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El discípulo no es más que el maestro

Diácono Orlando Fernández Guerra

Jesús envió a sus discípulos para que hicieran presente la Buena Noticia no sólo con sus
Palabras, sino principalmente con sus Obras. Tres eran los signos que tenían en aquel contexto un
significado muy especial: “expulsar demonios”, “sanar enfermos” y “compartir la mesa” (Mc 6,7-13; Lc
10,4-12). No bastaba con anunciar de palabra que el reinado de Dios estaba cerca. Multitud de falsos
profetas y mesías habían emergido de la desesperanza del pueblo para anunciar el fin de los tiempos
y de la dominación romana. Había que hacerlo presente con obras concretas y visibles de
misericordia. De ahí que el Señor realice curaciones, resurrecciones y multiplicaciones.
Otro paso en la relación de Jesús con sus discípulos es la invitación a “compartir su destino”.
Esta dimensión del discipulado es una consecuencia de las anteriores, pues el hecho de vivir como
Jesús vivía, y de anunciar lo que Él anunciaba, iba a provocar en algunos sectores de la sociedad
judía, el mismo rechazo y oposición que él recibió. Y, de hecho, este fue en aumento a medida que el
movimiento cristiano se difundía por pueblos y ciudades del Imperio.
A nadie en Jerusalén le hizo gracia el anuncio de la destrucción del Templo (Mc 11,27-33).
Tanto el Sanedrín, como los herodianos, y los romanos, se sentían incómodos con Jesús (Mc 15,1-
15). Más tarde lo estarán también con sus discípulos, al punto que trataron de ahogar en sangre
aquel brote de entusiasmo por el Resucitado (Hch 7,59; 12,2). Las persecuciones comenzaron la
misma tarde de la resurrección, y atravesando los siglos, llegan hasta hoy mismo. Cada día mueren
algunos cristianos en algún lugar del planeta, de manera brutal, solo por amar a Jesús. Alguien dijo
alguna vez, que cuando más debíamos preocuparnos no era cuando nos persiguieran, sino cuando
dejaran de hacerlo, porque seguramente estaríamos siendo tibios en nuestra fe (Ap 3,16).
En este horizonte de fracaso, y de peligro para la propia vida, se dibujan las tentaciones del
discipulado, porque se pone a prueba el seguimiento mismo. Jesús no les ha ocultado nada, les ha
mostrado cuáles son las consecuencias de su propósito misionero. Para ir a dónde Él va, hay que
pasar por la gran prueba de la Cruz: “El discípulo no es más que el maestro (Lc 6,40)”. “El que quiera
salvar su vida, la perderá; quien la pierda por mí y por la Buena Noticia, la salvará (Mc 8,35)”.
Estas exhortaciones, que contantemente dirige Jesús a los suyos, tienen como objetivo
establecer una identidad propia en el discipulado cristiano, diferente del proceder de los escribas y
fariseos: “En la cátedra de Moisés se han sentado los letrados y los fariseos. Ustedes hagan y
cumplan lo que ellos digan, pero no los imiten; porque dicen y no hacen. Atan fardos pesados,
[difíciles de llevar,] y se los cargan en la espalda a la gente, mientras ellos se niegan a moverlos con
el dedo” (Mt 23,3-7).
El discípulo de Cristo puede caer en la misma trampa. Puede convertirse en un experto
conocedor de la doctrina cristiana, pero en un pésimo observante de ella. En un funcionario de la fe,
pero no en un testigo del crucificado y resucitado. Si la escucha de la Palabra de Dios no se pone en
práctica diariamente, y con signos concretos, no sirve de nada. Será como la casa edificada sobre
arena, que se derrumba cuando la acosan los vientos o las lluvias (Lc 6,48-49). La escucha sin
compromiso es la mayor tentación de los cristianos de todos los tiempos.
Cuando atendemos a la Palabra de Dios con el corazón dispuesto, descubrimos cuáles son
los planes de Dios -y también-, que con frecuencia éstos son diferentes de los nuestros. Entonces
nos resistimos. Buscamos a toda costa hacer nuestra voluntad, y luego, si nos sale bien, los
sacralizamos diciendo que era lo que Dios quería. Sino buscamos un culpable: el demonio, la
sociedad o los otros.
La auténtica escucha de la Palabra nos abre a un proyecto que nos viene de fuera de nosotros
mismos, que nos cuestiona, nos conmociona, nos invita a la conversión, a reorientar la propia
existencia. A salir del acomodo y lanzarnos a vivir la aventura de la fe. Y esto, porque es obra del
Espíritu de Dios que contantemente nos recuerda, y actualiza, esa luz que brilla en las situaciones
más cambiantes de la vida. Así la escucha asidua de la Palabra de Dios se convierte en la primera y
mejor instancia de discernimiento espiritual, porque nos mantiene unidos a Jesús, compartiendo
todavía hoy su estilo de vida, su misión y su destino. Esto es lo que nos hace verdaderos discípulos
de Cristo en este siglo XXI tan caótico. Y lo que nos mantiene unidos en el camino de la Iglesia. Esto
es lo que da fundamento a la esperanza cristiana.

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