confinado a un pequeño apartamento en lugar de una mansión?
En lugar de tratar de rechazar las limitaciones, es mejor simplemente estar 85
limitado un uno por ciento. No resulta fácil, pero podemos consolarnos
sabiendo que el momento siguiente siempre contiene algo nuevo. Tal como
pronto descubrimos en nuestra vida en común, esto es especialmente impor-
tante cuando se trata de construir y mantener una relación.

CONSTRUCCIÓN DE UNA RELACIÓN ESPIRITUAL

Habiéndonos presentado voluntarios para unirnos al equipo que estaba


construyendo un nuevo templo Zen para nuestra comunidad en Hawai, un día
nos encontrábamos en la ladera de una montaña, agachados el uno junto al
otro con un machete en la mano, abriéndonos camino a través de una densa
selva tropical. Ninguno de nosotros tenía ninguna experiencia en la construc-
ción y, al hacérsenos casi insoportables el calor y los mosquitos, estuvimos
tentados de abandonar nuestros machetes y marcharnos. Pero siendo conoci-
dos alrededor del centro de Zen como el “Dúo Dinámico”, nos vimos obliga-
dos a mantener aquella reputación. Por tanto, después de intercambiar una
mirada que significaba “antes morir que abandonar”, y de tomar un sorbo de
nuestras cantimploras, seguimos abriéndonos paso con los machetes.
Después, un día se nos ocurrió que el trabajo podría ser más fácil si lo con-
vertíamos en una forma de meditación. Decidimos trabajar sin hablar a
menos que fuera necesario, y concentrarnos en nuestra respiración mientras
concen- trábamos nuestra atención, momento a momento, en nuestras
actividades. La diferencia entre meditar en el centro de Zen y construyendo
un templo juntos era que aquí, en la ladera de la montaña, en lugar de
sentarnos individual- mente sobre nuestros cojines, trabajábamos y
“meditábamos en tándem”. Inspirados por una sonrisa de nuestro poeta Zen
favorito, Ikkyu, comenzamos
contando nuestras exhalaciones e imaginándonos a nosotros mismos “como
dos ramas de un mismo árbol” –es decir, funcionalmente separados pero
unidos por el tronco. Nuestro experimento tuvo un impacto positivo inmedia-
to sobre nuestro trabajo y nuestra práctica de la meditación. Trabajando
medi- tativamente como compañeros, no sólo se dobló la intensidad y la
capacidad de atención que alcanzamos meditando como individuos, sino que
también se puso de relieve que las limitaciones físicas eran excelentes
oportunidades para la práctica del Zen.
Fueron necesarios seis meses para despejar el camino a través de aquella
jungla; y pasó un año antes de que pudiéramos realmente excavar. Edificar en
una ladera de un bosque lluvioso, directamente en el camino de los desliza-
86 mientos de barro, añadió nuevas complicaciones incluso después de haber
empezado a excavar. Y necesitamos otros seis meses antes de poder hacer los
cimientos. Daba la impresión de que cada paso adelante iba seguido por dos
pasos atrás. Tan pronto hubimos levantado la estructura del primer edificio,
la humedad comenzó a deformar una u otra viga importante, y tuvimos que
des- montar toda la estructura y empezar de nuevo. Era frustrante. Pero
también lo era sentarse en zazen solos en nuestros cojines en el zendo. Tan
pronto como te acomodabas en una hendedura y te concentrabas de verdad,
tu estó- mago comenzaba a gruñir. Estabas hambriento. De hecho te morías
de ham- bre. Comenzabas a imaginar qué debía de estar preparando el
cocinero para cenar. Querías lanzar una mirada al reloj para saber cuánto
tiempo faltaba todavía para que fuera la hora de la cena. No te podías mover.
Pero el hecho de estar hambriento había interferido de alguna manera en tu
cómodo asien- to, y ahora te dolía el tobillo. Tus mejores y más concentrados
esfuerzos se escapaban por la ventana. Empieza de nuevo. Cuenta las
respiraciones. Una… dos… tres…
Trabajar juntos en esta construcción no resultó ser menos espiritual ni
menos difícil que sentarse en meditación. Además, trabajar en el templo pro-
porcionó las herramientas y la experiencia práctica que íbamos a necesitar
para pasar por el complejo laberinto emocional de relaciones que nos aguar-
daba en los meses siguientes. Más importante aún, nos dio el anteproyecto
para vivir en el “mundo real” como personas casadas en su vida cotidiana
que ya no residen en un centro Zen. Comprando un condominio y
haciéndonos una casa juntos, aprendimos muy pronto que “dos ramas de un
mismo árbol” a menudo miran en direcciones opuestas e invaden sus
respectivos espacios. Por ejemplo, supongamos que damos el penoso paso de
arrancar una “mala hierba” temperamental –es decir, que negociamos un
compromiso en un caliente debate sobre dónde poner un mueble– y, de la
noche a la mañana,
aparece una nueva “mala hierba” temperamental en su lugar. Podríamos estar
ansiosos por comenzar a “excavar”, con la esperanza de alcanzar nuevos
nive- les de intimidad, para acabar hablándonos el uno al otro mientras nos
cruza- mos andando sin detenernos. Una vez más, hubiéramos podido
abandonar nuestras herramientas y hacer las paces. Pero no lo hicimos,
porque ambos sabíamos que lo que estábamos construyendo juntos no era
una “casa” ordi- naria sino un “templo”, no una mera relación ordinaria, sino
una asociación espiritual. Tras cinco años de matrimonio, nos dimos cuenta
de que el simple hecho de construir esta asociación era en sí mismo una
práctica espiritual.
Han transcurrido casi diez años desde que abandonamos Hawai y estable-
cimos nuestro centro Zen en los estados continentales de América, pero
todavía consideramos a Honolulú como “nuestro hogar” y volvemos allí con 87
frecuencia. Nos gusta especialmente ir en coche por la larga y retorcida carre-
tera en el valle Palolo, para echar un vistazo al templo que ayudamos a
construir. La cocina todavía no está acabada, pero la sala de meditación se
mantiene firme. Las enormes plantas hoja de elefante y las parras trepadoras
han sido cortadas recientemente, pero se adivina que todavía amenazan con
volver a crecer y devolver aquel lugar a la jungla. Por muy pulcramente que
intentes arreglarla, la vida se niega a compartir. Prefiere andar lentamente
extendiéndose de forma caótica. Pero esto no quiere decir que debas dejar de
construir. Aprendes cómo trabajar con ello, en lugar de sobre ello, adaptando
tu proyecto sobre la marcha.
Es lo mismo que construir una relación. Es posible que tengas que levan-
tar la estructura varias veces, antes de que sea lo bastante fuerte como para
que puedas ponerle su piel exterior de ladrillos y cemento. Algunas veces,
vendrá una tormenta que derribará toda la obra, y tendrás que volver a empe-
zar a partir de los restos. Lo importante es que continúes con lo que estás
haciendo en el momento. Así, lo que esté sucediendo entre tu pareja y tú se
convierte en el contexto de tu relación manifestándose como la tormenta. No
hay necesidad de analizarlo; en lugar de ello, desgástalo dejando que se
vayan tus pensamientos y prestando atención al espacio que ocupas justo en
aquel momento. No lo clasifiques como “bueno” o “malo”, como un
“encendido” o un “apagado”. No intentes reprimirlo, y no te agarres a él. Ten
presente que la limitación que estás experimentando es una condición
pasajera y que cambia- rá, porque el cambio es la única certeza en la que
puedes confiar.
Esta página dejada en blanco al propósito.
ESPACIO SAGRADO

EN MI TIERRA NATIVA
HAY ESTA
PLANTA: TAN PLANA COMO
LA HIERBA
PERO QUE FLORECE COMO EL CIELO
ISSAS

RITUALES

Teniendo en cuenta que el Zen básico es secular y que se practica fuera


del monasterio, podría parecer que no hay necesidad de crear rituales ni de
esta- blecer un “lugar sagrado”. Si el Zen no es nada más que comer, dormir,
tra- bajar y cuidar de nuestras familias, ¿no estamos practicando
continuamente? Sí, pero precisamente porque el Zen no hace distinciones
entre las nociones tradicionales de lo “sagrado” y lo “profano”, en ocasiones
nos distraemos de experimentar la santidad de lo ordinario. Nos volvemos
perezosos, como el abogado que conocimos en Hawai, practicante desde
hacía mucho tiempo, que cuando le preguntamos por qué ya no asistía al
sesshin, respondió: “Estoy practicando en todo momento, tanto cuando estoy
argumentando un caso en un tribunal como cuando me siento sobre mi lanai
para beberme una cerveza, todo es Zen”. No nos sorprendió enterarnos por
unos amigos que antes de que transcurriera un año, el abogado había dejado
de sentarse del todo. Ésta es la razón de por qué es importante el ritual; crea
un ambiente de Zen, y prepara la escena para concentrar la atención. Y
concentrar la atención es el primer paso para llegar a ser una misma cosa con
el tiempo.
Hemos estado pensando durante largo tiempo sobre los tipos de rituales
que podrían resultar apropiados para los practicantes básicos, que no necesa-
riamente se consideran a sí mismos como budistas. Nuestro sangha básico de
Princeton es cómodo, con algunos de los rituales que heredamos del Zen
japo- nés tradicional, y al integrarlos hemos creado nuestro propio ambiente
Zen sin, como dijo uno de nuestros miembros: “tirar al bebé con el agua de la
bañera”. Cada centro básico occidental es diferente en el modo de celebrar
los rituales que nos llegaron del este. Algunos se adhieren a ellos
completamen- te, otros mezclan ceremonias cristianas, judías y budistas, y
otros por último, mientras que por un lado han eliminado toda traza de ritual
budista, por otro
ESPACIO

han desarrollado nuevas formas apropiadas para su modo particular de prac-


ticar. Pero se practique como se practique, es imposible hacerlo sin alguna
forma de ritual.

ATENCIÓN AMOROSA

Nosotros, los practicantes de Zen básico, estamos en la envidiable posi-


ción de crear nuestros propios rituales. Conforme vamos madurando en Zen,
maduramos su expresión. Desarrollamos una mayor confianza en nosotros
mismos y, en la mayoría de los casos, una pasión aún más fuerte por la prác-
90 tica que la que sentíamos cuando comenzamos a sentarnos por primera vez.
Nos acercamos a los cojines como nos acercaríamos a una cita con un aman-
te. Deleitándonos en cada gesto, preparamos el escenario: colocamos flores
en un jarrón y lo ponemos sobre el altar, ablandamos el cojín y encendemos
el incienso. Esperamos con ilusión esa reunión diaria. Es especial, porque
tiene lugar por la mañana o a última hora de la tarde y está limitado a
veinticinco minutos, o si tenemos suerte, a una hora. Robamos tiempo al
tiempo para estar con nuestro “amado o amada” en el transcurso de un día
atareado. Gradualmente, aprendemos a trasladar esta atención amorosa a
nuestra rutina diaria. Todas las cosas se iluminan cuando estamos
enamorados; todos cono- cemos este sentimiento. Incluso las actividades más
mundanas están investi- das del resplandor de nuestro encuentro de primeras
horas de la mañana sobre los cojines. Estemos donde estemos, hagamos lo
que hagamos, llevamos nuestro ardor con nosotros.

PREPARACIÓN DE LA ESCENA

El vestido es un aspecto importante del ritual. A algunas personas les


gusta vestirse con colores oscuros cuando se sientan. A otras les gusta
ponerse un artículo concreto de vestir, como recordatorio especial. Sentados
en casa juntos cada domingo, por ejemplo, nos ponemos nuestros rakusus –
un rakusu es el corto babero negro que representa el sobrepelliz del monje–
que nos regaló nuestro maestro cuando aceptamos seguir los preceptos
budistas. Pero éstas son las únicas ocasiones en que nos ponemos nuestros
rakusus. Por mera costumbre, es posible que nos vistamos con colores
oscuros al sentarnos formalmente con nuestro grupo, pero en el zendo no nos
ponemos nuestro atavío tradicional.
Los practicantes básicos generalmente eligen sus propios rituales para
sentarse en casa. Una amiga artista ha puesto una piedra y un trozo de made-
ra de deriva sobre una mesa pequeña delante de su cojín en un rincón de su
sala de estar. Un padre cariñoso guarda en su altar el dibujo que ha hecho de
él su hija de diez años. Para conmemorar ocasiones especiales, un marido y
una esposa leen juntos un poema en voz alta. Una vez, cuando estábamos de
huéspedes en el zendo de una casa en el campo, fuimos invitados a una
sesión de meditación caminando en el jardín. Cuando tenemos invitados en
casa que se sientan, les pedimos que se unan a nosotros. Arreglando el
espacio de nues- tro zendo del sótano para complacer a nuestros amigos,
sacamos nuestros “cojines para invitados”, encendemos una vela e incienso,
y cantamos el Sutra
Corazón. 91

UNA LENGUA DE SER

Cualquiera puede lograr que “la hierba sencilla florezca como el firma-
mento”. Cuando un amigo, que viaja mucho por cuestiones de negocios, se
quejaba de la “atmósfera tan antizen” de las habitaciones de su hotel, le con-
tamos lo que hacemos cuando estamos en la carretera. Puesto que nos gusta
viajar ligeros de equipaje, no nos llevamos nuestros cojines. Convertimos
nuestra habitación del hotel en un “espacio sagrado” usando mantas y almo-
hadas en lugar de esteras y cojines, y aplaudiendo con las manos en lugar de
usar una campana para controlar el tiempo.
El ritual tiene su propia lógica. Se trata más bien de ser que de hacer. Su
lenguaje es no lineal, diseñado para atraer los sentidos en lugar del intelecto.
Ésta es la razón por la que tantos cánticos chino-japoneses, incluso cuando
están traducidos al inglés, carecen de sentido sintáctico. La experiencia de
mover las cuerdas vocales al compás de la respiración es más importante que
comprender lo que estamos cantando. Cantar sin prestar atención al “signifi-
cado” nos sitúa en un estado mental no lineal y no dualista, que siembra el
despertar. Dicen que el analfabeto pulidor de arroz chino que se convirtió en
el gran sexto sucesor de Zen, alcanzó la iluminación al escuchar el Sutra
Diamante cantado en el mercado, sin “entender” intelectualmente ni una
pala- bra del mismo.
El ritual permite la fusión del sujeto y del objeto. Se experimenta, es
trans- formador, y sin limitación de tiempo. Los símbolos de significado
personal y de grupo nos ayudan a concentrarnos inconscientemente en
aquello con lo que nos sentimos bien. Pero necesitamos un sentido sano del
yo para empezar, por
lo cual resulta útil crear nuestros propios rituales. Los representamos porque
nos proporcionan placer, al tiempo que relajan el dominio del ego sobre
noso- tros. Perder el yo en un ritual es un preludio a la experimentación de lo
sagra- do en lo ordinario. El ritual es el arte de cultivar la atención. Tiene que
ser algo que hagamos con amor, con cariño.
Los símbolos compartidos sirven como rituales significativos de grupo;
los símbolos privados ofrecen un lazo personal con su representación.
Bodhidharma, el fundador del Zen en China durante el siglo octavo, ejempli-
fica esto en su papel como creador del rito del té verde que ha estado asocia-
do desde entonces con el Zen. Según cuenta la leyenda, Bodhidharma cultivó
el primer matorral pequeño de té verde fuera de su cueva, y dio a sus discí-
92 pulos las hojas para que las masticaran, y de esta forma no se durmieran mien-
tras hacían zazen. Con el tiempo, esto se formalizó en un rito. Tanto si se trata
de la ceremonia del té en Japón, como de beber té por la mañana durante la
celebración del sesshin, desde los tiempos de Bodhidharma los practicantes
de Zen han estado participando en un ritual común, que tiene
simultáneamente una función muy práctica. Tanto si lo hacemos
formalmente, sentados en el zendo y vertiendo té en tazas japonesas, como si
nos reunimos alrededor de la urna en silencio en la mesa de la cafetería,
llenando cada cual su propia taza con té y sentándonos para beberlo en la
sala de estar o en el pórtico, practica- mos un ritual Zen que refuerza física y
emocionalmente nuestra resolución de practicar juntos el camino de
Bodhidharma.

GESTOS SIMBÓLICOS

Los rituales han de tener un componente físico, aunque se trate sólo de un


pequeño gesto simbólico, como encender el incienso antes de ir al cojín. O
puede ser dar de comer al gato o hacer la cama prestando atención a lo que
hacemos, calmando nuestros pensamientos, despertándonos del mundo de las
acciones no meditadas, para entrar en una percepción concentrada. Todos
estos pequeños rituales de percepción pueden ser lo que Buda llamaba
“medios útiles” para abrirse al momento. La energía desarrollada en nuestros
propios rituales privados sentados se acumula y nos fortalece como grupo
cuando compartimos juntos, en común, antiguos rituales Zen tales como
beber té. Intensifican nuestro zazen y expanden nuestra capacidad de percep-
ción. Lo mismo sucede con los cantos. Incluso aquellos de nosotros que han
estado cantando los mismos versos durante años, se sienten obligados a can-
tarlos como si fuera la primera vez. Esto es aplicable también a pequeños
ges-
tos de la vida cotidiana. Cuanto más conscientes seamos del modo como
abri- mos y cerramos una puerta, menos probable será que la dejemos
cerrarse con un fuerte golpe detrás de nosotros. No sólo porque tenemos en
cuenta que alguien puede estar descansando o meditando en el zendo durante
un descan- so, sino también porque nos hemos acostumbrado a establecer
espacios sagra- dos en nuestras mentes incluso cuando estamos en casa.
Cuando “dentro y fuera se convierten en una misma cosa”, el zazen deja
de ser sólo otra tarea. Tampoco es que se trate de un gran logro espiritual.
Nos sentamos simplemente porque saboreamos la experiencia de sentarnos.
Ejecutamos un ritual porque nos sentimos impelidos a ejecutarlo, no porque
debamos hacerlo o porque se espera de nosotros que lo hagamos. Allí no hay
nadie que vaya a imponernos un castigo si lo hacemos “mal”. Tampoco vamos 93
a conseguir puntos brownie (miembro joven de las Girl Guides) por hacer-
lo “bien”. No miramos por encima del hombro para ver si alguien se ha dado
cuenta de la elegancia con la que hacemos una reverencia, o de la imagen de
santo que damos cuando encendemos el incienso. Al final, somos nosotros
mismos quienes debemos hacer que nuestro “lugar nativo” florezca como el
firmamento.
Esta página dejada en blanco al propósito.
EL CAMINO DEL MEDIO

BAJO UNA NIEBLA DE PRIMAVERA


EL HIELO Y EL AGUA
OLVIDAN
SUS VIEJAS DIFERENCIAS...
TEITOKU

EVITAR LOS EXTREMOS

Buda descubrió el Camino del Medio después de haber pasado a través


de las dos fases extremas de su vida. Durante la primera fase, fue criado
como un príncipe y vivió en un palacio donde estuvo protegido de la
enfermedad, de la senectud y de la muerte. En la segunda fase, vivió en la
jungla y practi- có una diversidad de duras disciplinas ascéticas hasta que
casi llegó a morir. Por último, abandonando estas prácticas, se sentó bajo el
árbol Bodhi en meditación, y alcanzó la realización. Después, se embarcó en
su propia ver- sión del “Camino del Medio”. Para Buda, esto consistió en
reunir un sangha, una comunidad vagabunda de compañeros meditadores;
enseñando sobre el comienzo y el fin del sufrimiento, a lo que llamaba las
Cuatro Verdades Nobles; y viviendo como un monje sin caer en austeridades
extremas.
Comparado con los estándares actuales, el Camino del Medio de Buda
todavía nos parece bastante ascético. No obstante, al evitar los extremos, pro-
porciona un modelo a aquellos de nosotros que practicamos el Zen básico.
Tomando el ejemplo de Buda Shakyamuni, también nosotros hemos de
encontrar nuestro Camino del Medio. Para ser auténticos en nuestra práctica,
no hemos de imitar pródigamente la vida de Buda ni, por la misma razón, la
de ningún maestro chino o japonés de Zen. Pero el mensaje para nosotros es
el mismo que fue para ellos: encontrar un Camino del Medio con el que pue-
das vivir. Evitar los extremos de la perfección. No convertirse en una persona
que practica la “meditación perfecta” a expensas de otras dimensiones de su
vida. De hecho, no debes tratar de llegar a ser perfecto en nada de lo que
hagas. Si logras evitar convertirte en perfecto, te estarás embarcando en el
Camino del Medio.
La vida tiene mucho más que un solo papel. Desempeñamos muchos
papeles, y necesitamos, en primer lugar, equilibrarlos, y en segundo lugar,
experimentar otros nuevos; nunca “llegamos del todo allí”, nunca logramos
la perfección en el sentido de llegar a algún lugar y descansar en el mismo.
Nosotros descansamos en el desarrollo del ser; es un descanso dinámico,
nunca el reposo del logro estático. Es moverse siempre hacia delante y hacia
atrás entre los extremos, de modo que sólo se puede experimentar como el
Camino del Medio. Nunca somos tan sólo ricos o tan sólo pobres, ni única-
mente viejos o únicamente jóvenes. Somos una mezcla de todas estas cosas.
Puede ser diferente para cada uno de nosotros, pero sigue siendo una mezcla,
y hemos de encontrar nuestro equilibrio en ella.
Debemos preguntarnos siempre dónde radica el equilibrio. Es algo que
debemos trabajar cada día; y es nuevo cada vez. No se trata de encontrar un
96 Camino del Medio para todas las ocasiones, y ya está. Nuestro Camino del
Medio está siempre desplazándose. Siempre hay muchas circunstancias dis-
tintas que se cruzan en nuestro camino, exigiéndonos revisar nuestros planes
originales. Cuando la vida da un giro inesperado, hemos de preguntarnos:
“¿Qué hago ahora?”, “¿dónde está el Camino del Medio en este momento?”

ENCONTRAR EL EQUILIBRIO

Ser extremista es estar desequilibrado y perder el Camino del Medio, tal


como aprendió el mismo Buda. No halló la paz mental en el palacio de su
padre, ni en la jungla. Encontró la paz mental cuando halló su propio equili-
brio.
Encontrar nuestro equilibrio es como encontrar el ritmo de nuestra vida.
Una vez lo has encontrado, dejas de ser tan crítico y exigente. Cuando te aco-
modas a ti mismo, te das cuenta de que aunque nunca serás perfecto, tampo-
co serás un fracaso absoluto. Es más probable que seas algo situado en un
punto intermedio.
Un solo período de meditación de veinticinco minutos ilustra perfecta-
mente cómo puede llevar el zazen al Camino del Medio. Nos concentramos
en la respiración, y luego nos apartamos de ella; volvemos a la respiración, y
nos alejamos de nuevo de ella. Hacia atrás y hacia delante, hacia atrás y
hacia delante, ni riñéndonos a nosotros mismos por no quedarnos con la
respiración, ni por escapar a los ensueños. El Camino del Medio del zazen
consiste en regresar suavemente a la respiración una y otra vez. Nos enseña
tolerancia para con nosotros y los demás. Nos lleva a la abertura y la
comprensión. “Hielo y agua olvidando sus viejas diferencias” –éste es
nuestro Camino del Medio.
ESPACIO

PRACTICAR SIEMPRE

Nos gusta la afirmación Mahayana de que el mismo Buda está practican-


do siempre. Dogen lo expresó con gran belleza al decir: “Las verdes monta-
ñas están siempre caminando”. Fijémonos en que en ambos casos el énfasis
va sobre la palabra siempre. No hay un solo momento en que el Buda, el uni-
verso, no esté practicando. La belleza de la práctica del Camino del Medio es
que no tiene final. Hay muy pocas filosofías religiosas que aprecien o
acepten plenamente “no llegar del todo allí”. El Camino del Medio revela
que en la misma condición de “no llegar del todo allí”, ya estamos allí. Ya no
juzgamos ni nos hacemos estas preguntas: “¿Por qué no soy perfecto?”,
“¿por qué no
tengo una gran experiencia de iluminación como aquellas que he leído?”, 97
“¿por qué sólo una pequeña percepción cuando podría tener diez?”, “¿por qué
me enfado siempre?”, “¿por qué no soy más como el Zen?”, “¿por qué no
hablo con mayor suavidad?”, “¿por qué bebo cerveza todavía?”. ¿Os suena
familiar? A pesar de todo esto, el Camino del Medio nos permite aceptarnos
tal como somos. Simplemente vamos practicando y de repente, sin flagelar-
nos, se produce el cambio.
No hay necesidad de forzarnos a nosotros mismos, puesto que el cambio
de produce por sí mismo. Viene con un abrazo del Camino del Medio, que
cada uno de nosotros tiene que descubrir cada día una y otra vez. Nunca es lo
mismo. ¿Cómo sabremos que lo hemos encontrado? Se trata de otra de esas
preguntas peligrosas. El Camino del Medio no se trata tanto de un asunto de
saber o de no saber como de seguir caminando, siempre caminando. Una
buena manera de intentarlo es caminando en meditación. Cuando nuestro pri-
mer pie toca el suelo, ¿estás ahí? ¿Estás abierto? ¿Estás en reposo mientras
caminas? ¿Estás criticando tu modo de andar? ¿Tienes un comentario que
hacer sobre el paisaje?, o ¿puedes dejarlo y empezar de nuevo, con un pie
delante del otro? El Camino del Medio está allí, en ese paso siguiente.

EXPERIENCIA ZEN

La experiencia consiste en encontrar de verdad el momento, no sólo en


nuestras cabezas, sino también con cada fibra de nuestro ser. En realidad se
trata de algo muy normal. Lo vemos en la sonrisa que aparece en la cara del
viejo estudiante Mahakashyapa cuando ve el Buda haciendo girar una flor
rápidamente durante una charla dharma. Sin razón aparente, la estudiante
Zen sonríe mientras sale caminando por la mañana y ve el gato de color
naranja
del vecino sentado sobre la baranda del pórtico de enfrente, lamiéndose las
patas. Una flor, un gato –todo perfecto tal como es– allí está el Camino del
Medio. También lo es perder el rumbo, perder el equilibrio y volver otra vez
al momento.
La experiencia Zen ofrece una clase diferente de perfección de aquella en
la que nos enseñaron a creer. No es lineal: no evoluciona hasta un punto
final, ni avanzamos hacia él. El modo en que consideramos la perfección nos
obli- ga a hacer muchas comprobaciones. Estamos nerviosos, siempre
mirando por encima de nuestro hombro para ver hasta dónde hemos llegado.
“Allí” está inevitablemente lejos de “aquí”. Tiene que ser distinto de todo
aquello por lo que hemos pasado con anterioridad. Nuestra educación
judeocristiana occi-
98 dental no nos facilita la aceptación de que la perfección del Camino del
Medio no tiene principio ni fin, que está aquí mismo, desplegándose con el
momento.
Momentos tristes y gozosos, momentos de éxito y de fracaso, cualquier
momento imaginable –el Camino del Medio los abarca todos. No hay ningún
“Punto Omega” que alcanzar. Vivimos nuestras vidas con plenitud, y eso
es todo. Aquellos de nosotros a los que nos gusta filosofar, podemos leer
sobre todo tipo de propósitos en la vida; no hay nada malo en ello. La vida es
una historia muy interesante. Pero no debemos leer demasiado sobre ella, ni
debe- mos convertirla en un rígido conjunto de normas y reglas. Mientras
nos limi- temos a jugar, a vivir nuestras historias con la semiconciencia de un
niño embarcándose en una nueva aventura, estaremos bien. No hay
necesidad de preocuparse; siempre podemos contar con nuestra respiración
para regresar sanos y salvos al Camino del Medio.
LAS CUATRO SABIDURÍAS

MIRANDO LOS PÉTALOS


CAYENDO
UN BEBÉ TIENE
CASI EL MISMO ASPECTO
QUE UN BUDA
KUBUTSU

COMPASIÓN Y ECUANIMIDAD

Según Buda, la persona despertada vive en las “Cuatro Sabidurías” de


ecuanimidad, amabilidad cariñosa, alegría simpática y compasión. Estas cua-
tro condiciones psicológicas deseadas resultantes de la práctica de la medita-
ción, se reflejan unas a otras. La ecuanimidad es parte de la compasión; no
hay alegría simpática sin amabilidad cariñosa, etcétera. En realidad no hay
ningún orden especial de importancia de las Cuatro Sabidurías, por lo que, en
lugar de separarlas, nos gustaría explorar cómo están entrelazadas.
La ecuanimidad ha aparecido en varios contextos diferentes en este libro.
Aquí la definimos como la imagen de la compasión reflejada en un espejo.
Curiosamente, de las Cuatro Sabidurías, tanto la ecuanimidad como la com-
pasión son las que se entienden erróneamente con mayor frecuencia. Para
aquellos de nosotros que han crecido en una cultura judeocristiana, la ecuani-
midad suele identificarse con el estoicismo, la filosofía de la imperturbabili-
dad. Consideremos a la compasión como una forma de amor. Sabemos lo que
es el “amor”, pero de alguna manera la “compasión” no nos parece tener
tanta fuerza. No evoca las fuertes imágenes que evoca el amor. Sólo cuando
sepa- ramos la segunda sílaba, comenzamos a entenderlo un poco mejor:
“Pasión”. Eso es algo que conocemos bien.
La pasión es importante en la práctica del Zen básico. Subrayamos esto
porque la mayoría de las personas tiende a considerar al Zen como una prác-
tica de desinterés total. Hace poco, en una boda, un practicante de Zen tibeta-
no con el que estábamos charlando nos dijo que le gustaba el Zen, pero que
lo encontraba más bien “severo y austero”. Se supone que la gente Zen es
tranquila, imperturbable y sosegada en todo momento. No necesitamos la
pasión porque la práctica nos ha dejado tan completos y saciados en nuestro
interior, que el mundo ya no tiene ningún interés para nosotros, ¿no es así?
ESPACIO

Pues no. Rechazamos la idea de que madurar en Zen signifique librarnos de


las emociones, de la pasión. Y no tenemos intención de prescindir de éstas,
tal como haríamos con un poco de ropa vieja. Ni tampoco practicamos para
emerger en alguna etapa final de perfecto, puro y prístino desapego.
Entonces,
¿cómo vivimos en las Cuatro Sabidurías?
La pasión más obvia en nuestro sangha básico es el afecto que sentimos
los unos por los otros. Sentimos gratitud por estar juntos, nutriéndonos y
manteniéndonos entre nosotros en nuestro campo básico de práctica, nuestro
mundo. Nos damos cuenta de ello cada vez que hacemos una reverencia o
que caminamos juntos en meditación, bebemos té o nos ofrecemos un dulce,
100 y aceptamos o decimos: “Esta noche no, gracias. El doctor dice que he de
vigi- lar mi colesterol”. ¿Cómo podemos estar separados de sentir que
queremos té
sin ningún dulce esta noche? ¿Cómo puede ser “malo” esto? Sólo se con-
vierte en malo cuando se nos ve como “inmaduros” o “raros” por rechazar la
oferta de un dulce. Así es como el flujo de la pasión se desconecta, cuando
los sentimientos se petrifican y dejamos de interactuar para mantener nuestro
rígido y seguro sentido del yo. Queremos creer que somos más “normales” y
más “maduros” que nuestro amigo. Es cuando damos crédito a la substancia-
lidad de este yo “normal” y “maduro” cuando perdemos de vista la imagen
general.

LA IMAGEN GENERAL

Compasión significa sentir con, desear con, sufrir con, desear con y sentir
con. Dicho de otro modo, el yo –el yo que percibe, siente, sufre y ama– pues-
to en un contexto más amplio. O quizás deberíamos decir que la compasión
consiste en despertar al hecho de que nunca hemos abandonado nuestra sabi-
duría original. Es echar una buena mirada a la imagen general, el amplio
panorama que está siendo oscurecido por nuestra negativa a ver el yo vincu-
lado en amor a todo lo que existe. Tal como hemos puesto de relieve repeti-
damente, la práctica del Zen básico no trata de nuestro desapego. No
viajamos a nuestro interior para perder todo nuestro sentido del mundo
exterior. Por el contrario, se trata de abrirnos, reconocer conexiones,
experimentar las sensa- ciones de otros como propias, maravillándonos ante
lo que el maestro Zen Thich Nhat Hanh llama la vasta red adornada con
piedras preciosas del “ser compartido”. Transformado por la compasión, el
yo se abre, y se reconecta a un universo vibrante y siempre cambiante. Los
límites rígidos desaparecen y las paredes caen, dando paso a la ecuanimidad.
Cuando el yo es transformado, participar en los sentimientos de un
hombre viejo no significa necesariamente que una mujer joven tenga que
autodestruir- se y convertirse por arte de magia en un hombre anciano. No
hay ninguna clase de magia en ello. Simplemente, se está despertando a la
imagen general que comparte con el hombre anciano. Sigue existiendo un
sentido del yo. Existe todavía el reconocimiento casi instintivo de la
diferencia, pero esta diferencia no es absoluta. El anciano y la mujer joven
están conectados; no puede haber el uno sin el otro. No hay un tú sin la
persona que se sienta junto a ti, sin el asiento en que estás, sin el ruido del
aire acondicionado ni sin el avión que pasa por encima. Este sentido de
contextualidad, de ampliación del punto de vista a través de los sentidos, es
la manera como definimos la ecua- nimidad compasiva.
101
Nuestra identidad aparece solamente como parte de un contexto. Los mis-
mos hilos sutiles y profundos que nos conectan con ese contexto son nuestros
sentidos. Mediante ellos experimentamos las “pasiones” que nos recuerdan
que todos los seres sensibles y no sensibles dependen unos de otros para su
existencia. Resulta que nosotros, los seres humanos, somos literalmente
“básicos”, con las plantas, animales e incluso con los hongos. Los científicos
han revelado que nuestro árbol genealógico es más alto y profundo de lo que
nunca habíamos imaginado. Según Brent Mishler, un botánico de la universi-
dad de California en Berkeley, “la clásica división entre los reinos vegetal y
animal es incorrecta… La mayor parte de los datos demuestran que los hon-
gos en realidad están más cerca de los animales que de los otros grupos…
Además, los animales, las plantas y los hongos ocupan ramas adyacentes del
árbol de la vida compuesto abrumadoramente por bacterias y otras criaturas
unicelulares... Es más bien humillante… Los humanos y los animales, así
como las plantas y los hongos, cuanto más sentimos, más interactuamos, más
extendemos los límites del yo, más cómodos nos sentimos en el universo.
Conservamos todavía nuestros modos peculiares de hacer y nuestras propias
debilidades. No hay nunca un momento en que congelemos una imagen, ni
un momento en que no estemos deseando estar en algún otro lugar; no hay
un instante en que no intentemos de alguna manera reafirmar ese rígido
sentido del yo, pero con la práctica, estos momentos se hacen más tolerables,
y no duran tanto tiempo. Nuestro apego es menor cuando simplemente obser-
vamos, reconocemos y sentimos la necesidad de congelar el instante, y lo
dejamos pasar. Es un duro koan para todos.
Hemos estado trabajando con especial intensidad en ello desde que vivi-
mos en los campos de maíz del centro de Illinois. Los dos fuimos criados en
ciudades, por lo que a menudo imaginamos cómo sería volver a la ciudad.
Sobre todo, nos gustaría volver a nuestra casa de Honolulú. ¿Dejaremos
algu- na vez de desear estar en algún otro lugar? Probablemente no. ¿Tener
prefere- ncias quiere decir que no llegamos a ser verdaderos practicantes de
Zen? En realidad, las preferencias no son el problema. El problema es pensar
que sabes lo que es un verdadero practicante de Zen, y medirte con relación a
ello, en lugar de trabajar de verdad con lo que se tiene a mano. Y lo que
tenemos a mano en nuestro caso es que anhelamos, que deseamos no sólo
vivir en la ciu- dad, sino que deseamos, y punto. La pregunta importante que
hay que formu- lar es ¿cómo vamos a hacer frente a nuestro deseo?
Hace poco estábamos viajando por la carretera, escuchando una cinta del
yogui americano Ram Dass sobre esta misma cuestión. Nos miramos y son-
102 reímos cuando le oímos decir: “Constantemente estoy deseando que las cosas
fueran diferentes, o que yo fuera alguna otra persona, o que mi situación fuera
otra. Sin embargo, la cuestión no es llegar alguna vez a determinado lugar
donde ya no tendría ningún anhelo, ningún sentimiento ni ningún deseo, sino
empezar simplemente a reconocer que eso es lo que está ocurriendo ahora
mismo. ¡Ajá! Anhelando. ¡Ajá! Deseando. No pasa nada”.
Por supuesto que hemos de trazar una línea; no podemos simplemente
dejar arrastrarnos por nuestros deseos, llevarlos a cabo, quizás lastimar a
otros. Es una línea muy tenue, desde luego. Creemos que sabemos dónde y
quiénes somos, porque pensamos que sabemos lo que conlleva la práctica
real del Zen. La verdad es que no lo sabemos. No podemos, porque, tal como
nos recuerdan tantos koan, el dharma no es una cuestión de saber o no saber.
El dharma es la imagen general en que nos encontramos. Incluye percibir,
pen- sar, sentir e interactuar; no se puede reducir a una simple fórmula. A
nosotros tampoco se nos puede reducir a una simple fórmula. No existe un
practicante real de Zen. Pero existe el esfuerzo, la práctica. Avanzamos hacia
algo. ¿Qué? Un proceso de mayor conciencia, de mayor comprensión de la
naturaleza del yo, un reconocimiento de la interdependencia. Y esta
comprensión se traduce en “compasión”: sentir con, ser con, sufrir con, vivir
con, amar con. El Zen es este proceso. Carece de un objetivo absoluto,
puesto que no hay objetivo. Cada vez que creemos haberlo alcanzado,
cambia de lugar, se va ante nues- tros propios ojos.
Pero existe la conciencia. Cuanto menos conscientes somos, más difícil
se vuelve la vida. Cuantas más reglas creamos, más intolerantes nos
volvemos. No obstante, personificando la advertencia de Ram Dass y
simplemente observando: “¡Ajá, intolerancia!”, transformaremos esta
intolerancia en com- pasión. Ampliará nuestro sentido de identidad.
Eliminará el mal sabor dejado por el hecho de no haber vivido de acuerdo
con lo que se supone que somos,
de no valer gran cosa. La conciencia nos permite reírnos de nosotros e
mismos: “Bueno, allá voy otra vez”. n
La compasión en el yo enfrentándose a las dificultades impuestas por la
práctica, prestar atención a los problemas de otra persona, encontrar veinti-
cinco minutos para sentarnos cada día, hacer una llamada por teléfono, lle-
vando en coche al zendo a alguien que no lo tiene. Así es como
abandonamos nuestro pequeño y circunscrito yo detrás, y nos abrimos al rico
campo de hier- ba de nuestro contexto, esté donde esté. La compasión es en
verdad nuestra principal preocupación. No hay ecuanimidad sin compasión
y, puesto que no pueden ir separadas, no puede haber compasión sin
ecuanimidad. Son lo mismo. Ser ecuánime es ser compasivo –sentir con,
sufrir con–. Es un proceso continuo y sin fin. Esto es lo que la hace tan
gratificante.

AMABILIDAD CARIÑOSA Y GOZO COMPASIVO

La amabilidad cariñosa y el gozo compasivo, que son la culminación de


la compasión y de la ecuanimidad, no suelen asociarse con el Zen, ya que
pare- cen implicar devoción, y el Zen no es una “práctica devota”. No alienta
la veneración de ningún maestro, imagen ni persona amada, ni la pérdida
com- pleta de la conciencia dualista que se da en este tipo de relación. Aun
así, la amabilidad cariñosa y el gozo compasivo ocupan un lugar central en
nuestra práctica de Zen básico, no como sumisión o devoción emocional,
sino como “cariño”. En nuestra discusión sobre el tiempo, hablamos de
ocuparnos del momento tal como nos ocuparíamos de un recién nacido.
Aplicada desde el punto ventajoso del espacio, la amabilidad cariñosa es
preocuparse por el momento manifestándose como el yo no permanente.
Preocuparnos por nosotros mismos y comprender nuestra interdependencia,
da naturalmen- te como resultado el gozo compasivo. Cuando a los demás ya
no los experi- mentamos como extraños a nosotros, ¿cómo no podemos
deleitarnos en la alegría de nuestro vecino? En realidad, no es tan esotérico.
No hay que ser un santo. Todo lo que hace falta para ver una expresión
refleja de amabilidad cariñosa y gozo compasivo es sentarse frente a una
pareja con un niño sonriente en una canasta, en el aeropuerto, y mirar las
caras de los pasajeros sentados junto a ellos. Todos, aunque sólo sea por unos
breves segundos, interrumpen lo que están haciendo y miran con deleite a
ese bebé. Esto es ser completamente humano.
La experiencia gozosa comienza entendiendo quiénes somos, cómo fun-
ciona este conjunto de mente y cuerpo, cómo reaccionamos y nos sentimos
103
este momento. Sucede cuando, en lugar de separarnos, prestamos toda nues-
tra atención al bebé sonriente. Fíjese el lector en que hemos dicho
“atención”, no “observación”. Es únicamente durante esos momentos cuando
reprimimos el impulso reflejo de disociarnos del mundo, cuando somos
sorprendidos con la guardia bajada, por decirlo de algún modo, cuando
realmente somos capa- ces de preocuparnos por los demás. Y esta
preocupación es la expresión espontánea del yo como amabilidad cariñosa y
gozo compasivo. La mente se funde con el acto de “preocuparse por los
demás”, reflejando todo lo que aparece. Así, si Buda aparece en la forma de
un bebé sonriendo, Buda es refle- jado. Al dejarnos impregnar de verdad por
104
este reflejo, al convertirnos de verdad en ese reflejo, nos encontramos de
verdad con el momento, llegando a comprender el yo en su contexto y en su
relación con los demás seres. En tales
momentos hay un doble plus: al expresar amabilidad cariñosa hacia el bebé,
podemos comenzar a sentirla por nosotros mismos. Podemos, aunque sea
brevemente, relajarnos, dejar de ser tan duros con el momento. Lamentable-
mente, la vida en nuestra competitiva sociedad no permite que esto ocurra a
menudo.
Es alarmante ver lo mezquinos que hemos llegado a ser. En lugar de sen-
tir gozo compasivo, parece como si cada vez nos gustara más ver sufrir a
otros. Tanto si se trata de un jugador de fútbol americano que ha recibido un
puñetazo en la ingle a la vista de millones de espectadores, un perro diminu-
to arrojado por el vertedor de la basura de un edificio alto, o un luchador de
lucha libre cayendo muerto por culpa de una acrobacia mal ejecutada, la
audiencia americana de cine y televisión parece como si nunca tuviera bas-
tante. Durante un debate sobre la violencia en televisión, un estudiante de
una de nuestras clases en la universidad, admitió con la cara avergonzada
que estudiaba mientras veía a personas “ir una contra otra” en el show de
Jerry Springer. Su admisión fue seguida por un coro entusiasta, detallando
cada estudiante su forma favorita de “zurrar a alguien”. Volviendo la vista
atrás hacia nuestro violento siglo XX, es particularmente preocupante ver a los
jóve- nes deleitarse de esta manera con la crueldad. Si la sociedad de
gladiadores sirve de indicador de lo que nos espera en el siglo XXI, deberemos
practicar mucho más el preocuparse por los demás.

RELAJARSE

En realidad no importa si conseguimos o no todos nuestros objetivos,


incluso los espirituales. Lo importante, sin embargo, es el modo como trata-
mos el momento. Cuando lo tratamos como un objeto, estamos siendo duros
con nosotros mismos, lo cual inevitablemente produce mucho dolor y sufri-
miento en nuestras vidas. No podemos descansar; nos sentimos alienados,
frustrados y desilusionados. Y en lugar de dejar que la desilusión se refleje
por sí misma, nos castigamos en los esfuerzos por huir de ella. Nos odiamos
por estar desilusionados. Después, por estar enfadados. Luego, por estar
deprimidos. Nunca se acaba. Este camino lleva directamente hacia más y
más sufrimiento. También lleva a menos amabilidad cariñosa, a menos gozo
compasivo y, en último término, a menos compasión, no sólo con nosotros
mismos, sino con todos y con todo lo que nos rodea.
Debido a su conexión con la tradición samurái japonesa, el Zen se ha
ganado una reputación de dureza. Al volver al más antiguo estilo chino
105
“bási-
co” de práctica, hemos elegido subrayar su lado no militarista y no monásti-
co. Al practicante laico ordinario se le sirve mejor llevándole el Zen al patio
de su casa, practicando, literal y figuradamente, en su casa. Crecemos juntos
en el campo de hierba de nuestra sociedad, cultivando la amabilidad
cariñosa, preocupándonos por los demás, prestando atención a aquellos con
los que compartimos el mundo. Si de verdad llegamos a ser conscientes de
nuestras acciones, no necesitamos ser forzados a crecer. Sucede de un modo
muy natu- ral. Si de verdad nos damos cuenta de nuestra ira, de nuestra
desilusión, se produce una súbita apertura, una aceptación que ofrece la
oportunidad de dejar de acarrear estos sentimientos con nosotros. Deja de
existir la necesidad de sujetar, de luchar, de apartar a empujones, de
disociarnos de los pensa- mientos, sentimientos, condiciones o momentos.
Éstos simplemente vienen y se van, con la misma naturalidad que el cambio
de las estaciones.
Tan pronto como nos preocupamos por el momento, dejamos entrar la
amabilidad cariñosa y el gozo compasivo. Nos preocupamos por nuestras
relaciones, estamos dispuestos a experimentar lo que está sucediendo en este
preciso momento, incluidas las cuestiones psicológicas que vienen con ello.
Algunas veces estas cuestiones resultarán aplastantes, pero incluso entonces,
podemos practicar no hinchándolas desmesuradamente. No estamos negando
que las cuestiones psicológicas sean la mayoría de las veces las más duras
con las que practicar. La gente siempre nos pregunta cómo pueden practicar
la amabilidad cariñosa y el gozo compasivo con aquellos por quienes sienten
un profundo desagrado. La única respuesta que podemos darles proviene de
nuestra experiencia personal de esforzarnos al máximo por no aumentar el
desagrado. Es tan fácil darle a este globo un inacabable aporte de aire calien-
te. Nosotros dos somos personas vehementes, por lo que vivir juntos nos ha
proporcionado un gran número de ocasiones para practicar este asunto.
Hemos acordado que, al pelearnos, habrá ciertas líneas que no
atravesaremos, cosas que duelen que no diremos. Y funciona.
Por supuesto, esto sólo es posible en una relación amorosa. Pero, ¿y qué
sucede cuando nos enfrentamos con alguien que realmente desea nuestro mal
o que incluso nos persigue activamente? Lo único que podemos hacer en ese
caso es trabajar en no dejar que la situación escape de nuestro control. Habla
de ello con alguien en quien confíes; presta atención a los consejos de otras
personas; no te pongas en una situación en la que sea probable que la
relación empeore; no ofrezcas ningún punto de posible enfrentamiento.
Busca el modo de neutralizar la relación. En tales situaciones, la amabilidad
cariñosa signifi- ca estar dispuesto a trabajar con lo que venga, y no sólo
106 abandonarte y dejar- te guiar por tus peores impulsos de destrucción y
aniquilación de la otra per-
sona, a base de alienarte con respecto a ella o simplemente a base de ignorar
lo que está sucediendo. Eso no servirá. Cerrarnos no es nuestra práctica.
El Zen trata de cómo abrirnos. Trata de cómo habitar plenamente el espa-
cio sagrado del momento. Respirar, escuchar los sonidos, sentir el aire sobre
nuestra piel: todo esto es abrirse al reino de la percepción, al verdadero yo, y
comprender la fundamental interdependencia de todas las cosas. Puesto que
no hay nada que esté desconectada de ninguna otra cosa, la amabilidad cari-
ñosa es reconocer la interdependencia fundamental, incluso cuando se mani-
fiesta como un conflicto. La interdependencia no es más que otra forma de
nombrar la compasión, la amabilidad cariñosa, el gozo compasivo y la ecua-
nimidad. Todas estas cosas son ramas de la misma raíz herbácea que llama-
mos el Camino de Buda.
movimiento
Esta página dejada en blanco al propósito.
EMOCIÓN

EN LA APAGADA LUZ DEL OCASO


UNA MARIPOSA
VAGABUNDEABA
POR UNA CALLE DE LA
CIUDAD
KIKAKU

SER HUMANO

Lo que consideramos el “yo” es en realidad un modelo espacial cambian-


te hecho por el movimiento del tiempo. Sin dejar rastro, se manifiesta no
obstante temporalmente como las cualidades de ductilidad, resistencia,
conexión y despliegue. El yo en movimiento es la vida por la vida misma,
“una mariposa vagando por la ciudad calle abajo”.
La ausencia de movimiento físico es el aspecto más obvio del hecho
de sentarse en meditación. Para el atareado practicante básico, “el mero
hecho de sentarse” puede resultar muy difícil. Pero hacer frente al movimien-
to de la mente todavía es más difícil. Una vez hemos logrado esto, es más
fácil tratar nuestras emociones, saber cuándo conviene ceder, cuándo hay que
persistir, cuando hay que aflojar el ritmo y cuándo acelerarlo.
No hay vuelta de hoja. Aun con todos los cambios que hemos hecho, el
Zen es percibido todavía por muchos recién llegados como una práctica aus-
tera, fría y no piadosa. Se preguntan cómo una gente tan “jugosa”, dedicada,
y apasionada puede encontrar satisfacción emocional en el hecho de sentar-
se y mirar a la pared. Oímos esto muchas veces de personas que provienen
de otras tradiciones budistas más piadosas y meditadoras. Ven el Zen como
una práctica “carente de emoción” y sin corazón. Hasta cierto punto, es
verdad. El Zen no es una práctica que utilice conscientemente las emociones
para pro- ducir algún estado mental concreto. Al mismo tiempo, toma las
emociones muy seriamente. De hecho, el Zen sin emociones es imposible,
puesto que nos toma en nuestra totalidad como seres humanos completos, y
no existen los seres humanos carentes de emociones. Si el Zen trata de vivir
nuestras vidas momento a momento, ¿cómo pueden excluirse las emociones?
Lo descubri- mos ya en nuestra primera experiencia de zazen.
ZEN BÁSICO

ACONTECIMIENTOS CUERPO-MENTE

El primer consejo que damos cuando enseñamos a la gente a sentarse es:


“Deja ir y venir a tus emociones. No te sujetes a ellas, ni las rechaces tampo-
co”. Como todas las otras sensaciones que experimentamos al sentarnos –
oler el incienso, percibir la temperatura de la habitación sobre nuestra piel,
ver la luz sobre la pared a través de los ojos parcialmente cerrados– las
emociones son el tejido de nuestra práctica. No son diferentes de los demás
aconteci- mientos cuerpo-mente que tienen lugar durante cada período de
veinticinco minutos pasados sobre nuestros cojines. En lugar de
concentrarnos en ellos, es mejor dejar que nuestras emociones se mezclen
110 con naturalidad con las demás sensaciones. Es más fácil de hacer si
consideramos al pensar como
nuestro sexto sentido.
Cuando la mente comienza a asentarse, cuando comenzamos a despren-
dernos de nuestro pensamiento dualista y conceptual y concentramos nuestra
atención en la respiración, ya no necesitamos contemplar nuestras emociones
como algo ajeno a nosotros. Dejan de dirigirnos, puesto que no tenemos
tiem- po ni la posibilidad de recrearnos en ellas. El proceso en el zazen suele
comenzar con la sensación de una emoción particular. Recuerda nuestra
anterior descripción de la emergencia del odio. Puesto que la ira está tan
estrechamente relacionada con el odio, y puesto que aparece con mayor
frecuencia que la ira intensa, analicemos los orígenes sensoriales de la ira.
En circunstancias ordinarias, cuando nos damos cuenta de que estamos
sintiendo ira, se ha desarrollado ya tanto que casi resulta imposible librarse
de ella. Estamos completamente bañados por ella. La ira es tan pesada, se une
de tal manera a nosotros, que no es posible desprenderse de ella.
El zazen nos proporciona el tiempo y el espacio necesarios para prestar
atención a la ira cuando se está transformando en una emoción. Vemos cómo
se intensifica, se expande e intenta adueñarse de nosotros. Una vez más, la
cuestión es no divorciarnos de la ira como si se tratara de un alienígena lle-
gado del espacio exterior para invadirnos, y que se apodera de los cuerpos de
las personas. Experimentamos la emoción como parte de nuestro contexto,
de lo que está ocurriendo ahora mismo. Sin ser distinto al hecho de oír un
sonido, provoca una sensación, un acontecimiento cuerpo-mente. Al igual
que el sonido, puesto que la emoción es en muy gran medida parte de nos-
otros, no le impedimos la entrada. Cuando derribamos las paredes que nos
separan de nuestro mundo sensorial, el contexto y su componente emocional
se hacen más intensos. Pero, puesto que nos concentramos en un solo punto,
como por ejemplo la respiración, nos resulta mucho más fácil dejar que el
cuerpomente realice su tarea sin la intromisión y la manipulación del proce-
so por parte del ego.
Es un poco como nadar en el océano. Cuando nadamos un poco, flotamos
de espaldas y dejamos que las olas nos lleven. Gracias al agua salada, pode-
mos flotar sin tener que desplazarnos ni movernos mucho. Sientes la misma
pulsación de la vida en el agua que la que atraviesa tu cuerpo. Te conviertes
en parte de las corrientes, experimentando sus movimientos cambiantes
como propios. Si cierras los ojos, se hace imposible discernir dónde acaba el
agua y dónde comienzas tú. Tu contexto y tú sois una y la misma cosa. Sin
embargo, hay una calma en todo este movimiento, una relajación completa.
Y aunque tus pensamientos sean muy pocos, todo tu ser sigue estando allí,
presente en su totalidad y plenamente vivo.
111
¿Qué sucede durante el zazen cuando todas estas olas de “emoción”
comienzan a correr? Estamos completamente relajados, flotando con la respi-
ración. Las emociones vienen; a veces son fuertes, a veces son débiles. No
las suprimimos, no luchamos contra ellas. Es esto lo que la gente muchas ve-
ces no entiende del zazen: nuestra práctica no supone reprimir las emociones.
No nos sentamos para amortiguar nuestros cuerpos, ni para entumecer nues-
tras mentes volviéndolas insensibles. Muy al contrario. Cuando estamos ple-
namente absorbidos en el zazen, todo el cuerpo se convierte en zazen.
Seguimos allí con la respiración, a veces distraídos de ella, por supuesto,
pero siempre regresando a la misma. El océano de las emociones está
siempre flu- yendo, siempre transportándonos. La gente que sabe flotar bien
puede seguir de espaldas en el agua, incluso cuando llegan las olas grandes.
Hablando estrictamente, no estamos estudiando las emociones, sino más
bien les estamos prestando atención. En nuestra práctica no hay nada prolijo
ni analítico. Simplemente prestamos atención a las inacabables emociones
del cuerpo-mente. Hay tanto que aprender del hecho de dejar ir y venir las
emo- ciones... Pero, dado que se trata de una práctica tan íntima, no se puede
ense- ñar. Cada cual debe experimentarlo por sí mismo.
A menudo, cuando nos damos cuenta de que nos estamos enfadando, o
entristeciendo o alterando por algo, existe este pequeño sentido de
aceptación, lo que nos gusta llamar “Ram Dass’s ‘Aha’’’. Conocemos muy
bien esta emo- ción de cuando nos sentamos. La hemos experimentado, la
hemos dejado ir y venir, y hemos llegado a tener una gran destreza en no
dejar que nos arrastre tanto como solía hacerlo antes. No es un rechazo de
nuestra emoción, sino una negativa a exagerar su importancia.
Demasiados occidentales tienen el hábito de psicoanalizar todas las
cosas. Uno de nuestros maestros Zen japoneses solía bromear sobre esto
anuncian-
do: “Voy a quitarme la peluca” antes de dar dokusan (entrevistas a estudian-
tes). Puesto que no estamos preparados como terapeutas profesionales, no te-
nemos ningún problema en comenzar por decirles a los estudiantes que no
es- tamos preparados para analizar sus emociones. Lo único que podemos
hacer es mostrarles cómo trabajar con ellos cuando se sitúan en zazen. Buda
habla- ba a menudo sobre los muchos componentes que conforman nuestra
experiencia. Es muy claro en el hecho de que las emociones, aunque impor-
tantes, ocupan sólo una parte de esa experiencia. Siguiendo el consejo de
Buda, no nos equivocaremos si consideramos las emociones tan sólo como
una parte de la totalidad del contexto de nuestra práctica, ni más ni menos.
Para ello, hemos de mantenernos conscientes de la estructura general, de la
112 interdependencia de las cosas.
Puede que sea fácil entender la manera en que un pensamiento va y viene,
pero suele resultar más difícil entender lo transitorias que son las emociones,
por lo monolíticas y poderosas que parecen ser. Es difícil resistirse a ellas.
Pe- ro sucede lo mismo que con los pensamientos. Son simplemente eva-
nescentes. Es conveniente recordarnos de vez en cuando que –al igual que el
olfato, el gusto, el tacto, la vista, y el oído– las emociones son parte también
de nuestro aparato sensorial. De hecho, su misma existencia depende de esos
sentidos. Aparecen y desaparecen juntos.

UNA EXPERIENCIA TOTAL

Puesto que consideramos la práctica del Zen como una experiencia total,
no ponemos un énfasis especial en las emociones. No hay nada que las haga
más importantes que el ruido del camión de la basura en el exterior. Ambos
son manifestaciones maravillosas del Camino de Buda, puertas para apren-
der sobre la verdadera naturaleza del yo. Ambos reflejan quiénes y qué
somos en un momento determinado. En un contexto concreto, el sonido de
un guija- rro golpeando el pavimento puede ser más “importante” que el
exquisito crecimiento de una emoción. Cuando nos sentamos, nos sentamos
como seres plenos y completos. Cuando pasamos por un período
emocionalmente difícil, ése es nuestro contexto, y lo tomamos con seriedad.
Cuando estamos tenien- do un zazen soñoliento, ése es nuestro concepto,
nuestra dificultad, y también nos lo tomamos seriamente.
Hay muchas formas de meditación, y es una tontería intentar demostrar
que una es mejor que otra. Todas tienen sus puntos fuertes y sus puntos débi-
les. Lo importante para los practicantes de Zen básico es no intentar conver-
tir el zazen en algo que no es, meramente para acomodar la moda del mes.
Las personas tienen que encontrar la práctica más adecuada para sus
necesidades y para su temperamento.
Una mujer que apareció muy pronto cuando se estaba formando nuestro
grupo de Princeton era realmente una estudiante de Zen con talento. Podía
estar sentada cómodamente con las piernas cruzadas sobre su cojín durante
largos periodos de tiempo, y demostró tener una gran afinidad por la práctica
koan. Aun así, al cabo de un año solamente, quedó claro que echaba de
menos su iglesia y que había venido al Zen sólo porque no había podido
encontrar un maestro cristiano de meditación. Le recomendamos un grupo
dirigido por un sacerdote que enseña contemplación cristiana, y allí es muy
feliz. En lugar de intentar pescar a gente para que practique el Zen,
preferimos ayudarles a encontrar la práctica más adecuada para ellos. 113
El corazón del Zen es la práctica de la meditación sentado, zazen. No es
piadosa, ni pone más énfasis en las emociones que en ningún otro aspecto de
la experiencia humana. El zazen es un vehículo para alcanzar la autorrealiza-
ción en y según el momento. Pedir que trate únicamente de las emociones no
es realista. Desvirtuaría la práctica. El zazen incluye las emociones porque
respiramos con el momento en desarrollo, y descubrimos nuestra conexión
con todos los seres. Ésta es la experiencia sin adornos del Zen básico, descri-
ta en pocas palabras.
Esta página dejada en blanco al propósito.
HAMBRE ESPIRITUAL

QUIZÁS ESTE VAGABUNDO


SIN VOZ
SUEÑA CON FLORES...
DORMILÓN DE LAS FLORES
REIKAN

AÑORANZA DEL HOGAR

Una vez regresábamos de nuestras vacaciones de invierno en Hawai,


donde la temperatura era de 32 grados y el tiempo soleado, a una ventisca y
una temperatura de 18 grados bajo cero en el centro de Illinois. Era sorpren-
dente ver cómo, en sólo diez horas, nuestra condición había cambiado tan
drásticamente. La nieve provocó un retraso de cuatro horas en el vuelo de
nuestro avión procedente de Chicago, por lo que tuvimos tiempo de sobras
para hablar de ello. Paseando por el aeropuerto para mantenernos despiertos,
fuimos de un establecimiento de alimentación a otro, tomando té en uno, una
manzana en el otro, una galleta tostada en forma de rosquilla y espolvoreada
con sal en el siguiente, y así sucesivamente. Después de efectuar tres rondas
de la terminal, ya estábamos hartos. Mirásemos donde mirásemos había
comida. Demasiada comida. Mucha era arrojada al cubo de la basura, o des-
cuidada sin comer en las mesas. Al acordarnos de los hombres indigentes sin
casa que habíamos visto en las playas de Honolulú comiendo restos de pic-
nics sacados directamente de cubos de basura, nuestra conversación derivó
hacia el tema del hambre.
La mayoría de los practicantes de Zen básico viven muy lejos del
hambre. Muy pocos de nosotros hemos experimentado está drástica
condición duran- te un período continuado de tiempo. La hemos visto en las
calles de nuestros pueblos y ciudades, hemos leído sobre ella en libros y
periódicos, y algunos de nosotros puede que hayamos oído hablar de ella a
nuestros padres o abue- los que vivieron la gran depresión. Otros han viajado
por países menos desarrollados, y la han visto a gran escala, aun así
experimentando de segun- da mano lo que significa estar hambriento.
El hambre física es un estado en el cual el cuerpo anhela el sustento, en
ocasiones con tanta intensidad que el anhelo se convierte en dolor. El cuerpo
ZEN BÁSICO

necesita ser mantenido y nutrido para funcionar, crecer y seguir equilibrado.


La vida y la nutrición están inextricablemente unidas. El hambre espiritual es
un anhelo de llegar finalmente a casa; es una condición en la que el cuerpo-
mente anhela la paz. Todos conocemos la frase “paz mental”. El hambre
espi- ritual es el anhelo de paz mental. Es un anhelo que en ocasiones se
siente con tanta intensidad que, como el hambre física, duele de verdad. El
hambre espi- ritual también requiere nutrición y sustento.
Mientras que la comida satisface el hambre física, el hambre espiritual se
sacia únicamente con la inmersión en el momento, con todas sus percepcio-
nes, reacciones mentales, pensamientos, sensaciones, emociones, colores,
sonidos, olores, sabores, etcétera. El alimento espiritual es la maravillosa
116 labor de retazos a la que llamamos el momento, el mundo. Éste es el contex-
to del hambre espiritual. Irónicamente, son aquellos que tienen abundancia de
alimentos quienes con mayor frecuencia sufren de hambre espiritual. El
Dalai Lama destaca esto cuando habla sobre viajes a través de ricos países
indus- trializados, donde la gente está rodeada de lujos y comodidades pero
acosada por formas de ansiedad y depresión que no se dan en sociedades
menos desarrolladas.
En la Canción de Zazen de Hakuín, la imagen de una persona de pie en
medio del agua gritando que tiene sed describe patéticamente esta condición.
Rodeados por la nutrición del mundo, todavía seguimos hambrientos. Somos
“vagabundos sin voz soñando con flores”. Creemos que el hambre espiritual
no tiene nada que ver con un hombre sin hogar comiendo de un cubo de
basu- ra. Nos imaginamos que el alimento espiritual es algo especial, alejado
de las cosas ordinarias de nuestras vidas, como un maná milagroso caído del
cielo, como alguna extraordinaria manifestación que trasciende el mundo del
espa- cio, tiempo y movimiento. Creemos que destruirá todo lo que hemos
conoci- do con anterioridad. Nos permitirá observar un mundo totalmente
distinto de aquel en el que vivimos. Creemos que solamente una experiencia
de este tipo satisfará nuestra hambre espiritual.
En realidad, la razón por la que seguimos hambrientos es que nos nega-
mos a comer. Quizás es mejor decir que no es rechazo, sino ignorancia. No
sabemos que nuestro alimento espiritual está aquí mismo, en los momentos
de cada día de nuestras vidas cotidianas. ¿Por qué no lo sabemos? La mejor
res- puesta es inspirar profundamente, volver a inspirar profundamente, y
otra vez. Así es como se resuelve la cuestión por sí misma. No sabemos que
nuestro ali- mento espiritual está aquí mismo porque no vivimos en nuestro
momento de cada día, y porque consideramos a la realidad conceptual, que
es sólo una parte de la imagen, por la totalidad de la misma. Nos
olvidamos, no com-
MOVIMIENTO

prendemos que cada concepto, idea y pensamiento se disuelven en la respira-


ción. Aquí es donde el hambre espiritual y la práctica del zazen se unen.

APETITO, HAMBRE Y SED

Es muy importante estar espiritualmente hambriento, realmente ham-


briento, no sólo tener un apetito o una inclinación, del modo en que podría-
mos tener un deseo de comer chocolate. El hambre espiritual no es una cues-
tión de “vamos a probar un poco de esto, un poco de aquello, y ver qué sabor
tiene”. No se saciará probando ese nuevo sabor de yogur congelado Ben
Jerry, o esa escandalosamente cara trufa que tu amiga te envió desde Francia.
117
El hambre espiritual puede ser angustiante, pero no te morirás si no la
satisfaces.
El hambre espiritual es más desesperada, pero es mejor para nuestra prác-
tica porque tiende a desactivar la mente discriminatoria. La sentimos con
tanta intensidad, que simplemente hemos de comer lo que hay allí. El zazen
nutre nuestra hambre indicando dónde está el “alimento” del momento pre-
sente. Sin el zazen no vemos que estamos continuamente siendo sostenidos
por el mundo cambiante e interdependiente. El zazen es al mismo tiempo
medio y fin. Tal como dice Dogen en el Genjokoan: “el zazen es
iluminación; la iluminación es zazen”. El zazen proporciona la firme
concentración en lo que está ocurriendo ahora mismo: dar cinco dólares al
indigente en la playa, ayudar a tu hija con sus deberes escolares, responder al
teléfono; colgar un cuadro en la pared. El zazen nos permite arrancar la
ignorancia que alimenta nuestra creencia de que tan sólo algo extraordinario
satisfará nuestra hambre espiritual. Es la misma ignorancia que sostiene la
“sed” de los tres venenos de la codicia, el odio y la ignorancia. Esta sed y
hambre espiritual son com- pañeros.
El problema no es tanto erradicar el hambre como encontrar la nutrición.
Estar vivo es estar hambriento. Por tanto, no hay soluciones intelectuales al
problema, sólo existenciales. Dicho de otra manera, únicamente podemos ali-
mentar nuestra hambre espiritual viviendo, siendo y haciendo. La paz mental
no está excluida de nuestro mundo de hambre y miseria. Ni está excluida de
nuestro deleite en su belleza y abundancia. Cuando consideramos al momen-
to ordinario como nutrición, hemos encontrado de verdad nuestro hogar que
hacía tanto tiempo habíamos perdido. Nuestra hambre es apaciguada y hay
paz mental. Puede parece una contradicción, pero realmente hay paz en
medio de todo el movimiento, cambio y tensión de nuestras vidas. Se
describe en la
ZEN BÁSICO

encantadora metáfora budista del loto en medio del fuego. Imaginémoslo.


Abrirnos al momento es vivir como el loto, rodeado por todos los lados por
llamas, pero indestructibles siempre. No hay modo de reconciliar intelectual-
mente las contradicciones de pureza y suciedad, conocimiento e ignorancia,
placer y dolor. Sólo se puede llegar a entender experimentándolo.
Necesitamos el hambre espiritual como un constante recordatorio de que
debemos practicar. Este anhelo de paz mental nos lleva al zazen. Nos recuer-
da que hemos de hacer un esfuerzo para sentarnos, para mantener viva nues-
tra práctica, y no para demostrar nada a nadie (ni siquiera a nosotros
mismos), sino para vivir conforme a nuestro potencial como seres humanos.
La paz mental es nuestro derecho de nacimiento. Como hojas de hierba
118 volviéndose hacia el sol, encontramos la paz mental volviéndonos hacia el
momento, hacia
la vida.
TODAS LAS COSAS
SIMPLEMENTE SON

MAREAS DEL MAR DE PRIOMAVERA,


MAREA TRAS INDOLENTE
MAREA
SIEMPRE A LA DERIVA...
BUSON

HACER QUE LAS COSAS OCURRAN

Es muy difícil para nosotros dejar que la vida vaya “indefinidamente a la


deriva ”, seguir la corriente, experimentar que es no sentirnos distintos de
“una marea indolente tras otra”. Desconfiamos de lo que va a la deriva. De
hecho, estamos obsesionados con ser actores, constructores, jefes. Cuando
decimos de alguien que es “trabajador”, lo estamos elogiando. Nos enojamos
mucho cuando nuestros esfuerzos no sirven para nada, o cuando el propósito
de nues- tra actividad resulta ser totalmente contrario a lo que teníamos
pensado.
En la New Age, existe la idea de que podemos crear o “descrear”
nuestros propios destinos, manipular o controlar los acontecimientos. Es todo
una cuestión de la mente dominando a la materia. Crear nuestro propio éxito.
Descrear nuestro cáncer. Dirigir nuestra mente hacia una salud perfecta,
hacia la riqueza y la felicidad. ¿Y si fracasamos? Bueno, pues entonces será
que no nos habremos esforzado lo bastante. Algunas personas creen
equivocadamen- te que el Zen entra en esta categoría. Vienen a practicar
creyendo que le dará la vuelta a sus vidas, o que desarrollarán el poder de la
mente para “hacer que las cosas ocurran”. ¿Por qué practicar el Zen ni no
vamos a ser capaces de moldear nuestra vida según nuestra propia situación
ideal?
A mucha gente, cuando viene a practicar el Zen por primera vez, le resulta
difícil entender que podemos sentarnos con la única finalidad de sentarnos,
que no hay ningún objetivo de “mejora” de nuestra situación, nuestra vida o de
nosotros mismos. Cuando nos preguntan por qué nos sentamos, les decimos
que practicamos el Zen porque vivimos el Zen. No es una metáfora, ni un
símbolo, ni un medio hacia algo distinto al Zen, ni contiene implícitamente
ningún com- promiso de que algo bueno nos sucederá como recompensa.
Sentarse, como uno de nuestros maestros Zen solía decir, es: “nada más que
sentarse por el hecho de sentarse”. Y vivir es tan sólo vivir por el mero hecho
de vivir. Sin ador-
nos. Sin visualizar grandes cosas. Ninguna gran explosión que nos transforme
de bajos y gordos en altos y delgados. Cuando estás sentado y las puntas de tus
pies sufren un calambre, no tratas de eliminar la dolorosa experiencia “aleján-
dolo con la respiración”, ni “descreándolo” a base de pensar positivamente, ni
tampoco “trascendiéndolo”. Simplemente, estás sufriendo un calambre.
Aquellos que siguen con nosotros después de haberles dado esta explica-
ción, preguntan a continuación: “Entonces, ¿cómo podemos hacer que las cosas
sucedan? ¿Cómo podemos tomar el mando de nuestras vidas y devolverles el
rumbo?”. Ésta es una típica interpretación equivocada occidental de que sentar-
se conduce a alguna parte. Es impensable que alguien efectúa un ejercicio tan
aburrido y doloroso durante horas interminables, a menos que haya un resulta-
120 do espectacular.
Otra típica interpretación errónea occidental del Zen es que es una forma de
fatalismo asiático, o que hay algún motivo inescrutable tras el mismo –quizás el
descubrimiento de secretos supernaturales, tales como saber cosas sobre vidas
anteriores o convertirse en un sabio extrayendo el “flujo universal de energía”–.
Luego existe el tipo de personas de autoayuda, que lo consideran como una
forma de relajación inspiradora. “¡Ah!, ya entiendo, te sientas para aprender a
parar y a oler las rosas, y a no ser tan extremadamente adicto al trabajo, ¿ver-
dad?”

EL ARTE DE NO HACER NADA

Al practicar el Zen, no estamos haciendo que ocurra nada. Nos estamos


fusionando con el activo, dinámico y vivo acontecimiento que es este mismo
momento, tanto si se trata de rosas, cáncer o lluvia. Somos el movimiento,
pero no el que se mueve. Estamos siendo receptivos sin ser pasivos. Al estar
abiertos, y haber sido una misma cosa con el momento, no nos queda ningún
espacio para un receptor pasivo y un suministrador activo. No suceden dos
cosas a la vez, sólo una experiencia, y un momento; luego otra experiencia
que aparece en el momento siguiente; y la siguiente, y la siguiente, y la
siguiente... continuamente cambiando experiencias yendo y viniendo tal
como los momentos aparecen y desaparecen. Este movimiento está bella-
mente ilustrado por la elevación y el descenso de la respiración. No hemos
de hacer que la respiración tenga lugar; sucede por sí misma. Al sentarnos,
fusio- nándonos con el ascenso y descenso natural de la respiración, es
cuando esta- mos más cerca de nuestra verdadera naturaleza –el flujo de la
corriente sin esfuerzo de la propia vida–. No hay nadie fuera para detener y
hacer comen-
MOVIMIENTO

tarios sobre la corriente, para desviarla, para pescar en ella o para beberla;
sólo está la respiración como la propia corriente de la vida.
Cuando vivimos conscientes de esto, no existe la inquietud de hacer que
ocurra esto o lo otro, ni de marcharse. Tomemos como ejemplo el sentarse en
la cama por la mañana, ponerse los calcetines, prestando la misma atención
al acto de ponerse los calcetines que al de seguir nuestra respiración cuando
estamos sentados sobre el cojín. Lo único que hay es nuestro brazo movién-
dose, la percepción del calcetín mientras lo extendemos sobre el pie, el arco
del cuello cuando nos doblamos hacia delante. Sin pensar en nada en absolu-
to, concentrando toda nuestra atención en tirar de este calcetín. De repente, el
mundo se abre. Nos sentimos enormemente contentos sin ningún motivo.
Todo lo que hay fuera de nosotros y en nuestro interior es absorbido por este
121
calcetín que está cubriendo la punta del pie. Ocurre todo tan deprisa, que ni
siquiera eres capaz de decir cuánto ha durado el momento. No notas ni tan
sólo que estás tirando del calcetín. Igual podría ser que el calcetín estuviera
tirando de ti. Tú, tu calcetín, tu pie, tu codo y tu cuello de algún modo se han
desvanecido en el propio acto. No es que desaparezcas físicamente ni que
entres en algún estado alterado; es simplemente que te has dejado caer en el
puro gozo de cerrar la grieta entre ti y el momento de tirar de tu calcetín.
Evidentemente, existe una intención: ponerte los calcetines. Ir al cajón,
sa- car los calcetines, sentarse en la cama: cada uno de estos gestos está
expre- sando la vida en ese momento, expresando este particular complejo
cuerpo- mente en movimiento –vestirse, andar desde la cama hasta el cajón–.
Millones y millones de pequeños impulsos neurológicos hacen que te
muevas; activi- dad muscular manifestándose como pensamientos que te
empujan; nanose- gundos de pensamiento tras pensamiento entran en este
procedimiento.
Cuando estamos abiertos, fluyendo, moviéndonos sin pensar consciente-
mente, totalmente fusionados con el momento en movimiento, no existe el
dualista tira y afloja por parte de la persona y del objeto que cede a la volun-
tad de la persona. No existe de por sí el pensamiento de ponerse un calcetín.
Existe simplemente el momento de “vestirse”. ¿No es una pena cómo nos
dis- trae “hacer que las cosas ocurran”? Nos distrae de la perfección absoluta
del momento, sin adornos, radiante tal como es.

DESAPARECER EN EL MOMENTO

Mientras percibamos un yo que está atareado ordenando cosas, nos


sentiremos frustrados. Es cuando no estamos encima de las cosas, sino
cuando formamos parte de ellas, cuando nos despertamos a la verdadera
naturaleza del yo.
¿Cuál es el momento adecuado para hacer que algo ocurra? ¿Cuándo
es el momento no adecuado? ¿Alguien lo sabe? Sólo existe el momento, este
momento. Concéntrate en este momento en que respiras, en que te pones los
calcetines, en que estás cocinando. Naturalmente, haremos planes y pensare-
mos sobre el futuro –no se trata de aislarnos de la mente planificadora.
No hay nada malo en encontrarte pensando en las vacaciones que tendrás
dentro de dos semanas; no hay nada malo en imaginarte plantando la tienda
de campaña en las montañas. Esto te hace sentir bien durante un momento,
pero después deja que estos pensamientos floten a través de ti, sin agarrarte a
122 ellos. Luego regresa –para ponerte el calcetín, para remover la olla de los
espaguetis, para leer este libro. Sin tener que crearlo ni descrearlo, déjate
desaparecer de verdad en el momento.
ESFUERZO Y PERSISTENCIA

PONIENDO CON CUIDADO


SU PECERA DE PECES DE COLORES
EN EL CAMINO
CORRIÓ HACIA EL FUEGO
GESSHU

ESFUERZO INTERESADO

Puede dar la impresión de que nuestra práctica básica eleva el “ser” por
encima del “hacer”, pero no es así. Para clarificarlo, echemos otro vistazo a
la gran epopeya india, el Bhagavadgita. El tema central de la historia es
una decisión que Arjunta, un guerrero real, debe tomar. Está sentado sobre
una colina observando el campo de batalla, imaginando su entrada, sabiendo
que, si baja para luchar, tendrá que matar a personas, algunas de las cuales
son sus parientes de la realeza, miembros de su propia familia. Se inicia un
diálogo entre Arjuna y su áuriga, Khrisna, una de las manifestaciones del
dios hindú Vishnu. El tema es el deber de casta. Como miembro de la casta
guerrera, el deber de Arjuna es luchar y matar, con independencia de cuáles
sean sus sen- timientos sobre ello.
Las interpretaciones hindúes ortodoxas de la historia mantienen que, a
tra- vés de este diálogo con Krishna, Arjuna llega a comprender que tiene
que cumplir con su deber de casta. Pero Mahatma Gandhi dio su propia
interpre- tación del Bhagavadgita. Él veía todo el diálogo como una batalla
psicológi- ca y emocional interior –un ejercicio para volverse desinteresado,
abando- nando los deseos, dejando de esforzarse para alcanzar la grandeza,
el poder o la gloria, y con ello conseguir la liberación espiritual.
Como práctica budista, el Zen tiene sus raíces en la tradición religiosa
india. Pero, ¿qué tienen que ver estas interpretaciones religiosas de deseo,
esfuerzo y desinterés con el Zen básico? ¿Es de veras razonable para
cualquier práctica espiritual occidental exigir que dejemos de esforzarnos, o
que aban- donemos nuestros objetivos, ideales y aspiraciones?
El esfuerzo espiritual es como el hambre espiritual. Tenemos la sensación
de que algo falta, y nos sentimos impelidos a averiguar qué es. Con la espe-
ranza de aliviar nuestras mentes, ponemos nuestra “pecera de los peces de
MOVIMIENTO

colores en el camino y corremos hacia el fuego”. Pronto nos damos cuenta de


que nuestros esfuerzos adquieren dos formas: una intenta escapar del
cambio, y tiene una fe ciega en un yo perdurable. Suspira por la eterna
juventud, el reconocimiento, el poder, la gloria, el dinero y la fama. Este
esfuerzo no es más que el intento de construir una estructura permanente del
ego, agrandan- do el yo y dejando en la sombra a otros. Tal como indicó
Buda, la base misma de este tipo de esfuerzo es la ignorancia de la verdadera
naturaleza del yo como pasajera, flexible, dinámica y, sobre todo,
impermanente. Esto no equi- vale a decir que el yo no es real. Tal como
hemos señalado varias veces, el yo no es ilusorio sino insubstancial, siempre
cambiante. Es como una nube atra- vesando el cielo, que aporta lluvia o
124 nieve, y algún tornado ocasional, pero que nunca perdura. Está siempre
cambiando de color, de forma, velocidad y
movimiento.
El esfuerzo basado en la ignorancia de la verdadera naturaleza transitoria
del yo es lo mismo que el apego. Es la sed que el ego tiene de invulnerabili-
dad e inmortalidad. En la práctica Zen, tal como la entendemos, esta forma
de esfuerzo hay que enfrentarla y reconocerla en lugar de abandonarla.
Hemos de vigilarla, pero ello no equivale a librarse de ella. Está ahí, es parte
de nosotros, por lo que tratar de librarse de ella sería como si un perro tratara
de morderse su cola. Vigilar el deseo de permanencia del ego nos permite ver
lo ridículo e inútil que es. Nuestra percepción pone al descubierto cómo el
esfuerzo egoísta produce inevitablemente el mismo sufrimiento que está tra-
tando de evitar. Lo mejor que podemos hacer es reconocerlo, prestar atención
a nuestros esfuerzos egoístas del mismo modo que observamos el ascenso
y descenso de la respiración. Prestar atención es en sí mismo un modo de
invitar al cambio. Proporciona el conocimiento que elimina la ignorancia
alimentadora del fuego del esfuerzo. Trasladando esta atención desde
nuestros cojines a nuestra vida cotidiana, llegaremos a saber más sobre la
verdadera naturaleza del yo. Gradualmente, sin desarrollar el esfuerzo para
superar el esfuerzo, transformamos su naturaleza perniciosa.

ESFUERZO DESINTERESADO

La segunda forma de esfuerzo está relacionada con el ideal bodhisattva


de la persona que pospone su propia liberación para ayudar a los demás. Éste
es el tipo de desinterés del que hablaba Gandi. Implica acción y realización
de un ideal. El esfuerzo desinteresado exige sumergirse en el mundo de los
muchos seres. Es una forma de karma yoga, la práctica de la acción. Aquí el
yo se pierde en el proceso de fundirse con la acción. La diferencia entre este
esfuerzo desinteresado y su hermano gemelo egoísta es que no tiene como
objetivo la permanencia del yo. Al alejarse de ese yo demarcado e
individual, y fundirse con los demás, se borran los límites del dualismo y la
distinción.
El esfuerzo desinteresado es una forma de deseo, cuya mejor personifica-
ción es Kannon, el bodhisattva de la compasión. Sinónimo de empatía y
amor, la compasión se desarrolla escuchando los sonidos del mundo y
poniéndose en el mismo tono que las voces de los muchos seres. No estamos
hablando de grandes actos de autosacrificio de los que has leído en epopeyas
heroicas como el Bhagavadgita. Kannon es más ordinario. En lugar de
relámpagos y espadas, lleva herramientas y utensilios –martillos, escobas,
cubos, cazos, ruecas– que simbolizan acciones que ejecutamos cada día. Las 125
herramientas
de Kannon representan la totalidad del lienzo de la existencia humana, que,
con el tiempo, se llena de innumerables colores, formas y clases de esfuerzo
desinteresado.

EL ARTE DE HACER ALGO

En situaciones de la vida real, es difícil distinguir entre las dos formas de


esfuerzo. Hemos de ser modestos para observar honestamente nuestras
propias tendencias. La honestidad y la veracidad son las herramientas y
utensilios de nuestra práctica. Las necesitamos especialmente cuando
estamos sentados y esforzándonos egoístamente. Podemos ver cosas sobre
nosotros mismos que no queremos ver, y existe siempre la tentación de
darles la espal- da. Por tanto, hemos de ser vigilantes.
Es útil recordar que estamos buscando el verdadero yo, no sólo el yo.
¿Qué es exactamente el verdadero yo? No lo sabemos, pero seguimos encon-
trándole sentido a la palabra “verdadero”. Indica que hemos de quitarnos las
máscaras y ser testigos de todos nuestros esfuerzos si queremos transformar
el egoísmo en desinterés. Esforzarse por la verdad es un buen modo de dis-
tinguir entre ellos. Pero, estáis avisados, no se trata de un abstracto ejercicio
intelectual. No queremos volvernos locos clasificando cada manifestación de
esfuerzo. “Oh, ¿éste era ‘desinteresado’ o ‘egoísta’?”. En absoluto. Estamos
hablando de estar con el esfuerzo cuando aparece, y luego dejarlo ir. Una
vez hagamos eso, el esfuerzo se manifestará como compasión. No podemos
empujarlo ni forzarlo a que suceda. Pero si nos fundimos con este mismo
momento, el verdadero yo brillará por sí mismo. Aparecerá como el esfuerzo
por oír los sonidos del mundo y ayudar a los muchos seres.
PERSISTENCIA

A diferencia de la paciencia, que es la habilidad para esperar, la


persisten- cia es la capacidad de seguir adelante a pesar de los obstáculos del
camino. Se trata más bien de seguir el ritmo del aspecto del “hacer” de
nuestra práctica. Enfrentarse y superar los obstáculos exige que estemos
activos y que reuna- mos el coraje necesario para proseguir a pesar del
aburrimiento, del cansan- cio y de todos los demás problemas que nos
acechan desde “dentro” y desde “fuera”. La persistencia es la determinación
de seguir sentados cuando cree- mos que no estamos logrando nada. En
páginas anteriores de este libro hablamos sobre el cansancio espiritual. Se
126 trata de un enfoque ligeramente distinto de la cuestión.
Un día podemos encontrarnos preguntando: “¿Por qué estoy haciendo
esto?”. Lo he oído una y otra vez, y siempre es lo mismo: la importancia del
zazen, de ser uno con el momento, de observar la respiración, de dejar que
el interior y el exterior se fundan. No pasa nada nuevo. ¿Por qué he de
persistir?”. Cuando dejamos que esta voz se manifieste, estamos siendo
arras- trados por las circunstancias. Estamos simplemente reaccionando a los
estí- mulos ambientales, buscando placeres fugitivos, haciendo que las cosas
nos sean fáciles. Al cabo de un par de meses, nos empezamos a aburrir con
los placeres que han sustituido al zazen. De nuevo, tenemos la sensación de
echar algo de menos. Sentimos añoranza. No es sorprendente, teniendo en
cuenta que fue el anhelo de hallar nuestro verdadero hogar lo que nos llevó al
zazen al principio.
Abandonar no es una alternativa viable a la persistencia. Abandonar
significa renunciar a un valioso tiempo que habríamos dedicado a ejercitar-
nos. Somos muy afortunados de poder sentarnos en zazen en un lugar seguro,
rodeados por amigos dharma, y sin preocuparnos por llegar a morirnos de
hambre. Ser desdeñoso con ello, desperdiciar la ventana de oportunidad
kármica, sería una vergüenza. ¿Quién sabe cuando volvería a presentarse?
La persistencia es la virtud de escuchar la voz que nos disuade de la prác-
tica, de observar su procedencia, y al mismo tiempo, con simpatía pero con
firmeza, apartarla del camino. La persistencia es la valentía de reconocer que
siempre habrá momentos en que creeremos que vamos a abandonar. Como
emoción, aflojar el ritmo forma parte también de ser humanos. No estamos
aquí para castigarnos. En nuestra práctica no se trata de desarrollar el mons-
truoso complejo de culpabilidad que demasiado a menudo se disfraza como
espiritualidad. Podemos aceptar el hecho de que a veces es difícil cortar el
parloteo de la mente. Nunca hemos dicho que volver al momento vaya a ser
siempre fácil. De todos modos, la persistencia hace posible reconocer la dis-
tracción actual sin ceder a ella. Lo único que necesitamos es tres o cuatro
minutos de verdadero esfuerzo, de seguimiento de la respiración, y esa voz
comenzará a apagarse. Cuando encontramos el momento en el ritmo de nues-
tra respiración, sentimos que se nos está quitando un gran peso del corazón.

ACEPTAR LOS OBSTÁCULOS

Hay un elemento de mucho amor en la persistencia cuando aceptamos


nuestros obstáculos. Al principio, puede ser que nos resistamos. ¿Quién quie-
re darle la mano al enemigo? Pero el zazen proporciona una adecuada estruc-
127
tura para hacer precisamente esto. La persistencia ofrece el conocimiento de
que la desgana no es nuestro enemigo; es tan sólo otra condición, una expe-
riencia de la vida. Es como el yo –también una condición pasajera–, muy real
pero pasajera al fin y al cabo. La persistencia nos permite estar tranquilos
con esta condición pasajera y bailar con los momentos de nuestra vida. A
veces esta danza nos agotará, y otras veces simplemente nos iremos
deslizando. Los pasos y los compañeros de baile, el ritmo y la música
siempre serán diferen- tes, pero seguiremos bailando. A través de las oscuras
sombras del aburri- miento y la desesperación, persistiremos en nuestra
práctica.
Esta página dejada en blanco al propósito.
NUESTRA MEJOR ESTACIÓN

¡HOLA! ¡ENCIENDE EL FUEGO!


¡VOY A ENTRAR
UNA ENCANTADORA Y
BRILLANTE BOLA DE NIEVE!
BASHO

LA MENTE TRANQUILA

Cuando no hay una mente que cargue constantemente un enorme paquete


de filias y fobias, cada estación es nuestra mejor estación. Aun así, dejar en
el suelo este paquete, aunque sólo sea por poco tiempo, no es una tarea
sencilla. Digamos que nos gusta el verano y que nos desagrada el invierno.
Nos resul- ta difícil imaginar salir en medio de una ventisca y “entrar con
júbilo una encantadora y brillante bola de nieve”. Pero, tal como Buda
indicó, cuanto mayor sea nuestro deseo de que llegue el verano, más largo
nos parecerá el invierno. Nos sentimos frustrados porque vemos que no
somos los autores del guión de nuestra vida. Si dependiera de nosotros, no
habría invierno, ni aisla- miento, ni dificultad, ni muerte.
El zazen es nuestro “¡Hola!”. Es nuestro grito de “¡Encended el fuego!”.
Nos impone gozar de verdad de la vida, no sólo mientras estamos sentados y
siguiendo conscientemente nuestra respiración, sino también mientras
desarrollamos nuestras rutinas cotidianas en nuestro ambiente del momento
–con independencia de la estación–. En este estado de atención sin obstácu-
los, el simple hecho de levantar las ventanas de tormenta nos pone en armo-
nía con el invierno.

EL ZEN DE JARDINERÍA

Puesto que somos seres humanos, nunca abandonaremos totalmente nues-


tras filias y fobias. Si nos gustan los helados de fresa, no vayamos a pensar
que estaremos iluminados si nos pasamos a los helados de chocolate por
haber oído que a un gran maestro Zen le gusta el helado de chocolate. Esta
errónea forma de pensar ha incitado a muchos entusiastas del Zen hacia todo
tipo de
ZEN BÁSICO

comportamientos extraños. Como novicios, también nosotros pensábamos que


copiar a nuestros maestros formaba parte de la práctica del Zen. Uno de ellos
fumaba mucho. Habíamos dejado de fumar mucho antes, pero nos sen-
tábamos con él, fumando un cigarrillo tras otro, pensando que fumar tenía
algo que ver con el hecho de que él conocía todas las respuestas a los 1.700
koans del curriculum de Rinzai-Zen. Quizás fumar tenía un componente “mís-
tico” en ello. Quizás era una “enseñanza especial” dirigida precisamente a mí.
En los años 70 y 80, muchas personas inteligentes salían con maestros
que no sólo fumaban y bebían excesivamente, sino que también abusaban
sexual- mente de ellas. Confundiendo el libertinaje con el desinterés, muchos
busca- dores creían de verdad que, como “seres iluminados”, sus maestros
130 estaban por encima y más allá del cáncer y de las enfermedades del hígado,
por no
hablar de la ética. Lamentablemente, algunos de ellos todavía lo creen.
Existe una diferencia entre caer en el libertinaje y estar en nuestra mejor
estación, es decir, no dejarse arrastrar cuando las cosas no salen a nuestro
modo. La vida proporciona incontables oportunidades para desarrollar este
tipo de desapego. ¿Qué sucede, por ejemplo, cuando trabajas duramente en
un proyecto durante largo tiempo sin resultado alguno, o cuando haces todas
las cosas bien y todo termina saliendo mal? Aunque no nos dedicamos a la
jardi- nería, tenemos buenos amigos que sí lo hacen. Cuidando sus hortalizas
y sus flores mientras estaban fuera, descubrimos similitudes entre la
jardinería y el hecho de responder a tales situaciones. A continuación,
mencionamos las tres más importantes:

1. Poner tu voluntad en contra de las circunstancias es como intentar obligar


al brote de una semilla a crecer más deprisa, con la esperanza de que pro-
duzca frutos u hortalizas más pronto. Ésta es una forma segura de impedir
su desarrollo.
2. Mantener la vigilancia es importante, pero procurando no excederse. (Un
ejemplo: para proteger a sus plantas de los áfidos, los granjeros del centro
de Illinois mandaron un ejército de mariquitas el verano pasado, con la
consecuencia de tener que enfrentarse más tarde con una explosión
demo- gráfica de mariquitas. Incluso en fecha tan tardía como es el mes
de noviembre, las mariquitas estaban en todas partes: en los sofás,
despensas, cajones y camas. Pudimos encontrar algunas arrastrándose
incluso en nuestros calcetines).
3. Si estás totalmente absorto en la recogida de la cosecha, no puedes ensi-
mismarte en el trabajo del momento.
CREER EN LA MENTE

El cuarto antecesor chino de Zen compuso un sencillo pero profundo


poema titulado “Hsin Hsin Ming”, que significa “Creer en la mente”.
Escribió: “Cuanto más te esfuerzas por detener el movimiento a fin de conse-
guir descansar, más inquieto se vuelve tu descanso”. Olvidar, parar, dejar ir
–todo esto nos exige que intentemos dejar de escribir el guión de nuestras
vidas–. Es una perspectiva desalentadora, especialmente para los americanos,
a quienes se les ha enseñado desde su más tierna infancia que “tu vida es
como te la haces”. En nuestra sociedad, pocas personas conocen la importan-
cia de salirse del camino y dejar que la creatividad asuma el control. Hemos
de escuchar más a los artistas que nos dicen que es sólo cuando dejamos de
131
controlar el proceso de pintar, bailar o escribir cuando estas actividades salen
por sí mismas. Es simplemente una cuestión de confianza, de creer en el ver-
dadero yo.
En la pintura Zen, el artista se desvanece y “el bambú pinta bambú”. La
pintura puede que no siempre resulte bella; puede incluso acabar en fracaso.
Pero para el artista Zen, incluso el fracaso puede convertirse en una fuente de
liberación. Los koans, también, son una forma de arte. Son para vivirlos, y
para recogerlos y dejarlos arrinconados en bibliotecas polvorientas. Tal como
los vemos nosotros, los koans son la energía, el material mismo de nuestra
experiencia diaria. Reflejan nuestras penas y nuestras alegrías, nuestros jue-
gos y nuestro trabajo. Estamos luchando constantemente a brazo partido con
koans de la vida: perdiéndonos en las actividades y situaciones de la vida
dia- ria conforme vamos creyendo cada vez más en el yo auténtico.
Como la vida, los koans son a veces paradójicos. Por ejemplo, ¿cómo
vamos a “perder” el yo, para encontrar el yo verdadero? ¿Hemos de borrar
todos los pensamientos y sentimientos? ¿Cómo apagamos el ruido de la
vida? Luchar con estas cuestiones intelectualmente nos lleva enseguida a un
calle- jón sin salida. Basta con que nos sentemos con ellos hasta que nos
convirta- mos en ellos. Las respuestas están en todas partes, haciéndonos
señales en el aire que respiramos, y en el ruido del martillo del mecánico en
la casa de al lado. No hay ningún otro lugar enrarecido donde podamos
encontrar ese yo auténtico, sólo aquí mismo, manifestándose en el ruido de
ese martillo.
Creer en el yo auténtico significa experimentar el yo como el universo de
sonido, aire y aliento. Nos movemos constantemente entre la interdependen-
cia y la distinción, haciendo juegos malabares con nuestros esfuerzos egoís-
tas y desinteresados con cada aliento que tomamos. Para conectarte con el
proceso, observa cuál es tu respuesta ante la imagen de un dictador genocida
cuando aparece en la pantalla del televisor. ¿Cómo puede considerarse este
hombre a sí mismo un ser humano? ¿Qué es lo que le otorga el derecho de
condenar a muerte a miles de personas? Después, reconoce cómo haces eso
exactamente. Apoltronado en tu alto trono de persona bien pensante, estás
condenando a muerte a este hombre. Tan pronto como te des cuenta de esto,
dejará de haber un foso entre tú y el hombre al que desprecias. Los dos sois
capaces de sentir el mismo odio. Esto no quiere decir que vayas a abrazar su
causa, o que no quieras verlo llevado ante la justicia. El abandono de la res-
ponsabilidad moral no es el camino hacia la interdependencia. Pero tampoco
lo es apartarte de los demás –por repugnantes que puedan ser. Vivir en la
inter- dependencia no significa convertirse en alguien totalmente maleable,
132 que nunca adopta una posición. Pero no existe ningún conjunto de normas
o de
reglas sobre esta cuestión. Tampoco hay ninguna lista de méritos o deméritos
que verificar. Sólo existe la práctica de trasladar tu percepción en acción.

PRÁCTICA CON EL MUNDO DE LAS DIEZ MIL COSAS

El mundo de las diez mil cosas respira con nosotros mientras estamos
sen- tados en nuestros cojines. No se detiene porque nos hayamos detenido
nosotros. Lo único que sucede es que sosegamos nuestras mentes
hiperactivas en respuesta a ese mundo y nos reconocemos como parte del
mismo en su totalidad –desde el más pequeño de los insectos chirriando en el
jardín a la luna llena que brilla en el cielo nocturno. En zazen, destinamos
tiempo y espa- cio para detenernos y darnos cuenta de lo que ocurre en todo
momento: la vida. Y puesto que la vida comienza con la respiración,
empezamos concen- trándonos en nuestra respiración.
En lugar de usar el intelecto para analizar modos en los que podamos
experimentar la interdependencia, nos permitimos sumergirnos en la expe-
riencia del momento sin pensar en ello. Por ejemplo, si logramos limitarnos a
ver simplemente la imagen sin comentarla, observar a ese dictador en el tele-
visor puede convertirse de por sí en una ocasión para experimentar la inter-
dependencia. Es como experimentar el momento del ruido del martillo del
reparador en la casa de al lado, cuando estamos sentados en zazen; oyes el
ruido, pero sin que a continuación venga una cadena de pensamientos sobre
ello.
Vivir la interdependencia significa ver a la gente allí donde están, no
donde nos gustaría que estuvieran. Un buen ejemplo de esto es la relación del
Dalai Lama con los chinos responsables de matanzas masivas en el Tíbet.
Está
profundamente dolido por sus acciones, pero no los odia. Viniendo de la
expe- riencia de la interdependencia, ve que no son distintos a él mismo,
aunque sabe que todavía no están preparados para que ellos lo reconozcan a
su vez. Sabe que lo único que se puede hacer es aceptar a la gente tal como
es, que no se les puede forzar a hacer lo que está bien cuando no ha llegado
todavía el momento. Aun así, esto no le impide intentarlo, propagar su
mensaje de coexistencia pacífica.
La próxima vez que veas a ese dictador en televisión, préstale toda tu
aten- ción. Si puedes encontrar a todo el mundo reflejado en sus ojos, sabrás
lo que es la interdependencia. A partir de ese espacio, puedes pasar a la
acción: mani- festarte, sostener una pancarta, dar tu apoyo a una resistencia
no violenta para obligar al dictador a dimitir. Experimentar la
133
interdependencia no quiere decir
acabar con la vigilancia política; por el contrario, es el comienzo de la res-
ponsabilidad social.
Esta página dejada en blanco al propósito.
PACIENCIA

MIS OJOS SIGUIENDO AL


PÁJARO HASTA QUE SE PERDIÓ
EN EL MAR DESCUBRIERON UNA
PEQUEÑA ISLA
BASHO

FATALISMO

Todas las tradiciones religiosas tienen modos de enfrentarse a la adversi-


dad. Cada una proporciona su propia “pequeña isla” para aquellos que se han
“perdido en el mar”. En Occidente, dan a esta isla el nombre de “paciencia”.
Hemos sido educados para ver los hechos terribles, difíciles o desagradables
de nuestras vidas como pruebas: pruebas de nuestra bondad, de nuestra capa-
cidad de aceptar la voluntad de Dios. Cuanto mayor es nuestra paciencia,
mayor es nuestra capacidad para la comprensión espiritual. Pero la nuestra es
una paciencia activa; siempre aparece el rechinar de dientes y el cobrar áni-
mos contra ello. En eso hay un poco de agresión, y a menudo viene en forma
de intolerancia. Durante siglos, hemos hecho guerras para que otros tengan
que soportar el yugo de nuestra particular versión de Dios. También Oriente
ha tenido su parte de guerras religiosas. Pero allí la gente generalmente es
educada para ser más pasiva frente a la adversidad personal.
Viajar a países como la India, la patria de Buda, es una oportunidad para
entender los sentimientos enfrentados de muchos budistas occidentales. Ver
gente sentada en las orillas del Ganges, enferma y muriéndose de hambre,
supone una sacudida para aquellos de nosotros que hemos sido educados
para “seguir adelante cuando salir adelante se hace difícil”. Hay algo terrible
en esta clase de rendición. ¿Por qué no hace algo esta gente?, ¿por qué se
some- ten a las circunstancias con esta sonriente aceptación? ¿Por qué
justifican su inacción diciendo: “cuando este karma concreto haya
completado su curso, estaré mejor en otra reencarnación”? Eso es fatalismo.
Hay mucho fatalismo en el budismo popular, por ejemplo, en las sectas
de salvación de la Tierra Pura, en las que el alivio del sufrimiento se deja en
las manos de Amidha Buda, una figura redentora parecida a Cristo. Los
budistas de la Tierra Pura rezan a este Buda para que les lleve al “paraíso
Occidental”
MOVIMIENTO

después de la muerte. En el pasado, varios maestros Zen japoneses


levantaron la voz contra este movimiento popular, castigando a sus
sacerdotes por pro- mover el fatalismo. Con su énfasis en la experiencia
individual y en evitar los intermediarios, el Zen parece muy similar a nuestro
propio enfoque indivi- dualista de la espiritualidad. Pero esto sólo a primera
vista.
La forma del Zen japonés que llegó a Occidente ponía énfasis en la obe-
diencia incondicional del estudiante. Aunque desalentaba la dependencia de
Buda, no obstante imponía sus estrictas normas culturales confucianas sobre
una población extremadamente individualista de buscadores espirituales.
Irónicamente, al someterse a los golpes, humillaciones y declaraciones auto-
136 cráticas de sus maestros de Zen en nombre del “auténtico adiestramiento
Zen”, los practicantes del Zen Occidental convirtieron la paciencia en fata-
lismo.

AGUZAR LA PERCEPCIÓN

No es necesario ser de Oriente ni de Occidente para rodear la confronta-


ción con el sufrimiento; basta con ser humano. Hay innumerables modos de
evitar el “gran tema” de la vida y la muerte, y la espiritualidad es uno de los
mejores. La usamos para convertirnos en esclavos de la forma, del ritual reli-
gioso, de la obediencia o de la rebelión. Hablamos más de la práctica de lo
que realmente nos dedicamos a ella. Al rodear la verdadera cuestión, escapa-
mos de la realidad hacia la fantasía. No importa si nos enfrentamos contra las
dificultades de la vida con paciencia, o esperando la redención con fatalismo.
En cualquier caso, estamos evitando esa confrontación sin adornos con el
sufrimiento.
Consideramos nuestra reunión con ts’ao-pen ch’an como muy fortuita.
Los antiguos practicantes básicos chinos eran rudos y prácticos. No siendo
particularmente religiosos, sacaron del budismo todas las referencias metafí-
sicas y las sustituyeron con imágenes de la vida cotidiana. No es que sufrie-
sen menos, pero aguzaban su percepción del sufrimiento en la piedra de
amo- lar de la actividad. Eran radicales en su negativa de considerar la
adversidad como nada distinto del Buda. Su visión no dualista de la vida
probablemente provenía del taoísmo chino, con su énfasis en la naturaleza.
Esta combinación de budismo y taoísmo dio lugar a su comprensión del Zen
como una activi- dad dinámica que no era diferente de los ciclos de la vida.
Este tipo de conciencia básica revela que no hay una adversidad sólida
que superar. No hay un ser supremo allá arriba repartiendo karma bueno y
malo.
Es así. Aquí mismo, el Tao se manifiesta –sufriendo, riendo, respirando,
andando. Démonos cuenta de que todas estas palabras acaban en …ndo;
están en gerundio, son palabras de acción, hechos que tienen lugar ahora, en
el momento presente, no en el pasado ni en el futuro. No hay nada más que
un movimiento fluido. Cuando aparece la adversidad, aparece el Buda. Y eso
es todo lo que hay. La brecha entre ti y la adversidad se cierra. No queda
nada, excepto la energía dinámica del acontecimiento. Pronto desaparece el
propio hecho, dando paso a una nueva manifestación de energía en
movimiento. No hay ningún escape hacia el paraíso. El paraíso está aquí
mismo, manifestán- dose como sufrimiento.
La vida nos da un sinfín de oportunidades para afinar la conciencia.
También las adversidades son ocasiones para profundizar la percepción, pero
137
no evitándolas. Si lo hacemos, estaremos resistiendo, apartándonos de ellas.
Es entonces cuando parece que hay alguien allí arriba lanzándonos una prue-
ba tras otra. ¿Qué podemos hacer aparte de aplacar esta poderosa fuerza o
someternos a la misma y mostrarle lo buenos que somos? O quizás, ¿no des-
empeñamos parte alguna en el proceso, y es meramente karma?
Hay un famoso koan sobre un monje que se ha convertido en un zorro
para enseñar que la gente iluminada evadía la ley de causa y efecto. Está
claro que se trata de una versión muy parcial de la iluminación. Pero en
cierto modo, la persona iluminada es distinta de las demás porque en lugar de
tener paciencia frente a su karma, se zambulle en ella. El karma es esto. Al
saltar dentro y hacerse uno con la misma, se neutraliza –tanto la adversidad
como el placer siguen fluyendo como causa y efecto. Hay alegría en este
gran salto. Es la ale- gría de reconocer que la adversidad viene y va como el
cuerpo-mente pasaje- ro que llamamos el yo.
El Zen básico trata de la práctica en cada condición y en todas las situa-
ciones. No hay ni paciencia ni fatalismo en este tipo de práctica. Lo hacemos
respirando, sintiendo, pensando, amando, viviendo y transformando. Estas
actividades abarcan el campo de nuestra práctica. Cuanto más arraigados
esta- mos en esta percepción, más flexibles y acogedores nos volvemos. No
hay una sumisión rígida al destino, y esta aceptación de corriente libre es
indis- tinguible de la ley de causa y efecto.

LA MAGIA DE LO MUNDANO

El maestro Zen Thich Nhat Hanh dice que no se puede meditar sobre un
cojín si no eres capaz de meditar mientras lavas los platos. Está repitiendo lo
que el antiguo maestro Chao-Chou dijo cuando un novicio le preguntó si
podía estudiar con él: “¿Has comido ya tu arroz?”, le preguntó Chao-Chou.
“Sí”, respondió el monje. “Entonces ve a lavar tu escudilla”, dijo Chao-
Chou. Fin de la entrevista. Si puedes encontrar la “santidad” en la actividad
más mundana, estás practicando el Zen. Desde aquí, sólo hay un pequeño
paso para encontrarlo en la adversidad. Volvamos a la situación del Dalai
Lama. Una vez un reportero le preguntó: “¿Qué piensa usted de Mao Tse-
tung?”. La respuesta fue rápida: “Mao Tse-tung es también el Buda”. Sería
fácil inter- pretar esto como la santa capacidad de perdonar a tu enemigo.
Pero no lo es. La experiencia del Dalai Lama de Mao Tse-tung como el Buda
le dio al líder tibetano la oportunidad de fundirse con su karma trágico. No
138 provenía de la comunión con los ángeles o con los espíritus muertos de
grandes maestros, ni
con las reencarnaciones de futuros Dalai Lamas. Era una declaración práctica
de su experiencia de interdependencia.

DESAPEGO E INMERSIÓN

No fue la paciencia ni el desapego lo que convirtió a Kannon en un bod-


hisattva, sino la inmersión total en los gritos del mundo. Debemos actuar del
mismo modo. Esto no quiere decir que nos enfanguemos totalmente en
la miseria que nos rodea. Sentarnos nos mantiene sensatos. Al mismo
tiempo, para que no lo olvidemos, la vida siempre nos pellizcará la nariz.
Nos encon- traremos siempre oscilando hacia atrás y hacia delante entre el
dualismo y la unidad. Es un alambre sobre el que hacemos equilibrios
constantemente. Considerarnos desapegados de todo esto es negar la
verdadera experiencia Zen. Ése es el motivo por el que los antiguos maestros
eran tan duros cuando los estudiantes presumían ante ellos de su desapego.
El maestro Lin-chi, por ejemplo, estaba siempre dando un palmetazo a
alguien para recordarle que no era ningún tipo de espíritu flotando por
encima de su cuerpo. Era especial- mente duro con aquellos que se
consideraban demasiado santos para este mundo.
Hay una implicación social en todas las historias Zen, lo cual indica que
no podemos desapegarnos ni siquiera de, por ejemplo, la muerte de un gato.
El maestro Nan-ch’uan, maestro de Chao-Chou, intenta parar una pelea por
un gato entre varios monjes en su monasterio. “Si alguno de vosotros puede
darme una palabra decisiva, no cortaré este gato en dos”, grita.
Probablemente porque los monjes no son muy expertos en su práctica,
ninguno da un paso al frente y el gato es cortado en dos. Más adelante,
cuando Chao-chou volvía
al monasterio, Nan-ch’uan le contó lo que había ocurrido. Chao-chou se puso
su sandalia sobre la cabeza y salió andando por la puerta. Nan-chuan le dijo
mientras se iba: “Si hubieras estado ahí, habrías salvado el gato”. ¿Qué es
esto por parte de Chao-Chou, sino sentir el dolor del gato al ser cortado en
dos?
En la paradójica forma de nuestra práctica, no podemos esperar librarnos
del dualismo sin sumergirnos de lleno en los sonidos, vistas, sabores,
dolores, y luchas de este mundo. Aunque no hay un yo permanente para
experimentar todas estas cosas, al propio tiempo se derraman verdaderas
lágrimas, y la san- gre que fluye también es real. No hay modo de apartarse
de este hecho de la vida. No hay modo de resistirse a ello. Lo único que hay
es esto.

139
Esta página dejada en blanco al propósito.
AUTOMEJORA CONTRA
AUTORREALIZACIÓN

UNA FLOR SIN VOZ


HABLA
AL OBEDIENTE
OÍDO QUE
ESCUCHA
ONITSURA

DESENTERRAR LA RAÍZ DEL SUFRIMIENTO

Buda compara el auténtico buscador espiritual con alguien alcanzado por


una flecha. Esta persona no se detiene a preguntar quién ha hecho la flecha
o quién la ha lanzado, ni si lleva la punta envenenada; lo único que quiere es
sacársela ahora mismo. La mayoría de las personas que vienen a ver cómo
es la práctica del Zen no están tan desesperadas. Vienen debido a una persis-
tente y molesta sensación de que falta algo en sus vidas, o porque les duele
algo, o porque quieren ser mejores personas. Puesto que el Zen básico es una
práctica mundana para gente ordinaria y no para monjes, no distingue dema-
siado entre los dos tipos de buscadores. Sean cuales sean sus razones para
venir, los practicantes sinceros no buscan soluciones a corto plazo.
La meditación se ha convertido en una forma popular de tratamiento
médi- co alternativo. Leemos en el periódico de hoy, por ejemplo, que una de
las mayores aseguradoras de salud de Illinois está ofreciendo cobertura a
pacien- tes que usan la meditación para una diversidad de condiciones físicas
y mentales. No tenemos nada contra estos objetivos prácticos. Los objetivos
caritativos también son buenos. La meditación se está empleando en
prisiones y en grupos de paz y reconciliación para ayudar a la gente a ser
menos vio- lenta, más cariñosa y más tolerante. Pero no es esto lo que
ofrecemos. El zazen es nuestro camino básico. En lugar de usarlo para tratar
problemas, cul- tivamos la “flor sin voz” que “habla al oído obediente que
escucha”. Es otra forma de decir que estamos dirigiendo nuestros esfuerzos
hacia la autorreali- zación en lugar de hacia la automejora.
Hay una diferencia entre meditar para alcanzar un objetivo inmediato,
como por ejemplo mejorar la salud o ser más buena persona, y comprometer-
se de por vida con la práctica del zazen sin ningún objetivo tangible en abso-
luto. Yasutani Roshi describió una vez las dos clases de personas que acuden
ZEN BÁSICO

al Zen como aquellos que buscan una cura temporal para el sufrimiento y
aquellos que buscan desarraigar del todo la raíz del sufrimiento. Aunque no
descartaba la primera, comentó que esta actitud instrumental no bastaba para
mantener una relación a largo plazo con el Zen, una que fuera más allá de
aña- dir simplemente otra “técnica” a nuestro botiquín de primeros auxilios.
Recurrir al Zen para la automejora no es una invención americana. Tiene
una larga tradición en Japón, que se remonta hasta su antigua sociedad gue-
rrera. La mayoría de los samuráis usaban el Zen, de hecho, para mejorar su
habilidad para hacer la guerra y morir. Practicaban el zazen con el fin de
desarrollar una mejor capacidad de concentración, de modo que fueran más
diestros en el manejo de la espada, y tener menos miedo al enfrentarse con el
142 enemigo. Los hombres de negocios japoneses actuales lo usan para
convertir-
se en competidores más concentrados. El impulso de los hombres de negocios
no difiere mucho del de los samuráis. La motivación para la propia mejora
toma muchas formas.
El segundo grupo de personas que acuden al Zen –aquellos que Yasutani
Hakuun Roshi describió como los que quieren arrancar totalmente la raíz del
sufrimiento– no sufren menos problemas ni dolores que los primeros. A
menudo, en el curso del entrenamiento, quienes buscan la automejora se
convierten en dedicados practicantes del Zen, mientras que los llamados bus-
cadores “espirituales” desaparecen. La cuestión no es tanto cuáles son las
razones para venir, como lo que ocurre una vez ya te sientas de verdad y
comienzas a meditar. Puede ser que vengas queriendo mejorarte a ti mismo
y que abandones al cabo de seis sesiones porque tienes la sensación de que
no consigues nada. Del mismo modo, puedes estar motivado por una
cuestión existencial profunda de toda la vida, y también abandonar al cabo
de estas mismas seis sesiones por la misma razón. Lo importante es seguir
practican- do pase lo que pase. Tienes que desarrollar el aprecio por sentarte
sin otra intención que sentarte –y un gusto por la paradoja, puesto que el fin
del Zen es darse cuenta de que no existe ningún yo estático que mejorar o
realizar–.

NOCIONES ERRÓNEAS

Todo el mundo viene a practicar con conceptos equivocados. Los


nuestros se centraban en la idea de la iluminación. Necesitamos mucho
tiempo para superar este obstáculo y comprender que la iluminación puede
que no sea nada más que otra forma de glorificación del yo. Incluso pensar
sobre este yo que quiere ser iluminado es dejarse arrastrar por él. Su
necesidad no tiene fin.
MOVIMIENTO

Física o espiritual, da lo mismo. Por buena o valiosa que sea la causa, sigue
siendo una distracción del momento, de la experiencia inmediata de lo que
está ocurriendo ahora mismo.
Nos domina la necesidad de adquirir algo que creemos que todavía no
tenemos.
Esta actitud está profundamente arraigada en la conciencia americana.
Veamos la Autobiografía de Benjamin Franklin, este elemento esencial de
lec- tura en el instituto. Franklin es el modelo para todos aquellos hombres y
muje- res que quieren “hacerse a sí mismos”. Deja espacio para adquirir una
vida mejor para sí mismo: una educación, una profesión que le dé más
dinero, res- peto y admiración de la comunidad, así como conocimientos de
la naturaleza, de la ciencia y de las personas. Por tanto, traza un gráfico de
automejora rela- 143
cionando los rasgos que quiere desarrollar –caridad, templanza, humildad,
modestia, etcétera– y comprueba su progreso cada día.
Un contraste interesante en actitudes está en la autobiografía de un japo-
nés contemporáneo de Franklin, el poeta Zen Basho, que relaciona todas las
cosas de las que quiere librarse cuando se va de casa en su viaje de autodes-
cubrimiento. No hay objetivos declarados en el libro de Basho, tan sólo un
simple relato de la experiencia de vivir. Concluye no con la adquisición de la
virtud, sino con la sensación de la lluvia en su cara durante un chubasco de
primavera.
El momento de la automejora es un momento de timidez. No hay espacio
para la experiencia, puesto que el yo ocupa hasta el último centímetro. Por
ejemplo, al pensar sobre la modestia, Ben Franklin pierde la posibilidad de
ser modesto bajo un montón de nociones sobre la modestia. Se distancia de
ella, pensando en ella; mientras que Basho la encarna en su experiencia de la
llu- via de primavera. La automejora no acaba nunca, porque el análisis de
todas nuestras faltas y puntos buenos no tiene fin, como tampoco lo tiene el
pesar y medirlos en nuestra búsqueda de ese equilibrio perfecto.
A falta de una palabra mejor, el “objetivo” del Zen tiene menos que ver
con la adquisición incluso de buenas cualidades que con el mero hecho de
sentarse. Puede haber efectos secundarios positivos de la práctica que mejo-
ren nuestras situaciones vitales, pero puede que no los haya o que no se
mani- fiesten con la rapidez que quisiéramos. Pero no deberíamos olvidar
que se trata tan sólo de efectos secundarios. Sabemos de personas que han
estado practicando durante más de cincuenta años, y a simple vista no
apreciamos que el resultado haya sido una gran “automejora”. Muy pocas de
ellas, de hecho, ganarían un concurso de popularidad. Pero el Zen no tiene
como fin ganar concursos de popularidad ni convertirnos en santos. No
recurres a él
con una lista. Por supuesto, existe el objetivo subyacente de despertar a algo
que ahora no ves, algo que presientes que aliviará esta corriente soterrada de
descontento. Pero no te conviene dejarte atrapar por la noción errónea de que
te sientas para lograr la iluminación, puesto que esto no es más que un anhe-
lo más sutil y más obstructivo de automejora.

ALIVIO

El maestro Zen Dogen criticó el juego de ver quién lograba una ventaja
táctica durante una conversación, en que se había convertido la práctica del
144 koan en los monasterios japoneses de su tiempo. Daba una paliza pública-
mente a los monjes ambiciosos por usarlo a fin de engrandecerse. Algunos
habían llegado incluso a “comprar” la aprobación oficial para enseñar las
enseñanzas de sus maestros Zen. Actualmente todavía se hace: “¿Cuántos
koans pasaste?”. “Yo hice cincuenta”. “Caramba, yo sólo llegué a veinte”. Es
casi lo mismo que estar en el gimnasio y oír: “Ayer hizo cincuenta flexiones
de brazos en la banqueta. ¿Cuántas puedes hacer tú?”. Como todas las cosas
que hinchan el ego, los koans, también, pueden llegar a ser parte del juego.
En lugar de aliviarnos, seguimos adquiriendo, hasta que al final, hemos
anulado la posibilidad de ver la auténtica naturaleza del yo desnudo y sin
disimulos.
No hay nada que haga más dolorosa la práctica del Zen que el desear
algo. Pero los largos años de sentarme, realmente se han convertido en
preciosos para mí en y de por sí, y los deseos se desvanecen. A fin de
cuentas, nos sen- tamos por el mero hecho de sentarnos. Por ejemplo, ya no
venimos al sess- hin con la esperanza de encontrar algo que nos falta;
simplemente venimos al sesshin. Por alguna extraña razón, es todo lo que
necesitamos. Al comien- zo de nuestra práctica, esperábamos que ocurriera
algo “grande” durante el sesshin. Un poco más tarde, todo lo que
esperábamos encontrar era dolor, aburrimiento y la cínica certeza de que no
iba a ocurrir “nada”. Al cabo de los años, ya no esperábamos nada. Tal como
solía decirnos a los indecisos participantes uno de nuestros maestros
japoneses de Zen al que bombardeá- bamos con preguntas sobre cómo era
aquello: “Sesshin es sesshin. Venid y lo descubriréis”.
El zazen es una estupenda oportunidad para aliviarnos del deseo de
la automejora. Basta con sentir la lluvia sobre la cara al salir andando por la
puerta del zendo.
PASIÓN EN LA COMPASIÓN

POR AHÍ VA UN INDIGENTE


DESNUDO
EXCEPTO POR SUS
MANOS DE CIELO Y
TIERRA
KIKAKU

ACTIVIDAD BODHISATTVA

Mucha gente considera la compasión como una especie de cinta con la


que tapar la vileza. Pero nosotros vemos la compasión como sabiduría, lo
contra- rio a la ignorancia. En el budismo, la compasión es la naturaleza
misma de la actividad bodhisattva. No es cuestión de cultivar la compasión
en respuesta, o como paliativo a las acciones malvadas producidas por la
codicia, el odio y la ignorancia. Poner parches a los lapsos en la sabiduría no
es de lo que esta- mos hablando. La compasión no puede imponerse ni
ejercer tímidamente desde el exterior. Es un desarrollo orgánico, el
crecimiento natural de la sabi- duría que viene con la práctica del zazen.
Hemos aludido al prevalente concepto erróneo del Zen como un modo
desapasionado de enfocar la vida, como un desinterés que bordea el
fatalismo. Es una idea preconcebida que tenemos sobre lo que es ser “un
indigente des- nudo, excepto por lo que se refiere a sus mantos de cielo y
tierra”. Creemos literalmente que hemos de ser “indigentes” indeterminados,
que borrando cualquier rastro de individualidad, alcanzaremos algún ideal
soso del “no yo”. Los practicantes básicos también caen en esta trampa. Tan
pronto como empezamos a sentarnos, creemos que nos libraremos de
nuestras personalida- des que nos estorban. Muchos grupos occidentales de
Zen tienen reuniones de apertura, sesiones para elevar la conciencia donde la
gente lucha con tales problemas. La ira es un tema especialmente caliente en
los centros Zen en que hemos estado. Nosotros alentamos las discusiones
abiertas relacionadas con la práctica en nuestro zendo, pero nos mantenemos
apartados de la terapia de grupo.
Hay una tendencia en los estudiantes de Zen orientados psicológicamente
de querer eliminar todo vestigio de “jugosidad” o excentricidad de su prácti-
ca. A menudo, justifican esta tendencia citando una famosa línea de un koan
MOVIMIENTO

del maestro de Zen Chao-Chou: “La mente iluminada evita escoger y elegir”.
Como tantos otros koan, sin embargo, éste no hay que tomarlo como un
axio- ma ni como un mandamiento religioso –“No elegirás ni escogerás”–
sino como una expresión viva de actividad bodhisattva. La mente que deja de
esco- ger y elegir está muerta, incapaz de toda actividad. Mientras la mente
esté viva, seguirá escogiendo y eligiendo. Cada respiración, cada
pensamiento, es un momento de energía y pasión en movimiento. No existe
ningún estado neutral sostenido en ningún nivel del funcionamiento humano.

ZEN DE TAMAÑO NATURAL


146
¿Qué se puede decir de estos estupendos momentos sobre el cojín, que no
parecen asequibles en aquellos momentos de nuestra vida en que es imposi-
ble sentir o actuar como un bodhisattva porque estamos tan llenos de ira,
dolor o pesadumbre? Olvidando que este mismo cuerpo es el Buda y que esta
mente ordinaria es el Tao, separamos la “práctica” de la “vida real”.
El Zen de tamaño natural no es un vacío estéril; está lleno de pasión por
la vida. Está representado por el barrigón y risueño Hotei, el bodhisattva en
el mercado, que vaga distribuyendo regalos de su gran saco. Ésta es la
apasiona- da implicación del practicante del Zen básico. No es una licencia
para come- ter crímenes ni para dejar sin control el yo, pero hay un elemento
de intensa sensación que aparece con naturalidad si estamos totalmente en
sincronía con la experiencia del momento. No debemos cometer el error de
descartar esta pasión que nos une con la vida, a pesar de lo confusa y
extendida que es.
En este sentido, la pasión es lo mismo que el desinterés. Va unida al tipo
de amor que nos ata a la tierra, a la vida, a la gente, las piedras, la hierba, los
animales y los árboles. Nos hace sentir. Por el mero gozo que ello conlleva,
como el sabio payaso Zen Pu-Hua queremos hacer rodar ruedas de carro en
la calle.
La práctica del Zen de tamaño natural es lo contrario del ascetismo. No
nos sentamos para librarnos de lo “terrenal” y de la “impureza” sino, como el
maestro Yun-men, para encontrar a Buda en un “excremento”. Nosotros cul-
tivamos la pasión que conlleva el preocuparse por algo, tanto si se trata de un
poema, un soufflé o un gatito callejero. Siempre que nos negamos a huir del
momento –independientemente de lo que nos traiga– nos implicamos com-
pasivamente en la vida. No hay nada insulso ni ascético en este tipo de
compasión, pero esto no quiere decir que no haya ocasiones en que nos sen-
tamos dispuestos para la tarea. Nuestros trabajos pueden estar agotándonos,
puede que no nos sintamos bien, aquellos a quienes amamos pueden estar
irri- tándonos, podemos descubrir súbitamente que no tenemos nada en
común con la gente que consideramos como nuestros amigos más queridos.
Cualquiera de estas situaciones de la vida real tiene un modo de quitarnos la
pasión. Por tanto, ¿qué hemos de hacer? Nos zambullimos en la experiencia
de nuestra situación, nos fundimos con ella. En sí mismo, se trata de un acto
de compa- sión. Nace de la intensidad meditadora generada por la práctica
regular del “dejar ir”.

SEGUIR NAVEGANDO
147
Supongamos que vamos navegando. Formamos realmente una unidad con
la respiración, estamos alerta, todo va bien. De repente –¡BUM!– algo ocurre
y nos vemos arrojados desde un estado de arrobamiento a uno de sufrimien-
to. Ésta es la oportunidad perfecta para reconocer la “interrupción” como otra
de las manifestaciones de “seguir adelante”. Por el mero hecho de que no pro-
duzca la misma sensación, no significa que provenga de “ahí fuera” para
interferir con nuestra práctica. De hecho, es el propio vehículo de la práctica.
Siempre nos reímos de nosotros mismos cuando miramos fotografías de
cuando éramos nuevos en la práctica del Zen. Vestidos de negro, era evidente
que nos esforzábamos mucho para dar la impresión de que éramos estudian-
tes serios a los que nunca se les escapaba una sonrisa. Este tipo de conducta
es lo que le da al Zen una reputación de ser “severo”. Recientemente, cuando
un amigo de Australia nos visitó y salimos juntos a tomar una cerveza y a
jugar una partida de billar, se sintió aturdido y nos dijo: “Nunca me había
invi- tado antes un maestro de Zen a salir como ahora”. Le recordamos los
maes- tros Zen de la “Nube Roja” sobre los que habíamos escrito, como por
ejem- plo, Lin-chi, Ikkyu, Bankei, y otros, que ofrecían sus enseñanzas en las
calles,
en los campos y en las tabernas más veces que en el zendo.
Muchos de los practicantes básicos actuales todavía se agarran a una
herencia monástica que glorifica la actitud desapasionada del guerrero cuya
vida es en su totalidad una preparación para la muerte instantánea. Ésta
puede ser una actitud apropiada para un guerrero, pero nuestro prado de
práctica no es un campo de batalla. Nosotros cultivamos la vida, no la
muerte. Nuestro campo se asienta entre ellas. La melancolía, la triste dulzura
de nuestra transitoriedad, debe vivirse tan total e intensamente como el
guerrero vive la suya. Pero, a diferencia del guerrero que se desapega de la
transitoriedad, nos- otros debemos sumergirnos en ella.
EL MUNDO FLOTANTE

No se trata de “ignorancia” cuando nos sumergimos de lleno en las


activi- dades momento a momento de nuestra vida cotidiana. Es estar
despierto
–tanto al dolor como al gozo. Nuestra experiencia de este “mundo flotante”,
tal como lo denominan los budistas japoneses, es breve. No hay grandes
maestros Zen que no hayan hecho comentarios sobre esta tristeza humana al
pasar, porque todos ellos la sienten también. Bankei, por ejemplo, estaba des-
consolado por la muerte de su querida madre. Con la garganta cortada como
consecuencia de un robo, los gritos de agonía del gran maestro Yen-t’ou
148 podí- an oírse a kilómetros de distancia. En nuestra época, a pesar de
asombrosos avances en la longevidad humana, la tecnología sólo ha servido
para realzar
la brevedad de la vida. Vemos esto en la universidad, donde la vida y las inter-
acciones humanas se están volviendo cada vez más “virtuales”.
A menudo nos preguntamos qué quiere decir la gente cuando dicen:
“¡Vive!”. Estamos vivos, no tenemos que ponernos a vivir. No hay necesidad
de navegar por la web, por ejemplo, La tenemos aquí mismo, en nuestra
bandeja. ¿Vamos a limitarnos a sentarnos y mirarla, o a contar las calorías
antes de atrevernos a comerla? ¿O la arrojaremos al cubo de la basura con la
esperanza de encontrar algo mejor? Lo mejor es desprendernos de nuestras
ideas sobre la vida, y comenzar a vivir. Hemos de dejar de psicoanalizar cada
pequeño motivo y gesto, si lo que queremos es recapturar su espontaneidad y
pasión. Al fin y al cabo, ¿qué otras opciones tenemos?
Un amigo nos preguntó una vez por qué parecía que los maestros Zen
más profundamente iluminados a menudo parecían ser fríos, un tanto “por
encima de la vida”. Le dijimos que probablemente sólo parecían no
conmoverse. En lugar de llorar con alguien, una persona así rezuma más
compasión que empa- tía, y la compasión es más difícil de reconocer que el
tipo acostumbrado de conmiseración al que estamos habituados. Es difícil
comprender que un maes- tro Zen no se mantiene frío o que esté haciendo un
esfuerzo terapéutico para evitar la “transferencia”, por lo que erróneamente
interpretamos la inmovili- dad como “frialdad”. Es mejor no preocuparse por
el grado de iluminación de otras personas. Es más importante prestar
atención a nuestro propio grado de percepción del momento, de formar
totalmente una unidad con el acto de apretar el botón del ascensor y de decir
“buenos días” a nuestro vecino, de secar los platos o de pedalear la
bicicleta a través del tráfico hacia el tra- bajo. Nadie vive en perfecta
conciencia siempre; no lo hizo ni siquiera el pro- pio Buda. Pero, en realidad,
¿a quién le importa? Tal como dijo el poeta Zen chino Yung-chia: “¿Qué
provecho sacamos de contar los tesoros de nuestro
vecino?”. Sin mantenernos por encima de la lucha, es preferible implicarse
en el momento. Esta intimidad con el momento elimina la distinción entre el
que da y el que recibe. Basta con que mantengamos abierta la puerta del
ascensor, y estaremos en la senda de salvar a los muchos seres.
No sabemos por qué fluye la compasión ni de dónde procede.
Simplemente sentimos cómo fluye, llevándonos en la dirección de conservar
la vida, de la curación, de alargar la mano a alguna otra persona en el cami-
no, un perfecto extraño que tiene nuestra misma cara.

149
Esta página dejada en blanco al propósito.
SOBRE LOS AUTORES

MANFRED B. STEGER recibió su doctorado en ciencias políticas en


la universidad de Rutgers. En 1991, junto con su mujer, Perle Besserman,
fundó el Grupo de Zen de la Universidad de Princeton, donde los dos son
maestros conjuntamente. Antes de llegar a Princeton, Steger fue un profesor
visitante de Zen en las islas Hawai, en Australia y en Europa. Además de
enseñar sobre budismo en el sistema de la universidad de Hawai en
Honolulú, y de publicar varios artículos sobre la práctica de Zen básico en
inglés y ale- mán, él y Perle Besserman fueron los coautores de Crazy
Clouds: Zen Radicals, Rebels, and Reformers (Nubes Locas: diez radicales,
rebeldes y reformadores (Shambala, 1991). Profesor asociado de ciencias
políticas en la universidad del estado de Illinois, Steger está especialmente
interesado en la conexión entre la espiritualidad y la ética social. Su libro
más reciente, sobre Mahatma Gandi, se titula Gandhi’s Dilemma: Nonviolent
Principles and Nationalist Power (El dilema de Gandi: Principios de no
violencia y el poder nacionalista) (St. Martin’s Press, 2000).

PERLE BESSERMAN tiene un doctorado en literatura comparada por


la universidad de Columbia, y enseña en el departamento de inglés de la uni-
versidad del estado de Illinois. Autora de numerosos libros sobre temas espi-
rituales, se ha ido interesando cada vez más en la espiritualidad de las muje-
res y dirige varios talleres y retiros de meditación que buscan incorporar la
sabiduría de las mujeres en la práctica del Zen. Sus libros más recientes son
Owning It: Zen and the Art of Facing Life (Poseerlo: El Zen y el arte de
enfrentarse a la vida) (Kodansha, 1997), Teachings of the Jewish Mystics
(Enseñanzas de los místicos judíos) (Shambhala, 1998), y The Shambala
Guide to Kabbalah and Jewish Mysticism (La guía Shambala hacia la Kabala
y el misticismo judío) (Shambala, 1998).
Los libros de los autores han sido traducidos al alemán, checo, portugués,
español, japonés, italiano, holandés y hebreo.

S-ar putea să vă placă și